Ricky me observó una vez más como si fuera la «loca fugada» que casi burla su vigilancia. Si aún no me creía como tal, ahora le estaba dando más que evidencias para pensarlo.
—Tu identificación.
—¿Cómo dice?
—Quiero ver tu identificación. Me conozco cada nombre y apellido de las chicas que trabajan aquí. Veamos si eres familiar directo o no.
Le miré confundida. Alcé mis gafas pegándolas al entrecejo. Encogí los hombros cual pajarillo desvalido. Tuve miedo. Mucho miedo.
Era hora de regresar a casa y dejar de adentrarme en esa locura.
Avisté el único modo de escape más allá de los golpes de aliento de mi opresor. Sí, en efecto. La puerta de salida al callejón continuaba entreabierta.
—Déjeme marchar —le dije caminando hacia la salida con la mirada baja.
Él, encantado de ostentar cuanta mayor agresividad mejor, estampó el brazo contra la pared impidiéndome el paso.
—No, zorrita. No hasta que me enseñes tu tarjeta de identificación o tu permiso de circulación —repitió con saña, preparado para reírse de mí de cuantas formas se le ocurriera.
Con la desazón metida en el cuerpo, me descolgué el bolso del hombro e interné la mano en su bolsillo interior. Haría lo que aquel malnacido me dijera. Era su capricho verme descubierta para así justificar la patada en el culo que estaría a punto de darme.
De mi monedero, comprado en el rastro, saqué mi permiso de circulación y lo alcé a su vista. Él lo tomó. De su cara surgieron gestos confusos imposibles de describir mientras leía mi nombre y apellidos. Cuando volvió a posar sus ojos en mí percibí cierto temor en su semblante.
—Eres…, ¿eres su hija? —tartamudeó.
A mí no se me ocurrió otra cosa que decir:
—Sí… Soy su hija.
Él me devolvió el permiso y de súbito aflojó la dureza de su gesto. Adoptó de pronto la viva imagen del perrito al que le robaron el nombre.
—Me lo tenías que haber dicho antes…, joder… Yo… Te pido disculpas… No suelo ser así con las chicas… Pero sabes que hay que tener mucho cuidado con la gentuza que se cuela… No…, no quisiera que le contaras a tu madre lo ocurrido con Samantha.
—Descuida… —le contesté con rápido reflejo.
—Si se llega a enterar me veo en la calle, me entiendes, ¿no?
—Te entiendo, Ricky —repuse haciéndome la dura—. Pero será mejor que no te vuelva a ver más empujando o tirando al suelo a ninguna mujer. La pobre Samantha ya tiene suficiente desgracia con la vida que lleva para que tú encima te atrevas a insultarla y empujarla como a un saco de estiércol. ¿Pero qué clase de hombre eres?
—Perdóname.
—No. A mí no me pidas perdón. Pídeselo a la pobre chica que has dejado dolorida afuera. La verdad… No sé qué parte de la educación que te dieron tus padres no entendiste…
Con la cabeza gacha, el «perrito» de Ricky me abrió la puerta muy cortés. Solo le faltó ponerse a cuatro patas y llevarme hasta donde yo le ordenara. Recuperó el habla ante mi decisión de acercarme nuevamente a la entrada del club.
—Tu madre te habrá contado que no puedes pasar a la barra ni al salón de reservados con los clientes. Tendrás que esperarla con las chicas, en la zona de vestuarios.
—Estoy más que advertida de eso —le informé con recargada vehemencia.
Recogí nuevas disculpas de Ricky antes de que este, por fin, me dejara caminar sin crearme obstáculo. Su arrepentido gesto y su camiseta reventona desaparecerían tras el cierre de la puerta.
Había entrado. Estaba dentro del Golden’s Club, local anexo al inaccesible Majestic Warrior.
Me sorprendí lanzando mi gratitud a los cielos. Desde que Johanna me inculcara su ateísmo a fuerza de realidad palpable, mi vida había seguido ignorando la presencia de un ser divino. Pero tanta fortuna y casualidad en mi encontronazo con aquella cantidad de músculo sin neuronas no podrían haber venido de otro lugar sino de algún paraíso celestial donde cualquier milagro era posible. Como el milagro de apellidarme como una de las cincuentonas furcias que hacían las delicias de mi marido.
Intenté obstaculizar los nervios. Suspiré tan hondo como me fue posible. Eché un ojo al reloj. Las doce y media de la noche. Frente a mí, un nuevo pasillo alfombrado de verde oscuro. La luz ambiente, suave, casi tenue, se desprendía de lamparitas con tulipa encastradas en las paredes de marrón camello. Al fondo, adiviné un par de bonitas chicas retocándose el pelo recogido y ajustándose minivestidos antes de reencontrarse con sus acompañantes. La música había tornado al suave candor del jazz. En mi camino me topé con una cortina de suave terciopelo verde. La placa dorada del muro aledaño rezaba: «Acceso a Salón Principal».
Tras el terciopelo estarían todos: los casados y los que no. Los que añoraban su soltería y los que soñaban con vivir en matrimonio. Los que contenían a una esposa esperándolos en casa y los que ambicionaban una para desquitarse del lavado de manos tras la eyaculación anacoreta. Era el género —por no decir la clase— de hombre adherido a su definición más tosca y primitiva.
La única mujer que estaba a punto de entrar en esa sala sin llevar las piernas al aire iba camino de convertirse en la peor pesadilla de alguno de ellos. Una mujer dispuesta a revelar la verdadera cara de aquel a quien le había dedicado mitad de su vida.
La cortina cedió al empuje de mi mano. Un aire cargado de perfume masculino y tabaco me dio la bienvenida al nuevo mundo.
Un hombre de mediana edad, de pie y apoyado en la barra, se percató de mi entrada al gran salón del Golden. Me miró, y al instante desvió su atención al whisky doble que acababa de servirle un camarero. Otro hombre de unos cincuenta años, menos discreto, se lanzó al oído de su colega nada más ver mis manos apretar con fuerza la correa de mi bolso colgado a mi hombro. Los tipos se lanzaron sonrisas mutuas al observar mi acercamiento a la barra. Era obvio que estaban hablando de mí, y no bien, precisamente. La actitud burlesca de los dos amigos se fue extendiendo a otros clientes acoplados en la barra, así como a las bellas empleadas postradas en los reservados cercanos.
Como si la cosa no fuera conmigo, busqué la esquina más discreta de la barra, pegada a la manguera de incendios. Desde allí, y haciendo caso omiso a animadversiones, analicé el lugar, impregnado su aire con los contrastes cincelados por las fragancias masculinas más exquisitas. Una amalgama de olores ácidos, dulces y afrutados, macerados todos en un bote de emanaciones carnales tras el remilgo de la corbata. El perfume femenino brillaba por su ausencia. No fuera a ser que la esencia del pecado quedara cual estigma en la piel de los preservadores de la familia bien avenida.
La sala era grande, diáfana, de unos ochocientos metros cuadrados, por los que se desperdigaban columnas de mármol blanco. Toda su decoración minimalista abrigaba lo ecléctico conjugado a la perfección con el barroco más exacerbado. Cuadros de marco dorado profusamente engalanados de época versallesca, lámparas de araña de cristal desparramando destellos aquí y allá; y paredes donde los motivos florales en gris y negro se desplegaban tras las cabezas de clientes y acompañantes abigarrados de seducción.
La clientela que aglutinaba el Golden’s Club era de lo más variopinta: desde el joven ejecutivo, no demasiado agraciado, inseguro de darle rienda suelta al elogio pagado en su posible primera vez, hasta el oscuro sesentón sin escrúpulos que, colmado de privilegios, se deshacía en tocamientos con la joven de Cincinnati escapada del abuso del padre.
A mi alrededor, en la zona de la barra, se reunía el grupo de los hombres encorvados, tímidos al abordaje de las disolutas y, sin embargo, osados en la acometida de la ginebra para redimir culpas. En otro apartado, una enorme sala semicircular con decenas de sofás de piel blanca y capitoné a escalonadas alturas. Raro era el sofá libre de la sonrisa forzada de la fémina o de la impostada masculinidad del macho.
La decena de trabajadoras del Golden’s Club, lejos de atrevidos tops y minifaldas burdas, desenvolvían su elegancia bajo la trémula albura de hermosas damiselas. Con ricos trajes de noche sembraban sus encantos por doquier, la mayoría de ellas acomodadas en los sofás magnetizando al alto ejecutivo con manos reposadas sobre muslos o al lance de risas al aire sin venir a cuento. Candidez, educación y suave voz eran pormenores obligados para arrojarse al tipo de hombre con el suficiente caché y renombre propios de la clientela que atesoraba el Majestic Warrior. Y la vida de Larry se hallaba muy lejos de tales atributos. ¿O no?
Busqué a mi marido ubicado en alguno de esos sofás, dispuesto a acompañar a una de esas putas hasta un oscuro arco, abierto hacia el fondo del salón. Por allí, se apreciaba el andar de las parejas ya formadas, sonrientes, decididas. Después, un silencioso ascensor las engullía, una detrás de otra. El lugar al que iban, desconocido, pero de sobra supuesto.
Aunque mis gafas estaban perfectamente pensadas para la deficiencia de mis ojos, me resultaba imposible reconocer la cara de Larry desde aquella distancia. Opté por seguir analizando el local, cuya presentación se habría ganado toda mi admiración si no hubiera sido por el cuestionable motivo que lo había llevado a erigirse.
Atravesando la zona de la barra, y en la bajada de cuatro escalones, se llegaba a un pequeño escenario circular. Allí, más sofás se dispersaban en semicírculo acomodando a los clientes sensibilizados con la voz de la cantante que, en primera instancia, había creído parte del hilo musical. Desde mi lejanía me horroricé ante el aspecto de la vocalista: maquillada al borde del esperpento y con un vestido de brillantes tachuelas verdes cubriendo su orondo cuerpo hasta los pies. Un turbante color esmeralda con un cargante broche dorado remataba su porte estrafalario y decadente. Escudando sutiles signos de embriaguez, la mujer amenizaba a sus diez o doce oyentes entonando My man de Billie Holiday. Un pianista, negro y con habilidosas manos, acompañaba con magistral tecla. No lo hacían mal. Nada mal, y por ello ambos lograban restarles importancia a los cerca de setenta años de edad que, calculé, surcaban libremente por sus rostros.
Devolví la atención a mi círculo más cercano. «Larry. ¿Dónde estás, Larry?». Ningún cliente apoyado buena o malamente en la barra me dio indicios de poseer los labios recipientes de mi fidelidad. Volvía a revolvérseme el estómago. Hubiera preferido encontrarme a Larry asido a un vaso del mejor whisky, como todos los hombres solitarios que me rodeaban, perdidos por el alcohol y no por las carnes de otra mujer. Pero lo infructuoso de la búsqueda me obligaba a seguir rebuscando entre la miseria de los allí presentes, ellos y ellas.
Crucé los brazos evitando el tránsito de miradas. Gestos de cabeza y algún que otro índice furtivo me convertían en atracción de feria. Tan solo los dos hombres más próximos a mi ángulo de visión ignoraban a la extraña visitante. Se sentaban en dos taburetes a escasos centímetros de mí, enfrascados como estaban en una conversación no muy pareja a teorías filosóficas:
—Perdimos pasta al contratar a esa zorra. El encuentro que pacté con aquel ministro del Líbano resultó un jodido fracaso —dijo uno de ellos con espesa cabellera cana y gafas oscuras—. Era mucho billete el que se le ofrecía, y por su santo coño que tuvo que acostarse con ese tío más puesta de coca que una selva colombiana.
El acompañante, de unos cuarenta años, rio la ocurrencia de su amigo.
—Ya te lo dije, Craig, esa tía era todo fachada. Era una yonqui, pero de las de antes. Tú lo que pasa es que te saturas de ver tanta tía en pelotas. Al final no sabes dónde está el talento…
—Talento…, ¿acaso en los cuatro años que llevo trabajando para el Majestic me has visto con alguna zorra de talento? Entérate, gordinflón, desde que el senador Roberts se llevó a Kylie, no he visto a ninguna otra mejor, ¿la has visto tú?
—No necesitas ninguna versión de Kylie. Necesitas a una nueva, original y espectacular puta para el Golden. ¿Cuántas chicas tienes aquí? ¿Siete, ocho?
—Nueve, con la última que contratamos en julio.
—Bien. Búscate la mujer «diez». Una mujer completamente nueva. Lejos de los arquetipos de las otras nueve. Una zorra de bandera que se deje de remilgos y de posturitas de niña buena. Una mujer que con solo verla pasearse por este suelo se corra la voz por todas las casas presidenciales del mundo. El reclamo perfecto para que el Golden recupere su distinción.
—¿Y de dónde coño la sacamos? ¿Dime?
—Empieza por buscarla. Pero no en la dirección por la que has ido este último tiempo… Mira a tu alrededor. Todas con dieciocho, veinte años…, ¡bah! Son demasiado jóvenes para darte el empuje que necesitas. Estos tipos son altos ejecutivos, presidentes, ministros, hombres con carrera. Después del polvo estos tíos necesitan una conversación profunda, seria, la que no puedan tener con sus esposas por falta de tiempo…
—¿Una puta con Derecho en Harvard? Mira… Ya hemos perdido demasiada pasta con la crisis de estos años como para arriesgarnos a perder más.
—Necesitas a mujeres con cabeza, con experiencia de la vida. Pongo un ejemplo: Chester Brown, dibujante canadiense de cómics. Hace dos años publicó Pagando por ello. Memorias en cómic de un putero. Es un maestro… En una entrevista, ¿sabes qué dijo?
—Sorpréndeme…
—«Si estás con la prostituta acertada, no te sientes vacío». ¿Qué te parece?
—Vale… ¿De dónde cojones quieres que saque a una zorra que hable como Hilary Clinton y cabalgue al cliente como Jenna Jameson? ¿Quieres que me vaya a Marte? A lo mejor encuentro una tía con cinco licenciaturas, cuatro perolas y tres coños.
—Marca la diferencia. Es la frase a la que siempre aludo en mi agencia de publicidad. Acuérdate de Larry Flynt.
—¿Quién coño es ese?
—El director de la revista Hustler. Ese tío ofreció una nueva concepción del porno al americano reprimido de los setenta. Ideó otra manera de verlo. Les presentó a todos los hombres de este país una mirada innovada del desnudo… con las piernas más abiertas, con gesto más excitado…
—No me metas rollos. Estás en 2014. Dime qué no se ha probado o visto ya.
—Educa la visión del cliente del Golden a lo nuevo que desees mostrarles. No te dejes arrastrar solo por el limitado gusto de la masa por la chica de dieciocho, porque acabarán desechándote como un saco de mierda. Si haces cosas impersonales, con el tiempo solo encontrarás indiferencia. Hoy día, al hombre de poder hay que mostrarle la mujer que jamás encontró y con la que no tuvo oportunidad de casarse… Una mujer madura, perfecta en todos sus aspectos.
—Cállate. No dices más que gilipolleces.
—¿Ves la actitud que estás teniendo? Actitud de fracasado. Te creía con más miras…
—¡No me toques los cojones, joder! ¡Qué coño quieres! ¡Qué me saque de la nada a la puta que salve al Golden de la ruina! ¡Vale! ¡Pues vamos a buscarla!
El hombre se levantó fuera de sí arrojando su taburete de hierro contra mis piernas. Yo apreté mi espalda contra la pared por si a aquel loco se le ocurría lanzar el vaso que llevaba en la mano. No me dio tiempo a salir de allí. Me vi de pronto sujeta por una de sus manos y arrastrada hasta el frente de su amigo publicista.
—¡Oiga! ¡Pero qué está haciendo usted! ¡Suélteme! —le grité intentando zafarme de su fuerza.
—¡Mira a esta mujer! ¡¿Qué te parece, eh?! Es alta…, buenas tetas…, aunque le sobran unos cuantos kilos… —confirió el energúmeno hincándome todos los dedos en el antebrazo—. ¡La hemos encontrado, Daniel! ¡Hemos encontrado a la próxima gran zorra del Majestic Warrior!
—Suéltala… —advirtió el amigo con la vergüenza ajena derramándose por su cara—. No hace falta que montes estos numeritos…
—¡He dicho que me suelte, desgraciado! —le volví a chillar.
—¿Que la suelte, Daniel? ¿Quieres dejarla escapar ahora que la tenemos delante? Mira sus gafas y esta ropa prestada de su madre. ¡Esta zorrita es totalmente original! No se parece a ninguna que hayamos visto antes, ¿no crees?
—Déjala en paz… —insistió el amigo.
—Yo creo que puede poner cachondo a cualquiera… Con esa mirada de miope y desnudita frente al fiscal jefe… ¿Sabes qué voy a hacer? Le voy a dar mi número de teléfono para que nos llame en cuanto pueda.
De su americana extrajo una tarjeta que coló en uno de los bolsillos exteriores de mi bolso. Después me soltó con absoluto desprecio.
El único camarero tras la barra, alertado por mis gritos, se acercó justo cuando me brotaba por la boca lo que pocos oídos amigos escucharon.
—¡¿Pero quién coño se ha creído que es?! ¡Le voy a denunciar, cabrón!
—Medio Ambiente debería denunciarte a ti por dejarte salir fuera de casa…, a no ser que nos descubras otros encantos escondidos… ¿Por qué no despedimos a la vieja solista y te subes tú al escenario? Me encantaría verte con las tetitas fuera delante de mis clientes.
—Sí… ¡Después de tu madre! —le lancé colérica.
—¡Eh! ¡Eh! Tengamos la fiesta en paz —interfirió el camarero—. No es lugar ni tiempo para refriegas, ¿no cree, jefe?
El amo y señor de aquel local levantó uno de los dedos hacia su empleado.
—¿Quién ha dejado pasar a esta tipa? Debo creer que Ryan, Dan y Ricky siguen supervisando las puertas de acceso…
—Como todas las noches, señor Webster —repuso el barman con vasallo visaje.
—Bien. En cuanto tengas un minuto, diles a esos tres inútiles que como vuelvan a dejar pasar a amitas de casa como esta los dejaré castrados como a mis perros —reprendió—. El Golden es un club de alto standing, no una casa de acogida.
—¡Pero será cerdo! —vociferé—. ¡No voy a permitir que este…!
—Vale…, vale… ¡Tranquilízate! Ven conmigo —me interrumpió el empleado en el momento en el que casi me vio lanzar la mano contra la cara de aquel indeseable.
El camarero me tomó por un brazo desde el lado interior de la encimera y me invitó a seguirle hasta el extremo opuesto de la barra.
—¡Que sepa que voy a denunciarle! —me volví arrastrada por la fuerza del empleado.
—No sigas, por favor —me pidió él—, o me darás serias razones para echarte.
Algo soltó al aire el tal Webster que no llegué a entender. Su amigo publicista interpuso la espalda entre nuestras miradas y deduje que hasta ahí había llegado mi encontronazo con aquel tipo, que bien estaría encerrado en una jaula con sus perros.
El barman, con gesto amistoso, me invitó a sentarme en un taburete una vez doblada la esquina contraria de la barra. Yo me negué. La alteración no me permitía mantener las piernas quietas. Nos quedamos uno frente al otro en un espacio desocupado de la encimera.
—Qué te apetece… Invita la casa —me sonrió el camarero.
—No quiero nada, gracias.
El trabajador de aquel club me observó unos segundos en silencio. Bigardo como un profesional de la lucha libre, rapado, de unos treinta y cinco años. Portaba un esmoquin a medida, con la chaqueta y camisa ajustadas como un guante a un pecho de poderosa anchura. En el rostro —el único por ahora bien acorde a mis cánones de belleza masculina—, se destacaba una tez morena y unos ojos almendrados, dulces y contrapuestos a las duras líneas que marcaban la mandíbula y el grosor de los labios. Las pupilas de suave verdor se acercaron muy despacio a los cristales de mis gafas. Analizó mi edad. Me sonrió, detalle que agradecí. Yo, por el contrario, me resistí a perder las distancias con el corpulento camarero.
