Esa misma noche pasé horas enteras investigando en Internet acerca de la persona y poder mediático de la nueva personalidad de Cameron: Isaak Shameel. La búsqueda resultó infructuosa. Nada. Ni una sola mención a su personaje israelí en periódicos digitales ni en páginas de rastreo.

Opté por teclear el nombre de Cameron Collins. La información en Internet se acumulaba en torno a su mediática etapa con dieciséis años. Amplios eran los datos referidos a su desaparición de tres semanas y su posterior hallazgo en los campos de Broken Bow, Oklahoma. Por supuesto, nada se relataba acerca de la joven de catorce años a la que debía la vida en su tiempo de supervivencia por aquellas tierras. Pasé la vista por los titulares que describían el fatídico suceso que había marcado la vida del joven Cameron Collins: el suicidio de su padre el 15 de abril de 1991 o, en sus palabras, el impune homicidio del padre a manos de Rebecca Allen, su madre. Una teoría cada vez más alejada de la realidad, a sabiendas de que el niño Cameron, a falta de respuestas que justificaran la pérdida paterna, viviría predispuesto a echarle las culpas a una madre que nunca había ejercido como tal.

Había un detalle claro en toda esa investigación: Cameron había hecho todo lo posible para deshacerse de su pasado, hasta cambiarse el nombre. Buscaría alejarse de sí mismo, de sus padres, de todo lo que le impidiera avanzar. Una nueva vida con nueva identidad: Isaak Shameel. Bróker del petróleo en Israel, según habían comentado aquellos dos conspiradores. Y parecía haberlo conseguido. Ningún párrafo, ninguna firma, ninguna foto en Internet constataban que Cameron Collins e Isaak Shameel pudieran tratarse de la misma persona. Única prueba: la foto descargada en el ordenador de Larry, acompañado de aquella mujer, Denise Seymour.

Ahora, Cameron regresaba de la forma más inesperada. Centrada su existencia en el mundo del oro negro, y hacedor de asuntos muy turbios con la mafias del mundo. ¿Se merecía por eso no tener a nadie que lo salvase? No.

La CIA, la conspiración de criminales rusos en torno a él, jeques árabes de por medio… Aquel papel del israelí era una farsa, seguro. ¿Pero bajo qué objetivo? No tenía ni idea. Únicamente era consciente de que su cuerpo, su ser, se había topado conmigo de la forma más inesperada y casual. Y estaba convencida de que existía un porqué.

Frente a la pantalla del ordenador insté a mi pensamiento a escapar, a revivir la experiencia que habíamos dejado abandonada en aquel refugio antitornados de la granja Clarkson.

Nos recordé: él y yo, entre tinieblas. Pocos días después de sucumbir a la pasión adolescente. Su voz susurrante de chico de dieciséis años visitó mi memoria por unos instantes: «No lo haré, Maddie… No te dejaré. Si llegan a separarnos, volveré a por ti».

No sabría explicarlo, pero me incomodaba sobremanera que la foto de Cameron Collins con la prostituta permaneciese descargada en el escritorio del ordenador de Larry. Perpetua. Perenne. Pondría solución de inmediato. Tomé un pendrive de un cajón del escritorio. Al conectarlo comprobé en la pantalla que su memoria se hallaba vacía. Pero por poco tiempo. En tres segundos la foto de Cameron fue a parar al resguardo de aquella unidad extraíble. Después la haría desaparecer del disco duro del ordenador de Larry. Saqué el pendrive del puerto y lo metí en el bolsillo de mi pantalón. A buen cuidado. Al mío.

Apagué el ordenador. Al salir del estudio esbocé una triste sonrisa, a mi reflexión de cuán caprichoso era el destino para los que confiáramos en su designio. «¿Sabes lo que estás haciendo? ¿Sabes dónde te estás metiendo?» No. Por supuesto que no.

15

El primer mes dedicado a mi transformación acabó siendo el más intenso de toda mi vida. Aunque a regañadientes, mi tía aceptó prepararme en setenta días. Lo teníamos claro: de mi cuerpo y mente debía emanar la viva esencia de la prostituta de lujo por excelencia. Una transformación difícil para mi físico, pero no imposible para mis ganas de aprender aquello referido al mundo de la seducción y la psicología masculina. Mi presentación oficial, o por así decirlo, el estreno de la nueva Madison, se pactaría para el martes 9 de diciembre, fecha en la que el Golden’s Club cumpliría sus cinco años de apertura. A causa de esa celebración se invitaría a barra libre a los clientes más selectos. Y muy probablemente el nombre de Isaak Shameel se añadiría a la lista de privilegiados. Según las pesquisas de mi tía Gloria, dicha celebración se daría a conocer a través de la página web del club y mensajes de texto a móviles concebidos por la confidencialidad de sus propietarios y para su mejor preservación.

Llegado el día, tras una conveniente llamada de teléfono de mi tía a Craig Webster invitándole a conocerme, la pelota iría a parar a mi tejado. A medianoche, la esposa de Larry Bagwell saldría a escena como una sensual pantera para demostrarle que allí, en aquel club, nunca había habido ni habría mujer parecida. Por fin, la fémina que buscaba Webster desesperadamente para sacarle de la ruina, tal y como había informado a su amigo publicista.

Solo de pensar en ese martes me entraban ganas de salir corriendo de Washington, del país, del planeta. Sin embargo, no dejaría que la elucubración de un posible fracaso me afectara. Me aferré al presente y a escuchar atentamente a las personas encargadas de ayudarme. Así que llegados al 28 de septiembre me dispuse a perder cuatro kilos por mes y, de paso, unos cuantos más de vergüenza.

***

Cinco fueron las personas reclutadas por mi tía para mi transformación. Bajo mi expresa condición, a ninguna de ellas se la acercaría a la verdad de mi propósito. Para Gloria, el objetivo de la misión se reduciría al encuentro con el amor perdido; para su sobrina, la salvación de un hombre que quizá ya la hubiera olvidado; y para los demás, el requerimiento de una mujer sin escrúpulos ni escuela con ganas de dinero fácil. Vamos, una puta redimida en toda su condición y uso.

A fin de no inmiscuirlas en el plan real, me provocaba arcadas solo pensar en la imagen que habrían de tener de mí esas cinco personas. Pero no tuve opción. Por el bien de Cameron, por el mío propio.

El encuentro con el primer ayudante resultó de lo más inesperado, a los tres días de mostrarle a mi tía la tarjeta de Craig Webster. Daban las cinco de la tarde. Acababa de salir de trabajar y contaba los minutos para llegar a casa, llenar el estómago y descansar. Pero en realidad, mis días de cambio —a partir de ese y a esa hora— no harían más que ofrecerme su preludio. Lo conseguido por mi tía para mi misión no podía esperar más. Había llegado la hora de conocer al primer marinero que se embarcaría en el barco capitaneado por mi ventura.

Tras un desabrido anuncio en su suite en el Majestic Warrior, mi tía abrió la puerta de entrada para dar acceso a una mujer rubia, de precioso cuerpo y superior semblante. Se acercó a mí con sensual contoneo de sus caderas. Llevaba unos vaqueros perfectamente ajustados, así como una camisa blanca entallada, de rayas rojas y alto cuello por el que sobresalían sus grandes pechos bien acomodados a un sujetador de encaje.

Al apreciar el paso de semejante mujer, las ganas de comer se amedrentaron ante la imposibilidad de que algún día lograse parecerme a semejante criatura.

—Yvonne, te presento a Madison. —Acerqué mi mejilla a su cara, tan tersa como el culo de un bebé. Nos besamos—. Ha venido para ayudarte a salir triunfante de tu primer paseo por el club. Me dijiste que ya habíais hablado, ¿o no es así?

El físico de Yvonne, muy similar al de Denise Seymour, la puta que había extasiado a mi marido, me indujo a la paranoia absoluta, o eso creí, pues su cara me resultaba del todo familiar, como si la hubiera conocido en otro tiempo. Convine en que el difuso recuerdo de ambas rubias había multiplicado por mil la posibilidad de confusión en un posterior encuentro con alguna de ellas.

Claro, Yvonne, la exnovia de Taylor, la gran degustadora del zumo de melocotón. La misma mujer que me había observado con cara de perro aquel día de funestos descubrimientos.

—Encantada, Madison —me dijo la prostituta—. Sí, creo recordarte hablando con Taylor en la barra. Me sorprendió verte allí. No dejan pasar a mujeres, y menos a desquiciadas que buscan a sus maridos…

—¿Quién te ha dicho que buscaba a mi marido?

—Oh…, nadie —reculó irónica—. Solo que tu cara era la viva imagen de…, ¿cómo decirlo?…, ¿la cornuda?

—¿Crees que tu condición de puta te permite juzgar a otras mujeres de bien?

—¿Bien, mal? ¿Eso quién lo juzga? —arremetió—. Deberías saber que existen mujeres de iglesia más malas que el diablo y putas con tan buen corazón que merecerían la canonización del papa. Y gracias por recordarme que soy puta, al levantarme frente al espejo esta mañana me había olvidado de mi condición en esta vida.

—Tú me acabas de llamar desquiciada, cornuda…

—Era una broma, chica —aclaró Yvonne entrando con sus tacones a la suite sin que nadie le diera permiso—. Vaya, Gloria…, parece que la sobrinita ha heredado tu genio.

Yvonne se alejó hasta el fondo de la suite, admirando el lujo que la rodeaba. Mi tía aprovechó para susurrarme su disconformidad hacia mi carácter:

—Si quieres llegar adonde tú y yo sabemos, debes aceptar a Yvonne. Ella conoce más que nadie el mundo en el que te vas a meter. Y bien sabe tu padre que me he pensado mucho traerla hasta aquí para ti.

—¿Cuánto le has pagado? —le pregunté recelosa.

—Vuelve a preguntarme sobre mi dinero, niña, y entenderé que no quieres seguir adelante con todo esto, ¿me has oído?

Me mordí el labio. Casualmente, en la distancia Yvonne hizo lo mismo. Me acerqué a ella y le tendí la mano.

—Perdóname, Yvonne. He sido una idiota. No he debido prejuzgarte… Estoy segura de que podremos ser grandes amigas.

Yvonne aceptó mis disculpas y me ofreció la mano para unirla a la mía. Sonrió sincera, como si la horrible mujer que tenía enfrente nunca hubiera usado un tono despectivo hacia su profesión en el Golden. El mismo oficio que habría de afrontar en dos meses mi desgarbo.

—Tienes reflejos —consideró la rubia—. Qué pena que los utilices contra otra mujer y no contra los cabrones como tu marido.

Bajé la mirada, y delante de Yvonne deseé darle la réplica con igual fuerza y desvergüenza. A fin de cuentas, ejercitar cuanto antes mi nuevo papel de mujer audaz, hechicera de lo masculino. Me preparé para repetir una diálogo oído a la actriz principal de Las espías cachondas, la película pornográfica que Larry conservaba en la memoria de su ordenador y que, bajo un fin didáctico, había visto un par de veces el día anterior. Finalmente, me atrevería a decir:

—Los cabrones no se merecen que los tratemos de igual a igual. Sería colocarnos a su altura, y nosotras, nacidas mujeres, estamos obligadas a no bajar de nivel.

Tras lo dicho y según el guion de La espías cachondas, debía lamer los pechos de Yvonne para adentrarnos en nuestro deseo bisexual. Tumbadas sobre una cama redonda con sábanas de satén, ella se lanzaría a saborear la humedad de mi clítoris, y yo, con uno de mis dedos, la profundidad de su recto.

No ocurrió tal cosa.

—Vaya, cielo. Me da miedo oírte hablar así —repuso mi tía Gloria.

—Ayer aprendí unas cuantas cosas con una película de Larry…

—¡Huy! Menos mal… Porque no creo que esa frase la hayas oído salir de mi boca. Ni cuando eras una cría… Tu tía estaba demasiado obsesionada con su papel de esposa mártir para decir esas verdades… —Tras ese comentario, Gloria se acercó a nosotras y, contemplándome junto a aquel portento de mujer, concibió cuán grande era su empresa para transformar a su sobrina en el precioso animal que pudiera hacerle competencia a la belleza felina de Yvonne—. Bueno, ¿qué puedo decir? Oyéndoos hablar así me animo a pensar que vamos por buen camino.

Mi tía suspiró aliviada. Y compartiendo su guiño dejó caer las manos sobre el estrechar amistoso de Yvonne y su sobrina.

***

Las siguientes dos personas incluidas en el equipo de mi imposible cambio físico me sorprendieron por sus caracteres contrapuestos y sus fisonomías bien arrimadas a las descritas en los cuentos de Dickens. Donna Nice, eminente endocrina con un apellido del todo inapropiado, pues tenía menos gracia que un caimán en un río africano retorciéndole el pescuezo a una cebra. Y el doctor Herman Marsh, reputado cirujano plástico de carcajada fácil y afable trato, atento y dispuesto a hacernos sentir a mi tía y a mí tan cómodas en su consulta como llegara a estarlo Cleopatra en sus baños de leche de burra. Una se encargaría de ofrecerme un régimen proteínico y disociado de acuerdo con la finalidad de hacerme perder en cuatro meses los doce kilos que me sobraran; el otro, el buen cirujano, se las ingeniaría para redondearme y subirme el pecho, además de catapultar al olvido las cartucheras de los muslos. Dos de sus amigos, oftalmólogo y dentista, tomarían suya la tarea de, por un lado, librarme de las dioptrías y, por otro, acicalarme una sonrisa sin blancura ni simetría.

A recordar, el comentario que, en la primera consulta, Herman Marsh dedicó a mi aprensión a la sola visualización de su escalpelo. Antes, el hombre de gracioso bigote y risueños ojillos tocaría la punta de mi nariz con un índice enfundado en látex:

—Llevo treinta y cinco años viendo a mujeres de todo tipo y le aseguro que usted, tras esas gafas que lleva, tiene uno de los rostros más bellos y simétricos que he contemplado jamás. Su cuerpo está compensado, es de gran estatura y buena curvatura. Los arreglos que necesita entiendo que son esenciales para encandilar a los hombres en su nuevo quehacer…

Mi rostro se enrojeció por la vergüenza. ¿Qué le habría dicho mi tía a ese buen hombre acerca de ese nuevo «quehacer»?

—No me mires con esa cara —me soltó Gloria cruzada de brazos—. Había que ponerle al tanto. El doctor Marsh debe conocer todos los detalles de hacia dónde nos encaminamos para que sus operaciones se ajusten a lo que te propones.

El cirujano me pellizcó una mejilla y continuó:

—Créame, jovencita. Si no deja de lado su sensatez, con ayuda de mi bisturí podrá convertir su cuerpo en todo un acontecimiento. Pero antes de confiar en mí, tendrá que confiar en usted. Es una mujer muy bella, y por lo que me ha dicho su tía, muy despierta. Pero necesito la confirmación de que está segura de dar este paso.

—Lo estoy, aunque ahora me vea hecha un flan, lo estoy.

—Muy bien. Prepárese entonces para convertirse en la envidia de las mujeres y el ardor de los hombres. Hoy, sin duda, es un gran día para usted.

A punto estuve de echarme a llorar. Aquel hombre, con su comprensión y candor, conservaba la cualidad de emocionar a sus pacientes.

—¿Quiere un caramelo? —El doctor me ofreció el dulce con la mejor de sus sonrisas.

Mi tía deshizo el nudo de los brazos colocándolos en jarras. Me observó con sus inconfundibles ojos maternales.

—En buenas manos, ya te lo dije, niña. Estás en buenas manos.

***

A la penúltima persona que aceptó volcar todo su saber en beneficio de, por así decirlo, la metamorfosis de la sobrina de la cantante del Golden pude conocerla en el gimnasio del Majestic Warrior, situado una planta por encima del club. Se trataba de un monitor de fitness, y en palabras de mi tía, muy agradable y nada corriente en el trato. En los vestuarios cambié mi ropa de calle por una camiseta gris y unas mallas negras. Me reencontré con mi tía en la sala de musculación donde ella había empezado a recrear su mirada en la brillantez de los brazos y piernas de los jóvenes adictos a los anabolizantes.

Las instalaciones del gimnasio estaban atestadas de hombres y mujeres muy concentrados en el uso de las máquinas de inverosímiles formas o en la velocidad de las cintas andadoras. El ambiente albergaba humedad y ambientador en cantidades abundantes. Un hilo musical a volumen discreto se unía a la ocasional risa o la fuerte caída de las pesas imposibles de contener por más tiempo. Aquel día, mi tía se había colocado un horrible chándal rosa chicle, anchas gafas de sol y un pañuelo blanco contorneándole la cabeza. Estrambótica como pocas, genuina como ninguna.

—Es hora de presentarte a tu entrenador físico. Te gustará. Ya lo verás. Trabaja también como camarero en el Golden. Es un rompecorazones de mucho cuidado. Si me hubiera pillado con cuarenta años menos, un macho como él no se me hubiera escapado. ¿Te puedes creer que anda soltero? Las jóvenes de hoy son idiotas, niña. Imberbes es lo que quieren… No saben diferenciar al hombre de verdad.

Sentí en mi espalda la presencia del ayudante que esperábamos. Al verlo llegar, mi tía desplegó una sonrisa propia de quinceañera. Yo me volví. Nada más reconocerle supe que el destino rey y sus casualidades vasallas me tenían reservada una misión pareja a la que me había arrastrado hasta Cameron Collins.

—Vaya… No esperaba encontrarla por aquí, señorita. —Taylor me tomó la mano y besó su reverso con suma delicadeza. A la luz del día y al contemplar mi mano sobre la enormidad de la suya, fui consciente de la poderosa presencia física de aquel gorila llevado a hombre.

—¿Has visto qué galante? —observó mi tía—. Por desgracia ya no hay hombres así. Y dudo que hayan existido alguna vez —susurró Gloria en mi oreja, con el pleno convencimiento de que Taylor escuchaba todo cuanto ella me decía.

—Buenas tardes, Gloria —le saludó el camarero-monitor en la distancia—. ¿Cómo va su dolor de espalda?

—Bien, hijo, bien. Una ya está muy mayor y ya se sabe que los años te llevan hacia abajo… Pero no hablemos de mí. Te presento a mi sobrina, Madison Greenwood.

—Ya nos conocemos —le advertí de buen humor.

Taylor concentró unos hermosos ojos verdes en los míos. Después desplegó sus carnosos labios:

—Tuve la gran suerte de hablar con esta encantadora señorita en la barra del Golden’s Club. —Al instante condenó su posible traspié—. ¿O he hecho mal en decirlo?

—No…, no —dejé escapar, impresionada por la formidable anchura de su cuello, que dejaba plenamente al descubierto su camiseta azul de tirantes.

Taylor insistía en su mirada cómplice.

A mi comentario, mi tía Gloria quedó paralizada.

—¡Tú me has engañado, niña! —repuso—. Pues sí que aprovechaste tu primera visita al Golden. Qué pasa, ¿te contrataron en periodo de prueba sin yo enterarme?

Taylor despertaba en mí una sensación arrimada a la suma protección. Sus casi dos metros de altura e intensa mirada incitaban a cualquier mujer a permanecer a su lado con el espíritu tranquilo, sosegado. Con un pasado reciente como marine (del que poca remembranza quiso hacer) y a sus treinta y siete años de madurez, su sola presencia desprendía, inevitable, el aura de esos hombres a los que puedes imaginar con un bebé durmiendo tranquilo en la cuna de sus portentosos brazos. Atento sin excesos, parco en palabras, cuidadoso en todas sus formas, Taylor parecía haber nacido en una época equivocada. Por supuesto, no imaginaba verlo caminando por las callejuelas de siglos anteriores, sino por las avenidas de los posteriores. En el tiempo en el que la mujer paseara del brazo del hombre por el adoquinado de la generosidad innata y la igualdad galante.

Al cuarto de hora de permanecer juntos en el gimnasio, mi tía decidió marcharse a la tienda de belleza y perfumes del hotel y dejarme a solas en la zona de las bicicletas estáticas, con Taylor. Mientras él se animaba a explicarme mi nueva tabla de ejercicios, llegué a entender su fama de seductor imbatible. Su poca habla reforzaba su misterio y la sonrisa quimérica desarmaba la resistencia mujeril más invicta.

Taylor charló conmigo de forma distendida al tiempo que, agolpadas en la nuca, las miradas envidiosas de otras mujeres juzgaban la larga duración de nuestro encuentro. Mientras pedaleaba en la bicicleta aproveché para introducirle en el falso cometido que me había llevado hasta allí. Para mi sorpresa, mi tía aún no le había contado nada a Taylor sobre mi interés por hacerme un hueco entre las chicas del Golden.

El monitor quedó pensativo y nada conforme con mi decisión.

—Espero que no estés hablando en serio.

—Nunca he hablado tan en serio.

—Pues puedes ir quitándotelo ya de la cabeza —profirió—. ¿Qué pasa con tu vida?

—Una mierda, Taylor. Una auténtica mierda —vocalicé con el jadeo de mi ejercicio físico de por medio.

—No es razón para que te metas a… —no se atrevió a terminar su frase.

—Puta, Taylor, sí. Seré una de tus compañeras de trabajo. Y ya no será Yvonne la única que te pida zumos de fruta. Me encanta el zumo de piña. Así que ya puedes ir tomando nota.

—Intuyo que tengo buena parte de culpa en la estúpida decisión que has tomado. No debí hablarte de Craig Webster. Pero nunca hubiera imaginado que tú…

—Que te quede claro, Taylor: no soy como las demás mujeres, que se obligan a ser felices con su vida de rutina y cuernos —le dije. Miré hacia al frente un tanto ruborizada. ¿Acaso ese comentario no formaba también parte del diálogo de la protagonista de Las espías cachondas?

Taylor apoyó sus manos en el manillar de la bicicleta que me estaba haciendo sudar la gota gorda. Intentó obstaculizar mi razón con el brillo intenso de sus ojos:

—No es mundo para ti. Hay mucho cabrón suelto por el ente gubernamental y no quisiera verte bajándole los pantalones a ninguno de esos tipos.

—No me verás. Tengo entendido que las habitaciones del Majestic Warrior tienen puerta, ¿o no?

—Joder, nena… No es para tomárselo a coña.

—No me llames nena.

—Escúchame… Si quieres cambiar de vida o de empleo, conozco a…

—No hay vuelta atrás, Taylor —le interrumpí muy seria—. Si te vas a sentir incómodo ayudándome, mejor será que le diga a mi tía que me busque otro gimnasio. Siento que me proteges en exceso, y eso no me va a ayudar a avanzar.

Él bajó la mirada y tensó los pectorales bajo su camiseta. Pasados unos segundos de silencio, volvió a la carga.

—Supongo que tu marido no sabrá nada. Este no es un cambio de trabajo cualquiera.

—No dejo que me pregunte. Ni que me hable. Desde hace dos semanas dormimos en habitaciones separadas. Él hace su vida y yo la mía. Tenemos cuentas bancarias diferentes. Y cada uno se plancha su ropa, hace su comida… Bueno, al tercer día de separarnos, él decidió comer siempre en casa de su madre. En realidad está más tiempo en casa de su madre que en la nuestra.

