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Oigo lamentos que suben de la tierra.

El llanto de España

Toledo, 28 de abril de 1487

El sol, que acababa de elevarse sobre la catedral, inundó la plaza Zocodover de hilillos de luz rojo sangre.

Fray Hernando de Talavera, confesor de Su Majestad, la reina Isabel de Castilla, deslizó los dedos por su larga barba canosa, recortada en punta, y se inclinó discretamente hacia la joven sentada a su lado.

—Supongo, doña Manuela, que no es el primer auto de fe que presenciáis.

—Os equivocáis. Más de una vez he sido invitada a asistir a este tipo de ceremonias, pero nunca acepté. Y si Su Majestad no hubiera insistido tanto en que la representara hoy, creo que…

El estruendo de las campanas de la catedral y las iglesias vecinas ahogó el final de la frase.

La procesión entraba en la plaza.

Lo primero que atraía las miradas era la cruz. Una gran cruz cubierta con crespón negro, trono y carroza de los ejércitos de Dios, llevada a hombros por los dominicos del convento real. Los habituales sabían de qué color era: un verde oscuro que no vería la luz hasta el momento de la absolución solemne. La seguían unos soldados con casco y alabarda, monjes encapuchados y sacerdotes que cantaban las alabanzas de Dios.

Las autoridades civiles y eclesiásticas, rigurosamente alineadas, avanzaban en dos cortejos paralelos y organizados por orden decreciente de importancia: el corregidor detrás de los regidores, y el decano detrás de los canónigos, quienes por su parte precedían a los miembros del tribunal, cuyo procurador general llevaba el pabellón, un rectángulo de tafetán de color carmesí, adornado con encajes y borlas plateadas, que lucía las armas de la Inquisición: el Estandarte de la Fe.

Los penitentes encabezaban la marcha. Eran aproximadamente un centenar, envueltos en sus túnicas de lana amarillo azafrán, con cirios en la mano y puntiagudos capirotes en la cabeza.

A su alrededor se apretujaba la muchedumbre, que se abría paso a codazos para introducirse en el recinto reservado donde se reunían todos los nobles y notables de Toledo.

A mitad de camino entre la tribuna y el estrado se alzaba un podio rodeado de barrotes. Allí se instalaría a los condenados, enjaulados y a la vista de todo el mundo, para que el público no se perdiera un solo detalle de sus eventuales reacciones: vergüenza, dolor o arrepentimiento.

Unos pajes depositaron en uno de los pupitres el cofre que contenía las sentencias, y en el otro dos grandes bandejas de orfebrería donde reposaban la estola y la sobrepelliz.

A continuación se elevó una voz, la de un capellán que sostenía en una mano un misal y en la otra la cruz.

—Todos nosotros, corregidor, alcaldes, alguaciles, caballeros, regidores y notables, habitantes de la noble ciudad de Toledo, verdaderos y fieles cristianos que obedecemos a la Santa Madre Iglesia, juramos por los cuatro Evangelios que tenemos delante conservar y hacer conservar la Santa Fe de Jesucristo. Así mismo, perseguiremos hasta el límite de nuestras fuerzas, prenderemos y haremos prender a quienes sean sospechosos de herejía o apostasía. Que Dios y los Santos Evangelios nos protejan a cambio si actuamos así, y que Nuestro Señor Dios, cuya causa es ésta, salve nuestros cuerpos en este mundo y nuestra alma en el otro. Si hiciéramos lo contrario, que nos exija cuentas sin piedad y nos lo haga pagar muy caro, como a malos cristianos que, a sabiendas, perjuran en su Santo Nombre.

En un estruendo que ascendía de las entrañas de la ciudad, la multitud gritó como un solo hombre: «¡Amén!».

Durante la alocución del capellán, Hernando de Talavera había permanecido impasible, casi indiferente, como si tuviera la mente en otra parte, a mil leguas de la ceremonia. Aquella actitud ausente llamaba aún más la atención por el contraste que ofrecía frente a la expresión cautivada de su vecina, que no apartaba los ojos de la escena.

Un nuevo personaje se dirigió con paso lento y solemne hacia el inquisidor de servicio. Una vez ante él, apoyó una rodilla en el suelo y aguardó. Con un amplio gesto, fray Francisco de Parraga trazó la señal de la cruz sobre la cabeza del prelado.

Manuela preguntó en voz baja:

—¿Quién es el hombre que se ha arrodillado?

—El reverendísimo padre y maestro Tomás Rivera, de la orden de los predicadores y calificador de la Suprema.

