Los descubrimientos de la intuición siempre deben ser puestos en práctica por la lógica. Tanto en la vida ordinaria como en la ciencia, la intuición es un medio de conocimiento poderoso, pero también peligroso. En ocasiones resulta difícil diferenciarla de la ilusión.
Alexis Carrel, L’Homme, cet inconnu
Se había levantado viento procedente del mar. Soplaba a ráfagas hasta la cima de la colina, envolviendo el monasterio en un frescor salobre.
Las tres siluetas deambulaban lentamente por las avenidas. Samuel Ezra e Ibn Sarrag flanqueaban al joven monje, Rafael Vargas, cuya presencia entre ambos hombres ofrecía un sorprendente contraste.
Su pelo rubio se oponía a los níveos cabellos del rabino y a la calvicie del jeque. Sus ojos, de un azul intenso, contrastaban con la mirada sombría de los otros dos; los rasgos puros del uno, con los rostros llenos de arrugas de los otros. Incluso su porte, ágil y felino, era el reverso de los pesados movimientos de Ezra o las inciertas zancadas de Sarrag.
—Curioso tipo el marino genovés —comentó el jeque—, ¿no os parece, hermano Vargas?
—¡Sobre todo es un zorro! Tras haber sometido en vano su proyecto a Juan de Portugal y, luego, a los reyes de Inglaterra y Francia, el señor Colón, ése es su nombre, Cristóbal Colón, intenta hoy, a través del hermano Marchena, ganar para su causa al duque de Medinaceli con objeto de que financie su empresa.
—Pues parece tan entusiasmado que es muy capaz de conseguirlo. ¡Cuánto riesgo, sin embargo! Fletar navíos, partir hacia lo desconocido en una dirección que los mayores cosmógrafos rechazan. ¡Un salto al vacío!
Vargas se detuvo en seco.
—¿Un salto al vacío? ¿Bromeáis? Colón sabe perfectamente adónde va. Conoce todos y cada uno de los detalles, se sabe de memoria esa ruta de las Indias. Ya os lo he dicho, es un zorro.
—Os referís sin duda al mapa geográfico que al parecer le confió Toscanelli —dijo Ezra.
—¿Que se lo confió? ¡Jamás de los jamases! ¡Robó el mapa de la biblioteca real de Portugal! De todos modos, realmente no tiene importancia.
—¿Podríais ser más explícito?
—Es una larga historia. Hace unos diez años, los navíos portugueses iban y venían de Lisboa a la costa de Guinea utilizando su ruta secreta para evitar ser capturados por vuestra flota. Les era preciso, pues, pasar muy al oeste de las islas de Cabo Verde y atravesar una zona que es cuna de tempestades y ciclones. Una carabela atrapada en este torbellino no tiene más remedio que poner rumbo al oeste, arriar las velas y navegar con el viento de popa. Al oeste, siempre al oeste. Así pues, sus oportunidades de regresar al punto de partida son ínfimas, por no decir nulas. —Vargas hizo una corta pausa y prosiguió—: Hace unos tres años, una de las carabelas vivió esta temible experiencia. Se halló, como sus desgraciadas predecesoras, irresistiblemente arrastrada hacia el oeste. Al cabo de varios días de esta deriva, unas islas aparecieron en el horizonte. La tripulación no tuvo otra alternativa que explorarlas antes de que los gusanos que suelen amenazar a los navíos que permanecen en aguas tropicales comenzaran a roer los maderos del casco. Entonces, el navío se vio obligado a poner rumbo al este y terminó embarrancando en las costas de la isla de Madeira, donde se hundió. Algunos marinos saltaron a una chalupa y consiguieron llegar a Porto Santo. Pues bien, ¿sabéis quién vivía en Madeira por aquel entonces? —El monje interrumpió su relato para causar más efecto en sus oyentes—. Cristóbal Colón. Entre viaje y viaje vivía en casa de su cuñado, gobernador por entonces de la isla, y asumía las funciones de éste en su ausencia. Así era aquel día. Fue él, pues, quien ofreció asistencia a los supervivientes y les procuró toda la ayuda posible. Por desgracia, todos murieron en seguida de agotamiento menos uno, un piloto portugués llamado Alfonso Sánchez. En su agonía, éste le contó que había cambiado baratijas por oro a un hombre de piel cobriza en una exhuberante isla, en el extremo de un archipiélago, una isla que, según creía, formaba parte de las Indias. Cuando el piloto murió, Colón se apoderó tranquilamente de su libro de a bordo, repleto de planos que señalaban los jalones terrestres y de mapas donde figuraban los ríos, los arrecifes y los fondeaderos, así como los manantiales. Puedo aseguraros que, ahora, esos mapas se hallan en sus manos. En conclusión, Colón está tan seguro de descubrir lo que va a descubrir como si lo tuviera en su propia habitación, encerrado bajo llave.
