Prólogo

El día en que decidí acabar con mi vida, la Providencia decidió que me cruzara con Cameron Collins. Mi salvación, venida de la forma más inesperada: su mano agarrándome, tirando de mí hacia abajo, hacia la consecución de mi existencia; hacia el refugio antitornados en el que él y su huida se habían escondido hacía ya un par de días. Si aquella trampilla se hubiera abierto cuatro, cinco segundos más tarde, nada habría quedado de mí, un cuerpo cercenado bajo escombros, quizá. Porque fue en aquella caída de sol, de nube verde y tragedia anunciada cuando nuestras miradas se fijaron en un mismo punto, por primera vez. A solas los dos. Yo con catorce años. Él con dieciséis. Sobre nuestras cabezas, campando a sus anchas, el tornado que cambiaría nuestras vidas para siempre.

«No tengas miedo. Estás a salvo», me susurró mientras me acercaba al calor de su cuerpo dentro de aquel refugio. En segundos, me vería redimida a aceptar la protección de aquel desconocido, el abrazo que esa tarde del 7 de noviembre de 1997 burlaría mi muerte caída del cielo y en forma de destructor embudo.

Y así, ceñida la piel al calor del otro, dimos avance a nuestro primer instante, juntos; escondidos de nuestra traumática adolescencia, en el mismo día en el que Broken Bow, pueblo del estado de Oklahoma, llegaría a ser azotado por el primero de los dos tornados a los que nos enfrentaríamos a lomos de un caballo llamado destino.

***

—¿Vas a tener esa cara durante toda la noche? Come, que se te va a enfriar… —me increpó mi tía Gloria, veinte días después de mi primer encuentro con Cameron Collins, en la noche del 27 de noviembre en la que toda la felicidad de los McGowan se extinguiría por boca de la sobrina huérfana—. Estamos en Acción de Gracias. Deberías dar ejemplo a nuestros invitados.

Miré a un lado. Después al otro. Los allí presentes me contemplaron como la cría de berrinche fácil a la que no le apetecía su porción de pavo no por inoportuna inapetencia, sino por llamar, simple y llanamente, la atención. Pero lo que ninguno podía imaginar era que en mi fuero interno ardía en deseos por desaparecer de allí, por alejarme de todos ellos; de aquella mesa, de aquella casa, de aquel mundo.

Ante la insistencia de Gloria por ver abierta la boca de su sobrina, ya fuera para amenizar la charla o para comer y volver a callar, la niña continuó aferrada a su desafiante cruce de brazos. Ante mi desprecio, mi tía cesó en su empeño, más que nada para que ninguna de las dos montásemos una escena delante de tan ilustres invitados. Porque además de mis tíos, Ben y Gloria (junto a su insoportable y orondo hijo Raymond de quince años), la mesa rectangular del salón asistía esa noche al apetito del alcalde Brennan, recién enviudado a causa del segundo tornado que había azotado el pueblo ese mes, y a la petulancia de la familia Bagwell, compuesta por Frederick y Abigail; él, inspector en Washington e íntimo amigo de mi tío; ella, aclimatada al dinero desde su tierna infancia, maquillada y enjoyada hasta la saciedad, y que daba rienda suelta a sus ademanes de gran señora, creyéndose la envidia de toda vecina al dar con un hombre de éxito y justicia. Ambos formaban un matrimonio a simple vista bien avenido, un tanto altanero para los allegados a la humildad local, pero sumamente respetado por la condición de poder que él siempre había ostentado: antiguo sheriff del pueblo ascendido a la comandancia policial de la capital hacía cuatro años.

Aquel noviembre, Bagwell se disponía a disfrutar de dos semanas de vacaciones en compañía de su mujer e hijo en el hogar heredado de sus padres. Desde la muerte en 1990 de los señores Bagwell en el mar Rojo —se hundió el ferry en el que viajaban—, la casa de los ancianos se había mantenido cerrada a cal y canto hasta que, en ese mes y por sorpresa, apareció el hijo con nostalgia de su pasado. Pero aquellos quince días de descanso no constituían el principal motivo que había llevado al inspector Bagwell a visitar a la gente amigada a sus orígenes: el hijo, Larry, de quince años se ausentaría al menos otras tres semanas del instituto al evidenciarse en su organismo el cuadro clínico de la hepatitis A. El contagio del crío se achacaba, en un 99,9 por ciento de probabilidad, a su inconsciencia en el viaje a Tanzania que había realizado a finales de agosto con sus padres. El chico, sediento y harto de ver jirafas, se ausentó un par de minutos para beber agua de un pozo junto a un poblado nómada. Los síntomas de la enfermedad no dieron muestra hasta pasadas seis semanas, concretamente, a mediados de ese octubre. Los padres, angustiados por el cúmulo de diarreas, fiebres y demás malestares de su Larry, estipularon que la salubridad ambiental y el verdor de Broken Bow ofrecerían una salida al estrés que padecía la familia por culpa de la poca cabeza del crío. Ya a mediados de noviembre y respirando los beneficios del pueblo de su padre, Larry evidenció mejoras en los que (según el médico familiar) serían los últimos coletazos de la enfermedad. Aun así, y llegados a esa cena del 27 de noviembre, en sus ojos y en su piel podía apreciarse todavía el color característico de la ictericia.