El sacerdote, tras levantarse, se dirigió a uno de los pupitres. Durante un breve instante posó la mirada en los penitentes enjaulados. Acto seguido hizo una corta inspiración y declamó:

—¿Qué pecadores son más enemigos de Dios, más dignos de castigo que los que observan la ley de Moisés, esos pérfidos marranos? En ellos, la esperanza es ceguera, la paciencia es tozudez. ¡Gentes de tan infame vida, odiadas por todos los hombres y por Dios, es justo pues que el Santo Tribunal os castigue y defienda hoy la causa de Dios! Exurge Domine, judica causam tuam. («¡Levántate, oh Dios, defiende tu causa!»).

El Reverendísimo hizo una pausa para recobrar el aliento, dirigió un índice acusador hacia los penitentes y repitió con fuerza:

Exurge Domine!

Manuela contuvo un estremecimiento. El sol de abril, sin embargo, resplandecía en lo alto de un cielo inmaculado; desde hacía una semana, en Toledo la temperatura era anormalmente alta.

La joven se sorprendió de pronto al oírse preguntar con cierta ingenuidad:

—¿Van a quemarlos aquí? ¿Ahora?

—No, en ningún caso la Santa Iglesia puede condenar a muerte, y todavía menos aplicar una pena como ésa. Una vez concluida la lectura de la sentencia, los condenados serán entregados al brazo secular y conducidos fuera de los muros, donde se han levantado las piras. Vos misma podréis verlo dentro de un rato.

—Supongo que la muchedumbre asistirá también a la cremación.

—Sí.

—¿Y es numerosa?

Una amarga sonrisa deformó los labios de Talavera.

—Doña Manuela…, ¿no os habéis enterado, vos que tenéis fama de ser mujer que ha leído mucho, de que la visión del sufrimiento provoca en el hombre un inefable placer? Incluso he visto a algunos que asisten a la recogida de los huesos calcinados y acompañan a los verdugos hasta la cloaca urbana, como para asegurarse de que se envía a los herejes a un lugar que nunca hubieran debido abandonar.

Un monje dominico acababa de iniciar la lectura de los méritos, un compendio de las faltas imputadas y de las sentencias. Le sucedió otro sacerdote y después un tercero. Todos procuraban expresarse en el mismo tono, al mismo ritmo. Unas veces patéticos y otras graves, se esforzaban en mantener en vilo al auditorio con un consumado arte de la diatriba.

¿Cuánto tiempo duró aquella lectura? ¿Seis horas? ¿Ocho horas? Cuando concluyó, el sol había desaparecido detrás de la catedral. Un olor acre se había mezclado con el denso perfume de cera e incienso, y con las vaharadas de grasa quemada de los vendedores ambulantes.

Manuela tenía la impresión de que un inmenso vacío se había apoderado de su espíritu y aniquilado todas sus facultades de percepción. La emoción de los primeros instantes había desaparecido, la tensión se había desvanecido. Se sentía rota, sin fuerzas, cosa que no le ocurría a la muchedumbre. A lo largo de la ceremonia se la había notado presa de sentimientos contrarios: odio y compasión, miedo y fascinación. Y ahora, esta muchedumbre que había esperado pacientemente, desde la aurora, en las calles, apretujándose alrededor de la plaza, literalmente vibraba.

De un modo maquinal, la joven dirigió su atención al podio, donde se agrupaban los penitentes dispuestos para ir a la hoguera. Mujeres, hombres, lisiados, y entre ellos lúgubres monigotes, efigies de tamaño natural que representaban a los condenados en rebeldía.

¿Por qué un hombre despertó especialmente su interés? No hubiera podido decirlo. Tal vez le impresionó la tranquilidad que emanaba del personaje, un anciano. O quizás intentara leer en sus labios las palabras que estaba articulando. Su mirada era serena; el hombre se mantenía tan erguido como su edad avanzada le permitía. ¿Quién era? ¿De qué le acusaban? ¿Tenía familia? Un judío, sin duda. ¿Un relapso? ¿De dónde sacaba aquel sorprendente sosiego? De pronto, la mirada del penitente se cruzó con la suya, y lo que la joven descubrió en ella le provocó un irracional temblor interno. Estuvo a punto de levantarse, pero algo indefinible la contuvo. ¿Curiosidad morbosa? ¿Compasión? Permaneció clavada en su asiento hasta que Talavera anunció:

—Doña Manuela, es la hora. Seguidme.