—¿Puedo peguntarte cómo has pasado? El acceso está vedado a mujeres, a no ser que tú seas…, cosa que dudo…
—Si me está preguntando si soy una puta, la respuesta es no.
—Pues explícame entonces…
—Ricky me ha dejado pasar por la puerta de atrás.
—¿Ricky? —refutó. Al instante quedó alarmado al soltar su voz más alta de lo que esperaba. Se arrimó a la barra y acertó a hablarme con discreción—. Ese «picha corta» no deja pasar ni a una mosca, a no ser que el bicho quiera cascársela con las alas.
Distraje la mirada de tal soez reseña. Enseguida, él advirtió mi incomodidad.
—Discúlpame. No ha sido muy acertado el comentario.
—No…, no se preocupe. —De mis labios se escapó una sonrisa. La primera desde que había entrado en ese club. El camarero me ofreció la mano.
—Me llamo Taylor. Aunque mi padre siempre deseó llamarme Joshua por aquello de lo divino. Ahora, con los años, al viejo no se le ocurriría otro nombre para mí que Belcebú. Para él, trabajar con putas no es que sea el mejor camino para un cristiano…
—Madison —me presenté con la mano apretando la de él.
—Madison… Tuve una tía que también se llamaba así. La última vez que la vi creo que fue hace un par de años. —Taylor hablaba de forma pausada, segura. La melancolía dibujaba sutiles trazos de seducción en el grave timbre de la voz—. Mi tía no estaba bien de la cabeza. Recogía colillas por la calle; vivía por el Bronx, ya sabes… Si te soy sincero, ya no estoy seguro de si ya la enterraron en cal viva o sigue pisando suelo.
—Yo también viví en Nueva York, con mi hermana…, antes de casarme.
—La familia… —dijo con gran bocanada de aire—. La gente te dice que la cuides porque solo se tiene a una, pero hay familiares a los que es mejor mantenerlos alejados de uno si no quieres verte jodido como ellos. Creo que te estoy aburriendo… ¿No quieres nada? Tengo escama colombiana de la buena…, es de lo mejorcito que encontrarás…
—No sabía que también sirvieran comida…
—¿Cómo…? —Se echó a reír para mi desconcierto—. Veo que no entiendes de entretenimientos varios… A no ser que tu nariz tenga dientes…
Capté el mensaje. Esbocé el «no» inconcluso en el ladear de la cabeza, pero rotundo en los ojos a tenor de la emergente afectación en el habla del camarero.
—Eh… eh… No te asustes, nena. Sigo siendo el mismo buen tipo. Aquí, en tema de drogas si no quieres no tomas y si te apetece… Pues se ha de ser tan buena chica como tú para que un hombre como yo desee invitarla.
—No, gracias. Nunca he probado.
—Entonces no seré yo quien te abra las puertas. Y tampoco dejaré que otro hijo de puta lo haga porque lo mataré si lo hace. La inocencia que atesoras es un bien preciado para los que se las saben todas. Sería demasiado cargo de conciencia marchitar a una preciosa flor.
Me sentí halagada a la vez que censurada. ¿Qué clase de seductor caduco era aquel? Pero no me importó; ni que me llamase nena ni preciosa flor. La varonil y elegante voz regalaba, por el contrario, un efecto anestésico al orgullo.
—No quisiera que largaras por ahí que sirvo comida… —Sonrió—. Aquí, parte del negocio lo llevamos Ricky y yo… Mediamos directamente con el cliente. Y por así decirlo, les hacemos competencia directa a los jefazos y a sus amigos colombianos. Con estas cuestiones no se andan con rodeos. Me quitarían de en medio si ven que he montado mi propio mercadillo en la barra aparte del que tienen ellos por el hotel… Pero ¿por qué cojones ando yo contándote esto?
Me hizo sonreír. Por segunda vez. Sin embargo, no me había arriesgado a entrar en ese sitio para divertirme con aquel armario de hermosa sonrisa y ojos acordes.
—Tengo que dejarte —convine—. En realidad, he venido por…, bueno… Encantada, pero tengo que marcharme. No quiero estar cerca de ese tipo —le advertí señalando con la mirada al impresentable de su jefe, con el que había sufrido el encontronazo de la noche—. A imbéciles como ese no deberían darles las riendas de nada. No puedo imaginar lo que deben de sufrir las pobres chicas a su cargo…
El camarero me lanzó un gesto de incredulidad. Acabó acercándoseme a los oídos con suma confidencialidad:
—Ese, el imbécil al que llamas, es al que el director del Majestic Warrior debería ponerle una alfombra roja a su paso. Craig Webster, el mayor, mejor y quizá último gran gurú de la prostitución de lujo de este país. Sus relaciones se han movido siempre muy altas por los hoteles de la capital. Desde jeques hasta emperadores y reyes. Es un malnacido, pero gracias a su intermediación en el Golden trae clientela muy selecta al Majestic. Además, es la misma clientela a la que doy de comer, como tú dices…
—Puedes contarme lo que quieras… —aduje—. Yo seguiré pensando que tienes como jefe a un auténtico cerdo.
—Cerdo o no, es el tipo que mejor mueve los hilos entre el poderoso y la miss California con ganas de pasta y polvo rápido. —Taylor me lanzó un guiño cómplice.
Desvié la mirada. No pude ocultar mi vergüenza ante el tema tratado.
—Y ahora me dirás que por qué me estás contando esto a mí… —quise salir airosa.
Mi comentario le descolocó por completo.
—Eres buena. Sonsacas las palabras al desconocido con facilidad. Vas a tener que meterte a espía para contarle al mundo si realmente mataron o no a Bin Laden. ¿No serás el topo de algún jefazo insatisfecho con el servicio de alguna chica del Golden? ¿Me equivoco, nena?
—No me llames nena. —Su tono burlón ya comenzaba a exasperarme.
—Vaya… Lo siento —musitó como si se tratase del niño que acabara de romper el jarrón favorito de su madre—. ¿Aceptarás ahora mis disculpas?
Una mujer de belleza deslumbrante, llegada su edad a la treintena, se interpuso sin avisar entre nosotros. Su melena rubia de preciosa ondulación caía sobre una espalda de resplandeciente piel. Sus pechos prietos, propios de una veinteañera, sobresalían bajo un vestido largo gris perla, ceñido y abierto desde la altura de su muslo izquierdo. Precioso. Preciosa.
—Ponme otro zumo, Taylor —le pidió al camarero.
—¿Sabes, nena? Eres la única de las chicas que me pide refresco de colegiala. Las demás a partir de estas horas ya empiezan a vomitar vodka o caer redondas al suelo como polillas.
La rubia posó el índice bajo la barbilla del camarero y movió los labios rubíes a escasos centímetros de la boca de él:
—No me gusta perder el control, ya lo sabes.
Tras verse con el vaso de zumo de melocotón en la mano, la mujer proyectó una mirada desconfiada hacia la extraña que hablaba con su servicial Taylor. Yo le devolví la misma expresión cual gata peleona. «¿Quién coño te crees para mirarme de esa forma?».
Moviendo el trasero bajo su provocativo vestido, la mujer desapareció de nuestro lado integrándose en un grupo de cuatro hombres trajeados de espalda a nosotros.
El camarero se apoyó en la barra sin despegar los ojos de aquella que nos visitaba.
—Ahí la tienes. La bella Yvonne. La única de las nueve mujeres que trabajan en el Golden’s Club que ha conseguido en solo quince días tirarse a la mitad del Senado. Acabará logrando su mayor objetivo: meterse en la cama con el presidente. Es posible que se incite al trío con la primera dama. Necesita dinero y es capaz de todo. De cómo lo consiga, eso ya es otra historia… —Se lo pensó dos veces antes de atreverse a decir—: Vino aquí hace dos meses para costearse al sicario que matase a su marido. Su amorcito la maltrataba día sí y día también. Pero desde hace mes y medio nadie sabe dónde está ese pobre diablo. Lo que sí se confirma es que la viuda alegre parece haberle cogido el gusto a eso de seducir ricos mandatarios. Solo espero que no se case con ninguno de ellos. En estos tiempos de crisis, un entierro de Estado resultaría demasiado caro para el nuevo gobierno de Kent.
—Parece que os lleváis bien… —auspicié con garantía de atino.
—Nos llevamos, simplemente. Mantuvimos una relación fugaz, intensa. Un mes de flores y cama. El plazo máximo que acordé para sobrevivirle a esa mantis. No sé por qué, pero a mí me dejó vivir… Y supongo que eso es algo que le debo.
Taylor carraspeó y evitó hablarme más de su exnovia aspirante a puta del presidente. Cambió de tema como quien se cambia de calcetines:
—Aún no sé qué hace una señorita de tu categoría pisando este sitio —repuso con una aspiración rápida y ruidosa.
Vacilé antes de hablar. En realidad me agradaba la incontenible confianza que Taylor había depositado en mí, por otro lado inexplicable para ambos. Me sentí en deuda y, evitando los reparos, le presenté la viva imagen de la esposa engañada.
—Busco a mi marido.
—Vaya… —soltó con discreto divertimiento—. Tienes cojones para acercarte por aquí. ¿Qué pretendes…?, ¿montar una tragedia griega?
—No montaré nada. Solo quiero verle, y que él me vea. Después me iré por donde he venido.
—Vaya con la señorita… Aquí el setenta por ciento de la clientela tiene a su mujercita esperándolos en casa. Como no me describas a tu marido, va a ser difícil que lo encontremos a la primera… Aunque no debería ayudarte en esto. La absoluta discreción hacia el cliente es el leitmotiv del Golden’s Club.
—No te voy a obligar a hacer algo que no quieras… Pero intuyo que sabrías reconocerme a cualquiera de los que te visitan por aquí.
—Te confesaré que puedo reconocer la cara del que está casado y del que no. Te muestran el vacío de sus vidas en cuanto te piden la primera copa. Y en contra de lo que mucha gente puede pensar, son más cabrones y lanzados esos que han pasado por la vicaría que los que aún hoy se la cascan en la mansión de papá. Discúlpame, he vuelto a ser grosero… —se excusó ajustándose la chaqueta bajo su imponente masculinidad. Le sonreí de nuevo—. A ver…, dime cómo es el santo que tienes en casa.
Los ojos se me perdieron por la decena de hombres esparcidos, sentados en los sofás blancos. Me lancé a describirle a Larry:
—Es muy delgado. Con ojos grandes, de pelo castaño con el flequillo echado a un lado de la frente… —De repente me sentí terriblemente avergonzada ante la escucha del camarero—. Mira…, esto es una estupidez… Te estoy dando la imagen de una pobre idiota… Ha sido una tontería venir hasta aquí… Encantada de conocerte, Taylor.
—¿No será el Panoli? —me dijo con la vista puesta en uno de los sofás—. Lo estoy viendo ahora, allí…, al único tío que se ajusta a tu descripción, con la señorita Seymour, Denise Seymour. Es una de las chicas más experimentadas. Ahora que la miro, Denise desde lejos parece una copia de Yvonne… La grande del Golden va creando escuela, sí señor.
Taylor me señaló con la mirada la zona en cuestión, discretamente. Cuatro sofás dibujaban un perfecto cuadrado de intimidad al fondo del salón. La pareja a la que se refería el camarero distaba unos treinta metros de la barra en la que me apoyaba.
El corazón me latió al borde de quebranto.
—Es Larry —solté al aire.
—Pues ahí lo tienes… ¡A la primera! Nena, creo que formamos un buen tándem de investigación.
Taylor acalló su chiste fácil en cuanto acertó a atisbar mi semblante, pálido e inexpresivo.
—Discúlpame, pero ya no puedo tomarme en serio estas cosas —repuso—. Trabajar en la noche hace que descubras el verdadero significado del matrimonio. Los casamientos son para el equipo de los ingenuos… Y yo pertenezco, como quien dice, al bando contrario… —Taylor se encendió un cigarrillo. Expulsó su primera bocanada con toda la experiencia del fumador consumado—. No casándome con vosotras me ahorro vuestro sufrimiento. Y os quiero demasiado para veros llorar por un miserable como yo. Hazme caso, señorita, se vive mejor sin expectativas. Lo que llaman amor es un cuento, y como cuento, una mentira.
—Gracias por el consejo —le contesté sin mirarle. Estaba abducida, presa de las sonrisas que le lanzaba mi marido a la rubia oxigenada que se sentaba a su lado. Luego, Larry, con gesto complaciente, invitó a la puta a levantarse.
Taylor persistió en su particular forma de consolarme.
—A tu marido llevo sirviéndole copas desde hace un mes. Es de los nuevos. Por aquí se le conoce como el Panoli porque, según las chicas, no se entera ni de la mitad de lo que se le habla. Siempre parece nervioso, incluso tímido… Pero a la tercera copa siempre se suelta… Soba todo cuanto quiere y más.
No tuve que esperar mucho para ver a Larry caminar por delante de los sofás, asido a la mano de la joven. Para mi incredulidad, ambos atravesaron el arco que daba acceso al ascensor por el que se esfumaban las parejas aburridas de charla.
—¿Adónde van? —le pregunté a mi confidente.
—No creo que quieras saberlo —me avisó mientras yo le acuciaba con una mirada de disconformidad. Taylor accedió—: Tu marido tendrá reservada alguna habitación en el Majestic para esta noche.
—No tenemos dinero para eso… —dije con un hilo de voz.
—Pues tu Larry debe de tener un cerdito de barro bien grande escondido en casa…
Los pies se me aferraron al suelo y marcharon directos al ascensor. Dejé al camarero en su lado de la barra, imposibilitado para detenerme a tiempo.
La esposa engañada ya no vería obstáculo alguno.
Tiempo era de poner cada cosa en su lugar, y cada lugar al abrigo de su destino.
Mi furia atravesó el local de punta a punta extendiendo miradas curiosas a mi paso. Un pobre aplauso daba por finalizada la intervención de la cantante sobre el escenario. Delante de su decena de oyentes, la vieja desplegó todo su patetismo bajo los focos con un abrazo a sí misma, como si recogiera la gloriosa ovación del Madison Square Garden.
Sobrepasé el arco. No llegué a tiempo. Larry acababa de desaparecer con aquella zorra usando el ascensor.
Miré al frente. Allí estaba. El botón del ascensor que mi rabia clamaba por apretar. Lo hice. Lo pulsé. Miré hacia arriba. En un panel metálico, la hilera luminosa de pisos escalonados, del uno al veinticinco, por los que la cabina llegara a detenerse cientos de veces al día.
La ascendente luz del pecado se detuvo al transcurso de medio minuto.
Y la escapada de Larry continuaría, desde ese momento, por el piso doce.
Esperaría. Sí. Esperaría a la vuelta del ascensor. Subiría a la duodécima planta y llamaría puerta por puerta. En cuanto me encarase con él ya sabría qué decirle. Lo que no sabría es de qué forma sostendría yo el peso de mi vida a la salida de aquel hotel del infierno.
La luz del descansillo se apagó de repente al no detectar sus infrarrojos movimiento en el interior. Quedé expuesta a una oscuridad casi total en esos diez metros cuadrados. Permanecí quieta, consiguiendo en mi espera que la vergüenza quedase disfrazada de oscuridad. Mi entrada en aquel negro cosmos, la deshonra mayor que había sufrido nunca.
Dos voces. Dos hombres tras un cortinaje, flanqueada su confidencia por la negrura que yo misma, con mi quietud, les suministraba. Seguros y silentes, convencidos de no ser escuchados por intrusismos indeseados como el mío. Di unos pasos hacia atrás. Mi espalda quedó pegada a una pared. Mientras, y a mi llamada, se iniciaba la caída de números sobre las puertas del ascensor.
Dos hombres. Dos sombras.
Uno de ellos era estadounidense; el otro, con acento ruso, hablaba inglés con soltura:
—Viktor te pide que confíes… —comentaba el extranjero casi en un susurro—. En cinco meses, Isaak Shameel se verá con una puta bala en la frente. Y antes le habremos sacado todo su jugo. Sabremos quién es en realidad y quiénes están detrás de él.
—Eso espero. No nos queda mucho tiempo. Podrían quitarnos del mapa en cualquier momento, lo sabes. Ni tus jefes ni yo nos creemos el cuento del robo. Y para la Triple Alianza es vital comprobar de una puta vez que ese hombre no es ningún señuelo de la CIA. —Un silencio. Después el estadounidense alzó un tanto la voz—: Dime por qué coño no le habéis capturado ya.
—Ya lo oíste en boca de Viktor. Lo tienen oculto en alguna parte. Lo que sí pudimos corroborar es que el nombre de Isaak Shameel coincide con el que se escribió en el registro del hospital tras ese supuesto accidente de coche. Isaak Shameel y Amanda Baker, únicos ocupantes de un vehículo accidentado en Catoctin Mountain. Los trasladaron en helicóptero hasta el hospital de Washington. Demasiados datos coincidentes como para no pensar que fueran ellos, los mismos que la propia CIA había urdido en esa carretera tras el robo. Pero solo pudimos acceder a los informes médicos. Shameel quedó ileso, pero esa puta… Al parecer, sufrió algún tipo de daño cerebral. A Shameel se lo llevaron del hospital la noche posterior al ingreso; y a la mujer, a los tres días. Los hicieron desaparecer. No nos dio tiempo a averiguar más.
—¿Y quién asegura que esos informes no fueron creados por la propia CIA para hacernos creer en dos identidades que jamás existieron, que el robo pudiera haberlo planeado la misma Agencia de Inteligencia por orden del presidente? —conjeturó el norteamericano.
—Esas mismas preguntas me las hizo ayer nuestro querido Viktor Zharkov…
—No tenéis ningún tipo de información de esa Amanda… ¿Registros, informes, fotos…?
—No. Te repito que únicamente constatamos el ingreso físico de Shameel… Ninguno de los nuestros puede esclarecernos si aquella zorra ingresó o no en el hospital —respondió el extranjero—. Solo hallamos en los informes clínicos su nombre junto al de Shameel, inscritos para observación con una diferencia de tres minutos. Pero como bien especulas, podríamos llegar a pensar que esa mujer es una invención, otro artificio de la Agencia de Inteligencia para hacernos creer que el presidente no fue el causante de la ruptura de la Triple Alianza.
Quedaron en silencio. El de la voz cantante continuó:
—Y ahora y sin saber por qué razón, el tal Shameel da señales de vida y desea reunirse casualmente con los hermanos Zharkov… ¿Se creen que somos idiotas? ¿Qué cojones trama la CIA con esto?
—No tenemos ni puta idea —repuso el ruso—. Viktor recibió la llamada de Shameel este lunes. Según el único contacto que lo vio ingresado en ese hospital, se trata del mismo hombre. El pakhan lo comprobó por una foto llegada a su oficina.
—Israelí, supuesto bróker del petróleo… Y si habremos de creer quien dice ser, ¿qué debemos esperar?, ¿a que negocie el precio del crudo con los Zharkov?
—Shameel habló de una buena desviación de capital en conexiones con Irán y Venezuela. Se han investigado vínculos y acuerdos. Todo parece real. Nada puede hacernos sospechar de otras intenciones de Shameel que no sean esas. Pero para evitar riesgos con la CIA, y a la vista de quien se trata, los dos hermanos Zharkov no van a desaprovechar la oportunidad de darle caza en territorio imparcial. Han accedido a la proposición de Shameel: Alekséi se citará a solas con él en un despacho alquilado para la ocasión, en el piso 108 del Burj Khalifa de Dubái, a las nueve de la noche y durante la celebración del cumpleaños del embajador de los Emiratos Árabes en Amman. Por lo visto, ese príncipe árabe es conocido de Shameel, y viene por aquí desde hace medio año, de incógnito, y siempre el primer sábado de mes. Desde su última visita a la Casa Blanca está encoñado con una puta de este club, y eso que dispone de todo un harén en su palacio. La chica se niega a desplazarse hasta su residencia de verano en Dubái y el tipo, por un par de noches de cama, no escatima gasto para trasladar parte de su comitiva hasta el Majestic Warrior.
