No obstante, no me daría tiempo a reaccionar. Fue él quien, al arrojarme sus besos, buscó las distancias ante mi oprobio consentido.
Lanzó un grito. Fuerte, quebrado.
Se apartó de mí como si mi tacto lo abrasase, como si el abrazo, casi obligado, le incitara a hundirse más en los infiernos de su conducta. Insoportable se descubría el beneplácito de Valentina Castro a su asedio sexual. Y con ello, desaparecida por siempre la mujer que una vez había amado.
De pie, desnudo, me contempló. No supe adónde mirar. No se atrevió a darse la respuesta.
—Lárgate de aquí… —me dijo con el cristal de sus ojos en los albores de su quebranto. Tambaleante, se marchó al baño. Se metió dentro. Pegó tal portazo en su escapada que las paredes emitieron un crujir asemejado al del papel—. ¡Vete!
Me levanté de la cama. Recogí toda mi ropa hecha jirones, dispersa por el suelo. En un galán hallé colgada una toalla blanca de cuerpo entero. Rodeé mi desnudez con ella. Por último agarré mis zapatos y me dispuse a abandonar la habitación 1845. Antes de hacerlo, el puño de Taylor golpeó varías veces la puerta que sostenía su ira hasta quebrarla en su centro.
—¡Vete, maldita zorra! —su alarido tras la puerta se introdujo en mis tímpanos como una cuchilla afilada.
Agarré la manija de la puerta y salí. No cabía pensar en la posibilidad de retornar a esa habitación y acercar el hombro a sus lágrimas. Taylor no hallaría consuelo. Esta vez no. La situación vivida había sobrepasado todo lo imaginable.
Nuestra amistad destruida. Obligados, nos veríamos a enfundarnos el traje de la indiferencia desde aquel momento, como dos extraños. Violadores del alma.
Porque esta vez, Taylor se había pasado de la raya.
Como yo.
Viernes, 2 de enero de 2015
11.47 a. m., Washington.
El Año Nuevo aconteció sin novedades. La noche de Fin de Año en el Golden’s Club, una de tantas. Los invitados a la fiesta: la misma veintena de hombres y mujeres que, acogidos por lo deleitoso del placer abonado, acometerían la primera madrugada de 2015 con la ida y venida de copas con sus filos lacrados de carmín y testosterona.
Nada de Cameron Collins. Nada de Taylor Hoover. Y para colmo, esa noche, la de Fin de Año, la última que compartiría con Yvonne Williams.
Una decisión inesperada. Ella lo mantendría en secreto. Nadie debía saber de sus pretensiones. Sin embargo, no hubo nada en ella que insinuase su propósito de alejarse del Majestic, del Golden, tras el primer día festivo del año. Su sonrisa, el contoneo de caderas a ojos de sus clientes predilectos, los mismos de siempre. Conseguiría distraerme con su renovado contento hacia nuestra amistad, logrando así disipar mi inquietud nacida de la maldita cita que me instara a salir con su exnovio una noche. Una equívoca noche.
Yvonne desapareció esa mañana del 2 de enero, y sin aportar excusa a su absentismo laboral del día anterior. Como prueba, un mensaje en el buzón de voz de mi móvil: «Necesito recuperar mi vida, Maddie. No pienses que abandono el Golden por las causas que tú y yo sabemos. Taylor es un buen chico, pero un hueso duro de roer, y doy por sentado que tú tampoco tendrás diente ni paciencia suficientes. Por lo demás, dale un beso a tu tía de mi parte. Y uno enorme para ti, mi alumna aventajada. Sabrás de mí, pronto. Muy pronto. Te quiero, zorrita».
A mi mente acudió la idea de que la policía, cumplidos ya los cinco meses de la desaparición del marido, andaba tras los pasos de la viuda. Esta evitaría a toda costa encuentros indeseados con la justicia o, en última instancia, la detención policial, por impulso y sin pruebas concluyentes. ¿Asesina inconfesa? Aún nadie lo podía asegurar. Solo Taylor parecía saberlo. La despedida de Yvonne, tan resuelta y repentina, instaba a acogerse a esa sola lectura, la que Taylor me había confirmado. La más simple y fatídica para la mujer decidida a librarse del maltrato marital con la peor pero la más eficaz de las actuaciones.
Le deseé suerte, allí donde se dirigiera su inocencia o su culpabilidad.
Con la marcha de Yvonne me quedaría sin esos «segundos ojos» anunciadores de la nueva aparición (cada vez más improbable) de Cameron Collins por el club. Yvonne nunca sabría de mis heroicos propósitos hacia aquel hombre, ni siquiera los apegados a mi sentir romántico. Sí deseé mostrarle cierto interés por llegar a conocerlo alguna vez, sin ninguna atribución especial. Ella, lejos de encomendarse al morbo por descubrir el tipo de vínculo que me unía a ese Collins, había accedido sin reparos a avisarme en cuanto se produjera tal ansiado acontecimiento. No habría suerte.
Ahora, a veintiocho días de mi potencial viaje hacia los Emiratos Árabes, mi vigilancia no carecería de recursos para duplicar su efectividad en suelo estadounidense. Me exigiría escudriñar cada rostro masculino que entrara o saliese por el club. Habría de gastar toda posibilidad de rozarme con Cameron en Washington, antes de verme obligada a enfrentarme a su otro yo, Isaak Shameel, en la cúpula del mundo arquitectónico: el edificio Burj Khalifa, un destino que, a cada segundo dejado atrás, cobraba mayor fuerza y atracción; real, latente. Por ello, me insté a trazarme un nuevo plan a fin de no verme con las manos atadas en la cercanía del 30 de enero, día de la muerte anunciada de Cameron Collins en Dubái.
La voz de los dos hombres portadores del plan contra Isaak Shameel me daría los pasos para seguir: «Han accedido a la proposición de Shameel: Alekséi se citará a solas con él en un despacho alquilado para la ocasión, en el piso 108 del Burj Khalifa de Dubái, a las 21.00 horas y durante la celebración del cumpleaños del embajador de los Emiratos Árabes en Amman. Por lo visto, ese príncipe árabe es conocido de Shameel, y viene por aquí desde hace medio año, de incógnito, y siempre el primer sábado de mes. Desde su última visita a la Casa Blanca está encoñado con una puta de este club [Golden], y eso que dispone de todo un harén en su palacio. La chica se niega a desplazarse hasta su residencia de verano en Dubái, y el tipo, por un par de noches de cama, no escatima gasto para trasladar parte de su comitiva al Majestic Warrior».
Seducir a ese príncipe árabe con el único propósito de sumarme a la lista de invitados a su fiesta de cumpleaños en el Burj Khalifa. El último cartucho que me quedaba para entrar la noche del 30 de enero en el edificio más alto del mundo y salvarle la vida a Cameron. Prostituirme en toda regla. Por primera vez. Llevarme a la cama al eslabón que me dejase ensamblada a la cadena que iban a arrojar al cuello de Collins para nunca más dejarlo respirar. Lo haría, sí. El 3 de enero, primer sábado de mes y por tanto noche de visita del embajador en Jordania de los Emiratos Árabes. Príncipe Muhammad Abd Al Qubaisi, de treinta y nueve años, y según las chicas del Golden, portador de unos ojos tan negros que a mirada fija creías perderte en su abismo.
Pero, inesperadamente, mi plan de arrebatarle una noche de sexo al príncipe árabe a cambio de mi pase para su fiesta de cumpleaños se detendría por intervención de Craig Webster. Este, absoluto desconocedor de mi deseo por acercarme a Muhammad Abd Al Qubaisi, convino en —no acertaba a dar con el motivo— mantenerme lejos del Golden’s Club por un tiempo.
—Es necesario no exponerte más de lo debido a los clientes —repuso él a mi sorpresa—. Quiero que te mantengas alejada del club en lo que resta de mes. Tranquila. Te pagaré como si ejercieras cada noche.
—¿Puede saberse por qué? —le pregunté harta de que ese tipo hiciera y deshiciera todo cuanto se le antojase en mi vida como Valentina Castro.
—Simple estrategia comercial, preciosa —atinó a decirme—. Diré a tus enamorados que te has ido por cuestiones personales a Europa y que volverás a principios de febrero, lista para que apuesten por ti y ganar la mejor noche de sus vidas.
—¿Me pides que me encierre en la suite de mi tía hasta febrero?
—No he dicho eso. Solo quiero que no te dejes ver en treinta días por el hotel, ni mucho menos por el club. Te mantendré en la retaguardia para así alimentar el fuego de esos que pagarán millones por ti.
—Es demasiado pronto para estrategias, Craig —dejé escapar—. Tienes que darme más tiempo para afianzar lazos y establecer las conexiones idóneas con cada uno de ellos. Con Marlowe me queda asentar puntos comunes, y con Jonathan Holden debo tener cuidado. Es sensible, y puede que lo perdamos si desaparezco de repente. No puedes ocultarme ahora que hay medio trabajo hecho…
—No desesperes, Valentina. He hablado con un par de ellos y créeme, los tienes a punto de caramelo. Es momento de jugar al escondite para que cuando vuelvan a citarse contigo no pierdan la oportunidad de dejarte escapar más. ¿Es tan difícil de entender?
Protección. Esa era la palabra. Ni tácticas, ni ningún tipo de estrategia comercial que llevara como protagonista la venta de mi cuerpo, sino protección. Craig Webster comenzaba a actuar conmigo como un padre al que lo avisaran de que su única hija pudiera descarrilársele al menor despiste. No era propio de un señor de la prostitución como aquel, curtido e implacable en su negocio, el trato de favores y cuidados a los que me había acostumbrado desde nuestro primer y mutuo acuerdo.
Era evidente. Siempre había rehuido a echarme en brazos del extraño y se contaban por millones las veces que, bien sentado en una mesa aledaña, bien de pie en la barra, desvió la mirada hacia la conversación y alianzas creadas en mis citas con cada cliente, hombres además elegidos por su propio dedo y arreglo. ¿Qué buscaba Webster de mí? ¿Por qué aceptarme en su burdel de lujo para luego no vincularme a su negocio como hubiera hecho cualquier otro colega suyo de oficio, como había hecho con las nueve chicas restantes del Golden’s Club?
—¿No has pensado que ese cincuentón pueda estar coladito por ti, niña? —caviló mi tía Gloria en esa mañana del 2 de enero y al día siguiente de haber discutido con Webster sobre ese asunto. Reunidas en la cocina, acabábamos de recoger la loza de nuestro desayuno de muffins y chocolate caliente.
—Claro que no —le contesté con rotundidad—. No sé lo que Craig pretende, pero lejos de su intención está prostituirme en su local. Comienzo a pensar que puedas tener tú mucho que ver en todo esto.
—Sabes que soy la primera que quisiera alejarte de ese sitio. Pero sé lo importante que es para ti, para mí, que tú sigas yendo cada noche al club. Así que no me metas en las artimañas de ese tipo… —Gloría quedó pensativa antes de confesarme—: Vaya, no sé ahora qué nos ha movido a meterte en el Golden…
—Cameron Collins… Deseas reencontrarme con él.
—Oh, claro… ¡Claro! —enfatizó sin darle importancia a su desliz mental—. Debemos mantenernos atentas a su llegada.
—No aparecerá, al menos por el club.
—La esperanza es lo último que se pierde, Maddie. Ya verás como una noche tu hombre aparece y…
—No existirá esa posibilidad mientras Webster no me permita acceder al Golden en los próximos días. Debes hablar con él. Comentarle que…
—¿Webster? ¿Qué te ha dicho Webster?
La observé sin dar crédito. Mi tía se estaba haciendo vieja, y a pasos agigantados.
—Acabo de explicarte que…
No me dejó terminar la frase. Gloria se levantó del taburete y se marchó hacia la encimera de la cocina con inexplicable urgencia. Comenzó a buscar no sé qué cosa por el fregadero, por la mesita de comedor, dentro del frigorífico, en la panera…
—¿Dónde los habré dejado? —se preguntó rascándose el desorden de los cabellos—. Con tanta cháchara se nos olvida hasta desayunar… Juraría que había horneado un par de muffins de chocolate para cada una…
Mis ojos no pudieron contener la preocupación. ¿Acaso no era la segunda vez en cinco minutos que mi tía me preguntaba por los muffins ya desayunados?
Gloria se llevó la mano a la boca al darse cuenta de su despiste. Me miró. Alcanzó a leerme el pensamiento y sus ojos aguaron su brillante azul.
—¡Oh… Dios bendito…! —Quiso sonreírme sin conseguirlo—. No me hagas caso, cielo. Ando…, ando muy despistada. —Se palpó el vientre—. Sí, están aquí… Aquí dentro. Tengo un estómago que parece no llenarse nunca… Lo que me pasa… creo que es por el trabajo en el Golden. Me acuesto muy tarde cada noche, y encima me obligo a idear nuevos repertorios para no cansar a mi público… —Suspiró tan intensa y profundamente que pareció expulsar la mitad del alma por la boca—. Son muchos años los que tengo. Algún día tendré que jubilarme… ¿no te parece, niña?
Me levanté sonriente y fui directa a abrazar a la gran artista de la familia.
—Anda, ven aquí…, que ya estás chocha para tanto espectáculo nocturno —repuse con la voluntad de querer quitarle importancia a lo extraviado de su mente.
—¿Y no te da vergüenza no decirle nada a tu tía sabiendo que hace el ridículo con un micrófono? —me preguntó acogiéndose a mi abrazo.
—Mientras te vea disfrutar en el escenario, no seré yo quien te prive de eso.
—¡Pues haces mal! ¡Muy mal! Tu tía puede ser ahora el hazmerreír de todos los planetarios del mandato entero y tú sin mover un dedo…
—De todos los mandatarios del planeta entero… —rectifiqué riendo para mis adentros.
—¡Como se diga! A saber si soy la comidilla de todo el Senado en sus tiempos de descanso.
Mis brazos apretaron con amor la corpulencia de Gloria Greenwood.
—Te quiero, vieja tonta —le solté.
—Pues no me quieras tanto y estate más atenta a lo que te digo. Y creo que el doctor Marsh te ha dejado demasiadas tetas… Abrazándome parece que acabaras de venir del estadio de los Chicago Bulls con dos balones firmados.
***
A tenor de lo que en mi fuero interno había previsto, mi cabezonería estaría dispuesta a desobedecer a Craig Webster. Durante la noche del 3 de enero aconteció la última de las oportunidades reales para acercarme a Cameron en los Emiratos Árabes. Mi estrategia no sería otra que aprovechar la ausencia de Craig Webster a primera hora en el club y así conseguir sentarme, sigilosa y seductora, junto al príncipe árabe. Dispondría de poco tiempo, quizá el justo.
Ya en la tarde del día anterior me puse manos a la obra. El portátil, incluido en los extras que ostentaba la suite de mi tía, me sirvió para ahondar en la Wikipedia y dar los primeros pasos en mi investigación. No me supuso ningún esfuerzo reunir información —podríamos decir catalogada como «pública»— de Muhammad Abd Al Qubaisi, como tampoco dar con la prostituta que lo había enamorado. Una sola pregunta a una de las chicas del Golden me bastó para dar con la enigmática mujer del Golden’s Club que traía de cabeza al jeque. No sé por qué, pero ni siquiera me extrañó saber que la identidad de la «elegida» no era otra que la que se escondía bajo el nombre de Denise Seymour, la misma puta que había encandilado a Larry, y quien supuse sería novia de Cameron Collins durante el tiempo en el que los habían fotografiado juntos en esa fiesta de Año Nuevo, hacía exactamente un año y un día.
Mi entrevista con Denise esa tarde me aportó excelsos detalles de quién era ella y por qué hombres como Larry o el príncipe de los desiertos deseaban más que nada en el mundo una próxima sesión de cama con ella.
Deleznable. Denunciable. Condenable si no fuera por los veinte años reales que la chica exhibía en su carné de conducir, porque puestos a analizar su personalidad y desarrollo emocional, Denise no sobrepasaba ni los trece años de edad.
Aquella mujer era una cría metida en cuerpo de pecado. Tan pueril y cándida que daba miedo dejarla sola hasta en la cola del supermercado; tan indecisa e ingenua que nadie podría explicarse cómo una chica así había acabado en manos de Craig Webster. Claro que si el destino le había reservado ser prostituta, Denise había caído en el mejor club para serlo. Imaginar a esa pobre en manos de cualquier otro proxeneta del país hubiera supuesto un trauma que la hubiera llevado, irremediablemente, al suicidio.
Mi afinidad con Denise quedó forjada desde el minuto uno. Su hilo de voz tan agudo y dulce (similar a una ardilla de Disney) desbarataba de inmediato cualquier depósito de rencor hacia ella. Estar enfrente de la mujer que se tiraba a Larry, y sobre todo haber tenido la oportunidad de echármela a la cara, me ayudó a eliminar buena parte de la rabia contenida, candente en la boca del estómago desde que los había visto juntos paseándose por las entrañas del Golden.
El físico de Denise distaba mucho de lo voluminoso que se vendía con el resto de las chicas en el Golden. De un metro sesenta, cuarenta y cinco kilos, pechos diminutos y cintura y trasero propios de una colegiala a la que le esperase ese año la universidad. Nada se había cambiado u operado, pues como le había dicho el propio Webster, «te quiero tal y como eres, como la prohibición para todo hombre». Lejos de atreverme a sonsacarle el significado de ese comentario, me dispuse a preguntarle sobre su relación con el príncipe de los Emiratos Árabes y, de paso, su devaneo con un tal Cameron Collins.
—¿Quién? —se extrañó a mi pregunta en la cafetería donde la había citado, frente al Majestic.
—Cameron Collins, o quizá lo conocieras como Isaak Shameel —evité que mi voz temblara más de lo debido.
—No me suenan de nada esos nombres. ¿Y dices que estuve con él en la fiesta de Año Nuevo?
—He visto una fotografía en la que estáis los dos…
—Pues, chica, no sé de quién me hablas. Son tantos los que pasan por el Golden que a saber si fue hombre de media hora. Oye…, ¿sabes dónde hay por aquí una perfumería? El otro día me compré un rímel que parecía cemento en mis pestañas. ¡Qué horror! Necesito uno nuevo con urgencia…
Imposible. Cameron no podía estar enamorado de esa chica. Y mucho menos haberle confiado aquello por lo que la CIA, o quién sabe qué o quién, deseara matarlos. No, esa chica de Carolina del Norte no se asemejaba ni en su actitud ni en inteligencia a la supuesta espía amigada a Isaak Shameel, o lo que era lo mismo, a la desaparecida Amanda Baker.
O Denise era una excelente actriz o, en realidad, y como su apariencia evidenciaba, no era más que una chica de coeficiente intelectual un tanto escaso con la sola pretensión en la vida de dar de sí la vagina a cambio de un bote de rímel. Y en la nariz me daba que habría de quedarme con la hipótesis más sencilla.
A medida que nuestra charla fue acomodándose en la plena confianza, sentí cómo la expresión se me relajaba frente a Denise. Por supuesto nunca le desvelaría mi papel de mujer cornuda, o de la esposa de uno de tantos que habían pasado por su cama. Si a alguien hubiéramos de culpar de la destrucción de mi matrimonio no sería precisamente a ella.