—Denoto algo más que indiferencia por tu matrimonio…

—Simplemente se acabó. No siento nada por él y supongo que él tampoco por mí. He tardado varios años en darme cuenta de lo que tenía en casa. Por eso me urge cambiar radicalmente de vida. Ya he concertado citas con un cirujano plástico y con un oftalmólogo. Seré otra, Taylor.

—¿Por qué ser otra?

Desvié la mirada. Por el contrario, él intensificó la suya con intención de indagar en mi inseguridad encubierta.

—No puedo explicarte más —respondí.

Sumido en la resignación, el monitor me tomó de la mano e impactó el verdor de sus ojos en mis pupilas.

—No me creo nada, ¿entiendes? No me creo que intentes entrar en el Golden porque sí, porque quieres dinero a cambio de tu coño. Esa historia se la cuentas a un idiota, pero no a mí —sentenció mientras me observaba tragar saliva con dificultad—. La señorita que tengo frente a mí no es ni por asomo parecida al tipo de mujer a la que intenta parecerse. Así que, sea lo que sea lo que te está llevando a esto, no dejaré que te haga daño. Si no quieres contármelo, no me lo cuentes. Pero, te lo advierto: me tendrás a tu espalda en cuanto vea un movimiento en falso a tu alrededor.

No supe qué decirle. Me vi desarmada ante una intuición poco habitual en los hombres que había conocido hasta entonces.

Taylor tomó mi tabla de ejercicios y la situó en el cajetín frontal de la bicicleta.

—No te olvides de realizar las tandas de cuatro con las mancuernas de tres kilos y las repeticiones en los aparatos de pecho y glúteos. Te ayudará a reafirmar y tonificar las partes que más querrás que te soben… —me dijo con timbre apagado.

Para alivio y relax de las demás mujeres, Taylor dejó de acompañarme. Caminó hasta una puerta por la que desapareció escaleras abajo hasta donde supuse una zona privada del gimnasio.

***

Retorné a casa a las nueve de la noche con el cuerpo molido. Solo deseaba comer algo ligero e irme directamente a la cama. Sabía que para ser mi primer día en un gimnasio me había involucrado más de la cuenta con mis ejercicios. Las agujetas me pasarían factura durante los tres días que restaban en esa semana.

En la cocina elaboré y saboreé mi cena: una rica ensalada con salmón y espárragos. Fregados mis platos, pasé por el salón. Larry contemplaba la televisión con la misma cara de confusión y enfado vista desde el primer día que resolví abandonarle, emocionalmente hablando. Mi indiferencia, en su paseo hacia mi dormitorio, sorteó al hombre que, tras casi dos semanas, había decidido, por fin, dirigirse a su esposa. En parte porque me intuiría —gracias a mis canturreos en la cocina— abierta para algún tipo de diálogo.

—Tenemos que hablar —pronunció muy serio desde el sofá—. No sé… Quiero que sepas algunas cosas…

—¿Es sobre los papeles del divorcio?

—No…

—Tengo sueño —proclamé—. Que descanses, Larry.

En mi cama (que no la suya) y a puerta cerrada cavilé acerca del cambio tan drástico que se había producido en mi marido. Hacía tiempo que no le pillaba encerrado en su estudio, acompañándose de sus chicas de Internet o de sus películas porno. ¿Se sentiría idiota, arrepentido por haber dejado escapar a la esposa que le había hecho, tiempo atrás, la vida más fácil de lo que le resultaba en esos días? ¿Dónde estaban ahora sus sábanas con olor a limpio? ¿Su deliciosa comida diaria? ¿Su ropa recién planchada?

Ahuequé la almohada y me preparé para dormir.

No. No podía dormir. Aún no.

El despacho. El ordenador.

Necesitaba verle, una vez más. Y no iba a permitir que el cansancio físico me librara de mis ya clásicos desvelos de madrugada en los que aprovechaba para sentarme frente al ordenador. ¿Cuántas noches habían transcurrido desde que le había descubierto retratado en aquella fotografía digital? ¿Doce, trece noches?

No era capaz de hallar represión a ese deseo. Era la ansiedad en torno a la posibilidad de reencontrarme con él en unos cuantos días la que hacía levantarme y calzarme las zapatillas. No importaba la hora: las once de la noche, las tres de la mañana, las cinco…

Con mucho sigilo cruzaba la puerta del estudio y me sentaba a oscuras delante del ordenador. Lo encendía para después introducir el pendrive donde guardaría esa fotografía, que supuse extraída inicialmente de alguna página de contactos de Denise Seymour, o enviada por ella misma a la cuenta de correo de mi marido.

Veinte segundos de espera. Un clic.

Y el vacío de la pantalla se transformaba frente a mis ojos.

Ahí estaba. La imagen. Su imagen.

Esa piel. Esos ojos. Esa boca.

Era él. Sin duda.

Era Cameron.

16

Viernes, 17 de octubre de 2014

12.33 p. m., Washington.

Yvonne, la nueva consejera que me iba a ayudar a escribir el episodio de mi vida que llevaría por imposible título «Cómo ser puta sin perder la dignidad», resultó toda una eminencia acerca del submundo de las prostitutas de lujo, acompañantes casuales de los hombres más poderosos de la tierra. Yvonne era la «novena» y última adquisición del Golden, el mejor lugar, según ella, para ser prostituta (si es que alguna vez existía un «mejor» lugar para rebajados menesteres). De la boca le emanaban sobradas justificaciones que ensalzaban al Golden’s Club como el mejor local de actividad ilegal de todo el país: por autoridad expresa de la dirección del Majestic Warrior, las chicas elegidas tendrían que ser todas estadounidenses, sin haber sido coaccionadas para ejercer y, por supuesto, desvinculadas de cualquier organización de trata. Nueve chicas, de entre veinte y treinta y cinco años, autónomas en su decisión y actos, aunque plenamente conscientes de fomentar el papel denigratorio para el conjunto de mujeres. Por descontado, las concubinas del Majestic Warrior harían oídos sordos a agravios solo por el infame propósito de verse adoradas y enriquecidas por la cara oculta del poder. Dinero. Dinero. Dinero.

Como era de prever, el desaforado amor de Yvonne por su trabajo la alejaba de verse afectada por los juicios y prejuicios en torno a ella. Su gusto y vocación por el sexo eran del todo excepcionales: necesitaba coitos casi a diario, eso sí, sin enamoramientos ni dependencias emocionales de ningún tipo. Cada semana, diez, quince, hasta veinte hombres podían pasar por su entrepierna ahora que había dejado atrás un matrimonio funesto y del que —sin saber aún si era cierto o no— había salido airosa, previo pago de sicarios para que le quitasen de encima al marido de violento impulso.

Nacida en Detroit treinta y tres años atrás, Yvonne conocía a todos los —denominados por ella — infieles juguetones que constituían cada democracia o dictadura del planeta. Me contó cada detalle íntimo de todos ellos. Y fueron tantos los secretos de cama de poderosos y famosos que mi mente no dio para más en nuestro primer encuentro, saturada como quedó de asombro e incredulidad.

Cada sábado y domingo, y al inicio del mediodía, me reunía con Yvonne un par de horas. Con la entrada de la rubia prostituta a la suite, Gloria, muy discreta, se retiraba al espacio destinado a su descanso. La anciana aprovechaba su encierro voluntario para echarse un ratito tras el almuerzo. Yo dudaba si era por verdadero cansancio o porque no aguantaba el cuadro de ver a la hija de su hermano aprendiendo la técnica necesaria que la llevaría a ser una trabajadora del sexo. Así que mientras mi tía emulaba su dormir, Yvonne y yo almorzábamos juntas.

Desde que la habían dejado alojarse en esa enorme suite con dos dormitorios, los directivos del hotel había negado a mi tía Gloria el servicio de comidas, es más, le prohibían bajar al restaurante, a ella o a cualquier trabajador del Golden, para así no provocar incomodidades varias en los clientes asiduos al club, expuestos a esas horas a la luz de su familia y profesión. Por ello, a Gloria le incluirían en la nómina un plus para que cada lunes idease una compra con la que llenar hasta los topes su nevera.

Aquella suite era un apartamento de lujo en toda regla, pues mantenía cubiertas todas las necesidades básicas del alojamiento, además de disponer gratuitamente del servicio de limpieza, planchado y lavandería del hotel. Ante tales privilegios, se me ocurrió preguntarle a Yvonne si conocía a las personas que habían atraído a mi tía hasta ese paraíso de comodidades. No supo contestarme.

Adentrada en el fin que me había llevado a acompañarme de una prostituta del Golden, comencé a doctorarme en precauciones diversas muy a tener en cuenta ante el acuerdo con el cliente: no dejar de sonreír, exaltar cada uno de sus comentarios y pactar el precio de tu cuerpo en un mínimo de quinientos dólares la hora. Degradante. Vejatorio. Asqueroso. Y, sin embargo, necesario para salvarle la vida a Cameron Collins.

No tener novio o permanecer soltera eran claves para disfrutar de una larga estancia en el Golden. Y según Taylor, la exquisita Yvonne presuntamente había mandado asesinar a su marido hacía unos tres meses, consecuencia que la había llevado a potenciar cuanto quisiese su presencia en el club. Soltera o viuda…, mujer libre a fin de cuentas.

En contraste con la manifiesta aversión que sentía hacia su comunión con los hombres (su experiencia de casada la había dejado traumatizada), Yvonne me recordaba constantemente la importancia de cuidar, de mimar a los clientes, de ampararlos con el instinto femenino si por algún casual sobrevenía el temido gatillazo. La falta de comprensión o la simple indiferencia en esos casos no era más que echar piedras sobre el propio tejado. Quitarle importancia y dedicarle un masaje en la espalda, perfectos sustitutivos para aplacarles la vergüenza. Después de percibir la relajación del cliente, y desprendidas las tensiones, una felación sería lo más apropiado. En uso de ese detalle resolví que Yvonne podría llegar muy lejos en su encantamiento abonado con los hombres. Transcurridos no más de noventa días desde su ingreso en la noche del Golden’s Club, su profesionalidad y dedicación no conocían parangón.

—¿Y alguna vez has sentido que disfrutabas de verdad? Quiero decir…

—Cariño… —Su carcajada sonó grácil a la par que estudiada—. Te aseguro que ser prostituta en el Golden dista mucho de ofrecer tus servicios en cualquier otra parte del mundo. ¿Puedes creerte que con el ministro de Defensa me he reído más en una sola noche que en mis siete años de matrimonio? Es un hombre tan gracioso… Será al primero que te presente.

—No sabré qué decirle —confesé—. Ni cómo reaccionar si de repente me pide cosas que…

—Confía en mí. Te ayudaré a sentirte cómoda hasta con el senador más baboso del Gobierno, y ya veremos si en esa misma noche no ganas más que en medio año sirviendo cafés. —Yvonne inició un canturreo de la famosa canción del musical Cabaret—: «Money, money, money!».

Por cierto, que respecto al asunto del gatillazo, como mujeres obsequiosas, las trabajadoras del Golden’s Club también atesoraban armas secretas basadas en el propio autocontrol físico para evitar dicho problemilla en los clientes con sobrecarga de conciencia.

—Las chicas más despiertas guardamos algunos secretillos para que el cliente la mantenga dura dentro de nosotras —me comentaba Yvonne—. Si te colocan a doggy, o sea, a cuatro patas, mantén la cabeza hacia abajo y encorva la espalda como una gata. Saca culo, ¿vale? Esa postura hará que la polla de ellos se frote bien con tu pared vaginal. Les dará más placer y la tendrán dura por mucho más tiempo. En cambio, si el ministro no quiere más que hacerte el misionero, tendrás que llevar tus caderas hacia atrás. Balancéalas hacia atrás. Ese movimiento apretará más a su rabito y le excitará de lo lindo.

—¿Cómo…? ¿Cómo has aprendido todo eso?

—Cuando estás casada y tienes a un marido borracho al que le gusta abofetearte el culo y retorcerte las tetas, lo que más deseas es que se corra al minuto. —Asentí con la cabeza. No quería ni imaginar por lo que habría tenido que pasar Yvonne en su vida marital. Como tampoco quería imaginar el destino final de su maltratador—. Supongo que si llegas a conocer antes la eficacia del balanceo, lo hubieras practicado con tu marido, ¿no? —Yvonne tenía una enorme facilidad para soltar todo lo que se pasease por su cabeza sin valorar consecuencias—. Bonita, no sé cómo has aguantado tanto tiempo. Imagino que tu Larry ha debido de ser un auténtico muermo en la cama. Para luego encontrártelo metido en el Golden… No hay hombre que exculpe al resto, créeme.

—¿Te apetece otro café? —le pregunté sin ánimo por recordar. En los albores de la nueva Madison, era urgente cambiar de tema.

En escena, la mujer de compañía propia del Golden’s Club nunca debía ir sobrada en actuación, o fingir el éxtasis atenido a un griterío ensordecedor. Como tampoco parecer una muñeca hinchable insensible a la que le metieran un palo hasta pincharla. Todo en su justa medida para que el encuentro resultase lo más real posible. En cuestiones de, llamémoslas, inclinaciones sexuales, el trabajo de confianza con el cliente era fundamental. Y si algo se escapaba de tu conocimiento (precalentamientos, posturas, vocabulario, gestos), había que aclarar dudas antes de meter la pata en pleno arranque sexual.

—Cuando entres cada noche en el Golden —me asesoraba Yvonne tras hincharse a ensalada y al tiempo que se preparaba su particular postre: una raya de cocaína—, intenta parecer feliz, cómoda con todos y con todo. Y, por supuesto, no vayas puesta de nada. Nadie llega lejos en el club del Majestic Warrior si se presenta encendida con una raya de más. Yo ya he visto a unas cuantas chicas y te aseguro que a todas les han dado boleto… ¡Ah!, se me olvidaba. Hay que ponerte un nombre… Nunca desveles tu identidad real. Ellos dan por hecho que les vas a mentir, así que todos contentos.

—Todavía no he pensado en ningún nombre.

—Elige un nombre con fuerza. Que todos los hombres lo recuerden. Piénsalo. Es importante. —Yvonne me ofreció el tubito de papel ideado con un billete de diez dólares—. Prueba. Es buena. La consigue un camarero del Golden. Pero no caigas en las redes de ese tipo, es un consejo.

—Hablas de Taylor…

—Dudo que él a una florecilla como tú le ofreciera sus bolsitas… Odia ver a una mujer poniéndose a tono con su mercancía, como la llama él. No sabes cómo se encabrona cuando nos pilla a alguna en el baño del club.

—Me contó que salisteis juntos una vez… —se me escapó.

—¿Eso te dijo? Es un cabrón de mucho cuidado. Pero lo compadezco. Me dejó escapar, y mira que yo estaba enamorada de ese musculitos hasta las trancas…

—¿Por qué lo dejasteis?

—El chico tiene taras… Ya me entiendes… Pasado con traumas. Un padre con el que apenas habla…, en fin… —eludió rápidamente el tema—. ¿De verdad que no quieres probar?

—No, en serio.

—Es que… Yo aquí esnifando como si fuera la aspiradora de los Picapiedra y tú a mi lado como una samaritana. Me haces sentir como una puta cocainómana. ¡Oh, Dios mío! Quizá ya lo sea.

—Pues estás a tiempo para que dejes de sentirte así.

Yvonne me miró escéptica, sacudiéndose con los dedos la punta de la nariz.

—Déjate de rollos, mamaíta.

La miré detenidamente. Los ojos reactivados por la droga. Me sobrevino de nuevo la sensación de un dèja vu en su presencia.

—Juraría haberte visto antes —le dije tan segura como estaba de que Yvonne se había topado conmigo en un tiempo pasado, inconcluso.

—Querida, soy el prototipo calcado de cualquier rubia de Playboy. A veces dicen que me parezco a Jenna Jameson, otras a Claudia Evans… Pero quién sabe, a lo mejor hemos vivido nuestra última reencarnación juntas. —Se levantó enérgica del sofá—. Esta mierda es buena… —Volteó los ojos adentrada en su clímax cocainómano para explayar después una angelical sonrisa como si nada—. ¿Tiene tu tía zumo de melocotón en la nevera?

***

A las tres semanas de acompañarme de Yvonne, esta se vio en la obligación de cambiar el horario de nuestros encuentros por un asunto personal nunca desvelado. Y a partir de esa etapa, en vez de reunirnos para almorzar en la suite de mi tía, lo haríamos para cenar.

Yvonne llegaba a eso de las ocho de la tarde. A mí siempre me encontraría dispuesta cada sábado y domingo a escuchar sus lecciones, sus consejos. En cambio, mi tía, en cuanto la intuía entrar por la puerta, hacía su particular mutis por el foro y se encerraba en su dormitorio unas veces para ver la televisión, otras para ensayar las canciones de esa noche en el escenario del Golden.

Yendo al margen de lo que hiciera Larry con su vida e higiene, aquellos fines de semana, y antes de reunirme con Yvonne en el Majestic Warrior, aprovechaba para hacer zafarrancho en el apartamento. Con o sin él, a mediodía me preparaba el almuerzo para encomienda de un solo estómago. El mío. Larry, como represalia, fingiría no tener hambre, bajarse a la calle con cualquier excusa y tragarse dos hamburguesas en el McDonald’s de la esquina. Mientras cocinaba mis ricos estofados pensaba en su cobardía al seguir ocultándoles a sus padres —tras casi un mes sin hablarnos— nuestro problema de pareja encaminado irremediablemente al divorcio. Una ocultación que, después de todo, me beneficiaría mientras durase, pues si Abigail Bagwell se enteraba por algún casual de que su nuera había emprendido una doble vida paralela a la de su hijo, no habría esperado ni un segundo para echarme a patadas de la asociación de Foxhall. Aunque deseaba desasirme de todo lo que hubiera significado Larry para mi existencia, en aquella nueva etapa de mi vida, mi independencia económica, mi sustento como empleada del capitalismo, derivaba de manos de su benevolencia, consciente de que solo el grado de hartazgo de Larry guardaba el poder y uso de la llave inglesa que cerraba el grifo de mis únicos ingresos. Y le estaba costando decidirse. Tal vez, con la vista puesta en una reconciliación cercana, pudiera entrever una solución a nuestro alejamiento aferrándose a mi disposición a regresar al apartamento cada noche, de allí de donde viniese. ¿Por qué no pensarlo? Su esposa, pese a lo sufrido, regresaba a dormir y, con solo ese acto, él se permitiría trenzar su cuerda de sujeción ilusoria. Uno de los extremos del nailon atado a su cintura, el otro… atado a ciegas, sujeto a la nada.

Cada tarde, a eso de las siete, mi gana por hacerme con un físico imponente me acuciaba para entrar al gimnasio y disfrutar además de la compañía de Taylor, con el que estaba haciendo muy buenas migas; un tipo de relación muy contraria a la que había establecido mi paciencia con los sofisticados aparatos del gimnasio. Pese a haber adelgazado tres kilos en quince días, el sostén de las mancuernas, la máquina de abdominales, de glúteos, o el ritmo de la cinta andadora me pesaban de puro aburrimiento. Intuía que mi perseverancia no duraría mucho entre bicicletas estáticas si no me aventuraba pronto en otra disciplina deportiva más dinámica, menos soporífera; y que fuera, ante todo, y de cara a mi posible enfrentamiento con la mafia rusa, un entretenimiento más aprovechable y necesario.

Y en esa misma tarde se me presentaría la oportunidad. En el gimnasio, a última hora de su cierre y al acabar Taylor con su enfática despedida a los clientes. Relegándome a ser la última que abandonase la ducha y los vestuarios, presenciaría, por quinta vez en ese mes, la misteriosa fuga de Taylor por una puerta encajonada al fondo de la sala de máquinas.

Intuyéndose solo y en su descuido, el monitor dejó entreabierto aquel viaducto hacia el subsuelo. Era la mía. Con mi mochila de deporte a la espalda, me acerqué y empujé la puerta sigilosamente.

Unas escaleras en descenso me invitaban a pisar una entreplanta con olor a sudor y testosterona. Bajé unos cuantos escalones con el ánimo de no ser descubierta por Taylor.

Y lo vi allí abajo. Entre el hormigón y las luces halógenas se había acondicionado una sala para la lucha cuerpo a cuerpo. Sacos de arena pendiendo en la verticalidad desde el techo, punchings preparados para hacerlos bailar con el arranque de un par de puños, y un cuadrilátero, un ring hecho a medida para los amantes del combate.

Un folio, olvidado, pegado a la pared de hormigón que delimitaba el hueco de la escalera me regalaría el apoyo a mi plegaria: «A partir del 2 de octubre, los entrenamientos de kickboxing se trasladarán a los martes, jueves y viernes. Hora: 11.30 p. m. Como siempre, aquellos que no formen parte del personal del hotel deberán abonar veinte dólares a Taylor Hoover. Avisamos de que no dejaremos pasar a nadie que no haya pagado su cuota de la semana».

Mañana, viernes.

Mañana, Taylor habría de enfrentarse conmigo. Otra vez.

17

En el vestíbulo interior del Majestic Warrior hallé abierta, como había esperado, la puerta de entrada al gimnasio. Acometida la medianoche para asentarse en los relojes del hotel, a nadie, ni a trabajadores ni a clientes, se le ocurría ya pisar esa zona comercial de la planta baja, cerrada desde las ocho de esa tarde. Únicamente los guardas de seguridad del hotel hubieran sido testigos de la andanza por allí de una idiota a la que los retos imposibles comenzaban a tentarla más de lo debido. Me paseé a oscuras entre los aparatos de musculación hasta la puerta que me tocó sobrepasar no sin aguantar la respiración.

La empujé. Un murmullo grave, viril, se mezclaba con golpes secos y cuerdas de saltar golpeando frenéticas contra el suelo.

Bajé un par de escalones. El corazón me latía desaforado. «¿Pero qué estoy haciendo?».

Y cuando me quise dar cuenta, la posibilidad de escapar se había desvanecido.

—¡Eh, tú! ¿Qué coño haces aquí? —Ese hombre acababa de darse sus buenos tragos de agua en la fuente térmica, abajo, junto a la escalera.

De raza negra, rapado al cero y espaldas tan anchas como un armario, mi delator inició su ascenso en uso de su imagen de bestia amenazadora. Esgrimió la extrañeza en el entrecejo al descubrirme agazapada en mi descenso por la barandilla de metal.

Ante su acercamiento, me ajusté las gafas a la nariz y me recompuse muy digna.

—Buenas noches. ¿Está Taylor entrenando?

—¿Quién pregunta? —gruñó.

—Su asistenta de limpieza. Necesito verle…

El hombre, con toda la apariencia de comerse a bocados a cualquiera, me invitó a descender la escalera. No supe entender la sonrisa burlona que me dedicó antes de situarse tras de mí. Me alegré de llevar puesto mi abrigo de paño color arena, pues su largo hasta los tobillos evitaría miradas juiciosas a mi trasero, si es que algún hombre alguna vez se había vuelto para contemplarlo, cosa que dudaba.