—Eso es amor… —alegó el otro. Aspiró sonoramente y continuó—: ¿Cuándo está previsto ese encuentro con Shameel en Dubái?
—La reunión está fijada para la noche del 30 de enero de 2015 —informó el ruso—. Al menos seis de nosotros tendremos acceso al Burj Khalifa. Cuatro meses es tiempo suficiente para prepararnos el terreno. Shameel estará rodeado sin saberlo. Nuestro contacto en la CIA reforzará allí nuestras posibilidades de éxito.
—No sabía que los Zharkov disponían de un aliado en Inteligencia…
—Desde hace pocos días… —continuó el ruso—. El tipo trabaja en uno de los gabinetes directivos de la Agencia. Desaparecerá de Estados Unidos con dos de sus ayudantes en cuanto los Zharkov le paguen lo acordado por interceder en Dubái.
—Así que con este topo en la CIA, Shameel no tendrá ninguna vía de escape…
—Sea o no de la Agencia de Inteligencia, lo agarraremos por el cuello y le obligaremos a cantar como un pajarito. Aunque no lo creas, el edificio más alto del mundo es un lugar bien seguro para cumplir el razborka.
—¿Quién se encargará de cazar a Shameel?
—Hemos hablado con Katrina. Su zorreo se lanzará al cuello de Shameel con una inyección de «felices sueños». Katrina es certera como una cobra. Es una pika por sí sola. En la organización la conocemos como la Emperatriz Roja. Está previsto que Alekséi Zharkov se aloje con ella también en Dubái, en su apartamento en el edificio The Address. Desde allí, los dos partirán hacia el Burj Khalifa a la caza de Shameel.
—Y después de conseguir que Shameel hable, habréis pensado cómo deshaceros del cuerpo…
—Sabes que no nos gusta ocultar los encargos. Bala en la cabeza y abandono del cadáver en plena calle. Shalit y punto. Sin escondernos de nadie.
—Dubái no es Moscú… Que le entre en la cabeza a Alekséi…
—Por supuesto —dijo el ruso dejando la broma al margen—. Lo enterramos en el desierto dubaití y le rezaremos a su dios, ¿te parece así correcto?
—Si esa misión no resulta como esperamos, supongo que existirá un plan B…
—Si la hermosa sonrisa de Katrina no consiguiera hipnotizar a Shameel, o si se produjera cualquier imprevisto contra el plan de los Zharkov, ella, nuestra Emperatriz Roja tendrá total disponibilidad para abortar la misión con bonitos fuegos artificiales…, ¡boom!
—Cuando los Zharkov se ponen seductores no hay quien los aguante.
—Cierto es que nadie se resiste a la belleza de nuestro arsenal pirotécnico.
No pude evitar escuchar la conversación al completo, sea dicho de paso, propia de un lugar como ese. El hombre extranjero ladeó su rostro y pareció percibir una presencia. Próxima. Muy próxima. Un brillo, quizá de unas gafas. Al levantar el pie la luz volvió a encenderse. Algo quiso soltar el ruso por su boca cuando una mujer asaltó su vista para introducirse en el ascensor de espaldas a él, como un gato escapando del atropello. No sería nada recomendable buscarme problemas con esos dos hombres. Pulsé el botón con el número doce. El piso donde Larry había barajado llevarse consigo a su puta. «¡Vamos, vamos…!».
Sentí que se acercaban a la cabina. Un brazo alargado, con pretensión de obstaculizar las puertas del ascensor. No llegó a tiempo. La abertura se redujo hasta unir las dos hojas metálicas. Y el ascensor se elevó alejándome de los conspiradores.
Había salido ilesa. Sí. Pero convertida en único testigo de la planificación de un atentado contra un poderoso bróker israelí en Dubái. La vida de Prudence Madison Greenwood podría correr peligro a partir de ese momento. No. No lo permitiría. Me olvidaría por completo de cuanto mis oídos acababan de escuchar. Cada loco con su tema. Y el mío me esperaba unos metros más arriba, al cierre de una habitación adúltera en la planta doce.
Respecto a lo testificado, solo esperaba que el ojo asesino de aquellos tipos no cavilase la posibilidad de perseguirme por los altos del Majestic Warrior. Y si eso resultase así, habrían de capturarme después de descubrir a Larry en brazos de esa fulana.
Planta doce. Las puertas de la cabina volvieron a abrirse. Ante mí, un pasillo alfombrado de cálida decoración color tierra. Mi testificación de los asuntos turbios de organizaciones al margen de la ley quedó relegada a un segundo plano, al encontrarme, por fin, en la recta final del hasta entonces mayor y peor descubrimiento de mi vida.
Solo deseaba contemplar su cara. Su gesto al verme allí, revelándose la clase de hombre que era; que había sido siempre. Se vería falto de excusa. Desarmado ante el poder que me ofrecía la verdad más absoluta: haber desperdiciado parte de mi existencia con un ser que ni merecía los quince días de vida de una mosca común.
Pero las piernas fueron incapaces de abandonar el suelo de la cabina.
Enfrente, la habitación 1203, a la derecha la 1204. Podría ser cualquiera.
Un paso hacia delante.
No. Retrocedí.
Los labios me temblaron al compás del alma.
Una lágrima tras mis gafas. Y todo se me derrumbó.
No podía. No podía hacerlo.
Una pareja me sorprendió entrando en el ascensor. Ella aparentaba ser una de esas furcias. Él, el típico ejecutivo que, atusadas sus primeras canas, conservaba el tácito gesto de no haber roto nunca un plato.
Me hablaron. Los músculos se me quedaron del todo paralizados. Repitieron sus palabras por si aquella loca no los había oído:
—¿Sale o entra? —me preguntó el del traje gris marengo.
Me pegué contra el fondo de la cabina. Entendieron que se verían obligados a silenciar su intimidad por culpa de aquella tipa, tan impropia de su compañía como lo fuera un cerdo para dos cisnes. Se colocaron delante de mí. Su altivez y perfume arrinconaron la descomposición de mi gesto. «¿A qué piso va?», me preguntó esta vez la bella mujer de cabello cobrizo.
Tartamudeé. Balbucí. Me tomaron por alcohólica. No pudo ser de otra manera porque, al no sonsacarme respuesta alguna con relación a mi destino, hartos, optaron por darme la espalda. Resolverían ignorarme durante todo el trayecto de camino al último lugar que hubieran querido pisar mis pies: el Golden’s Club.
De nuevo allí. La pareja salió de la cabina y viró hacia la izquierda en dirección al salón principal. Di unos pasos hacia delante. Ya no me importaba que los dos tipos que planeaban asesinar a ese israelí en Dubái me descubrieran. Es más, lo deseaba. Que me agarrasen por el cuello y me dejasen sin respiración. Cinco segundos de angustia y todo habría terminado para mí. Que me enterraran en aquel desierto inhóspito con su víctima israelí. Abandonado el cuerpo en un lugar inclasificable, nadie sería recipiente memorial de mi penosa estancia en este mundo.
Salí del ascensor y, evitando volver a aparecer por el corazón del Golden’s Club, giré en sentido contrario. Para mi desgracia, los dos hombres que me hubieran ayudado a abrazar a la muerte se habían esfumado de su oscuro rincón.
De frente, una salida. Una puerta de emergencia que quedó casi clavada en la pared a mi violento empuje. «Larry…, ¡maldito cabrón!».
El trauma iniciaba su viaje a la conciencia y me estragaba el rostro, arrugándolo de dolor y desesperación. Mi vida se había derrumbado, con la dignidad sepultada bajo los escombros.
Apreté la palma de la mano contra la boca. La ansiedad apenas me dejaba tomar aliento. Corrí por un pasillo interior, desconocido y oscuro. Mi mano derecha saltaba por la pared en su función de guiarme por las tinieblas de un corredor con fuerte olor a cítrico y lejía. A los lados, las puertas cerradas deformaban sus marcos a mi vista. Un incipiente mareo amenazaba con dejarme postrada en el suelo de aquel averno de lujuria.
Debía salir de allí cuanto antes. Tomar aire. Urgente.
Al término del pasillo, otra puerta. Esta me dio paso a un lugar mucho más iluminado por el que transitaba, envuelta en calor y sudores varios, la sensualidad de varias bailarinas de show ocasional. Me encontraba en las bambalinas del escenario. Tuve que esquivar a varias señoritas en mi trayecto directo hacia alguna otra puerta, la que fuera, con tal de alcanzar una salida rápida e inmediata. Algunas de las chicas me increparon la desobediencia de la norma que prohibía el paso de gente ajena a los camerinos y al proscenio.
—¡Pero se puede saber adónde va esa! —advirtió una.
—¡Oye! ¡Por la puerta de vestuarios no puedes entrar! —gritó otra.
Fue la primera salida que tomó la angustia ante la falta de aliento.
Me obligué a mantener en todo momento la cabeza gacha, avergonzada de mi intromisión. El pasillo hacia los vestuarios era estrecho. Por él iban y volvían las denunciantes en ropa interior y zapatos de tacón imposible. Pronto acuciaron de nuevo las voces a mi espalda, alertando de mi intromisión.
La vista se me tiñó de blanco. El aire apenas me entraba por la tráquea, cerrada por los golpes del llanto. Un minuto más y caería redonda al suelo, víctima de la ansiedad. Pero si había de caer, no debía hacerlo sobre aquellas baldosas que acogerían cada noche los pasos de la amante de Larry. El mugriento suelo del callejón por el que mi estupidez había accedido sería un colchón perfecto, aislado de aquella inmundicia libidinosa encubierta por los brillos del carmín.
Me lancé a la carrera, empujando hombros y espaldas. Gritos de indignación rodearon mi trayectoria. Las chicas más asustadizas pegaron los traseros a las paredes para no verse bajo el atropello de mis piernas. Unos metros más y ya estaría bajo el marco de la puerta que me conduciría al callejón. O eso creía.
Pero todo quedó en el intento.
Recibí un fuerte impacto en la frente que me arrojó de espaldas al suelo. Me quedé sin respiración, sin la orden cerebral que levantase cada uno de mis músculos. Las voces se alejaron poco a poco, imperceptibles, atrapadas en la nebulosa de la inconsciencia súbita.
—¡Madre de Dios! ¡Ha pegado su cabeza contra el extintor! —sentí exclamar unos metros más atrás.
—¡Qué está pasando aquí! —oí decir a una voz mucho más entrada en años.
Encima de mí, los halógenos del techo quedaron eclipsados por varias cabezas curiosas.
—Creo que está perdiendo el conocimiento… —se atrevió una a evidenciar.
—No os pongáis en medio…, ¡dejad paso, chicas! —la voz de la mujer madura volvió a sonar alrededor de mi cráneo maltrecho.
La curiosidad de cinco o seis mujeres quedó suplantada en mi campo de visión por la entrada de una mujer con turbante verde y grandes pestañas postizas.
La cantante decrépita que entonaba el My man de Billie Holiday a mi entrada en ese club.
Se agachó y me apartó un mechón de la frente.
La mano repelió de súbito el contacto con mi piel.
La expresión del rostro cambió al instante.
El horror y la sorpresa se sumergieron en el océano de sus ojos.
—Dios bendito…, Madison… —soltó la mujer cubriéndose con una mano parte del rostro.
La sorpresa de aquel ser guiñolesco fue lo último que advertí antes de perder la conciencia. Sus pupilas azules, pese a hallarse escondidas tras el rímel y demás artificios, no habían conseguido transmutar su brillo. El mismo que, diecisiete años atrás, me incitó a refugiarme en los brazos de quien, durante dos años, había sido mi madre en el pueblo de Broken Bow.
—¿Sabes quién es, Gloria? —le preguntó una de las bailarinas alertada por el temblor en las manos de la mujer.
Bajo la máscara de maquillaje, la cantante no supo reaccionar al verme cerrar los párpados. Poco a poco. Hacia la oscuridad.
Regresé a mi realidad con un lento parpadeo. Sobre mí, un techo con hermosas cornisas por el que huían las sombras acabó acompañando mi despertar. Diez primeros segundos para enfocar objetos, formas, colores. Me hallaba tumbada en un sofá de tejido color berenjena, en armonía rococó con el gran salón que lo acogía. Paredes con bellos cuadros paisajísticos emparentaban la decoración de la estancia con la voluptuosidad interior de un palacio francés. Atraída por aquella sugestiva ambientación y con el solo vaivén de mis ojos, quise profundizar más en la belleza ornamental del mobiliario, pero una punzada sobre las cejas me obligó a apretar los ojos. Acoplada a mi frente, una toallita húmeda, helada, que apenas mitigaba los puntos de dolor que comenzaban a recordarme la contusión sufrida justo antes de llegar al callejón por el que debía haber escapado mi vergüenza. Lejos, muy lejos del Golden’s Club.
Un murmullo emergió al fondo de la estancia.
—Marchaos, dejadme a solas con ella —oí pedir a alguien.
Acerté a vislumbrar a varias mujeres correteando hacia la salida. Unas cinco o seis figuras desaparecieron de la vista nada más escuchar la voz imperativa que les ordenó abandonar la habitación.
La única mujer que abrigaba mi soledad cerró la puerta, y evitó acercarse a mí más de lo debido. Esperó mi reacción al encuentro de nuestras miradas.
—Hola, cielo —dijo ella con los pies clavados en el centro de la sala.
Por un momento, creí haberla soñado. Imposible imaginar que ese día nuestros destinos volverían a cruzarse, sin aviso. Pero era real. Dolorosamente real.
Ladeé la cabeza. Sin las gafas, mi vista defectuosa emborronaba aquella figura, envuelta por las nebulosas de un pasado disecado y, sin embargo, resucitado por el aliento de la Providencia.
A mi gesto inexpresivo, Gloria decidió no aproximarse y cubrir distancias. Se sentó en una silla de armazón dorado y tapicería roja. Me observó a unos cinco metros, con las manos enlazadas y los pies muy juntos. Vestía el mismo horrendo traje verde de su actuación, a excepción del turbante que reposaba sobre una mesita auxiliar adyacente.
—Entenderé que no quieras hablar conmigo. No te voy a obligar a que te quedes aquí. Y menos con esta vieja que os ha hecho tanto daño.
Me incorporé sosteniéndome la cabeza con una mano. La asombrosa coincidencia de hallarme frente a mí tía, después de diecisiete años, arañó mi consciente con las mismas garras de un gato rabioso. Pese a que las sienes me dolían a reventar, era el encontrarme allí, frente a la mujer que no quiso saber más de mí, lo que amenazaba con resquebrajarme por dentro.
—Mis gafas… —le requerí.
Mi tía se levantó y con movimiento inseguro me acercó las lentes, reposadas a medio metro de mi alcance, en una minúscula mesita redonda con tapete rojo.
—¿Cómo te encuentras…?
—Bien… —contesté con actitud helada—. Pero tengo que irme. Mi marido me espera en casa…
Me coloqué las gafas. Los cristales me revelaron el lamentable aspecto de mi tía. Su cabello plagado de mechones blancos se le aplastaba en las sienes y la coronilla una vez descubiertas. El rímel le corría por toda la cara, señal de no haber parado de llorar desde que su sobrina había perdido la consciencia. Había intentado sin éxito limpiarse los restos de pintura alrededor de los ojos y mejillas. Me levanté del sofá no sin antes hacer amagos de desequilibrio. Mi inestabilidad alertó el socorro de mi tía, pero me bastó un ademán de mi mano para detenerla en su camino al roce con mi piel.
—Estoy bien. Solo un poco mareada —le dije.
Gloria titubeó. Sus manos se frotaron una contra otra.
—Quisiera…, quisiera que no salieras a la calle, sobre todo en el estado en el que te encuentras… Me da miedo que te caigas redonda por ahí… Te has dado un golpe muy fuerte…
—En diecisiete años no te has preocupado ni un solo día por mi salud. Así que no creo que ahora te importe si hoy dejo de respirar o no…
Agarré mi bolso colocado en uno de los brazos del sofá y lo alcé hasta el hombro dispuesta a abandonar la opresora suntuosidad de la habitación.
—Maddie… En la cárcel… No quería que me vieras… Hice algo horroroso y…, tú eras una niña… No hubiera soportado hablaros tras ese cristal, veros a ti y a tu hermana delante de…, de una asesina… —Gloria se derrumbó en su silla de reina destronada incapaz de dar un paso adelante por temor a un segundo repudio de su sobrina—. No he dejado de pensar en vosotras y en el daño que os hice… Intenté localizarte hace un mes, en cuanto me dejaron libre. Un trabajador del hotel, ahora no me acuerdo quién fue, me dijo que conocía a Larry, que frecuentaba el Golden, los viernes… Lo descubrí la semana pasada. Quise advertirte. Al día siguiente pedí a la chica que anda con tu marido que indagara en su dirección de residencia en Washington. Pensaba que aún seguirías en Nueva York con tu hermana.
—No debiste meterte donde no te llaman…
—Maddie, quería hacerte ver con quién te habías casado… No quería que sufrieras lo que yo…
—¡Sé cómo es mi marido! ¡Y decidir si quiero seguir con él o no es cosa mía, no tuya! —le grité—. Y puedes estar tranquila conmigo. No se me ocurrirá jamás disparar al corazón a ninguna de tus chicas para que Larry vuelva a desearme…
Mi tía esbozó una sonrisa a tal punzante comentario, por el que estaré arrepentida toda mi vida.
—Entiendo que estés enfadada conmigo. Tienes todo el derecho… Anda, grita todo cuanto se te antoje a esta pobre vieja…
—No, no es enfado lo que me provocas, sino indiferencia. La misma que tuviste con nosotras. Así que no vuelvas a buscarme. Ni a Johanna ni a mí, ni por medio de Larry ni por nadie. Quédate con esta vida de mierda que te has creado entre putas, pero a nosotras déjanos en paz.
Caminé con furia hacia la puerta. Pero me detuve a mitad de la sala conmovida por el profundo tormento que arrastraba la voz de la anciana.
—Solo os tengo a vosotras… Me he quedado sola, Maddie… —sollozó mi tía con la mirada fija en el suelo y revolviendo su pañuelo blanco entre sus dedos—. Hace más de diez años que no sé nada de mi niño Raymond… Dejó de visitarme… —Gloria estalló en silencioso llanto—. Os he hecho mucho daño a ti y a tu hermana. Lo sé. Y entiendo que no haya nada en este mundo que os haga verme ahora como la tía que siempre os ha querido. No actué como tenía que haber actuado… Eras mi niña y te fallé. Os fallé a todos…, a todos…
—No voy a escucharte más. Es tarde, tía. Es muy tarde para… —Mi garganta se cerró con ánimo de dar impulso a las lágrimas. Pero no lo permití. Giré todo mi cuerpo hacia ella—. Tú… Tú no sabes lo que he soportado todos estos años. Te escribí cartas a la cárcel, pero nunca me contestaste…
Gloria se hallaba inmersa en su monólogo de desesperación y presentí una total ignorancia hacia lo que acababa de referirle su sobrina con tanto esfuerzo.
—Tantas…, tantas cosas de las que me arrepiento…, las tengo aquí…, dentro del pecho…, cada vez que me levanto y cada vez que me acuesto… Haberte traicionado con ese chico…, Cameron… Te separé de él…, sin avisarte… No me lo perdonaré jamás, Maddie…, mi niña… —Levantó sus ojos nublados por la aflicción más honda—. Pero podemos arreglarlo. Sí, podemos arreglarlo. Estamos a tiempo, puedo…
—No he pensado ni un solo día en ese chico, tía. Ni siquiera me acordaba de su nombre —mentí—. ¿Cómo puedes pensar que estoy así contigo por aquel crío? Yo era una chiquilla, no sabía ni lo que sentía… Creo que has perdido el poco juicio que te quedaba.