—¿Y qué hay de tu príncipe de ojos negros? —acometí no sé si demasiado pronto.
—¿Muhammad? Madre mía… Ese hombre necesita un psiquiatra. Está obsesionado con llevarme a su palacio en Jordania, o en Dubái, o no sé ahora dónde… ¿Me ves tú formando parte de un harén de esos? No, no, no… Además, no sé qué hará con tanta mujer, si se corre en dos minutos…
—¿Y si te dijera que yo sí estoy interesada en que me lleve a su palacio? —le dije con una caída de ojos—. ¿Vendrías conmigo?
—¿Cómo?
—Necesito que me ayudes, Denise.
En un cuarto de hora le expuse el plan. No hizo falta apoyarme en la verdad que amenazaba la vida de Cameron. Resolví mostrarle un ferviente interés por dar rienda suelta a mis encantos en tierra dubaití. Mi sueño: ser la puta de los jeques. Y para ello necesitaba un contacto, y qué mejor que un príncipe autóctono como el suyo.
Denise aceptó, pero con una condición: ella no se movería de Estados Unidos. Necesitaba estar al lado de su padre, víctima de un ictus. Su lugar estaba en Washington, y en el Golden, pues el dinero que ganaba como puta lo administraba en el cuidado de su padre y para subvencionar la ONG que ella misma había fundado para el estudio de la enfermedad que había dejado con la mandíbula colgando a la persona que más amaba en el mundo. Gracias al cuantioso dinero que Muhammad le pagaba cada vez que la visitaba, ella podía hacer frente al gasto no ya suyo, sino el de otra mucha gente sin recursos y con la misma desgracia en la familia. Aquella era su misión durante el día. Por la noche, utilizar el cuerpo por un mero afán recaudatorio para la causa, su causa.
De su monedero sacó varias fotografías en la que se la veía a ella acompañada de los enfermos y familiares de su asociación. Las dejó en la mesa, expuestas a mi estupefacción.
—Estos son la familia Dawson —señaló mientras el índice se posaba en los amables gestos de sus amigos—. La madre sufrió el ictus el pasado invierno. Debe dar gracias a Dios que tiene dos hijos formidables. La quieren con locura, y yo también a ella. Y aquí está el señor Beson, que murió hace tres meses y se le echa de menos…
«La sola pretensión en la vida que dar de sí la vagina a cambio de un bote de rímel». Me odié como nunca antes. Hasta dónde nos llevaban los prejuicios sino a la parcela más miserable de nuestra alma. Denise no sería la mujer más inteligente del mundo. No. Pero sí la más bondadosa. Y la humanidad, a sus pies. Siempre a sus pies.
—Y me llamo Anna. —Me ofreció la mano como si nunca hubiera existido un tiempo compartido entre nosotras—. Anna Smith.
—Claro… —pude soltar a su buen alarde de sinceridad.
Le apreté la mano convencida de estar delante de una nueva amiga.
***
En la noche del 3 de enero bajé las escaleras de mármol del Golden acompañándome con aquel murmullo tan suyo, de caricia, alcohol y jazz. Su atmósfera… tan cálida, tan frágil al oído como lo era la copa de cristal que bordeaban los labios de los allí presentes. Veinte, veintidós personas. En confidencias unos, en debates otros, aromados todos por aquel ambientador cítrico que, al solo minuto de permanecer allí dentro, comenzó a colapsarme la pituitaria. A mi vuelta, tras mi ausencia de la noche anterior, el local del señor Webster proseguía con su particular acogida al deseo frustrado de los poderosos, aderezado con la sonrisa irreal de las acompañantes. El acoplamiento de la luz, el habitual, el correcto; en rincones estratégicos, tenue, casi inexistente. Y alrededor de la barra, cuanta luz se precisara para no andar con equívocos en los cobros.
Normalidad. Así lo había pedido, casi rogado a todo el personal del club conocedor de la ridícula prohibición de paso que Webster me había impuesto hasta febrero, y de la que mi trabajo en el Golden dependía. «No te preocupes, no le diremos nada, como si no te hubiésemos visto», me dijeron los más allegados.
Para mi cita con Muhammad Abd Al Qubaisi decidí enfundarme el cuerpo en un vestido largo, palabra de honor, color esmeralda y con preciosa pedrería Swarovski salpicando el pecho y la cintura. La melena, recogida en un moño años 50 del siglo XX, ornamentado a su vez con cinta de seda, verde como el vestido. Engalanada para la ocasión, había estimado oportuno dejarme caer por el Golden una hora antes que Craig Webster. Sesenta minutos para actuar y no fallar.
Lo vi sentado en uno de los cinco sofás capitoné de cuero negro. A él, a mi presa, tal y como Denise me lo había descrito. Ataviado con su túnica blanca o khandora, sobre la cabeza el distintivo pañuelo conocido como ghutra y encima de este, el cordón negro o agal circundándole la coronilla. Toda esta terminología arábiga no es que la recordara por mis ratos de televisión documental mientras le planchaba las camisas a Larry. Internet y solo Internet me había prestado la ayuda que mi curiosidad demandaba para poder aparentar, a los ojos de aquel príncipe, una absoluta admiración por todo lo que su origen y raíces le habían convidado a ser en su pasado, en su presente, en su futuro. Así que, ese día, nada más levantarme, había vuelto a acudir al portátil de mi tía. Esa vez, había dejado de lado la Wikipedia para adentrarme en cada ínfimo detalle concerniente a la vida pública y negocios del heredero islamista de ojos hipnóticos.
Y como transportada por los remolinos de arena sobre sus dunas, me dejé caer a su lado. Me miró circunspecto. Y creí que me barrería al instante. No lo hizo.
En la cercanía, su barba azabache, recortada conforme a la línea de su poderosa mandíbula, brillaba tanto o más que la leyenda de sus pupilas. ¿Leyenda? Más que eso. Poseedor de unos ojos perturbadores y nada amables, el príncipe Muhammad blandía el poder de su mirada como empuñaría la espada jineta. Daba igual el ser, daba igual la raza, cualquiera habría de sentirse en desventaja con el solo aporte de su presencia.
—Márchese. Espero a otra mujer —me dijo con toda la dureza de su acento morisco. Aguardó mi rendición inmediata, imaginando quizá mi huida por el mismo flanco por el que había aparecido. Pero en suelo estadounidense, las putas podrían ser insoportablemente insistentes.
Al verme aún respirando a su derecha, ladeó hacia atrás el cuello como la cobra que de niño habría acunado como mascota. Con el hechizo de su mirada intentó incinerarme allí mismo. No hubo resultado. Era posible que yo fuera la primera mujer que sobreviviera a uno de sus ataques.
—Vengo de parte de Denise —le solté intentando ocultar bajo mi vestido el temblor de las piernas—. Tengo un mensaje para usted de su parte.
—¿Un mensaje? —repuso el árabe—. Desearía que ella viniera en persona a dármelo.
—No es posible —rebatí—. A no ser que prefiera perder la oportunidad de llevarse a mi hermana a su palacio…
Muhammad cambió su expresión y redujo su distanciamiento hacia la desconocida. Lo aproveché para presentarme:
—Soy Valentina, hermana mayor de Denise. No le doy la mano porque tengo entendido que en sus costumbres está mal visto que una mujer tienda primero el saludo al hombre. Así que, asumiendo mi papel de ser inferior, si no le importa, me gustaría que me ofreciera la mano para continuar entablando una conversación con su majestad. «Dios mío, ¿pero cómo le he dicho eso? Contrólate, Maddie, contrólate».
Cuarenta minutos antes, y aprovechando que su tía Gloria estaba acostada, su sobrina había acudido al mueble bar de la suite para beberse, a palo seco y sin cenar, la mitad de la botella de whisky que la vieja atesoraba escondida. El alcohol comenzó a hacerme el efecto deseado, y no sé si mella, delante del hombre con el que se iba a estrenar la venta de mi cuerpo. Evadir cobardías, desoír culpas. Sexo. Solo sexo. Nada más. Asistir a esa fiesta de cumpleaños en Dubái era el objetivo. Mi objetivo. Y el elixir de los beodos fluyéndome por la sangre evitaría que la dignidad sopesara el alto precio que debía pagar. Sería más que nunca el ser miserable que Taylor había descubierto en mí. Valentina Castro. Sí. Más que nunca.
El príncipe me tendió la mano preparado para asistir a una osadía tal que, manifestada en sus dominios, el castigo para la valiente no sería otro que la lapidación.
—Queremos hacer un trato con usted —le propuse con estudiado cruzar de piernas.
—No hago trato de palabra con mujeres.
—Bien, pues le invito a tomarse en serio una propuesta, ¿le parece mejor así?
—Quiero ver a Denise. Llámela.
—Hoy no bajará —le advertí más seria—. Cosas de chicas.
—Su periodo menstrual suele ser a finales de mes. Por eso vengo aquí a principios.
—Pues se le ha retrasado…
No pareció creerme. La vena de la sien derecha comenzó a hinchársele peligrosamente.
—Quiero hablar con el señor Webster —el comando de su voz era siempre el mismo, gutural, hondo. Nada conciliador.
—Tampoco va a ser posible. —Mi sensatez debía aplacar el cariz que estaba tomando la conversación. Le sonreí con picardía—. ¿A que nunca se ha enfrentado a una mujer tan poco amoldable a sus deseos?
—En los Emiratos le hubiesen cortado la cabeza por dirigirse a mí como lo hace.
—Pues da la casualidad de que aquí, en mi país, gustan las mujeres con la cabeza sobre los hombros. Es una simple cuestión de estética.
No me miró. No le hizo falta. Frio. Implacable. Con su sola mirada al frente me daría el primer aviso para no convertirme en el primer fantasma sin cabeza del Majestic Warrior.
Por supuesto aquel comentario mío tampoco ayudó a ganarme la simpatía de aquel Barba Azul. ¿Por qué había derivado mi estrategia en atacar con semejante improperio al que intuía amante de la mujer apocada y enemigo de la que no lo fuera? «Valentina… Baja los humos si quieres convertir a este misógino en tu aliado…».
Los nervios. Sí. Debían de ser los nervios.
—¿Va a seguir molestándome? —confirió a mi insistencia por permanecer a su lado.
—Está bien. Iré al grano —me acomodé en el sofá y me lancé directa al agujero negro que el príncipe conservaba como mirada—. Mi hermana Denise me ha pedido que le diga que aceptará irse con usted a Dubái si soy yo la que pueda acompañarla. Aquí donde me ve soy una enamorada de la cultura árabe y nada me gustaría más que ayudar a Denise a valorar la belleza de la tierra de la que su majestad procede.
Muhammad meditó la proposición. En segundos, la inclemencia de su gesto fue derritiéndose al calor de mi aparente buena intención.
—¿Cuánto tiempo estará Denise dispuesta a quedarse conmigo? —me preguntó por fin.
—Un mes, con la condición de que nos aloje a las dos en un mismo recinto.
—Dispongo de un apartamento en el edificio The Address. Son cuatrocientos cincuenta metros cuadrados. Podréis sentiros cómodas allí.
—Seguro —contesté con aire de suficiencia—. Sin embargo, nos gustaría llegar a tiempo para acudir a su fiesta de cumpleaños. Tengo entendido que la celebrará el 30 de enero en el Burj Khalifa… Sería fantástico acompañar a su alteza en un día tan especial…
—Ya veremos…
—Entonces, eso es un sí.
—No —repuso tajante—. Mientras usted no me pruebe que es la hermana de Denise, no habrá acuerdo.
—¿Y cómo puedo probárselo?
—Dice que Denise se encuentra indispuesta…
—Sí… Pero seguro que mañana podrá verla. Se la traeré de mi brazo.
—No hay tiempo. Necesito pruebas, esta noche. —Por primera vez, Muhammad Abd Al Qubaisi me contempló con ojos de macho cabrío—. Supongo que la hermana mayor le enseñó a la pequeña todo lo que conocía sobre cómo satisfacer a un hombre en la cama…
—Sí, por supuesto —afirmé con voz apagada. Había llegado el momento. La temida moneda de cambio. Porque por mucho voto de confianza que le hubiera dado a su amor platónico por Denise, al final, el príncipe de los desiertos se las gastaría como cualquier otro hombre de poder, como cualquier semental de su calaña.
Se me aproximó un tanto al rostro. El dedo índice me surcó los labios hasta sentirlo detenido en la barbilla. Los ojos le irradiaron el mismo destello de la espada mora que utilizaría para cercenar las cabezas de los infieles a su imperio.
Me pareció ver la figura de Webster más allá de la mirada fija del árabe. A lo lejos, en un rincón de la barra. No. No podía ser él. No debía ser él.
—¿Qué le parece si hoy pruebo a la hermana mayor y mañana le cuento la experiencia a la pequeña? —Su mano llegó a asentarse con incuestionable propiedad sobre uno de mis muslos—. No puedo incluir en mi harén a una desconocida si antes no le he dado el visto bueno.
—¿Y quién le ha dicho que yo deseo ser una de sus esclavas sexuales?
No me contestó. Mi cuello quedó estremecido por el contacto de su beso barbudo.
Sin yo desearlo, la sonrisa de Valentina abandonó de pronto mi cara para saltar y adosarse a la boca de mi cliente.
Mi primer cliente.
***
A las once y media de la noche, Muhammad encendía la luz de su suite, casualmente en la misma planta en donde se alcanzaban a escuchar, en el extremo del pasillo, los ronquidos de mi tía Gloria. Pero aun encontrándome en el ala opuesta del edificio, mi oído resultaría incapaz de disgregar el buen dormir de mi tía de los empujes respiratorios agolpados en mi pecho.
—Es aquí —esbozó el árabe metiendo su tarjeta en la concavidad de la cerradura digital.
La puerta de la habitación 2002 se abrió, y mi miedo con ella. La ingesta de whisky, aunque no suficiente, consiguió alejarme de sentir más de la cuenta, de advertir detalles del todo desagradables. Pero vanos serían mis intentos de mantenerme en una posición vertical más de diez segundos. No sé si consciente de mi estado, el príncipe una vez cerrada la puerta me tomó del brazo y me llevó hasta el borde de la cama. Me quedé en silencio. Mirándole. ¿Y ahora qué?
Más rápido de lo que mi esperanza deseara, vi al árabe desprenderse de su túnica y de la parafernalia sobre la cabeza. Su desnudez sopesaba músculos lánguidos y faltos de ejercicio. Se me ocurrió observar el pene, de tamaño medio tirando a bajo, muy parecido al de Larry, solo que circuncidado. A mitad de su erección ya daba cuenta de lo dispuesto que estaría en segundos.
El príncipe —del que emanó un olor acre al despojarse de su vestimenta— se acercó a mí con más de una decena de billetes de cien en la mano.
El sueño de cualquier chica del Golden. No el mío.
Me los colocó en la mano. Ni los conté. No hubo valor para hacerlo. Ese dinero sería para la asociación de Denise. Por supuesto, la venta de mi cuerpo a Muhammad nunca se idearía con otro destino que no fuera ese. Al introducir el dinero en el bolso de mano, el pagador me sorprendió por la espalda. Iba camino de poseer lo que ya era suyo por derecho. Su compra. Lo primero que hizo: recuperar el sabor de mi cuello. Definitivamente, no estaba dispuesto a tomarse una ducha.
—Voy al baño —convine en el momento en el que su glande comenzaba a rozarme las nalgas.
No fue un caminar, sino una escapada en toda regla. Aquel todopoderoso de los Emiratos Árabes asistió al bailoteo ridículo de mis piernas hasta alcanzar mi refugio de guerra con forma de cuarto de baño. Me encerré. Caminé dos pasos y resoplé frente al espejo con la sonoridad de la arcada amenazando la blancura del lavabo. «Tranquila, Maddie. Puedes hacerlo. Puedes hacerlo».
Tenía una cara horrible, embebida por la languidez y el peso de los ojos. Di por sentado que el príncipe Muhammad sería del todo consciente de mi estado y del cometido sexual que habría de emprender conmigo, con la hermana borracha de la cándida Denise. Pero a falta de pan, buenas son tortas, pensaría él.
Me pareció escuchar cómo se volvía a abrir la puerta de la suite. Un murmullo. Un andar o dos por la moqueta de la habitación. Un volver a cerrar la puerta. Y silencio. ¿Ideaba mi cabeza toda aquella paranoia con el alcohol marcándome las pautas de la imaginación? No acertaba a recordarme tan borracha en mi vida y supuse que las alucinaciones imprevistas serían otro precio a pagar. Alucinaciones, todas las que quisiera. Pero la conciencia, la vergüenza de prostituirme por primera vez esa noche continuaría latiéndome en las sienes, tan fuertes sus voces que solo la inconsciencia daría con la forma de acallarla. El alcohol por las venas no estaba actuando como había imaginado. Ebria, sí. Pero consciente, muy consciente.
En cuclillas, perdí la noción del tiempo con la frente apoyada en el filo del lavabo. A su majestad no habría que hacerle esperar y Valentina Castro ya le había soltado suficientes impertinencias como para ahora no decidirse a darle lo que precisara de ella. De su devoción por el sexo.
Abrí la puerta del baño. Apagué la luz. Salí.
Penumbra.
La puerta de acceso a la salida se hallaba a escasos dos metros de mí. Solo debía armarme de valor, salir y caminar desnuda por el pasillo exterior hasta golpear la puerta de mi tía. Pero no, no iba a asustar a la pobre vieja de aquella forma. Debía asumir los hechos, las consecuencias. Era lo pactado, lo buscado.
Penumbra. La suite se hallaba en total oscuridad. Entendí entonces que el príncipe era de los que prefería practicar sexo sin ser visto. Como Larry.
Cerré la puerta del cuarto de baño y el sonido de sus goznes dio pie a la primera orden:
—Acércate a la cama y échate boca arriba —su voz, procedente de algún lugar de la habitación, sonaba algo más clara, no tan grave ni desagradable.
Caminé entre tinieblas hasta dar con el borde de la cama. Allí obligué a las manos a despojarme del vestido, de las medias, de los zapatos. Y la ropa interior. Me tumbé en el colchón sintiendo descompensada la temperatura de mi cuerpo. «Tranquila, Maddie. Tranquila».
Dos manos, fuertes, comenzaron a deslizarse en ascenso por mi cuerpo, por los tobillos, los muslos, la pelvis, hasta acariciar los pezones. Y al instante sentí su aliento a escasos centímetros de la boca. Me besó en los labios. Diferente. Su barba, la misma. O no. Quizá la recordaba más espesa, menos recortada, no tan superficial. Con medido cuidado dejó caer el peso de su cuerpo sobre mí. Lo acepté tan cálida y entregada como la falsedad me lo permitió. Ahora, sus hombros blandos y caídos a la luz se antojaban a mi tacto bajo una piel tersa y firme. Su pecho y espalda marcados por la tensión del momento en voluminoso despliegue, y para regocijo de mi imaginación tomarían forma guerrera bajo mi tacto. Agradecí a la embriaguez su capacidad para transformar la realidad a mis cinco sentidos, alejándome de todo lo desagradable u ofensivo que el príncipe árabe llevase consigo. Un hombre que, a mi vuelta del baño, el subterfugio de mi mente llegó a casarle con un cuerpo perfecto, sin olor a sudor ni músculo flácido. Sí. Había sido un acierto emborracharme para distorsionar el recuerdo de la mayor ignominia hecha contra mí misma.