El jeque había escuchado, escéptico.
—¿Cómo podéis afirmarlo con tanta seguridad?
—Porque mis informaciones proceden de la propia boca de fray Antonio Marchena, a quien se confió el genovés. Era el único modo de obtener su apoyo. —Se interrumpió unos instantes—. Decidme, señor Sarrag, imagino que no deseabais hablar conmigo con el mero objeto de evocar el destino del señor Colón.
El jeque hizo una profunda inspiración y dejó caer, como quien desvela la clave de un misterio:
—Aben Baruel…
El joven dio un respingo.
—Aben Baruel…
—¡Le conocisteis! —exclamó Ezra.
Rafael no respondió.
—Vamos, decidnos.
—¿Y vos? ¿Le conocisteis?
—Evidentemente —dijo el jeque, sin conseguir dominar su impaciencia—. De lo contrario no estaríamos aquí.
—En tal caso, debéis estar en condiciones de probarlo.
Una ráfaga de viento, más fuerte que las demás, agitó las hojas. Rafael dijo levantando la voz:
—BENDITA ES LA GLORIA…
Ezra y Sarrag le hicieron eco:
—BENDITA ES LA GLORIA DE YOD, HE, VAV, HE DESDE SU LUGAR.
—INTERROGUÉ…
—AL PRÍNCIPE DE LA FAZ.
—¿CUÁL ES TU NOMBRE?
—ÉL ME RESPONDIÓ: ME LLAMO…
—MANCEBO.
La conversación prosiguió bajo la borrasca, que era cada vez más fuerte, como si el propio viento se irritara al ver a aquel trío hablando en un lenguaje secreto. Por lo demás, ¿eran ellos quienes se expresaban, o la pesada sombra que cubría el crucifijo situado en la entrada de la Rábida? Aunque tal vez fuera un rumor procedente de las estrellas.
Tras haber agotado los términos del primer Palacio, Rafael concluyó:
—Así pues, sois los emisarios de Aben Baruel. Me había avisado. Sabía que un día u otro llegaríais.
—¿Os había avisado? ¿De viva voz, queréis decir?
A guisa de respuesta, el joven sacerdote sugirió:
—Entremos. Estaremos más cómodos para proseguir esta conversación.
Un olor a cera impregnaba los altos muros de la biblioteca del monasterio. A la débil claridad difundida por los cirios se advertía, entreabierto, un ejemplar de una versión griega del Canon de Muratori en un atril. Se trataba de uno de los pocos ejemplares existentes. Centenares de obras estaban cuidadosamente alineadas en los anaqueles. Algunas desgastadas, cubiertas de una fina capa de polvo; otras mejor cuidadas. Autores y temas se codeaban en un sabio desorden, desde el Protágoras hasta los Phygadas, entre Preceptos de Aberroes y Sextus Empiricus de Séneca. En un lugar destacado se hallaban los índices que contenían la lista de obras expurgadas o prohibidas por los tribunales inquisitoriales.
Vargas se sentó a una de las mesas de trabajo e invitó a ambos hombres a imitarle.
—Bueno —comenzó Sarrag—, ¿y si nos explicarais vuestros vínculos con Baruel?
—Ante todo, debéis comprender que todo lo que sé se limita a lo que quiso confiarme. De hecho, espero de vos ciertas aclaraciones.
—¿Le conocisteis en la Rábida?
—No. Aquí se produjo nuestro segundo encuentro. El primero se remonta al otoño pasado. Estaba yo en Toledo, de camino al monasterio. Cuando llegué al umbral de la plaza de Zocodover, me vi obligado a detenerme. La plaza estaba llena de gente. Vi un estrado y unos graderíos. Una voz declamaba lo que reconocí como el juramento de fe. Había llegado en pleno auto de fe. Era la primera vez. Decidí poner pie en tierra y unirme a los espectadores. Os ahorraré los detalles de la ceremonia, tanto más cuanto que no os diría nada que no sepáis ya.