Aturdida, se situó tras el sacerdote y lo siguió mientras éste se abría paso hasta la carroza que los aguardaba detrás de la tribuna. Media hora más tarde, sin saber exactamente cómo, se halló fuera de los muros, en la tribuna reservada para los nobles, a pocas toesas del quemadero.

No había allí representante alguno del tribunal inquisitorial; tan sólo los calificadores encargados de asistir a los condenados y de decidir, bajo su responsabilidad, si se les concedía o no el alivio de la estrangulación.

Las piras, erigidas la víspera, destacaban bajo el manto rojizo del cielo. Los verdugos aguardaban, impávidos. Los difuntos exhibían su macabra presencia en las cajas asfaltadas que contenían sus restos.

Fue necesario esperar largo rato antes de que los condenados —no más de una veintena— aparecieran a su vez. La muchedumbre de curiosos, si bien tan compacta como antes, se mostraba mucho más vindicativa. Arrojaron un aluvión de piedras, luego otro. Profirieron insultos. De no ser por la protección de los soldados, probablemente el furor popular habría transformado la condena en lapidación.

Manuela buscó con la mirada al anciano que había visto antes en el podio. Estaba allí, con la cabeza alta. No había perdido la calma. La joven incluso creyó percibir en sus labios una sonrisa lejana.

Una vez más, se sintió vencida por la emoción. Una vez más, se negó a ceder al impulso que le ordenaba abandonar el lugar.

Cerró los ojos, como si quisiera extender un velo entre ella y el horror. Cuando volvió a abrirlos, dos condenados eran ya pasto de las llamas. El primero agonizaba sin un grito. El segundo aullaba, suplicaba y se debatía con tanta fuerza que las ataduras, consumidas ya, se desprendieron. El hombre se arrojó cual antorcha viviente desde lo alto del quemadero. Los verdugos se abalanzaron inmediatamente sobre él. Consiguieron atarle los pies y lo echaron de nuevo al fuego, donde permaneció el tiempo de rezar un Credo; después cayó de nuevo fuera de las llamas. Esta vez, uno de los soldados le golpeó con el cañón de su arma antes de arrojarlo definitivamente a la hoguera.

Un hedor acre había impregnado el aire del ocaso. Un hedor de sebo y sudor que se mezclaba con la pestilencia de la carne quemada.

Una efigie acababa de reemplazar a los humanos. Entre los brazos del monigote había un ataúd en el que podía leerse un nombre escrito con grandes caracteres: «Ana Carrillo». Seguramente había muerto la víspera en prisión.

En cuanto efigie y ataúd hubieron ardido, empujaron a una mujer de unos sesenta años atada a un madero. A diferencia de quienes la habían precedido, no la arrojaron de inmediato a las llamas. En su altísima misericordia, y porque había reconocido sus faltas, el calificador le había concedido morir estrangulada. Uno de los verdugos se inclinó sobre ella y cerró los dedos en torno a su cuello. Con los ojos desorbitados, la mujer intentó decir algo, pero las palabras quedaron atrapadas en su garganta. Todo su cuerpo fue presa de espasmos. Se orinó ante las risas de la muchedumbre. La levantaron con asco del suelo y la arrojaron a la hoguera. Su cráneo golpeó con violencia un cajón de osamentas, de madera cepillada, que los verdugos habían echado casi al mismo tiempo a las llamas.

Manuela oyó unas voces que susurraban a su espalda:

—Parece que son los huesos de una marrana de diecisiete años, que el carcelero desenterró ayer de la prisión secreta.

—¿Ayer? ¿Por qué tan pronto? —bromeó alguien—. ¿Temían acaso que Moisés la resucitara?

—No, querida, lo hizo por si era necesario secar los huesos y ventilarlos para quitarles la hediondez…

—¿La hediondez? De todos modos, esa gente hiede incluso viva.

Manuela sintió náuseas. La frase de Talavera acudió a su mente: «¿No os habéis enterado de que la visión del sufrimiento provoca en el hombre un inefable placer?». Se mordió los labios para no gritar.

Ahora, la escena rozaba la comicidad. Un condenado, tullido, había sido instalado en una silla y, mientras lo acercaban a la hoguera, aprovechaba para insultar a la muchedumbre, a los verdugos y a la asamblea de notables, profiriendo anatemas a diestro y siniestro.