En la compañía de aquel mastodonte me sentí tan frágil como pudiera sentirse una hormiga con la sombra de la zancada del elefante sobre ella. Sin dudar de mis intenciones, mi interceptor me llevó hasta el centro de la entreplanta. Por su hormigón pulido se dispersaba una docena de hombres: unos golpeando un punching, otros saltando compulsivamente a la comba y los más osados, con la protección de cascos y guantes, se enfrentaban en lo alto del cuadrilátero.

—¡Tay! ¡Tienes visita! ¡Es tu asistenta! —gritó mi mensajero metiendo su cuerpo por entre las cuerdas del ring y subiéndose a la plataforma—. ¿Qué pasa…?, ¿no puedes hacer que venga por aquí algo mejor? Mira que vas por mal camino… La gafitas esta no está ni para limpiarle el polvo a mi abuelo…

Algunos de sus compañeros secundaron aquel comentario con disimulada risa. Con una fugaz mirada a mi entorno, simulé no haber escuchado nada. El negro interrumpió el combate que se disputaban dos luchadores en el ring con una palmada dorsal a uno de ellos. Al aviso, Taylor giró la cabeza con el sudor chorreándole por toda la cara. Llevaba puesto un casco de protección y unos guantes de boxeo rojos, la parafernalia acolchada propia para ese tipo de disciplinas deportivas. Por lo demás, un único calzón negro era lo que le cubría la musculatura. Por un momento creí que Taylor no me había reconocido. Figuré que su mente necesitaría de diez segundos de alucinación para digerir y convencerse de que en realidad era yo la que me encontraba allí a esas horas de la noche.

Al atestiguarme tan real como su falta de aliento, le hizo a su contrincante una señal de detención momentánea. Lo vi acercarse al tiempo que se quitaba de la boca un protector dental.

Caminó por la tarima azul y se acuclilló tras las cuerdas. Torneó los ojos y me dijo:

—Asistenta… Definitivamente, eres una jodida espía del Gobierno. ¿Qué coño estás haciendo aquí?

Apreté contra mi costado la mochila de deporte que había traído conmigo.

—Quiero que me enseñes técnicas de combate.

—Eso es imposible. —El sudor emanaba rabioso por todos los valles de su semidesnudez.

—No hay ser pensante que aguante las repeticiones en los aparatos del gimnasio —repuse con los brazos en jarra—. Ya no lo soporto.

—Es lo que hace todo el mundo…

—Pues yo no soy todo el mundo. Quiero aprender a luchar, cuerpo a cuerpo.

—Este no es deporte para usted, señorita.

—¿Sabes una cosa? Estoy harta de que elijas lo que es o no conveniente para mí. Basta de subestimarme. No soy ninguna cría a la que tengas que proteger para que no la zarandeen en el patio del colegio. Quiero empezar hoy.

—Joder, nena… ¿Ves acaso alguna mujer por aquí?

—Sí. La que tienes delante. Y no vuelvas a llamarme nena.

—Esto es kickboxing. Aquí se reciben patadas, puñetazos.

—Pues yo también los daré.

—Con esas gafas no puedes pelear. Necesitas una visión perfecta para sortear al oponente.

—Si es ese el problema, mañana iré a comprarme unas lentillas. No me las he puesto nunca, pero si he de hacerlo para los entrenamientos, lo haré. Si quieres, puedo empezar dando patadas a un saco. Además, el mes que viene me operan de la vista y para entonces eso ya no será un obstáculo.

Taylor se frotó la frente con su guante acolchado. Su realidad parecía sobrepasarle. Finalizó su tanda de contrariedades hacia mi argumentación de la mejor forma posible: con su deliciosa sonrisa.

—¿Sabes lo que más me gusta de ti? —me soltó.

—Qué…

—Tu capacidad para sorprenderme.

—Te dije que yo no soy igual que las demás mujeres.

Él suspiró y me lanzó, desde las cuerdas del ring, toda su tragedia y encanto.

—Lo sé, nena. Lo sé.

***

Dicho y hecho. Con la práctica del kickboxing conseguiría adiestrar mi físico para los próximos tres meses y medio: a modo de patadas al aire, placaje y giros de cintura y muslo. Un saco de arena me bastó en la primera semana para fortalecer músculos y definir la línea como ninguna otra máquina del gimnasio lo hubiera hecho. Todos los martes, jueves y viernes —desde la medianoche y hasta las dos y media de la madrugada—, y después de cenar a solas en mi apartamento (pues Larry se marchaba, supuestamente, al trabajo a esa hora), acudía a la sala baja del gimnasio. Mi entrenamiento con Taylor resultó del todo beneficioso para mi progresiva pérdida de peso. Mi dedicación al kickboxing me llevaba hasta la extenuación, y no fueron pocas las ocasiones en las que Taylor, muy preocupado y testigo de mi excesiva implicación en la lucha deportiva, se obligaba a detener mis incansables patadas y puñetazos contra el saco.

—Tranquila, fiera. El saco no tiene la culpa —me decía agarrándome de la cintura. Yo detenía las piernas y brazos privada por la falta de aire—. Como no descanses vas a caer redonda al suelo.

—Llevo semana y media peleándome con un saco. Creo que ya estoy preparada para que me enseñes encima del ring —repuse entre jadeos y baños de sudor.

—No —me contestó al borde de un incipiente malestar—. No hasta que me digas por qué estás haciendo lo que haces. Te dejas la piel con el saco. Parece que quisieras prepararte en dos meses para el campeonato mundial femenino de la disciplina, y a mí no me la das. Lo sabes.

—Ya conoces mi respuesta —le dije dando por concluida esa conversación—. Voy a ducharme. Es tarde.

Me alejé de él. Caminé con paso seguro hacia los vestuarios empapando una toalla con toda la emanación del esfuerzo fluyéndome por la cara y el cuello.

Un grito detuvo mis pies en seco:

—¡Maddie! —exclamó Taylor tras mi espalda—. ¡No volverás a pisar esta sala hasta que me digas qué te propones hacer!

Descubrí la cabeza bajo la toalla que la secaba. Giré el cuello y acerté a contemplar el enfado de Taylor en la distancia.

—Entonces, adiós —le dije.

Él quedó inmóvil junto a mi saco de arena, que continuaba balanceándose en el aire. Me adentré en el oscuro pasillo de los vestuarios. A las tres menos veinte de la madrugada solo quedábamos tres personas: el que ya abandonaba la sala, Taylor y yo.

Al cerrar la puerta de los vestuarios, él quedó fuera. Yo, dentro. Separados al declinar de mi desconfianza. «No puedo decirte nada, Taylor. No puedo».

Me dolía el torso, los brazos, las piernas…: eran agujetas sobre agujetas. Pero el dolor mitigaba su intensidad ante el recuerdo de mi único y solo objetivo: salvar a Cameron.

Cada puñetazo, cada patada al saco de arena cobraba su sentido al evocar las palabras de aquellos hombres instigadores del atentado contra el que ya había sido mi protegido:

«¿Quién se encargará de cazar a Shameel?

»Hemos hablado con Katrina. Su zorreo se lanzará al cuello de Shameel con una inyección de “felices sueños”. Katrina es certera como una cobra […]. En la organización la conocemos como la Emperatriz Roja».

Enfrentarme a la Emperatriz Roja era el todo. Era la causa secreta que justificaría a ojos de Taylor todo mi acto de entrega en la sala de entrenamiento. Y él, con su cuidado hacia mi persona no dudaría ni un segundo en, acaecida la ventura, acompañarme a Dubái; o por el contrario, acudir a las autoridades pertinentes. Pero ni una ni otra cosa debía ocurrir.

Imaginé a la Emperatriz Roja. Peligrosa. Letal.

No podía encarar esa máquina de matar sin potenciar la habilidad de lucha cuerpo a cuerpo, sin un ejercicio de adiestramiento de brazos y piernas. Una mínima distracción, unida a la experiencia asesina de Katrina, me llevaría al otro mundo con Cameron, y de la mano. Debía involucrarme al máximo en las enseñanzas de Taylor. Por mi vida.

Y trifulcas como la recién mantenida con él ponían en riesgo mi lugar junto a su didáctica en el combate. Si quería seguir a su lado…, ¿tendría entonces que confesarle el motivo real que había llevado mi vida a cambiar ciento ochenta grados? Y si lo hacía, ¿cómo iba a tomarse Taylor mi contienda en solitario contra la mafia rusa?

No. Mis labios debían permanecer sellados. Aquellos dos conspiradores del Golden conocerían a Taylor, seguro, aunque fuera por la mera relación de camarero-clientes. Sería una completa osadía vincular al bueno de Taylor sabiendo que aquellos dos podrían aparecer nuevamente por el Golden.

Me abandoné a las tinieblas del pasillo de vestuarios.

Apoyé la frente contra la pared.

Sentí miedo. Mucho miedo.

***

Al mes de permanecer juntas, mi relación con Yvonne acabó estrechándose hasta límites parejos a la intimidad de dos buenas amigas. Al tiempo que ella me adentraba en la singladura de ser una acompañante de lujo, yo me esforzaba por hacerle entender lo muy en serio que me tomaría sus consejos. Sentadas en el sofá, Yvonne y yo manteníamos cercano el roce casual de rodillas y manos. Mientras ella gesticulaba y hacía todo lo posible para prepararme para el Golden’s Club, yo, la nacida en Victoria, Kansas, la contemplaba con verdadera admiración. Y sí. Al igual que la protagonista de Las espías cachondas, sentí el deseo de acercarme más a Yvonne y probar de sus labios la tentación residente en el juego de cama entre dos mujeres. Mi compañera y amiga me resultaba del todo atractiva, y aunque segura de mi heterosexualidad, me vi sorprendida por el aflorar de mi deseo bisexual, nunca antes percibido. Bajo un adiestramiento supervisado, resolví que formalizar un trío con Yvonne sería la mejor forma de estrenar el alquiler de mi favor carnal. Me acercaría al jugo de sus labios y lo absorbería para luego deslizar la lengua en el interior de su boca. Después ella se abriría el escote y me invitaría a descubrir el punto de dureza de sus pezones… «Por Dios, Maddie…, ¿desde cuándo llevas sin disfrutar una relación sexual en condiciones?».

—Madison, ¿me estás escuchando? —me preguntaba Yvonne con los ojos entornados—. No me hagas pensar que pierdo el tiempo contigo.

—Lo siento. Pensaba en… Cameron Collins —le solté casi sin pensar. «¿Cómo se te ocurre desvelarle su nombre? ¡Maldita idiota!».

La tez de Yvonne quedó un tanto pálida.

—¿De qué lo conoces? —me preguntó extrañada.

—¡Oh! De nada —inventé—. En realidad ha sido mi tía quien me ha hablado de él. Por lo visto es un hombre muy codiciado por las chicas del Golden, o eso he oído…

—¿Cameron Collins? Bueno…, es de esos solteros irresistibles, guapísimos y solitarios. Se sienta para tomarse su copa, solo mira… Luego se va. Algunas piensan que es gay o que tiene la polla sumamente pequeña…

—Tengo entendido que Denise Seymour se hizo muy amiga de él… —musité tratando de desvelar la relación que lo ataba con la prostituta con la que se había dejado fotografiar.

—¿De dónde sacas tú esas teorías?

—Mi tía…, que no sabe de qué hablarme… —le dije. Según Gloria, la bella Yvonne había sido la única que había visto a Cameron por el Golden’s Club. Era hora de enfrentarme a esa hipotética verdad—. Entonces, ¿crees que Collins nunca ha contratado los servicios de Denise?

—Vuelvo a decirte que ese hombre nunca ha estado con ninguna de nosotras —prosiguió la rubia meretriz—. Pero te contaré algo. La última vez que vi al señor Collins pasearse por el Golden, hace como dos meses, me comentó unas cuantas cosas acerca de su vida… Andaba él con un par de copas de más y aproveché para sonsacarle algunas cosillas… Es uno de los placeres de este trabajo, preciosa, ser los oídos de la voz solitaria. Necesitan que los escuchen y has de hacerles comprender que no encontrarán nunca una confidente mejor que tú. Atrévete a darles consejo. Te lo agradecerán. Vaya…, ahora no me acuerdo a qué ha venido todo esto… ¿Qué te estaba contando?

—Tu conversación con Cameron Collins… —le recordé.

—¡Oh, sí! —recaló ella. Dejó pasar un segundo de mutismo aderezado de confidencialidad. Bajó un tanto el mentón para decirme—: La última etapa de su vida parece haberle trastocado la existencia. Por lo visto, tuvo un accidente de tráfico, en una carretera en dirección a la reserva de Catoctin Mountain, hace unos siete meses. Su coche se salió de la vía. Iba acompañado de una mujer, Amanda Baker. Collins no me dijo si era su novia o qué; el caso es que los servicios médicos decidieron llevarlos hasta el hospital general de Washington. Él sería atendido de cortes superficiales. Pero Amanda Baker… De esa mujer no se supo más de ella. Desapareció de su habitación del hospital.

—¿Cómo…, cómo es posible? —me atreví a preguntar. Era exactamente el mismo suceso que había oído de boca de aquel ruso en la oscuridad del Golden. Dos fuentes distintas. Una historia común. En las confidencias con Yvonne, la conspiración contra Cameron en Dubái se tornaba tan siniestra como real.

—Se esfumó, Maddie —aseveró Yvonne—. Y nadie sabe si consiguió salir por su propio pie o si la secuestraron. Todo pinta muy extraño en ese asunto. Así que antes de que Collins siguiera poniéndome los pelos como escarpias, le pedí que cambiara de tema.

—¿Crees que esa Amanda pudiera ser ahora alguna chica del Golden? ¿Denise Seymour, por ejemplo?

—Querida, ¿cómo es que te ha dado tan fuerte por Denise?

—La he visto en una fotografía junto a Cameron Collins. El histórico de la imagen especifica que fue tomada la última noche de Año Nuevo en el club. —Yvonne me observó con cierta confusión. Esperó a más aclaraciones al respecto—: Larry conserva en la memoria de su ordenador unas cuantas fotos de Denise, además de esa.

—Así que la preciosa Denise ha enamorado a tu maridito… —dijo mi compañera, adoradora de las vergüenzas ajenas.

Me lancé a apoyar aquel comentario, que denostaba mi matrimonio, sopesando la indiferencia que, con el paso de los días, me iba distanciando del presente y futuro de mi marido. Me cargué de suficiencia y le dije:

—Larry se la cepilló la noche en la que lo vi entrar en el club. Debe de ser su favorita. Y quizá también para Cameron Collins, a tenor de la existencia de esa foto… Amigos, novios durante un tiempo…

—Imaginas demasiado… —replicó Yvonne—. Eso es imposible. ¿En la fiesta de Año Nuevo? Puede que Denise coincidiera con Cameron Collins esa noche, sí. Yo no estaba en el club por aquel entonces. Pero te aseguro que esa puta no ha intercambiado ni una mirada con Collins. Es más, puedo confirmarte que tienes delante a la mujer que más tiempo y palabrería ha gastado con ese tipo. Y me atrevería a decir que la única.

Delante de Yvonne quise forzar, más de lo debido, la maquinaria de mi indiscreción. Asumí el riesgo. Si lo meditaba más de la cuenta, estaba segura de que iba a quedárseme dentro, así que lo solté:

—Y Collins, ¿te ha hablado acerca de su… trabajo? ¿De su día a día?

—Maddie, somos putas, no psicólogas. Debemos poner límites a las conversaciones respecto a sus vidas, o en cuanto te descuides se te pondrán a llorar como críos. Y nosotras estamos aquí para hacerlos sentir hombres. No lo olvides.

Por mi cabeza pasaron toda clase de reflexiones acerca de las fugaces visitas de Cameron al Golden’s Club, en el tiempo mismo en que había estado ausente para el mundo, o al menos para sus enemigos. Porque según palabras del ruso, no había sido Amanda la única que desapareció después de ingresar en ese hospital. También Isaak Shameel, al que le perderían el rastro. Hasta ahora.

Isaak Shameel, la falsa identidad que parecía andar únicamente en boca de aquellos que habían planeado matarlo. «¿A qué juegas, Cameron? ¿Por qué cambiar tu nombre? ¿Eres también un criminal? Y si es el caso…, ¿para quién has de trabajar? ¿Para qué o para quién has de arriesgar tu vida?».

Estaba claro. Amanda Baker había sido algo más que una acompañante para él. Su cómplice, su aliada en aquello que habían tramado juntos y que despertaba el interés de la CIA y de la mafia rusa tanto como para acabar con sus vidas en marzo de ese mismo año. Cabía esperar que fuera el propio Cameron el que urdiera la desaparición de Amanda y la suya propia antes de que sus perseguidores acudieran a descerrajarles un tiro. «¿Qué les has hecho, Cameron? ¿Por qué desean verte muerto?».

Una desazón me arañó el pecho. Un fuerte estremecimiento me encogió las entrañas. Y no sabía si por la fatalidad anexa al destino de Cameron, o por haber descubierto que, con toda probabilidad, el amor, su amor, se había refugiado perenne en el corazón de otra mujer; en el misterio de Amanda Baker.

18

Miércoles, 5 de noviembre de 2014

4.57 p. m., Washington.

El día anterior a mis intervenciones estéticas en el quirófano del doctor Herman Marsh, sentí la imperiosa necesidad de ver y hablarle a mi hermana, no fuera que, por error del anestesista, me quedase tiesa en la camilla. Aún no me había atrevido a contarle a Johanna el rumbo que mi vida estaba tomando como consecuencia de mi encontronazo —mes y medio atrás— con nuestra tía en el Majestic Warrior.

Había llegado el momento.

A Johanna —como al resto de las personas involucradas— solo la haría partícipe de mi deseo por ver mi aspecto transformado, signo estético de una mujer liberada, gustosa de pertenecer al mundo de las «relaciones públicas» nocturnas. Extraída de mi boca, aquella justificación le parecería a Johanna tan inapropiada en mí como irreal a todas luces. Sin embargo, resultaría ser una verdad a medias. Y como verdad, debía atenerme a mi auténtico sentir, que clamaba a gritos alejarse, definitivamente, del físico descuidado que había padecido mi reflejo durante tantos años.

Había acordado verme con Johanna a las cuatro de la tarde en la cafetería de su nuevo centro de trabajo, Wyman Technologies, la gran empresa de tecnología militar en la que su marido Christopher ejercía, desde febrero de ese año, como director general tras el fallecimiento del padre y fundador.

Para Johanna, más que un trabajo, aquel quehacer —al que se había incorporado hacía tan solo un mes— sería un mero entretenimiento mental. Como yo misma le había vaticinado, la pintura y las clases de natación que habían ocupado su dilatado ocio como esposa de millonario acabaron resultándole un tedio para su espíritu aventurero, aquel mismo que en su juventud había desafiado al desquiciamiento de nuestra madre en Kansas y la hizo aprobar, más tarde, las oposiciones a policía local de Nueva York.

Según me había relatado ella por teléfono, su nuevo empleo junto a Christopher era muy parecido al que había ejercido —durante esos diez años en la capital— desde su departamento de asistencia informática estatal para los ayuntamientos de Maryland. Un empleo al que yo no le había conocido lugar físico, ya que, bajo argumento de mi hermana, la obligaban a ir de aquí para allá por todo el Estado implantando o actualizando nuevos programas y sistemas informáticos en los despachos de las alcaldías.

En el 852 de H Street Northwest se alzaban, dominantes, los diecisiete pisos de cristal ahumado de Wyman Technologies. A kilómetros a la redonda se podía distinguir el enorme ojo de metal dorado colocado en lo más alto del edificio, el símbolo del glorioso imperio de los Wyman a vista de los satélites; más allá de la troposfera, estratosfera y mesosfera. Por lo visto, el ego de la familia de mi cuñado no conocía parangón, y Christopher evidenciaba, en su cada vez más despótica conversación, ser un digno sucesor de la arrogancia heredada.

Un guarda de seguridad me dio el alto en la entrada. Requisó mi bolso medio minuto para llevarlo hasta la cinta de seguridad para que otro compañero y su monitor de rayos X constataran mi responsabilidad cívica. Traspasé el arco detector de metales con éxito, al igual que la confirmación en recepción de mi cita con la esposa del señor Wyman, mi hermana. Aun existiendo dicha corroboración, mi nombre y carné de conducir quedaron inscritos en la orden de visitas del día. Quizá, no se sabía cuándo ni de qué forma inimaginable, Madison Greenwood resultaría una amenaza para aquel gigante empresarial aliado del Pentágono. Nada más lejos de mi intención.

Al contacto de mis zapatos con el suelo del recibidor, se evidenciaba la genialidad del arquitecto contratado para dar imagen y cobijo al dominio Wyman. En el centro de la construcción reinaba lo diáfano en acertada mezcla con la luz natural. Las diecisiete alturas del enorme edificio se descubrían unas encima de otras, cercadas con barandillas metálicas y dadas al vacío, simulando con frondosas plantas colgantes la supuesta estructura escalonada de los Jardines de Babilonia. El techo del vestíbulo no era otro que la luminosa cúpula de cristal que sostenía el ojo dorado en el exterior, la efigie que, tras la bóveda vidriada, lanzaba infinitos destellos de atención a los trabajadores bajo su dominio. Pues, alzada la vista hacia la cúpula, se lograba ser testigo de la vida y bullicio en cada piso: desde el frenesí de la asistenta de la limpieza con su fregona en la planta cinco hasta el enfado telefónico del ejecutivo apoyado en la barandilla de la planta once.

Maravillada ante tal espectáculo arquitectónico, dejé atrás el mayor apunte decorativo del vestíbulo: un hermoso jardín en su parte central, perimetralmente cuadrado, y cuyo interior albergaba una cascada de fulgurante agua bajo la custodia de frondosas plantas enredaderas.

Dejando atrás la magnificencia de la familia de mi cuñado, me resultó fácil llegar hasta la cafetería de la empresa, con sus instalaciones, cómo no, en concordancia con la opulencia y estilo colosal del recibidor: lámparas de exquisito diseño, asientos de cuero negro en contraste con el color blanco de las mesas, y altas vidrieras que formaban una de las paredes frontales por la que se traslucía el trasiego de la avenida.

Elegí una mesa vacía junto a las cristaleras. Al minuto de permanecer a la espera, Johanna me sorprendió con su entrada en la cafetería. Estaba radiante. El cabello rubio se alisaba hasta el bajo de los hombros. Un traje chaqueta azul oscuro estilizaba su espléndida figura, ayudada por unos zapatos de tacón, blancos, de puro impacto. Un maquillaje natural y del todo favorecedor disimulaba con acierto el artificio mate del ojo de cristal.

Johanna me abrazó con intensidad, desplegando el mismo cariño que cuando acudió a mi rescate en Broken Bow para llevarme consigo a Nueva York.