—Sí…, lo pierdo…, poco a poco…, metida aquí, en esta impagable habitación de hotel. Aquí vivo, y si me preguntas cómo he llegado hasta aquí, no sabría contestarte. Últimamente tengo una cabeza que no es la mía… Pero, fíjate, ahora vivo veinte plantas más arriba del lugar tan asqueroso que acabas de ver, cantando para todos esos cabrones ricos… El Golden’s Club del Majestic Warrior. ¿Qué te parece? Tu tía, rodeada de prostitutas, políticos y ricachones que han hecho del puterío su vida, o mejor dicho, su segunda vida. Pero esa gente, aunque no lo creas, es la que me hace sentir viva sobre el escenario… —Gloria se restregó los párpados inferiores arrastrándose el resto del rímel por las sienes. Luego, emitió una débil sonrisa—. ¡Ay, mi niña! Si tú supieras… Me llaman la vieja Holiday. La que hace disfrutar a los maridos infieles mayores de sesenta años. El senador Donaldson me tiene mucha estima, ya lo creo. Si supiera ese hombre que maté a dos pobres infieles, como él. A Barbara y a mi Ben… Ahora todos los que son y serán como ellos parecen disfrutar con mis canciones. Lo que es la vida… Antes de conocer a tu tío Ben yo trabajaba a los veintiún años en un cabaret de Nueva York, bailando, cantando y…
—Ya sé cómo es esa historia…
—¡Oh!… Perdona, cielo… Es esta cabeza. Ya no me deja vivir. Setenta y tres años ya son muchos y… ¿qué te estaba contando?
Observé a mi tía en su desmejora y decadencia. Sin esperarlo, esa imagen me partió en dos el corazón. Para no adolecerme en su presencia —pues sería lo último que haría delante de aquella vieja—, resolví darle la espalda con intención de desaparecer definitivamente por la puerta.
—No voy a seguir más aquí…
—Era mi madre la que me decía que las coincidencias no existían, sino que las cosas ocurrían por algo. En su momento no le di la importancia que merecía. Y mira… —Su risa entre lágrimas marcó un alto grado de patetismo en su rostro—. Mi niña está delante de mí… Y sin saber ahora qué decirte…
—Tengo que irme…
—En fin… Veo que no deseas verme enmendar mis errores contigo… Recordaremos esta noche como algo que pudo ser y no fue. Por mi culpa… Solo por mi culpa.
—Adiós, tía —me despedí sin haber comprendido muy bien sus últimas palabras.
La manilla de la puerta se me clavó en la palma de la mano.
—Adiós, mi niña. —Mi tía se levantó de su silla y giró su cuerpo en mi camino hacia la ansiada salida—. No espero que me perdones, pero sí que nunca olvides cómo era antes tu tía en la cafetería del pueblo. Los besos que te daba en los años que vivimos en familia…, ¿te acuerdas?
Crucé el umbral de la puerta sin echar la vista atrás.
—Te quiero, mi cielo —continuó mi tía—. Y olvida por favor el despojo en el que me he convertido…, porque esta vieja artista es la viva imagen de lo que nunca debió ocurrir en nuestras vidas… Deseaba, al menos, haber hablado un poco más contigo antes de olvidar quién soy y verme bajo tierra…
—Creo que ya hemos hablado suficiente —repuse bajo el marco de la puerta—. Por mí, ya puedes enterrarte viva si quieres.
Cerré. Para nunca más verla. Para nunca más volver.
***
Regresé a casa a las cuatro de la mañana. Calculé el tiempo de inconsciencia junto a mi tía Gloria: veinte minutos, a lo sumo media hora.
En el espejo del baño, el dolor en la cabeza, algo menos intenso, había tomado la forma física de una discreta protuberancia en la frente.
Me senté a los pies de nuestra cama. Larry aún no había regresado. Ni lo haría. Hasta que el reloj-despertador sobre mi mesilla diera las ocho de la mañana, hora en la que los últimos tres viernes había entrado por la puerta, supuestamente cansado de tanto vigilar fantasmas en la soledad de su garita.
La furia, el arrebato ejercido contra mi tía desvalida me oprimían el pecho, a punto de estallarlo. ¿Cómo explicar tamaña coincidencia? ¿Dónde se hallaba el sentido a tal suceso?
Fue inevitable. Sentir. Acogerse al pasado. Con ella.
No había deseado otra cosa en esos diecisiete años que abrazarla, besarla, decirle lo mucho que la había recordado y querido en todo ese tiempo de cruel separación. En la madrugada, sola, el dormitorio recipiente del amor contaminado se me hizo tan grande e intransitable como un océano de horizonte infinito. Arrinconada y hecha un ovillo en el suelo, solo alcancé a abrazarme al hueso de mis rodillas, plegado, tembloroso.
***
Larry se tumbó en nuestra cama hacia las siete y media de la mañana. En silencio, se puso el pijama y acaparó su lado izquierdo del colchón. Se preparó para dormir plácidamente.
—¿Te ha gustado el sándwich de pollo? —le solté cubierta por las sábanas, con la espalda vuelta y los ojos secos de insomnio.
La confusión le distanció de la rutina unos segundos. Después contestó:
—Sí, delicioso, y la cena también. Tuve que dejarme un poco. No sé… Ya te dije que no tenía mucha hambre… Estoy cansado… Despiértame a la una si ves que todavía sigo dormido. Mis padres vendrán sobre las dos…
—No te preocupes, cariño. Te despertaré a esa hora. Que descanses.
Mi marido amoldó la cabeza en la almohada.
No tardó ni dos minutos en quedarse dormido.
Los padres de Larry entraron en casa a la hora prevista. Comimos. Como en todas las comidas del sábado en once años, ninguno de los presentes emitiríamos vocablo alguno al atropello de la verborrea de la esposa del capitán Bagwell. Llegado el tiempo del postre, marché a la cocina y rescaté del frigorífico el souvenir de mis suegros traído desde Filadelfia: la tarta de manzana y uva que, a propósito, había cocinado la tía de Larry para nosotros. Incluso la simple ingesta de aquella tarta le inspiraría a Abigail otra de sus insufribles valoraciones. Las propiedades de la fruta (que apenas ingería Larry) podrían ayudar a reanimar el color natural y mortecino de la piel de su hijo que, a simple vista —tan escuálido y ojeroso—, era objeto de chismorreos de sus amigas.
—Toma, hijo, a ver si conseguimos quitarte esa palidez, que mi amiga Betty no hace más que decirme que estás enfermo —dijo mi suegra con un trozo de tarta sostenido en alto. Su hijo lo recibió con desgana—. Esta tarta de manzana y uva es una maravilla. Se lo oí decir a un homeópata, hermano de una trabajadora de la asociación: «La uva es estupenda para la quetatina de la piel…».
—Queratina… —corrigió el marido en su paciencia.
—¡Cállate, hombre! —bramó Abigail agarrando el mando de la televisión y encendiéndola como si se tratara de la suya propia, que realmente lo era—. Que yo sé lo que me dijo…
Ese mediodía, nada más pisar mi casa, mi suegra vendría con su escopeta cargada, como era habitual. Solo que ese no sería un mediodía cualquiera para mí. Para nadie.
Al llegar se desprendió de su chaqueta, con lo que dejó a la vista el puesto ambulante de oro que llevaba consigo: tres cadenas, siete pulseras, cuatro garzas y un cinturón de hebilla de plata de no sé qué marca. Todo ello con un vestido azul turquesa de cuello vuelto de fondo y por debajo de la rodilla, más propio de años ochenta que de principios del siglo XXI.
—A ver, Madison… ¿Qué nos has puesto para comer…? ¿No se te habrá ocurrido cocinar los judiones esos? No sé si notaste la última vez que vinimos que a Frederick no le gustaron demasiado…
Comieron pollo asado del humilde pollastre chino recién abierto junto a mi edificio. La compra no llegó ni a veinte dólares.
El asado de cordero que pensaba haber hecho para aquel sábado (y que tanto le gustaba al capitán Bagwell) quedó en un simple intento. Las tres patas despiezadas, descongeladas la noche anterior, aguantaban relegadas al fondo del frigorífico. Madison Greenwood esperaría una mejor ocasión para deleitarse con el buen sabor que mi horno daba a la carne. Un tiempo de comida a solas, por ejemplo.
—Me he levantado muy cansada. Apenas he dormido y no me apetecía cocinar… —excusé frente a la mirada atónita de Abigail.
Mi suegra hincó el tenedor en la pechuga seca que le había tocado en mi reparto. Para la madre de Larry, la atrevida compra de esos dos pollos se tornaba como un insulto a ella y a todas sus horas invertidas en su impenetrable cocina. Pero la nuera de los Bagwell, durante esos once años junto a su hijo, ya había puesto fin a su dilatado tiempo entre fogones y cacerolas. Dicho sea de paso, un tiempo vano cuando se trataba de alimentarlos a ellos.
Nunca se acertaba. En el paladar de mi suegra jamás se omitía el plato soso o salado, o falto de salsa o seco, o poco hecho o demasiado.
Pollo asado con patatas fritas. Práctico y nada trabajoso para una mujer que aspiraba a no saber más de ninguno de ellos y, sin embargo, obligada como estaba en aquel sábado 6 de septiembre a soportar a quienes menos soportaba. Demasiada carga había sido levantarme esa mañana de una cama infiel para encima ofrecerles un plato de comida mientras el angelical Larry Bagwell durmiera sin estorbo; cobijado su adulterio bajo sábanas perfumadas con la esencia de mi dedicación y orden.
No lograba quitármela de la cabeza. No ya la imagen de mi marido acompañado por esa puta, ni el rostro descarnado de mi tía Gloria, sino la poca audacia que mi orgullo había sido capaz de reunir para hacer las maletas y largarme; el poco valor para echarme a la cara a ese marido de pacotilla, cobarde y tan poco hombre, incapaz de rodearse de la verdad que evidenciaba el deseo sexual, no ya esquivo, sino muerto hacia su mujer.
Frederick Bagwell, mi suegro, me observó en silencio mientras me llevaba un trozo de pollo a la boca. El hombre permanecía a la sombra de su esposa desde su jubilación hacía un año. Pocas veces rebatía a su mujer, y casi nunca manifestaba una opinión contraria a las sandeces que echara Abigail por la boca. La personalidad combativa y activa, apuñada tras su escritorio de capitán, acabó, sin explicación alguna, extinguida por la parsimonia conformista del marido pelele. Claro que habría que ver a mi suegro en el bar, en su partida de cartas con los amigos, o en la noche disfrutando de compañías abonadas, lejos de su mujer y de toda arruga que le recordase a ella.
—He estado en Wayne Brothers esta mañana —informó Frederick en la mesa—. Entré y me extrañé de la poca gente que había. Sábado por la mañana…, esperaba incluso quedarme fuera haciendo cola. No te vi tras la barra… Fui a charlar con Jeff Wayne y me explicó que…
—¿Cómo se te ha ocurrido no decirnos nada, Madison? —interrumpió Abigail con el manifiesto de su descontento—. Sabes que Frederick te recomendó para que entraras a trabajar allí mientras no tuvieras donde caerte muerta. No sé qué mosca te picó para hacerle lo que le hiciste al hijo de Jeff. Al pobre le han dado hoy el alta en el hospital. Pero casi pierde un testículo… Habría que agradecer a Jeff su deseo de dejar las cosas como están. ¡Te podrían haber denunciado! —Mi suegra recompuso el tono de su voz—. Quiero que sepas que estamos muy disgustados. Y por la cara que tiene mi hijo, es de suponer que tampoco le has contado nada de este asunto…
Larry detuvo la succión de la piel del pollo a medio camino por los labios.
—¿De qué habláis? —preguntó mi marido con la boca llena y sin percatarse de las conversaciones ajenas a su inopia.
—Me he despedido de Wayne Brothers —atiné a decir, y sin atreverme a mirar a nadie.
Rápidamente, me vi acosada por seis ojos a los que la remisión y piedad hacia el prójimo les fuera del todo indiferente.
—Sin embargo, los Wayne te quieren dar otra oportunidad —añadió el condecorado por la ley.
—No voy a volver —repuse.
—¿Qué…? ¿Pero… y el coche nuevo? —interfirió mi marido.
—Tendrá que esperar… —le contesté nerviosa.
—Madison se marchó de la cafetería con un ataque de locura sin venir a cuento. Le volcó encima el café ardiendo al hijo de Jeff Wayne…
—Creo que esto no es de su incumbencia —le lancé a mi suegra.
—No… Pero sí el bienestar de mi hijo. Y no pienso verle llevando una vida a falta de dinero para pagarse un coche nuevo o unas buenas vacaciones. Creo que él te ha dado suficiente apoyo y cariño para que ahora le pagues con más limitaciones.
—¿Y se puede saber de qué otras limitaciones habla…? —le pregunté con el puño estrujando mi servilleta.
Abigail titubeó un instante. Pero esa lengua viperina que tenía jamás supo de continencias.
—No darle un hijo a tu marido creo que es suficiente limitación…
Posé mi atención en mi vaso de agua. Hubiera querido estallárselo en la cara. Me levanté de la silla. La servilleta se estampó contra mi plato con el pollo a medio terminar. Quise rebatirla con toda mi ira, pero la cobardía volvió a imponerse. Con la familia Bagwell al completo, hubiera significado entrar en una lucha sin cuartel de la que mi suegra hubiera salido ilesa y yo bien escaldada.
Abandoné el comedor. Sin habla. Sin prisas.
Me encerré en el dormitorio. La ventana se encontraba abierta a una altura de cuatro pisos hasta el suelo de la calle. La cortina ondeaba traspasando los límites del alféizar.
—¡Mamá, por favor! —oí decir a Larry a escasos dos segundos de soltar su maniqueo discurso en alusiones a mi esterilidad—. Ya tuviste que sacar el mismo tema de siempre… No queremos hijos…, no sé…, y si algún día nos vemos en la necesidad, los adoptaremos…
—No es lo mismo —objetó la madre—. Un hijo es un hijo.
Pese a que la puerta del dormitorio me aislaba de todo cuanto no deseaba ver, su fino contrachapado no lograba separarme de todo cuanto no deseaba oír.
—Habrá que conseguirle un empleo —prosiguió Frederick—. La vida en Washington está muy cara para un solo sueldo… Además, Madison no sabe más que servir cafés y cuantos más años tenga más difícil será que la tomen en serio en otros trabajos… ¿No necesitabais otra secretaria de administración en la asociación de amas de casa?
La voz de mi suegra levantó el vuelo como un ave carroñera:
—Si aparezco con Madison en la oficina, es capaz de espantarme a las nuevas socias, que por cierto son un tanto distraídas y habladoras… Pero si no nos queda otra…, tendré que llevármela… Supongo que preferirá colocar papeles en una oficina a que todo el vecindario la vea fregando escalones.
El futuro de mi vida se mascaba en la boca de Abigail Bagwell como un caramelo blando y fácil de tragar. Siempre había sido así.
—Me parece bien… —apreció Larry.
Me senté en la cama. Cerré los ojos derrumbada ante mi desamparo.
El rostro de mi tía Gloria emergió frente a mí por enésima vez. Su mirada, un latido en mis sienes. Sus lágrimas, un desangrarse mi corazón. Después de tantos años de ineficaz olvido, y ahora que sabía dónde podía encontrarla, un impulso interior me animaba a correr hasta ella y abrazarla. Pero al instante resurgía la memoria llorosa de la niña de catorce años repudiada por su indiferencia, desde su celda. La evidente aversión de Johanna hacia nuestra tía determinaría de igual modo mi inacción. Claro que mi hermana no tendría por qué conocer mi fortuito encuentro con nuestra tía. Era mejor dejar las cosas como estaban: Gloria Greenwood por un lado y sus sobrinas por otro.
El parloteo de mis suegros se hizo más hiriente a cada segundo gastado.
Comencé a sentirme una extraña en mi propia casa, ¿o siempre me había sentido así? Inevitable se vaticinaba rodearse aquella tarde por las voces de quienes se habían encargado de anular mi estima como persona.
Gloria. Solo ella y su recuerdo sabían consolarme de tal forma que hasta la situación más insoportable, como aquella, lograba convertirse en simple anécdota a mi sentir.
No me atreví a llevar los ojos hacia las puertas del armario donde la maleta marrón, regalo de Johanna, esperaba a ser descendida y abierta; llenada y transportada por una fuerza que clamara a gritos el arrojo robado, el coraje arrebatado por la letanía. La rutina indeseada, dueña y señora de las yermas tierras por las que terminan vagando, cautivas, las almas sin sueños.
Solo habría que doblar lo sobrante de mi dignidad en esa maleta, bajar a la calle y torcer la siguiente esquina de la Providencia, confiando en no toparme con el muro del equívoco. Demasiado riesgo, quizá, para un alma sin rumbo. Sin destino.
Miércoles, 24 de septiembre de 2014
12.07 p. m., Washington.
—¡Tengo unas ganas de verlos…! Estarán los dos espectaculares. Figúrate. El primer acontecimiento público del presidente Kent con la primera dama después de fallecer el presidente Murray…, ¿te das cuenta? Y como colofón, la presentación al mundo de la nueva cúpula del Capitolio. —Aquella secretaria no ahorraba en clamores ante los temas que rondaban a sus admirados moradores de la Casa Blanca—. ¡Ay, mi querida madre! Siempre con su idea de que algún día su hija fuera primera dama… ¿Pero cómo? Si jamás se le ocurrió sacarme de Wichita Falls ni para comprarme el vestido de graduación. Ningún guapo abogado aspirante a senador se hubiera acercado jamás por mi calle. ¿Y tu madre…? ¿No pensaba lo mismo?
—No… —repuse con la idea de que mi madre, Gertrude Morgan, solo habría estimado la edad de su hija en el caso de haber tenido la posibilidad de casarla con Dios, o con el diablo.
Clarice Powell, la secretaria que acompañaba mis siete horas de reclusión en la Confederación de Amas de Casa de Foxhall, era una regordeta pizpireta, soltera, de treinta y cinco años, muy divertida, aunque poco consciente del cansancio que podía provocar su lengua incontrolada en oídos ajenos. Toda ella era comentario jocoso y diversión. En cualquier tema hallaba una causa para reírse. Muy al contrario de mi forma de ver las cosas por aquellos días.
El pequeño calendario anillado y colocado sobre mi mesa marcaba miércoles, día anterior a la esperada ceremonia nacional que llevaría como protagonista la presentación de la imagen restaurada del Capitolio. Una obra finalizada casi nueve meses después del enorme socavón dejado en la cúpula por el impacto descontrolado del Air Force One.
Habían pasado dos semanas desde que Abigail Bagwell me facilitara mi segundo empleo en Washington. Finalmente, ese día se dejaría su plato de pollo sin acabar. Y no por falta de apetito.
Aún no daba crédito a cómo mis huesos habían acabado metidos en la oficina de esa agrupación de amas de casa ricachonas, donde mi suegra, como vicepresidenta, repartía parte del bacalao en mercadillos de beneficencia para la alta sociedad. Aquel era un escaparate perfecto para ella, un medio de lucimiento a uso de la necesidad social en África o en los mismos Estados Unidos. Sus joyas brillaban acompañando a la directora, Emily Pullman —una mujer de sesenta años con el rostro inflado por el botox—, por todos los distritos de la ciudad. Del mismo modo, el oro y diamante de Abigail se paseaba por las zonas más humildes de la capital solo cuando pudiera protegerse con la presencia de los medios de comunicación (y algún que otro policía acuciado por su marido), interesados en su humilde opinión ante el encarecimiento de la cesta de la compra.