Pero lo que jamás imaginó el señor Bagwell fue encontrarse de lleno, el 18 de noviembre —día posterior a su llegada—, con la mayor devastación que había sufrido Broken Bow en su historia.

Nueve jornadas separaban a aquella cena de Acción de Gracias del tornado cuyo estrago conllevaría cuantiosos daños al treinta por ciento de las cuatro mil doscientas almas que habitaban la localidad. Ocho de ellas se las llevaría el viento consigo: cuatro hombres, dos niños y dos mujeres; entre ellas, la esposa del alcalde, Barbara Brennan, a la que encontraron mutilada en un barrizal con el cuerpo aplastado por el motor de su Dodge Ram del 89. Por lo visto, la camioneta, en la que supuestamente trataba de huir del tornado, había sido absorbida por el gran cono y expulsada por los aires. El vehículo cayó en picado desde quinientos metros de altura en un lodazal, a dos kilómetros de distancia al sur respecto a su posición original. Al precipitarse el morro de la camioneta contra el suelo, el motor salió impulsado hacia el interior de la cabina cercenando en dos el cuerpo de la mujer. Aquel trágico suceso se habría tratado con el calificativo de «horrible accidente» si no hubiera sido por el experimentado olfato que Bagwell había traído consigo desde la capital. Acostumbrado a todo ardid criminal, el inspector echaría mano de su persuasión para convencer al sheriff local de la necesidad de autopsias, investigación forense que la mayor parte del pueblo, sin embargo, vería del todo innecesaria. «Déjelo estar, inspector», le espetaban los ancianos del pueblo a Frederick Bagwell, «somos un pueblo de bien… ¡Parece mentira que haya crecido usted aquí…!», «deje a nuestros muertos en paz… ¿Acaso cree que andan sueltos asesinos en serie por Broken Bow?».

En serie puede que no. Pero un asesino (para desgracia de los vecinos ingenuos), sí.

Antes de dar con claros signos homicidas, el malestar vecinal contra la oficiosidad «extrema» de Bagwell llegó a apuntalarse al extremo con la autopsia de Barbara Brennan, mujer del alcalde y el quinto de los ocho cuerpos a diseccionar. Fue en su necropsia, adscrita al consentimiento del viudo, donde el inspector Bagwell halló una verdad insólita. Toda oposición a hurgar entre la carne muerta callaría de súbito al verificarse que, dentro de la caja torácica de la señora del alcalde, se hallaba un corazón reventado por una bala. En el omoplato izquierdo se encontró alojado el proyectil, incrustado en el hueso, prueba de que el tornado poco había interferido en la muerte de la mujer.

La noticia saltó a los medios de comunicación al día siguiente. Y el pueblo de Broken Bow ya no volvería a dormir como antes. Un asesino andaba suelto, y ninguno de sus habitantes tenía cara de serlo, o por lo menos daban buena muestra de creerlo así.

A los diez minutos de iniciarse la cena, el pavo se quedaba frío en mi plato. Mientras, escuchaba hablar a los Bagwell con mi tío Ben acerca de la «blanda» política del presidente Clinton. El alcalde, sentado frente a mí, dejaba entrever un disimulado entretenimiento mientras sus ojos atestiguaban el comer silencioso de mi tía Gloria. Sin que ella se percatara, aquel hombre llegaría a convertirla en su objeto de atención hasta diez veces seguidas en un solo minuto. Ella, al cazarle la mirada en un par de ocasiones, le preguntaba: «¿Te gusta el pavo, Jake?». A lo que el alcalde respondía: «Sí. Está exquisito, Gloria; como todo lo que haces». Y ahí quedaba la cosa. Siempre.

