Nada es totalmente cierto; ni siquiera esta afirmación lo es.
Multatuli
La reina entreabrió el abanico y lo movió ante su rostro dando golpecitos secos.
A su alrededor, embutidas en pesados atavíos en los que se mezclaban el brocado y los encajes, una decena de damas de honor habían formado un semicírculo, prudente y lleno de deferencia. Nadie decía nada, o casi. Permanecían al acecho de las palabras que iba a pronunciar Su Majestad y que, o bien suscitarían la risa, o bien incitarían a la gravedad.
Al fondo del salón cubierto de tapices bordados con hilos de oro, tres meninas con rostro de arcángel estaban sentadas sobre almohadones de seda en el suelo, contrastando con aquellas mujeres sombrías, exageradamente maquilladas.
Junto a la puerta de roble macizo, apoyada en la pared, una pareja charlaba en voz baja: una mujer y su galán.
La reina detuvo unos instantes el vaivén de su abanico y, con expresión curiosa y divertida a la vez, preguntó a Manuela:
—¿Es cierto lo que acaban de decirme, doña Manuela? ¿Sois una maravillosa cartomántica?
La joven se puso rígida. Le costaba acostumbrarse al tratamiento que utilizaba la reina cuando no estaban solas. Lo sentía como una herida abierta en su amistad, incluso como cierta negación de los vínculos que siempre las habían unido.
—Majestad, quienes os han alabado mi talento han exagerado. Digamos sencillamente que, desde hace algún tiempo, me interesa ese juego de naipes que hace furor en Italia.
—Pues me han dicho que es una especie de… —vaciló buscando las palabras— de instrumento adivinatorio. ¿Es cierto?
Sin aguardar la respuesta de Manuela, recabó el testimonio de sus cortesanas.
—¿Existe gente lo bastante ingenua como para imaginar que el porvenir puede predecirse?
Brotaron algunas risitas, subrayadas por el vaivén apagado de los abanicos.
La reina prosiguió:
—Ilustradnos, por favor.
Una voz aguda se permitió hacerle eco:
—Sí, ilustradnos, doña Manuela. Vos lo sabéis todo.
La joven lanzó una mirada circular a su alrededor. Nunca había soportado a aquellas mujeres, su fatuidad, la esterilidad de su vida cotidiana, que se reducía a pasar horas y horas ante un espejo para untarse las mejillas de solimán, ese albayalde, verdadera pintura, sobre la que aplicaban sin discreción rosa y bermellón. Era como para preguntarse si intentaban disfrazarse o embellecerse.
La dama de honor de voz aguda, símbolo de aquella ralea, había llevado el absurdo hasta ponerse en los labios una capa de cera, y de ella emanaba un perfume de agua de rosas saturada.
Manuela se aclaró la garganta y procuró dominar su deseo de soltarle a aquella bachillera un par de frases bien dichas.
—Majestad, no creo que el momento sea propicio para un debate sobre la realidad del poder adivinatorio del tarot. En resumen, se trata de un juego, el más viejo que sin duda existe, que pone en marcha un mundo de símbolos, y no podemos dudar de su enseñanza esotérica transmitida a través de los siglos.
—¿El juego más antiguo del mundo, decís? —intervino alguien en tono irónico—. Que yo sepa, querida, las cartas no existían en tiempo de los visigodos.
Nuevas risitas aplaudieron la objeción.
—Doña Sessa, no puedo sino inclinarme ante la riqueza de vuestra cultura. Sin embargo, sabed que el simbolismo, que es la esencia misma del tarot, existe desde la noche de los tiempos. Por mucho que nos remontemos en la historia y en el estudio de las formas con las que el espíritu humano ha concebido y expresado las ideas nacidas de su reflexión, siempre encontramos este procedimiento que consiste en atribuir determinadas figuras o determinados colores a determinados pensamientos. —Se interrumpió mientras sus labios esbozaban una sonrisa afectada—. Os pondré un ejemplo. Observando vuestro hábil maquillaje se puede afirmar que, a vuestro modo, sois un símbolo viviente.