Hubo una breve tregua, marcada por el crepitar de las llamas y las invectivas de los espectadores. Luego, uno de los calificadores anunció el nombre de la siguiente víctima:

—¡Aben Baruel! Aben Baruel, nacido en Burgos, mercader de telas y domiciliado en Toledo.

Manuela se sobresaltó. Le había llegado el turno al anciano.

Con la frente levantada, no aguardó a que los verdugos lo arrastraran a la hoguera, sino que se dirigió hacia ella con paso seguro. Una piedra lanzada por una mano anónima le golpeó en la sien, sin producir la menor reacción por su parte.

En el momento en que se disponía a subir hacia las llamas, se volvió. Su mirada encontró, como si nunca se hubiera apartado de ella, la de Manuela. Sus ojos se clavaron en la joven con extraordinaria agudeza. Habría permanecido allí, inmóvil, mirándola, si el empujón de uno de los verdugos no le hubiera obligado a seguir adelante.

La muchacha se levantó de pronto, sofocada.

—Perdonadme, fray Talavera, me retiro.

El sacerdote no tuvo tiempo de preguntar el motivo de tan repentina partida. Ella estaba ya bajando los peldaños del estrado…

Por la ventana del comedor real, entreabierta al crepúsculo, resonaban, lacerantes, los cánticos y los salmos dedicados a la Gloria de Dios.

El escanciador cogió la copa de vino de un aparador, la descubrió y la presentó al médico que asistía a la comida. Este olfateó largo rato el brebaje, humedeció con solemnidad los labios, aguardó un instante e hizo una señal de asentimiento. El escanciador se dirigió entonces hacia la reina, apoyó una rodilla en el suelo y le presentó el néctar. Isabel, reina de Castilla, esposa de Fernando de Aragón, rechazó con un gesto seco el ofrecimiento.

—Servid a doña Manuela —ordenó, señalando a la joven sentada a su diestra. A continuación observó con aire algo cansado—: Es uno de los inconvenientes de la Reconquista… La corte se desplaza, está siempre en movimiento, y hay que explicar constantemente las costumbres de la reina, por el vino en este caso, su falta de interés. En realidad, este tipo de carencia no me molestaría tanto si no fuera el reflejo de un problema más profundo. ¡La administración! Los funcionarios, el Estado. Todo es tan lento…

Manuela Vivero esbozó una sonrisa.

—Ya sabéis lo que suele decirse: «Es una lástima que la muerte no reclute a sus ministros entre los de Sus Majestades. ¡Viviríamos por lo menos mil años!».

Isabel manifestó su sorpresa.

—Ignoraba la ocurrencia, pero reconozco que es perfecta —dijo con expresión divertida. Luego se inclinó hacia delante, con el rostro bruscamente ensombrecido, y añadió—: ¿Por qué?

—¿Perdón, Majestad?

—¿Por qué te marchaste antes de que finalizara la ceremonia? Fray Talavera me ha transmitido su desconcierto ante tu actitud. ¿Por qué?

Manuela Vivero cruzó las manos; dudaba entre responder sin rodeos o dar una explicación suavizada de los hechos. Finalmente, inspirada más por su deseo de no herir a la amiga que por la función que ésta representaba, optó por la segunda.

—Estaba agotada después de siete horas de auto de fe. Además, siempre me ha resultado difícil soportar el sufrimiento físico, especialmente el de los demás. La visión de aquellos hombres devorados por las llamas…, la crueldad…

—¡No!

La voz de la reina había sonado fría, imperiosa.

—¡No! Debes ver más allá de tus estados de ánimo. Eres española e hija de la Iglesia. El juicio de fe es el modo más eficaz de estimular el sentimiento nacional y las convicciones religiosas. A diferencia de quienes nos critican, no hay que ver en ello un acto de venganza ni de represión, sino un modo de reconciliar a las almas extraviadas. Se trata del destino de España. Nuestro país sólo puede sobrevivir unido en una misma fe, una sola, la verdadera, la de Nuestro Señor Jesucristo. Tendí la mano a los herejes y no me escucharon. He esperado mucho tiempo, dos años, antes de poner en marcha el primer tribunal de la Inquisición, pese a haber obtenido la autorización del Santo Padre. De modo que hablar de crueldad… —Isabel profirió una exclamación de enfado y prosiguió—: Te lo digo con toda sinceridad: tu deserción me ha apenado, sobre todo porque en cierto sentido esta mañana representabas a la reina.

Se produjo un silencio. El trinchante eligió aquel momento para acercarse a la mesa y sacudir las migas que hubieran podido caer en el vestido de la soberana.