Durante unos momentos el monje observó en silencio a sus dos interlocutores. Luego prosiguió el relato:
—Al concluir el enunciado de las faltas imputadas y las sentencias, trajeron a la primera víctima. Recuerdo todavía su nombre: Leonor María Enríquez. Tras haber mostrado algunos signos exteriores de renuncia, fue llevada al estrado. El inquisidor se informó de lo que solicitaba. Ella respondió: «Misericordia». Entonces la interrogó sobre su delito y, curiosamente, ella se mantuvo en silencio. El inquisidor insistió, la conminó a confesar sus faltas, pero fue en balde. La mujer se aferraba a su mutismo. Entonces, desalentado, declaró: «El Santo Tribunal no tiene otra alternativa que entregaros al fuego para defender la causa de Dios». Y en aquel momento se produjo un incidente. Levantando el puño hacia la tribuna, un hombre comenzó a aullar a mi lado: «¡Malditos seáis, malditos, malditos!». Y añadió en hebreo: «Ha-Chem yiqqom damo». Lo que, como más tarde supe, significa: «Quiera el Eterno vengar su sangre». En un abrir y cerrar de ojos, unas manos se apoderaron del hombre. Gritos e insultos brotaron por doquier. Habríanse dicho aullidos de lobo. Le arrancaron la ropa. En cuestión de instantes caería bajo los golpes y todo habría terminado para él. —Una triste sonrisa apareció en los labios del narrador—. No soy en absoluto un héroe y, a riesgo de escandalizaros, reconozco ciertos méritos a la Santa Inquisición. Pero en aquel instante preciso una voz interior me susurró que actuara. Me pareció intolerable que aquel individuo, por muy blasfemo que fuera, fuese víctima de una justicia ciega. Decidí acudir en su ayuda y, abriéndome paso a codazos, conseguí, Dios sabe cómo, arrastrarle lejos del furor de la muchedumbre. Sin duda alguna fue un milagro. Aquel hombre…
—Era Aben Baruel —se anticipó Ibn Sarrag.
Rafael asintió.
—¿Y luego?
—Le acompañé a su casa. Sangraba. Sus heridas no me parecieron alarmantes, pero dada su edad temí que se encontrara mal. Por ello, a pesar de sus protestas decidí permanecer a su cabecera. Recuerdo que hablamos mucho.
—¿Sería muy indiscreto preguntaros de qué conversasteis?
—De todo. De él, de mí, de sus creencias, de las mías, de las cosas de la vida y de la muerte. El tipo de diálogo a corazón abierto que a veces entablan dos seres a los que todo opone pero a quienes el azar reúne. A medianoche, tranquilizados ya sobre su estado, reemprendí el camino. No tuve más noticias de Baruel hasta el día en que se presentó en el monasterio. Fue a mediados de enero.
Rafael se interrumpió unos instantes, vencido por una profunda emoción.
—Sí, fray Rafael, ya sé que no esperabais mi visita.
Recordaba con claridad la frágil silueta del judío, de pie bajo las arcadas del claustro y luego sentado en uno de los bancos de piedra.
—Voy a haceros una confidencia. No he decidido venir a veros y haceros compartir un secreto, el mayor, el más fabuloso de los secretos, porque me salvarais la vida. Si vos no lo hubierais hecho, otro lo habría hecho en vuestro lugar. ¿Os sorprendo? Y sin embargo, es cierto. Aquel día, en Toledo, estaba escrito que yo no debía morir. Todavía no. No antes de haber llevado a cabo la tarea que me estaba asignada.
El judío calla. Su respiración espesada.
—En cambio —prosigue—, en cuanto haya cruzado el umbral de este monasterio, apenas me haya separado de vos, la muerte tendrá ya las manos libres para atraparme en sus redes. La recibiré con gozo y, por encima de todo, con alivio.
A Rafael le cuesta ocultar su estupor ante aquella actitud, que él achaca a la enfermedad, y responde con una fórmula acuñada.
—Nadie sabe el día ni la hora. Viviréis tanto como Nuestro Señor quiera.
Una enigmática sonrisa ilumina el semblante del judío.
—Fray Rafael, Nuestro Señor quiere que abandone ya este mundo. Y se lo agradezco. Nunca ser humano, salvo los patriarcas y los santos, habrá partido tan sereno, tan lleno de alegría. Pero vayamos a lo esencial.