—Me temo que no os sigo. ¿Un símbolo viviente? Pero ¿de qué?
Doña Sessa se agitó en el sillón, al tiempo que lanzaba a sus vecinas llamadas de socorro. ¿Se había percatado de que la explicación de Manuela la ponía en ridículo o había visto en ello un cumplido?
La reina decidió poner fin al enfrentamiento.
—Dejemos a un lado los méritos de los templos visigodos y volvamos al tarot. Doña Manuela, ¿creéis sinceramente que puede leerse el porvenir en las cartas? ¿No está el porvenir en manos de Dios y sólo en sus manos?
—Claro, Majestad. Sin embargo, al parecer existen algunos seres que dominan el arte de descifrar los símbolos. Una vez superada la primera etapa pasan a la siguiente, es decir, a la de la interpretación.
El galán que se hallaba al otro extremo de la estancia intervino con voz monocorde:
—Doña Manuela, ¿no está la interpretación sujeta a las emociones de su autor, o a su conocimiento o ignorancia del tema que interpreta? ¿No deja vuestra teoría el campo libre a los discursos más fantasiosos?
La mujer que estaba a su lado dijo a su vez, divertida:
—Así, si durante el sueño uno de nosotros viera campanas repicando, debería deducir de ello en el acto que sobre él pende la amenaza de un accidente o que su casa va a incendiarse. Es absurdo, ¿no?
—De todos modos —intervino con fuerza doña Estepa, la dama de honor de más edad—, esos asuntos de videncia son cosa del diablo. ¡Ni siquiera deberíamos mencionar tales temas!
La reina se había levantado. Sorprendiendo a todo el mundo, anunció:
—Señoras, todo ha sido muy instructivo. Podéis retiraros.
Al mismo tiempo, clavó sus ojos en Manuela. «Espera», articularon discretamente sus labios.
Cuando las damas de honor y el galán hubieron salido de la estancia, Isabel indicó a Manuela que se acercara.
—Sé lo que sientes hacia estas damas. Da pruebas de indulgencia y te sentirás más apaciguada.
—Tenéis razón, Majestad. Pero cuando la indulgencia debe acudir a la cabecera de la estupidez humana, el esfuerzo es arduo.
—Léeme el porvenir.
Manuela la miró, pasmada.
—¿Tienes aquí tu tarot?
—No, Majestad. Pero si me concedéis un instante, puedo…
—Muy bien. Me encontrarás en mi alcoba. Así no nos molestarán.
—¿Lo deseáis realmente? Estoy muy lejos de ser la experta que os han dicho. Podéis quedar muy decepcionada. ¿Estáis segura, Majestad?
Por toda respuesta, Isabel agitó su abanico ante las narices de su amiga.
—¡Vamos, date prisa!
Estaban sentadas, una frente a otra, ante una mesilla redonda de marquetería colocada en el centro de la alcoba.
—Y ahora —preguntó la reina—, ¿qué debo hacer?
—Barajad las cartas y cortad con la mano izquierda.
—¿Acaso la mano diestra es menos hábil para elegir las cartas de la felicidad?
—No, claro. Pero la mano izquierda es la del corazón.
Isabel hizo una mueca escéptica, pero, de todos modos, obedeció.
—Ya está —anunció dejando la baraja boca abajo en la mesa.
Manuela dispuso los naipes en abanico e indicó:
—Elegid doce arcanos al azar y disponedlos formando una rueda.
Una vez más, la reina atendió el deseo de su amiga.
—¿Por qué razón deben formar esta figura?
—Al parecer existe un vínculo entre la astrología y el tarot. Se supone que esta rueda representa la del zodíaco. Como podéis comprobar tenemos doce arcanos, doce son los signos astrológicos.
—Todo eso me parece muy oscuro. Pero prosigue…
Manuela puso la mano sobre el primer naipe, el que estaba en el extremo izquierdo, y pareció vacilar.
—¿A qué esperas?