Dos tazas bien cargadas de café sirvieron de excusa perfecta para adentrarnos en temas varios, en aquellas cosas que nos hicieran obviar el distanciamiento mantenido durante dos meses, el más largo desde que nos trasladamos a vivir por separado a la capital.

Observé a Johanna. Estaba distinta. Transformada. Irradiaba la felicidad y el relax que solo desprenden las personas a gusto con su conciencia. Acababa de regresar de la isla de Bali, Indonesia, donde Christopher conservaba una gran casa frente al Índico, legado de su padre.

En la primera media hora, después de que mi hermana recordara su espléndido viaje de playas paradisíacas y tras alabar la pérdida de mis cinco kilos en el último mes, la conversación se decantó hacia su estrenado trabajo en Wyman Technologies. Para mi sorpresa, había sido el propio Christopher quien le había pedido dirigir el mayor proyecto de seguridad informática de su grupo empresarial.

—Esto no se lo cuentes a nadie —me advirtió Johanna inclinada un tanto sobre la mesa—. Pero para todos los que trabajan en Wyman Technologies yo solo soy una ingeniera informática más, aparte de la esquiva esposa del director. Mi trabajo se mantiene en absoluto secreto, por mi seguridad y por la de Christopher.

—Siempre te ha divertido eso de poner en riesgo tu seguridad… —le expuse haciendo halagos a su audacia innata—. Eres una loca de cuidado…

—Las locuras se hacen por amor, ¿no? Desde que nos casamos, Christopher no ha hecho más que insistirme en aceptar un puesto en su empresa, y casi se me pone a llorar cuando le dije que sí. —Sonrió—. Para Wyman Technologies, mi experiencia profesional supone una tranquilidad absoluta en lo que concierne al manejo privado de sus cuentas y redes. Hoy por hoy, Internet es un hervidero de hackers y programas espías. Tengo un amigo que trabaja para Seguridad Nacional. Me veo con él una vez por semana… —Johanna se pensó mucho lo que iba a soltar por su boca. Se atrevió—: Este compañero me filtra de su puño y letra nuevos datos y actualizaciones, solo transferibles a través de red encriptada. Gracias a él, Thalion, el nuevo programa de seguridad informática de Wyman Tecnologies, estará listo en nueve meses. Y Christopher me estará eternamente agradecido.

—Así que el programa de seguridad que estás diseñando para Wyman Technologies copia la patente del mismo que blinda los ordenadores del Pentágono…

—Exacto.

—¿De dónde sacas tú ese tipo de relaciones? —acerté a preguntar—. Porque no creo que en el Ayuntamiento de Beltsville te hayas codeado con informáticos del Pentágono.

—Secreto de Estado, hermanita… —ironizó un tanto incómoda.

—No piensas que tu decisión de crear Thalion pueda ser un atentado contra la Seguridad Nacional. Imagina que los datos que barajas se pierden, o te los roban…

—Mujer, dicho así parece que le estuviera haciendo un favor a Al Qaeda.

—Infiltrar información de Estado no es un juego de niños —le espeté—. Espero que tú y tu amigo sepáis a qué estáis jugando.

—No te preocupes, Maddie. Sé lo que me hago —me respondió ocultando un remordimiento interior tras confesarme, quizá en exceso, lo vinculante a Thalion y a su creación ilegal. Johanna cambió de tema al instante—. Háblame de ti. ¿Qué tal en la cafetería? ¿Cómo vas con Larry?

El café me cayó caliente por el esófago.

Chasqueé la lengua. Miré a Johanna fijamente.

—¿Qué pasa? —me preguntó contemplando el encogimiento de mis facciones.

Le conté todo. Absolutamente todo. Desde mi encuentro en noviembre de 1997 con el joven Cameron Collins en Broken Bow (algo a lo que jamás le había hecho mención) hasta mi nuevo reencuentro con él, diecisiete años más tarde, y gracias a la fotografía en la que lo había descubierto retratado junto a Denise Seymour; la infidelidad de Larry con aquella mujer cobró rápido protagonismo en la conversación, así como mi encontronazo con la tía Gloria en… el metro. Tanto los nombres de Majestic Warrior como de Golden’s Club quedaron alejados de mi suelta lengua. Fue lo apropiado. Lo más cauto. Porque ante la simple mención de nuestra tía, vería a Johanna removerse en su asiento. Era preciso tantear el nervio de Johanna en lo concerniente a ese asunto, no fuera a tomar represalias imprevistas y acudiera al Golden’s Club con la escopeta cargada. Así que con una sonrisa de oreja a oreja para evitar rechazos, le referí mis actuales buenas relaciones con nuestra tía, su arrepentimiento por haberme separado de Cameron Collins tiempo atrás y su irrefrenable disposición para liberarse de sus culpas y llevarme frente a mi hombre, pues lo vería entrar un par de veces en el club nocturno donde ella trabajaba como cantante. ¿Cómo provocaría nuestra tía mi encuentro con Collins? Encumbrándome en mi nueva profesión: «relaciones públicas» de su club. ¿La próxima visita de Cameron Collins? Nadie sabía cuándo.

La vena del cuello de Johanna inició su hinchamiento característico. Explotaría allí mismo. Conmocionada y peligrosamente abstraída, se resistiría a administrarme la comprensión necesaria con que acompañar aquella retahíla de despropósitos.

Johanna pasó de escucharme a simplemente oírme, justo a los dos minutos de referir la cuestión de «trabajar la noche», convencida de que su hermana había perdido el norte.

Consciente de seguir pegándome contra un muro, y pese a ser vanas mis esperanzas para que Cameron llegara a recordarme (y mucho menos recuperar su apego emocional), obligué a Johanna a tragarse la evasiva de que mi amor imperecedero hacia aquel rompecorazones era lo que, en la actualidad, movía todo mi ser; lo que me catapultaba hasta la locura de verme momentáneamente en la industria nocturna, en un afán por recuperar aquel amor de juventud y, bajo una conveniente transformación física, descubrir si él aún podría corresponderme de igual forma…

—¿Pero te has vuelto loca? —explotó por fin mi hermana con la ira surcándole la arruga de la frente y la boca. En la superficie de la mesa tensó su mano derecha, convertida en un puño. No me atreví a sostenerle la mirada—. ¿Vas a ejercer como puta por ese tío?

—Relaciones públicas, Johanna.

—¿Qué diferencia hay, dime…? ¿Crees que en un club los hombres saben discernir entre una puta y una tía que solo quiere darles palique? —Agaché la mirada desarmada ante su verdad—. Mira, Maddie… La noche es muy peligrosa. A saber qué gente te encuentras en ese club o qué patrañas le han metido en la cabeza a la tía para que te confíe ahora ese trabajo… ¡Gloria ha perdido definitivamente la cabeza, y tú con ella!

Un desastre. Había fracasado en la «suave» versión de los hechos, buscadora del plausible beneplácito de mi siempre protectora hermana mayor. Johanna, como predecesora en la línea de mi vida, dinamitaba todas mis defensas. Con ella no había nada que hacer, ¿y qué esperaba? En realidad, pude albergar una mínima posibilidad de que, sintiéndose feliz con su nueva vida, también fuera condescendiente con el insólito cambio que aspiraba yo a darle a la mía. Pero la protección familiar de mi padre hacia sus hijas ejercía, por enésima vez, su influjo en la mayor de nosotras. Lógico, por otra parte: desde que yo nací, Johanna había sido más madre mía que la propia de ambas.

—Hay otras formas de reencontrarte con ese Collins. ¿Es que acaso no lo has pensado? —continuó—. Puedes hablar con su entorno, puedes enterarte de dónde vive, puedes hacer miles de cosas antes de…, de verte metida en ese club… Pero… ¿qué te ha hecho pensar que ese hombre seguirá recordándote? Maddie, por favor, escúchame… Ven conmigo a mi casa. Tienes que alejarte de la tía. Ella no es una buena influencia para ti. ¡¿Pero cómo tiene la desfachatez de incitarte a esa barbaridad?!

—Ella tiene contactos serios. Debes tranquilizarte por eso. Además, me apetece vivir nuevas experiencias. ¿No crees que he perdido demasiado tiempo junto a Larry? Necesito salir, divertirme… Tú misma me lo decías…

—Maddie, soy la primera persona que se alegra de que te hayas separado de Larry, pero hay otras formas de recuperar el tiempo perdido. ¿No crees?

—No, Jo. Debo hacerlo. Por mí y por Cameron —repuse con un inmenso deseo de relatarle a mi hermana toda la verdad. Dubái. Mafia rusa. Asesinato.

—Mira, Maddie, en este tema no entran las discusiones. No vas a hacer ninguna tontería más. Hoy mismo te vienes a mi casa y si quieres buscamos juntas la dirección de residencia de ese Collins. Wyman Technologies tiene una base de datos increíble. Y seguro que encontramos algo.

—No… —le repetí con ganas de levantarme de allí y así ahorrarle a mi hermana más sufrimiento innecesario—. No es tan sencillo como piensas…

Por supuesto que esa, la búsqueda enfática de información, era la posibilidad más cercana, fácil y menos problemática de acercarme a Cameron. Pero su intención de desaparecer del mapa y esconderse bajo las vestiduras de un tal Isaak Shameel reducía a la nada la posibilidad de toparme con cualquier dato veraz sobre su localización.

Johanna quiso dejar zanjada la conversación con un conveniente golpe en la mesa. Impulsiva, no dio pie a más debate.

—Dime dónde vive ahora la tía Gloria. Hablaré con ella.

Suspiré para mis adentros. No desvelarle a Johanna la residencia de mi tía en el mismo Majestic Warrior, como tampoco el nombre del club al que me disponía a entregarle mis noches había sido, cuando menos, un bendito acto de prevención. Eso que había salvado. Y ganado.

—Johanna, no hagas esto más difícil. Está decidido. Solo quería que supieras la verdad que me mueve en estos momentos. Pensaba que mi cambio de vida te haría feliz…

—¿Cómo puedes tergiversar las cosas de ese modo? No es el qué, sino el cómo de este asunto lo que me preocupa. Trabajar en un club… ¿Pero es que acabas de caerte de la cuna?

—La tía Gloria me jura que…

—¡Madison! ¡Deja ya de contrariarme! Si quieres seguir siendo mi hermana, te vendrás conmigo a casa. ¡Ahora! Te buscaré un empleo en esta empresa si es necesario y te ganarás la vida como una mujer normal…

—Nadie es normal en este mundo. Ni tú ni nadie —arremetí fijándole la mirada más de lo permitido. De lo debido.

Palabras desafortunadas.

El cristal. Su pupila derecha, muerta, se empañó al instante. La sangre le cruzó doliente bajo las cicatrices alrededor de la sien.

Lejos de mi intención se encontraba la alusión hacia los vestigios de la tragedia del 11-S marcada a fuego en su carne, estigmas de una «anormalidad» física injusta y traumática. Mis palabras quedaron pendiendo en el aire, sin dueño, sin verdad donde reposar su caída. La mala interpretación tomó enseguida posesión de ellas. Y la inocencia terminó ahogada por el puño opresor del complejo.

—No, Johanna. Entiéndeme… No me refería a… —Intenté acercar una mano a la suya. La alejó de la mesa con su gesto despreciativo.

—Creí encontrarme hoy con mi hermana —me dijo asumiendo la incontinencia de su lágrima—. Y ahora no sé a quién tengo delante.

Se levantó de la mesa.

—Espera, Johanna… ¡Por Dios…, escúchame!

Se alejó a paso ligero, cruzando las puertas de apertura automática que la llevaban hasta el vestíbulo principal. Desapareció entre la nube de ejecutivos que enardecían el ambiente del edificio.

Me había quedado petrificada en el asiento. Sola. Odiándome por abrir la boca de forma tan inconsciente. Tan desafortunada. ¿Por qué ella había pensado que me refería a la mutilación ocular que arrastraba tras salvarle la vida a decenas de personas? Antes acabaría suicidándome si me adivinaba con intención de utilizar su minusvalía para reafirmar cualquiera de mis actos.

Con puño descontrolado golpeé la mesa, haciendo tambalear las tazas sobre sus platillos con el café tibio, a medio terminar. A mi asalto, la rutina del local se quebró de súbito. Bajo corbatas y carmines, las miradas acusadoras no se hicieron esperar. Sin piedad.

Al parecer, el protocolo de Wyman Technologies no acostumbraba a consentir en público y dentro de sus instalaciones una mujer criada en Oklahoma. Alertado por mi falta de contención, el que debía de ser el jefe de sala apretó el paso para darle a mi estancia el punto final.

Me miró sin mirar. Me habló como quien intenta razonarle a una piedra:

—¿Ha terminado su café, señorita? —El de flequillo lamido y delgadez enfermiza comenzaría a recoger las tazas sin mi permiso.

Planté un billete de cinco dólares sobre la mesa.

—Sí. Ya he terminado —le contesté.

No esperó a que me levantase. Me echaría sin más, a buen uso de su falsa pleitesía:

—Bien, pues que tenga un buen día.

Aquel hombre no malgastó más saliva en refuerzo de la convicción. Y tras recoger los cinco dólares, convino en sacar la bayeta y limpiar de la mesa la huella de mi visita. Para siempre.

Alcé mi bolso hasta el hombro. Arrastré la silla hacia atrás. Me puse en pie. La sala quedó silenciada a mi salida. Por suerte, allí nadie tendría una piedra a mano. Se contentarían con clavar su mal ojo en mi nuca, todos ellos, personal y clientes: «No vuelvas a aparecer más por aquí, chica de provincias».

Y así lo deseé.

19

La liposucción y el levantamiento de senos me dejaron semana y media postrada en la cama. Durante ese tiempo y por indicación del doctor Marsh, habría de acostumbrarme a convivir con la fuerte opresión de vendajes en los pechos, glúteos y muslos. Aleccionada por el simpático cirujano, este remedio ayudaría a la piel a adaptarse a los nuevos contornos del cuerpo. Del mismo modo, y una vez terminado el tiempo de reposo, el doctor Marsh me exhortó a acudir a clínicas de masaje linfático, así como a caminar casi de continuo para no sufrir, en el peor de los casos, una embolia, un coágulo de sangre que emigrara directo a los pulmones. Ante semejante panorama, apremié al sentido común para instarme a la baja médica en detrimento de mi empleo por las mañanas en la agrupación de amas de casa. El kickboxing hacia la madrugada habría de aguardar también a la habituación de mis rutinas. En esos días, Taylor, siempre atento a mi acomodo y mes y medio después de nuestra pequeña disputa en la sala de entrenamiento, rehusó por fin añadir más leña al fuego. Algo le haría cambiar de actitud para amoldar la lengua a una inesperada impasibilidad hacia mi secreta misión en el Golden’s Club. No tardaría yo en agradecerle aquel gesto de reconciliación, acorde, como era de esperar, con su caballerosidad innata.

Durante ese mes de transformaciones abandoné a Larry en casa a su suerte. Creo que tengo la gripe. Voy al piso de una amiga. Estaré fuera algunas semanas…, le aludía mi imaginación a Larry, con la maleta a cuestas y a dos horas de sucumbir a la anestesia del quirófano del doctor Marsh. La justificación dada a mi futuro exmarido hubiera sobrado del todo de no haber seguido trabajando como secretaria en la asociación de mi suegra. Con una rápida llamada al trabajo barajé la posibilidad de reforzar la maniobra de la enferma febril de cara a la Confederación Católica de Amas de Casa de Foxhall. Por cuestiones del frío invernal, la nuera de Abigail Bagwell no aparecería por la oficina durante algún tiempo al habérsele agarrado al pecho una gripe de órdago.

Pero el intento resultaría vano, por no decir impracticable. Al margen de la legalidad, mi suegra, con un olfato de hiena y aleccionada por la clara indiferencia de su nuera hacia su hijo —las visitas de Larry a su madre con el estómago vacío ya eran una constante desde hacía unas tres semanas—, induciría mi inmediato despido en el despacho de la presidenta de la asociación. El motivo expuesto ni me lo planteé, y tampoco me importó. Una llamada a mi móvil de Clarice Powell, mi compañera y fan acérrima del presidente Kent: «Te han despedido. No sabes cuánto lo siento»…, fue el único mensaje que me llegó a los oídos para dar constancia de que mi presencia, desde aquel día y para siempre, sería non grata en la asociación del botox y el carmín a kilos.

Y es que el día anterior a mi despido, Larry, por fin, se convidó a soltar toda su desgracia delante de papá y mamá. Harto de la comida en lata, de la montaña de su ropa sin planchar, de mis ausencias largas e interminables. La última, la que en ese tiempo había ocupado, quizá la del sin retorno. A 19 de noviembre, la servicial esposa de Larry Bagwell llevaba tres semanas enteras sin aparecer por casa. Ni que decir tiene que en la suite del Majestic Warrior, con mi tía, se dormía de fábula y se vivía mejor. A tal pasividad por mi parte era de esperar que, a mi vuelta —si es que me daba por ahí—, la puerta de mi «nidito conyugal» la encontrara con la cerradura cambiada por orden no ya de mi marido, sino de su monopolista propietaria, Abigail Bagwell.

Ante mi evidente abandono del hogar, estaba claro que mi suegra ocultaría a ojos de sus compañeras la nada ejemplarizante situación matrimonial de su hijo. En el mundo de los Bagwell, el de la apariencia, convenía ser perfecto, intachable, incorruptible. Y mi esterilidad, sumada ahora al abandono del hogar, engendraba la fiera que Abigail tanto temía, las mandíbulas de lo «no correcto» que pudieran despedazar la estabilidad familiar de la que tanto y durante tanto tiempo se había jactado.

Imposible era ya retornar a mi antigua vida. Y aun con todo, no dejaba de sentir cierta lástima por él, por Larry, pese a convencerme de que compartir la existencia con ese vago había sido una soberana pérdida de tiempo. Al final, mi conciencia, en los momentos de mayor congoja, acordaba que nada se me había perdido en el apartamento de mi suegra, (salvo alguna ropa y recuerdos varios) y que nuevas posibilidades de cambio se abrirían ante mí en el caso de que la gerencia del Majestic Warrior accediera a alojarme junto a la cantante de su club.

Arrastrada por el fluir de los acontecimientos, convidé a mi mente a no darle más vueltas al derrumbe de mi matrimonio. Rodeada del buen talante de Yvonne, de la gentileza de Taylor y del amor maternal de mi tía, no habría tiempo para el apego a melancolías, ni siquiera para esa dependencia emocional que parece resistirse a abandonar exiguas existencias desprovista de amaneceres libres, como la mía.

El viernes 21 de noviembre, a treinta y nueve días de reencontrarme con Cameron en Dubái —si es que no se le ocurría aparecer antes por el Golden’s Club—, me levanté de la cama del dormitorio auxiliar en la suite de mi tía pensando en mi hermana, como cada amanecer posterior a nuestra discusión en la mañana del día 5, en la cafetería de Wyman Technologies. Cuatro habían sido las veces que había podido llamar a su móvil, y cuatro las veces en las que su indiferencia había dejado sonar el móvil hasta mi hartazgo. Obligada me sentía a aclararle su equívoca captación de mis palabras, aquellas que parecían distanciarnos más allá de toda discusión vivida entre las dos. Pero al paso de esas dos largas semanas, Johanna insistiría en darle viveza al ceño fruncido. Decidí entonces no forzarme a más intentos y otorgarle así un tiempo a su reflexión y perdón. Con mi hermana era difícil enfadarse, pero cuando la disputa saltaba a la palestra también aprovechaba a lucirse su yo más ofuscado y cabezota. Tiempo. Solo tiempo. Siempre se le pasaba. Lo más tedioso, no saber cuándo.

Aquel día hubiera pasado lento y monótono, conforme a mi anterior tiempo de recuperación, si no hubiera sido porque se trataba de la última jornada en la que me mantendría presa bajo las vendas compresoras. A la mañana siguiente les diría adiós para pasar directa a manos del oftalmólogo, amigo del doctor Marsh, con el que mi decena de dioptrías (inamovibles hacía ya unos cuantos años) desaparecerían casi por arte de magia. Era esa, la operación ocular, la que más ilusión despertaba en mi interior. Intensa emoción ante una realidad, siempre utópica: poder disfrutar de una visión real, clara, nítida, como ya no llegaba a recordar.

Hacia las once de la mañana, más ilusiones se sumarían a ese 21 de noviembre. Una llamada a mi móvil. Taylor. Me invitaba a cenar, esa noche de viernes, por primera vez desde que nos habíamos conocido. Sin darme lugar a negativa, estaba dispuesto a llevarme del brazo hasta un restaurante de lujo, de reciente apertura y propiedad de un amigo suyo. Al colgar el teléfono, toda mi incertidumbre se redujo a qué debía ponerme para asistir a aquel lugar, tan alejado de los requerimientos estilísticos del McDonald’s de mi barrio al que Larry me había llevado, invitada con frecuencia, incluso para «celebrar» alguno de nuestros aniversarios.

Ya en la tarde, sobre las tres, y aprovechando la siesta de mi tía frente a la televisión del gran salón, indagué por el armario de la cantante por si encontraba un vestido acorde a mi gusto. Lentejuelas, encajes recargados y brillos ochenteros… Era de esperar no encontrar nada; no ya por lo extravagante de las vestiduras de Gloria, sino por lo holgado de sus costuras, que a buen seguro me darían dos vueltas de cintura con cada ancho de prenda. Quizá si cortáramos de aquí y cosiéramos de allá, podríamos sacar el vestido acorde con una treintañera de inicios del siglo XXI.

Opté por rescatar del hacinamiento de su ropa un vestido negro, el más discreto, estilo «viuda». En su vuelo por el aire y a fin de reposarlo sobre la cama arrastré un marco de la mesilla de noche. ¡Crash! El cristal se hizo añicos contra el suelo.

—Mierda… —solté intuyendo vano mi esfuerzo para no despertar a Gloria.

Recogí los cristales con mucho cuidado, amontonándolos en una esquina de la mesilla. Levanté de la moqueta el marco y le di la vuelta. Frente a mí, la sonrisa de una pareja: él muy guapo, ella de aspecto latino conservaba una mirada angelical. La decoloración del papel fotográfico me llevó a pensar que aquella instantánea debía de tener más de treinta años. Pero ¿quiénes eran? Por supuesto que no era la desavenida pareja que formaran mis tíos, como tampoco ninguno de los familiares que conocía.

—Es tu primo Dwayne con su novia Valentina —pronunció mi tía desde el vano de la puerta.

Yo me revolví en mi sitio, sin saber de qué forma excusar la rotura del cristal.

—Lo siento, tía. Me he puesto a curiosear y he sacado uno de tus vestidos… He tirado sin querer el marco…

—¿No te parecen guapísimos? Ahí estaban de vacaciones en Key West. Ella tenía muchas ganas de conocer los cayos de Florida. Se lo pasaron estupendamente. A su regreso toda esa felicidad que irradiaban se esfumaría.