Hace entonces resbalar la bolsa de piel que había mantenido colgada del hombro y la coloca sobre sus muslos.
—Como oí decía, no es la gratitud lo que inspira mi gesto. Se trata de otra cosa. Sabed previamente que detesto las manifestaciones de afecto, sean las que fueren. Mi pobre esposa, cuya alma acoja el Eterno, sufrió bastante por ese rasgo de mi carácter. Sí, detesto los arrumacos del corazón. Para mí, una mano posada en una frente que arde de fiebre, un sollozo reprimido ante el sufrimiento del ser amado son signos mucho más reveladores que los juramentos de amor y las promesas de amistad. A todos nos ha sido dada la capacidad de pronunciar palabras lánguidas. Pero entre el deseo y los actos hay un abismo. Sabiendo esto comprenderéis cuánto me cuesta confesaros que la noche que pasasteis a mi cabecera ha permanecido grabada para siempre en mi alma.
Aben Baruel se incorpora apoyándose en la pared y permanece muy erguido, con los ojos clavados en un punto a lo lejos.
—A veces es precisa toda una existencia para profundizar en un sentimiento, para tomar conciencia de toda la riqueza contenida en el corazón de otro. Y tan testaruda es nuestra ceguera que ni siquiera estamos seguros de conseguirlo. Sin embargo, a veces se queman las etapas. Son encuentros excepcionales; horas únicas en las que se dice todo entre dos miradas, dos latidos de corazón. Así ocurre con el vínculo que se instauró entre vos y yo. Sin que vos lo supierais, sin que lo supiera yo.
Rafael Vargas permanece en silencio. No porque dude de las palabras del hombre, sino porque, muy al contrario, las comparte. Su silencio expresa asentimiento.
—Tengo un hijo de vuestra edad —continúa Baruel—. Cuando aquella noche, en Toledo, me acompañasteis, tuve la sensación de tener un hijo más.
El anciano respira lentamente el apaciguador aire del claustro y prosigue, aunque en un tono menos melancólico:
—Ha ocurrido un acontecimiento que ha transformado mi existencia. Mucho más que un acontecimiento, en realidad. He tomado el pulso al universo. He visto lo invisible. He rozado la sublime luz y mis ojos, cerrados hasta entonces, se han abierto. Por desgracia, no puedo deciros nada más.
Coge la bolsa de piel y la tiende a Rafael.
—Tened. Os la confío. Encontraréis aquí escritos redactados de mi puño y letra. Podéis tomar conocimiento de ellos, aunque os advierto que no tardaréis en sentiros decepcionado, pues, sean cuales fueren vuestros dones, vuestra erudición, vuestro saber teológico, no comprenderéis nada de ellos o muy poco. Y este poco os producirá mayor frustración todavía.
—Señor Baruel, debéis decirme algo más.
—Paciencia. Dentro de unas semanas, dos hombres se presentarán ante vos. Son unos genios —precisa, como en un aparte—, ya lo veréis. Pozos de cultura y conocimiento.
—¿Por qué razón querrán conocerme?
Baruel golpea la bolsa.
—Por esto, por el manuscrito. Os lo advierto: intentarán quitároslo. Mostraos firme. Sólo os autorizo a compartirlo, etapa tras etapa, Palacio a Palacio.
—¿Palacio? —repite Rafael, desconcertado.
A guisa de respuesta, Aben acaricia la bolsa murmurando:
—Ya lo veréis, hijo mío. Todo está ahí. Paciencia. Leeréis y sabréis.
Rafael Vargas se rebela a su pesar.
—No quisiera pareceros indigno de los sentimientos que habéis evocado hace un momento, pero me colocáis en una situación complicada. No me reveláis nada del acontecimiento que tan considerable parece, no me reveláis nada del contenido del manuscrito, y nada tampoco sobre las motivaciones de los dos hombres. ¿Reconocéis que no me facilitáis la tarea?
—Ya os lo he dicho dos veces: paciencia.
—Sí, pero…
Baruel no le deja proseguir.
—Vargas, ¿lo recordáis? Aquella noche, en Toledo, hablamos del origen de vuestro nombre. ¿Lo habéis olvidado?
No, Rafael no lo ha olvidado.
—En ese caso, no espero de vos una obediencia ciega en nombre de vuestra súbita amistad. Espero que actuéis igual que vuestros ilustres antepasados, aquellos paladines guiados únicamente por el sentido de la abnegación, por su búsqueda del ideal y su voluntad de superación. Puedo prometeros que, si aceptáis confiar en mí, tendréis la oportunidad, tal vez la única en vuestra existencia, de vivir con toda plenitud esos tres principios.
