3 de febrero de 1487
Samuel, amigo mío, shalom lekha.
Llueve en Toledo e, ignoro por qué, ese cielo pesado que se extiende sobre el Tajo me hace pensar en el vientre de una enorme mora preñada.
Perdona mi temblorosa caligrafía y las tachaduras de esta carta. En el momento en que te escribo, mi mano, antaño firme, vacila, y mis ojos, desgastados por la excesiva vigilia, se velan a mi pesar. Y es que en estos últimos meses he llenado tantas páginas, he escrito y borrado tantas palabras…
Han ocurrido muchas cosas desde tu partida. ¿Hace cinco años? ¿Diez? No importa. Cuando llegamos a la ancianidad y las arrugas cubren los recuerdos, ya no nos apegamos al tiempo pasado. Sólo cuenta el tiempo por venir, ¿no es cierto? En lo que a mí respecta, esta noción nunca me ha parecido más evidente. Y la razón es simple: voy a morir.
No te sobresaltes, amigo Samuel. Permítete la nostalgia, pero no la tristeza. Si ésta debiese aparecer, lo que voy a revelarte despertará en ti una emoción tan fuerte, tan desmesurada, que mi ausencia te parecerá de pronto muy relativa.
Si no supiera qué clase de hombre eres, si no conociera la intensidad de nuestros vínculos, la fraternidad de nuestros pensamientos, si no estuviera convencido de la estima en que siempre me has tenido, del respeto —sí, he dicho respeto— que me has demostrado más de una vez, nunca me hubiese atrevido a confiarte estas líneas. No cabe duda de que si otro que no fueras tú llegara a enterarse de lo que sigue, lo consideraría sin miramientos divagaciones de un viejo loco. Sé que contigo no será así. Recuerdo que tu fe en mí se asemejaba al uadi al-Kebir, el río grande, desbordante e inagotable. Estoy convencido de que ni la edad ni la separación la habrán alterado.
En verdad no ignoro la pesadumbre, ¿o debiera decir la decepción?, que sentiste aquella mañana de otoño en que decidí renegar de la religión de Abraham en favor de la del Nazareno, uniéndome al mismo tiempo al rebaño de los cerdos, de esos a quienes aquí llaman «marranos».
Ningún ser reacciona del mismo modo ante las conmociones que lo sacuden.
Tú optaste por el sol de Granada, yo elegí la sombra de un crucificado. Muchos de nuestros hermanos hicieron lo mismo. ¿Por qué? ¿Por qué esos miles de conversiones, aquí, en España, cuando en todas partes, y en cualquier época, nuestro pueblo ha preferido el exilio, a veces incluso la muerte, a renegar de su fe?
Tengo una respuesta. Tal vez la rechaces, pero te la entrego. La persecución de los judíos ibéricos se remonta a los lejanos días en que los reyes visigodos eran los dueños y señores de la península. Desde entonces, el acoso ha proseguido y se ha ampliado.
Ya ves, Samuel, amigo mío, llega un momento en la vida de un hombre oprimido en que su poder de resistencia le abandona. Soplan tanto sobre la llama que la vacilación de las primeras horas desemboca en la noche.
En cuanto a mí, voy a pagar el precio de mi abjuración. Aunque ¿fue realmente una abjuración, cuando durante todos esos años, mientras me arrodillaba en las iglesias, una voz seguía gritando en el secreto de mi carne: Shema Israel, Adonai Elohenu, Adonai Ehad. «Escucha, Israel, el Eterno es nuestro Dios, el Eterno es Uno»?
De todos modos, esta discusión está caduca. Ni siquiera sé por qué he mencionado asunto tan alejado del motivo de esta carta.
Ahora, espero que tu mente se ponga alerta, que se convierta en un felino, que tense todas las zarpas para lo que sigue.
Lo que voy a entregarte es el más turbador, el más prodigioso de todos los secretos.
Libera tu espíritu de toda atadura.
Bebe cada una de mis frases.