Me obligué a contemplar de nuevo a los enamorados inmortalizados en papel. En efecto. Era mi primo, ¿cómo no me había acordado de su bello gesto? Tan guapo, tan desconocido a la vez. Siempre amarilleada la sonrisa en el desgaste del papel fotográfico, en las instantáneas halladas por mi curiosidad juvenil al fondo de cajones jamás vueltos abrir.

Dwayne McGowan y Valentina Castro. Dos amantes, dos tragedias. Sus dos tumbas, en el cementerio de Broken Bow.

Las tripas se me revolvieron al rememorar aquel día de fatídico descubrimiento: mi tía arrodillada frente a la tumba del hijo. Su confesión al aire. Su acto asesino cayendo en mis oídos. A su izquierda, el montículo de tierra, la cruz roñosa. La tumba de la felicidad arrebatada. Con impunidad. Sin piedad. El nombre: Valentina Castro, apenas legible, punteado en el hierro con pulso avergonzado.

Eso no era una tumba. No era nada que se asemejara al legendario amor que la mujer enterrada allí le pudiera haber procesado a mi primo, hijo primero de los McGowan.

A mi lado, mi tía parecía seleccionar cada palabra referida al recuerdo de su hijo:

—Él era el tesoro de mi casa. Intentó siempre alejarse de lo dañino que rodease a su padre, a su madre. No supe valorarle la hazaña. Me faltó coraje para ayudarlo en su sufrimiento… Al quitarse la vida se llevó consigo la mía… —Mi tía cerró los ojos, saturados de amarga memoria—. Con la muerte de Dwayne comenzaría toda nuestra tragedia.

—¿Encontraron a los asesinos de Valentina?

Mi tía negó con la cabeza.

—Niña, no quieras ser tan ilusa como yo lo fui entonces. En los ochenta, el esclarecimiento del asesinato de una inmigrante mejicana en Oklahoma era lo más parecido a investigar el espachurramiento de una hormiga bajo la pisada de un crío. Con la Guerra del Golfo en ciernes ya tenían más que de sobra. Qué va. Encontrar a los culpables… Una violación, un asesinato de tantos… ¿Cómo iban a indagar en la investigación si tu tío fue el primero en tachar a Valentina como la puta a la que pagaba su hijo, y que por su dudosa honra se había buscado su mala suerte? Gracias a tu tío el suceso fue conocido en el pueblo como «el caso de la prostituta mejicana». —Gloria se acercó hasta mí. Le ofrecí la fotografía. La voz se le quebró al instante al contemplar a la pareja retratada—. Eso fue lo que hundió a Dwayne: su familia en contra de su amor, de su dolor. Su madre, su propia madre sin ofrecerle el consuelo que necesitaba… Debí hablarle, no callar… Decirle que me tendría a su lado…, siempre… Que lucharíamos juntos para encontrar a los asesinos de Valentina… ¡Oh, Dios mío! Daría toda mi vida por volver atrás… —Las lágrimas rodaron por la arruga de su dolor—. Había demasiada verdad en ellos como para sobrevivir a esa época, eso es lo cierto. Valentina era una buena chica, trabajadora… Solo buscaba una vida nueva, una vida digna sirviendo mesas en el país de las oportunidades, y mira con lo que se encontró: con la maldita familia McGowan al completo. A veces pienso en los malnacidos que la mataron…, viviendo hoy una vida que jamás debió corresponderles…

—No deberías torturarte más por aquello. Tienes que hacer todo lo posible para dejar el pasado atrás. Revolver en lo que ya no podemos cambiar nos inducirá siempre al sufrimiento… Debes pasar página de una vez…

—No puedo, Maddie… Hay un pasado que vuelve por necesidad; sin tú desearlo. El pasado que en su último recuerdo trae consigo a la muerte. Y Dwayne será, aunque no quiera, mi último recuerdo.

—Ellos seguro que no desearían verte así. No mereces…

—Una cosa es lo que los demás crean que merezco y otra muy distinta lo que una misma crea merecer —me interrumpió enjugándose el agua de sus ojos para después devolver el marco a la mesilla. Sonrió, de repente—: Así que vamos a dejarnos ya de dramas y a vestirte decentemente para la cena con el apuesto galán.

—¿Cómo sabes que…?

—Las viejas no dormimos, solo nos acostamos. El sueño ya dejó de serlo hace mucho tiempo para tu tía. Súmale a que en la cárcel mantener un ojo abierto y el otro cerrado es vital para evitar robos. —La contemplé ensimismada. Medio segundo le bastaba para recuperar la jovialidad que había imantado a tanta gente en aquellos desayunos y merendolas en su Gloria’s Muffins—. ¡No me mires así! Te he oído esta mañana hablando por teléfono con Taylor. Y si no me hubiera quedado traspuesta en el sofá, te habrías ahorrado la búsqueda en este armario de los horrores. A mediodía he salido y te he comprado dos vestidos. Los tenía en mente desde la semana pasada… Iba a reservarlos para tu posible reencuentro con Cameron Collins en el club. Pero no voy a dejar que vayas como una piltrafa a la cena con Taylor. Esos músculos…, ese cuerpo de guerrero venido de la antigua Grecia se merece una mujer que se asemeje, por una noche, a su diosa…

Observé a mi tía convencida de hallarme ante su enésimo desvarío mental ante el sostenimiento de sus siete décadas de desgaste.

—Pero… has estado todo el día aquí metida… No te he visto salir —repuse.

—He aprovechado por la mañana para darme una vuelta mientras te duchabas. Acababas de terminar tu conversación con Taylor. Y no creas que los vestidos los he elegido en el tiempo que has tardado en salir del baño. Como te he dicho, llevaba echándole el ojo a esos trapitos más tiempo del que puedas imaginarte.

Quedé obnubilada. No salían las palabras. Mi tía me tomó de la mano y me llevó al salón. Un maravilloso vestido de cóctel se encontraba desplegado en el sofá donde había dormido ella hacía unos minutos. Me acerqué al traje gris perla como si se tratara de una verdadera reliquia. Su corte imperio daría la justa discreción a mis vendajes sujetos a mi pecho y caderas, y los bonitos bordados unidos al acabado de encaje por encima de las rodillas ofrecían al conjunto un aire fresco a la par que elegante. Leí la etiqueta que colgaba de una de las mangas: Dior.

¡¿Qué?! Me dispuse a idear la excusa idónea para enfrentarme a la estirada dependienta de la boutique que había visitado mi tía esa mañana. Convencerla para que nos devolviera el dinero. «Lo siento, pero mi tía no anda bien de la cabeza». Algo así podría funcionar.

—¡Qué has hecho, tía! Este vestido es carísimo. Tienes que devolverlo…

—¡A callar! —exclamó. Su grito me dejó helada—. ¡Vuelvo a repetirte que en cuestiones de mi dinero tú no tienes nada que objetar! —Y tan solícito como apareció, su imperativo se esfumó al instante. Se cruzó de brazos lanzándome toda su picardía—. Pero aunque te mande callar no significa que te quedes ahí como un pasmarote sin que vengas a darme un beso.

De nada servía contrariarla.

Corrí hacia ella como una niña a la que le trajeran el mejor regalo para Navidad. La besé con fuerza, una y otra vez. Ella rio entre mis brazos:

—Ya sería el colmo que, después de diecisiete años, siguieras negándole los besos a esta pobre vieja.

20

—¿Te he dicho que estás preciosa? —me aduló Taylor en la mesa del restaurante.

—Tres veces. Al final voy a creérmelo —murmuré divertida.

—Y nadie te culparía por ello —atinó a decir mi compañero.

El patio interior del restaurante Navona, en el 675 de 15th Street Northwest, era una auténtica delicia, con su decoración inspirada en la encantadora y más famosa plaza de Roma. Celosías de madera cubiertas por el abrazo de plantas trepadoras daban perfecto fondo a los bustos de piedra a nuestro alrededor; y lienzos, muestras vivas del renacimiento italiano, terminaban por completar el toque hiperromántico de aquel ambiente subyugador de sentidos. Lo más hermoso: el mismo centro del comedor, donde se apreciaba una pequeña réplica de la fuente de los Cuatro Ríos, ornamento fundamental de la plaza que imitaba. Era bien sabido que yo jamás había pisado Roma, por lo que agradecí a Taylor la improvisada clase de Historia del Arte que me regaló nada más sentarnos a la mesa. De ese modo, alcancé a valorar, por un lado, el esfuerzo decorativo de su amigo, propietario de aquel restaurante de reciente apertura y, por otro, el inusitado gusto de Taylor por la pintura y la escultura en todas sus vertientes históricas.

Nada más sentarme a la mesa, y a plena vista de mi fornido acompañante, mi inseguridad me lanzaría avisos concernientes a mi aspecto: si realmente aquel era el recogido de pelo adecuado o si este el vestido más apropiado o si las gafas de siempre las más acertadas… Bueno…, las gafas eran otro cantar y no tenía más opción que llevarlas también aquella noche, hasta la mañana siguiente, en cuanto mis pupilas abrazasen su libertad tras la operación.

Mientras me deleitaba con la compañía y charla de mi buen amigo, los camareros sorteaban las mesas con paso sordo, como ánimas serviciales de la diosa Afrodita, cómplices de las conversaciones de amor o desamor que noche tras noche dieran sentido al cometido de aquel negocio. Todo estaba predispuesto: ambientación, decoración, servicio, comida, para que los amantes —o aspirantes a serlo— se acomodaran en una atmósfera acorde con el final planeado para encuentros románticos de tal calibre. Y era precisamente eso, el romanticismo de aquel lugar, sumado a un final inesperado de esa noche con Taylor, lo que recalaba en mi interior a modo de nervio tácito.

Y es que al tomar el ascensor tras dejar la suite de mi tía, nos habíamos topado de lleno con Yvonne saliendo de la cabina. Por lo visto no encontraba su móvil y había cavilado la posibilidad de que el aparato se hubiera caído entre los asientos del sofá de Gloria, lugar en que me convidaba, cada fin de semana, a su charla y consejos. No obstante, no recordaba en esos días haber visto móvil alguno al acomodarme en ese sofá, a no ser que mi tía lo hubiera guardado.

No logré sostenerle la mirada a Yvonne. «Dios mío, Maddie, ¿qué estás haciendo?».

Ese, el despiste de Yvonne con su móvil, un ínfimo descuido comparado con el que yo acababa de imponerle a la realidad, viéndome allí, aferrada al brazo del exnovio de mi buena amiga.

De inmediato, mi voz interior buscó tranquilizarme, con Taylor a mi derecha e Yvonne de frente. Tampoco tenía por qué llevarme la situación a la tremenda. Como me habían informado ambos por separado, su relación había quedado engullida por un pasado sin demanda ni retorno…

No. Había sido un descuido imperdonable no haber avisado antes a Yvonne de mi cena con Taylor. Porque en el momento en el que los dos me habían confesado su fugaz affair, tanto los ojos de Yvonne como los de Taylor habían caído silenciosos, arrastrados por un halo de contrariedad hacia la palabra propia, como si la indiferencia manifiesta hacia el otro nunca hubiera sido tal, sino todo lo contrario. Y allí, esa noche, Yvonne me dio la razón. La mirada indolente sin serlo, la sonrisa impostada al vernos, similar al gesto maquillado en la cara del payaso sin niños. Por falta de reflejos, la sobrina de Gloria no halló el rompehielos adecuado. La otra, en cambio, sí. «¡Que lo paséis bien!», nos dijo Yvonne al cruzarse con nosotros. No me atreví a leerle aquel perpetuo gesto de falsa complacencia. «¡Gracias!», se me ocurrió decirle. Fría y distante, Yvonne prosiguió con su andar por el pasillo. Tocó a la puerta de la suite 2023. Mi tía la invitó a pasar. Cerró. Desapareció. Por desgracia, la tierra no planearía engullirme tras mi encuentro con Yvonne, y la vergüenza impuesta por esa maldita casualidad hube yo de padecerla durante toda esa noche. ¿Se sentiría Yvonne molesta con mi imprevista cita con Taylor? Sí. ¿Desearía ella arrancarme cada pelo de la cabeza al día siguiente? También.

Por su parte, Taylor, vestido con elegante traje negro y camisa azul eléctrico, restó importancia a lo que para mí era la más grave traición que pudiera haberle hecho a mi querida amiga. «No te preocupes. No hubo nada especial entre nosotros», advirtió él mientras me llevaba en su precioso Audi deportivo por el centro de la ciudad; «solo sexo, puro sexo», añadió él. Pero su ánimo por tranquilizarme no alejó la voz de Yvonne de mi cabeza: «No caigas en las redes de ese tipo, es un consejo». Tras nuestro encontronazo en el ascensor, acerté a leer entre líneas aquella recomendación de mi consejera: «No te acerques más de lo debido a Taylor o te sacaré los ojos».

A las diez de la noche terminamos con el segundo plato y enseguida dimos paso a los postres. En la espera de las dos tartas de queso con mermelada de arándanos faltaron las suficientes locuciones como para no sentirnos incómodos el uno con el otro, allí como estábamos, rodeados de comensales abstraídos en promesas de amor y miradas eternas. Taylor, con rápido reflejo, derribó el muro del silencio con una improvisada charla acerca de las ventajas e inconvenientes de trabajar para el Majestic Warrior. Pero yo, su compañera de la noche, me sentí hastiada de volver a prestar atención a semejante tema, tan recurrente para Yvonne en las últimas semanas. En sutil escapada, propuse a Taylor un declinar en la conversación. Un asunto que contribuyó a que su último sorbo de vino se le atragantara.

—Hay algo más que te ata a Yvonne, ¿no es así? —me atreví a decir sintiendo el alcohol del tinto latiéndome en las sienes—. Y no me digas que no porque no voy a creerte.

Taylor, tras carraspear y desestimar la opción de morir ahogado, lanzó media sonrisa frente a su entrometida alumna de esa particular forma de boxeo.

—¿Qué te hace pensar eso? —repuso.

—Ella —le dije—. Y también tú. Os engañáis, además de engañar a los que os escuchan, cuando habláis de lo poco que os importa el otro. Presiento que compartisteis algo más que… —me interrumpí. La mirada de Taylor cayó sobre el mantel, huidiza—. Vaya… Creo que me estoy metiendo en cosas que no me importan… Lo siento, es este vino italiano… —Debía salir de esa como pudiera. Sonreí. Levanté mi copa y le di el último sorbo al mejor vino que había probado en mi vida—. Se me sube a la cabeza y ya no sé lo que digo.

—No dejes que Yvonne nos joda la noche. Ella es el pasado. Nosotros el presente. Brindemos por el aquí y el ahora. —Nuestras copas tintinearon sobre el pequeño centro floral. Su vela blanca, delgada, encendida, me concedería la llama de confianza que esperaba aún prender en Taylor.

—Todavía no me has contestado —insistí en mi acercamiento hacia el precipicio.

—¿Qué quieres saber? —Taylor endureció el tono—. ¿Cuántas veces me acosté con ella? ¿Lo que sentí al descubrirme encoñado por una mujer que aprovechaba nuestros viajes al campo para encontrar el lugar idóneo donde enterrar a su marido?

—Me cuesta imaginar que Yvonne matase a…

—Pues lo hizo, Madison. Lo hizo. En veinte días saldó la cuenta con los sicarios. Después, su ansia por el lujo la acostumbraría al dinero fácil del Golden… No ha querido dejar el club para seguir mamándosela al poder que la viste y la calza. No es una mujer con la que debas tratar… Y sinceramente… No sé qué se le pasó por la cabeza a tu tía para presentarte a Yvonne.

—Es simplemente la mejor…

—La mejor… ¿en qué?… Dime. ¿En cómo tirarse al político de turno para que no investiguen la desaparición de tu marido, eh? —Se me quedó mirando, estático, como si acabara de descubrir la razón misma que guiaba mi camino hacia el Majestic Warrior—. Quieres matar a Larry… Es eso… Claro… Follarte al capitán de policía del distrito de Columbia para que sus subordinados en la zona miren para otro lado… No puede existir mejor motivo que justifique tu entrada en el Golden. Al final, todas perseguís lo mismo…

Cruzamos la mirada. Él amenazante, yo temerosa. ¿Estaba realmente hablando en serio? Escudriñé su silencio. Si buscaba mi confesión acerca de lo que me proponía con mi entrada en el Golden’s Club, aquel método suyo desembocaba de lleno en el desacierto. Aun intuyéndome con intención de no darle respuesta ni rebate algunos, de los labios de mi acompañante surgiría una extensa sonrisa. Yo le seguí la broma ahogando en el pecho el temor generado por culpa de aquella deducción de Taylor tan malintencionada.

—No creas que me han faltado ganas para matar a Larry —le dije sonriendo—. Pero démosle una oportunidad ahora que habrá aprendido a lavarse solito los calzoncillos.

El camarero llegó con las dos tartas de queso y arándanos. Se despidió deseándonos buen provecho. Ya a solas con Taylor, tomé la cucharilla y partí un trozo. Me lo llevé a la boca. La tarta estaba deliciosa. Mientras, él insistió en reflotar los pensamientos que lo acuciaban a la provocación. Retomó el tema que, a falta de contestación, le carcomía por dentro.

—¿Es para ti tan importante conocer la verdad de lo que hubo entre Yvonne y yo? —me preguntó con ojos algo más que confidentes. ¿Qué se proponía Taylor? ¿Tantear hasta qué punto llegaríamos a intimar en esa noche?

—Sí… Quiero…, quiero decir… No… —balbucí nerviosa—. En fin… Soy amiga de Yvonne y lo último que desearía es hacerle daño. Debí informarla de que esta noche saldría contigo. Pero todo ha sido muy precipitado, y el descuido me va a salir caro con ella.

—Está bien… —Taylor redujo la distancia entre nosotros alargando el cuello sobre la mesa. Los ojos le brillaron más que nunca—. Hagamos un trato. Yo te acerco a las desafortunadas causas que me atan a Yvonne si tú me cuentas el porqué de tu elección para acostarte con senadores a punto de jubilarse.

—No volvamos a lo mismo de siempre… —repuse sintiendo la caída de mi buen humor. Me lo merecía. Yo había sido la primera que había metido el dedo en la llaga en referencia a su exnovia. Ahora le tocaba a él—. Te contaré todo, Taylor. Te lo prometo. Pero tendrás que esperar el momento…

—¿El momento para qué…? —Despertaba en él lo que debiera haberse quedado no ya dormido, sino muerto. Ni la calidez y serenidad del restaurante Navona serían suficientes escudos para su nervio—. ¿Para verte en la cama bajo un hijo de puta? ¿Qué puede valer más en este mundo que tu dignidad? Mira, Maddie…, aunque no quieras, me has hecho partícipe de toda tu mierda. Y voy a sentirme responsable de todo cuanto pueda ocurrirte a partir de ahora. Así que deja de pensar que vas a entrar en el club, porque seré yo el primero que te cierre sus puertas.

—Por mi seguridad…, no lo hagas.

—Tu seguridad es ahora mi seguridad —me dijo con turbadora nobleza.

—Entonces, no quieras preguntarme más.

Nos interrumpió a mi izquierda la voz grave de un hombre, alto y de gentil semblante. El propietario del restaurante. Sin haberse repuesto aún de nuestro enfrentamiento, Taylor se levantó y le dio a su amigo un efusivo abrazo. El empresario, de unos cuarenta y muchos, casi igual de atractivo que Taylor, esperó —según protocolos— a que yo le tendiera el saludo. Me levanté de la silla y le ofrecí la mano. El hombre la tomó cortés.

—¿Me permite, señorita, robarle unos minutos a su compañero? —me pidió con un beso que apenas me rozaría el reverso de la mano.

Asentí complaciente. Por los ojos de Taylor todavía andaba metido lo espinoso del tema que amenazaba con fastidiarnos la noche. Hizo caso omiso a lo recién ocurrido en nuestra mesa y cedió al requerimiento de su amigo.

—Vuelvo enseguida, Maddie —se excusó él ablandando su expresión hacia mí.

—¿No habrá problema para dejar sola a tan preciosa acompañante? —le preguntó el empresario a Taylor con cierta camaradería.

—No te preocupes, Danny —contestó él con manejo de su sarcasmo—. Está entrenada para que pueda arreglárselas sola. Tiene un giro de pierna de los que llamo yo quebradores.

Recordé enseguida la aciaga patada que le había dado a Taylor en las partes nobles antes de mis operaciones estéticas. Las clases de kickboxing encima del cuadrilátero me habían dado una inusual fuerza y rapidez en las piernas, y mi buen entrenador había sido, desgraciadamente, el primero en descubrirlo.

Sonreí incómoda y dejé que el silencio hablara por mí. No estaba dispuesta a secundar el comentario de mi «entrenador». Di por hecho que el propietario del Navona no llegaría a enterarse jamás de la acepción real traída a colación con mi patada «quebradora», y se limitó a lanzar una carcajada sin más, sin entender.

Despedí a los dos hombres. Tomé asiento con los hombros bien pegados al respaldo. Temía que la cremallera a la espalda del vestido se reventara a la menor inspiración de más. Mi tía había calibrado la talla del traje conforme a mi delgadez antes de las operaciones, sin contar con el aumento de pecho ni con la hinchazón de las caderas en plena etapa posoperatoria.

Apoyé la barbilla en una de las manos. Sola, dejé a medio terminar la tarta, pues aunque podría seguir devorándola, sería mi conciencia la que más tarde me devoraría a mí al haber ingerido más calorías directas a mis cartucheras recién vaciadas. Para acallar la tentativa de la gula, pensé en Yvonne y en su gran sentido del humor, coraza final de sus miserias más hondas. Yvonne… ¿asesina? Me costaba creerlo. Su simpatía y arraigado encanto se daba de bruces contra aquel muro de sospecha criminal levantado por Taylor. Era imposible imaginar a esa mujer, tan segura de sí misma, tentada por esa clase de impulso homicida del que había hablado Taylor.

Cierto era que en los ojos de Yvonne siempre se avistaba un brillo distraído, semejante a una puerta semiabierta por la que solo se mostrara la primera esquina de una misteriosa habitación. Lo difícil pasaba ahora por desprenderme de cualquier gesto, de cualquier mirada que delatara mi juicio hacia su presunto pasado criminal. Pero, por otro lado, no sabía si Yvonne volvería a dirigirme la palabra después de presenciar mi ociosidad del brazo de su exnovio. Después de aquello, sería harto difícil, para ella, para mí, volver a hacer acopio de risas y confidencias en nuestras charlas de sábado.

Cerré los ojos.

En verdad, todo se estaba volviendo demasiado complicado.

Dejé de juzgar a Yvonne para concentrarme en el bello ornamento del restaurante. Observé el entorno tras mis horripilantes gafas: Taylor, de espaldas a mí, palmeaba los hombros de un nuevo amigo, casual comensal en esa noche. A un lado, el propietario del restaurante que, con improvisado ojo comercial, había provocado la alegría y acomodo de las amistades comunes. Era lo necesario en esos tiempos de estancamiento económico.