El monje no podría decir cómo ni por qué algo de ese hombre le conmueve. Cualquier espíritu sensato rechazaría su petición. Rafael no consigue decidirse. Peor aún, sólo aspira a una cosa: aceptar. Entrar en ese embrollo. Responder a la llamada.
—Muy bien. Podéis confiar plenamente en mí. Respetaré vuestra voluntad.
Baruel tiende entonces su mano hacia el crucifijo que cuelga del cuello del monje y lo levanta.
—Juradlo por la Santa Cruz.
Vargas vacila imperceptiblemente antes de pronunciar:
—Lo juro.
Un silencio sucedió a las palabras del monje.
El rostro de Ibn Sarrag y el de Samuel Ezra reflejaban la misma contrariedad. Ni el uno ni el otro manifestaron el deseo de ir más allá, temiendo ver confirmado su temor. Sin ponerse de acuerdo, en un encadenamiento de gestos que podía parecer premeditado, sacaron del zurrón sus respectivos manuscritos y los abrieron por la página del segundo Palacio. Cuando el rabino comenzó a leer, la voz le temblaba un poco:
—PRIMER PALACIO MENOR. BENDITA ES LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR. EL NOMBRE ESTÁ EN 6. RECUERDA AL HIJO DE LA VIUDA DE…
El jeque intervino, también con voz trémula.
—SE HA DICHO QUE SOBRE SU SEPULTURA PUSIERON…
Ezra tomó el relevo:
—SÓLO HE CONOCIDO UN ÁNGEL…
—PERO ANTAÑO…
—ELEGIDA POR YAHVÉ…
El rabino se interrumpió y dio un puñetazo en la mesa.
—¡No! —gritó—, ¡no! ¡Vuestro texto y el mío ya no concuerdan! ¡Incluso uniéndolos siguen siendo incoherentes! ¡Dadme vuestra página! —Sarrag lo hizo sin rechistar—. Ya veis que la frase: RECUERDA AL HIJO DE LA VIUDA DE… sigue estando incompleta. El encadenamiento con la siguiente: SE HA DICHO QUE SOBRE SU SEPULTURA PUSIERON… carece de toda lógica. Y debe de ocurrir lo mismo, con todos los Palacios que quedan por descifrar. ¿Queréis comprobarlo?
—No hace falta.
Ambos callaron, abatidos.
—Señores —dijo Rafael—, ¿y si me lo explicarais? Por más que posea cierto sentido de la deducción, no he comprendido absolutamente nada de vuestras elucubraciones.
Sarrag fue el primero en reaccionar.
—¿Podéis traernos las hojas que Aben os confió?
—Claro. Pero no es necesario; me las sé de memoria.
—¿Todas?
El monje asintió.
—Sorprendente…, pero de todos modos nos gustaría verlas.
—De acuerdo. Pero no esperéis que os las entregue —dijo levantando el índice a modo de advertencia—. Recordadlo: he prestado juramento.
Ezra emitió una exclamación de fastidio:
—¡Por vuestra Santa Cruz, lo hemos comprendido!
Un destello de indignación iluminó los ojos de Vargas.
—¿Cómo os atrevéis a emplear este tono despectivo al evocar el crucifijo?
—Porque no siento atracción alguna por los instrumentos de tortura.
—¿Y qué más?
—Porque soy judío.
Rafael se volvió hacia Ibn Sarrag.
—¿Y vos? ¿Sois judío también?
—¡Que Alá me preserve de ello! Soy un hijo del islam.
El joven los examinó largo rato, uno tras otro. Estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo y se dirigió a la puerta.
—Rabbi Ezra, ¿no os dije que habríais podido dar con alguien peor que un musulmán?
—Pero ¿por qué? ¿Qué busca Aben? Habernos encadenado a vos y a mí, pase. Pero haber introducido a una tercera persona, ¡y un monje por añadidura! Me pregunto si no abandonaré.
—Siempre estáis a tiempo de hacerlo —repuso el árabe. Y añadió, aunque sin hacerse ilusiones—: Con la condición de que me entreguéis vuestro manuscrito.
—¡Os burláis de mí!
Vargas apareció de nuevo. Llevaba varias hojas en la mano.
—Aquí están. Y ahora, ¿cuáles son vuestras intenciones?