La reina aguardó pacientemente a que terminase su tarea y, luego, cambiando de actitud de un modo tan rápido como inesperado, dio una afectuosa palmada en la mano de Manuela.

—Olvidémoslo. Estoy contenta de que hayas venido. Te he echado de menos.

—También yo os he echado de menos, Majestad. Desde hacía tres semanas, todos los días anunciaban vuestra llegada a Toledo. Llegué a creer que no vendríais nunca.

—Hubiera venido aunque sólo fuese por verte. Dime, Manuela, ¿cuándo nos vimos por última vez? —se apresuró a preguntar la reina—: ¿Hace dieciséis años? ¿Diecisiete?

—Exactamente dieciocho. Por aquel entonces, las cartas que me escribíais empezaban así: «Isabel, por la gracia de Dios princesa de Asturias y heredera legítima de los reinos de Castilla y León». Firmabais «Yo, la princesa», y más abajo añadíais: «Tu amiga». ¿Lo recordáis?

—Recuerdo sobre todo las circunstancias de nuestro último encuentro.

—Yo las recuerdo también. Fue en la mansión de mis padres, en Valladolid. Acababais de cumplir dieciocho años y yo dieciséis.

Un brillo sombrío atravesó las pupilas de la reina.

—Tiempos difíciles…

—En efecto. Entonces vos intentabais liberaros del yugo de vuestro hermanastro Enrique y de sus partidarios, decidida a escapar de los pretendientes que intentaban imponeros a toda costa.

—Sí, yo había elegido a un hombre, a uno solo: el príncipe Fernando de Aragón.

Manuela se llevó la copa a los labios y bebió un trago de vino.

—Majestad, ¿puedo haceros una confidencia? Hay una pregunta que siempre me ha abrasado los labios y que nunca me he atrevido a haceros. ¿Por qué esa elección? Su Majestad Fernando era vuestro primo, no estabais enamorada de él, nunca le habíais visto.

El rostro de la reina adoptó un aire huraño.

—Fui testigo de demasiados dramas durante mi infancia. A través de mi hermanastro, asistí al espectáculo de un poder real escarnecido, de un soberano incapaz de hacerse respetar, de un Estado entregado a las facciones y reducido a la impotencia. Me juré que el día en que fuera reina nunca me dejaría dominar. Por eso, por encima y contra todo, elegí casarme con el príncipe de Aragón. Le elegí porque ya a mis diecisiete años sabía que con aquel matrimonio convertiría Castilla en una gran potencia, la que es hoy. Sabía que esta unión engendraría la unidad política de toda la península, que formaríamos una pareja invencible, capaz de liberar algún día a España, definitivamente, de la presencia árabe, y coronar así la obra de reconquista emprendida por nuestros padres. —La reina hizo una pausa. Luego añadió—: Y tampoco en eso me equivoqué. Hoy, nuestra tierra está casi libre. Sólo queda pendiente un reino árabe: Granada. Y ya llegará su turno…

La voz de la soberana había comenzado a vibrar sin que ésta lo advirtiera, impulsada por una auténtica emoción que a todas luces nacía en las propias entrañas del personaje. Su tono se suavizó al tomar de nuevo la palabra.

—Cuando recuerdo esa época, me digo que tuve que gozar de la protección divina. Pero también gocé de la de un hombre a quien no olvido: Juan Vivero, tu padre. Yo le quería profundamente. A diferencia de muchos otros, era uno de esos seres que unen la nobleza de la sangre a la del corazón.

Manuela, conmovida, bajó los ojos.

—Tenéis razón. Todavía hoy, cuando han transcurrido más de tres años, tengo la impresión de oír sus pasos, de verle, convencida de que la puerta de mi habitación va a abrirse y de que aparecerá en el umbral. ¡Pero volvamos a acontecimientos más felices! —exclamó, sobreponiéndose y desplegando una sonrisa juguetona—. Estábamos evocando vuestro encuentro con Su Majestad…

—Y no sin razón, porque tuvo lugar en la mansión de tus padres. Yo había salido de Ocaña protegida por los soldados del arzobispo Carrillo y había encontrado refugio en vosotros. Cinco meses más tarde, Fernando vino a mi encuentro. ¿Recuerdas aquella noche?

—¿Cómo olvidarla? Estabais tan impaciente por mostrarme a vuestro futuro esposo que me sacasteis de la cama. Tal vez vuestra impaciencia era tan grande como vuestro…

Manuela vaciló. Fue Isabel quien pronunció la palabra.