Los derechos del consumidor, la subida del precio del pescado, la prevención en los accidentes domésticos… La asociación de mujeres de Foxhall era un supuesto ente, firme defensor del consumidor de la capital, consciente del valor de la familia y del hogar cristianos. Y yo, en pleno desprecio de mi hogar y ante el esfuerzo por olvidar a mi familia (a excepción de Johanna), me sentaba en la oficina de nueve de la mañana a cuatro de la tarde, oliendo suntuosas cantidades de laca y crema hidratante procedentes del ir y venir del conservadurismo reinante, con la pronta idea de la jubilación. Años más tarde, la justicia de Washington descubriría que, más allá de todo ese aparente altruismo de mamás adineradas, se había asentado la tapadera perfecta para dos o tres de sus maridos (incitadores originales de la asociación hacía cinco años) para maquillar propias cuentas y blanquear todo lo que tuviera el color del provecho encubierto.
Pero por aquel entonces, en el otoño de 2014, Clarice, mi compañera de oficio, lejos de creerse partícipe de la delincuencia de sus superiores, volvería a recurrir al monotema de la ceremonia nacional a los pies del Capitolio. Según su expectativa, ella sería una del millón de norteamericanos estimado para acercarse al día siguiente a la plaza de la Unión. Desde las barreras policiales, Clarice fotografiaría al presidente Kent y a la primera dama como si le fuera la vida en ello. Pero hasta ella dudaba de que, a tal estimación de asistencia, su cámara alcanzara a regalarle por siempre la instantánea perfecta de John W. Kent y su esposa.
—¿Tú qué opinas? ¿Dónde crees que los veré mejor?
—En la televisión —le propuse, ante mi poca gana de charla—. Dicen que lloverá y tampoco es para que te cojas un resfriado por…
—Anda, anda…, no me seas aguafiestas. ¿Cómo va a llover en un momento tan importante para Estados Unidos? ¡Pero has visto con qué gala han dejado el centro de la ciudad! ¡Qué injusticia sería verlo todo mojado…!
—No es necesario que se le dé tanta pompa… Y no veo bien que se utilice presupuesto público para engalanar la ciudad por eso… Es una cúpula reparada, nada más.
La secretaria me miró con un gesto de reprobación.
—Una cúpula reparada, dice… Pero si hasta mi vecina y su amiga se van esta tarde a la peluquería para verlos mañana aunque sea a cien metros de distancia. —Esbocé una sonrisa mientras tecleaba en el ordenador el presupuesto para una campaña de prevención de riesgos caseros dirigida a madres y padres—. Pues no sé qué harás tú —siguió Clarice—. Pero yo creo que me iré con mi cuñada a la plaza de la Unión. Me pilla a cuatro paradas de metro de casa. Te lo digo por si te quieres venir…
—No, gracias —le contesté sin gana de continuar más con esa conversación.
A las 4.15 de la tarde, me interné en el metro en dirección a Adams Morgan, mi barrio. A esa hora de la tarde se encontraban asientos libres, pero tuve que ceder el último a una anciana detrás de mí que dio por hecho mi favor. De pie, me sujeté a una de las barras de hierro por las que pasarían miles de manos al día. Restaban seis paradas con trasbordo incluido hasta que volviera a pisar la superficie por la que caminaba mi vida. Y no es que tuviera muchas ganas de recuperar ese paso.
El despliegue de las revistas de cotilleos se entremezclaba entre los libros de los pasajeros. Las portadas de papel cuché se decoraban con el porte de la primera dama —de la que ni siquiera me había preocupado en conocer su nombre— y su marido, el presidente. Ambos se miraban, enamorados, en una visita a un hogar de discapacitados en el centro de Nueva York. Un amor puro, maduro y respetuoso. Una adoración por todo lo que ella significaba para él y para el mundo. Todo eso se me antojó dilucidar en los ojos del nuevo presidente. Él arrastraba un hijo que ya rondaría los cuarenta, de un matrimonio terminado en viudedad, y ella… No tenía hijos, o eso creía recordar. Tampoco es que me importase demasiado. Con toda probabilidad, el Servicio de Inteligencia nacional ya se habría encargado de inventarle cualquier vida de pasado idílico y respetables acciones, digna de pasearse por las alfombras de la Casa Blanca.
A menos de veinticuatro horas del destape de la obra de reconstrucción en la cúpula del Capitolio, cruzaron por mi cabeza las tareas que definirían mi vida en uno de los días más felices e importantes para los Estados Unidos de América: por la mañana (y por la acuciante venida del frío) entraría en la habitación destinada al «no nacido» de mi vientre y bajaría del alto del armario (que habíamos atestado de juguetes) la alfombra del salón y los dos horribles pasilleros, regalos de mis suegros en recuerdo de su viaje a Estambul no hacía ni seis meses. Entrada la tarde, acicalaría los altos de la cocina. Y llegada la noche, y tras ver a Larry marchar al trabajo, intentaría dormir con el silencio de la casa atronándome en la cabeza, liberándose así en la oscuridad las miserias de mi matrimonio.
Desde que los encantos de una puta habían sido cacheados por el vicio de mi marido, mi vida se aclimataba a la frialdad de lo advenedizo. Palpadas la infidelidad y las mentiras, Madison Greenwood era incapaz de reconocer al hombre con el que se había casado. En otro tiempo, tan inocente a veces, tan despistado otras.
No tardé en adaptarme —por pura protección mental— a la indiferencia que me profesaba Larry, a su torpe hacer no ya solo como esposo, sino como simple testigo de mis días. Emulando su particular forma de amarme, llegaríamos a convertirnos en poco más de un mes en el feliz matrimonio de cliché: todo apariencia. Todo silencio a favor del ahorro de discusiones y demás hallazgos emocionales que despertaran nuestro verdadero yo. Nuestro verdadero sentir, con el uno, con el otro.
Fue tan fácil como difícil adecuarse a la arbitrariedad de sus emociones. Su tiempo de ocio solo encontraba acomodo en lo único que pudiera hinchar las venas de su polla. Encerrado. En su despacho.
Llevándole a echar humo al maldito portátil, Larry continuaría la mayor parte de su tiempo libre invitándose al antojo de sus amantes ilusorias. Pero, eso sí, la noche de los viernes tocaría desfogarse por entero en el prostíbulo del Majestic Warrior, hotel enfundado de gala y lujo intachables. Luego regresaría a mi lado. A la cama. «Despiértame cuando tengas la comida hecha». La desazón de verme acompañada sin estarlo me afligía más que acariciar en la noche su vacío al otro lado del colchón.
A veces escuchaba a través de la puerta del estudio.
Solo un sonido: el tecleo incesante.
Siempre acababa sellándome los ojos con la conclusión de que la soledad hiere con más deleite en el momento en el que se convive con una persona indolente a tu abandono.
Jamás me atreví a abrir la puerta. Jamás a inmiscuirme en las indagaciones de Larry con aquellas meretrices previo pago en la Red. Era de suponer que las webs pornográficas colapsarían el historial de su ordenador. Y allí, en aquel resumen informático, poseedor de nuestro tiempo perdido, encontraría una excusa de tantas para plantearle el divorcio.
Pero no. Aún no estaba preparada. Mi autoestima, carcomida e inutilizada, no hallaba ni lugar, ni tiempo, ni modo para desterrar al olvido mis años de matrimonio. En mi patetismo, me di cuenta de que ni la visión en primera persona de mi marido con una prostituta había sido suficientemente alentadora para hacer regresar mi amor propio, allí donde estuviera. Quizá lo sufrido en aquel club pudo haber sido para mí una visión traumática. Solo así se explicaría mi pasividad contenida, el nervio vedado ante el derrumbe de aquello a lo que mi fe se había aferrado durante tanto tiempo.
Esperaba sin saber qué esperar. Al menos la acechanza dejaba las cosas como estaban, tranquilas, aunque no estuviera ninguna en su sitio y mientras yo pudiera soportarlo. Condenado mi ser a esa situación, se subrayaba (aún más si cabía) la evidencia de que mi matrimonio había acabado finalmente cimentado en un ir y venir del trabajo; en una plúmbea existencia de dos seres con la necesidad de beber, comer, asearse y poco más. Adentrarse en la rabia o en la culpabilidad, intrínsecas a la felonía sufrida, era acción propia del masoquismo en una convivencia tan propicia a la calma.
Dos días después de mi visita al Golden’s Club, había decidido no dejarme atrapar más por la libido de Larry. Tampoco es que él hiciera demasiados esfuerzos por derramarla en mi interior. Inventé lo que tantas mujeres carentes de sensatez inventaban: mi vagina sufría una fuerte infección y el ginecólogo me había recomendado no tener relaciones sexuales en noventa días. Era la farsa perfecta y el inicio de una cuenta atrás hacia la destrucción total de mi papel como mujer y esposa.
Confirmada mi inactividad sexual, me preparé para la sucesión de más viernes de empleo carnal en el calendario laboral de mi marido. Y a 24 de septiembre, mi esposo ya podría llevar gastados cerca de quinientos dólares invertidos en los favores de las «amigas» de mi tía Gloria. Sus justificaciones (sin yo pedírselas) ante la falta de ese dinero en nuestra cuenta bancaria pasaban por la rotura de un bolsillo de su pantalón, el regalo de cumpleaños a su madre (del que nunca me presentaría tique) o su suscripción a una ONG en apoyo a enfermos de parálisis cerebral a la que destinaba cuarenta dólares por mes.
Me mentía, y yo dejaba que lo hiciera. Por muy increíbles que parecieran sus excusas, siempre acababa beneficiado por la estudiada ingenuidad de su mujer, en pos de un mutis o de una bajada de ojos.
Abrí la puerta de nuestro apartamento a las 4.45 de la tarde. El recibidor me acogió en su quietud. Me preparé para ser testigo del nulo compromiso de mi marido no ya con el bienestar general del hogar, sino con nuestra básica alimentación. Efectivamente. La encimera estaba tal y como la había dejado su esposa por la mañana: despejada, limpia, con un único plato a la vista: el de los filetes de ternera, sangrientos e intactos. ¿Cocinar él? ¡Ni soñarlo! Picar algo de la nevera, lo más rápido y cómodo.
Dos, tres días. Hacía tiempo que esa carne debía estar ya cocinada e ingerida. La putrefacción finalmente nos quitaría el bocado. Entré al salón, oscuro, como siempre. Tampoco se le había ocurrido a Larry abrir las cortinas de la casa, pese a la viva luz de la tarde. Los dos potos, regalo de una vecina, doblegaban su belleza a falta de luz natural. Luz que no habían visto en toda esa semana. Era un hecho. Esas pobres plantas morirían sin remisión por la perniciosa indiferencia del señor de la casa.
Entré en mi dormitorio, también a oscuras. Me desvestí. Impasible, comencé a oír el tecleo de su portátil más allá de la puerta cerrada del despacho. Un tecleo que suprimía cada mañana el tiempo obligado de airear la casa, abrir las cortinas y hacer la comida, mínimas ocupaciones compartidas para el disfrute de cualquier hogar enamorado. Claro que Larry hacía tiempo que obviaba los enamoramientos y las tareas compartidas. Después de su guardia nocturna y su descanso de seis horas, el ritual de mi esposo por la mañana era siempre el mismo: levantarse de la cama, acoplarse frente al ordenador y de este a la mesa puesta, con los enrojecidos ojos de ver tanta ramera.
Visto el interés de Larry por saludarme a mi llegada (pues daba por hecho que no habría sido un fantasma el que hubiera entrado por la puerta), me mantuve en silencio durante toda la tarde. Después de vestirme con ropa cómoda, abrí las cortinas, aireé la casa y freí la carne en una sartén. Cené pronto. Sola. Lo agradecí.
Una vez acabada mi cena, salí de la cocina y me encaminé al dormitorio sobrante del apartamento, aquel que no vería ni oiría jamás el gorjeo de la descendencia. Traspasada su puerta, me preparé para limpiar la balda superior del armario donde yacían las alfombras que debía colocar, sin ayuda, sobre el suelo del salón y los pasillos. Porque esa tarde no existiría voz de aviso a la mesa puesta en el salón. Los filetes de ternera, dispuestos en la cocina. Humeantes y cocinados dos horas antes al despertar del estómago de Larry. Que saliera del estudio cuando le viniera en gana. Hasta que el hambre le retorciera las entrañas tras eyacular varias veces frente a la pantalla.
Porque podría aguantar la condición de esposa traicionada y consentidora, pero jamás sucumbir a la transmutación en su madre. Asemejarme a mi suegra en su servicio maternal era lo más parecido a matarme en vida, aunque era posible que ya estuviera muerta hacía algún tiempo.
Me sentí los nervios aflorar, al contrario que el apetito que aún seguía en paradero desconocido desde hacía casi dos semanas. Me obligaba a comer —como había hecho esa tarde— la mayoría de las veces, y otras tantas era mi estómago el que me llevaba a hincar las rodillas frente al retrete. Vomitaba la comida, después la bilis y, en la última arcada, la rabia. Y tras la ingesta de la ternera, ya mi estómago se resistiría a soportar una digestión abigarrada al nervio. Pero no vomitaría. No. Esa tarde no.
A eso de las siete y media me encerré en el dormitorio condenado al ostracismo de mi esterilidad. Repleto de trastos resistentes a la basura, era ese el cuarto menos pisado, y por lo tanto, el menos querido del apartamento. Todo lo que se podría encontrar en él era la estampa de un deseo frustrado, entremezclado con los vestigios de una mudanza inconclusa. Bolsas y cajas apiladas en rincones, y un armario atestado de objetos inutilizados, despreciados por las modas.
Decidí, entonces, bajar las tres alfombras de la repisa superior del armario. Subida a una escalera, las fui atrayendo hacia mí, una a una, hasta darles apoyo en el suelo. Al hueco dejado en la balda, una bolsa me llamó la atención. Estiré el brazo hasta el fondo del armario. Agarré un asa de plástico que se deshizo a mis tirones. Varios objetos se desplegaron por la balda, entre ellos, un amuleto celta: el bythol. Desde 1997 no me había topado con ese colgante de plata, recipiente de la gran historia de amor de Jack Collins y Eva Foley, abuelos paternos de Cameron. Era posible que Johanna, pensando que esa «baratija» fuera una de mis compras de mercadillo, la guardase en aquella vieja bolsa en nuestra mudanza a Nueva York. Al contemplar los dos trisqueles entrelazados, formando aquel círculo en honor al amor eterno, me sobrevino el sentir de la piel de él expeliendo su sudor en el reverso de aquel colgante plateado. Me lo llevé a los labios, a la nariz. El tiempo se había encargado de hacer desaparecer cualquiera de sus vestigios, olor o sabor. Formando parte de los posos de mi memoria, Cameron Collins, o lo que es lo mismo, el crío de dieciséis años con el que, apegada al subterfugio de su corazón, había arrastrado a mi tía a la cárcel, destruyendo, de paso, a toda mi familia. «¿En qué estás pensando? Olvídale. Éramos solo unos críos. ¿Qué vas a hacer? ¿Buscarle después de casi veinte años? Casado, con hijos, cualquier nudo de cuerda lo ataría en ese momento. A estas alturas, no serás para él más que un vago recuerdo de loca juventud».
O un buen recuerdo. Nada más. Eso sí, aquel joven huido de la madre presuntamente asesina conseguiría llevarse consigo la virginidad de una muchacha. Una mañana de lluvia. Y me alegraba por ello. Su amor, el único capaz de haberme hecho sentir como yo solo conocía. Una y otra vez. Nunca volvería a sentirme igual. Estaba convencida de ello.
A mi mente, de improviso, el día grabado a fuego: 25 de noviembre de 2021. Nuestra promesa cerrada con la ofrenda de su bythol. La fecha que su mano hubiera escrito con tiza en el refugio antitornados de la granja Clarkson. La fecha en la que habríamos de reencontrarnos. «Maldita ilusa… ¿Crees que se acordará aún de ese juego de niños?». Un juego de niños, sí.
En la madurez de mis años solo me quedaba desearle buena suerte, allí donde estuviera.
El amuleto celta recuperó su lugar en la bolsa. El lugar del que nunca había debido salir.
Arrastré la bolsa hasta el fondo de la balda.
No. Volví a tomar la bolsa. ¿Qué estaba haciendo?
Recuperé el bythol.
Eché mano de mi bolso, al que había abandonado en el asiento de una silla aledaña. Y con un soltar de dedos dejé caer el colgante en uno de sus bolsillos interiores.
Lo llevaría conmigo, sí. Como reliquia de la felicidad vivida.
Añorada. Por siempre inconclusa.
Un calzoncillo de Larry fue lo primero que doblé en la tabla de planchar frente al televisor. De pie y con las arrugas de una camisa llevándome a la exasperación, continué alisando el tejido frente al irritante amor hacinado en cada gesto, en cada movimiento del presidente Kent hacia su esposa. El político, impecable su peinado, impoluto su traje, se preparaba frente al atril para lanzar su tercer discurso a la nación. Minutos más tarde y tras la comitiva del presidente, se daría luz verde a la entrada del helicóptero encargado de elevar en el aire la gran tela blanca echada sobre la cima del Capitolio durante ocho meses y medio. El país entero ni pestañearía ante la llegada del momento más esperado del año: la reconducción de la imagen del Capitolio en un esfuerzo por añadirle olvido a una tragedia aérea que, irremisiblemente, ya formaba parte de la memoria histórica.
Tal y como habían vaticinado los medios, la asistencia a tal evento había sobrepasado, a esa hora, el millón de testigos presenciales. Así que por el centro de la ciudad no habría quien paseara o condujese en las tres horas siguientes al término del espectáculo.
Las 11.45 de la mañana. La espalda me dolía horrores. La tarea de colocar, el día anterior por la tarde, las alfombras sobre el suelo del apartamento me había costado el bienestar de mis riñones, no ya por la bajada de las alfombras desde el alto del armario, sino por mi repentino resbalón y caída de espaldas en mitad del salón. Y a Larry, por supuesto, no se le ocurrió salir del despacho ni siquiera al retumbe de un cuerpo contra el suelo de nuestro apartamento.
Desvié mi atención al montón de ropa arrugada depositada en la silla.
Ahora tocaba planchar su camisa color mostaza, aquella con la que se paseara por la planta doce del Majestic Warrior.
La plancha se deslizó por el tejido.
Inusitado era el contraste de felicidad y tragedia que se respiraba en la capital. A mi entender, ocho meses no habían sido suficientes para sacar de la conmoción a los ciudadanos testigos del accidente del Air Force One, y sin embargo, allí y ahora, se veía a muchos de ellos vitoreando y ensalzando las virtudes del presidente sustituto y su primera dama; sin miedos, sin rencores, en el esfuerzo por distraer la memoria. Casi como nuestro sostén de la bella rosa con espinas que, sangrando nuestros dedos, no permitíamos que nadie viese las heridas.
Ajusté una manga de la camisa en la tabla.
La puerta del estudio permanecía cerrada. Y mi marido tras ella.
Pérdida de tiempo. Pérdida de vida.
La plancha se detuvo a medio camino en la manga.
Mis nudillos nacarados aprisionaron el asa. La tela inició su quema bajo el calor.
Bajo un cielo con amenaza de lluvia, John W. Kent acariciaba con la mirada el rostro de su querida dama. Ambos saludaban, para provecho de incontables flashes, a la masa que los aceptaba como dueños y señores del imperio que les daba de comer.