—Quiero advertíroslo: no soy una experta. En ningún caso debéis tomar mis palabras al pie de la letra. Es sólo un juego, Majestad. Sólo un juego.
—Si no estuviera convencida también yo de que se trata de un juego, en modo alguno me hubiera entregado a ello. ¿Olvidas acaso que soy hija de la Iglesia? Y ya sabemos qué piensa la Iglesia de las cosas de la videncia.
Manuela volvió el primer naipe.
—El Juicio…, el vigésimo arcano mayor. Entre el Sol y el Mundo, que parecen ser naipes triunfantes, el vigésimo arcano nos remite a acontecimientos que Dios nos envía a través del ángel del Apocalipsis. Ved el ángel… Tiene una aureola blanca y sujeta con la mano diestra una trompeta que parece tocar la cima de una árida montaña…
—¿Y qué significa?
—Que estáis en vísperas de un desenlace, pero que tendréis que enfrentaros a decisiones cruciales.
La reina soltó una risita.
—¿Decisiones cruciales? ¿He conocido algo más desde el día en que nací?
—Ya lo sé, Majestad, pero en este caso se trata de decisiones infinitamente más graves que las que habéis podido adoptar en el pasado. Según optéis por una dirección u otra, las consecuencias para vos, y por lo tanto para España, serán inimaginables. Además…, mirad… Las alas y las manos del ángel son del color de la carne, lo que permite creer que es de la misma materia que los hombres, que es su hermano, y que cada uno de ellos puede adquirir también las alas de la espiritualidad siempre que sepa conservar la mesura y el equilibrio en su ascenso. El mensaje es claro.
Isabel se limitó a hacer una mueca dubitativa. Manuela dio la vuelta al segundo arcano.
—El Sol…, signo anunciador de grandes riquezas, de opulencia. De entre todos los arcanos, sin duda es uno de los más enigmáticos. El naipe con predominio amarillo simboliza oro y cosechas.
—¿Oro? ¿De dónde va a salir? ¡Nuestras arcas están vacías!
—Lo ignoro. Tal vez la riqueza nos llegue de más allá de nuestras tierras.
—¿Conquistas exteriores?
—No puedo decir más.
—¿Y las cosechas?
—Sin duda evocan el final de la guerra.
La reina aguardó la continuación.
—El Mundo —anunció Manuela descubriendo la tercera carta—. El Mundo que se une probablemente al Sol.
—Es decir…
—El Mundo o la Corona de los Magos expresa por lo general la recompensa, la coronación de la obra, la conclusión de los esfuerzos, la elevación, el éxito.
—¿La caída de Granada?
Manuela lo confirmó con otra pregunta.
—¿Puede imaginarse de otro modo la paz?
Sin esperar más, volvió sucesivamente la cuarta y la quinta cartas y contuvo un movimiento de sorpresa.
—¿Qué pasa?
Manuela seguía sin reaccionar y la reina se adelantó:
—Incluso yo, que no sé nada, puedo describir lo que veo. —Señaló con el índice el primer arcano—. ¡El Papa! —Luego el segundo—. ¡El Diablo!
Manuela asintió con la cabeza.
—¡Es espantoso! ¿Qué pinta aquí el príncipe de las tinieblas?
—No es más que un símbolo. Representa el deseo del hombre de satisfacer a toda costa sus pasiones. En vez del dominio bien ordenado, provoca una regresión hacia el desorden y la división.
—No me has respondido. ¿Qué pinta en este juego? ¿Qué representa?
—Mejor sería decir a quién representa.
—¿A un hombre?
—A un hombre, desde luego, a un hombre de poder. Su alma es negra. Tendréis que desconfiar de él.
—Pero ¿quién es? ¡Su nombre!
Manuela no pudo reprimir una sonrisa.
—Imposible. Este juego tiene unos límites.
Isabel señaló con el índice el otro naipe, el que representaba al Papa.
—¿Y éste?