A treinta centímetros de mi mano, el móvil de Taylor comenzó a temblar y a irradiar luz en su pantalla. Mi acompañante lo había dejado sobre la mesa, olvidado.

No tuve intención de cogerlo, pero sí de avisar al receptor de la llamada.

Volteé el cuello hacia el círculo de amigos donde veía reír a Taylor. Ya no estaba. Cuando me quise dar cuenta, él ya había cruzado por mi izquierda, directo a atender su teléfono. Le juzgué un oído de cualidades sobrenaturales, pues desde la distancia en la que conversaba con sus amigos (unos diez metros), nadie habría sido capaz de oír el solo vibrar de aquel aparato.

El dedo índice pulsó el botón de descolgar.

—Sí, dígame —dijo casi en un susurro. Esperó treinta segundos, el tiempo justo para que la distensión del rostro desapareciera para dar paso a la agarrotada tensión muscular. Cejas, ojos, nariz, boca, toda su facción se volcó en el cuenco de lo hierático.

Colgó. La mano descendió pausada, en una caída sin conciencia.

Me preparé para oír aquello que cambiaría el sentir plácido de nuestra maravillosa cena con su inolvidable noche.

—Mi padre ha sufrido una apoplejía —me informó—. Le han ingresado en el hospital. Piden que vaya a verle con urgencia, ahora.

Taylor ladeó un tanto la cabeza como si sus propias palabras le hubieran trastocado el entendimiento. Abrió los labios. Solo un poco. Quiso decir algo, pero creyó que no era el momento en mi presencia.

Me levanté de la silla y lo miré comprensiva:

—Vete, Taylor. No te preocupes por mí —le dije dando por concluida nuestra cena—. Tomaré un taxi hasta el Majestic.

—¿Renunciar a esta noche contigo por un padre que no se ha dignado a hablarme en diez años? No me creas tan estúpido…

Recalé en la contención de su mirada. Era un hijo de tantos, dolido por esa zarza familiar que se clava una y otra vez en la carne a cada intento de huida. Acerté a pensar que el fornido camarero y la aspirante a puta, pese a todo, no eran tan distintos el uno del otro.

Taylor mantuvo la mirada fija al frente. El resentimiento le inundaba las retinas. Le planteé lo que en ese momento creí adecuado: el aprovechamiento de la segunda oportunidad que a mí se me había negado con la muerte accidental de mis padres: uno electrocutado, la otra, engullida por el tornado aliado a mi tía Gloria para que yo cayera al día siguiente en sus brazos.

—Creo que deberías ir… —le dije—. Dejar los rencores a un lado… Tanto tú como él…

—Si mi padre dejase los rencores a un lado se quedaría sin alma —me advirtió masticando cada sílaba.

—Pues asegúrate de estar cerca de él antes de que se quede sin ella —me atreví a decirle—. Sé tú el primero que tome la iniciativa de liberaros de esos rencores en vida. Habla con él. Tú mismo te lo agradecerás en un futuro, estoy segura.

—No voy a dejarte aquí… —me dijo mientras la sombra de la mano cubría su móvil como una nube negra.

Salimos del restaurante a las diez y media de la noche. Finalmente, pude convencer a Taylor, pero a cambio él desoiría mi deseo de apartarme de su privacidad. No quiso dejarme marchar. Me necesitaba en ese viacrucis de su vida junto al padre. Y no supe por qué ni para qué. Sin añadidos, me montó en su coche. Me preparé para visitar de nuevo el hospital que había asistido, ocho meses atrás, mis contusiones por el atropello de aquellos dos vándalos mientras cruzaba, civil, un paso de peatones.

Entramos en el Washington Hospital Center a las once menos diez de la noche.

Taylor dirigió nuestro camino hasta la planta baja en la que los médicos dispensaban los cuidados intensivos de última hora. El paso de Taylor, raudo y sin miramientos, sorteaba personal hospitalario y camas de pacientes empotradas a la pared, como si acabara de presentir que su padre estaba a punto de morir y no iba a llegar a tiempo para el perdón mutuo. Entendí, pues, que la separación de diez años entre padre e hijo acabaría rompiéndose esa misma noche.

Nos detuvimos a la entrada de una sala, cerrada, para la custodia de la exclusividad y privacidad de los pacientes, por así decirlo, más ilustres. Según habían informado a Taylor por teléfono, aquella era la zona del hospital en la que, hacía tres días, habían dejado ingresado a su padre.

Solo los separaban dos puertas blancas, abatibles.

Insistí en no acompañarle más y en que hasta allí había llegado mi intromisión en su cometido privado y exclusivamente familiar. La excelsa confianza que Taylor me había demostrado al llevarme consigo hasta el hospital ya había rebasado los límites de mi comodidad a su lado y, tal y como le rogué, solo deseaba mantenerme al margen a partir de ese instante.

Taylor cedió a mi petición. Inmóvil, frente a la puerta que debía atravesar, contempló mi alejamiento y mi posterior asiento en una fila de banquetas de plástico, a poco más de diez metros. «Tranquilo…, me quedaré aquí…», quise indicarle con la mirada.

A mi distanciamiento se dispuso a dar el primer paso hacia la reconciliación. Pero lo detuvieron. Un hombre de unos sesenta y cinco años, delgado, muy alto, de tez pálida y ojos oscuros emergió de las puertas abatibles con el olfato de sabernos afuera. Aquel desconocido vestía un traje negro y portaba un maletín del mismo color. Tendió la mano a Taylor. Este último le despreciaría el gesto. El hombre se vio en la tesitura de bajar la mano para, después, limitarse a decir:

—Me alegro de que hayas venido. Tu padre te espera —esgrimió el extraño con carácter fúnebre. Aun queriéndolo evitar, desde mi asiento se alcanzaba a oír el desgranar de la intimidad de Taylor. Sentí mi voluntad débil, asquerosamente débil ante el anhelo por saber más del guapo camarero del Golden. Y agucé el oído cuanto pude, no sin librarme de culpas.

Al quedar enfrentado con ese hombre, el semblante preocupado de mi compañero tornó a la arruga del menosprecio.

—¿Cómo es que vuelvo a existir para él? —preguntó—. El viejo estaba muy a gusto sin mí… Pensaba que tenía suficiente con la compañía del Espíritu Santo, o eso me hizo entender…

—Por favor. No hagas esto más difícil… —acusó el anciano.

—Difícil… ¿Acaso sabe usted lo difícil que resulta vivir sabiendo que «La Familia» te ha robado todo lo que esa palabra significa? Vivir con la idea de tener un padre sin tenerlo, ¿sabe lo que es eso?

—Ha tenido que ser un tiempo duro para los dos. Tú eres su hijo…

—¿Desde cuándo soy «su hijo» para ustedes? ¡No sea hipócrita, señor Altman! No piense que, porque ahora al viejo se le antoje morir sin culpas, vaya yo a perdonarle para que su Mesías lo acoja en su seno. «No hay árbol bueno que pueda dar fruto malo, ni árbol malo que pueda dar fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto». Lucas, capítulo seis, versículo cuarenta y tres. Era el preferido de mi padre.

—Lo sé.

—Lo sabe… Entonces, ¿qué le hace pensar que el hijo va a tener la benevolencia que el padre no fue capaz de dar en vida? —La alteración de Taylor estaba llamando el interés de toda la planta del hospital—. Morirá tal y como…

—Tu padre no va a morir —sentenció el apellidado Altman levantando un dedo amenazante—. Como tampoco le hará falta tu compañía. En su casa esperan su vuelta con emoción y respeto. Charles estará rodeado de personas muy queridas que lo asistirán en su parálisis hasta que el Creador lo reclame a su lado. Así que no será necesario que te obligues a darle los buenos días a tu padre. Nosotros sabremos darle el cariño que necesita. —El hombre exhaló con su paciencia al límite. Era obvio que mantenerse en presencia de Taylor le estaba crispando los nervios—. El Señor sabe que jamás se me hubiera pasado por la cabeza llamarte, pero Charles nos ha insistido a todos. Tú fuiste su primer reclamo en cuanto el especialista nos confirmó que podía expresarse con los párpados.

La última frase del viejo Altman dejó traspuesto a su interlocutor. Imaginar a un padre en un estado de absoluta inmovilización en la cama de un hospital podía amedrentar a cualquiera.

La mirada de Taylor derivó directa al suelo. Su mano le cubrió la mitad del rostro.

—No habla… —susurró el hijo dando los primeros indicios de sosiego.

—Pero puede escucharte. Pregúntale y observarás que sus contestaciones son del todo coherentes. Un parpadeo significa un «sí» y dos parpadeos un «no». A partir de ahí descubre lo que quiere de ti. Sigo siendo el abogado y administrador de tu padre. Así que te pediría que me informaras de todo lo que pueda responderte. Desde hace unas cuatro horas no ha querido comunicarse con ninguno de la congregación. —Altman tendió una tarjeta al hijo de su cliente—. Llámame mañana por la mañana. Mi vuelo a Bridgeport sale dentro de dos horas. No puedo quedarme por más tiempo.

Sin más, el abogado sacudió la cabeza a modo de despedida. Por supuesto, no volvería a tenderle su mano cordial al irritante hijo de su cliente. Se alejó hacia los ascensores. Con paso lento, perturbador. A ras de los talones, la misma sombra que lo asemejaba a un siniestro sepulturero al que le esperase su enésimo entierro.

Taylor afrontó la puerta que ocultaba la tragedia que lo estigmatizaría de por vida. Me lanzó una mirada vacilante, como último eslabón de una maldición que tarde o temprano esperaba ver caída sobre él.

—Yo te espero aquí… —le dije desde la distancia que nos separaba.

Taylor aspiró el aire con sonoridad. Una, dos veces. Se tocó la punta de la nariz, nervioso. Entreabrió una de las puertas abatibles. Titubeó un instante.

—No tardaré —murmuró, como si tras esa puerta le esperase la propia muerte.

En cuanto le vi desaparecer, el desasosiego impulsó mis piernas a levantarme del asiento. Crucé los brazos estremecida por lo que estaba a punto de ocurrir.

Sería inevitable. Al salir por aquella puerta, Taylor ya no volvería a ser el mismo.

Apareció a los diez minutos de haber sido engullido por lo velado de su sino. A su paso, apresurado y constante, los bajos del abrigo de cuero negro que le cubría azotaban el aire como alas de cuervo. No se detendría, no había razón para hacerlo. Sus ojos ignorando el todo, emparejados con la nada. Vacío de expresión, adverso a escuchar cualquier apoyo o condolencia tras la experiencia vivida tras esas puertas. No se me ocurrió abrir la boca. En verdad, toda reflexión ajena a semejante dolor llamaría a la banalidad, por no decir a la estupidez. Mi amigo acababa de experimentar uno de los peores momentos de su vida, es todo cuanto dilucidé a tenor de su silencio. Sombrío e impenetrable.

—Vámonos. No hacemos nada aquí —me dijo sin detenerse. A la evasión del pasado más reciente, sus piernas parecían guardar autonomía propia. El suelo del pasillo quemaba bajo sus suelas, y me insté a acelerar el ritmo para no perderlo de vista.

La parquedad de palabras y la alusión a temas insustanciales fueron la tónica de nuestro viaje en coche de vuelta al Majestic. Taylor permaneció ensimismado en aquello que le había comunicado su padre; y su compañera, por otro lado, se descubrió falta de valor a formular una sola pregunta acerca de cómo le había ido con el padre. Me resultaba un tema demasiado escabroso para ahondar en un tiempo casual, en una noche de la que todo lo agradable se hubiera esperado y nada bueno la daría por terminada.

Taylor estacionó en el apeadero frente a las señoriales escaleras de mármol del Majestic. Era hora de despedirse. Le di un beso en la mejilla. La piel estaba fría, helada.

Mañana será otro día, pensé decirle. Una idiotez. Opté por el silencio.

Me apeé. Él me llamó desde el interior del vehículo. Yo me asomé por la ventanilla abierta del copiloto.

—Maddie, siento habernos estropeado la noche —alentó con tímido sentir.

—No pasa nada —le contesté en un alarde de empatía—. Además, sea lo que sea lo que hayas hablado con tu padre, te servirá de ayuda. Estoy convencida. Has dado un paso muy grande, Taylor. Siéntete orgulloso.

Él desvió los ojos, después, suspiró para decirme:

—Podemos hacer un nuevo intento. Para cenar, digo. Esta vez me aseguraré de dejar el móvil en casa. Te lo prometo.

—No te angusties más —le advertí, con el excesivo importe de la cuenta en el restaurante Navona aún carcomiéndome la conciencia. En términos generales, el propietario del restaurante me había sorprendido más por su avaricia que por lo que creí su inefable ojo comercial. Un cliente tan sociable y embaucador como lo era Taylor hubiera merecido algún tipo de descuento por parte de la casa. Nada. Por esa circunstancia no le daba ni medio año a aquel negocio de exquisito ambiente, pero descuidado trato—. Eso sí, en la próxima pago yo.

—Sabes que respecto a ese tema soy el machista más insoportable.

Le sonreí. Él hizo tan solo el amago. No dudé en luchar contra su broma:

—Veremos entonces qué vence esa noche: tu machismo o mi pierna quebradora. Se abren las apuestas, señores…

—Cría cuervos y te patearán las pelotas. ¿No era así el dicho?

—Buenas noches, Taylor.

No dijo nada más. Se despidió de mí con un simpático guiño que me supo a amargura. Arrancó su vehículo uniéndose al denso tráfico de Connecticut Avenue. Desapareció. Fue entonces cuando la medianoche hizo acto de presencia, separándonos, sin saber hasta cuándo.

Entré en la suite 2023. Me aseguré del buen dormir de mi tía en su cama y me desvestí. Con el pijama puesto me tumbé en la cama del bonito dormitorio auxiliar que había asistido mi relajación tras abandonar mi insufrible vida con Larry. ¿Lo había decidido por fin? ¿Abandonar a mi marido por una existencia marcada por un encuentro ilusorio con un hombre al que, tras diecisiete años, podría traerle yo sin cuidado? Sí. Toda opción, incluso arriesgar mi vida —como era el caso—, merecería la pena solo por no seguir envejeciendo al lado de semejante patán.

Mes y medio sin ver a mi marido. Mes y medio siendo yo misma. No había cabida para más conclusiones. La que se acostaba esa noche era yo, y no otra. Y lo más esperanzador de todo era que me levantaría a la mañana siguiente embriagada con ese mismo sentimiento de propiedad vital. Mal o bien, eso era vivir. Y no había más.

Dormí, consciente de que mi descanso era fundamental para que al amanecer la operación de los ojos quedara exenta de contratiempos.

Dormí, consciente de que había dejado a Taylor. Solo. A expensas de las circunstancias de su desvencijada vida familiar.

Dormí sin descansar, como lo había hecho mi tía en la cárcel, con un ojo abierto, el otro cerrado.

A las tres de la mañana me sobresaltó una llamada a mi móvil. ¿Larry? ¿Johanna?

Descolgué.

Quiso hablarme, pero el dolor le robaba cualquier intención de comunicarse. Aquella voz tan solo sacó fuerzas para inducirme a su recogida, allí donde se encontrase. Una dirección. Un apartamento.

No asistir a su ayuda significaría atormentar mi sueño con nuevas culpas, estas aún más dañinas y profundas.

Vestida con lo primero que le calcé a mi cuerpo (simples vaqueros y jersey), entré en el taxi que la recepción del hotel me consiguió a la puerta. Indiqué al taxista la dirección para acudir. Casualmente se trataba del mismo conductor que, desde que me había hospedado en el Majestic Warrior, había asistido a todos mis viajes por la ciudad junto a mi tía. Resolví que aquel hombre regordete, de pequeña estatura y bigote frondoso pudiera ostentar en su haber un suculento contrato con el hotel a cambio de prometer máxima discreción y confianza a los clientes.

Tal y como le indiqué, el taxista me dejó frente al edificio James Apartments, en el 1425 de N Street Northwest.

Subí hasta la sexta planta.

La puerta de entrada estaba torneada, abierta. Entré.

En el pequeño salón miles de cristales se esparcían por el suelo. Un profundo olor a vodka emborrachaba el ambiente con penosa intención. Una lamparita volcada reconducía las sombras por entre los rincones de un alma apenas sin luz.

Lo encontré tirado en el suelo, con la espalda pegada a una poyata bajo la ventana abierta. Su camisa desabrochada, empapada de vodka, hondeaba a merced de la helada brisa de noviembre.

Nada más ver mi silueta en la puerta se echó a llorar.

Mortificado, hondo, privado por momentos de la respiración.

Abracé a Taylor como el niño abandonado y solitario que era y sería.

Él me respondió con los brazos alrededor del cuello.

—¡¿Por qué…?! Joder… ¡¿Por qué…?! —vociferaba una y otra vez, con el gemido ahogado en alcohol—. Eres un hijo de puta, padre, un hijo de puta…

—Ya estoy aquí, Taylor. Ya estoy aquí… —le susurré.

Me senté en el suelo, con él. Lo arrullé con la espalda sostenida en mis rodillas, cual imagen de La Pietá. Dejamos que la madrugada cayera sobre nosotros, sobre nuestra aflicción más honda. Porque no había uno, sino dos niños abandonados en aquel apartamento. Dos infancias aborrecidas por quienes las habían padecido. Entre pecados y absoluciones divinas. Después, siempre la culpa. Dos huérfanos, sacrificados en la misma cruz, por el mismo Dios. Condenados por la misma Iglesia que nos había arrebatado parte de nuestra familia: a él, el padre; a mí, la madre.

Taylor logró controlar su descenso a los infiernos entre mis brazos, en silencio. Deseé que cayera rendido, ya fuera por cansancio o por sentir demasiado.

Elevó la cabeza de improviso. Los ojos, llorosos. Los labios, gruesos, latentes de arrimo, intención y sangre fluyendo bajo la piel.

Me besó. El sabor del vodka abordó mi lengua como un ladrón de mares. Fueron segundos, tres quizá, los suficientes para no dejarme robar mi bien más preciado en aquel tiempo: Cameron Collins.

Con el beso de Taylor —ansiado tesoro para el resto de las mujeres del planeta— supe que mi utópica cita con Cameron afrontaría, con acrecentada fuerza, cualquier confusión a riesgo de doblegarme el corazón. Desde aquel momento, Cameron sería a la vez mi libertad y mi cárcel. Solo había un modo de deshacerme de tal paradoja: reencontrándome con él para convencerme, de una vez por todas, de que su amor seguiría apegado a las virtudes de esa Amanda Baker, ahora en paradero desconocido.

Taylor separó los labios de los míos. Esperó mi respuesta, con su boca latiendo a escasos dos centímetros de mi inacción.

Yo le miré. Y aun borracho, comprendió.

—Lo siento —se excusó con ojos desarmados, candentes aún de su infierno.

—Necesitas descansar —le indiqué con el rostro cabizbajo.

Él volvió a posar la cabeza sobre mi pecho.

Le acaricié el cabello. Al cuarto de hora se quedó dormido.

Del ventanal a mi espalda sobrevino un viento húmedo, procedente del oeste.

La piel se erizó. Eché la cabeza hacia atrás.

El sabor de los labios de Taylor alcanzó mi paladar. Invasor. No tuve opción. Lo tragué. No supe de qué forma lo aprovecharía el estómago: si alimento para el alma o deshecho para el intestino.

A esa hora de la madrugada, la luna, casi llena, se dejó avasallar por unas nubes negras, muy negras. Inesperada tormenta que oscurecería aún más la noche. Si cabía.

21

Mi presentación a Craig Webster, gerente del Golden’s Club del Majestic Warrior, había llegado. Era la noche del 9 de diciembre, martes de celebración para todos los que habían participado, directa o indirectamente, en la manutención del aquel club «social» durante los últimos cinco años. Como ya me había informado Yvonne, acudiría un grupo selecto de clientes —los que pudieran o simplemente reflotaran la excusa debida a sus esposas—, invitados a barra libre, así como a dejarse llevar, nuevamente, por el encantamiento de las nueve ninfas del club, diez a partir de esa noche, como refuerzo del plan hacia mi destino.

La décima ninfa en cuestión había sido aleccionada durante setenta días para enfrentarse a esa noche decisiva. Muchas horas de dedicación y trabajo, de sudores y dolores. Y por fin, esa noche haría aparición la prostituta que el ansia de Craig Webster andaba buscando. Claro que convencerme de haber llegado a ser tal meretriz aún quedaba por fijarse en mi sentido común.

Sabía cómo caminar, cómo gesticular, lo que tendría y debía hablar, pero desconocía, sin embargo, cómo sonreírle a ese mundo sin que los nervios dañaran mi dicción con balbuceos o me petrificaran las piernas a cada paso con el que habría de lucirse mi figura.

Las 11.30 horas. Vera, la prostituta pelirroja del Golden, de veinticinco años y gran gusto estilístico, me daba los últimos retoques a mi inminente salida de la habitación auxiliar en la gran suite de mi tía, estancia en la que mi soledad había pernoctado desde mi separación.

En esa última media hora y a las puertas de estrenarme en el oficio más antiguo del mundo, me había contemplado en el espejo tantas veces como las evitadas a lo largo de mi vida. El cabello negro me caía en suave onda por debajo de los hombros. Y el verdor de los ojos quedaba intensificado con un rímel del todo favorecedor. Peinado y maquillaje tan naturales como sutilmente seductores. Ni yo misma podía reconocerme delante de mi reflejo. ¿En realidad era esa la Gafas? No. La Gafas no, sino Prudence Madison Greenwood. La verdadera Madison Greenwood, a la que le gustaba que la llamaran Maddie. Puede que, después de todo, no resultase tan fea para el mundo. ¿O es que las personas a las que había dedicado mi existencia —a excepción de Johanna— me habían hecho sentir así? «Puede que sí, Maddie. Puede que sí…».

Fuera, en el salón barroco de la suite, me esperaba mi tía Gloria, también de estreno con un nuevo repertorio de canciones de cara al aniversario del club; más nerviosa por arrojar a su sobrina al ruedo de los poderosos puteros que por no acordarse de la letra de sus canciones que iban y venían por su cabeza, a riesgo de quedarse en blanco bajo los focos. A su lado, aguardaba Yvonne, mano cinceladora de mi pretendida seguridad, obligada yo a mostrar a ojos de Craig Webster en no más de veinticinco minutos. Y dos chicas más del club, risueñas putas que adoraban a mi tía como a la madre que el destino les había negado.

Sentada en un taburete, levanté por orden de Vera la mirada hacia el techo. Mi improvisada maquilladora necesitaba reforzarme aún más la máscara de las pestañas.

—Estate quieta, linda —me decía ella, también engalanada a esa hora para pisar por enésima vez el Golden y complacer a sus clientes. Una jornada laboral que Vera cumpliría con el apoyo de sus ocho compañeras, sabedora de que en esa mañana su hermano había muerto acuchillado en una reyerta en la cárcel de la que habría salido en cuatro días.