La voz del nuevo presidente resonó frente al micrófono con toda la grandilocuencia que las circunstancias del evento le exigían:
—Hoy es un día de esperanza, de unión. Un día que, junto a mi amada esposa, recordaré como el día de la Resurrección. Que la muerte de nuestro presidente Murray en tan horrible accidente sirva para reforzar los pilares de esta nación. La reconstrucción del Capitolio es y será el símbolo de la gloria y fortificación de un país superviviente. Quede aquí constancia de mi compromiso con todos vosotros. Soy yo el legado dejado por William Murray, y es mi responsabilidad hacer de Estados Unidos lo que él tantas veces me había planteado: el país de la libertad y la confianza en el prójimo. No más miedos. No más dudas. Convivamos sin recelo. Bajo mi mandato, nunca ha estado tan reforzada nuestra Seguridad Nacional como lo está ahora. Dejadme caminar a vuestro lado, pues no descansaré ni un solo segundo para fortificar vuestro hogar ante el peligro imprevisto. Estad todos convencidos de que pisáis un suelo firme, sin grietas, seguro para las próximas generaciones…
Levanté la plancha. Una bocanada de humo precedió a un surco negro, triangular, en mitad de la manga.
Siempre me había gustado ver a Larry con esa camisa de firma italiana. Mi regalo por nuestro décimo aniversario de bodas. Él, cómo no, no había recordado el significado del día y a la mañana siguiente, y obligado a cumplir, me regaló la media docena de los crisantemos que había olvidado comprar a la triste viuda del barrio.
Contemplé la marca humeante en la camisa. «¿Qué demonios estoy haciendo?».
El divorcio era lo más lógico si no quería verme entre las paredes de un manicomio. Sí. Eso significaría salir de esa casa cuanto antes. No me importaría pasar las noches bajo un puente o a orillas de un río. Al menos, los lechos de barro serían más dignos que el colchón de un matrimonio malquerido.
Los puños sacudieron la tabla de planchar. La cólera me salió de la boca esgrimiendo un alarido terrible.
Aparté con fuerte ímpetu la silla con la ropa ya alisada y doblada, y se volcó en el suelo todo mi trabajo de horas.
Me encaramé por el pasillo de las habitaciones y abrí con furia la puerta del despacho. Y entré, poseída por una violencia nunca antes inducida por mi ser.
—¡¿Cómo crees que puedo vivir así?! ¡No soy tu madre! ¡Ni tu criada! ¡Entiendes! —chillé encolerizada hacia la pálida tez de mi marido.
Lo encontré de pie, con su mano derecha aferrada a la erección del pene. Por la expresión de su cara estaría a punto de eyacular, quizá por tercera o cuarta vez. Las persianas del despacho, cerradas. Solo la mortecina luz de la pantalla del ordenador acondicionaba la visión en el cuarto. Él, al verse sorprendido por su esposa, se subió los calzoncillos y los pantalones del pijama tan rápido como pudo. Tartamudeó intentando seleccionar la palabra adecuada que defendiera su indefensión.
—Pe… Pero… ¿cómo entras así…? Estaba… estaba…
—¡Viendo a esas putas de Internet!
—No… No… Quería descargarme una aplicación para el ordenador, no sé… Pero me ha salido esto… Hasta que abres los archivos nunca sabes lo que te encuentras… —se excusó moviendo el ratón, con ánimo de cerrar la fotografía digital de una rubia retratada en alguna fiesta nocturna.
Era ella. La misma mujer con la que se había acompañado en el Golden’s Club.
—¡Ni se te ocurra quitarlo! —Larry se detuvo en el intento y quedó con su espalda petrificada y encorvada frente a la pantalla—. ¡Sigue meneándotela con ella! ¡Por mí no pares! ¡Quédate todo el tiempo que quieras con esas tetas! ¡Ellas sabrán darte todo lo que no han podido darte las mías! —Tomé aire, destrozada por unos nervios llevados al extremo. Mi voz dejó a un lado los gritos, y la expresión del hartazgo se abrió paso. Luego, el sollozo rajaría en dos la garganta—. No te culpo, ¿sabes? Te casaste con la fea del pueblo y algún día yo tenía que pagar las consecuencias… Supongo que sabías lo que hacías… Aunque te creí honesto conmigo… Creí que me querías…, que envejeceríamos juntos… Pero te has convertido en un pobre desgraciado, y yo…, más desgraciada aún intentando sacar a flote lo que ya está hundido… Sabiendo lo que sé…, ¿cómo es que todavía sigo aquí, contigo? ¿Te lo puedes explicar?
—Creo, no sé…, que te has puesto muy nerviosa… Yo te quiero, cariño…
—Había olvidado cómo suena eso en tu boca…
—Es la verdad… Te quiero…, y de verdad que esta será la última vez…
—No vuelvas a repetirme que me quieres…
—Madison, soy tu marido, ¿quién va a quererte si no?
—¡No vuelvas a decirme que me quieres! ¡Cabrón! —exclamé tirándole a la cabeza uno de sus libros de informática posado sobre su mesa.
—¡Tranquilízate, Maddie…! —me contestó desviando el impacto del tomo—. Si estoy tanto tiempo aquí metido es para buscarnos un futuro mejor… Creo que, no sé…, lo de guarda de seguridad es un poco peligroso… Ya estoy buscando otro…
—¡Cállate! ¡Malnacido! ¡Estoy harta de tus mentiras! ¡Estoy harta de que me tomes como una idiota! ¡¿Crees que no sé lo que haces fuera?! ¡Dime! ¡¿En qué te has gastado el dinero que ha desaparecido de la cuenta, eh?!
—Se te olvidó coserme un agujero en el pantalón, ya te lo dije…
—¡Sí! ¡Eso mismo…! ¡La culpa la tienen los agujeros! ¡Los agujeros de la fulana que…!
Me inmovilicé de repente. Todos los músculos, todo mi ser se quedó a expensas de la pantalla del ordenador. Mis ojos no dieron crédito a lo que estaban viendo. No era posible. La puta que se había follado. No estaba sola. Había sido fotografiada en compañía de otro hombre. Era él. No podía ser otro.
Cameron Collins.
El mismo cabello castaño acariciado.
Los ojos verdes contemplados.
Los mismos labios besados.
La piel dorada palpada.
Era él. Era Cameron.
El corazón me latía desaforado al verle sonreír ante la cámara. En un tiempo impreciso. En un lugar desconocido.
Traje oscuro, camisa blanca. Ni la abrazaba ni la besaba. Simplemente se había dejado fotografiar junto a esa zorra de la manera más fortuita posible.
Larry expresó su extrañeza ante la repentina quietud de mi ánimo. Por primera vez en mucho tiempo se preocuparía por el estado de mi salud mental.
—¿Estás bien? —preguntó al aire sin tener idea de lo que me había ocurrido.
—¿Quién es ese hombre? —arremetí sin apenas vocalizar.
—¿Qué? ¿Quién?
—El de la foto…, ¿cómo se llama…?
Mi marido analizó mi mirada y sopesó que había llegado el día en el que su esposa había perdido totalmente la cordura.
—Pues, no sé… ¿Quieres que vayamos a dar una vuelta? ¿Podemos ir al cine? Te sentará bien un poco de aire, no sé…
—¡No! No… Tengo que saber cómo se llama…
Me senté en la butaca con mi mano buscando apoyo en el ratón del ordenador.
—¿De qué año es?
—¿Có…? ¿Cómo?
—¡La fotografía, Larry!
—Pues…, no sé…
Indagué en el menú de «propiedades»: fechada a las 00.16 del 1 de enero de 2014. Las serpentinas sobre los cabellos y hombros de los dos retratados me acercaron al momento de la instantánea: noche de Año Nuevo. No llegaba a diez meses el tiempo transcurrido desde la materialización de aquella imagen.
Deslicé el puntero digital por la pantalla. Lo desplacé al centro con intención de utilizar el zoom. Una placa dorada, rectangular, se sostenía en la solapa izquierda de la chaqueta de Cameron Collins. El zoom amplió al instante la imagen. Leí. Leí por segunda vez. Por tercera.
ISAAK SHAMEEL - INVITADO
Sentí cómo la sangre me helaba el interior de las venas.
Mis ojos vacíos ignoraban el desencaje facial de Larry.
En la cabeza me volaron imágenes acomodadas en un pasado aderezado de olvido.
Un rincón junto al ascensor del Golden’s Club.
Oscuridad.
Dos hombres. De pie. Escondidos.
Oscuridad.
Venganza. Muerte.
«—Dime por qué coño no le habéis capturado ya…
»—Ya lo oíste en boca de Viktor. Lo tienen oculto en alguna parte. Lo que sí pudimos corroborar es que el nombre de Isaak Shameel coincide con el que se escribió en el registro del hospital tras ese supuesto accidente de coche. Isaak Shameel y Amanda Baker, únicos ocupantes de un vehículo accidentado en Catoctin Mountain. Los trasladaron en helicóptero hasta el hospital de Washington. Demasiados datos coincidentes para no pensar que fueran ellos, los mismos que la propia CIA había urdido matar en esa carretera tras el robo. Pero solo pudimos acceder a los informes médicos. Shameel quedó ileso, pero esa puta… Al parecer sufrió algún tipo de daño cerebral. A Shameel se lo llevaron del hospital la noche posterior al ingreso; y a la mujer a los tres días. Los hicieron desaparecer. No nos dio tiempo a averiguar más […].
»—Y ahora y sin saber por qué razón, el tal Shameel da señales de vida y desea reunirse casualmente con los hermanos Zharkov… ¿Se creen que somos idiotas? ¿Qué cojones trama la CIA con esto? […]
»—Viktor recibió la llamada de Shameel este lunes. Según el único contacto que lo vio ingresado en el hospital, se trata del mismo hombre […].
»—Israelí, supuesto bróker del petróleo… Y si habremos de creer quien dice ser, ¿qué debemos esperar?, ¿a que negocie el precio del crudo con los Zharkov?
»—Shameel habló de una buena desviación de capital en conexiones con Irán y Venezuela. Se han investigado vínculos y acuerdos. Todo parece real. Nada puede hacernos sospechar de otras intenciones de Shameel que no sean esas. Pero para evitar riesgos con la CIA, y a la vista de quien se trata, los dos hermanos Zharkov no van a desaprovechar la oportunidad de darle caza en territorio imparcial. Han accedido a la proposición de Shameel: Alekséi se citará a solas con él en un despacho alquilado para la ocasión, en el piso 108 del Burj Khalifa de Dubái, a las nueve de la noche y durante la celebración del cumpleaños del embajador de Emiratos Árabes en Amman. Por lo visto, ese príncipe árabe es conocido de Shameel, y viene por aquí desde hace medio año, de incógnito, y siempre el primer sábado de mes. Desde su última visita a la Casa Blanca está encoñado con una puta de este club, y eso que dispone de todo un harén en su palacio. La chica se niega a desplazarse hasta su residencia de verano en Dubái, y el tipo, por un par de noches de cama, no escatima gasto para trasladar parte de su comitiva hasta el Majestic Warrior».
Tragué saliva. Sentada en la silla de mi marido me pareció vivir una pesadilla. A mi izquierda, de pie, Larry no paraba de mostrar inquietud ante los cambios bruscos que sufría mi carácter en apenas segundos de diferencia.
«—La reunión está fijada para la noche del 30 de enero de 2015. Al menos seis de nosotros tendremos acceso al Burj Khalifa. Cuatro meses es tiempo suficiente para prepararnos el terreno. Shameel estará rodeado sin saberlo. Nuestro contacto en la CIA reforzará allí nuestras posibilidades de éxito […].
»—Sea o no de la Agencia de Inteligencia, lo agarraremos por el cuello y le obligaremos a cantar como un pajarito. Aunque no lo creas, el edificio más alto del mundo es un lugar bien seguro para cumplir el razborka.
»—¿Quién se encargará de dar caza a Shameel?
»—Hemos hablado con Katrina. Su zorreo se lanzará al cuello de Shameel con una inyección de “felices sueños”. Katrina es certera como una cobra. Es una pika por sí sola. En la organización la conocemos como la Emperatriz Roja […].
»—Y después de conseguir que Shameel hable, habréis pensado cómo deshaceros del cuerpo…
»—Sabes que no nos gusta ocultar los encargos. Bala en la cabeza y abandono del cadáver en plena calle. Shalit y punto. Sin escondernos de nadie».
Me levanté y agarré a Larry por el cuello de la camisa de su pijama.
—¿Como se llama ella? ¡Dime! —le grité—. ¿Se llama Amanda? ¿Amanda Baker?
—No sé de quién hablas…
—¡De ella! —Le señalé la pantalla sin albergar contención a mi ira—. De la puta que te follas todos los viernes por la noche, Larry. Te he seguido hasta el Golden’s Club. Te he visto con ella… Ahora es muy importante que me digas su nombre. Su nombre real.
«[…] Ninguno de los nuestros puede esclarecernos si aquella zorra ingresó o no en el hospital. Solo hallamos en los informes clínicos su nombre junto al de Shameel, inscritos para observación con una diferencia de tres minutos. Pero como bien especulas, podríamos llegar a pensar que esa mujer es una invención, otro artificio de la Agencia de Inteligencia para hacernos creer que el presidente no fue el causante de la ruptura de la Triple Alianza».
Larry balbució. Cobarde. Acorralado. Caído.
—De…, Denise —balbució—. Se llama Denise…
El recuerdo de la voz de ese camarero, Taylor, daría la razón a Larry: «Lo estoy viendo ahora, allí…, al único tío que se ajusta a tu descripción, con la señorita Seymour, Denise Seymour. Es una de las chicas más experimentadas».
No. No podía ser. Estaban equivocados. Los dos estaban equivocados. Esa mujer debía ser la acompañante del falso Isaak Shameel, la desaparecida Amanda Baker. Seguro. Ella sabría decirme dónde encontrar a Cameron y así avisarle del peligro que corría su vida.
No. No debía de hablar con esa chica, por ahora. Sería muy peligroso inmiscuir a terceros sin haber hablado antes con él. Dentro de aquella trama criminal cualquiera podría ser detonante de traición.
El Golden’s Club. Eso es. El lugar donde había sido fotografiado junto a Denise Seymour me ofrecería la oportunidad de tener un encuentro privado con él. Acceder nuevamente a ese club, como fuera. Cada noche, hasta encontrarme de frente con Cameron.
Salí en estampida del despacho. Larry se apartó hacia un lado para no ser arrollado en mi carrera. Llegué hasta el salón e inicié un baile de pasos, aquí y allá, sin saber hacia dónde dirigirlos.
Observé a Larry en el fondo del pasillo de los dormitorios. Traspuesto, trastornado, asustado. Centré la mirada en la nada, en cualquier rincón del salón.
Cameron volvía a mi vida. A mi vida. Pero no por mucho tiempo.
Lo asesinarían en cuatro meses si yo no lo impedía.
Ir a la comisaría y denunciar lo oído fue lo primero que se me pasó por la cabeza, pero ¿y si topaba con un infiltrado de aquella mafia? ¿Y si daban el chivatazo? Entonces sería cuando ya no habría posibilidad de salvar a Cameron. Le pegarían un tiro el día menos pensado, y a la mañana siguiente irían a por mí. Nadie se interpondría en los planes de aquellos hombres, a no ser que Madison Greenwood tomara cartas en el asunto. «Soy la única que conoce la conspiración contra él. Soy la única que puede salvarle».
El destino me encargaba la misión de proteger su vida por segunda vez.
No quise razonar la casualidad de aquel encuentro, porque no lo valoraba como tal. Se trataba de una causalidad, un acto provocado, un encuentro llamado, aclamado por mis gritos de iniciar una nueva vida. De la misma forma, con el mismo sentir vivido en sus brazos. Por supuesto que no albergaba ninguna esperanza de que esos brazos volvieran a amarme, pero sí de interponerme en los planes de aquellos asesinos a sueldo.
¿Pero acaso era yo consciente del peligro que corría?
Nada importaba. Ni mi vida tan siquiera. El fin: salvar al único ser que me había hecho sentir amada, envuelta en el papel del cielo y regalada a la luz del paraíso.
Era una certeza. En los diecisiete años transcurridos, la imagen de Cameron había formado parte inseparable de la maraña de pensamientos furtivos que habían acuciado mi mente, aparecidos, invariables, en los momentos carentes de sosiego y vida.
Había sido Cameron siempre una leve pero necesaria reminiscencia que lograba apaciguar la desesperanza, la soledad impuesta en mi matrimonio muerto nada más concebirse en los juzgados.
Mi consciencia se clarificó al instante. Allí, de pie, en mitad del salón.
Cameron jamás había dejado de acompañarme. Durante esos años había tomado la forma de una voz interior que me animaba a levantar el ánimo, a quererme. La voz perdida en la oscuridad de un refugio antitornados, la voz escuchada por una cría confirmándole su derecho a sentirse amada por muy negada que ella estuviera a sentirse como tal.
Fue él. Sí. Él acudía a mí, evocado, cuando más lo había necesitado.
Su rostro, el mismo que (aunque jamás lo reconociera hasta ese momento) me había decorado con su sonrisa las habitaciones vacías del alma. Año tras año, mes tras mes, día tras día… Adherido su recuerdo a la imagen de las siempre inconscientes desventuras de la quinceañera. Desventuras instigadas al olvido por los prejuicios del alcance de una madurez gris, casi negra.
—Maddie… Lo siento —oí decir a Larry desde su patético apoyo en la puerta que había escudado durante meses toda su traición.
—Tarde, Larry —sentencié—. Demasiado tarde.
No habría más espera. Era hora de afrontar mi sino. Mi misión. Y solo una persona podría ayudarme a salvar la vida de Cameron Collins. Solo una persona me ofrecería el modo de vida que me diera acceso a su exclusivo círculo de amistades.
Con lo puesto, salí a la calle. Los veinte dólares que había encontrado por casualidad dentro de mi pantalón vaquero me sirvieron para tomar un taxi hasta Connecticut Avenue. Hasta allí llegaban los coletazos del mastodóntico espectáculo ofrecido para el estreno de la nueva cúpula del Capitolio. Coches y más coches se agolpaban por la avenida, víctimas del corte de calles a consecuencia del discurso del presidente Kent. Obstaculizándose mis objetivos por un enorme atasco, abandoné el taxi a trescientos metros de mi meta. No me preocupé de recibir las vueltas de mano del taxista. Este, pese a la propina, emitió un bufido en cuanto salí del coche. En realidad era yo la culpable de haberle metido en aquel atolladero sin salida.
Pisando la acera de Connecticut Avenue me limité a correr sin descanso. En pleno horario laboral tuve que hacer grandes esfuerzos por sortear a la gente que me observaba como si escapara de alguna guerra o un desastre natural.
En cinco minutos pude llegar al encuentro con mi destino: el Majestic Warrior.
Mi humilde atuendo inició el ascenso de sus escalones de mármol.
Mi cara de simple ciudadana estadounidense quedó enfrentada a la bella recepcionista políglota. Ella me miró de arriba abajo. Sudada, aireada, con los cabellos envueltos en el ciclón de mi prisa. A punto estuvo de llamar a sus compañeros de seguridad. Pero el nombre que pronunciaron mis labios volvería a abrirme paso a los dominios del lujo por segunda vez.
—¿Familiar de Gloria Greenwood? —reculó la belleza sin par.
Caída en su uniforme azul marino como si hubiera nacido con él puesto, la recepcionista hizo una llamada. Habló casi en susurro. Colgó.
Me dedicó su sonrisa más incómoda:
—Puede subir. Habitación 2023.
Llamé a la puerta. Dos segundos más tarde, la hoja de madera lacada en blanco se deslizaba hacia dentro.
Me alegré al verla en camisón, sin maquillaje ni esperpénticos atuendos, como cuando me preparaba el desayuno en la cocina de nuestra casa en Broken Bow, desprendiéndose en derredor el maravilloso aroma de su chocolate y sus muffins.
—Maddie… ¿Qué…? ¿Qué haces aquí? ¿Creí que…?
—¿Me quieres, tía?
—Como a nada en el mundo… Pero…
—Entonces, ayúdame a convertirme en la mujer más deseable del Golden’s Club.
Gloria me observó con una mano en el pecho. Ella no alcanzaba a entender la seguridad y cambio generados en mis ojos. Me lancé a abrazarla. Mi tía emitió un suspiro cargado a partes iguales de consumado dolor e inmensa alegría.