Que ni el perfume lánguido de los jazmines, ni el canto de los almuédanos, ni el parloteo de esas mujeres veladas que extraen agua de los aljibes, que ninguna de las cosas terrestres te distraiga de tu lectura.
Es la historia de un libro.
Un libro nacido en la noche de los tiempos, mucho después del Caos inicial, mucho después de que se pronunciara la primera palabra: «Berechit». Ocurrió en la época de Adán y Eva.
Es la historia de un libro.
Un libro que no se menciona en ninguno de los tres libros sagrados. Ni en la Torá, ni en los Evangelios, ni en el Corán. Ningún versículo, ninguna plegaria lo evoca.
Antes de seguir adelante debo precisar que utilizo la palabra «libro» por razones prácticas, pues en realidad se trata de una tablilla. Una tablilla construida, curiosamente, en un zafiro. Sus dimensiones son de aproximadamente un codo y medio de longitud por uno de anchura.
Todo empezó con el Pecado original, la expulsión del jardín del Edén, los celos de Caín y, finalmente, el acto monstruoso, irreversible: el primer crimen. Sin duda alguna, después del fratricidio fue cuando el Eterno comprendió la fragilidad de sus criaturas. Entonces se le presentó una disyuntiva: o destruía su creación, o la apoyaba a lo largo de su evolución, inspirándole la línea justa que debía seguir. En su infinita misericordia se inclinó, como puedes imaginar, por esta última opción.
El Eterno imaginó entonces un Libro. Un Libro cuyo Autor sería Él. Una obra sagrada que divulgaría —el siglo, el día y a la hora que Él decidiese— las respuestas a las preguntas fundamentales que los hombres acabarían haciéndose. De este modo los hombres estarían en condiciones de recuperar la luz en los instantes de tinieblas, el consuelo en las horas de duda, la prudencia cuando reinara la locura, la verdad cuando dominara la mentira.
¿Eres consciente, amigo Samuel, de lo que este acto tiene de sublime? El Creador, consciente de nuestras pobres debilidades, pese a habernos hecho libres y a su voluntad de no inmiscuirse en la cotidianidad de nuestras existencias, nos legó un mapa del alma. Reflexiona en este dato. Medita. La grandeza de este don es infinita.
De la descendencia de Adán nacieron los patriarcas: Set, Enós, Cainán, Mahaleel, Jared y, finalmente, aquel de quien se dice en la Torá «que caminó 365 años junto al Señor». Ya conoces su nombre: Enoc. Lo conoces, pero manténlo más cerca todavía de tu corazón, pues en él reposa la clave, el origen del gran secreto.
El Señor destinó este Libro de zafiro a ciertos elegidos, unos guías que, a lo largo de las generaciones, tuvieran la misión de conducir al mundo por el camino de la Verdad o situarlo de nuevo en él.
Ahora comprenderás por qué he evocado a Enoc. Fue el primero de estos elegidos. El Libro le fue entregado por un ángel, el mismo que se menciona en el tárgum del Eclesiastés, capítulo 10, versículo 20: «El ángel Raziel permanece día tras día en el monte Horeb y proclama los secretos de los hombres para toda la humanidad, y su voz resuena en el mundo entero».
Tras haber vivido 365 años, Enoc fue arrebatado. Tú y yo hemos aprendido que no hay una sola palabra de la Torá que no sea portadora de uno o varios sentidos ocultos, que la savia reposa bajo la corteza. Así, donde algunos se limitan a ver el sentido primario del número «365» y del verbo «arrebatar», otros insisten en descifrar la información codificada.
El hecho de que Enoc fuera arrebatado no significa que muriese, sino que el Señor recompensó al justo arrebatándolo a la vida terrestre antes de que se enfrentara a las angustias de la muerte.
Por lo que a la cifra «365» se refiere, evidentemente es el número de días de un año solar. También ahí se oculta un mensaje, pero me parece vano desarrollarlo: sería ofender al prestigioso cabalista que eres.
Vayamos, pues, a lo esencial.
Desaparecido Enoc, ¿qué fue del Libro? ¿A quién se le transmitió?