—¿Miedo? Sí. Pero un miedo que nada tenía que ver con esos miedos que dan ganas de huir. No. Yo diría que era más bien una fiebre. Un estado de tensión, algo como lo que se siente cuando se está a punto de romper las cadenas tras años de cautividad, o en el momento de largar amarras a bordo de un navío. Zarpaba hacia una nueva vida. Entraba en religión.

—Jamás expresión alguna me ha parecido tan idónea —dijo Manuela. Después añadió, con aire ausente—: Nos separamos de adolescentes, y volvemos a encontrarnos siendo mujeres.

—Y siempre igual de unidas. Hay amistades, sin embargo, como la que me juraba la querida Beatriz de Bobadilla, que no han resistido el paso del tiempo. Tú estuviste siempre aquí, aun estando ausente.

El silencio se apoderó de nuevo del comedor. Los escuderos aguardaban, retirados a la sombra de los tapices. El mayordomo de semana, más tieso que una pica, miraba un punto invisible frente a él, y el capellán de servicio, con las manos cruzadas sobre el vientre, parecía dormitar.

Fuera, el Te Deum laudamus había sucedido al Veni creator spiritus. Y el canto en la noche con la fuerza de una tormenta. De pronto, en la penumbra, iluminadas por la pálida luz de los candelabros que unos servidores acababan de encender, las dos mujeres ofrecieron un arrebatador contraste.

La reina de Castilla era de estatura media, muy blanca y muy rubia, entrada en carnes, de tez clara, ojos entre verdes y azules, y nariz algo achatada, y llevaba el cabello recogido en un moño. Tranquila, impasible, sus rasgos reflejaban lo que en ella dominaba: la tozudez.

Manuela Vivero era todo lo contrario. Alta, morena, con una cabellera azulada, de una densidad melosa, lisa y recogida hacia atrás en una trenza con cintas de seda entrelazadas. En su dorada tez destacaba, a la altura del pómulo derecho, un lunar de un negro azabache. Su rostro de mujer-niña, de una pureza conmovedora, contrastaba con sus ojos, en los que brillaba un ardor exultante y salvaje. Permanecía muy erguida, casi arqueada, sin perder ni una pulgada de altura, lo que le daba una majestad natural.

El físico las diferenciaba, pero su infancia las aproximaba. Gracias al afecto que sus familias se tenían, ambas mujeres prácticamente habían crecido juntas. Las dos habían nacido en el mismo burgo de Castilla la Vieja, en Madrigal de las Altas Torres, donde ya celebraron sus bodas los padres de Isabel. Ambas habían nacido el mismo día, un 22 de abril, aunque con dos años de diferencia. A sus once años, Isabel había sido llamada a la corte de Castilla. Pero inmediatamente después del fallecimiento de su hermano, el infante Alfonso, había vuelto a instalarse en Madrigal, recuperando a Manuela y los recuerdos del pasado. Más tarde, la vida las separaría de nuevo.

—Es cierto —dijo Isabel—, el tiempo pasa tan deprisa… Parece que fue ayer cuando me casé con Fernando. Y tú, ¿sigues sin casarte?

Una risa cristalina sacudió a Manuela.

—No hay hombre de mi talla.

—Vamos, un poco de seriedad. ¿Por qué? ¿No crees que a los treinta y tres años es hora ya de fundar una familia? Me han dicho que no te faltan pretendientes. Apenas pronuncio tu nombre, las miradas de ciertos hidalgos brillan de admiración. ¿Por qué, entonces?

La joven aguardó unos instantes antes de responder.

—Sin duda porque desconfío de la imaginación. No hay nada más terrible que ser prisionera de la imaginación de un hombre… o de una mujer.

—Me temo que no comprendo lo que quieres decir. Sé que tienes fama de ser la mujer más sabia de la península, pero ¿no podrías ser más clara?

—¿No brota el amor del espíritu? ¿No es una emoción, un reflejo de nosotros mismos que captamos en la mirada del otro? ¿No es idealismo, sublimación, adulación? Ciertamente, si fuera posible amar sin imaginar al otro distinto de lo que es en realidad, tal vez el amor no me daría tanto miedo.

—En lo que se refiere al amor, pase. Pero ¿y la razón?

Manuela rozó su lunar y arqueó una ceja, sorprendida:

—¿La razón?

—¡Por supuesto! ¡La seguridad, la comodidad, los hijos, la familia! Existen mil y un pretextos para recurrir al matrimonio a los treinta y tres años, que nada tienen en común con… la imaginación.