No mediamos ni una sola palabra. Todo lo que ocurriera en esa habitación habría de quedar entre él y yo. Y mi vergüenza. Así, me dispuse a entregarle el cuerpo de la misma forma que lo había hecho Denise. Una entrega total a su capricho. A su deseo. Toda suya. Y nada mía.
Volvió a colmar mi boca con la suya. Apasionado. Entregado. Me sorprendió su buen arte en el beso. Suave pero intenso. Húmedo en su justa medida, con una jugosa carnalidad en los labios que no atiné a observar bajo la luz del Golden.
Las piernas se abrieron irremediablemente ante la entrada de su polla en la vagina. Fueron segundos de intenso dolor, pues aquel pene no parecía ser el mismo que minutos antes había descubierto en los bajos de aquel príncipe. Era un pene mucho más grueso, largo y absolutamente invasivo en mi cavidad interior. Calibrando la idea de haber visto aquel miembro viril en mitad de su erección, no era ni por asomo posible que llegase a tal aumento de sus dimensiones.
Lancé gemidos de dolor viéndome sobrepasada por el abuso de su virilidad. No. Eso debía terminar cuanto antes o me reventaría allí mismo. Instintivamente, mi mano derecha viajó al rostro de Muhammad. Este la apartó enseguida. «No quiere que le toque la cara… ¿Acaso es otro hombre? Por Dios, Maddie. No pienses en más estupideces. Estás borracha. Tu mente hace lo que quiere contigo. Limítate a darle lo que desea de ti. Provoca su eyaculación cuanto antes y vete».
Mi sexo, acostumbrado a asaltantes menos intimidadores, comenzó a dar de sí al suave impulso del nuevo y aguerrido invasor. En medio minuto, el dolor comenzó a disiparse dando paso a un temblar que abriría las puertas de un placer nunca antes sentido, y del que me avergoncé a su sola aparición.
Muhammad levantó el pecho e intuí el apoyo de los brazos en el cabecero de la cama. Aquella postura me condujo a sentir solo el miembro en mi interior. Me obligó a colocar los brazos firmes sobre el colchón, como si ahora repeliera mi tacto y deseara concentrarse en la poderosa fricción de nuestros sexos. Fue así como el frotamiento de la verga en las paredes de la vagina ganaría en calor e intensidad. Y me gustó. Tanto que, para desgracia del decoro ya perdido, mi lubricación natural convino en aumentar y fortificar la intensidad de los embistes de aquel animal. Un no querer consentido. Un no desear anhelado.
¿Qué estaba haciendo? No podía permitirme el lujo de disfrutar de aquel encuentro, nacido malsano, forzado e interesado. Era inútil. No podía evitarlo. Aquel coito mientras durase iba camino de ser el mejor de cuantos había experimentado. Con el solo ejemplo de Larry, quizá cualquiera podría ser mejor. Pero mi instinto sabía que no. Que aquel hombre era un absoluto experto en artes amatorias, y su polla, la batuta que orquestaba la más grandiosa música que ninguna mujer habría escuchado jamás nacida de su interior. Y así fue. El gran orgasmo de mi vida sobrevino a los cinco minutos con el golpe opresor de sus caderas, aliadas a un ritmo frenético que encumbró mi sistema nervioso al espasmo del placer sin límite ni cielo. Diez, veinte segundos. No habría ya dignidad que deseara arrimarse a mi conciencia para el resto de la existencia. Embravecida por el éxtasis, me dispuse a aceptar el mayor castigo de la divinidad católica, la misma que había enloquecido a mi madre. En esa cama, toda yo era ruindad y despropósito. Allí, tumbada, en brazos de un desconocido al que había convidado a ser dueño y señor absoluto de mi sexo. Sincera. Entregada. Igual de conmovida que en los tiempos de la virginidad perdida.
Y, sin embargo, deseé más. Un no parar eterno, tan disoluto como fuera posible.
No. No había sido buena idea haber buscado esa maldita desinhibición a consecuencia de haberme bebido media botella de whisky. El alcohol me animaba a sacar lo peor de mí. Aquella sería la última vez que haría tal cosa. Se lo juré al fuero interno que, distraído aún con el placer descubierto, no daría indicios de haber atendido ni una sola palabra de la promesa atribuida.
Los gemidos del príncipe árabe se unieron a los míos. Intensos. Desgarradores.
En el intento quedaron las técnicas que me había enseñado Yvonne para provocar la eyaculación precoz en el hombre indeseado. El árabe convendría terminar cuanto antes conmigo, no sé si por naturaleza propia o por no darle yo ni una décima parte de lo atesorado en la flor de Denise.
Eyaculó dentro de mí sin detener ni un ápice la fuerza de sus impulsos contra mi pelvis. Su cabeza descendió hasta que los labios recuperaron el contacto con los míos. Fue en ese mismo instante en que se me pasó por la cabeza la ausencia de preservativo en mi relación sexual con aquel amante del millar de mujeres. Por lógica, no me preocupaba el embarazo indeseado —yermo mi interior como lo era el desierto que hubieran pisado los ancestros de aquel príncipe—, sino la posible enfermedad venérea que pudiera traer su impulsividad tan bien resuelta esa noche.
Se apartó de mí y al retroceso de la polla, lo vacío de lo físico y emocional cavaría su hueco allí donde antes mi ser se había sentido lleno.
—Vete —me ordenó con sequedad. Absorbido por la penumbra se había levantado de la cama y puesto en pie, muy probablemente frente al cortinaje de la habitación junto a la cama.
Cerré mis piernas un tanto entumecidas. Me senté dándole la espalda con las sábanas cubriéndome tontamente los pechos.
—¿Y qué hay de lo que hemos hablado…? —me atreví a decirle, con el solo afán de asegurarme el pase a su fiesta de cumpleaños en el edificio donde los rusos capturarían, en veintisiete días, a Cameron Collins.
—Recibirás noticias mías… —su acento árabe se descompensaba en algunas palabras, un tanto forzado en unas, natural en las restantes.
Me levanté del colchón sintiendo como nunca lo hondo de la vagina. Y el del alma.
En la imperturbable oscuridad me vestí, me calcé. Y me marché.
Mis pupilas a duras penas llegarían a acostumbrarse a la luz del pasillo de la planta.
Cerré la puerta de la 2002, con el príncipe árabe dentro, oculto todavía por su manto de tiniebla. En mi andar por el pasillo inicié el trago de saliva sin tenerla, impulso propio de la arcada del lingotazo indigesto. Una treintena de pasos me sirvieron para llegar hasta la puerta de la 2023. Saqué la llave digital de mi bolso y entré.
Mi tía seguía sumida en el quinto sueño, allá en su dormitorio, mientras yo iba camino de mi quinto infierno. La mantendría lejos de lo vivido. No iba a permitir que se enterase de lo sucedido en la habitación 2002, a escasos cuarenta metros de su dormir. Jamás.
Entré en el baño. Abrí la tapa del inodoro y vomité el casi medio litro de whisky. Una y otra vez. Centilitro a centilitro. Como si la vida me fuera en ello, en cada arcada, en cada ácido emergente.
La lágrima inundó la desesperanza, el ahogo y la violación consentida.
Al terminar de expulsar aquel fuego por la boca, opté por permanecer de rodillas en el suelo. Recompuesta la respiración, mis sentidos irían a parar al latido del bajo vientre, contenedor de toda mi miseria. «Sí, Taylor. Tenías toda la razón sobre mí. Toda la razón».
***
A la tarde siguiente, Denise me visitó en la suite. Me encontraba sola, o mejor dicho, acompañada en secreto por la mayor de las resacas de cuantas mi cabeza había padecido. Hacía media hora que Gloria había bajado a la peluquería del hotel a retocarse una cabellera que bien parecía —como le había dicho esa mañana de domingo— la que caracterizaba a la Medusa de la mitología griega.
Nada más entrar por la puerta, Denise me contó que el príncipe se había marchado con urgencia a Dubái esa misma mañana. Al parecer, el predilecto de sus dieciséis hermanos había sufrido una aparatosa caída desde la montura de su camello. Dos vértebras rotas y un fuerte golpe en la cabeza lo dejarían postrado varias semanas en cama.
Denise trajo consigo la tarjeta de visita que el príncipe le había dado antes de partir. En su reverso una anotación:
VIERNES 30 DE ENERO —EDIFICIO THE ADDRESS (DUBÁI)— APARTAMENTO 3303.
OS IRÉ A RECOGER A TI Y A TU HERMANA
—Le he dicho que voy a ir —relató la rubia a quien la inquietud no la dejaba estarse quieta en la habitación—. Es lo que querías que le dijera, ¿no?
—Gracias, Denise —le agradecí echándome a sus brazos.
—Me ha confirmado que enviará a su chofer al aeropuerto de Dubái para tu desplazamiento hasta su apartamento. Dará aviso a la recepción y podrás quedarte todo el tiempo que quieras. —La chica hablaba como la niña a la que hubieran sorprendido haciendo algo que no debía—. Su asistente nos enviará por correo los billetes de avión y una recomendación firmada para que la entregues en recepción. Esto es una locura… Se va a poner como una fiera en cuanto le digas que yo…
—Cálmate, Denise —le aconsejé—. No hay por qué alarmarse tanto.
—Pero sé que Muhammad se enfadará mucho al verte en Dubái sin mí. ¿Qué vas a decirle? Ese hombre es impulsivo y a ratos violento… No le va a sentar nada bien que lo hayamos engañado. No quiero quedarme sin su dinero. Es un muy buen ingreso para la asociación de enfermos de mi padre.
La tomé por los hombros y le expresé una seguridad en el habla que ni yo misma sentía:
—Me darás una carta de tu puño y letra explicándole el porqué de tu ausencia y lo mucho que lo sientes. Cuéntale lo buen amante que es y lo mucho que ansías vuestro próximo reencuentro; que le recompensarás por no haber ido a Dubái. Una carta escrita a mano en estos tiempos de correos electrónicos emblandece cualquier corazón. No te preocupes, que seguirás teniendo a tu príncipe.
Denise se apartó de mí un tanto ofuscada.
—Pero ¿se puede saber qué vas a hacer allí?
—Voy a impedir que la mafia rusa acabe asesinando a un bróker del petróleo perseguido por la CIA. —Denise me miró sin dar crédito. Sonrió tranquila en cuanto le añadí—: Ya te lo dije. Necesito un tiempo de relax y a un príncipe como el tuyo para que me saque de pobre, ¿es tan malo eso?
Ante mi actitud, Denise me observó sin tenerlas todas consigo, quizá porque yo, finalmente, le habría de contagiar la misma sensación, la misma inseguridad.
Las tres semanas posteriores a mi encuentro sexual con el embajador de los Emiratos Árabes en Jordania, es decir, con el príncipe de las mil y una noches de Denise Seymour, las dediqué a relajar mis nervios con agotadores entrenamientos nocturnos en el gimnasio del Majestic. Conocedora de unas cuantas técnicas de combate, no iba a dejar que la mente y el cuerpo se relajasen a pocos días de mi enfrentamiento con esa Emperatriz Roja en las alturas del Burj Khalifa. Ayudada por los compañeros de Taylor, me acostumbraría a detener en el aire puños y piernas en el ring, a compensar técnica y fuerza en el músculo y, sobre todo, a amigarme con la meditación en lo relativo a aplacar el nerviosismo a los inicios del combate. Solo una parte del cerebro se vería imposibilitada para contestar las cuantiosas preguntas que se cernieran alrededor de lo ocurrido ese mes en mi vida: ¿Dónde estaba ahora Taylor después de obligarme a exorcizar mis demonios en la habitación 1845? ¿Por qué Yvonne había decidido desaparecer sin más? ¿Por qué esa sobreprotección de Craig Webster y su decisión de alejarme del Golden hasta nueva orden? ¿Por qué Cameron Collins merecía el sacrificio de mi vida si apenas habría de recordarme? La respuesta a esta cuarta pregunta la descubriría siempre a las puertas del corazón: «debo hacerlo. Sé que debo hacerlo».
Me iba a volver loca allí, encerrada en la suite de mi tía, contando los minutos, los segundos. Sin oficio ni objetivos hasta el día 30 de enero, mi trasero no encontraba acomodo en ningún lugar, ni fuera ni dentro del hotel. Daba vueltas por el centro de la ciudad, unas veces andando, otras, arrellanada en aquel taxi contratado por el hotel, conducido, sempiternamente, por el mismo hombre de bigote cano que un día decidieron presentarme. Norman Farrell. El hombre portador de esos cincuenta y muchos de amable trasiego por el rostro y único testigo de cada uno de mis viajes por la ciudad; arrimado a la acera del hotel y siempre y casualmente a mi salida desde la puerta principal. Lo cierto es que nunca me paré a preguntarme el porqué de semejante coincidencia día tras día.
En uno de esos viajes en el taxi del señor Farrell decidí acercarme a una agencia de trabajo temporal, con currículo en mano. A mi regreso de Dubái y si los rusos me dejaban de una pieza, era del todo presumible que mi vida no cambiase en absoluto —Cameron me agradecería la heroicidad y me dejaría marchar, con palmadita en el hombro incluida, sin otro interés que continuar viviendo lejos de esa loca arrastrada a los Emiratos Árabes por el amor ilusorio—, por lo que habría de poner pies en polvorosa para hacerme con un trabajo decente en una cafetería y poder así cuidar de mi tía, y de mí, que falta me hacía.
Estaba decidida. Una vez que terminase esa locura mía, Gloria se vendría conmigo a un piso de alquiler, a una casa baja…, donde la necesidad lo precisara, y emprenderíamos allí una nueva etapa juntas, lejos de ambientes que pudieran perjudicar el proseguir de una vida humilde y sin sobresaltos; abordaría las acciones legales que me divorciasen de Larry y estaría sola durante un buen tiempo. Sí. Un plan perfecto.
***
La tarde del lunes 26 de enero encontré a mi tía frente a la televisión. Lloraba. Un pañuelo de papel le cubría la nariz enrojecida por la pena. Dejé las bolsas de papel con la comida de esa semana encima de la gran mesa redonda del salón, detrás del sofá donde mi tía resoplaba y suspiraba sin consuelo. Me acerqué a ella y me senté a su lado. El noticiario de la televisión ahondaba en la vida del respetado senador Frank T. Anderson, de cincuenta y nueve años, a quien habían encontrado muerto en su vehículo calado apenas cuatro horas antes. Un infarto de corazón había sido la causa que lo había dejado con la cabeza postrada en el volante, frente al Banco de América y en mitad del cruce de las concurridas New York Avenue y 15th St. NW, en Washington. Según la periodista, Anderson, fiel defensor del malogrado presidente Murray, había sido una de las cabezas más visibles de su gobierno y atravesaba por una crisis personal que le había apartado momentáneamente del Senado.
Apagué la televisión. Suspiré sabiéndome incapaz de contener la etapa de depresión por la que parecía estar atravesando mi querida tía, más por su ocultación que por el acopio de evidencias.
—No deberías estar viendo esta clase de noticias —le dije con los brazos colocados en jarras sobre mi cintura—. Mírate… Estás hecha un manojo de nervios por culpa de esta televisión que no hace más que meternos miedo y ahogarnos en desgracias ajenas. A partir de ahora vas a ponerte a leer. Mañana mismo voy a comprarte esos libros románticos de final feliz que tanto te gustaba leer en Broken Bow.
—Jake Brennan ha muerto —me anunció con un hilo de su voz.
—¿Quién…?
—El alcalde Brennan… —repitió—. Murió hace cuatro meses. Y yo aquí, sin enterarme.
La memoria me invitó a recordar el pasado más oscuro de mi tía. Aquel que marcó nuestras vidas para siempre. Jake Brennan, alcalde de Broken Bow y marido de la mujer que murió a manos de mi tía.
—¿Cómo te has enterado de que…?
—Esta mañana he llamado al Ayuntamiento de Broken Bow…
—¡¿Que has hecho qué?! —solté a sabiendas del odio eterno que le profesaban muchos de sus antiguos convecinos.
La mirada de Gloria escapó del pañuelo que segundos antes la enterraba.
—Al teléfono se ha puesto una joven muy simpática —balbució entre sollozos—. Me he hecho pasar por una antigua vecina interesada por el estado de salud del antiguo alcalde. Sabía que a mi condena él marchó a Georgia a vivir cerca de una hermana… Regresó al pueblo cinco años más tarde. Una vez que conoces Broken Bow, no puedes olvidarlo, no puedes quitártelo del recuerdo. Y supongo que eso mismo le pasó a él a pesar de lo que Gloria Greenwood le hizo a su familia… Sabía que Jake padecía un cáncer de próstata desde hacía un año. La última vez que hablé con él… Vaya…, ya ni lo recuerdo…
—Basta ya de ahondar en el pasado —repuse—. Creo que ya pagaste suficiente…
Me dejé caer a su lado, en el sofá. Sin esperarlo, mi trasero buscó acomodo encima de una forma cilíndrica: una botella a medio acabar de su whisky. Claro. El whisky. Ahí estaba la razón de haberme encontrado a mi tía en ese estado. Me levanté de nuevo, esta vez conteniendo una ira que opté por no sacar a la luz, por si me arrepentía más tarde. Llevé la botella a la cocina y la tiré a la bolsa de basura. Regresé con el ánimo de seguir mediando con ella, pero no sin antes decirle:
—No volverás a beber ni una sola gota de whisky, ¿has entendido?
—Lo tomo de vez en cuando, nada más… —me contestó con la mirada baja.
—Pues el «de vez en cuando» va siendo siempre. Así que no quiero verte más con una de esas botellas, ¿has oído? A partir de ahora estaremos más tiempo juntas. Nos iremos a pasear como hacíamos los primeros días, antes de que yo trabajara para el Golden. Podemos conocer gente de tu edad y…
—No me vas a juntar con más viejas… —me contestó—. Ya tengo suficiente conmigo. Ven, acércate. Quiero contarte algo que has de saber.
—Si vas a seguir victimizándote con la historia del alcalde Brennan, será mejor que…
—¡Siéntate, niña! —me gritó harta de mi posición acerca de lo que debiera o no hacer con lo que le restase de vida.
Reaccioné obediente, no sin portar en el rostro un gesto de disconformidad.
Al quedarse la cara de Gloria a escasos centímetros de mi atención, pude comprobar cómo los ojos llegarían a expresarme un peso imposible de aguantar por más tiempo.
—Maddie… Si a alguien debo la vida, si a alguien debo que, ahora, hoy esté hablando contigo es a Jake Brennan.