—Es el que conduce a la humanidad por el camino del progreso. Es el deber, la moralidad y la conciencia. Se opone, pues, al hombre negro. Sin embargo, está tan cerca de vos como el otro. Os protegerá, os iluminará. Es a la luz lo que su alter ego es a las tinieblas.
La reina entornó los ojos como si quisiera poner un rostro a ambos naipes.
—¿Ves algo?
Manuela había vuelto ya la sexta carta.
—El Loco en casa cinco. Qué extraño…
—¿Qué vas a anunciarme?
—Me cuesta interpretar este naipe…
—Debes hacerlo…
—Mirad, Majestad, existen tres clases de locos: el que lo tenía todo y lo pierde todo de pronto; el que no tenía nada y lo adquiere todo sin transición, y finalmente el loco enfermo mental. Si me atreviera, os diría que la más probable me parece la tercera posibilidad.
—¿Un loco en mi familia?
—O alguien que se volverá loco.
Isabel permaneció inmóvil. Luego cogió rápidamente las cartas una a una, las puso con el resto de la baraja y se las devolvió a Manuela.
—Toma tu juego y, si quieres un consejo, quémalo o arrójalo a las aguas del Tajo. Es una distracción muy estéril esa de intentar interpretar el destino a través de las imágenes. Y hay algo más grave: querer inmiscuirse en la voluntad del Creador es entreabrir la puerta del infierno y la desgracia. Esa carta que representa al diablo es la prueba. No la he cogido por casualidad. Tú juegas con los símbolos y deberías saberlo. Créeme, es un signo. Líbrate de estos naipes. ¡Líbrate de ellos en seguida!
Sin añadir nada más se levantó, ofreció su espalda a Manuela indicando un punto a la altura de la nuca y dijo:
—Por favor, ayúdame a deshacer el moño…
Granada, el mismo día
Ambos hombres estaban agachados al pie de la mesa, con un mapa detallado de España a su lado, un tintero y un cálamo. Eran casi las tres de la tarde.
Una tibia brisa llevaba hasta ellos el confuso rumor de Granada en movimiento.
No se combatía desde el alba. Según las últimas noticias, el joven Boabdil había acabado por imponerse a su padre. Con las primeras luces del día, el nuevo sultán se había instalado en la Qasba, no sin haber hecho ejecutar previamente a todos los guerreros que habían luchado contra él.
Ibn Sarrag hizo girar nerviosamente su cálamo entre el pulgar y el índice.
—Empecemos otra vez de cero, ¿os parece? He aquí el texto completo del primer Palacio, con los fragmentos de vuestro texto y los del mío reunidos:
PRIMER PALACIO MAYOR
BENDITA ES LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR.
EL NOMBRE ESTÁ EN 6.
EN ESE MOMENTO INTERROGUÉ AL PRÍNCIPE DE LA FAZ. LE DIJE: ¿CUÁL ES TU NOMBRE? ÉL ME RESPONDIÓ: ME LLAMO MANCEBO ¿FORMABA PARTE DE LOS DURMIENTES DE AL RAQIM? YO, QUE ME CRUCÉ CON ÉL, PENSÉ POR UN TIEMPO EN LLAMARLE CON EL NOMBRE DE AZAZEL. ME EQUIVOCABA. SU ERROR FUE SÓLO CODEARSE CON MALIK Y ACHMEDAI. Y VIVIR MIENTRAS ESCRIBO EN LO ALTO DE LA COLINA DE SUAVE PENDIENTE, SOBRE LAS RUINAS DEL HADES.
AL PIE DE ESTA COLINA DUERME EL HIJO DE JAVÁN. Y SU SUEÑO MURMURA AL VERTERSE EN EL MAR: CREO QUE NO EXISTE NINGÚN DIOS SALVO AQUEL EN EL QUE CREEN LOS HIJOS DE ISRAEL. ESTOY ENTRE LOS SOMETIDOS.
Habían subrayado con tinta las palabras que consideraban claves potenciales.
—Estamos, pues, de acuerdo en el sentido de: BENDITA ES LA GLORIA Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR.