—Claro… Pero, gracias a Dios y a mi padre, poseo la suficiente fortuna para no tener que preocuparme de las cosas cotidianas, y bastante penoso me parece que una mujer sacrifique su destino por unos cuantos chismes que brillan, cuatro paredes o algunos mocosos que, por muy adorables que sean, sólo ella habrá llevado, parido y educado ante la condescendiente mirada de un marido. En realidad, el único móvil que habría podido convencerme de que tomara esposo, al margen del amor, hubiera sido, como a vos, la razón de Estado. Y puesto que carezco de ambiciones políticas…

—Prefieres consagrarte a la lectura. ¡Otra vez la lectura! ¿Qué buscas? ¿La gloria intelectual? ¿Acaso es ésta tu única preocupación?

—Aun suponiendo que fuera así, no tendría más mérito que algunas mujeres árabes que brillaron en un universo de hombres mucho más difícil. ¿Sabíais que la más atractiva figura de la literatura andaluza fue una tal Hafsa al-Rukuni, hija de un importante personaje de Granada, cuyas elegías están todavía en labios de los poetas? También podría citaros a Om al-Hasan, hija de un médico de Loja, que se dedicó por igual a la medicina y a la literatura. O a aquella esposa de un cadí, tan versada en ciencia jurídica que proporcionaba una valiosa ayuda a su marido, no sin suscitar la ironía de su entorno masculino. Ya veis —concluyó sonriendo—, me queda mucho por aprender de la realidad antes de afrontar la imaginación.

La soberana levantó el índice, fingiendo reprobación.

—Con todo y con eso, hubiera preferido que me citaras a nuestras hermanas españolas para defender tu causa.

—Tenéis razón, Majestad —reconoció Manuela con aires de niña a la que se ha pillado en falta.

—Tranquilízate, no te lo tendré en cuenta. No ignoro que, en ese campo, queda un gran esfuerzo por hacer, y que la mayoría de las mujeres de este país no tiene otro medio de acceder a la cultura que a través de lecturas realizadas robándole horas al sueño.

Isabel acarició maquinalmente la amplia gorguera plisada que rodeaba su rostro e hizo una seña al capellán. Este se adelantó de inmediato, dio gracias al Señor por la comida que acababa de concluir y regresó a su lugar sin darle la espalda.

La reina permaneció unos instantes con las manos juntas, en actitud de recogimiento, y después se levantó.

—Ven. Vamos a dar un paseo.

Las dos mujeres recorrieron una junto a otra el inmenso corredor que desembocaba en lo alto de una escalera de mármol. Bajaron los peldaños y, a instancias de la reina, atravesaron el vestíbulo decorado con figuras de estuco y azulejos de un azul deslumbrante. A la derecha había una puerta cristalera que daba a un jardín. Isabel apartó los batientes y atravesó el umbral, seguida de Manuela.

Una vez en el exterior, la soberana inspiró a pleno pulmón.

—¿Notas el olor a jazmín? Los moros dicen que, si se aspira con demasiada frecuencia, tiene el poder de embriagar.

—¿No es esto cierto de todos los excesos, Majestad?

Isabel aprobó sin reservas y se adentró en una avenida de suelo arenoso, que circulaba entre áloes y limoneros.

—De modo que fray Hernando de Talavera se ha apresurado a contaros mi «huida» —observó Manuela.

—No lo ha hecho con el deseo de perjudicarte o por maledicencia. Si conocieras al personaje, sabrías que está muy por encima de estas pequeñeces. No. Me ha hecho esta confidencia sólo porque lo repentino de tu marcha ha despertado en él cierta preocupación por tu salud. Ha creído en verdad que habías sido víctima de algún malestar. —Se volvió ligeramente, con una sonrisa cómplice—. Y ha sido así, ¿no?

Manuela levantó las cejas, sin saber qué responder.

—Pues sí, como te decía —prosiguió la reina—, fray Hernando de Talavera es un hombre notable, y excelente como ministro de Finanzas. Lo menos que puede decirse es que demuestra extraordinaria objetividad, siempre que se trate de servir una causa en la que cree. Por poner un ejemplo, hace unos años llevó su sentido del deber hasta requisar los vasos sagrados de las iglesias para pagar la campaña contra Portugal. Realmente, todos los actos de Talavera están inspirados por su deseo de imparcialidad y de absoluto. Y consigue darle cuerpo.