De pronto me sentí como una muñeca de porcelana cayendo por un acantilado. No estaba preparada para desentrañar más secretos del pasado que desgraciadamente nos uniría a ambas hasta la muerte. Daba igual. Mi tía sí lo estaba. Y el alcohol, de forma irremediable, le soltaría la lengua más de lo que ninguna hubiésemos deseado.
—Supongo que tu hermana no te lo contó. La hice jurar por teléfono que no lo hiciera. Tú eras aún muy pequeña y no quería que…
—Te condenaron a muerte… —No hice más que leerle el brillo de los ojos para darme cuenta de lo muy inocente que había sido su sobrina pequeña durante los últimos diecisiete años.
—Sí, Maddie. Fue una de las razones por las que me llevaron al centro penitenciario de Mabel Bassett. Allí tienen un precioso corredor de la muerte no apto para mujeres cardiacas. —Gloria se anudó el cordón de la bata y recuperó el tacto de su pañuelo de papel desgastado—. Jake Brennan echó mano de todos sus contactos en la jurisprudencia de Oklahoma para apelar sobre mi sentencia condenatoria. Siete años más tarde, y en un segundo juicio, el alcalde Brennan consiguió quitarle al juez la idea de meterme la inyección letal. En realidad, el pobre Jake no soportaba que yo estuviera allí recluida… Y eso que se trataba de la asesina de su mujer… —Se llevó las manos a la cara y las lágrimas retornaron a los ojos—. Dios bendito…, no debería estar contándote esto… —Su mirada quedó presa en algún lugar vacío del salón. Odiaba los momentos en los que mi tía dejaba al desnudo su desprecio hacia sí misma. No era justo. Ni para ella ni para mí. En verdad, nada de su vida lo había sido.
La arropé con mis brazos mientras yo sentía el peor de los fríos recorriéndome cada músculo.
—Está bien, tía. No sigamos hablando más de esto…
—No puedo quitarme de la cabeza su gesto de compasión. Llorando por mí y no por su mujer… —recordó ella como si acabase de ver la cara del mismo Diablo—. Ese día me di cuenta de la inmensa locura que nos rodea; condenando a los inocentes y santificando a los culpables. No sé adónde vamos a llegar…
—A vivir el presente —tercié—. No hay que ir a parar a otro sitio sino al presente. ¿Quieres que echemos unas cartas?
—Acabo de confesarte que me condenaron a muerte ¿y tú quieres jugar al bridge…?
—Evito que te hagas más daño.
—El daño ya está hecho, Madison —remarcó ella—. El daño que me ocasionó saber que el bueno de Jake, sin medios para evitarme el llanto en la cárcel, quiso recompensarme con setenta y cinco mil dólares sacados de su bolsillo. «Mi esposa era una mala mujer (me dijo), hizo infeliz a mi familia, a mis hijos, yo sabía que andaba con tu marido desde hacía tres meses. Pero a ella no le importó que yo lo supiera. Me trataba como a un negado. Lo hizo toda su vida. Me arruinaba cada dos por tres con sus caprichos. Si no la hubiera matado usted, señora McGowan, lo habría hecho yo». Eso me dijo, niña. Eso me dijo. —Los ojos de mi tía casi lograban salirse de sus cuencas. Mis nervios, casi por la boca. Ella remataría la tarde diciéndome—: Y al mes de mi encarcelamiento, Jake Brennan ingresó ese dinero en la cuenta que compartía yo con tu tío. Una cuenta que mi hijo, inducido por el juez, había dejado a cero para financiarse su futuro militar lejos de su madre. —Se levantó del sofá enjugándose el moco y la lágrima con su pañuelo deshecho, y marchó al cuarto de baño arrastrando sus zapatillas y su hablar—. Jamás he tocado el dinero del señor Brennan. Hasta ahora. Tu transformación en la preciosa mujer que eres ahora me ha servido para hallarle un cometido a esos setenta y cinco mil dólares. Así que dale uso a las tetas y al culo que te he comprado y enamora al hombre que te haga feliz. A mí me sobraban encantos, pero ya ves la suerte que tuve, topé con el cabra loca de tu tío Ben, y a partir de ahí ya sabes toda la historia. —Se detuvo en el marco de la puerta y me disparó la última de sus balas—: La amable secretaria del ayuntamiento de Broken Bow pudo localizarme el teléfono de la hija de Jake. Y hace una hora que me he atrevido a llamarla desde aquí. Pensaba que me colgaría. Pero no lo ha hecho. Hoy, al saber de su hija y de su muerte he descubierto que Jake Brennan pudo amarme, en algún tiempo… Y ya lo ves, niña, y yo sin enterarme.
Cerró la puerta. Indolente.
Había dejado a la menor de sus sobrinas noqueada en el sofá. Ningún combate de los mantenidos abajo, en el gimnasio del hotel, me habría dejado tan hecha polvo.
Gloria volvería a abrir la puerta cinco segundos más tarde. Cambiaría de tema como quien tuviera el poder de decidir sobre la luna y el sol.
—Bueno, ¿y se puede saber cómo has cogido esa infección de orina? —me preguntó con su cara asomada por el marco de la puerta—. Mañana tienes que ir a recoger los resultados del ginecólogo, ¿no?
—Sí… —me atreví a contestarle. Mi tía acababa de recordarme la preocupación que habíamos sopesado las dos, ya hacía algunos días, en relación con mi fuerte dolor al orinar, sumado a un malestar generalizado que me robaba el apetito. Mi intuición me daría la respuesta más evidente: infección de orina añadida al preaviso de mi menstruación, un tanto retrasada, dicho sea de paso.
—Estos fríos de enero no son buenos para llevar faldas —continuó mi tía desde el baño—, que el chichi se nos constipa por menos de nada. Ya verás cómo el médico te dice que te pongas unas bragas de lana. Tu abuela me hizo unas preciosas. No veas tú lo feliz que iba yo en invierno con ellas puestas. Era la envidia de todas las niñas.
Cerró la puerta. Segundo intento.
Si después de todo lo relatado, mi tía había pretendido sonsacarme una sonrisa con esa historia suya de las bragas de lana, ya podía darse de bruces contra el suelo.
Sobrevivir al suicidio de un hijo, acabar con la vida de la amante de su marido, y como consecuencia, soportar el desprecio de toda una sociedad y su posterior condena a muerte. Siete años más tarde, salvada gracias al hombre que la había amado en secreto y con el que jamás compartiría ni una sola caricia. Y ahora, cantante crepuscular en un bar de alterne de alto copete y acogida al cuidado de una sobrina metida a puta, con la idea de arriesgar la vida por un tipo que, quizá, ni siquiera lo mereciera.
La vida de Gloria Greenwood no podía ser más trágica, ¿o sí?
Por suerte, la puerta del baño no volvió a abrirse.
***
—Está usted embarazada —aseveró Samuel Hughes, el nuevo ginecólogo incluido en mi vida, y tras desvincularme por completo del facultativo médico al que mi suegra me había obligado a acudir en los últimos once años.
—¿Cómo…?
—Va a ser madre, Madison —me repitió el propietario de aquel resplandeciente despacho en el precioso barrio de Kalorama Heights, y frente a la embajada de la república de Eslovenia.
Lo primero que se me ocurrió fue reírme. Me reí tranquila ante semejante imposibilidad. ¿Qué día era? ¿«El Pescado de Abril» y yo sin enterarme?
En mi silla enlacé las manos y crucé las piernas.
—Sabe, doctor, que eso no es posible. Soy estéril. Lo pone claro en mi historial. Habrá intercambiado la analítica con la de otra paciente.
—Señorita, las pruebas de orina son concluyentes. Tiene una infección, eso es evidente, pero en el análisis hemos visto algo más. —El experto en la materia a debate me miró a través de sus minúsculas gafas de lectura—. Llevo examinando esta clase de informes más de treinta años y puedo asegurarle que su caso no va a ser ninguna excepción. La analítica evidencia la presencia de la gonadotropina coriónica humana, para menos líos, la HCG.
—¿La qué?
—La hormona del embarazo, señorita Greenwood.
—No… No puede ser. —La realidad comenzaba a sobrepasar los límites de mi comprensión. Arrebaté los informes al médico y los enfrenté a la parálisis de todas mis facciones.
El doctor emitió un soplo de aire, consciente de hasta dónde le habían llevado sus conclusiones hacia lo insólito de mi caso.
—Claro que llegados a este punto, ¿me puede facilitar el nombre del ginecólogo que valoró la esterilidad que en su primera visita usted me aseguró padecer? Porque presiento que sus óvulos están bien amotinados y no por estériles, sino por ser demasiado fértiles y no haberles dado la oportunidad de estrenarse.
—Doctor…, ¿no se estará riendo de mí?
—¿Tengo cara de reírme de usted? —soltó con su impaciencia impresa en la seriedad de su arruga facial—. Ahora, dígame, ¿se acuerda del nombre del anterior doctor que la trató?
Me vi falta de aire para remontarme a mi vida anterior, antes de que Valentina Castro se apropiara de mi intimidad, de mi vida. Obligué a mi mente a rescatar retazos de mi pasado, resistentes a la memoria selectiva que había mantenido lejos de los cientos de infortunios vividos. Al instante, una imagen. Un año marcado a fuego: 2003, el año de mi boda. Cuatro meses después, mi nombre escrito en la lista de pacientes del ginecólogo de mi suegra. Ella no hacía más que repetirme que se trataba del mejor ginecólogo de Washington y él sabría valorar como nadie mis inspecciones rutinarias, mi analítica, así como cualquier problema asociado a mi sexualidad marital con su hijo.
Todo ocurrió en la segunda citación. El ginecólogo de Abigail observaba meditabundo los papeles que certificaban, con un simple análisis de orina, los resultados vinculantes a mi fertilidad. El especialista, de unos cuarenta años, ojos negros y pelo entrecano, se dirigió esquivo, un tanto inseguro, a mi suegra: «Siento decirle que su nuera es estéril». Al término de esas palabras no se me ocurriría rebatir la ciencia de aquel doctor. Sería mi suegra quien hablaría por mí: «Gracias, doctor Landsverk». Al instante Abigail sacó de su bolso un sobre que tendió al doctor. Supuse que en el interior se encontraban los honorarios exigidos. Fuera de la consulta, mi suegra se afanó en secarme las lágrimas con un pañuelo de papel. «No llores. Una mujer ha de enfrentar la vida según le viene. Claro que tu esterilidad ha traído a nuestra familia una desgracia. Pero, en fin, lo sobrellevaremos juntas».
Inspiré como pude, con el pecho comprimido por una creciente ansiedad. Mi ginecólogo me miraba expectante, esperanzado en el buen ejercicio de mi recuerdo.
—Se llamaba Landsverk, doctor Landsverk… —concluí.
El doctor Hughes golpeó la punta de su bolígrafo sobre la mesa.
Emitió una mordaz sonrisa.
—Consulta en Foxhall Road, en las proximidades de Foxhall Crescent.
—Sí, a cinco calles al este de la casa de mis suegros…
—Foxhall Road, 2507…
—Sí. Creo que sí —le contesté admirando su memoria del enclave de los compañeros de profesión que pudieran hacerle competencia en la capital.
—Doctor Edward Landsverk…
—Sí, el mismo —le contesté muy segura de recordar aquel nombre.
Samuel Hughes se revolvió en su asiento con cierta aprensión para fijar los ojos en la expectación de la mujer que tenía ante él.
—Muy bien, Madison… ¿Me puede decir ahora qué pruebas le realizó el doctor Landsverk para asegurar la infertilidad de sus óvulos?
—Pues me pidió un botecito con mi orina. Y creo…, creo que nada más.
—¿Y usted cree que con un análisis de orina se puede verificar el estado de sus óvulos?
—No lo sé, doctor. Por entonces tenía veinte años… Estaba, como quien dice, recién salida del cascarón. No tenía ni idea de qué pruebas podrían hacerme. —Me obligué a leer entre líneas todo lo que el ginecólogo se esforzaba en hacerme entender. No llegué a ninguna conclusión—. Aún hoy, si me preguntara sobre pruebas de fertilidad, no sabría decirle… Fue muy difícil asumir mi esterilidad y no quise saber más del asunto. Esa es la verdad.
—Para su información, señorita Greenwood, antes de constatar una infertilidad, un ginecólogo respetable y buen acreedor de su licencia debe exigir un mínimo de pruebas tales como un estudio hormonal basal, una ecografía y una histerosalpingografía; ¿le suenan de algo esos nombres?
Negué con la cabeza. Solo el nombre de la segunda prueba mencionada me resultaba familiar.
—Pero ¿hasta dónde quiere llegar? —me atreví a preguntarle aún sin dilucidar la posibilidad de parir en nueve meses a un niño imposible.
Hughes indagó con mirada escrutadora en el desorden de mi entendimiento, bien reflejado en el rostro.
—¿Está preparada para conocer la verdad?
—¿La verdad sobre qué?
El ginecólogo, muy circunspecto, se atrevió a aludir a las palabras que me habían sido negadas durante once años, un tiempo ahogado por la resignación más absoluta.
—El doctor Landsverk fue acusado en 2004 por aceptar todo tipo de sobornos para, posteriormente, certificar embarazos simulados, o, en su caso, falsas esterilidades convenidas a saber por y para qué motivos. A esto se sumaba la facilidad de Landsverk para encontrar biomas o cáncer de útero en pacientes sanas a las que desplumaba con pastillas compuestas de paracetamol y diclofenaco. Fue un caso muy sonado. La policía desmanteló ese año el laboratorio farmacéutico canadiense que enviaba las pastillas a Landsverk y a una decena más de médicos de su calaña… —El doctor Hughes, fuera de sus pretensiones, me estaba haciendo sentir como una verdadera idiota. Luego le oiría decir—: Y no me vaya a preguntar por el destino final de ese miserable… El día que fueron a detenerle desapareció. Nadie más lo ha vuelto a ver. Y que ni aparezca por Washington porque entonces seré yo el primero que lo estrangule. Esa clase de tipos son los que dan mala fama a los que madrugamos todos los días para que este mundo sea cada día un poco mejor.
Apreté los dientes. No lograba asimilar tanta impotencia pareja a las evidencias.
—Pero he estado casada durante once años. Alguna vez tendría que haberme quedado en estado…
—He ahí la cuestión —recaló el doctor—. ¿Acaso se ha preguntado si el esperma de su marido era el que fallaba? ¿Acaso se ha preguntado si alguien del entorno de su marido o él mismo se vio en la necesidad de engañarla y después sobornar a nuestro querido Landsverk? Me ha comentado que era el ginecólogo de su suegra…
—Pero eso es imposible… ¿Por qué iban a engañarme?
—Señorita Greenwood… —Samuel Hughes se quitó las gafas de lectura y las dejó sobre su mesa—. Quizá me entrometa en campos concernientes a su privacidad, pero me he casado tres veces y le puedo asegurar que existen mujeres que hacen lo indecible para tapar aquello que pueda avergonzar a su círculo familiar a ojos del vecino. A esta clase de suegras no les cuesta ni lo más mínimo poner a la nuera de tapadera si es la consideración social del hijo la que pueda estar en riesgo.
Me quedé al instante sin fuerzas, sin argumentos para refutar aquella teoría conspiradora: el ginecólogo, en su certero análisis, acababa de describirme la naturaleza intrínseca de mi suegra, Abigail Bagwell.
Me despedí del doctor Hughes con serios problemas para afrontar una conciencia que amenazaba con desestabilizar mi cordura en cuanto me descuidase.
La furia interna imposibilitaba un claro análisis de mis actuales circunstancias: tras esa degradante noche con Muhammad Abd Al Qubaisi —hacía ya veinticuatro días—, mi menstruación no había hecho acto de presencia como acostumbraba en su marcado orden mensual. El retraso se perpetuaba hasta casi completar la semana y media. Recordé entonces mi malestar general y las arcadas que me habían levantado de la cama en la madrugada pasada.
Me detuve en mitad de la acera. Los transeúntes más apurados chocaban conmigo sin entender el porqué de tanta loca suelta por las calles de la capital.
Los ojos, extraviados en la nada.
Los labios, secos cual esparto.
No había duda. Era fértil. Tan fértil como pudiera serlo la mujer que a mi costado paseaba alegre con su hijo en el carricoche.
En una mano, un sobre con los resultados del análisis de orina nunca antes imaginados. Junto a este informe, la receta que eliminaría mi infección en una semana. La otra mano, la izquierda, me sirvió para apoyarme en el cristal de un escaparate de ropa femenina.
Las piernas me flaquearon al peso de una reflexión, la más surrealista de cuantas se paseasen por mi cabeza: en ocho meses y medio pariría al bastardo de un príncipe árabe.
Abortaría. Conseguiría el teléfono de alguna oscura clínica abortista y fulminaría de raíz el problema.
¿Problema? ¿Dónde estaba el inconveniente de haberme quedado felizmente embarazada? ¿No era ese estado de buena esperanza mi sueño hecho realidad? ¿La ilusión imposible convertida en carne y hueso?
No. Era pronto para renegar de las ilusiones.
Quizá el aborto no fuera la decisión más acertada.
De hecho, era la errónea. «Sí. La más errónea».
Siempre había deseado ser madre, y ahora, en la proximidad a mi mayor anhelo, se me brindaba la oportunidad, eso sí, en el momento más inoportuno de todos.
Lo tendría. Sí. Tendría a mi pequeño. Pero el padre nunca habría de saber de la existencia del hijo. Un hombre que, según los pronósticos de mi destino, jamás volvería a cruzarse por mi camino a mi vuelta de Dubái… «¿Pero es que aún piensas ir?».
Hacía ya una semana que Muhammad —ahora padre de mi hijo—, había enviado a Denise el sobre con los dos billetes de vuelo y la recomendación que habríamos de tenderle al recepcionista del edificio de apartamentos en Dubái. Ese sobre ahora se mantenía oculto, en un cajón de la mesilla de noche, bajo mi ropa interior, esperando a ser abierto en breve.
Me cubrí la cara con ambas manos. Un fluir de sentimientos contrapuestos amenazaba con estallarme las sienes. Mi sentido común, incapaz de hallarle respuesta a la decisión vital que marcaría mi vida de ahí en adelante. Al final sopesaría hacer lo equivocado para el que me quisiera viva.
No había que pensarlo más.
No había vuelta atrás. «Voy a salvarte, Cameron. Pese a todo, voy a arriesgar lo que llevo en mis entrañas por tu recuerdo. Solo por tu simple recuerdo».
Cabía la posibilidad de que todos muriéramos el 30 de enero. Como también cabía la de sobrevivir al atentado de los rusos. Pasara lo que pasase, el reloj en mi muñeca me pesaba como nunca. Sus minutos, sus segundos, unas agujas sentenciando a su paso el sustento de los días, las horas que habrían de quedarle a la recién creada familia.
Sopesando las setenta y dos horas que faltaban para morir en lo alto del Burj Khalifa de Dubái, no podía alejarme de suelo estadounidense sin antes ahondar en un asunto que requería un final inmediato. Las armas de Valentina Castro en los próximos días cobrarían una excelsa importancia. De eso no había duda.