—Sí. La frase sólo puede significar: «La Gloria de Dios es bendita, glorificada, y emana del lugar donde está oculto el Libro de zafiro». En cambio, EL NOMBRE ESTÁ EN 6 plantea un problema. En principio, debería significar que tendremos que resolver seis enigmas antes de acceder al lugar en cuestión. Sin embargo, tenemos en nuestro poder ocho Palacios, seis mayores y dos menores. Me pierdo.
El árabe esbozó un gesto de resignación.
—También yo me pierdo. Sugiero que dejemos para más tarde la explicación de esta ambigüedad.
—Eso pienso yo también. —Ezra examinó la hoja y prosiguió—. Existe un detalle que no carece de importancia. El seis podría representar, por el simbolismo gráfico, seis triángulos equiláteros en un círculo invisible. Permitidme.
Ezra cogió el cálamo, lo mojó en el tintero y trazó rápidamente varias líneas unidas entre sí.
—Lo que nos da esto.
Ibn Sarrag frunció el entrecejo.
—Claro. La estrella de David. El sello de Salomón.
—A juzgar por vuestra expresión, mi interpretación del número 6 no os place demasiado.
—No se trata de saber si me place o no. La cuestión es que son dos triángulos equiláteros entrecruzados los que componen lo fundamental. Los otros seis son sólo una consecuencia.
—Reconoced, sin embargo, que existen y que el conjunto tiene seis puntas.
—De acuerdo. ¿Y qué? ¿Adónde nos conduce vuestro dibujo?
—De momento, lo ignoro. Pero sugiero que mantengamos en nuestra memoria la maggen David. Sigamos adelante: EN ESE MOMENTO INTERROGUÉ AL PRÍNCIPE DE LA FAZ. Si nos referimos una vez más, ¿y cómo hacerlo de otro modo?, a Enoc, la expresión nos conduce directamente a la obra que lleva su nombre. Me refiero al libro hebreo de Enoc. En este texto, el patriarca se identifica con un personaje celestial apodado…
—El Príncipe de la Faz.
—Sí. Además, en la literatura talmúdica y los escritos de la Mercaba, el Príncipe de la Faz designa al ángel situado en lo más alto de las jerarquías angélicas; el mismo que condujo a los hebreos tras el episodio del becerro de oro. Las referencias están en el Shemot, XXIII, 21.
—¿El Shemot?
—El Éxodo, si lo preferís. En consecuencia, podríamos dar al Príncipe de la Faz la acepción de «guía».
—Os lo concedo.
El jeque estaba impresionado e irritado a la vez por la sabiduría del anciano cabalista.
Samuel prosiguió:
—Es preciso saber también que, en la cábala, el «Príncipe de la Faz» es llamado a menudo «Príncipe de los Rostros» o «Adolescente».
Sarrag se impacientaba.
—¿Y si resumiéramos?
—Todavía no. Examinemos la palabra «mancebo». En hebreo se dice na’ar, y originariamente significaba «servidor», porque se empleaba para designar a los sirvientes del templo.
Sarrag cogió a su vez las notas que habían reunido y tomó el relevo.
—Hemos evocado el problema de los «durmientes de Al-Raqim». Como os he explicado, la expresión forma parte de la azora llamada «de la Caverna». He reflexionado. Me parece que la elección de esta azora es mucho más significativa de lo que parece a simple vista. Al elegirla, creo que Baruel intentaba transmitirnos un mensaje paralelo.
—¿Un mensaje?
—Eso me parece. La caverna es el lugar del renacimiento, un espacio cerrado donde a uno lo meten para ser incubado y renovado. El Corán dice lo siguiente: «Habrías visto el sol cuando salía pasar por la derecha de la entrada de la caverna, cuando se ponía alejarse de ella por la izquierda; y ellos se encontraban en un lugar espacioso de la caverna». Ese «lugar espacioso» es el centro donde se opera la transformación, el lugar adonde se habían retirado los siete durmientes sin sospechar que iban a experimentar allí una prolongación de la vida, la cual alcanzaba una relativa inmortalidad. Cuando despertaron, habían dormido trescientos nueve años.