Me apreté a su pecho. Y sentí que, tras diecisiete años, regresaba a casa.
Gloria Greenwood no se decidió a soltarme hasta que mis brazos aflojaron su fuerza contra la espalda. La mujer estaba hecha un baño de lágrimas. Las mías las contuve con el respeto que le debía al valor ciego, casi insensato, que me había llevado hasta allí. ¿Acaso había valorado las consecuencias de verme involucrada en la salvación de Cameron Collins? Muerta de miedo o no, con o sin ayuda, no se me ocurriría hacer a ningún ser querido conocedor de mis verdaderas intenciones. Y mucho menos a mi tía, que se desplomaría del susto en cuanto le relatara mi gana de enfrentarme con esa gente enemistada con la CIA y hacedora de acuerdos con la mafia rusa.
Mi tía acertó a besarme una vez más en las mejillas en el justo momento de invitarme a pasar a su hogar, su habitación de hotel, de olor a frambuesa y con sus paredes y suelos irradiando señorío europeo. La actual vivienda de mi tía albergaba altos techos y amplios ventanales en el salón, una estancia diáfana y en cuyos márgenes se desplegaban (además de los dos dormitorios) un despacho, una pequeña cocina y un baño. Su superficie, de cerca de ciento veinte metros cuadros, atesoraba mobiliario estilo Luis XV, papel en la pared con preciosos motivos tierra, cuadros infinitos, cortinas de terciopelo color vino y alfombras con ricos detalles dorados. Aquella suite de la planta veinte del Majestic Warrior habría sido reservada para las personalidades más poderosas del mundo, desde papas a reyes o emperadores. Todo un lujo de absoluta incompatibilidad con la imagen, persona y presente de Gloria Greenwood.
—Perdóname por todo lo que os hice. No sabía lo que hacía… —se excusó de nuevo al sentarse junto a mí en un sofá de tres plazas recargado con una tapicería de flores estampadas y un armazón rematado por volutas doradas.
Aquel comentario evidenciaba su falta de atención hacia el deseo que había expresado de verme convertida, en cuatro meses, en el tipo de mujer que hubiera condenado mi madre a los infiernos. Abstraída en la sorpresa de verme de nuevo a su lado, mi tía me tomaba de las manos, me acariciaba el pelo, me besaba la frente… Tres semanas habían transcurrido desde que la había dejado sola, desgarrándola por dentro con mi furia desatada, deseándole su muerte prematura, cercana. Aclimatadas las manos por sus besos, me consumió el arrepentimiento por haber hecho uso de un rencor cimentado en un pasado viciado de tanto recurrir a él.
—Basta, tía. No he vuelto aquí para verte llorar por lo que hiciste o dejaste de hacer. Si he decidido venir esta vez es porque necesito pasar página. No quiero oírte hablar de más desgracias. Todos aquí tenemos nuestra parte de culpa de lo que ocurrió…
—Pero qué culpa vas a tener tú, cielo…
—Fui yo quien te delató. Has estado todos estos años en la cárcel por un tonto arrebato de cría quinceañera. Nunca me perdonaré que…
Ella me mandó callar con el índice pegado a mis labios. Descubrí entonces que sus ojos enrojecidos enfocaban a su alrededor con debilidad. Algo en ella había cambiado y no sabía el qué.
No dijo nada. Se levantó del sofá y acercó para sí una botella medio vacía, al ras del filo de una mesita. Llenó un vaso de cristal con el color ámbar del whisky.
—Yo no tenía que haberme metido en vuestros asuntos… —le insistí—. Era una cría y…
—Shhh… He dicho que no hables —me ordenó con su mirada de imposible azul.
Alzó los brazos y desplegó en el aire lo sobrante de su anchísimo camisón como si de una capa imperial se tratase. Terminó sentada en una silla de madera pintada en oro, de enorme respaldo semejante a un trono. Una reina en el exilio, y con dos copas de más.
Gloria inspiró hondo antes de llevarse a la boca el que intuí su compañero inseparable en aquel tiempo de soledades.
—Sé que me faltará tiempo para agradecerte que me descubrieras esa noche ante el capitán Bagwell —prosiguió—. Pero, cielo…, si no lo hubieses hecho tú, lo habría hecho yo tarde o temprano. Ya no podía vivir con todos vosotros. Me estaba volviendo loca. Nunca habríais imaginado la barbaridad que cometí. Claro que yo había olvidado tu astucia heredada de mi hermano. Él también sabía indagar en los secretos de los demás. Fuiste lista e hiciste lo correcto.
—Fue un arrebato lo que me impulsó a hablar. No debí hacerlo, tía. No he sentido más que odio hacía mí por el daño que os ocasioné.
—Da gracias que no callaste, mi niña. Tuvo que meterse de por medio tu amor por aquel chico de Chicago para que la vida nos colocara a cada uno en su lugar.
—La cárcel nunca fue tu lugar.
—¡No quiero discutir más al respecto! —exclamó sacudiendo los brazos bajo las anchas mangas de su camisón. Parte del líquido ámbar de su vaso quedó derramado sobre la carísima alfombra—. ¡Tuve lo que merecí, y se acabó! Y aún espero pagar más. Han sido casi veinte años entre rejas, sí. Pero ese castigo jamás será suficiente. Y no creas…, que tiempo no me faltó para quitarme la vida.
—Por favor, tía. No quiero escuchar nada de eso… —repuse incómoda. No soportaría conocer en primera persona su relato de horror vivido a solas, tumbada en su ajado catre.
—Pero no lo hice. No me quité la vida, ¿y sabes por qué? Porque cada noche en la celda soñaba con verte así, como estás ahora, mirándome… —Su aliento se quebró por la emoción—. Verte aquí conmigo, ahora, significa mucho para mí… Jamás me he quitado de la cabeza el ejemplo que he podido resultar para ti o para Raymond. De él…, bueno, ya sé lo que piensa de su madre, y nunca le culparé por ello. Pero tú… Necesitaba verte…, mi niña. ¿Qué pensará tu padre de mí, allí donde esté? Mi querido hermano… Me prometí cuidarte como una hija. Se lo debía a tu padre. Y más cuando permití, a su muerte, dejaros a ti y a tu hermana al amparo de la bruja que tuvisteis como madre.
Aproveché su desvarío para cambiar de tema y ahondar en la transformación que se había generado en torno a ella.
—¿Desde cuándo bebes whisky?
Me observó con gesto descolocado. Centró su atención en el interior de su vaso.
—Me interesé por el contrabando en la cárcel…, y al final le he cogido el gustillo a lo que obteníamos. Pero no bebo demasiado… Tranquila…
—¿Estuviste metida en el contrabando?
—¡No me mires así, niña! Sabes que nunca me ha gustado pasar desapercibida en el mundo… Hay que aliarse con las mentes pensantes, y casualmente las presas más listas no eran precisamente las que jugaban a las cartas o miraban las musarañas en el patio. Junto a las más pícaras se le daba un poco de emoción a la cosa… Claro que a mí nunca me pillaron. Conseguí que acabaran soltándome…, no recuerdo ahora qué día. Supongo que el peso de mis años acabó influyendo…
Definitivamente, mi tía, a pesar de su estrenado gusto por la botella, seguía siendo la misma.
Le sonreí. Ella me respondió de igual forma.
***
No me resultó difícil dirigir el resto de la conversación. Hablamos mucho de ella, algo de Johanna y casi nada de mí. De ese modo evité incomodidades varias en el tiempo compartido en el sofá con mi tía. Mi vida con Larry no es que resultase el mejor tema para amenizar la primera charla pacífica a la que nos enfrentáramos ella y yo después de los muchos años de silencio.
Mi tía llegó a relatarme con ojos acuosos cómo su hijo Raymond se había olvidado por completo de ella y de los bienes de la familia (a excepción de los ahorros de la cuenta familiar, que dejaría a cero), para terminar viviendo en Texas con el hermano de mi tío Ben. A los dieciocho se alistaría en la Marina, y en todo el estado de Oklahoma no se volvería a saber más de él. Ante el desinterés del hijo, la casa de Broken Bow, así como la cafetería Gloria’s Muffins, quedarían, pues, cerradas a cal y canto a la espera de que su dueña saliera de la cárcel y pensase después qué hacer con aquel patrimonio.
Ella, mi tía, aún no había tenido oportunidad de viajar hasta Broken Bow, por lo que cabía dilucidar que, tras su puesta en libertad, pudiera haber sido contratada de inmediato por el Majestic Warrior. Todo un golpe de suerte para una cantante a la que nadie había tomado en serio en cincuenta años. No siendo suficiente semejante fortuna, se le ofrecería a la vieja además la posibilidad de hospedarse gratuitamente en una de las mejores suites del hotel. Una anciana de Oklahoma, expresidiaria de setenta y tres años, sola, sin otro ánimo en la vida que esperar a la muerte el día mejor amanecido… O Gloria tenía como ángel de la guarda al propio Dios, o conservaba una buena e influyente amistad de juventud que, en un alarde de generosidad, había querido rescatarla de su penosa vejez llevándosela consigo a la capital. Fuera como fuese, ninguna hipótesis imaginada parecía plausible, y la supuesta escasa memoria de mi tía al respecto levantaba un muro infranqueable para hurgar en su pasado más inmediato.
Lo que era sabido es que su estancia en el hotel más suntuoso de la capital no había pasado desapercibida. Desde hacía un par de meses —tiempo transcurrido desde que le «habían regalado» su increíble nuevo hogar—, varios de los clientes asiduos a hospedarse en el Majestic Warrior requerían, sin lugar a negativa, una habitación en la planta veinte solo para deleitarse en la mañana de los lunes con los deliciosos muffins que mi tía, de forma desinteresada, repartía a diestro y siniestro por cada puerta. Y Gloria siempre haría de más para los hijos que le clamaban al padre ejecutivo volver a casa con más muffins metidos en una bolsa. En la pequeña cocina de la suite, Gloria guardaba todo un arsenal de fabricación de muffins y chocolate, como si de su propia cafetería se tratase. Y cada domingo por la tarde se hacinaba en su cocina preparando la degustación para el día siguiente. Supuse que ese acto de altruismo mañanero era su forma de homenajear sus años en Broken Bow, de rememorar los días más felices de su vida.
Cuarenta minutos más tarde, le pedí a mi tía la posibilidad de relajarme con un buen baño de espuma, de esos placeres exclusivos que ofrecen las enormes bañeras de los grandes hoteles. Lo necesitaba. Evadirme. Aclarar ideas; futuros. Al oír mi petición, Gloria se puso unas gafas (que nunca le había visto puestas) y recaló por fin en mi aspecto desaliñado y un tanto sudado por la carrera que me había llevado hasta allí. Asintió sin demora.
Mientras me regocijaba entre pompas de jabón, mi tía se retiró «a meditar» a su cuarto. Así me lo había hecho saber nada más verme desaparecer por la puerta del baño. Su compañera de celda, Eloísa, amante del yoga, le había inculcado el amor por la meditación. Y según ella, todos los mediodías y antes de almorzar se atrancaba en su dormitorio a apaciguar los pensamientos. Eso sí, no sé cómo lo haría esa mañana después de pasarse por el gaznate tres cuartos de botella de whisky.
No duró ni cinco minutos encerrada en su cuarto. Con dedos nerviosos trajo consigo ropa limpia de una de sus «chicas»: un top verde y una minifalda blanca de provocativo corte que me cruzaría esa mañana la mitad del muslo derecho.
Me miré frente al espejo del lavabo. ¿No habría otra ropa más discreta? Los diez kilos sobrantes, mis cartucheras y celulitis se desplegaban al aire, librados de mi vergüenza mientras había estado confinada en esa suite. Salí del cuarto de baño. Mi tía se encontraba de pie, en mitad del salón de la suite. Ella me contempló atenta, seria, analizando mi andar.
—Ya lo sé —le dije—. Estoy ridícula. Preferiría que me prestaras ropa deportiva o algo por el estilo… Algo que tape más, no sé…
—Cállate —me ordenó sin parar de examinarme—. Camina hasta mí. Muy despacio.
—¿Cómo?
—Haz lo que te digo. Mientras te bañabas he estado pensando en lo que voy a hacer contigo.
—Pero ¿y tu sesión de yoga?
—Olvídalo. Acabo siempre dormida. Y con tanta postura imposible termino con las narices en el suelo. Hago yoga en los días de apatía, y hoy no es esa clase de día… Vamos, acércate.
Titubeé. Mi tía me animó a aproximarme a ella con apremiante ademán. Me deslicé por el piso como si me hubieran clavado un palo en el trasero.
—Tenemos trabajo —confirió en cuanto me tuvo a escasos centímetros de su análisis—. De esta guisa no excitarías ni a King Kong en celo.
—Trabajo… ¿para qué? —pregunté apartándome mechones mojados de mis gafas.
—Ser una chica del Golden conlleva una gran responsabilidad. Habremos de invertir algo más que tiempo para convertirte en la bella de entre las bellas. Pero ninguna deberá parecerse a ti. Única es palabra que habrá de amoldarse a todo tu cambio.
El estupor me forjó una mueca espasmódica en la cara. Gloria había tomado al pie de la letra lo que le había transmitido a la entrada; sin saber ella qué o quién me movería para meterme en esa boca de lobo. Mi tía nunca dejaba de sorprenderme.
Me ajusté las gafas al puente de la nariz y bajé la mirada hasta el suelo. Era hora de desgranarle el objetivo que me había empujado a visitarla de nuevo:
—Necesito que alguien me lleve hasta Cameron Collins.
—Lo sé. Por eso has vuelto; por él. Sigues amándole, ¿verdad? —Su mano me levantó la barbilla. Ante mí, su añorado gesto maternal—. Lo he podido leer en los ojos en cuanto me has dicho que durante todo este tiempo nunca le habías llegado a echar de menos. Mentirosilla… Te conozco como la palma de mi mano, así que no te sorprendas si te digo que has dado con la tía perfecta para llevarte hasta tu hombre. —No sabía hasta qué punto el alcohol podía haberse apoderado de la lengua de mi tía. Un paso por detrás de su habla se apreciaba el traspié de lo ebrio—. Lo han visto en el Golden, mi niña. Sí. Como lo oyes. Dos veces en este mes. Quise decírtelo la otra noche que apareciste por aquí… Una chica del club, Yvonne Williams, me habló de él por casualidad. —Al escuchar a mi tía quedé traspuesta. ¿Yvonne? ¿No era esa la rubia despampanante consumidora de zumos de melocotón y exnovia del camarero del Golden? Sí. No podría ser otra—. Imagínate, Maddie… Me quedé estupefacta al oírle a Yvonne pronunciar ese nombre. Me contabilizó exactamente los días en los que se topó con Cameron, pero ya no me acuerdo… ¡Esta cabeza mía! ¡Que ya no sé ni dónde la tengo! Lo desgraciado de este asunto es que yo ni hoy ni mañana podría coincidir con él. La dirección del Golden me ha ordenado no levantar un pie más allá del escenario. No vaya a ser que espante a los clientes con mis setenta y tres años de buena moza… —Rio—. Yvonne me comentó que vio a Cameron Collins aparecer por el salón de reservados, que él se toma una copa y se va… ¡Oh, Maddie! Os traicioné a los dos en Broken Bow y debo subsanar mi error…
—No traicionaste a nadie. Éramos unos críos. No trates lo que hiciste como si resultara un problema adulto.
—No, Madison. Hice muy mal. Desprecié vuestros sentimientos. Estaba ciega, consumida por la traición de tu tío, viéndose con aquella mujer durante tanto tiempo… ¿Dónde quedaba yo en esa historia? —Bajó los párpados. Se llevó la mano a la frente y suspiró con parte del alma escapándosele por la boca—. La cárcel me ha concedido tiempo para pensar, para valorar lo que significa ser amada de verdad… Nada podía hacer con mi matrimonio si yo era la única que tiraba del carro. Y tanto tiré del dichoso carro que acabé atropellando a la otra.
Dudé en reírle la ocurrencia. Pero me agarré a la reserva. Fue lo correcto.
A ella no se le ocurrió ni sonreír.
—Siempre he creído en los dos. En ti, en Cameron —remató mi tía.
—¿Pero estás segura de que pueda tratarse de él? —deseé confirmar.
—Completamente.
Todo encajaba. Denise Seymour y Cameron Collins habrían sido dos de los asistentes a la última fiesta de Año Nuevo en el Golden. Ocasionales amantes. Enamorados, quizá. Después él acudiría al club en sucesivas ocasiones, solo, hasta toparse con esa Yvonne Williams. La cuestión residía ahora en si él había reconocido sobre el escenario a mi tía bajo ese amasijo de colorete y rímel baratos.
—¿Y has pensado cómo puedo introducirme en el Golden? —repuse.
—Ni idea. Todos los camareros han de ser hombres…, y las mujeres de la limpieza aparecen cuando nadie lo hace por allí… Si te soy sincera, no he vuelto a ver a los encargados del hotel que me buscaron este trabajo… Ellos podrían habernos ayudado… Pero no nos queda otra. Debemos preparar la noche en la que te veas frente a frente con tu príncipe, y él, muy cortés, te invite a bailar.
Los ojos de mi tía centelleaban de una ilusión casi al borde del desequilibrio. ¿Estaba Gloria en su sano juicio para convencerse y convencerme de todas las cosas que decía? ¿Cómo se mostraba tan segura del amor que yo le profesaba a Cameron si yo dudaba de mi propio sentimiento? Ya no digamos de la poca esperanza que albergaba mi sentido común hacia el interés que pudiera despertarle a Cameron, casi veinte años después, la misma vulgar chica que había conocido en un olvidado pueblo del estado de Oklahoma.
Denise Seymour. Ni por asomo Madison Greenwood sería competencia para ella. Con toda probabilidad, ya le habría robado el corazón a Cameron esa mujer, que aunque siguiera ejerciendo la prostitución, a él quizá jamás llegó a importarle. Miles eran las opciones que podrían atar el corazón de Cameron a esa preciosa chica. Como miles las variantes que, metidos en aquel entramado de CIA y mafia rusa, pudieran encaminarse a desenmascarar a una Denise desconocida y traidora. Lo tenía claro desde el principio. Amiga o enemiga, no iba a arriesgarme a acudir a la señorita Seymour y avisarle de la amenaza que se cernía sobre su antiguo amante, novio, marido o lo que fuera. Desde la toma de esa foto en Año Nuevo habían transcurrido casi diez meses, y muchas cosas podrían haber cambiado desde entonces. No. Debía verme en persona con Cameron Collins. A él, solo a él debía acudir para no correr riesgos innecesarios.
En silencio, Gloria continuaba barajando posibilidades que me acercaran a un amor del que ya nada pudiera esperarse. La observé confundida. Lo cierto es que hubiera esperado su absoluta discordia ante mi propuesta de, llegado el momento, poder incluso utilizar mi cuerpo para aproximarme al entorno de Cameron; o su sola repulsa hacia cualquier otra proposición que le manifestase yo al respecto. Pero, por el contrario, ella parecía mostrarse muy dispuesta a «vender» a su sobrina a los reputados clientes del Golden’s Club.
—Me sorprende verte tan decidida a ayudarme. Pensaba que te negarías —murmuré, sin evitar echar de menos algún comentario contrario, cercano a lo que para una madre sería lo más digno y juicioso.
Ella se encaró a mí, perpleja.