Llegada de mi visita al ginecólogo, entré en el Majestic y subí directo a la suite de mi tía. Sabía que Gloria no se encontraría dentro. Hacía un día magnífico y a esa hora acostumbraba a darse largos paseos bajo el sol de la capital.
Me encerré en mi habitación. Conecté el antiguo móvil de Prudence Madison Greenwood, apagado desde hacía casi dos meses. Su último uso: las reiteradas e infructuosas llamadas a Johanna tras nuestra discusión en la cafetería de Wyman Technologies. Decidí entonces darle un tiempo a su orgullo y cabreo y utilizar el iphone, con nuevo número, que Craig Webster le había regalado a Valentina Castro a inicios de la relación, entre otros muchos detalles. Siempre había sopesado la idea de llamar a mi hermana con el nuevo número —quizá así me lo cogiera por fin— y hablar de reconciliación. Pero opté por esperar —quizá más de lo deseado— hasta verme fuera del Golden’s Club y poder hablar con ella en un feliz día, cuando la vergüenza tuviera a bien alejarse de mi voz.
Tres mensajes de voz se acumulaban en el buzón. Decidí atenderlos más tarde. Marqué las teclas. El número de mi futuro exmarido quedó reflejado en la pantalla. Larry no tardó en descolgar.
—Hola, cariño —le saludé en ropa interior, tumbada en mi cama, y mientras me enroscaba el cabello entre los dedos.
—¿Maddie? ¿Eres tú?
—Sí, Larry. Soy yo.
—Te… Te he puesto varios mensajes de voz, hace un mes, creo…
—Oh, lo siento, cielo, pero he estado tan ocupada que no he podido ni escucharlos…
—Ah… No sé… —por primera vez, su compulsión vocal se me hizo del todo insoportable—. Tengo que hablar contigo. Debo contarte algo relacionado con mi asistencia a ese club. Un tipo se me acercó y accedí a su acuerdo para…
—Larry… No quiero hablar de ese tema —le corté sin ánimo de escuchar más de sus fantasiosos pretextos.
—Sé que no debí aceptar. Pero era mucho dinero y nos hacía falta…
—Basta de excusarte, cariño —sus mentiras iban a hacer estallar mis oídos—. Lo pasado, pasado está. Ahora soy una mujer nueva…
—¿Qué quieres decir?
—Larry…, he reflexionado y quiero verte, a ti y a tu madre. Os he echado de menos.
—¿En serio? Pues mi madre creo que también te ha echado en falta. No le gusta verme solo, y a mí tampoco me gusta verla sufrir por mí. ¿Sabes que la van a ascender a directora general de la Confederación Católica de las Amas de Casa de Foxhall Crescent?
—¡Oh! Me alegro mucho por ella —le dije. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo infantil y pusilánime que resultaba mi marido para mi mundo en comparación con esos hombres de charla eterna conocidos en la noche del Golden’s Club—. No dudo de que tu madre me haya echado de menos…
—No, en serio. El otro día me dijo que te volviera a llamar. Pero lo dejé por imposible. No sé… Tienes siempre el teléfono apagado. ¿Has cambiado de número?
—Sí. Al cambiar de profesión me vi en la obligación de cambiar también de número.
—Yo ahora estoy sin trabajo —me adelantó. ¿Por qué no me sorprendía?—. Pero mi padre me ha conseguido una plaza esta semana en un curso de… de… —Las neuronas de Larry volvían a estamparse contra el muro que las delimitaba—. Ahora no me acuerdo qué nombre tiene esa especialidad…
—Serás todo un profesional de lo que sea, ya lo verás, amor.
La palabra amor caló a tal efecto en el oído de mi marido que creyó al instante recuperar el control de nuestro insalvable matrimonio.
—¿Cómo te ha ido? ¿Dónde has estado? No sé… Me tienes preocupado —me soltó un tanto imperativo.
—Digamos que mi vida ha cambiado un poco.
—No habrás hecho ninguna tontería…
—Me he cepillado a un príncipe árabe y, a cambio, me ha dado el mayor regalo de mi vida.
—No hagas burla con todo esto, por favor. Tenemos que hablar, en serio… No sé… Quiero verte…, y me gustaría que arreglásemos lo nuestro.
—Pero ¿ya no te importa que no pueda darte un hijo? —le lancé de improviso—. En realidad, cariño, esa fue una de las causas por las que decidí marcharme de tu lado. No quería seguir siendo una carga para ti.
—No…, no, Maddie… Sabes que nunca me ha importado.
—Es que tu madre nunca dejaba de recordármelo —le dije simulando un sollozo incontenible.
—Pues le diremos que no vuelva a referirse al asunto.
—Estupendo —le solté con fingida alegría—. Entonces, si cuento con tu protección, no veo por qué permanecer más tiempo separados. ¿Podemos vernos mañana? Podrías invitar a tus padres a cenar a casa. Tengo tantas ganas de que nos vean otra vez juntos…
Larry emitió un sonido gutural, después un resoplido.
—Es que mañana miércoles está prevista la cena de gala anual de la Confederación de Amas de Casa. Además, se celebrará el nombramiento oficial de mi madre como directora y…
—¡Perfecto! No imagino mejor ocasión para festejar nuestra reconciliación. Estaremos todos juntos, brindaremos por tu madre y por nosotros, y después bailaremos hasta el amanecer. ¿Dónde se celebra la cena?
—En el 1401 de Pennsylvania Avenue. Hotel Willard Intercontinental. A las ocho.
—Allí estaré.
Colgué a Larry. Seguidamente marché hacia mi armario. Lo abrí. Sostenido en una percha, mi vestido rojo Valentino, sin estrenar, regalo de mi querida tía gracias al dinero de su amor inconfeso. Una joya del diseño de la costura esperando a acaparar miradas al día siguiente, en la primera actuación fuera del Golden’s Club que protagonizaría Valentina Castro desde su creación.
Un buen día para hacer justicia.
Las luces del recibidor del Willard Intercontinental quedaron reflejadas en la opacidad de las ventanillas del taxi del señor Farrell, quien me miró desde su espejo retrovisor, con ese aire meditabundo que lo acompañaba siempre. Con una petición casi convertida en ruego le había convencido para que me esperara allí, donde aparcase, que debía arreglar un asuntillo, y que en no más de veinte minutos vería salir mi Valentino rojo por la puerta del mayor hotel de negocios de la capital. Él, siempre amable y discreto, cumpliría mi deseo como buen «asociado» al servicio de transporte del Majestic Warrior.
Cielo despejado. Luna nueva. Estrellas. Aquella maravillosa noche del 28 de enero se presentaba gloriosa para Valentina Castro, y que decir tiene para Madison Greenwood. Por primera vez, esta última se uniría al sentir exhibicionista, carismático y desvergonzado de la primera. Esa noche, Madison se sentiría más Valentina que nunca. Porque por fin se le iba a dar el justo y merecedor significado a la creación de su álter ego sexual. Unidas por una misma causa y por derecho propio.
—¿Qué hora es, señor Farrell? —le pregunté al taxista retocándome de rojo vivo los labios frente a un espejo de mano.
—Las ocho en punto, señorita Greenwood —me contestó tan caballeroso como habituaba a serlo conmigo—. Y si me lo permite, debo decirle que esta noche está especialmente espectacular.
Le agradecí el cumplido y me preparé a salir a escena delante de… ¿medio millar de personas?
Pero de repente me vi sin valor. Apoyé la cabeza en el asiento e inspiré la fragancia afrutada salpicada en la tapicería. «Ya estás aquí. Debes hacerlo. No pueden salirse con la suya…».
Cierto era que presentarme en esa cena de amas de casa con mi cuerpo luciendo más de ochenta mil dólares (entre Valentino, Chopard y Blahnik) significaba cuando menos una soberana salida de tono. Pero, a fin de cuentas, era lo que buscaba. ¿No era esa la misma esposa que el hijo de los Bagwell había dejado escapar hacía tan solo cinco meses? ¿No era esa la misma secretaria a quien habían despedido de forma improcedente las organizadoras de aquella cena? ¿Qué había cambiado en mí? ¿La forma de peinarme? ¿El estilo al vestirme? ¿Mi manera natural para concebir a mis propios hijos?
Bajé del taxi. Los hermosos y extensos bajos del traje de raso y seda rojos quedaron expuestos a todas las miradas, al igual que mi escote, voluminoso y reafirmado con el estilo del cuello halter del traje. «¿Quién era esa? ¿Una princesa? ¿Una puta de tres al cuarto?».
Apostada a la entrada del hotel, una hermosa marquesina de cristal irradiaba miles de destellos a la noche. Me situé bajo ella. Rápidamente las miradas prejuiciosas alrededor cambiarían su opinión respecto a la desconocida. «No. Es una reina».
Cuarenta mesas redondas. Diez personas por cada una. Cuatro mujeres sobre un improvisado escenario, entre ellas Abigail Bagwell. Un atril. Y bajo este, cuatrocientas una personas. Cuatrocientas sentadas. Una de pie. Al fondo. Nadie la había visto entrar al cierre de una puerta.
—Y para terminar… —anunciaba Emily Pullman a los invitados allí congregados—, recibamos con un fuerte aplauso a una de las mujeres que mejor ha respaldado nuestra causa. Es para mí un honor ceder mi puesto a una estupenda amiga, una mujer…, podría decir mágica, por darle semejante equilibrio a su vida personal y profesional. Una gran ama de casa, excelente compañera y mejor madre, y lo de abuela aún está por ver… —bromeó la ya exdirectora de la asociación con la misma ingenuidad que llevaría a un perrillo a pasearse por un campo de minas—. Llamo a este escenario a Abigail Bagwell para que acceda, si así ella lo considera oportuno, a convertirse en la nueva directora general de la Confederación Católica de Amas de Casa de Foxhall Crescent.
El casi millar de manos asistentes aplaudieron la cercanía de mi suegra al atril. Vestía un traje chaqueta color marrón cobrizo a juego con el tinte de su pelo, recién peinado y embadurnado en laca para la ocasión. En su camino al triunfo le dio tiempo para dirigir su mirada a una mesa cercana. Fue así como descubrí a Larry junto a su padre, situados a la derecha del escenario, y acompañados de otras ocho personas más, que supuse amigos de la familia.
Abigail Bagwell se dirigió a su público no sin antes cargar su vanidad a la espera de que las manos más rezagadas dejasen de aplaudirla, que no eran otras que las de los dos hombres de su casa.
—Hace tiempo que deseo comunicaros un sentir mío —habló la orgullosa madre y esposa ante el micrófono—. En realidad, no sé si merezco este alarde de generosidad por parte de la que siempre será nuestra benefactora, Emily Pullman. Porque si de algo estoy segura es de que no soy una mujer mágica… —Parte del público lanzó risas al aire—. Solo soy una humilde ama de casa que ha buscado lo mejor para mi gremio, lo mejor para mi familia y para todas aquellas familias cristianas que, día a día, desean ahorrar algo más de dinero, por el bienestar de todos, en este retén económico que insiste en no abandonarnos. Solo me queda decirles que desde esta misma noche lucharé para que la asociación se convierta en todo un referente de lucha en la capital. Sois vosotros mi inspiración y por vosotros me dejaré la piel en… —ultimaba mi suegra esperando un aplauso que no recibiría por culpa de la decidida entrada de una mujer vestida de rojo por el pasillo central del salón. Su nuera.
Abigail giró su cabeza hacia las escaleras por las que Valentina Castro había decidido subirse al escenario. Larry se levantó de su silla, a mi espalda. No podía ser cierto. ¿Esa era Maddie? ¿Su Maddie?
En mitad del tablado tomé a mi suegra por los hombros. Y acerqué mi boca al micrófono.
Un silencio, sepulcral.
—Pero aplaudan. Aplaudan a mi suegra, que ha trabajado mucho para estar ahora aquí, frente a ustedes…
Tan solo una decena de aplausos, los más atrevidos —o los más despistados— secundaron el deseo de aquella desconocida, a la que los hombres contemplaban absortos de arriba abajo, en especial mi marido, al que la ilusión de llevarse esa noche a Valentina Castro a la cama le colmaba de brillos la mirada. «Tarde, Larry. Demasiado tarde».
—Menudo aplauso… No les han dado bien de desayunar, ¿verdad?
Me acerqué al atril hasta apoyar mis manos en la repisa de metacrilato. Como un gato al borde de una bañera, mi suegra saltó de mi lado y buscó refugio junto a su querida amiga, Emily Pullman. Esta última hizo una seña a un comensal para que provocase la entrada del personal de seguridad. Había que echar a esa puta del escenario cuanto antes.
Calculé el tiempo de mi intervención. Un minuto, a lo sumo minuto y medio, después me vería forzada a bajar de la tarima sujeta por las manos rudas de algún vigilante.
No había tiempo que perder.
—¿No saben ustedes que Abigail Bagwell se merece un mayor aplauso? ¿No saben ustedes que esta señora, aquí a mi espalda, va a hacer todo lo posible para que sus familias vivan de cara a la verdad y a la armonía? ¿No me creen? Veo caras escépticas al fondo… Vaya… Me han pillado. He de decirles que, a diferencia de su próxima directora, Abigail Bagwell, no se me da bien eso de distorsionar verdades… —El ambiente del salón podía cortarse con la punta de un solo alfiler—. En realidad he venido para instruirlos, para informarlos de las mágicas cualidades de su nueva directora. Sí, es cierto. Lo secundo. Ahí donde la ven, Abigail Bagwell es una mujer mágica, tal y como ha señalado nuestra querida amiga Emily Pullman.
Unos me observaban embelesados: «¿Magia? ¿Qué magia?». Otros, la gran mayoría mujeres, deseaba que allí mismo un rayo partiera en dos a esa furcia. «¡Que la echen cuanto antes!».
Fue el momento de fijar mi presencia sobre las tablas.
Estiré la espalda, el cuello. Hombros relajados.
—Llegan a once los años de mi matrimonio con el hijo de la señora Bagwell, y desde el primer año fui testigo de cómo mi suegra daba uso a sus artes mágicas para proteger el honor de su familia. —Me acerqué al micrófono y marqué un tono confidencial a mi voz—. Porque, si por algún casual, alguna de las solteronas que se encuentran en esta sala no quisiera tener hijos, porque, o bien le resultase un auténtico coñazo o un retraso en su vida, habríamos de recomendarle sus próximas nupcias con el hijo de Abigail Bagwell. Ella sabrá secar vuestros óvulos con tan solo un toque de su barita. Porque Abigail tiene la gran facilidad de hechizar a ginecólogos como el doctor Edward Landsverk, famoso en 2004 por múltiples delitos de fraude a mujeres fértiles a quienes engañaba asegurándoles una esterilidad que nunca sufrieron. Y se preguntarán… ¿por qué razón una mujer como Abigail, tan buena ama de casa, tan buena madre, iba a participar en semejante soborno en detrimento de una jovencita de tan solo veinte años? Piensen… ¿Alguien puede responderme? En efecto. ¡Muy bien…! Porque su hijo era estéril y por esa razón buscó una tapadera en su estúpida nuera. Ella, Abigail Bagwell, ¿con un hijo estéril? ¿En qué cabeza entraría? ¿Qué pensarían sus amigas, sus vecinas, el planeta entero? ¿Cómo casar a su único hijo si este no era capaz de concebir herederos? —Alcé la mirada. Dos guardas de seguridad entraban por la puerta, a doscientos metros, frente a mí—. Sí, señoras y señores. He estado once años bajo el hechizo de la mágica Abigail. ¿Y saben lo que les digo? Me siento ahora como La Bella Durmiente del bosque. Porque ayer precisamente desperté. Gracias al beso de un príncipe, para mayor casualidad. ¿Qué les parece?
Abigail y su amiga, Emily Pullman, habían optado por escapar de todas las miradas que recibían como auténticos balazos sobre el escenario. Ambas resolverían caminar hacia una escalera lateral con la urgencia de refugiarse en algún rincón de la sala.
—¡No se vaya, Emily! —les grité divertida—. Hace un minuto usted ha comentado a sus asociadas que aún faltaba por descubrir a Abigail en su papel de abuela. Pues bien. He de decirles a todos ustedes que estoy embarazada.
El primer revuelo se formó en la sala. Y algunas miradas que antes me deseaban la horca comenzaron a atisbar cierta verdad en mis palabras.
—He tenido que convertirme en puta de un hotel de alto standing para saber que mi fertilidad nunca me había abandonado. Pero ¿sabe algo más, señora Pullman? Voy a dejarle a usted con las ganas de ver a su querida amiga con cara de abuela. Porque yo soy su única nuera de su único hijo estéril, y da la casualidad de que el ansiado nieto saldrá de mi coño. Y no hay que ser muy lista para darse cuenta de que el padre podría ser cualquiera de los señores de esta sala, a excepción del hijo de Abigail…
El segundo revuelo llegó a ser más intenso y las miradas de esposas desconfiadas hacia sus esposos envolvieron el ambiente como espesa niebla en alta mar.
Lancé mi última sonrisa a los presentes.
—No quiero robarle más tiempo a vuestra nueva directora… Así que los dejo de nuevo con Abigail Bagwell, gran ama de casa, mejor madre, pero… imposible abuela.
Los agentes de seguridad saltaron a la plataforma y me tomaron de los brazos obligándome a abandonar el escenario. Exentos de movimientos bruscos, me ayudaron a bajar y escoltaron mi paso por el pasillo junto a la mesa de mi marido y suegro. Crucé mis ojos con los de Larry y descubrí que aquel ser del que tanto creía haber estado enamorada se tornaba extraño y huidizo. Él, en cambio, transmitía la pena y patetismo de aquellos hombres que, sin hacer uso de la inteligencia, pierden lo único en este mundo que podría haberlos hecho medianamente felices: una esposa honesta.
Me detuve delante de mi marido. Madison Greenwood lo contempló bajo los ostentosos lujos de Valentina.
—¿Sabías de tu esterilidad, Larry? —le pregunté.
Él bajó la cabeza al descubrir en mis pupilas, en mi voz, a la que fuera su fiel y confiada esposa durante más de una década. Llevado por la cobardía de la que siempre había hecho gala, no se atrevió a mirarme, ni siquiera a contestarme.
Pero lo hizo.
Me contestó.
El silencio, su silencio había hablado por él.
Alargué el cuello hacia la consumida figura de mi marido y le mostré la clase de mujer que él mismo, indirectamente, había hecho de mí.
—Contempla la mujer que soy ahora, Larry ¡Mírame! —Obedeció. Supo con certeza que el fuego de mis ojos acabaría incinerándole la poca vergüenza que le quedase—. Mírame como la puta que soy, que me has hecho ser… Soy puta, Larry…, y además libre. Y viéndote ahora, frente a mí, me doy cuenta de que existen dos grupos de personas en este mundo, cariño. Las que dicen la verdad y las que mienten. Las primeras sufren y se recuperan, pero las últimas…, las últimas se autodestruyen sin más. ¿Puedes adivinar a qué grupo perteneces tú? —Me aproximé a su oído. Él recibió mi cercanía con un temblor de rodillas—. A su vez, amado esposo, también existen dos clases de polvos para estos dos grupos: al que se autodestruye le corresponde el tipo de «polvo eres y en polvo te convertirás». Y al grupo restante, una vez recuperada su libertad y dejada atrás tanta mentira, no le queda otra opción que vivir acorde con el significado de «un buen polvo soy y buenos polvos me darán». ¿Adivinas a qué grupo pertenezco yo?