—Teóricamente, deberíais tener un texto cuyo título es «Primer Palacio menor» —explicó el jeque—. Debe de venir a continuación del «Primer Palacio mayor». ¿Podéis confirmármelo?
El joven monje respondió sin vacilar:
—Así es: Primer Palacio menor… Huelga deciros que no comprendo la razón de tales denominaciones.
—Lo mismo nos sucede a nosotros. Pero ya tendremos tiempo, más tarde, de interesarnos por la cuestión. De momento, voy a leeros las frases que tengo ante los ojos y vos las completáis. —Sin más preámbulos, comenzó—: BENDITA ES LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR. EL NOMBRE ESTÁ EN 6. RECUERDA AL HIJO DE LA VIUDA DE…
Rafael completó la frase:
—NEFTALÍ, EL QUE MURIÓ DE LA TRIPLE MUERTE, PERO QUE RESUCITÓ.
—SE HA DICHO QUE SOBRE SU SEPULTURA PUSIERON…
—UNA RAMA DE ESPINO CON FLORES DE LECHE Y DE SANGRE…
—SÓLO HE CONOCIDO A UN ÁNGEL…
—PERO ANTAÑO…
El árabe hizo a Vargas una seña para que se detuviera y, volviéndose hacia Ezra, dijo:
—Creo que ya no cabe duda alguna, ¿no es cierto?
El rabino entornó los párpados.
—Que Adonai me perdone… Henos aquí a las puertas del infierno.
—¿Querréis aclarármelo de una vez?
El monje dejaba traslucir signos de enfado.
—Vamos a hacerlo —le tranquilizó Sarrag—. Aunque sería mejor… ¿Podéis entregarle la carta que os envió Aben? —preguntó al rabino—. Vale por mil explicaciones.
Ezra lo hizo.
Vargas se sumió inmediatamente en la lectura del documento. A medida que iba leyendo, la incredulidad, el estupor y, por fin, el abandono fueron sucediéndose en su rostro.
—Bueno, ¿qué os parece? —preguntó el judío.
—Es extraño. Siempre creí que ese Libro podía existir. Era sólo una idea, una intuición, pero a veces pensaba en ello. Han ocurrido tantos acontecimientos sobrenaturales en la historia de la humanidad… Sí, creo que el Libro existe.
El jeque dirigió al rabino una mirada furtiva. Estaba claro que ya no serían dos, sino tres. Se puso de pie y se plantó ante el monje.
—Fray Rafael, puesto que siempre habéis creído en él, ¿qué va a proporcionaros esta búsqueda, salvo tocar el Libro con el dedo? Por lo demás, sois un hombre de fe. ¿Necesita pruebas un hombre de fe?
—¿Qué intentáis decirme, señor?
—Contemplemos el problema desde otro ángulo. ¿Tenéis la menor duda sobre la existencia de Dios?
—Ninguna.
—¿Imagináis, aunque sólo sea por un instante, que vuestro Cristo pudiera no ser el hijo de Dios, sino sólo un profeta al igual que Moisés o Mahoma?
—Es una eventualidad que todo mi ser rechaza.
Una sonrisa de alivio adornó los labios del jeque.
—¡Estamos de acuerdo, entonces! Vuestra parte del manuscrito no os es de ninguna utilidad. Sería, pues, justo que nos la entregarais.
—Hay dos puntos que habéis omitido mencionar, señor Sarrag. Primero, presté juramento a Aben Baruel y no suelo ser perjuro. Segundo, ni mi fe ni mi certidumbre podrían alterar mi deseo de descubrir el mensaje. Muy al contrario. —Rafael tendió una mano—. ¿Permitís? —Se apoderó de la carta de Baruel y leyó—: «He leído. Jadeante, he recorrido desiertos y valles fértiles, me he elevado hasta las noches consteladas, intentando desesperadamente contar las estrellas. He conocido alboradas de sinrazón y ocasos de sabiduría. Pero nada (¿me oyes, Samuel?) nada se parecía, poco o mucho, al sentido del mensaje que acababa de serme confiado». ¿Qué significa esto? Que el Señor ha decidido dirigirse a los hombres a través de nosotros. ¿No pensaréis que voy a eludir su voluntad? Ya veo que esta perspectiva no os atrae demasiado; sin embargo, ni vosotros ni yo podemos cambiarla. Señores, estamos unidos como los dedos de la mano.