Para conocer la respuesta, bastaría con que te fijases unos instantes en los personajes faro que jalonaron con fulgor de estrellas la historia humana; los nombres de los sucesores del patriarca aparecerían ante tus ojos con toda naturalidad: Noé, Abraham, Jacob, Leví, Moisés, Josué y, finalmente, Salomón.
Salomón, el monarca constructor, Salomón, el sabio entre los sabios, Salomón, el edificador del Templo, aquel a quien las leyendas islámicas han llamado «Solimán, el príncipe de los djinns».
Si existe algún hombre del que podamos estar seguros de que detentó el mensaje divino es él. Incluso podría decir en qué momento le fue confiado. ¿Acaso no está escrito en la Torá que «su sabiduría legendaria emanaba de una promesa divina recibida en sueños la víspera de su coronación»? Creo que fue aquella noche cuando ocurrió todo.
Nadie ignora cuán prestigioso fue su reinado, ni de qué modo, por desgracia, éste agonizó. Él, que formaba parte de los elegidos, se exilió por voluntad propia ¿Por qué transgredió de pronto las leyes bíblicas? ¿Por qué amasó oro y plata, y más caballos de los que hubiera debido? ¿Qué locura le impulsó a desposarse con más de las dieciocho esposas autorizadas a un monarca, introduciendo con aquellas hembras a otros tantos dioses en el recinto donde reposaba el Arca de la alianza? Hace ya algún tiempo que estoy convencido de que el Libro le había sido confiscado.
¿Cuál fue entonces el destino del «mapa del alma»? A fuerza de tenacidad y arduas investigaciones, he reconstruido su andadura.
Yahvé había puesto en guardia a Salomón: «Puesto que te has comportado así y no has respetado mi alianza y las prescripciones que te hice, te arrebataré el reino y se lo daré a uno de mis servidores». Amigo, ya conoces la continuación…
El cisma, la fractura del reino fomentada por Jeroboam, el capataz del soberano. La primera deportación.
Llegó luego 586 antes de la era común.
En el quinto mes del reinado de Sedecías, el séptimo día del mes —era el décimo noveno año de Nabucodonosor—, Nebuzardán, comandante de la guardia, oficial del rey de Babilonia, hizo su entrada en la ciudad de David, incendió el santuario de Yahvé, el palacio real y todas las casas. Y aquello supuso el desarraigo. La segunda deportación.
¿Había decidido el Eterno abandonar definitivamente a sus hijos a su funesta suerte? En fin de cuentas, ¿no merecía aquel «pueblo de la nuca rígida» que se le castigara de una vez por todas, después de haber traicionado tantas veces a lo largo de su existencia los preceptos divinos?
Pero no. La bondad de Adonai es infinita. Al cabo de setenta años, Ciro de Persia invadió Babilonia y los hijos de Israel fueron autorizados a regresar a su patria. Algunos decidieron quedarse y formaron así la primera comunidad judía de la diáspora; otros volvieron a la tierra de sus antepasados, y otros más —son éstos los que nos interesan— optaron por una forma distinta de exilio. Partieron hacia Sefarad. No hacia la Sefarad que se menciona en Abadías, 20, donde se predice: «Los exiliados de este ejército, los hijos de Israel, ocuparán Canaán hasta Sarepta, y los exiliados de Jerusalén que están en Sefarad ocuparán las ciudades del Negueb». No esta Sefarad, no, sino la otra… La que en el tárgum de Yonatán se traduce por Ispamia o Spamia, y que nosotros llamamos hoy España.
La víspera del regreso a la tierra de Abraham, el Libro sagrado salió de nuevo a la luz, aunque esta vez aquel a quien fue destinado no pertenecía a la raza de Noé ni a la de Moisés. No era ni príncipe ni rabino. Era sencillamente uno de los descendientes de aquellos exiliados de las orillas del Éufrates, un simple personaje anónimo.
Su nombre: Itzhak Baruel. Formaba parte del tercer grupo, del que se disponía a emigrar a España.