Una última mirada y, a partir de entonces, la cara de mi marido acabaría poco a poco descomponiéndose en mi memoria como el escarabajo de muerte seca expuesto al sol, día tras día.
Valentina salió del salón con aire victorioso, mientras el corazón de Madison comenzaba a darle dolorosas punzadas en el pecho. No. Aquella desazón no tendría por qué aparecer. Debía ser un momento para el disfrute. Tal y como mi yo interior lo había planeado. ¿Cómo me atrevía a sentirme tan mal después de haberme cobrado la justicia que mi persona merecía?
En el vestíbulo, los agentes de seguridad me dejaron marchar sin más.
El taxi del señor Farrell esperaba afuera. El hombre me abrió la puerta con amable gesto y me introduje en el vehículo. Fue entonces cuando la sonrisa atrevida, casi insolente, de la Castro se desvaneció y el corazón doliente de la Greenwood poseyó mi rostro con su desgarro. El cuidado maquillaje de la prostituta quedó a merced del hilo cortante de las lágrimas.
—¿Qué le ocurre, señorita? —se preocupó Norman Farrell nada más sentarse delante del volante.
Un llanto incontrolado, impensable en una mujer como Valentina Castro, me estaba poniendo en evidencia delante de aquel desconocido, que ya comenzaba a no serlo tanto.
Saqué un pañuelo de papel de mi bolso, que deslié torpemente.
—¿Qué le han hecho ahí dentro? ¿Quiere que vaya a…?
—No es nada. No se preocupe —le contesté con mi voz hecha girones—. Es solo que… me duele haber perdido tantos años de mi vida… Eso es todo.
El hombre, muy discreto, alzó los ojos en el retrovisor.
—Siempre se tiene tiempo para volver a empezar —me dijo.
—Supongo… Pero las fuerzas a veces se agotan. Y ya no sabe una en quién confiar…
—En usted.
—¿Cómo?
—Confíe en usted y todo saldrá adelante.
En quince minutos, el señor Farrell me dejó frente al Majestic. En el seguimiento de su innecesario protocolo conmigo, volvió a rodear el coche para abrirme la puerta. Pero yo ya me había adelantado a su propósito. De pie y en mitad de la acera le abracé tan fuerte como pude.
—No le conozco de nada, Norman. Pero sé que es un buen hombre. Su esposa ha de estar muy orgullosa del marido que tiene en casa. Es una mujer afortunada. Dígaselo de mi parte.
El taxista no supo qué decirme. Pero me bastó su tímida sonrisa bajo su níveo bigote. Le di un silencioso beso en una mejilla y caminé hacia la escalinata principal del hotel. Fue esa, y no otra, la mejor forma que imaginé para agradecerle sus sabias y oportunas palabras. Confiar en mí era lo único que me quedaba para olvidar para siempre mi vida de casada e iniciar una nueva sola y con mi hijo.
«Confiar en una misma —me dije—. Solo es eso».
Haciendo caso omiso a las órdenes de Craig Webster, entré en el restaurante del Majestic y me senté en una de las mesas ricamente ornamentada para una velada a solas.
Cené sin apenas levantar la cabeza de los platos. Abstraída en mi pensamiento y en las horas que me quedaban en Washington. «Dubái. Dubái. Dubái».
***
Casi entrada la medianoche decidí subir a la suite de mi tía. Restaba un agonizante cuarto de hora para que ese 28 de enero de 2015 acabara cayendo en el abismo del tiempo. Lo deseaba más que nada en el mundo.
Me preparé una buena taza de chocolate caliente. Y es que en la cena que había tomado a solas y sin apetito me había permitido comer solo lo imprescindible, más que nada por si a las costuras del ajustado Valentino se les ocurría estallar frente a otros testigos.
Sujeta a mi taza de chocolate, me senté en un taburete, junto a la encimera de la cocina. Para eso siempre habría apetito. Era aquel elixir de la felicidad mi amigo fiel en los momentos posteriores a un incontrolado estado de nervios. A cada sorbo mi paz interior limpiaba y estabilizaba todo mi organismo. Recordé que compartía esa misma sensación con Cameron. Él mismo me lo confesó a sus dieciséis años, mientras yo lo mantenía escondido en aquel refugio antitornados en la vieja granja Clarkson.
Inevitable. El chocolate me recordaba a él. A él y a su sonrisa. Y a los besos en la oscuridad. Y a mi oreja pegada a su pecho, en cuyo interior se acogían en pequeñas vibraciones sus palabras de amor… «Debo dejar de tomar chocolate…».
Me conciencié en saborear la que sería la última taza de mi reconstituyente en mucho tiempo. Me la terminé con la lengua casi arrastrando el fondo de la taza. Sin duda, no tomar más chocolate en mi vida sería un sacrificio cuando menos titánico. ¿Lo soportaría? Debía pensar que sí.
Salí de la cocina desabrochándome el Valentino por la espalda. Una luz en el dormitorio de mi tía llamó mi atención.
Era miércoles por la noche. A esa hora, Gloria tenía que estar al comienzo de su espectáculo en el club, por lo que desde que había entrado en la suite me había creído a solas.
Con cuidado, empujé la puerta del dormitorio de mi tía.
La habitación olía a cerrado. Y a whisky. La lámpara de su mesilla me abrió el campo de visión. Me la encontré tumbada en su cama con las sábanas tintadas de motitas de líquido ámbar. En la mano derecha, el vaso que le había ofrecido su momento de penosa abstracción. Su televisión estaba encendida. Por un canal temático de cine emitían Historias de Filadelfia. A mi tía le encantaba Katherine Hepburn en sus años jóvenes. Según decía ella, esa actriz había sido una mujer adelantada a su tiempo, algo que a mi tía le hubiera encantado ser. Pero aunque lo pareciera, Gloria no prestaba atención a los frenéticos diálogos de la Hepburn y el señor Grant. Con la cabeza gacha, su expresión se hallaba perdida en la complejidad de ahondar en la nada.
Avisté varios papeles arrugados a la entrada de la habitación. En el suelo. Me agaché para coger uno. Se trataba de una receta firmada por su doctor de cabecera en esa mañana. Por la ilegible rúbrica de los doctores no acertaba a leer correctamente el medicamento recetado: Racalyne, o quizá Razadyne o Razatyne. ¿Sería un estimulante para su falta de memoria?
Dejé la receta sobre el tocador. Estaba dispuesta a preguntarle a mi tía la razón de la visita a su médico. Se me olvidó por completo nada más verla, con aquella sonrisa decaída, percatándose de mi presencia. Emitió un sonido gutural propio de una persona concienzudamente borracha. Pero, por supuesto, a ella jamás se le notaría, o eso pensaba ella.
—¿Qué haces así vestida? —me preguntó con su mirada escudriñándome de arriba abajo tras su gafas—. ¿No ibas a guardar ese traje para una ocasión especial?
—Y así ha sido… —Me acerqué a Gloria con la pretensión de gritarle toda mi ira por verla aferrada a una nueva botella. Al menos no tan vacía como la anterior. Suspiré y me limité a contemplarla por el espejo de pared a mi derecha—. ¿No deberías estar ahora sobre el escenario del Golden?
—No. No voy a volver a ese lugar. Me quedaré aquí, contigo. No voy a permitir que esos cabrones se rían más de mí. Se acabó.
—Nunca se han reído de ti —le aseguré.
Acerqué el paso hasta el borde de la cama y me senté.
—Llevo dos noches que me olvido de las letras… —dijo—. No voy a dejar que me ocurra más. Hasta aquí hemos llegado. No pienso darles más causa de diversión a esos ricachones que no hacen más que engañar a sus mujeres —continuó con la lengua más dormida de lo que pudiera estar su propio cuello—. Me doy asco, niña. Yo también he sido una mujer engañada… Y para colmo, mi trabajo consiste en hacer pasar un buen rato a esa panda de malnacidos. Todos iguales que tu tío… Son tan idiotas que no saben apreciar lo que tienen en casa… Desagradecidos todos.
Dejé a un lado el enfado ante su recaída. En su ebriedad no era prudente hacerla entrar en razón. No había otra opción. Para separarla de la botella habría de estar su sobrina vigilándola las veinticuatro horas. Y lo haría. Claro que lo haría. Pero después de mi viaje a Dubái. Fue inevitable: aquella prioridad por encima de mi tía me hizo sentir tan culpable como se había sentido ella con las decisiones tomadas en su vida, o puede que no tanto.
La abracé. En aquellas condiciones, el siempre robusto cuerpo de Gloria parecía menguar hasta asentarse definitivamente en los endebles huesos de una delgada y encorvada anciana.
—Me hace daño verte así… —le espeté muy seria al acercar mi mentón contra su frente.
—¿Así cómo? ¿Tan borracha como una cuba a mis años? —me contestó divertida—. Dime tú qué vieja conoces con tanto fuelle como yo…
—No me hace ninguna gracia lo que estás diciendo…
—¡Ay, niña! Qué poco sentido del humor tienes. Eres igualita que tu padre, que en paz descanse.
—No tengo ningún sentido del humor con las cosas que te están destruyendo…
—Mi pequeña… Siempre tan atenta con su tía… No merezco tenerte aquí conmigo. Pero sabe Dios que nadie me mete en un asilo para viejos inútiles.
—No te preocupes por eso, tía. Dijimos que a mediados de febrero saldríamos de este hotel, ¿verdad? Que nos buscaríamos un nuevo hogar, y así lo haremos.
—Suena muy bien…
—Me buscaré un empleo y cuidaré de ti. La semana que viene idearemos un plan de vida sana para ir calentando motores. Debemos adelgazarte unos kilitos…, ¿te parece?
—¿Y lo has pasado bien?
—¿Cómo? —nunca llegaría a acostumbrarme a ese impulso suyo de cambiar de tema cuando le venía en gana o, simplemente, cuando no le convenía. ¿Adelgazar? ¿Qué era eso?
—Vendrás ahora de alguna fiesta de alta alcurnia… Con un Valentino no se va a ninguna gasolinera a comprarse pistachos.
—Vengo de dejar a Larry. Ya no hay vuelta atrás.
Quedó pensativa un instante. Después sonrió.
—Eso está bien —dijo casi sin vocalizar, y no sé si muy consciente de lo que acababa de confesarle. Mi separación matrimonial era algo que mi tía esperaba con verdadera ansia—. Ya era hora de que le enviaras a freír espárragos. Además, ese Larry Bagwell era más feo que un personaje de Eddie Murphy. Y otra cosa…, ¿no te dio vergüenza? Era el hijo del tipo que me puso las esposas en nuestra casa de Broken Bow. —Rio ella. ¿Cómo se atrevía a decirme eso?
—No hagas broma de aquello… Que sabes que nunca podré perdonármelo…
—¡Anda, tonta! Precisamente de las cosas más serias se debe reír una. Así la vida no pesa tanto… No darle importancia a nada hace que todo sea mucho más llevadero… Eso es algo que he aprendido con los años. Quizá demasiado tarde.
Me quité los zapatos y decidí tumbarme con ella en la cama, con la espalda apoyada en el cabecero y frente al encanto de la inmortal Hepburn. Acaricié los desvencijados cabellos de Gloria. Se rio con el diálogo de un jovencísimo James Stewart. ¿Cuántas veces había visto esa película? ¿Tantas como años llevaba rodada? Ella aprovechó mi hombro para reclinar la cabeza. Y siguiendo un impulso irrefrenable, me aventuré a contarle mi próximo viaje a Dubái en cuarenta y ocho horas. A sus ojos sería el viaje de mis sueños, pues allí, en esa tierra de leyenda y arena, iría a reencontrarme con Cameron Collins. Lo había encontrado, por fin. Gracias a un conocido mío, visitante del Golden y a su vez amigo de Collins.
—¿Y no podías haber planeado tu encuentro con él en el Lincoln Memorial como hace todo el mundo? —me soltó de pronto—. Hay que fastidiarse… Creo que nos hemos pasado un poco con tu transformación en señorita de altos vuelos…
—Dubái es un lugar perfecto para reencontrarnos. Por así decirlo, es tierra de nadie para los dos. Tendré la oportunidad de estar a solas con él toda una noche. Además, seremos invitados a una fiesta de cumpleaños de un jeque árabe.
—Bueno, yo solo espero que él te recuerde, que lo hará, y os llevéis bien. Que el esfuerzo que he realizado por vosotros merezca la pena. Si ha de consumarse vuestro amor en esos desiertos, pues que así sea. Bailad toda la noche por mí, ¿vale? —Mi tía se adormecía poco a poco sobre mi pecho. Sus palabras se arrastraban sobre un hilo de voz que amenazaba con romperse al instante—. A tu tío no le gustaba bailar…, pero a mí siempre se me iban los pies en cuanto escuchaba la música en la plaza de Broken Bow. Jake Brennan me sacó un par de veces a bailar. Lo recuerdo como si fuera ayer… Asegúrate de que a ese Cameron le gusta bailar…, y tendrás el cielo ganado con él.
Mi tía, entre la vigilia y el sueño ebrio, empezó a soltar palabras que creí carentes de sentido.
—Tenía que contarte algo, niña…, muy importante… Pero ya no me acuerdo… Creo que lo apunté por ahí… Ando muy despistada, Maddie, hija… Perdóname…
Se durmió. En dos minutos. Katherine, Cary, James seguirían discutiendo otros tantos. Aproveché para quitarle el vaso vacío de la mano. Reposé su cabeza en la almohada y la tapé con las mantas. Le di un beso en la frente. Contemplé su sueño.
No me separaría jamás de ella. A mi vuelta de los Emiratos Árabes, la cuidaría como una hija agradecida. Todo mi tiempo para ella, para mi hijo. Con lo ganado en mi trabajo como Valentina Castro tenía más que de sobra para que viviéramos cómodamente un par de años. Así que me dosificaría el dinero para que, en vez de dos, fueran cuatro los años destinados a encontrar un empleo meramente decente en esa época de estancamiento económico. Había opciones y ninguna excusa para no cuidar de mis seres queridos desde ese mismo invierno de 2015. De Cameron y sus sentimientos hacia mí…, mejor era no echar las campanas al vuelo. Divorciada, con el hijo de un príncipe árabe a cuestas… Sola estaría mejor. No había duda. Llegada a ese punto, salvaría su vida, sí. Después, cada uno por su lado.
Tomé la perilla de la lámpara de la mesilla para apagar la luz. Junto a esta, una fotografía enmarcada. El instante detenido que había elegido mi tía para velarle el sueño de cada noche. Según me había contado ella, la había traído consigo desde la cárcel. Era una imagen preciosa. Ni mis abuelos, ni mi tío, ni siquiera mi primo. Sino yo. Yo con ella en los campos floreados de Broken Bow. Sonreíamos las dos. Tiempo de felicidad y cobijo. No haría ni cuatro meses de la muerte de mi madre y ahí, en esa foto y con doce años de edad, parecía ya no importarme. Había encontrado otra madre. Mi única madre.
Me dispuse, por fin, a apagar la luz, pero un trozo de papel doblado me detuvo en seco. Su pliegue se sostenía por el peso de aquel marco fotográfico. Lo saqué de su aprisionamiento. Lo desdoblé y leí: «Urgente: Decirle a la niña que a Taylor lo han metido en la cárcel».
Tuve que leer la nota tres veces para dar crédito a lo que ahí se había escrito.
Sentí el impulso de despertar a mi tía para que me contara todo lo que sabía acerca de Taylor, al que no habían visto mis ojos tras nuestro altercado en la habitación 1845.
Había pasado un mes exacto de aquello.
Decenas de llamadas. Decenas de mensajes a su móvil.
Nadie conocía su paradero. Hasta ahora.
Dejé a Gloria descansar, algo que no hice yo en toda la noche.
Estaba segura de que Taylor había hecho algo malo, muy malo para sí mismo.
Intuí el daño. Pero no me atreví a imaginarlo.
—He matado a mi padre —me contestó Taylor desde su auricular, al otro lado del cristal que nos separaba. Tres funcionarios vigilaban cada uno de nuestros movimientos: el jefe de seguridad, un guarda y un auxiliar de guardia. Todos ellos custodiando las puertas de las cabinas acondicionadas para la privacidad de los presos y sus visitas.
Había tenido que alquilar un viejo Ford y conducir treinta y nueve millas hasta el número 401 de Madison Street, en Baltimore, la cárcel donde metieron a Taylor dos días después de salir por la puerta de la habitación 1845. A mi derecha, daban las diez y diez en un reloj de pared. Faltaban siete horas para sentarme en el avión de la United Airlines con destino a Dubái.
Observé a Taylor, incomodados mis ojos por los reflejos de la luz artificial reverberando contra el cristal. Su habla, pausada. Su actitud, como la adoptada ante el café de aquella tarde. Veintinueve días entre rejas y parecía no importarle en absoluto. Pero a mí no me engañaba, pues en su rostro algo había cambiado. Antes, templado su color con la savia de la vida, se mostraba ahora, tras ese grueso cristal, a punto de reencontrarse con el alma que lo había dejado vacío por el camino, no hacía mucho tiempo atrás.
Para la ley, Taylor sería uno más. Un delincuente, un amoral. Un asesino. Prisión de máxima seguridad para el hijo que se había apiadado del padre en estado vegetativo. En ocho meses, un jurado popular lo condenaría por homicidio en primer grado. Fin del caso.
—Quiso que fuera yo el que acabase con su vida —prosiguió él con la voz adiestrada en el susurro—. Me gané la confianza de Altman, el abogado con el que me viste discutir en el hospital. Esa misma noche mi padre me lo pidió. Nada más verme. Pero no tuve valor… Tú estabas fuera. No vi el momento para hacerlo, ni siquiera para decírtelo. —Recordé la llamada de Taylor en esa madrugada, sumido en el dolor, en el alcohol—. Volví al día siguiente. No me sentía con fuerzas para… Fui cobarde, así que convencí a Altman para que me dejara cuidar de él al menos dos meses. La mansión de mi padre fue mi segunda casa y se puede decir que en ese tiempo he sido el hijo que nunca había tenido. Le asistí las veinticuatro horas. Hasta que una noche me decidí a hacerlo. Fue sin pensarlo. Tal y como él quiso. Sin esperarlo.
—Es horrible… —le dije muy afectada—. Debiste habérmelo dicho…
—Esa noche intuí a mi padre preparado; yo lo estaba desde hacía días. Si algún punto en común he compartido con ese viejo era saber lo que pensaba cada uno en cuanto cruzábamos la mirada. Por eso me eligió. —Lanzó su resignación con una elevación de ojos a su alrededor—. Ya ves, el cabrón me destroza la vida aun después de muerto.