—¿Crees que me divierte lanzarte a los perros? ¿Crees que me tienen sin cuidado el vicio, la prostitución o las drogas que rondan por ese lugar? Bien sabe tu padre, que en paz descanse, que estoy a un paso de arrepentirme de todo esto. Dime ahora que «no» y te juro que te mandaré a hacer puñetas de aquí. —Gloria se acercó y me tomó por los hombros—. Maddie, soy la primera persona que te alejaría del Golden’s Club… Pero también soy la única que puede conseguirte la preparación idónea para que no te hagan daño. Cameron Collins se ha de estar moviendo por lugares muy selectos, con acceso imposible al común de los mortales. Y sabes tan bien como yo que solo puedo ofrecerte la única vía que está a mi alcance. Si viera otra posibilidad de acercarte a él, te aseguro que me agarraría a ella de inmediato. No sé ni dónde vive ni a qué se dedica… No tengo contactos ni de presidentes, ni de senadores, ni empresarios, ni abogados… Pero podemos tener la posibilidad de transformarte en la mujer que llegue a cautivarle desde el primer instante.
Con gesto meditabundo se acercó a una de las ventanas del salón. Cruzó los brazos frente al cielo sobre Connecticut Avenue. La luz grisácea del cielo encapotado encajó en sus facciones como una máscara de triste nube.
—Actúo por una corazonada, Maddie. Dios sabe que mi intuición jamás se equivoca… Y algo me dice que vuestros destinos están ligados. Y de la misma forma que os separé, deseo volver a uniros —repuso sopesando una auténtica convicción en su monólogo—. Claro que tengo miedo, seguro que mucho más que tú. Pero evitaré morir de un ataque de pánico si yo soy la que pueda estar a tu lado en todo momento. Te convertiremos en una relaciones públicas formidable. Sí, eso es. Te presentaré a quien tenga que presentarte. Y que ningún hombre se atreva a sobrepasarse contigo. Tú estarás para agradar con tu charla y nada más. Ese será el trato. El único trato.
Cerré los ojos. Quedé aliviada por la protección de mi tía hacia mi integridad física y moral. A fin de cuentas, ella jamás había pensado contar con mi servicio sexual para acercarme al nuevo Collins. Un detalle de orden maternal que, sin embargo, no entraba en consonancia con mis planes. El destino me imponía unas condiciones que debía acatar en toda regla si deseaba avisar a Cameron de su inminente asesinato.
—Pensaba llegar hasta él convertida en prostituta del Golden.
—¡Eso ni pensarlo, niña! —Mi tía mostró unos ojos abiertos, incrédulos.
—No tengo opción. ¿Una relaciones públicas? ¿Quién va a creerse eso? El gerente de ese club sabrá que guardo segundas intenciones si me niego a la tarea que toda mujer debe acatar ahí dentro.
—Confiaremos en nuevos contactos.
—No, tía. No debemos enfundar sospechas a terceros. Necesito ser una igual a él. Me lo acabas de decir. Y para ello hay que estar a su mismo nivel. Provocar la situación más natural acorde con el Golden. La puta se acerca al cliente o el cliente a ella. No hay más.
—Has perdido la cabeza…
—Sabes que es la manera más rápida y segura —le rebatí, con mi mente puesta en el entrenamiento como prostituta que habría de abordar mi mente y cuerpo en el caso de que Cameron no volviera a aparecer más por el Golden. Llegado ese punto, me vería en la obligación de viajar en secreto hasta el Burj Khalifa de Dubái y avisarle antes de que los rusos se cruzasen por su camino.
—Pero ¿te has vuelto loca o qué? Serás relaciones públicas. Crearemos ese puesto para ti y te venderé al gerente como tal. Necesitarás a alguien en torno a ti que te proteja de los excesos de los clientes. No es lo mismo darle conversación a un hombre que no… —desvió su mirada, incómoda—… que te abras de piernas delante de…
—Nadie habla de llegar a esos extremos. Solo hay que aparentar ser…
—¿Crees que el cliente se conformará con tu mera apariencia? —arremetió mi tía—. ¿Que después de calentarle consentirá que te marches a dormir? Escúchame, niña: esos hombres lo han tenido todo en su vida. Nunca aceptan un «no» por respuesta, y menos con los bolsillos llenos de poder. Habrás de meterte en la cama con ellos para no infundir las sospechas de las que hablas, ¿es que no lo ves?
Los labios de Gloria sopesaban la mayor de las verdades.
Tragué saliva. En mi fuero interno me sorprendí acudiendo, una y otra vez, a la vía del liberalismo sexual que tanto había condenado a través del flirteo de Larry por Internet. Ahora, las mujeres que me habían disputado el tiempo con mi marido eran ejemplos a los que mi experiencia debía adherirse. Me pregunté hasta qué grado mi intención real se sustentaba bajo el irrefrenable impulso de salvarle la vida a Cameron. ¿Por qué? ¿Por amor, o por simple ética moral? Ni lo sabía…, ¿o evitaba saberlo? Él. Solo él tendría la última palabra.
—Se acabó, Maddie… No sabes de lo que hablas. Ya sufro con imaginarte al lado de cualquier político degenerado del Golden. De acuerdo que deseo más que nada en el mundo que te reencuentres con Cameron Collins, pero no sobrepasarás ciertos límites si no es por encima de mi cadáver.
—Tú sobrepasaste esos límites a los veinte años —le dije adentrándome en terrenos pantanosos—. No me vengas ahora con teorías puritanas…
—¿Cómo?
—En Nueva York. Me lo comentaste cientos de veces. Trabajaste como bailarina en un cabaret. Allí conocerías al tío Ben.
—¡Bailarina, Madison! ¡No equivoques términos!
—Y ahora cuál vas a contarme, ¿el de Caperucita Roja?
—¿Adónde quieres llegar, insolente?
—Un cabaret en Nueva York a finales de los años sesenta… El tío Ben debió de quedar muy satisfecho con tu movimiento de caderas.
—¡Un respeto, niña! —Gloria se levantó tambaleante.
—¡Atrévete a negarlo! —le rebatí poniéndome igualmente de pie—. ¡Atrévete a negar que sobrepasaste alguna vez los límites de los que me hablas!
Gloria enmudeció. Su gesto. Su silencio. La respuesta.
La evidencia que nunca pensé hallar en ella. La sorpresa.
Bailarina, sí. Podría haberlo creído siempre. Hasta ese momento.
Con varios suspiros ella aplacó sus nervios. Acorralada, se arremangó el camisón y se dejó caer en su trono de hundido asiento.
Ni me miró. Agradecí que no lo hiciera.
De un bonito joyero sacó un paquete de tabaco negro. Muy resuelta, se encendió un cigarrillo. Pareció no importarle que su sobrina nunca la hubiera visto fumar. ¿Con qué clase de gente se había juntado la hermana de mi padre en la cárcel? ¿A qué otra sustancia, aparte del alcohol y la nicotina, se sentiría apegada en exceso? ¿Al LSD, quizá?
Gloria alargó el cuello y levantó el dedo índice a la altura de mis ojos.
No iban a quedarse así las cosas.
—Ha sido un error toda esta conversación. Regresa a casa. Inicia mañana los trámites de divorcio con Larry y cambia de aires, de vida. Al menos no perderemos tu dignidad —sentenció—. Esperaremos a que Cameron Collins vuelva al Golden. Pondré sobre aviso a Yvonne para que le hable de ti. Que lo andas buscando…
—Vuelvo a repetirte que no quiero a terceras personas en esto.
—¿Por qué tanto secretismo, niña?
—No puedo decírtelo…
—Has descubierto algo raro en torno a él, ¿verdad? ¿Algo que no me guste?
—No.
—Mientes.
Desvié la mirada. Me froté las manos. Volví a acechar a mi tía recuperando la línea de conversación que me había llevado a la decisión más difícil de toda mi vida:
—Lo haré, tía. Con o sin tu ayuda.
Gloria expulsó una gran bocanada de humo. Su mente barajó destruir toda posibilidad de que me acercara al Golden’s Club sin la protección que ella estimase oportuna. Y así me lo hizo saber:
—Bien… Tráeme mañana un contacto dentro del Golden suficientemente influyente y merecedor de mi confianza y ya veremos si te metemos en ese ambiente o no. Por fácil que te parezca, el submundo del Majestic Warrior está cerrado a cal y canto para cualquier mujer de la calle que quiera lucrarse con él. Es necesario tener conexiones cimentadas en las altas esferas. Y ni tú ni yo las atesoramos. Desde el punto en el que te encuentras, solo darás con situaciones de peligro. Conozco algún caso sucedido en el club. Así que no pienses que tu tía habla sin juicio.
Contuve la respiración para después soltar el aire. Perdida.
Aunque sabía que mi tía hablaba por hablar y que su severa condición rozaba lo imposible, no me quedaba otra que contactar con una personalidad inmiscuida en el Golden’s Club capaz de abrirme camino hasta Cameron Collins. Reflexioné sobre si había sido buena idea haber acudido a mi tía para ese asunto. Quizá ella no fuera la persona más adecuada. Resultaba lógico: enfrentadas a una situación de riesgo como aquella, nuestro vínculo familiar sería, cuando menos, un inconveniente.
Dos horas después de que el país estallara en vítores, testigo último del trabajo de los arquitectos encargados de restaurar la nueva cúpula del Capitolio, Madison Greenwood abría la puerta de su casa con el estómago completamente vacío. Ni ella ni su tía habían probado bocado en el tiempo que permanecieron juntas, y es sabido que la emoción en demasía es hermana del apetito en cuanto llega la calma.
Subí en el ascensor de mi edificio. Apoyé pesarosa la cabeza en el espejo de la cabina. La charla con mi tía había acontecido lejos de lo esperado. Veinticuatro horas para presentarle a Gloria Greenwood una persona de confianza, trabajadora del Golden, a la que fiarle la integridad moral y física de su sobrina. Una proeza que exigía más que gana y arrojo, pues de aquello no me vería nunca falta.
Segundo a segundo, el presente acaba muriendo en su hermandad con el pasado. Y yo sentía que el tiempo se me escurría por los dedos con una rapidez tan dolorosa como la idea de no llegar a tiempo de salvar a Cameron en Dubái.
Trazaría un nuevo plan. Eso sí, esta vez convendría mantener al margen la desventajosa protección de Gloria Greenwood.
El hogar de Larry y Madison, a las dos y cuarto de la tarde, permanecía oscuro, como era habitual. Las cortinas echadas ayudaban a enriquecer el olor a cerrado del que tanto costaba despegar al hijo de Abigail Bagwell.
Entré en el salón. Encontré a Larry sentado, tiesa la espalda en el respaldo del sofá. Con las palmas de las manos vueltas sobre las rodillas, evitaba mover cualquier músculo que ayudara a comprobar si el recorte de su figura se asemejaba a la de un muñeco de cera o al de un ser de carne y hueso. En el marco de tal penumbra (con la sola luz de la televisión impactándole sobre el cuerpo), Larry me recordó a una siniestra y decadente marioneta de circo a tamaño natural. En cuanto mis pies hicieron acto de presencia en la estancia, despegó los ojos de la reposición de un capítulo de la serie Walker de Chuck Norris para hacerlos caer sobre mí.
—¿Dónde has estado? —me preguntó con tono endurecido.
Atravesé el salón decidida a no entrecruzar miradas.
—Buscando a la gente adecuada para convertirme en puta —repuse con ánimo distraído, incluso divertido—. ¿No es el tipo de mujer que te gusta? Mira tú por dónde vas a tener una en casa…
Larry se levantó del sofá. No se atrevió a acercarse a su esposa.
—Madison, no estoy de broma. Me tienes preocupado. Y a mis padres también.
—¿Y acaso te has preguntado cómo me tenéis a mí los tres? —proferí surcando el pasillo de los dormitorios.
—Quiero hablarte de algo. Prometí no contarte nada, no sé… —Abandonó su asiento con cara desencajada—. He sido víctima de una trampa… No debí aceptar… Pero necesitábamos el dinero… No quería seguir pidiéndoles más a mis padres. No sé… Ayer hicieron el ingreso a mi nombre en una cuenta de un banco de Delaware. Pero aún no he tocado ni un solo dólar… Lo devolveré todo…
—¿De qué estás hablando?
—Uno de los acuerdos era que yo debía entrar durante cuatro viernes a ese club y…
—¿Quieres decirme ahora que te obligaron a follarte a Denise Seymour? ¿Es eso Larry? —convine, incapaz de creer la desfachatez de mi marido sabiéndose descubierto.
—Déjame explicarte… —Intentó acercarse más hasta mí. En mitad del pasillo se lo impedí con un levantamiento de mano—. Creo que hay personas que quieren que tú…
—¡Cállate, por Dios, Larry! Utiliza al menos la poca dignidad que te queda para agachar la cabeza y aceptar que eres un miserable cabrón. —Mi furia bloqueó cualquier intento de acercamiento. En mis ojos, un «se acabó» rotundo y liberador—. Desde hoy, las cosas han cambiado para nosotros, Larry, y no precisamente para bien. —Entré en el desorden del cuarto a falta de la sonrisa del bebé. Mi nuevo dormitorio de separada, por el momento.
—Solo dime dónde has estado… —Absorbido por la oscuridad del pasillo, Larry requería con urgencia la respuesta que lo sacara de su «mortal» incertidumbre.
En el cuarto del nonato alcé la voz por si su imposible padre no me había llegado a entender:
—Ya te lo he dicho. Buscando contactos para abrirme camino en el mundo de la prostitución.
—¡Basta de tonterías! Dime la verdad.
—Cariño, a diferencia de ti, yo siempre te he dicho la verdad.
Con un portazo, di por zanjada la conversación. Decidí abstraerme del mundo y quedarme en la intimidad de mi nuevo cuarto. Sola, encerrada, percibí la apertura de un abismo de indiferencia y silencio al otro lado, en el pasillo, entre Larry y yo. Un agujero negro que acabaría, sin remedio, succionando el desperdicio, las tuercas sobrantes que en otro tiempo habían dado sutil arreglo al engranaje de un matrimonio nacido en el desperfecto.
***
Aquella tarde la dediqué a acondicionar mi nueva habitación de mujer separada. Las cajas de la mudanza inconclusa fueron desplazadas al rincón más oscuro del dormitorio: en el hueco dejado entre un lateral del armario y una pared. De dicho armario rescaté un inflador con el que en diez minutos di forma al colchón hinchable comprado diez años atrás por si los invitados a cenar decidían quedarse a dormir. Nunca había sido sacado de su caja. Al desplegar el colchón, el olor a plástico y goma impregnó el aire del cuarto. Aquella olorosa, áspera e incómoda masa de plástico y aire sería a partir de entonces mi nueva cama, sin duda la más digna de cuantas hubieran mullido mi cuerpo en once años.
Media hora más tarde, salí del dormitorio para rescatar toda mi ropa del primer (y quizá último) armario que había compartido con un hombre. Mi marido había recurrido a su refugio en el salón: el sofá. Acogido, quizá, a nuevos miedos de los que escapar en cuanto se desvaneciera aquella «demencia transitoria» que había dejado incapacitada la razón de su esposa. Pero la mujer que andaba de acá para allá, cargada de perchas y ropa por las habitaciones, ya había decidido por fin dejarse arrastrar por la única locura que la liberaría de la mayor de las demencias: resistirse a abandonar al terrorista de su dignidad.
Con la última tanda de ropa transportada sobre el hombro trasladé mis últimas pertenencias al nuevo cuarto. Con la prisa, el brazo derecho se estrelló dolorosamente contra la jamba de la puerta y la mano dejó caer el bolso al suelo. El bolso de diario. Su cremallera abierta dio rápida salida a decenas de objetos que quedaron esparcidos en derredor de mis pies.
Dejé caer el montón de camisas y pantalones (algunos sin estrenar, por engordar inesperadamente) sobre el colchón hinchable y caminé hasta el pasillo cuyo suelo se cubría con el contenido de mi bolso: botones desprendidos, clips, pañuelos de papel, el monedero, dos juegos de llaves, una tarjeta de visita…, ¿una tarjeta de visita?
Me acuclillé y tomé aquel trozo de papel rectangular. Al darle la vuelta, unas letras negras y milagrosas me bailaron alrededor de las pupilas.
No era posible. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? ¿Cómo lo había dejado pasar?
CRAIG WEBSTER / GERENTE
GOLDEN’S CLUB - MAJESTIC WARRIOR
A consecuencia de su broma de mal gusto, ese tipo dejaría caer en mi bolso su tarjeta de visita. Aquel energúmeno al que no había ahorrado mi boca en dedicarle toda clase de vituperios.
Esta tarjeta. La llave que me llevaría directa a abrir la puerta de mi destino.
Levanté la mirada.
Al final del pasillo se recortaba en el aire la media figura de Larry, sentado, casi agazapado en el sofá esperando el beso de reconciliación que nunca llegaría.
Allí, con la tarjeta de Craig Webster entre los dedos, le lancé a mi marido un adiós. No sería el mismo que albergara la esperanza para el reencuentro.
Sería un adiós sin letra ni sonido. El adiós definitivo.
***
El margen era de veinticuatro horas, pero mi ingenio había tardado tan solo cinco para encontrar al hombre receptor del respeto y consideración de Gloria Greenwood.
El aspecto de mi tía a las diez de esa noche era el propio de una mujer de su edad con gana de marchar a la cama en breve: camisón de raso, gafas sobre la nariz y unos cabellos del todo impresentables.
Ella abrió la puerta de su suite sin rehusar fruncir el ceño. ¿Acaso su sobrina no tenía dónde dormir? Eso se solucionaría rápido con mi apropiación, no sabía si indebida, de alguna de las dos camas que la dirección del Majestic Warrior dejaba a disposición de la cantante del club.
Cual huracán desatado, mi entrada hizo revolotear las vestiduras de mi tía. Ella cerró la puerta a mi nerviosismo, y se aproximó a su sobrina con aire preocupado. Entreabrió la boca, pero la tarjeta que le coloqué a la altura de los ojos ahogó sus palabras.
—¿Te sirve este contacto? —le pregunté alzándole la prueba que ambas necesitábamos.
Ella tomó la tarjeta, incrédula.
—Craig Webster…, ¿de dónde has sacado esta tarjeta?
—Me la dio él mismo.
—No es posible. Este hombre es inaccesible. ¿Pero cómo…?
—Eso no importa. El caso es que lo conocí en mi primera visita al Golden’s Club. Justo antes de saber que era una de las millones de esposas cornudas que caminan por este país. Según he podido averiguar, Webster es el gerente.
—Sí, eso tengo entendido… —repuso Gloria casi sin vocalizar—. Pero ¿cómo te confió su tarjeta?
—Digamos que cruzamos unas cuantas palabras de afecto.
Guiñé el ojo a mi tía. El primer ensayo de picardía.
—Voy a por todas, tía. Estoy muy segura de lo que quiero y no permitiré que nadie me retrase en mi objetivo. Seré una prostituta del Golden con tu ayuda o sin ella. Evitaré la cama con los clientes durante la primera semana, si eso te tranquiliza. Siete días es el tiempo que le daré a Cameron Collins para que aparezca por la puerta del club.
Mi tía me dio la espalda para volver a colocarse de frente, esta vez dejándose caer en su sofá, vencida. Abandonó la tarjeta sobre uno de los asientos. Las manos le cubrieron la frente. Después la boca. Mantuvo los ojos cerrados como deseando evadir la cruda realidad que su sobrina traía consigo.
Diez segundos más tarde, abrió los ojos.
—Espero que tu padre me perdone.
Me lancé a abrazarla. Ella apretó su mano contra mi nuca.
Nada estaba saliendo bien.
Yo no estaba cumpliendo con lo pactado.
Me había advertido que no inmiscuiría a nadie conocido en mis planes destinados a alargarle la vida a Cameron, y mi primera cómplice a las pocas horas de iniciar aquella misión suicida era mi propia tía.
Era posible que la hermana de mi padre, al acogerme en los brazos, imaginara mi sonrisa reposada sobre su hombro. Pero la realidad era bien distinta. La preocupación succionaba cualquier atisbo de alegría en mi rostro. Preocupación por la posibilidad de que Gloria Greenwood, en aquel mismo instante y sin saberlo, pudiera haber firmado mi sentencia de muerte.
***