¿Por qué él? ¿Por qué un personaje sin duda insignificante? Creo conocer la respuesta. Más tarde, si tu búsqueda te lleva a donde debe hacerlo, llegarás a la misma conclusión que yo.
La noche de la partida de Itzhak Baruel, a la hora en que el ocaso oscila entre el azul y el gris, se le apareció el Libro sagrado. En la superficie de la tablilla de zafiro surgieron cuatro letras.
Debían de flamear ante sus ojos, que imagino llenos de espanto, difundiendo un resplandor mil veces más intenso que el de las estrellas sobre Babilonia.
Amigo Samuel. Noto cómo te estremeces, tú que conoces el símbolo de este tetragrámaton. Intuyo que tu corazón se acelera y que el sudor humedece tu frente. Vuelves a leer, interrogándote sobre la autenticidad de mis escritos. En nombre de nuestra vieja amistad, te aseguro que no hay mentira, ni delirio onírico, ni exageración en mis palabras.
Henos aquí ante el nombre impronunciable: Yod, He, Vav, He, el que eligió Elohim para revelarse a Moisés en la zarza ardiente. Ese nombre que originará una relación distinta entre Israel y su Señor y cuya esencia está contenida en la fórmula Ehyeh, acher, ehyeh: «Yo soy el que soy».
¿Debo subrayar el alcance de esta revelación?
Por inculto que fuera el tal Itzhak Baruel, su parte judía no podía desconocer el símbolo del tetragrámaton. Aunque incapaz de explicar el sentido de aquella manifestación, no por ello dejó de advertir que la tablilla debía de estar cargada de una vibración divina.
Siglos después lo imagino amedrentado, precipitándose hacia su taled, cubriéndose los hombros con mano temblorosa y, como la tradición exige, permaneciendo inmóvil el tiempo necesario para recorrer una distancia de cuatro codos. Tal vez incluso encontrara fuerzas para orar.
Luego envolvió el Libro de zafiro en una tela, lo estrechó con precaución contra su pecho y, a paso más lento debido al peso de su descubrimiento, inició el largo camino que le llevaría hasta España.
Después de esto perdí el rastro de Itzhak. Lo busqué en Castilla, en Aragón, en Córdoba, a orillas del Duero, al pie de la sierra de Gredos. Le creí en Coimbra y debía de estar en Granada. Me pareció localizarlo en Cádiz y vivía en Logroño. En realidad, cuando digo que perdí su rastro lo que quiero decir es que me fue imposible reconstruir el periplo de aquel hombre. En cambio, el Libro de zafiro nunca se apartó de mi corazón. ¡Y con razón! Había permanecido a lo largo de los siglos en el seno de la misma familia: la mía. Supongo que, en cuanto he mencionado el nombre de Baruel, en seguida lo has relacionado con el mío: Aben Baruel.
¿Vislumbras mejor ahora lo ocurrido?
Soy descendiente indirecto del exiliado de Babilonia. Un poco de su sangre corre por mis venas.
Por lo que al Libro se refiere, he descubierto o, más exactamente, he deducido lo que fue de él.
Una vez instalado en España, mi antepasado lejano fundó un hogar y tuvo hijos, a quienes hizo el relato del extraordinario acontecimiento de que había sido testigo en vísperas de su partida hacia la península. Les mostró la tablilla. Les conminó a que la protegieran, a costa de su vida si era necesario, y la transmitieran a su vez a su progenie. Si bien es probable, incluso seguro, que nadie diera realmente crédito a las palabras del anciano, su voluntad fue, de todos modos, respetada. Conservaron el objeto de generación en generación, que únicamente apreciaban, supongo, por su valor sentimental.
Ahora, daré un salto en el tiempo para trasladarnos a un pasado más reciente.