—Lo siento, Taylor. Lo que te ha ocurrido es… —No sabía qué más decirle. Estaba absolutamente impactada.
—En cuanto descubrí la razón de por qué mi padre me quería a su lado, pude darle sentido a todo. Acabar con su vida. ¿Qué te parece, nena? Era lo que el gran defensor de la vida terrenal, de la decisión divina, quería que yo hiciera. Yo, su hijo, el ajeno al mensaje de su Dios. Claro que al viejo no se le ocurrió pedirles ayuda a sus amigos de la fundación. No fuera a suceder que Cristo los mandara a ellos también directos al infierno… —Taylor emitió una sonrisa desganada—. Mi padre siempre fue un hijo de puta orgulloso, y dar lástima a sus semejantes era lo último que se le hubiera pasado por la cabeza. Antes iría al infierno. Y yo con él. El viejo sabía que de su entorno era yo el único que podría liberarle.
—No debiste hacerlo…
—Era lo más simple, Maddie. El recurso más fácil para mi padre. Buscar a alguien sin escrúpulos, sin culpas… Alguien que pudiera odiarlo lo suficiente como para desearle la muerte en el mismo momento de ofrecérsela en bandeja.
—Tú jamás le has odiado —me atreví a decir.
—¿Qué te hace pensar eso?
—El que estés aquí encerrado es la prueba.
Me pareció que los ojos de Taylor se enturbiaban. Bajó la cabeza. Deseé agarrar mi silla y estamparla contra el cristal para así abrazar a mi amigo. Pero mi atentado quedó en ilusión.
—Eres un buen hombre, Taylor. Que nadie te diga lo contrario.
—Un hombre que ha matado a su padre asfixiándole con una almohada… No creo que merezca los cumplidos de nadie. Ni menos de ti. No deberías haber venido. Este no es lugar para una señorita como tú.
El guarda auxiliar se acercó a Taylor por la espalda. «Cinco minutos», nos advirtió.
Busqué de nuevo el contacto visual con mi amigo.
—Taylor, mírame. Encontraré la forma de sacarte de aquí. Hablaré con el marido de mi hermana. Se trata de Christopher Wyman, el director general de Wyman Technologies. Es un hombre con muchos recursos. Sabrá conseguirnos un buen abogado que te defienda.
—Va a ser difícil, nena. Llevo aquí metido casi un mes y por lo que tengo entendido todos los miembros de «La Familia» de mi padre se van a encargar de que el parricida salga de aquí con los pies por delante. He matado a su antiguo y mejor jefazo. Se asegurarán de elegir un juez de su asociación cristiana para que me regale por navidades la pena máxima, además del cura de la extremaunción, por si se me ocurre salir vivo de aquí antes de tiempo. —Aquellas palabras hicieron eco en un foso de silencio dejado cavar por ambos. En un intento por desviar la conversación a temas comunes, Taylor buscaría mi sonrisa con una mueca ridícula.
—Hoy estás preciosa… —me dijo intuyendo lo que a continuación saldría de mi boca.
—Necesito que me cuentes lo que sepas de Cameron Collins…
—Ya me extrañaba a mí verte por aquí… —chasqueó su lengua tan chulesco como acostumbraba. Para sobrevivir a la cárcel, ese aire sinvergüenza tan suyo le haría mucha falta. Y allí, sentada frente a él, deseé que jamás lo perdiera—. Me había hecho ilusiones pensando que solo habías venido para darme apoyo, además de un par de tus lagrimitas. Aún te resistes a llorarme… Debería preguntarme el porqué…
—Es muy importante para mí que me ayudes a…
—¿Por qué piensas que intentarán matar a ese cabrón?
—No… —Había que quitarle hierro al asunto para no alarmar a Taylor en demasía—. Mi asunto con Collins no pinta tan grave. Puedes estar tranquilo…
—¿Ahora tu Cameron es un angelito? —replicó con velada amenaza—. Nena, tú misma me lo dijiste la noche en la que… contraté tus servicios. Estaría borracho, pero no sordo.
Me desarmó. No me quedaba otra que confinarme en la verdad. Sobre todo porque intuía que Taylor conocía mucho más de Cameron Collins de lo que alcanzaba yo a imaginar.
—Está bien… —solté—. Se lo oí decir a dos hombres. En el Golden’s Club. El mismo día en el que tú y yo nos conocimos. Uno era estadounidense, el otro ruso…
—¿Y puedo saber cuándo y dónde pretenden esos tipos acabar con Collins?
—No puedo decírtelo.
—No puedes decírmelo… —Emuló un hastío con el que sentí su absoluto control de la situación—. Y con eso piensas que vas a contar con la ayuda de tu amiguito Taylor. Así no funcionan las cosas, nena.
—¿Has hablado alguna vez con Cameron Collins en el Golden’s Club?
—Puede…
—¿Por qué la CIA y la mafia rusa andan detrás de él?
—Nos quedan tres minutos… Siguiente pregunta —repuso sumándole grado a su chulería—. ¿Qué tal un… cómo te dan de comer aquí? O… ¿ya han intentado darte por el culo en las duchas? ¿Quieres que te traiga algo que eches en falta? Un libro, un cuaderno de sudokus, una filmación mía follándome al senador Kramer… Si quieres puedo follármelo otra vez con su amigo el juez Farnell.
—¡Taylor, por Dios! Voy a arriesgar mi vida por él —se me escapó.
—¡¿Que vas a hacer qué…?!
Ese no era el camino. Pero era quizá el único para sonsacarle alguna respuesta. Contuve el aliento con idea de que Taylor entendiera que estaba haciendo grandes esfuerzos por contener su golpeteo contra eso que la conciencia denominaba la dignidad vendida.
—Necesito que me digas quién puede estar detrás de Collins y a quién me enfrento…
—Vayan acabando. —La repentina aparición del guarda en la cabina de Taylor me sobresaltó. Reaccioné con una tranquilidad poco creíble.
Taylor no se decidió a hablarme hasta que vimos al guarda en una prudente distancia, distrayéndose con los pechos de la visita de otro recluso.
—Estoy esperando, Taylor —le advertí a sabiendas de lo forzado de la situación.
Sus ojos buscaron en mí algo que no hallaron. Para luego limitarse a concederme:
—Te diré algo, nena —habló sin evitar cierta inquietud en el tono—. Es la mafia de los Zharkov. Son dos hermanos jodidamente peligrosos y los cabecillas de una organización que lleva décadas liderando buena parte de las vías destinadas al tráfico de armas en el mundo. Se trata de uno de los brazos más oscuros y potentes de la actual mafia rusa. Esos cabrones han hecho fortuna con el mercado negro armamentístico destinado a los principales conflictos bélicos: Afganistán, Sudáfrica, Libia, Siria… Consiguen además blanquear la pasta que les genera asesinar y extorsionar en su país o en Sudamérica. Tienen empresas fantasma a las que sucesivamente traspasan acciones venidas del imperio del crudo. También trapichean con drogas, prostitución… Los Zharkov han conseguido reunir a gente en nuestro país, a unos treinta hombres y mujeres de varias nacionalidades, repartidos por Washington, Nueva York, Chicago, Los Ángeles… Así que esconde tu puto culo dentro del Majestic y no te muevas de ahí.
—¿Cómo sabes tanto de esa organización?
—Asunto de drogas. Yo les agenciaba sus mejores clientes en el Golden. A cambio me daban buena guita para… —Taylor detuvo su confesión para volver a inducirme a la cordura—. ¿Has pensado por qué los mayores traficantes de armas del mundo iban a molestarse en acabar con Collins? —me preguntó, conscientes ambos de la retórica que impregnaba su pregunta—. ¿O piensas que Collins ha jugado todo este tiempo a las canicas?
Crucé las manos y busqué el tiempo para reconducir la conversación.
—Hablaban de una mujer… Amanda Baker… Al parecer, ella acompañaba a Collins en un asunto turbio, relacionado con algún pez gordo, quiero entender… Miembro de la CIA o de esa misma mafia de la que hablas…
—Intentaron matarlos… —La expresión de Taylor se apagó de pronto.
—Así es. Así se lo oí decir a esos hombres, y a Yvonne…
—¿Yvonne? ¿Qué tiene que ver ella con ese asunto?
—Por lo visto habló con Cameron en el club. Le pilló con alguna copa de más y le sonsacó su accidente con Amanda Baker —afirmé—. Los tipos que los persiguieron provocaron el vuelco del coche de Cameron en Catoctin Mountain. Como consecuencia, ella sufrió lesiones cerebrales o algo parecido… Y que desde su ingreso en el Hospital General de Washington a ella le habían perdido el rastro. Y supongo que también a Cameron. Porque lo curioso del asunto es que esos hombres no le conocen por su nombre real, sino por Shameel, Isaak Shameel. ¿Te suena de algo todo eso?
—No…
—Y ahora me dirás que tampoco conoces a esos dos hombres…
—No tengo idea de quiénes puedan ser… —repuso—. Y si tuviera el gusto de conocerlos, te aseguro que tú serías la última en enterarte.
—Entonces, por qué sabes tanto acerca de Collins…
—Se llamaba Gustav.
—¿Quién?
—El tipo que me traía la mercancía de los Zharkov al Golden. Aunque siempre se mantuvo en el extrarradio de las tareas más sucias de sus jefes, sabía lo que se cocía con Collins. Me largó cosas, no muchas, pero sí las justas para decirte ahora que más vale que te estés quietecita en la suite de tu tía. Esa gente sabrá dónde encontrarte si das un paso en falso.
—No puedo quedarme quieta. Collins me salvó la vida una vez. Le debo el favor.
—Así que es eso… —adujo—. Enfrentarte a los Zharkov por un miserable que te robó el corazón… ¿Crees que es el príncipe de tus sueños? ¿Que te hará la mujer más feliz de este mundo?
—No he dicho que lo ame…
—Por él te has convertido en puta y ahora en su… ¿heroína? Yo diría que te tiene bastante encoñada. Ahora entiendo el papel que he jugado yo en tu plan dentro del Majestic. El kickboxing, ¿no? Eres tan ingenua que crees que con cuatro pataditas vas a quitarle los malos de encima a tu amorcito. ¿Por qué no me preguntaste si también sabía disparar un arma? Podría haberte enseñado…
—No hubiera sido mala idea —le dije devolviéndole su ironía.
Él apretó sus labios. Se llevó las manos a la cabeza sin saber cómo reaccionar ante lo que su «nena» pudiera hacer en los próximos días.
—Escúchame, Maddie. No te acerques a Yvonne, ¿has entendido? Puede estar implicada en toda esta mierda. No me huele nada bien eso de que haya hablado con Collins en el Golden…
—Yvonne ha desaparecido, Taylor —repuse—. Me dejó un mensaje de voz comentándome que era hora de cambiar de aires y que nos volveríamos a ver pronto. Iba a preguntarte si sabías tú algo de ella… Si se había puesto en contacto contigo o…
—¡Escúchame, Maddie! Todo esto es más peligroso de lo que puedas imaginarte. No hagas ninguna locura… El Majestic Warrior es un lugar seguro. Quédate con tu tía mientras…
—Ya es tarde…
Taylor tomó aire. Su poderosa mandíbula marcó sus laterales de pura impotencia. Levantó un gesto marcado por la angustia.
—¡Te matarán! —se aventuró a decirme.
—No tengo opción.
—Dime cuándo y dónde los Zharkov van a atacar a Collins…
—Tengo que marcharme, Taylor…
—Les ofrecerás tu cabeza en bandeja. ¡Tú y ese Collins! ¡Todos muertos! ¡¿Eso es lo que quieres?! —gritó víctima del primer desajuste de los nervios.
El guarda dio unos pasos hacia Taylor y entendió que con aquel griterío imponía el final mismo de su visita. Era hora de llevar al criminal a su celda.
Me levanté de la silla a punto de colgar el auricular. Le volví a mirar y le dije:
—Intentaré en esta semana ponerme con contacto con mi cuñado para sacarte de aquí.
—De nada me servirá la libertad si el resto de mi vida lo he de perder maldiciéndome frente a tu tumba, ¡maldita sea, Madison! —chilló colérico dando un fuerte puñetazo en la mesa.
El guarda levantó a Taylor de la silla y le agarró fuertemente por la espalda. Todos los presos y sus familiares quedaron mudos ante la violenta escena que acababa de desatarse.
—¡No lo hagas, Madison! ¡No lo hagas! —vociferó enrojecido.
El otro guarda fue en ayuda del compañero, quien se veía sin cuerpo ni fuerza para sostener la ira del fornido presidiario.
—Adiós, Taylor —me despedí sin atreverme a cruzarle la mirada. Colgué el auricular. Taylor estampó el suyo contra el cristal.
Un horrible estremecimiento me recorrió la espalda mientras abandonaba la sala de visitas. Aquella imagen jamás se me borraría de la cabeza: dos hombres echados encima de Taylor, al que intentaban esposar sin éxito. El jefe de seguridad se uniría al esfuerzo de sus subalternos. Con una patada en la espalda del preso acabaría con la insubordinación. La cabeza de Taylor cayendo contra la mesa frente al cristal… No quise ver más.
Salí de la cárcel y me monté en el Ford de alquiler. Dejé caer la frente en el volante. La respiración se me entrecortaba en la garganta.
Finalmente, todos mis temores yacían en la realidad más oscura: me enfrentaba a una mafia asesina e implacable. Pocas eran las probabilidades de que al día siguiente Cameron y yo saliéramos con vida de Dubái.
«Confiar en una misma. Solo es eso —me dije—. Solo es eso».
Me vi en la obligación de salir del coche tan rápido como había entrado. Vomité en el asfalto manchándome los zapatos. Las arcadas me dejaban sin respiración. Me recompuse en dos minutos casi eternos. Por suerte, ningún testigo andaría por aquel aparcamiento. Alcé la cabeza para tomar aire. El cielo comenzaba a nublarse sobre los negros muros de aquella cárcel en Baltimore.
Me encontraba mal. Muy mal. Y no sabía si era por el malestar típico del primer mes de embarazo o porque, en realidad, estaba muerta de miedo.
***
A las dos, un par de horas después de dar por concluida mi visita a Taylor, estaba preparada. O pensaba que lo estaba.
En la suite del Majestic Warrior, sobre mi cama, el billete de avión, ida a Dubái. Catorce horas de vuelo. Salida: 5.30 p. m.; llegada: 4.30 p. m., hora dubaití. El chofer de Muhammad, a la espera de recogerme en el aeropuerto y llevarme hasta el apartamento en el edificio The Address, propiedad del primer y último cliente de Valentina Castro. Una vez instalada en el apartamento-picadero del príncipe, contaría con tan solo cinco horas y media de ventaja para prepararme física y emocionalmente hasta la llegada de la noche.
Recogí del edredón el billete de avión junto a mi pasaporte y la carta de disculpa que le había mandado escribir a Denise por su «inesperada» ausencia. Lo metí todo en mi bolso de diario. En la cama quedaba aún abierta la maleta, colmada de la ropa y enseres que veía necesario llevarme. Al lado, extendido, un precioso vestido de noche. Había sido el último de los regalos de mi tía Gloria, y el diseñador libanés Elie Saab el que me otorgaría el traje perfecto para la batalla final. Su abertura subía hasta el inicio del muslo derecho, por lo que me permitiría lanzar la pierna más allá del cuello del adversario. Estaba claro. No iba a echar por la borda toda mi preparación en el kickboxing por un vestido cuyas costuras me privaran de cualquier orden de respuesta en mi lucha contra la Emperatriz Roja, la secuaz rusa a la que los Zharkov habían encargado el asesinato de Cameron. ¿Qué aspecto tendría esa mujer? ¿Cómo la detendría antes de que ella alcanzara a Collins? ¿Se ocultaría entre los invitados a la fiesta? ¿Aparecería de improviso disparando a todo el que se le interpusiera por delante? Ocurriera lo que ocurriese de cara a nuestro encontronazo, Valentina Castro estaría allí para detener el cometido de esa zorra contra su próxima víctima. Pero de eso, Madison Greenwood no estaría tan segura.
Cerré la puerta de mi dormitorio para que mi tía no oyera lo que no debía. Dos números habría de marcar en mi iphone antes de marcharme hacia el aeropuerto Ronald Reagan. Uno, el de Craig Webster; el otro, el de mi cuñado Christopher Wyman. El primero habría de disiparme la duda de que no andaría husmeando el rastro de su Valentina en los dos próximos días. Era fundamental contactar con él y naturalizar el motivo de la llamada antes de que mis pies dejasen de tocar tierra estadounidense. Simple estrategia para no levantar ninguna sospecha en el entorno de Webster, ya que solo mi tía y Denise sabrían de mi viaje a los Emiratos Árabes. No obstante, ninguna de ellas anticiparía la verdadera causa suicida que me llevaba a cruzar el Atlántico. Y puestos a avanzar, aprovecharía para preguntarle a Webster por ese dolor en el vientre que no le dejaba respirar desde hacía cuarenta y ocho horas.
—Peritonitis —me dijo al preocuparme por la seriedad de su voz—. Me han ingresado esta mañana y mañana me operan. No es nada, preciosa. En tres días estoy otra vez por ahí.
—Ese es mi Craig… —repuse con el ánimo aplacado por la inquietud.
El típico murmullo incesante de los altavoces en los hospitales se mezclaba con su quejido, y a veces con la voz de una anciana a la que Webster me descubrió como su madre. Una mujer de ochenta años que no lo dejaría ni a sol ni a sombra en el tiempo que estuviera ingresado.
—Esto me pasa por haberme divorciado de Ellen. Ahora voy a tener a mi madre todo el santo día aquí metida.
—No seas cascarrabias —le reconvine—. Al menos la tienes ahí contigo, que muchos quisieran…
Webster se dolió mientras se oía la voz de la mujer como una taladradora de fondo.
—Pues te la regalo, preciosa… Porque a esta vieja no la quieren ni en el más allá, que por eso está a punto de sobrevivirme la condenada. Tú al tiempo…, que esta chocha me pone flores en la tumba. Tendré que morirme yo para llevármela al infierno, porque lo que se dice en el paraíso no habrá quien le reserve sitio.
Me despedí de Webster en plena trifulca con la madre. Colgué. En lo que concernía al jefe del Golden’s Club, podía quedarme tranquila.
A continuación llamé a la única persona que, con un chasquido de los dedos, podría poner en la calle a Taylor en unos meses. Aunque solo fuera con la condicional.
—Benditos los oídos que te oyen…, ¿dónde te metes, cuñada? —me replicó Christopher a mi comedido saludo—. Tienes a tu hermana preocupada. Lleva llamándote a tu móvil ni se sabe las veces.
—Ah, bueno… Cambié de móvil y… creí haberle dado el número nuevo… —argumenté con patosa credibilidad. Como era conocido, mi antiguo teléfono móvil se encontraba permanentemente apagado desde que Webster le regaló a la Castro su actual iphone. Fallo mío no haberle dado a Johanna el número de Valentina para cualquier urgencia. Pero el permanente enfado entre hermanas me había despistado más de lo que había podido prever.