—Admirable personaje, en efecto. Mucha gente sueña con un ideal, pero pocos son quienes intentan alcanzarlo. Yo misma, sin ir más lejos, ¿cuántas veces habré imaginado que llevaba a cabo grandes cosas, hermosas y nobles, que emprendía el vuelo, que alcanzaba soberbias cimas? Y aquí sigo, viajando a través de mis lecturas y viviendo a ras de suelo.

—De repente te noto muy severa contigo misma. ¿No me cantabas, hace un instante, las alabanzas de la lectura y los placeres del espíritu?

La ironía del tono arrancó un suspiro a Manuela.

—Tenéis razón. Pero ¿qué puedo hacer? Tal vez no soy más que una pura contradicción.

—Tranquilízate. La edad y las emboscadas de la existencia te aportarán un día la solución. Volviendo a Talavera…, si tuviera que citar su mayor defecto, sería cierta falta de realismo. —La reina cerró unos instantes los ojos, como para recordar mejor—. Fue hace once años. Exactamente el 2 de febrero, en Toledo. Me dirigía yo en cortejo del Alcázar a la catedral. Llevaba un vestido de brocado blanco, con bordados que representaban castillos y leones de oro, un aderezo de rubíes, la corona y un manto de armiño que sujetaban por detrás dos pajes. Años más tarde, evocando aquel día, Talavera me reprochó «esos excesos y esa ostentación estéril». Sin embargo, por brillante que sea, estaba equivocado. La riqueza de las apariencias, el fasto de las ceremonias, el brillo que procuro dar a la corte, el cuidado que pongo en mi atavío, son detalles pensados para marcar la distancia que separa la realeza de los demás poderes. Son la expresión de mi voluntad y la de mi esposo, a saber, el restablecimiento en todos los terrenos de la autoridad del Estado. Por otra parte, mi decisión de abolir algunos privilegios concedidos a la nobleza y de apartar a los grandes y a los personajes con título de las altas funciones administrativas, está vinculada indirectamente al objetivo que persigo.

Mientras la reina hablaba, en el rostro de Manuela apareció una expresión de cierto malestar.

—Majestad —se apresuró a declarar ésta, un tanto azorada—, nunca os he agradecido la generosidad que habéis demostrado. Sin vuestra intervención, mi hermano nunca habría obtenido un puesto en la embajada de Roma tras haberle sido retiradas las ventajas inherentes a su presencia en el Consejo Real. Gracias de todo corazón.

—No se trata de generosidad, sino de rendir tributo a unos vínculos sagrados. Me refiero a los que se han ido tejiendo, desde nuestra infancia, entre tú y yo. —Se detuvo y clavó sus ojos esmeralda en los de Manuela—. La amistad. Conoces la profundidad de esta palabra, ¿no es cierto?

—Majestad, ¿hay algo más dulce en el mundo que estar segura de la amistad de alguien? Si me atreviera, os diría que el sentimiento que me inspiráis es de los que hacen que las almas se fundan una con otra, en una fusión tan universal que no consiguen ya hallar la costura que las ha unido. Hace un momento expresaba mis críticas respecto al amor. Podría añadir una más: en lo que se refiere a los años y las separaciones…, aquí estamos nosotras para atestiguarlo, el tiempo debilita el amor, pero fortalece la amistad. —Hizo una pausa antes de concluir—: No obstante, en lo que respecta a mi hermano Juan sigo siendo vuestra deudora. Espero que algún día tendré ocasión de expresaros todo mi agradecimiento.

—Lo sé —replicó la reina con una seguridad sin fisuras—. No hay duda de que lo harás. Y cuando llegue ese día, no habrá huida.

—¡Majestad! —dijo una voz que salía de entre los árboles.

Un lacayo corría hacia ellas. Al llegar ante la soberana, se inclinó ceremoniosamente.

—Majestad, un vigía acaba de avisarnos. El esposo de Su Majestad ha cruzado el Tajo. Estará aquí en menos de una hora.

La reina no se inmutó.

—Muy bien. Que avisen a la dueña y a mis damas de honor. Que preparen la mesa.

—Así se hará, Majestad.

El lacayo saludó y se marchó por la avenida.

—¿Fernando aquí, en Toledo? No le aguardaba antes del fin de semana. Según mis últimas noticias, estaba combatiendo en los alrededores de Loja. —Súbitamente cambió de tono—. Te dejo… Nos veremos más tarde —añadió antes de alejarse con paso rápido y nervioso.