Ezra se acarició la barba con aire pensativo.
—Muy interesante, pero hablabais de un mensaje…
—Está contenido en el sentido oculto de la azora: quien por ventura penetra en esta caverna, es decir, en la caverna que todos llevamos en nosotros mismos, o en esa oscuridad que se halla tras el océano infinito del alma, se ve arrastrado a un proceso de transformación. Al entrar en ese océano, establece un vínculo entre los contenidos de éste y su conciencia. De ello puede resultar una modificación de su personalidad, preñada de consecuencias positivas o negativas.
El rabino había escuchado con gran atención las palabras de Sarrag.
—Si lo entiendo bien, podríamos deducir que al término de esa búsqueda, en caso de que lo lográramos, correríamos el riesgo de no volver a ser nunca lo que somos, bien en un sentido negativo o positivo, utilizando vuestras propias palabras.
—En cualquier caso, es una hipótesis que deberíamos contemplar.
—Me siento más bien dubitativo, pero… con Aben Baruel, nunca se sabe. ¿Y si prosiguiéramos? —sugirió, señalando las notas.
—Estábamos en Azazel, Malik y Achmedai. Representan, y ahí no hay error posible, la triple imagen del demonio, una imagen acentuada por la palabra Hades, dios de los infiernos.
—Eso es. Y ahora: «Javán.» AL PIE DE ESTA COLINA DUERME EL HIJO DE JAVÁN. Es un nombre que aparece en el Génesis, donde se menciona a Javán como padre de un tal Tarsis. En cambio, y ahí la interpretación se hace más ardua todavía, si nos remitimos al libro de Jonás, Tarsis es también el nombre de una ciudad. «Jonás bajó a Jope —recitó— y halló un barco que estaba para ir a Tarsis. Pagó el pasaje y entró en él para irse con ellos a Tarsis, lejos de Yahvé». Por lo que se refiere a la última palabra, «sometidos», sabemos gracias a vos que está relacionada con el islam y, en consecuencia, con nuestra colaboración.
Sarrag aguardó un instante antes de declarar con una pizca de cansancio:
—No veo que hayamos avanzado mucho.
—No soy de vuestra opinión. Si realizamos un segundo análisis, esos cinco puntos permiten entrever un camino. Escuchadme atentamente: tenemos que resolver algunos enigmas y Aben Baruel nos hace comprender que, para lograrlo, necesitaremos un guía. Dicho guía es descrito sin ambigüedades: es joven (mancebo), y es un servidor del templo (na’ar). Como aquí todo es simbólico, debemos tomar este término en su conjunto: un templo puede ser, a la vez, una sinagoga, una iglesia, una mezquita, un lugar de culto en general y, si ampliamos el campo, podríamos añadir un lugar donde se ora a Dios. En resumen, el guía es joven y vive en un lugar de oración. ¿Estáis de acuerdo?
El jeque asintió, aunque no sin hacer una observación:
—Lugares de culto los hay a montones. Por lo demás, acabáis de enumerarlos: millares de iglesias, las sinagogas supervivientes, las mezquitas momentáneamente respetadas…
—Podríais añadir los monasterios y los conventos.
—¡Un dédalo!
—No si tenemos en cuenta las indicaciones que vienen a continuación. Aben señala dónde se haya el lugar de culto.
Ibn Sarrag frunció el entrecejo.
—Pero ¿qué indicaciones? ¿Los demonios? ¿El infierno? ¿Tarsis?
—Ignoro a qué vienen los demonios y el infierno. En cambio, algo me dice que la respuesta está en la palabra «Tarsis». Por desgracia, eso nos coloca ante una disyuntiva: o tomamos como referencia el Génesis 10, 4, en cuyo caso Tarsis sería el nombre de un personaje, u optamos por el libro de Jonás 1, 3, y entonces sería un nombre de ciudad.