El 7 de enero de 1433, el día que cumplí trece años (vivíamos entonces en Burgos), Haim Baruel, mi padre, me contó a su vez la historia, o más bien lo que en el transcurso de los siglos se había convertido en la leyenda del Libro de zafiro. Me dijo lo mismo que su padre debió de decirle antaño. Recuerdo perfectamente el instante en que retiró el envoltorio de tela cruda de la tablilla. Me apresuro a confesar que sufrí una gran decepción. ¿Cómo? ¿De modo que era aquello? Una superficie azulada; de un azul bastante agradable, es cierto, pero que nada tenía de original ni de único. Por añadidura, detalle que aumentó mi desencanto, aquella superficie estaba desesperadamente vacía, desesperadamente lisa, desprovista del menor signo. ¿Dónde estaban pues aquellas letras que, según afirmaban, habían aparecido, llameantes ante los ojos de mi abuelo: el famoso tetragrámaton?
Mi asombro no obtuvo eco, y menos aún respuesta. Mi padre se limitó a renovar las recomendaciones ancestrales ante las preguntas que le hice.
Eso fue todo. El objeto fue guardado y jamás se volvió a mencionar.
Mi padre murió cuando yo acababa de cumplir veinticinco años.
Por aquel entonces comencé a interesarme en la cábala. De aquel interés nacieron nuestro encuentro y nuestra amistad. Nunca consideré útil hablarte del Libro de zafiro por una razón muy sencilla: lo había olvidado. Además, vivíamos tiempos difíciles.
Recuérdalo, estábamos en 1445. La Reconquista se hallaba en su apogeo. Los reinos árabes seguían cayendo uno tras otro.
Pasaron los años. Me casé. Con pocos meses de intervalo, tú hiciste lo mismo.
Llegó la fatídica fecha del 1 de noviembre de 1478. Una bula del papa Sixto IV, la tristemente célebre Exigit sincerae devotionis, dio poder a Isabel y Fernando para nombrar inquisidores de la fe.
En aquel momento divergieron nuestros destinos. Como miles de nosotros, opté por la conversión al cristianismo, mientras que tú y los tuyos emigrabais a Granada, la última ciudad árabe donde nuestros fieles encontraban todavía cierto reposo.
Y ahora, amigo Samuel, en caso de que tu interés haya decaído ante la evocación de esos datos históricos, desearía que despertara de nuevo, pues ha llegado el momento en que mi confidencia exige tu máxima atención.
Hace aproximadamente seis meses, estaba yo sentado como de costumbre a mi mesa de trabajo. Desde hacía varias semanas trabajaba en la redacción de un ensayo analítico de Tanna de-ve Eliyyahu, ese Midrash ético que… Pero no voy a explicarte precisamente a ti en qué consisten las enseñanzas de la escuela de Elías.
Prosigo, pues.
Sin razón aparente, me asaltó un fuerte impulso. Mi atención escapaba a mi dominio; se veía irresistiblemente atraída por un cofre de madera de nogal situado contra la pared.
Al principio experimenté una profunda desazón. Intenté concentrarme de nuevo, pero fue en vano. ¿Por qué aquel mueble, que siempre había estado en aquel lugar, me atraía de pronto con tanta insistencia? Entonces lo recordé… Allí estaba guardado el Libro de zafiro.
Hacía cuarenta años que no me había interesado por aquel objeto. Sin embargo, había respetado el juramento hecho a mi padre y transmitido literalmente la leyenda a Dan, mi único hijo. ¿Por qué, entonces, aquella noche el asunto volvía a mi memoria?
Muy a mi pesar, abandoné la mesa de trabajo y me dirigí al cofre. Ignoro por qué, hice una pausa y, luego, lentamente, levanté la tapa. La tablilla seguía en el mismo lugar. La tomé y, al igual que había hecho mi padre casi medio siglo antes, retiré el paño que la protegía. Y entonces…, ¿podrás creerme, Samuel, amigo mío?…, entonces reapareció el tetragrámaton:
Yod, He, Vav, He. El impronunciable nombre del Señor.
Retrocedí, me atrevería a decir que presa del terror.
Con las sienes palpitantes y el corazón en un puño, intenté recuperar el aliento, agarrado al vacío de la estancia como un funámbulo que ha perdido el equilibrio.