—Mi tía me ha contado lo de tu hermano… —convine con ánimo de arrojarle algo de paz a esos ojos que me miraban fijos, incapaces de soltar lo sufrido.

—Ah, bueno… —dijo—. Tarde o temprano iba a acabar así. Ya se lo dije. Pero por un oído le entraba y por otro le salía.

—No deberías trabajar hoy…

—Quiero hacerlo —repuso ella mojando el cepillo del rímel en el tarrito que sostenía su mano—. Así me obligo a no pensar. Ese es el secreto de permanecer en esta profesión, preciosa. No pensar y darle a cada cliente lo que espera de ti.

—¿Y cómo sabré lo que esperará de mí?

—Lo sabrás. Tú solo déjate querer. El cliente del Golden es el mejor que puedes encontrarte de aquí a diez mil kilómetros a la redonda. Exigen poco y pagan bien. No puedes pedirle más a este negocio. —Vera me dio el último toque de gracia en las pestañas. Se apartó un tanto de mí y me contempló como si acabase de firmar una gran obra pictórica—: Estás espectacular. No temas por nada —intentó tranquilizarme la joven de la que nada más pude conocer debido a su bien estudiado hermetismo.

Me levanté del taburete y me fui directa al espejo de cuerpo entero. Plantada frente a mi reflejo, me obligué a hacer memoria de todo por lo que mi físico y mente habían pasado para llegar a completar esa transformación: setenta días de dieta estricta y entrenamiento diario de kickboxing con Taylor, hábitos que me habían hecho perder los doce kilos sobrantes y reafirmar, a la par que endurecer, cada músculo; operaciones estéticas con las que había conseguido un bonito pecho de talla 95, levantado y bien a la vista, tal y como mi nueva profesión me exigía. Mis caderas, libres de acumulaciones de grasa y piel de naranja, me otorgaban la justa curvatura en cualquier falda o pantalón entallados; y mi conocimiento —gracias a Yvonne— se presentaba tan docto en los trucos de las prostitutas más aventajadas que ni Craig Webster iba a creerse que tal mujer salida de la nada era la misma ama de casa miope que dos meses atrás había sufrido su mofa y condena.

Pero la recuperación de la vista había sido, para mí, el mejor de mis arreglos. Cada día la ponía a prueba, calibrando varias distancias, en la calle, por los pasillos del hotel, en cada rincón de la suite de mi tía… Todo era maravillosamente nítido. A nada estuve de pisotear mis viejas gafas. Pero no pude. No me vi con fuerzas. Esas gafas formaban parte de mi vida e, irremediablemente, una porción de mi ser permanecería en el reflejo de sus cristales. Lo que había sido, lo que nunca más debiera ser. Las guardé, por mi bien, en el cajón de la mesilla de noche. En esa oscuridad nadie las vería. Así me permitiría, en momentos de insondable nostalgia, evocar a aquella mujer de profesión camarera, por si algún aciago día deseaba recuperarla. La contemplación de esas gafas me quitaría de inmediato aquella idea. Era otra mujer, definitivamente. Los vestigios de la mujer-despojo, encerrados por siempre en lo desgastado de aquel artilugio de pasta y cristal. Sí. Las conservaría. Para sentirlas, al acecho, y así nunca más recurrir a ellas. Ni a ellas ni a ella.

Visualicé a las mujeres que me esperaban en el salón. Sentí un escalofrío al imaginar a Yvonne junto a mi tía Gloria. Mi relación con mi rubia amiga había ido en ligero retroceso, y no por ella, sino por mí. Desde mi salida nocturna con Taylor, no había sido capaz de mirarla a los ojos con naturalidad. A mi convencimiento de que aquella cita le había sentado a Yvonne a cuerno quemado se sumaría además aquel supuesto impulso asesino suyo contra el marido desaparecido, al margen de toda persona que creyera conocerla, a excepción de Taylor. Esa amalgama de miedos e inseguridades despertaría en mí tal recelo contra ella que su intuición no tardó en manifestarse.

—Te noto extraña conmigo —me esbozó el día anterior a ese de celebración, y mientras intentaba ella acercarme al andar de las panteras, distanciándome a su vez del paso del pingüino—. Más vale que vayas quitándotelo de la cabeza si piensas que estoy enfadada por tu cita con Taylor. No hay nada entre nosotros. Puedes casarte con él si quieres… Pero te lo advierto: te hará la vida imposible. Tiene el recuerdo todavía muy apegado al fantasma de su infancia ultracatólica. Es como esa película de Hitchcock, ¿sabes cuál te digo?

A su sincero argumento solo se me ocurrió devolverle la misma verdad.

—Taylor no es mi tipo. Es un gran amigo. Nada más.

No sé si me creyó o no, pero algo en ella se relajó. Sin más, volvería enseguida a su papel de directora de pasarela.

Así que me levanté del taburete preparada para salir al ruedo. Las manos de Vera me recorrieron la cintura asegurando la ausencia de arruga en el segundo Dior que me había comprado mi tía. Era un traje largo precioso, azul noche, palabra de honor, con drapeado en el pecho y pedrería fina salpicando sus bajos.

Abrí la puerta. El silencio se hizo en el salón de la suite.

Caminé hasta el centro de la estancia.

Mi tía no pudo contener las lágrimas, impresionada por mi nuevo aspecto.

Las dos prostitutas a mi derecha dibujaron con sus labios una «O» perenne de total impacto.

La única en reaccionar fue Yvonne, mi maestra y amiga, quien se acercó a mí con un vestido corto de explosivo rojo.

—Llegó la hora, tigresa. Veamos de lo que eres capaz —me dijo al tiempo que con el dedo índice me acariciaba la punta de la nariz.

***

Todo estaba preparado. Esa misma mañana mi tía Gloria se había encargado de dar el último paso: llamar al móvil de Craig Webster escrito en la tarjeta de visita que él mismo había colado en mi bolso. Con un tono jovial casi burdo —propio de la vieja cantante del Golden—, Gloria le convenció para que asistiera a la barra del fondo y esperase allí al filo de la medianoche. No tardaría en aparecer una bella joven, aspirante a ser la décima de sus chicas y la mujer que andaba buscando desesperadamente.

—En cuanto te encuentres con Cameron Collins, lárgate de allí enseguida, ¿me has oído? —me advirtió mi tía en secreto—. No olvides nuestro trato. Solo esta noche, niña. Solo esta noche.

Asentí. Pero ¿y si a Cameron, pese a estar invitado, no le parecía suficiente excusa lo del quinto aniversario para regalarme su visita? ¿Cómo advertirle entonces de su inminente asesinato? Mi tía tendría entonces que verme más de lo debido paseando entre los poderosos, cada noche durante siete semanas hasta que Cameron se dignase a entrar por la puerta. El tiempo límite: el 30 de enero de 2015, día en el que, sin haberme topado aún con la próxima víctima de los rusos, debía estar pisando suelo dubaití con el arrojo heroico que interceptase la garra de la Emperatriz Roja. Y lo peor era que a mi juicio todo eso sonaba tan surrealista como mortalmente real.

Medianoche. Inspiré antes de echar a un lado la cortina de terciopelo verde.

Y entré en el Golden’s Club. Sola.

A mi contoneo por el local, los mismos hombres que con mezquino gesto habían reído mi primera entrada en el club volverían a posar sus ojos en mí. Esta vez con dedicación diferente. Muy diferente. Las decenas de infieles juguetones (así llamados por Yvonne) comenzaron a aplazar las conversaciones que, segundos antes, los habían entretenido. Las cinco prostitutas que esa noche desconocían mi entrada se obligaron a conjeturar sobre aquella que les estaba robando la atención de los subyugados. «¿Quién es esa? ¿De dónde ha salido? ¿Desde cuándo trabaja para el Golden?».

Un hombre de unos cincuenta y tantos, de elegante porte y sonrisa fabricada, detuvo mi paso abandonando a la chica con la que se había recreado desde el principio de la noche. Aquella cara… Estaba segura de haberla visto por televisión, en algún debate o mitin.

—¿Puedo invitarle a una copa, señorita? —me preguntó alzando su mano, en la que brillaba con descaro la alianza que lo unía al compromiso de la mujer confiada.

De inmediato, me sobrevino la repulsa. Evité contestarle y le sonreí como buenamente pude. Con el recurso a un caminar (no sabía si propiamente felino), dejé plantado al político al que presumiblemente a nadie se le hubiera ocurrido dar de lado durante el día. Lo que ese «intocable» no sabía es que aquella era mi noche. El que pudo haber sido mi primer cliente me permitió escapar hasta el fondo de la barra, con su mirada recreándose a gusto con el contoneo de mi trasero. Recordé entonces su nombre: Clark Evans, candidato fallido a la representación del Partido Republicano en las pasadas elecciones de 2012, un hombre defensor a ultranza de los ideales más conservadores del país. «Extraño espécimen», pensé.

A esa hora, más o menos las doce y cinco de la noche, mi tía ya pisaba el escenario con grácil voz. Y por suerte, sus seis o siete espectadores acompañaban su nuevo espectáculo con el mismo talento auditivo. Yvonne, por otro lado, había decidido mantenerse al margen: tomaría algo en la barra de la izquierda y esperaría sentada en algún sillón, hasta que yo saliera victoriosa (o no) de mi cita con Webster.

Busqué a Taylor tras su barra. Otro hombre, más joven y de cuerpo mucho más menudo, ocupaba su lugar. Ni en esa barra ni en las otras dos. Taylor había desaparecido.

Haciendo caso omiso a la voz interior que inventaba toda conjetura respecto al paradero de mi amigo, recobré la intención hasta el objetivo de aquella noche: Craig Webster. Mi tarjeta de acceso. Mi autorización a permanecer en el Golden hasta que la visita de Cameron Collins dictaminase el fin de aquella experiencia del todo impulsiva.

Movido por aquello que lanzaba al buitre hambriento hacia la carroña, Craig Webster bloqueó mi paso con su mirada para luego simular indiferencia hacia mi movimiento de caderas. Atiné a descubrirle con el mismo aspecto que la otra vez, y era posible que con el mismo atuendo: su pelo, tintado de negro y engominado hacia atrás, su barriga, tensando el sufrido abotonar de una camisa negra dejada abierta al paso de la pelambrera del pecho. El traje blanco cortado a medida le daba el toque final a ese casi sesentón al que, a base de impostados estilísticos, el ocaso de su otrora seducción natural le traía ya sin cuidado.

Deslicé la mano por la barra hasta acariciar sus dedos con ingentes cantidades de anillos y pelo en las falanges. Levanté como pude mis pestañas cargadas de pretensiones y dije:

—Siento el retraso.

Tres palabras cargadas de sensualidad. Tres palabras cargadas de convencimiento. Nada podía fallar. Craig Webster y su amigo larguirucho, el publicista, me miraron con perplejidad manifiesta. El gerente no tardó en desplegar todo su soez encanto ante mi presencia.

—Vaya… Eres toda una hembra —me soltó con su sucia mirada posada en el escote y las caderas—. Pensábamos que la vieja loca nos presentaría a la típica veinteañera que tanto nos aburre… —«Vieja loca tu madre, cabrón», le dije sin decir—. ¿Cuántos años tienes? ¿Veintiocho? ¿Veintinueve?

—Treinta y dos. ¿Muchos?

—Sí. Para el cliente del Golden, sí. Pero puedes encajar en el nuevo perfil que busco… ¿A qué te has dedicado antes de decidir ofrecerte a los pendencieros como yo?

—Ama de casa.

—¿No me digas? No tienes pinta…

Coloqué los brazos en jarras simulando descontento.

—No hay quien le entienda… ¿Ya no parezco una ama de casa para usted? Pues sigo siendo la misma mujer…

—¿Acaso nos conocemos?

—Sí…, una noche me soñaste. Me elegiste, me presentaste a tu amigo y le anunciaste: «Hemos encontrado a la próxima gran puta del Golden’s Club». —Me aproximé a escasos centímetros de su boca. Le coloqué el nudo de su corbata—. Ahora soy una realidad. Así que no se le ocurra desaprovecharme, si quiere ganar dinero, claro, aunque tiene pinta de que le sobran los millones…, ¿o no? —Le observé aferrándome a una segunda intención—. Claro que no… Sufre una fuerte crisis en su local, ¿verdad? —Caminé en derredor de él con la mano acariciándole la base del cuello—. ¿Qué pasa? ¿Ya no gustan las mujercitas facilonas y sin misterio que ofrece a sus clientes…? Fíjese que no me extraña nada… —Webster rehusó contestarme. Mi asalto buscaría entonces la tierra para conquistar—. ¿Ve? Las apariencias engañan. Usted casi en la ruina, y yo, como amita de casa, siempre con ganas de limpiar el polvo a todas horas. Somos el tándem perfecto para darnos cuanto queremos.

—Sin probarte andas un poco subidita…, ¿no crees, preciosa? —dijo por fin.

—¿Me lo dice a mí o a la que tiene usted entre las piernas? —le rebatí, no sé si con acierto.

—¿Has oído, Daniel? —Rio el gerente—. ¡Nos ha salido una DeGeneres!

—Creo que habla en serio… —afirmó el inseparable amigo de Webster.

—Jamás he hablado tan en serio, señores. —Con movimiento felino me apoyé en el hombro del publicista—. Pero ya veo que soy demasiada mujer para usted, y para este sitio, intuyo. Tanto Golden’s Club ¿para qué? A fin de cuentas, viene a ser igual que cualquier otro club de la capital donde la buena degustación brilla por su ausencia…

Craig Webster me contempló encantado de jugar conmigo:

—Y dime, señorita caída de los cielos…, ¿qué puede comerse bajo ese vestido?

—Puedo ofrecer la especialidad culinaria que todo buen comer desea, pero, eso sí, sabiéndome saborear como merezco. Y creo, señores, que por aquí el cliente no está habituado a la delicatessen. El aliento les apesta a la comida rápida que se obligan a ingerir cada noche aquí metidos, y este cuerpo, para que me entiendan, es pura cocina francesa. Doucement…, monsieur…, lentement… —A continuación les lancé una mueca de desaprobación, instante en el que aproveché para decirles—: Háganme un favor, olviden toda esta conversación. ¿Pueden indicarme dónde está la salida…? —Fingí hallar la puerta de inmediato, sin ayuda—. ¡Oh! Por allí, ¿verdad? Au revoir, caballeros.

Era cuantioso el riesgo al que me sometía con aquella decisión de marcharme de súbito del lado de Webster. Pero era sabido que a mitad del juego de la seducción, la inaccesibilidad jugaba un papel primordial. Al menos era lo que Yvonne me había contado.

Dándoles la espalda y con un buen marcar de caderas anduve despacio hasta el centro del club. Pero nadie me hablaría a mis espaldas. Nadie me llamaría ni me detendría.

Me dejaban escapar. Les había dejado helados. Estaba segura. ¿Cuántas actuaciones de ese estilo habrían visto esos dos en su vida? ¿Cien? ¿Doscientas? ¿Por qué iba a ser yo una excepción?

Sí. Lo mejor era salir de allí sin dar indicios de mi absurda inocencia, de mi absoluta derrota delante de Craig Webster. Mi único salvoconducto. Lo tenía todo perdido.

—¿De dónde coño has salido tú? —exclamó él en dirección a mi escapada.

Detuve el paso y me giré hacia ellos.

—¿Qué…? —no había alcanzado a comprender el sentido de su pregunta.

—¿Cuál es el lugar que ha visto crecer a semejante criatura? —volvió a preguntar arrastrando a su amigo desde la barra hasta quedar ambos de nuevo enfrentados a mí.

—Victoria, Kansas —le dije retomando mi papel de mujer segura de sí misma—. Es un pueblo precioso. Tiene una catedral maravillosa. La catedral de los Llanos. Debería conocerla.

El amigo de Webster soltó al aire su primer comentario tras mi presentación.

—Es ella. La has encontrado —susurró sin dejar de contemplarme de arriba abajo.

Craig Webster encendió un cigarrillo. Un acto con el que intentaba aplacar, en buena medida, una emoción que ni por asomo hubiera pensado sentir más. Una estela de humo gris le coronó la cabeza.

—¿Tu nombre? —El jefe del Golden levantó el mentón a la espera de mi rápida respuesta.

Aspiré el aire, muy nerviosa. ¿Nombre? ¿Qué nombre? Recordé el consejo de Yvonne incitándome a buscar un nombre con garra, que no se me ocurriera presentarme a Webster con el mío propio.

Cerré los ojos e imaginé mi paso por el cementerio de Broken Bow. Allí, casi al fondo, en un camino hacia la derecha, una cruz, cubierta por el óxido del tiempo, por el polvo infame del asesinato sin ajusticiar, inclemente. Un nombre grabado a fuego en mi memoria, y sin embargo, a toda vista, arañado por las impunes zarpas de la tierra, la lluvia, el viento…, el olvido.

—Valentina Castro —contesté con firmeza.

Webster levantó su escrutinio visual asegurándose de mi absoluta atención.

—Desde ahora eres mía, Valentina. Y que ningún cabrón se atreva a no degustarte como te mereces porque le haré vomitar cualquiera de tus exquisiteces. —Webster enfocó enseguida su atención en el amigo a su izquierda—. Hoy es un gran día, Daniel. Por primera vez en el Golden’s Club incluiremos en el menú un plato delicatessen, que a buen seguro me devolverá el paladar que nunca debimos perder…

Me relajé al instante, o eso quise transmitirles. Cual prostituta experimentada, me acerqué hasta una de las banquetas de cuero negro en la barra. Me senté y crucé las piernas. Uní las manos sobre las rodillas. Abrí los labios ante la decena de hombres alrededor. No cesarían en su empeño de comerme con los ojos, en la distancia.

—Estoy preparada para entrar en su cocina —le contesté con ojos pícaros, brillantes.

Al tiempo que mi cuerpo era víctima del baboseo visual de todo hombre, el recuerdo del cementerio de Broken Bow me haría abordar otros pasados recónditos; más allá del camposanto, un refugio antitornados, junto a la vieja granja Clarkson.

Allí, Cameron me espera impaciente, en la oscuridad.

Ha decidido hacerme el amor esa noche. Mi primera noche.

Mi deseo cae en sus brazos, fuertes y arrolladores.

Me besa, me abraza, me somete con la misma intensidad con la que llegué a estrechar, en señal de acuerdo, la mano de Craig Webster.

Un paso adelante. Un paso más.

22

Como era de prever, en la noche del 9 de diciembre, Cameron Collins no dio señales de vida. Las cinco horas que duró el discreto festejo del aniversario del club las pasé en compañía de Craig Webster y su amigo, también de algunas de las chicas que, curiosas, se acercaron para conocerme y darme la bienvenida. Mi tía Gloria, sabiéndome el centro de atención de los hombres más libidinosos, atraídos por la novedad de mi presencia, potenciaría mi integridad física a base de interrumpir mi conversación con Webster. Poco le duraría el sufrimiento a Gloria porque sería el propio gerente del club quien, tras una hora de charla conmigo, le ofrecería a la vieja cantante la posibilidad de mantenerme en el club sin que fuera necesario el favor de mi sexo. Dicho de otro modo, Gloria se saldría con la suya —también para mi fortuna—, con aquella utópica idea de convertirme, en primera instancia, en «relaciones públicas» para el Golden. Para el gerente del club, mi cuerpo habría de ser una reliquia inalcanzable para sus clientes, por lo menos durante los próximos dos meses. No estaba dispuesto a romper mi «encanto sexual» desde esa primera noche, y según él, con la estrategia del «solo ver, pero no tocar» complacería a determinado perfil de cliente: galanes de cuarenta a sesenta años con ganas de ejercitar el arte de la seducción con la mujer capaz de secundarles en tales maniobras. Y esa mujer, supuestamente, sería yo.

En cuanto mi tía me puso al tanto de semejante singularidad, no supe en qué ni en quién creer. ¿Donjuanes con ganas de llevarse el calentón a casa? ¿No era el Golden, a fin de cuentas, un burdel disfrazado de corrección y lujo? Por mucho que mi tía o Webster me aseguraran la fiabilidad de ese plan «acorazado» conmigo, yo no hacía más que ver a los susodichos «caballeros» con ansia de cortar con los preliminares del juego para llevarse a su puta y descargarle, donde fuera, su aprieto animal.

A mi cabeza vino la conveniente pregunta acerca de cómo informar al cliente de que Valentina Castro no sería una prostituta al uso.

—Tranquila —me espetó Webster, quien me invitó a sentarme junto a él en un cómodo sofá en la zona de privados—. Cada cliente que desee acercarse a ti será avisado con antelación. Yo mismo le expondré que tú no estás aquí para abrirte de piernas, sino para darle una agradable conversación. Si tiene gana de charla, aceptará; si no, tendrá a las otras nueve. Así de simple.

Sin tenerlas todas conmigo, acepté de buen grado. En realidad, no había mejor forma de asistir cada noche al Golden sin necesidad de dañar mi pundonor. De ese modo quedaban maximizadas las probabilidades de reencontrarme con Cameron, pues me mantendría el cien por cien del tiempo en el local sin necesidad de obligarme a tiempos muertos sobre camas indeseadas.

Webster me besó la mano en cuanto accedí a la misión encomendada. Lo que más temía era cómo se tomarían las otras nueve chicas del club aquel trato especial enfocado a la «nueva» y última en entrar.

—No te preocupes por ellas tampoco —me dijo el gerente ante mi vacilación—. De sus clientes reciben una ganancia extra que acaba siendo cuatro veces superior a lo que el club les ofrece. Se guardan el fajo de billetes y nadie se entera de lo que han cobrado realmente por esa noche. Es el negocio de ser puta en el Golden’s Club. Ninguna querrá tu puesto, por el momento… Porque en cuanto pasen tus sesenta días de «coraza», cualquiera de los que hayan hablado con Valentina Castro querrá ofrecer un millón de dólares por pasar una única noche con ella. Serás toda una reliquia por la que habrán de enfrentarse a duelo y con billetera en mano.

Asentando el 30 de enero en mi horizonte, fecha límite para tropezarme con Cameron sí o sí —ya fuera en el Golden’s Club del Majestic o en el Burj Khalifa de Dubái—, se reducía a la nada toda posibilidad de vender mi cuerpo al Golden. Así que Webster ya podría esperar tranquilo, que su «mujer-apuesta», en cualquier caso, desaparecería una semana antes de encomendarse al mejor postor, sin dar aviso y a Dubái con un billete de ida; y pudiera ser que sin el de vuelta.

No podían salirme mejor las cosas. La suerte me sonreía. Y cuando realmente fui consciente de ello no supe obstaculizar una sensación de asco hacia mi persona. Había estado dispuesta a prostituirme desde aquella primera noche solo por provocar un encuentro con aquel fantasma de mi juventud. ¿Era Cameron Collins digno de tal sacrificio? ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar por salvarle la vida? Me mantuve alejada de cualquier hipótesis que diera respuesta a esas dos interrogaciones. En parte porque esperaba reconstruir, algún día, la dignificada imagen que tenía de mí misma, si es que la había sopesado alguna vez.