Christopher me hablaba con tono amable, pese a las diferencias que ambos sabíamos que nos distanciaban. Y es que su actitud altiva y su carácter prepotente jamás llegarían a congeniar conmigo, por muy alto mandatario que fuera. Toda mi antipatía hacia su persona había quedado bien demostrada en nuestro último choque mantenido en mi antigua casa. Y ahora, a mi llamada, me incomodaba sentirlo tan dispuesto a la reconciliación. No quise quedarme atrás en el acercamiento. A fin de cuentas, era el hombre que hacía feliz a mi hermana.
Intenté hablarle a Christopher como si fuera la primera vez que mantenía una conversación con él, sin juicios ni opiniones preconcebidas. Todo fuera para hacerle justicia a Taylor.
Le expuse el caso motivo de la llamada. Al terminar, el empresario quedó en silencio y acto seguido me dijo:
—Lo haré. ¿Pero puedes decirme su nombre completo? Mi abogado necesitará investigar a ese amigo tuyo antes de ponerse a trabajar en el caso…
—Taylor Hoover —recordé—. Pero no me preguntes más, como tampoco te sorprendas si tu abogado le desentierra algún pasado vinculado a drogas y esas cosas. Taylor es un buen hombre, créeme.
—No te preocupes, todos tenemos pasados oscuros. Y me pregunto cuál puede ser el tuyo, querida Maddie…
—Gracias, Christopher —repuse evitando darle contestación a su último comentario—. No sabes cuánto puede significar tu ayuda para mí. Sé que este será un caso un tanto excepcional para tu abogado…
—¿Un camello? ¿Un terrorista? ¿Un amigo tuyo? ¿Qué diferencia hay? —Rio. Había cogido a Christopher de buen humor. Pero no supe tomarme a risa su comentario—. No te preocupes, Robert es un abogado de los que llamo yo relámpago, que cuando menos te lo esperas… ¡zas!, convierte al culpable en referente social. Por los honorarios… no hay problema. Tu amigo va a tener que estar poniendo copas tres reencarnaciones enteras…; ¿sabes por cuál va ahora? Creo que existe un máximo de siete, según la religión hindú, claro… —Secundé su «ingeniosa» gracia con una risa tan mal lograda que a mi conciencia le hizo sentir vergüenza de sí misma.
—Mi amigo no tiene ni para chicles, Christopher —le advertí con una premeditada mordacidad. Aunque la libertad de Taylor no era precisamente para mí objeto de mofa—. Así que espero que tu abogado le haga una buena rebajita…
Christopher reaccionó de pronto:
—Era broma, Madison. Haremos cuanto podamos por él. Pero solo con una condición…
Tragué saliva. ¿Y ahora qué? ¿Con qué otro comentario me iba a sorprender el tres veces licenciado?
—Dime, Christopher… —suspiré, no sin darle cierta idea de lo empachada que estaba de su humor.
—Que llames a tu hermana.
Colgué a Christopher para ponerme en contacto enseguida con Johanna. Miré mi reloj de pulsera. Las dos y media. Tres horas para que diera inicio mi día D. «Quizá esta sea la última conversación que mantenga contigo, hermana mía».
Cerré los ojos y solté el aire cargado de nervios. Marqué el móvil de Johanna, el único que me sabía de memoria; el número al que había recurrido tantas veces en el pasado y esperaba que muchas otras todavía en un futuro próximo.
Me encaminé hacia la puerta del dormitorio y eché un ojo a los quehaceres de mi tía. Veía la televisión en el salón. Cerré de nuevo la puerta y me senté en mi cama. A la espera.
Dieron seis tonos. Me figuraba que a esas horas de la tarde, Johanna, de vuelta de su trabajo en Wyman Tecnologies, debería de estar entrando por la puerta de su mansión, la mansión Wyman, una fortaleza de proporciones inimaginables y de infinito jardín al oeste urbano de la capital. Porque, tal y como ella me había adelantado, su jornada laboral se limitaría, por sugerencia de Christopher, al turno de mañana, para darse al descanso a partir de las dos de la tarde.
Lo cogió. No podía marcharme de Estados Unidos sin escuchar una vez más su voz.
—¿Sí?
—Johanna. Soy yo.
—¿Maddie?
—Siento no haberte llamado…
—¿Dónde coño te has metido? —me preguntó impulsiva.
—En… el apartamento de la tía Gloria… ¿Por qué?
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien, tranquila.
—Me tenías muy preocupada. Haz el favor de mantener tu móvil operativo… ¿Sabes cuántas veces te he llamado? ¿Desde qué número me llamas?
—Perdóname. Pero cambié de…
—Ahórrate tus perdones, que ya me los conozco. Al final harás siempre lo que te dé la gana —valoró mi hermana. La voz era inquieta, casi asustada—. Ahora escúchame bien, Maddie. He descubierto cosas acerca de ese Cameron del que me hablaste. Quise saber de él antes de que te prostituyeras para nadie. Lo que no sé es si hemos llegado a tiempo…
—Sigo siendo la misma hermana que conociste —le contesté sin ánimo de mentirle.
—Esa contestación no me saca de dudas. —Era sorprendente lo que Johanna podía llegar a conocerme—. El caso es que he acabado dando con tu hombre. Creo que he descubierto asuntos muy turbios que rodean a ese tal Collins. —Para mi desgracia, la voz de Johanna acabó oscureciéndose sin contención—. También he podido arrojar luz a unas cuantas cuestiones… Y el destino ha querido que… Bueno, no sé cómo decirlo, pero… todo parece que guarda una extraña conexión conmigo, y sin quererlo me he visto implicada en esto más de la cuenta… En el pasado hice una idiotez. No sabía lo que hacía, Maddie. Tengo que contarte muchas cosas…
—No…, no te entiendo, Jo.
—Es un asunto muy serio. No te acerques a Cameron Collins por nada del mundo.
Enmudecí. Toda la situación que me rodeaba alcanzaba altos índices de surrealismo y paranoia. Ahora era mi propia hermana quien me instaba a no surcar los cielos en tres horas. ¿Qué estaba pasando? ¿Era mi propia suerte la que me advertía por mediación de Taylor y Johanna de que estaba cometiendo un terrible error, de que moriría en unas cuantas horas?
—¿Maddie? ¿Me estás escuchando?
—Sí…, sí… Solo que… me duele un poco la cabeza…
—No te muevas de donde estés, ¿de acuerdo? Lo que significa que no intentes por tus medios citarte con ese tipo, ¿me has entendido?
—Entendido —le contesté como si la edad me descendiera hasta los trece años.
Johanna carraspeó.
—Christopher está hoy en Nueva York, en una reunión de su gabinete. No volverá hasta el domingo. Así que vente mañana viernes a verme a casa. ¿Te acuerdas de la dirección?
—No podré ir. Tengo que hacer jornada doble en la cafetería…
—Maddie… Hablé hace tres días con Larry, al que has abandonado, por cierto… Dejaste Wayne Brothers hace meses… Creo que es hora de que nos volvamos a ver, ¿no te parece?
Me vi acorralada.
Pero no había vuelta atrás. Estaba decidida a coger ese avión.
—Siento haberte mentido… Es por… por la tía.
—No sé por qué le dedicas tiempo a esa mujer. No le debes nada.
—Mañana tengo que acompañarla a un viaje que le prometí. Lo convoca el centro de ancianos al que acude todas las mañanas. Es de una sola jornada, al Parque Memorial de George Washington.
—La tía Gloria, mujer expresidiaria, en un centro de día jugando a las cartas y por la noche facilitándote contactos con los proxenetas de la capital. ¿Quieres que también me lo crea? Mira, hermanita, tengas lo que tengas que hacer mañana, si es tan importante, hazlo. Nos vemos el sábado por la mañana y no se hable más. Esto no se puede retrasar por más tiempo.
—Y supongo que ahora no puedes contarme nada… —Probé la señora fortuna, que presentí tan indiferente a mi deseo como últimamente acostumbraba.
—Por teléfono no —oí una voz masculina en la cercanía de Johanna—. ¿Qué quieres, Fred?. —El mayordomo de la mansión Wyman anunció a mi hermana algo que no pude entender—. Tengo que dejarte, Maddie. Han venido unos amigos de Christopher a casa. ¿A qué número te llamo el sábado para confirmar?
—Al de siempre. Pero espera… —le solté con la intención de escuchar de nuevo su voz, por última vez.
—¿Qué?
—Quiero pedirte perdón por lo que ocurrió en la cafetería la última vez. Yo no pretendía…
—Te he dicho que te ahorres tus perdones. Soy yo la que debería pedirte disculpas por haberte dejado tan sola en este tiempo. Sigues teniendo una hermana, Maddie. Tu única hermana, no lo olvides.
Colgó. Y lo agradecí, porque los labios mojados de lágrimas se hubiesen manifestado incapaces de dedicarle una palabra más a Johanna. La garganta, cerrada a cal y canto, acabó reteniendo tres palabras que mi aliento jamás llegaría a tocar: «Te quiero, hermana».
***
A dos horas y media de embarcar me hallaba de pie, contemplando bajo el marco de la puerta y por entero la habitación auxiliar de la suite de mi tía. Esos pocos metros cuadrados que habían servido para rehacerme en los últimos cuatro meses. Habían pasado rápido, muy rápido.
Rehacerme… ¿Eso quería decir que Valentina Castro era mi verdadero yo, que Madison Greenwood no era más que un reflejo distorsionado de mi realidad? ¿O había que pensar lo contrario? Valentina. Madison. Quisiera o no, las dos convivían en una sola mujer. Y más que nunca, a mi salida en diez minutos hacia el aeropuerto, tendría que echar mano del desenfado y seguridad de la prostituta del Golden y no soltarlos hasta pisar nuevamente suelo americano. Eso si quería sobrevivir a la fiesta de cumpleaños de Muhammad Abd Al Qubaisi.
Cerré la maleta y la bajé de la cama posándola en el suelo. Tiré de su asa telescópica.
Estaba preparada.
No. No lo estaba. Nunca lo había estado. Ni lo estaría. ¿A quién quería engañar? Me convencí entonces de que el reflejo distorsionado de mi realidad no era otro que Valentina Castro, después de todo, una frágil fachada ante la embestida del miedo, una endeble rama que derramaba su savia al roce de la ventisca provocada por la incertidumbre.
A mi impulso, las ruedas de la maleta desprendieron un ruido sordo en su recorrido por la moqueta. Al fondo, y sobre el pequeño escritorio pegado a la ventana, el ordenador portátil de la suite. Encendido. Su conexión a Internet, la compañía que me había ayudado a matar las horas de encierro desde que Webster acordó desvincularme del Golden’s Club en todo ese mes.
Caminé hasta la mesita y me dispuse a apagar el ordenador. Observé por última vez su pantalla. Un documento de imagen, arrastrado al margen central izquierdo, extraído tiempo ha del pendrive que le había usurpado a Larry. Una imagen. Cameron y Denise.
Deseé recuperar el recuerdo de su sonrisa antes de marchar hacia ella. Abrí el documento. La imagen acaparó todo el ancho y largo de la pantalla. Necesitaba recordar el porqué y para qué me inmiscuiría, en pocas horas, en los planes asesinos de la mafia de esos Zharkov.
Sí. Por él. Por el hombre de esa foto. De cabellos brillantes y negros, de ojos verde esmeralda tan suyos como míos habían sido una vez. Entonces. Solo una vez.
A su lado, la bella Denise, la mujer que había olvidado su encuentro en Año Nuevo con un tal Cameron Collins o, en su defecto, Isaak Shameel. Pero aun sin el testimonio de Denise, la foto evidenciaba el encuentro de ambos. Los dos. Juntos. El 1 de enero de 2014. Sonrientes ante la cámara, más cerca de ser amigos que conocidos.
Denise decía la verdad, estaba segura de ello. Entonces, ¿qué fallaba?
A pesar del poco tiempo de que disponía para no perder el avión, se me ocurrió indagar en cada detalle de la fotografía. A la derecha, él, de traje, en cuya solapa se sostenía la plaquita dorada en la que se leía:
ISAAK SHAMEEL - INVITADO
¿Invitado? ¿Desde cuándo el Golden’s Club hacía uso de identificaciones como esas para hipotéticos «invitados», y molestándose además en grabar el nombre del cliente en dicha placa de quita y pon?
Tomé el ratón del ordenador y pulsé la opción de zoom. Atrás, al fondo, más allá de la cabellera de Cameron. Un cartel enmarcado, casi ilegible, pixelado, apenas adivinado en el contorno oscuro creado por la luminosidad del flash fotográfico: «Conferencia OPEP - Sala 14». De inmediato, abrí el buscador de Internet: OPEP, Organización de Países Exportadores de Petróleo. Sede en Viena (Austria).
A la izquierda de la imagen, ella, Denise. Tras su cabeza, un fondo, igual de oscuro que el anterior. Me costó diferenciar formas, objetos. Pero sí, lo que allí se adivinaba era parte de la barra del Golden’s Club, la que yo tan bien conocía, y el decorado que había llegado a despistarme en mi primer vistazo a la imagen.
Esa foto no era un solo instante. Sino la división de dos.
La imagen había sido trucada. Dos lugares, dos tiempos diferentes unidos por la magia del Photoshop. Conduje el zoom hasta el mismo centro de la fotografía. Allí estaba. Una línea cruzando vertical toda la imagen, difuminada, casi inapreciable. Cicatriz del engaño.
Cameron nunca había pisado el Golden. Denise jamás había estado con él. Y sin embargo, Yvonne Williams juraba haberlo visto en el club, incluso haber charlado largo y tendido con él. Por otro lado, Taylor callaría (supuestamente por mi seguridad) lo mucho que supiera en torno a la doble personalidad de Cameron Collins. Dobles caras. Dobles intenciones. Nada ni nadie parecía real. Solo Denise lograba salvarse de la quema de mi desconfianza. «Taylor, Yvonne…».
Y lo más inquietante… ¿Cómo había llegado esa imagen manipulada al ordenador de Larry, y con qué fin? ¿Había sido mi marido cómplice de aquello?
Me sobrevino la voz de Larry, la que terminaría por destrozarme los nervios:
«Tengo que hablar contigo. Debo contarte algo relacionado con mi asistencia a ese club. Un tipo se me acercó y accedí a su acuerdo para…
»—Larry… No quiero hablar de ese tema.
»—Sé que no debí aceptar. Pero era mucho dinero y nos hacía falta…
»—Basta de excusarte, cariño. Lo pasado, pasado está. Ahora soy una mujer nueva…».
No le había creído. Ni siquiera le había dado la oportunidad de expresarse sobre el asunto. Prejuzgué la patraña, la pantomima para librarse de la pena que lo abocaba al divorcio, a ser uno de tantos maridos despechados.
Denise. Cameron. Esa fotografía… El anzuelo prendido al sedal que me había arrastrado hasta el Majestic Warrior. No había otra forma de verlo. No había otra forma de imaginarlo. Alguien sabía de mi historia de amor con Cameron Collins, causa única de que me lanzase a los brazos de Craig Webster en el Golden’s Club. «¿Por qué? ¿Para qué?».
—Niña, ¿a qué hora tienes que estar en el aeropuerto? —la voz de Gloria me sorprendió a la espalda. Cerré el documento fotográfico y apagué el ordenador.
—A las cuatro —le contesté—. Y como de costumbre, ya se me hace tarde.
Evité mostrarle a mi tía el nerviosismo que me había producido descubrir aquella arista de marioneta sobre mi cabeza. Lo peor de todo era no saber si sus hilos aún pendían de las muñecas y los tobillos.
Agarré el tirador de la maleta y salí al salón. Ante la puerta principal de la suite abracé a mi tía. A mi vuelta de los Emiratos Árabes lo olvidaría todo. Me encargaría plenamente de mi tía. Y de mi hijo.
—¿Te llevas el secador?
—Sí, tía.
—¿Y el costurerito para zurcir…?, mira que luego los vestidos se revientan con tanta cena…
—Sí…
—¿Y los sobrecitos para la acidez? Que a los árabes se les va la mano con tanta especia… —volvió a preguntar, consciente de su agobiante interrogatorio.
—Sí, tía, sí…
—¿Y las bragas? ¿Te llevas las bragas? No querrás que ese Cameron descubra que vas sin bragas por ahí, todo el día… —Yo la miré como si hubiera perdido el juicio. Enseguida comprendí que estaba haciendo uso de su guasa.
Entre risas, mi tía me atrajo a sus brazos.
—Mi niña. Siempre has sido mi niña… —Acercó el rostro al mío y llevó las dos manos a mis mejillas—. Y ahora eres toda una mujer en busca de su felicidad. Ve, ve a por él.
—No quiero ni una sola gota de whisky, ¿has entendido?
—Bien —convino, para luego decirme—: Como dijo Humphrey a la Bergman: «Siempre nos quedará el ron».
—¡Otra vez con tus tonterías!
—Tranquila, cielo. —Rio—. Que tu tía sabe cuidarse sola.
La contemplé, tal vez por última vez. Sin ella saberlo, me había dado la llave que abriría la puerta en la que la muerte no se cansaba de apoyarse para caer sobre aquel que tirara del pomo.
Las lágrimas asaltaron sus ojos como era de esperar. A duras penas evité el contagio de la tristeza. Dio cuenta enseguida de su torpeza.
—No hagas caso a esta vieja —repuso quejumbrosa—. Así que tampoco te pongas tú a llorar. Quiero recordarte así. Esta es la imagen que me llevaré de mi sobrina. Feliz y radiante en busca de su hombre. Tráele aquí y le cuidaremos como un rey, ¿de acuerdo? Le hornearemos los muffins de chocolate que tú y yo sabemos hacer.
Recuperamos el abrazo. La besé todo cuanto pude.
Abrí la puerta y me lancé a caminar por el pasillo de la planta veinte. Eché la vista atrás. Ella seguía bajo el umbral de su puerta, con su inseparable camisón rosa palo y sus pelos revueltos por la dejadez. En la distancia me dedicó una sonrisa amplia, liberada. Me situé frente al ascensor y pulsé el botón.
—A esto se reduce estos cuatro meses de trabajo —me dijo desde su puerta—. No lo olvides. Lo que he hecho por ti es solo por tu felicidad. Por la felicidad que te mereces. Así que no me defraudes.
—No lo haré —me obligué a contestarle a la llegada del ascensor.
En los segundos precedentes a yo desaparecer en el interior de la cabina, ella cerró su puerta, no sin antes despedirse de mí con un rápido movimiento de la mano izquierda. Yo le imité el gesto. A mi marcha los ojos le centelleaban de alegría. Quise emularle la misma emoción, pero los míos no se vieron capaces. Una mirada, baja y sin luz, fue lo último que percibió de su sobrina. Un pesar de ojos. Una abstracción del pensamiento: la fotografía, la instantánea de un momento que nunca fue tal. Cameron. Denise.
Sobre mi cabeza, la mano negra que había diseccionado todo. A todos. O solo a mí.
Subí al ascensor y apreté el botón. Me preparé para el descenso.
Porque la cabina no tomaría otra dirección que no fuera esa. El descenso.