No era un sueño, ni una ilusión fruto de una mente envejecida que se extravía. No, te lo aseguro. ¡VI las letras! El Nombre que se escribe pero que no se pronuncia. Las vi tal como mi antepasado lejano Itzhak debió de verlas a orillas del Éufrates.
¿Me crees, Samuel, amigo mío?
Es preciso que lo hagas, fundamentalmente porque lo que sigue resulta todavía más perturbador.
Al cabo de unos minutos, como una llama que vacila lentamente y luego muere, el tetragrámaton desapareció. Permanecí allí, petrificado, interrogándome sobre la realidad de mi visión, aunque no por mucho tiempo. Redactado por una mano invisible, un texto comenzó a escribirse en la superficie azulada.
A medida que éste se desarrollaba, yo tenía la sensación de que las frases se desprendían de su molde y se elevaban hacia el cielo antes de zambullirse en mis ojos. Las notaba penetrar en mi alma con la violencia de un torrente cuyo cauce se estrecha considerablemente.
Seguía apareciendo una línea tras otra, con absoluta claridad.
No había ya lugar para la incredulidad. Adonai me hablaba. Elohim me hablaba. Por razones que siguen escapándoseme, el Eterno me había elegido, a mí, a Aben Baruel, como receptáculo de su mensaje.
He leído muchos libros, Samuel. He consagrado toda mi existencia al deseo de aprehender lo inaccesible, descodificar lo indescifrable, acotar lo invisible. Más de una vez creí llegar al fondo de la Verdad, ¿o acaso era el de la Mentira?
Bebí de los labios de la Torá hasta saciar mi sed. Estreché contra mi alma Talmud y Zohar. Arrastrado por mi avidez de conocimiento, me volví hacia otros libros sagrados. Primero me aproximé al que los musulmanes denominan «La Recitación»; me refiero al Corán. Allí encontré a Abraham y Moisés ocupando el lugar que les corresponde. Luego intenté separar lo verdadero de lo falso en el mito de Yeshua, Jesús el Cristo. Para hacerlo, los cuatro evangelistas resultaron una valiosa ayuda.
Ya ves, Samuel, he leído. Jadeante, he recorrido desiertos y valles fértiles, me he elevado hasta las noches consteladas, intentando desesperadamente contar las estrellas. He conocido alboradas de sin razón y ocasos de sabiduría. Pero nada —¿me oyes, Samuel?— nada se parecía, poco o mucho, al sentido del mensaje que acababa de serme confiado.
No sé cuánto tiempo permanecí allí, contemplando la superficie azulada. La tablilla de zafiro había recuperado su silencio. Estaba de nuevo desnuda, y a pesar de todos mis esfuerzos no conseguía apartarme de aquella desnudez.
La aurora apuntaba sobre los meandros del Tajo cuando me decidí por fin a recobrarme. Había perdido demasiado tiempo.
Si bien me fue formalmente prohibido confiar a quienquiera que fuese el contenido de la Revelación, estoy en cambio autorizado a desvelarte su conclusión. Se refiere a mi destino personal.
Si al comienzo de la carta te anunciaba la inminencia de mi muerte, es porque así me fue anunciado. Estamos a 3 de febrero. Se me ha predicho que los familiares del Santo Oficio, asistidos probablemente por alguaciles y un alcalde, vendrán a detenerme el 9, dentro de seis días. Conozco ya la acusación que van a comunicarme: «Se ha cambiado de ropa el día del Sabbath y se ha negado a comer tocino un sábado». Ignoro quién es el delator. Pero sabemos que podría ser cualquiera; un hijo puede declarar contra su padre, una mujer contra su esposo, un hermano contra su hermano; hasta el propio acusado, a quien se le impone adivinar y confesar el crimen que se le supone y que muy a menudo ignora.
Así pues, cuando recibas estas líneas ya no existiré.
Una sensación curiosa, ¿no es cierto? Tienes en tus manos esta hoja maculada, tibia todavía de mi fiebre, cuando mi ser ya no es más que cenizas.