Los dos hombres se sumieron en un silencio reflexivo, interrumpido de vez en cuando por el rodar de una carreta, el relincho de un caballo o el grito de un vendedor ambulante.
Ezra dejó escapar un suspiro.
—Creo que esta vez estamos en un callejón sin salida.
—Debe de existir un indicio, una palabra que nos permita…
Calló, con la mirada clavada de pronto en el texto.
—¿Qué pasa? —preguntó el rabino, sorprendido.
—¡Pues claro! Ahí está… —El árabe señaló con el dedo la palabra «sometidos» y casi gritó—: ¡La azora X! ¡En ella está la clave! Pero ¿no lo veis?
Ezra, dubitativo, esbozó la palabra «no» sin pronunciarla.
—Yo he cometido un error y vos habéis llegado a la conclusión de que la palabra «sometidos» sólo servía para subrayar nuestra asociación. ¡Falso! Ambos íbamos desencaminados. Ya os he dicho que la frase: CREO QUE NO EXISTE NINGÚN DIOS SALVO AQUEL EN EL QUE CREEN LOS HIJOS DE ISRAEL. ESTOY ENTRE LOS SOMETIDOS, estaba sacada del versículo 90 de la décima azora, ¿no?
—Sí. ¿Y os equivocabais?
—En absoluto, pero olvidé indicar el punto decisivo. ¿Sabéis cómo se llama la décima azora?
El rabino movió negativamente la cabeza.
—¡JONÁS!
—Jonás… —repitió maquinalmente Ezra.
—En consecuencia, ya no hay duda posible: Aben Baruel hizo dos veces hincapié en Jonás. Tarsis no es, pues, un personaje, sino una ciudad, la ciudad cuyo nombre se menciona en Jonás.
—Felicidades, jeque Ibn Sarrag. Me habéis impresionado.
—Por desgracia, de todos modos seguimos estando en un callejón sin salida. No hay en toda España una sola ciudad que se llame Tarsis.
—No importa. Al menos sabemos que es preciso buscar en esta dirección.
El silencio se apoderó de la estancia.
Ezra se retorció la punta de la barba.
Sarrag se levantó y comenzó a recorrer la habitación. Permanecieron así, perdidos en sus reflexiones, sin intercambiar una sola palabra.
De pronto, la voz gangosa de un almuédano atravesó el cielo del Albaicín. Entonces, Shahir se descalzó, desenrolló una pequeña estera y se colocó de pie sobre ella, con el cuerpo orientado hacia La Meca. Eran casi las cuatro de la tarde y se había entregado ya dos veces a sus prosternaciones.
Esta vez el rabino no se limitó a observarle. Metió lentamente la mano en el bolsillo de su túnica, sacó un casquete y se lo puso en la cabeza. Luego se levantó a su vez, se dirigió al centro de la habitación y, moviéndose con dificultad, se volvió hacia Jerusalén.
Mientras Sarrag recitaba la Fatiha, él inició la Mincha.
En la habitación resonaron, cada una por su lado, dos letanías que, aun pronunciadas en diferentes lenguas, se parecían en su sentido.
—En nombre de Alá, el que obra con misericordia, el Misericordioso…
—Que su nombre sea magnificado y santificado en el mundo…
—Alabado sea Alá, Señor de los mundos…
—Que Él creó según Su Voluntad…
Así transcurrió el tiempo, paradójico y compartido.
Concluidas sus devociones, los dos hombres volvieron a su lugar.
Tras un nuevo silencio, Ezra contuvo un bostezo y anunció:
—Reflexionemos cada cual por su lado. No sé cuáles serán vuestras intenciones; yo voy a acostarme. La noche es buena consejera.
—Querréis decir el día. O lo que de él queda.
—Mi cuerpo no hace ya diferencias. Proseguiremos la sesión mañana, a primera hora de la tarde, si os parece. Tal vez entonces el Eterno nos haya iluminado sobre el significado de Tarsis.
Recuperó sus documentos e hizo un gesto de despedida mientras se dirigía cojeando hacia la puerta.
—Shalom!
—Salam, rabbi.