Gracias al «decoroso» cometido que Webster anexionara en mi aventura por el club del Majestic, mi tía aceptó no obstaculizar la bajada de su sobrina al Golden durante esos dos meses que había durado aquel escudo contra la tentación ajena.

—En cuanto se acabe ese plazo, te marchas del Golden, ¿has entendido, niña? —me avisó ella la misma noche del 9 de diciembre—. No voy a dejar que ese Webster te subaste para febrero como si fueras una vaca lechera. Te conseguiré otro sitio para hospedarte. Allí buscarás a Cameron por otros medios… Pero no creo que tengamos tan mala suerte como para que nuestro hombre rehúse visitar el Golden durante los sesenta días de plazo… ¿O sí?

***

Los días, las noches, se sucedieron. Y Cameron Collins se resistiría a pisar el Golden’s Club. Ni Cameron ni Taylor, del que ni la propia Yvonne dio cuenta de su paradero. Lo único que se sabía de este último era que, el día anterior al nacimiento de Valentina Castro, se había despedido del club y del gimnasio del hotel, además de cambiar de domicilio. Su móvil, apagado. Siempre apagado. Y a 20 de diciembre nadie parecía haber entablado con él suficiente cordialidad como para conseguir los detalles de su nuevo destino. Ni el personal de seguridad ni sus compañeros de gimnasio o boxeo lograrían acercarme a la más mínima pista. Taylor había querido alejarse de todo; o acaso de mí. ¿Había sido yo la responsable de su huida? ¿Había sido tanto el sufrimiento al que yo le había sometido con mi «puesta en venta» como para renunciar a toda su vida?

—Ese hombre te quería de una forma especial, ¿lo sabes, verdad? —me adelantó mi tía la mañana del 24 de diciembre en la minicocina de la suite. A Gloria se le había pasado por la cabeza preparar medio centenar de muffins en el horno para buena parte del personal del Majestic con motivo de la Nochebuena. Los repartiría esa misma noche en recepción, además de reservarse otras dos decenas para la barra del Golden. Yo, como no podía ser de otra manera, sucumbí al deseo de desayunarme los dos primeros que la mejor pastelera del mundo había dejado calentitos en las bandejas dispuestas en la encimera. Agarré una servilleta de papel y me limpié de las comisuras los posibles restos de chocolate. La enrollé distraídamente entre mis dedos antes de decir:

—Nunca imaginé que Taylor pudiera haberse…, bueno…

—Sí, dilo, niña… Enamorado de ti.

Una desazón recorría todo mi cuerpo nada más aludir al tema.

—En cuanto me quise dar cuenta, ya era demasiado tarde —musité.

—Los hombres son a veces imprevisibles —repuso ella abriendo la puerta de su horno y sacando más de sus muffins rellenos de crema de vainilla y chocolate—. Hay que cortarles por lo sano en asuntos del corazón, porque siempre se saldrán por la tangente. Se guardan lo que sienten para ellos y luego, cuando menos te lo esperas, te lo echan todo a la cara, y arréglatelas tú para ordenar y poner en claro lo que quieren decirte.

—Pero no puedo dejar de sentirme culpable. Él intentaba protegerme y yo no hacía más que pagarle con más silencio.

—Estaba claro que el pobre no iba a aguantar en su propio trabajo tus devaneos con otros. Ni él ni yo. La pena es que ese chico nunca sabrá de nuestro bonito acuerdo con Webster. Todavía me cuesta creer la suerte que hemos tenido con su idea de hacerte «conversadora profesional». En realidad, no hubiera aceptado para ti otra condición que no fuera esa. Lo sabes…, ¿verdad, mi niña?

—Tenemos que localizar a Taylor. —Me levanté de la mesa sin saber ya por dónde rastrear en cien kilómetros a la redonda—. Alguien debe de saber algo de él. No puede haber desaparecido así sin más.

—Deja ya de preocuparte por ese hombre…

—Su padre… Podría buscar por ahí… —Un nuevo horizonte de luz se abría en mi particular búsqueda—. La familia de Taylor pertenecía a un tipo de asociación cristiana, y creo que muy influyente. Descubriré el nombre de esa organización y…

—Dale tiempo, niña. Necesitará estar solo, reflexionar. Además, Taylor es un hombre guapo, joven… Sobra decir que yo, a tu edad, me lo hubiera llevado a casa regalado con lazo en la cabeza. —Mi tía se dejó caer en el otro taburete al introducir una nueva bandeja en el carrito del horno—. Se le pasará. Volverá con el corazón renovado, no temas. A tu amigo le sobrarán pretendientes morenas, rubias… Tú tienes ahora tu designio con Cameron Collins, y Taylor lo tendrá con otra mujer… —Mi tía quedó estática, pensativa—. Oye…, ¿no se estaría enamorando de ti con una esposa esperándole en otro lugar?

***

Craig Webster, el gerente del Golden’s Club, haría todo cuanto estuviera en su mano para hacerme sentir como la reina de su palacio. Abrigando la posibilidad de «subastarme» en febrero cual objeto de Sotheby’s, no escatimaba en gasto para presentarme cada noche como una «diva intocable». Ochocientos cincuenta dólares a la semana y una veintena de vestidos de alta costura embutirían, por un lado, mi cuenta bancaria y, por otro, mi armario por orden y previo pago de Webster, quien, además, se aprendió al dedillo la talla que su «gran apuesta» vestía y calzaba. Cada dos días me subía a la habitación un nuevo traje de noche o unos zapatos Manolo’s que ni la misma emperatriz de todas las Rusias podría haber soñado jamás. Abrumada, mi timidez aceptaba los regalos con comedido agradecimiento. Un beso en la mejilla y basta. No iba a excederme en cariños con ese tipo cuando a sus ojos yo no era más que la niña a la que engordar de opulencia para después devorar dentro de su casita de chocolate.

En cuanto Valentina Castro bajaba por las escaleras del Golden, a eso de las diez de la noche, era el propio gerente quien se encargaba de supervisar el tipo de cliente que visitaría mi rincón, a fin de seleccionarme los hombres más dispuestos a conversar, que no a llevarme a la cama, por el momento. Donald Carter, Jim Marlowe, Jonathan Holden, Daryl J. Yates…, eminentes abogados unos, ricos empresarios otros, acudían cada noche a mi lado, al último sofá en la zona de privados donde yo los esperaba, muy quieta, para, simple y llanamente, charlar; de diez a tres de la madrugada, todos los días de la semana, a excepción del domingo, día de descanso en el club.

Sí. Existía. Para mi desconcierto, caminaba por el mundo una rara especie de Homo sapiens sapiens a la que el atractivo sexual de la hembra podía traerle sin cuidado mientras una tertulia fluida, a la par que divertida, les convidase a sentirse mejor con ellos y con su entorno. No muy docta en asuntos tales como la política o la subida o bajada de la Bolsa, mi oratoria se apoyaría, en las primeras tomas de contacto, en los acontecimientos que la prensa avanzase aquel día —por lo que mi tía me vería todas las tardes absorbiendo cada noticia de The Washington Post para ofrecerles a mis contertulios un ensamblado de temas de conversación. «¿Cómo ves la subida del mercado chino e indio, parece que van a comernos a todos?». «¿Se ha enterado de ese ministro italiano que ha evadido capital público?». «¿Y el rollo que se trae ese político de Sudamérica con las chicas de alterne de su país?».

A la tercera copa de mi oyente —el cuarto zumo yo—, mi pericia habría de trasladar la conversación al plano más íntimo: la esposa, los hijos, el estrés ejecutivo, el deseo de cambiar de vida con la sensación de tener las manos atadas… «Claro, te entiendo». «Tienes toda la razón». «¿No crees que deberías plantearte esto o aquello?». «¿Crees que te merece la pena seguir pensando de ese modo?». «Si supieran todos lo buen hombre que eres, lo atento y amable…». «Tus hijos te quieren, no tengas ninguna duda».

Apoyo, apoyo y más apoyo. Valentina Castro más que una relaciones públicas era la psicóloga sin licenciatura de los que daban fortuna y alimento al país. Pero lejos de sentirme obligada, ni siquiera incómoda, mi trabajo en el club comenzó a agradarme más de lo que podía haber imaginado. Las chicas estaban en lo cierto: el cliente del Golden era todo un caballero, educado, refinado, culto… y, ante todo, un triste solitario. Ya fueran casados o solteros, la riqueza conseguida había construido sobre sus cabezas una impracticable fortaleza, impidiéndoles exteriorizar sentimientos más allá de sus muros, como si la desnudez emocional pudiera transformarse en ariete contra el portón de su hogar o empresa. Y en parte podrían tener razón. Siempre habría un segundo a bordo más joven y preparado para ocupar su trono en cualquier campo de sus vidas.

Y es que para un hombre, sobrepasar la barrera de los cuarenta (y no digamos los cincuenta) suponía una verdadera carga existencial: ¿He aprovechado mi juventud? ¿Hago lo que realmente me gusta? ¿He llegado a ser lo que mi padre esperaba de mí? ¿Tengo ya todo lo que deseo en esta vida? ¿Qué me falta por hacer? ¿Soy feliz? La contestación a todas esas preguntas no era moco de pavo, y pese a contar con su sola intuición, Valentina no dudaba en lanzarse a la piscina y darles su humilde punto de vista. Con acierto o sin él, siempre lo agradecían.

Sin embargo, hubo una noche en que toda esa magia de cortesía y confidencialidad desapareció. El día en el que uno de ellos, concretamente Jim Marlowe, se atrevió a decirme tras su quinta copa:

—Webster me ha informado de que para principios de febrero podrías plantearte relaciones más íntimas… —Uno de sus dedos paseándose por mi antebrazo alertaría mi tacto. Su aliento a whisky escocés abofetearía el resto de mis sentidos—. Una especie de apuesta entre todos los que ansiamos pasar contigo una noche, ¿me equivoco?

Su sucia mirada me impregnó el alma con todo el espesor de su repugnancia. Puta. Sí. Así me había hecho sentir. ¿Qué se supone que tendría que esperar?

—Claro —asentí forzada a la naturalidad. Recordé las palabras que Webster me había incitado a referirle a cada hombre interesado en apostar por mí—. Solo ofreceré una noche a quien sepa valorar el precio que merezco. Después ya no habrá más opciones. Desapareceré. Para siempre.

Pero como era ya sabido, mi viaje a Dubái —si Cameron no aparecía antes por el Golden— llegaría días antes de formalizarse aquella condenada apuesta. Cualquier hombre ajeno a mi corazón se quedaría con ganas de probar mi carne. Y quién sabía si, tras mi desaparición, alguno de ellos, como el borracho de Jim Marlowe, habría de conformarse con saborear la hamburguesa del McDonald’s de la esquina.

Pero fue en la noche en la que más segura me encontraba ante mi privilegiada posición en el club cuando sobrevino un acontecimiento inesperado, el más desagradable que pudiera haber vivido en esas tres semanas dentro del Golden’s Club. Un revés que amenazaría aquella «moralidad incorrupta» de la que tanto me jactaba esos días.

Daban las tres y cuarto de la madrugada del lunes, 29 de diciembre. El Golden cerraba sus puertas y yo entraba en la suite de mi tía, somnolienta y con el estómago hinchado de tanto zumo de frutas engullido frente a uno de mis admiradores preferidos, Jonathan Holden. Aquella había sido una de mis mejores conversaciones con el abogado de las estrellas de Hollywood. Y lo mejor era que le había visto disfrutar a él tanto o más que yo, desgranando los comportamientos del hombre y la mujer en pareja. Si algo sabía Madison Greenwood de algún tema era de ese precisamente. Larry Bagwell me había dado muy buenas clases teóricas durante nuestros once años de matrimonio.

Encendí las luces del salón de la suite. Cerré la puerta. Mi tía, encerrada en su dormitorio, dormiría desde la una y media. Aquella noche de lunes no es que la infatigable cantante hubiera tenido demasiados espectadores, por no decir alguno. Webster la habría mandado a la cama a la hora de iniciar su recital de canciones de Billie Holiday, acompañada de su viejo y siempre dispuesto pianista de Nueva Orleans.

Dejé mi bolso en la mesa de la entrada. Estaba deseando quitarme el Armani de noche, negro, precioso, pero tan ajustado al cuerpo que pensaba que, en poco menos de un minuto, el vientre me reventaría con todo ese zumo obligado a digerir.

Tan solo pude dar dos pasos por la moqueta cuando mi pie izquierdo se topó con una tarjeta blanca, colada bajo la puerta. La recogí del suelo y la leí:

INFORMACIÓN RELATIVA A CAMERON COLLINS A CAMBIO DE TUS SERVICIOS.

EN DIEZ MINUTOS. HABITACIÓN 1845

Con todo lo que la dignidad intentó transferirle a la conciencia, con todo lo que la prudencia le gritó al arrebato, se impusieron los impulsos del corazón para volver a coger el bolso de mano, guardar en su interior aquella tarjeta y salir por la puerta. «Diez minutos». No había tiempo para pensar en qué locura me estaba metiendo. «Habitación 1845». Si el que había escrito en esa tarjeta sabía algo de Cameron Collins, tendría que decírmelo. ¿Pero a cualquier precio? «Sí. A cualquier precio». «¿Estás loca? ¡No vayas a esa habitación! Tengo que ir. Debo ir». Y salí.

Las puertas del ascensor se abrieron. Planta 18. Había Llegado. Yo y mi aprensión, directas a lo que nos esperase tras la puerta de la 1845.

Abordé el pasillo como no podía hacerlo de otra forma: temblando de arriba abajo. Todo y nada podía ocurrirme. Con cualquiera me las podría ver. Los rusos… No. ¿Craig Webster? No, tampoco. ¿El propio Cameron Collins? No, imposible.

Mientras mi mente se engañaba dándose al placer de negar evidencias fatales, los pies llegarían hasta el mismo rellano de la puerta que atesoraba la mayor o la peor de mis suertes.

Apreté los dientes de forma inconsciente. ¿Entraría por esa puerta para nunca más salir?

Quise golpear con los nudillos la madera lacada en blanco, pero me detuve. La puerta estaba entreabierta, pero lo suficientemente entornada y pegada al marco como para no distinguir su apertura a primera vista.

La empujé despacio, muy despacio.

Oscuro.

Entré.

—Pasa…, y cierra —me ordenó una voz masculina al fondo de la habitación.

Obedecí con el instinto de supervivencia volcado a echarme de allí de inmediato.

Esperé a que la voz me fuera dando más de su mandato.

Silencio. Se encendió de pronto una lamparita de alguna mesilla de noche fuera de mi ángulo visual. Las sombras huyeron por los rincones cediendo su lugar a un ambiente tenue, de tonos anaranjados.

—Acércate —quien fuera se aseguraba de asustar con la gravedad tonal de las cuerdas vocales—. He dicho que te acerques.

Reaccioné y caminé hasta sortear la esquina que me ocultaba la identidad del individuo que había osado escribirme aquello por lo que yo andaba arriesgando la vida en el interior del hotel más afamado de la capital.

Lo encontré de pie, pegadas las rodillas al lateral derecho de la cama y junto a la lamparita que iluminaba desde abajo su rostro, aséptico.

Vestía traje oscuro, camisa roja. Se había peinado para la ocasión. Las manos abrían una cartera marrón de la que extrajo varios billetes de cien dólares.

—¿Cuánto pides por una hora? ¿Quinientos, seiscientos? —Taylor tiró el fajo de billetes al centro de la cama—. Yo te doy dos mil.

Taylor. Por fin. «¿Dónde te habías metido? Me has tenido muy preocupada». Palabras que no se acomodaron a una realidad impuesta por su mueca descompuesta, ebria. Me limité a calmar los nervios al tratarse de quien finalmente se trataba: el hombre que había descubierto, sin yo saber cómo, la verdadera premisa de mi misión dentro del Golden’s Club.

—¿Qué pretendes con todo esto? —le dije.

—Desnúdate.

—Taylor… ¿Qué…? ¿Qué sabes de Cameron Collins?

—¡He dicho que te desnudes! —me gritó con evidente prueba de haber ingerido más alcohol de la cuenta.

—¿Dónde has estado, Taylor? —me atreví a decir. No sé qué hubiera sido mejor: toparme con los rusos o con un Taylor tan alcoholizado como la última vez en la que él me había requerido para que mi abrazo acudiera a consolar su desesperanza—. Te he estado llamando al móvil…

No habló. Se limitó a rodear la cama con sus poderosos brazos arqueándose en el aire, dando impulso a sus zancadas.

Llegó hasta mí, y como bestia fuera de su jaula, me agarró por los hombros. Me rasgó el vestido con fuerza bruta. La tela emitió el grito de su girón en la espalda, en el pecho, en el vientre.

—¿Qué haces…? ¡Suéltame! —exclamé al tiempo que mis brazos eran aprisionados por una de sus llaves de kickboxing.

No contento con despedazarme el Armani, me despojó de la ropa interior y me tiró encima de su dinero, completamente desnuda, en su cama.

Avergonzada. Vejada. No pude sentirme de otra forma. Ni aterrada, ni tan siquiera asustada.

—Vamos, muéstrame tus encantos… Valentina, ¿no? ¿Es así como te haces llamar ahora? —Se desvistió delante de mí. Primero la chaqueta, después la camisa. Sus hinchados pectorales daban cuenta del peso que caería sobre mí si yo no ponía de inmediato remedio a esa situación. Pero no lo haría. Sería mi castigo—. ¿Por qué te quedas parada? Ya lo has conseguido… Eres una puta. La mejor, según creo…

—Taylor. No hagas ninguna idiotez. Estás bebido…

—Dirás jodidamente borracho… Sí… —me contestó quitándose los pantalones, después los calzones. La erección de su miembro era absoluta y temible—. Vamos…, hazme lo que le haces a los cabrones del Senado. Cómeme la polla. Quiero saber cómo la chupa una puta de tu categoría.

Me levanté de la cama, dispuesta a ir al baño, tomar un albornoz, cortesía del hotel, y salir de allí enseguida. Pero él aferró con la mano mi antebrazo al solo intento de dar un paso fuera de su cerco.

—¿Dónde vas, Valentina? Te he dejado ahí dos mil dólares… Dime cuántas putas en esta mierda de ciudad ganan dos mil dólares por una hora.

—Suéltame, Taylor. No hagas nada de lo que te arrepientas después. Ya es suficiente.

—¿Suficiente? —Me tiró de nuevo a la cama. Caí de costado. Se tumbó sobre mí. Su aliento a vodka se agolpó contra mi cara—. ¿Cuánto es para Valentina Castro suficiente? ¿Meterse a puta por un cabrón como Collins es para ella suficiente? ¿Mentir a los que una vez amaron a Madison Greenwood es para ella suficiente?

Me volteó colocándome boca arriba. Las muñecas, presas por sus fornidas manos. La polla latiendo en la entrada de mi vagina, preparada.

Taylor había explotado. Y yo era la máxima responsable.

—Me haces daño, Taylor —le advertí.

—No… No tanto como el que me has hecho tú a mí —blandía sus palabras como una sierra chirriando contra el acero—. Tú eres la causante de que ahora te tenga así, tratándote como lo que eres… Como la puta que has querido llegar a ser por ese Collins. ¿Crees que se merece ese cabrón lo que estás haciendo por él?

—¿Qué sabes de él? Dímelo, por favor… Van a matarle —le rogué.

—No será la primera vez que alguien lo intente. Y cuando lo encuentren sin cabeza, te aseguro que llegará a ser el mejor momento de mi vida…

—¿Qué sabes, Taylor…? Necesito que me digas quién es ahora Collins y por qué quieren…

—¡No hables más de ese malnacido! ¡Mírate! ¡Mira cómo has acabado por ese hijo de puta que ni siquiera recuerdas! ¿Por qué, Maddie? ¿Qué vale más en este mundo que tu dignidad?

—No puedo respirar… —El ancho de su pecho, tres veces el mío, anulaba cualquier escapatoria lejos del irradiante calor de la piel, del ardor etílico de la boca, fuego fatuo de su alma sepultada en tierra de carencia.

—Atente ahora a las consecuencias. —Detuvo el asalto de la polla que fue introduciéndose en mí, muy lentamente—. Pero antes quiero que sepas que un día abrigué la posibilidad de hacerle el amor a Madison Greenwood, el día en que ella me hubiera aceptado. Ahora solo me das motivo para follarme a tu despojo, a lo poco que queda de la mujer que conocí. Valentina Castro…, el nombre de tu miseria. Esta noche, señorita Castro, nos hemos reunido en esta cama dos almas miserables, sin escrúpulos ni reservas. Y qué mejor complemento que unirlas con sexo miserable por valor de dos mil dólares.

Me penetró, salvaje. Sus caderas se sacudían regidas por una fuerza indómita. Incontrolable.

No sé si por la necesidad de sentirme —tras meses de sequía coital— bajo el peso del sexo sin límites, o por mi condescendencia arrimada a la amistad que me unía a Taylor, pero fuera como fuese, error o no, me dejé hacer. Cautiva. Sin resistencia. Sabía que me arrepentiría. Sabía que la vergüenza por secundar mi propia vejación me perseguiría para el resto de mi vida. Pero lo sucio, lo desleal, lo desobediente en mí pudo conmigo. La libido. La miserable libido.

Mis brazos acabaron rodeándole la espalda, dubitativos en acaparar toda esa musculatura. Percibí que, a mi contacto, a mi aquiescencia, su violencia iba transformándose en entrega. «Sí, Taylor, puedes hacer conmigo lo que quieras. Lo que convengas. Lo que merezco».

Lejos de sufrir su violación —pues la fuerza de su agarre se había mostrado siempre comedida, pero firme—, me dispuse a saldar mi cuenta con la pasión dañada.

Porque yo era la única culpable de aquel sufrimiento. De su puesta al límite. Había provocado con mi desconfianza hacia él aquella situación, muy alejada de hallarle freno. La situación que merecíamos ambos. Él, digno de su desfogue ante la que había creído mujer falta de honestidad y decencia, la vendida por un hombre que con toda probabilidad no resultaría digno de tamaña hazaña por su parte; yo, merecedora de su abuso esa noche, inductora desde hacía meses por la impunidad de mi secretismo hacia su protección.

Taylor me amaba, más de lo que hubiera imaginado y querido. Y si no ponía freno a ese sentir mío masoquista, le haría más daño, si cabía. «No te amo, Taylor. Lo siento».

No había pasado ni el minuto de sus embestidas en la hondonada yerma que era mi vagina cuando decidí zafarme de su fuerza. No era propio lo que mi razón estaba consintiendo, ni para mí ni para él. Pero el límite llegó a sobrepasarse en el momento en que Taylor, al brindar mi consentimiento, convino en transformar su apretar de dientes en besos de amante sobre el recipiente vacuo que sería, entonces, mi cuello para su entrega. Mancha negra en mi conciencia. Desalojo imposible de la vergüenza.