Supongo que tu primera reacción será interrogarte sobre las razones de esta misiva tardía. En fin de cuentas, el acontecimiento milagroso del que fui testigo ocurrió hace seis meses. En efecto, pero no podía escribirte antes. No podía porque tenía que cumplir una misión. Una vez informado de mi próxima desaparición, debía poner el Libro sagrado en lugar seguro.
A esta tarea consagré todo el tiempo que me quedaba aún por vivir. Sí, Samuel. Ya lo he hecho. He ocultado el Libro.
Desde aquí veo tu indignación. Oigo tus preguntas cargadas de cólera o de rencor. Debes de exclamar: «Pero ¿cómo? Mi amigo Aben Baruel ha tenido en su poder un estuche celestial que, al parecer, contiene la respuesta a los enigmas que los hombres se plantean desde siempre, y en vez de compartir la clave de tales misterios, se la apropia. La oculta. ¡Absurdo! ¡Sacrílego!».
No, Samuel, ni absurdo ni sacrílego. Me es imposible dar más detalles. La propia entidad del mensaje que recibí me impuso actuar de este modo. Por motivos que no puedo explicarte, el Libro debía permanecer inaccesible. Tenía que convertirse en objeto de búsqueda. En lo sucesivo era indispensable que se metamorfoseara en una especie de Graal que algunos hombres, tú en este caso, tuvieran que conquistar; conquistar y, por lo tanto, merecer. Abro un paréntesis para precisar que no empleo al azar la palabra «Graal». ¿No dice la leyenda cristiana que el Graal es la copa donde se recogió la sangre de Yeshua, de Cristo? ¿No es la sangre principio de vida y, por lo tanto, el homólogo del corazón, del centro? Tal vez lo ignores, pero el jeroglífico egipcio del corazón es, a la vez, un jarrón y… un libro. Sí, un libro.
¿Me comprendes? Probablemente no, pues imagino que la frustración te ciega. Pero concédeme tu confianza. Toma perspectiva, abandona tus malos humores. Con el tiempo, mi actitud te parecerá la única que podía adoptar. Cuando estés a tu vez en posesión del objeto divino, tu incomprensión se desvanecerá de pronto. Sí, eso he dicho, a tu vez. Porque, ya ves, pese a las apariencias no he actuado tan a la ligera. No abandono este mundo llevándome mi secreto. No. Adjunto a mi carta un detallado plano elaborado en forma de indicios. He incluido en él parcelas de mi alma. Si consigues descifrarlo, ten por seguro que te llevarán al lugar donde he ocultado el Libro.
No cabe duda de que, para conseguirlo, tendrás que hacer acopio de esa paciencia, esa sagacidad y toda esa ciencia de la que te sé capaz. No existe en toda la península, que yo sepa, un solo judío que posea esta facultad única: saberse de memoria todos los versículos de la Torá. Sin embargo, te lo advierto: el teólogo y el cabalista que hay en ti se verán sometidos a una dura prueba, pues, por respeto al hombre y deferencia al erudito, no he buscado la sencillez.
Ya lo he dicho todo.
Naturalmente, nada te obliga a emprender esa búsqueda. Puedes romper esta carta y el plano que la acompaña, puedes arrojarlos al fuego; incluso al fuego de una hoguera. Puedes decidir que todo lo expuesto anteriormente es puro delirio; tienes todas las opciones. Yo no exijo nada, salvo que la decisión que tomes esté en armonía con lo más profundo de tu ser. Eso es todo.
No obstante, antes de despedirme me gustaría que meditaras sobre estas palabras de nuestro maestro, Moshe Maimónides:
El principio de los principios y el pilar de las ciencias es saber que hay un Ser primero y que es Él quien imparte la existencia a todo lo que existe. En efecto, todas las criaturas del cielo, de la tierra y del espacio que hay entre ellos extraen su ser únicamente de la verdad del ser de Él.
Te echaré en falta, Samuel, amigo mío. Si la amistad es una forma de amor, nunca estuve tan cerca de él como ahora.
Lekh le-shalom.
Aben Baruel