Jake Brennan, el llamado eterno alcalde en todo el estado de Oklahoma. Pocos vecinos lo habían visto llorar a causa de su pronta viudedad a los cincuenta y siete años, como pocos recelaban de su inocencia ante la muerte de su esposa. Brennan sumaba en su currículum cuatro legislaturas seguidas al mando del Ayuntamiento. Su mirada límpida, así como su actitud proactiva y altruista, en esos dieciséis años dados al bienestar del pueblo, tenían buena parte de culpa. Nadie en el lugar lo culparía de semejante crimen. Porque a nadie, jamás, se le ocurrió plantearse lo contrario. Según el seguimiento de los comentarios de los vecinos más chismosos, solo un tipo sin juicio, venido de muy lejos y con gana de lo ajeno, habría dilucidado la réproba idea de aprovechar el paso de un tornado para atacar en plena carretera a Barbara Brennan, quien, resistiéndose a la violación o al robo, se llevaría a la tumba y de recuerdo una bala incrustada en la espalda. Con una nueva víctima sumada a su historial delictivo, el ladrón —venido a asesino— huiría abandonando, en mitad de la vía y al paso del tornado, la camioneta de los Brennan. Para el inspector Bagwell era un caso extraño y difícil de esclarecer, teniendo en cuenta la absoluta destrucción o ausencia de pruebas, así como la total carencia de testigos, refugiados todos bajo la tierra que viera morir a la mujer del alcalde.

—Anda, haz caso a tu tía y come un poco… —se atrevió a decirme el señor Brennan recurriendo a su afable sonrisa—. Después me cuentas lo que te pasa.

La candidez del hombre consiguió que mi mano derecha sujetase el tenedor para pinchar un trozo de pavo. El alcalde me vio trasladar la sabrosa carne al interior de mi boca como si me obligara a ingerir una cucaracha muerta.

Trituré mi primer bocado con el cuidado de que ninguno de los asistentes a esa cena me descubriera observándolos. En mi inspección por el radio descubrí resignada que, desde su esquinada posición en la mesa, el hijo «hepático» de los Bagwell, Larry, no dejaba de contemplar, ensimismado, cada una de mis masticaciones; después haría lo propio con la prominencia de mis pechos, y en cuanto me pusiera de pie buscaría distracción con la voluptuosidad de mi trasero. Y así día tras día, un no parar de su descaro desde su llegada a la casa de sus abuelos, cuatro calles más al norte. Larry Bagwell se convirtió de esa manera en la primera persona del sexo opuesto interesada por la Gafas, la chica de catorce años que todos los críos del pueblo insultaban y dejaban de lado por el hecho de que todos lo hacían, por inercia o por costumbre, o por simple y cruel diversión. Nunca me paré a pensar el motivo real, y ni mucho menos el lógico. El caso es que Prudence Madison Greenwood Morgan —a tres años de acabar el siglo y desde su llegada al pueblo— continuaba siendo el hazmerreír de los herederos de Broken Bow, a cada amanecer y hasta el anochecer; desde que se atrevía a salir por la puerta de la casa de sus tíos hasta que entraba disimulando lo provechoso de un feliz día a la pregunta de su tía. Qué decir tiene que ningún alma caritativa mezclada con esos chiquillos (que probablemente la habría) se atrevía a acercarse a mí, no fueran a condenarla al mismo ostracismo que padecía la mía. Lo más triste fue que, al final, la tonta de La Gafas terminó acostumbrándose a los insultos y el lanzamiento de objetos (incluso piedras) de los, en otro tiempo, potenciales amigos de su adolescencia.

Por esas razones y por otras muchas, la obsesión amorosa del hijo del inspector Bagwell por mi persona (no digamos ya por mis complejos físicos) me resultaría a veces engañosa, y otras, surrealista.

Larry Bagwell. Arrastrando su hepatitis hasta el crudo invierno de Broken Bow, y a su intención de ennoviarse a toda costa con la sobrina de los McGowan, se serviría, ese año, de sus ojos de rana y de sus convulsos agarres por mis costados para hacerme conocedora de cuánto amor me tenía reservado. Sin embargo, y tras varios intentos frustrados por apartarlo de mi lado, el pajizo retoño de los Bagwell se negaría a aceptar un «no» por respuesta, a sabiendas de que, desde el primer día que sentí su respiración cerca, todo él se me antojaría incómodo a la vista y al tacto, y más en los momentos en los que, creyéndome sola en una esquina y a salvo de sus continuadas persecuciones por el pueblo, se atrevía, sin permiso, a cogerme de la mano.

Escuálido como pocos, anodino como ninguno, Larry Bagwell podía esperar sentado a que mi corazón púber le ofreciera algo más que la más absoluta de sus indiferencias. Y no por mera incompatibilidad de caracteres, sino porque mi corazón ya andaba ocupado desde hacía ocho días con el antiguo propietario del medallón pendido de mi cuello. Un amuleto celta recién otorgado a mi cuidado y que evitaría miradas ajenas bajo mi jersey durante esa cena de Acción de Gracias.

Sin otro empeño que mantenerse inmutable, mi mano derecha se apoyó en el filo de la mesa. Los dedos, sosteniendo el tenedor, otra vez vacío. El delicioso pavo con salsa de arándanos enfriándose.

Cameron Collins. Por expreso deseo de mi tía, y de la sociedad en conjunto, ya no volvería a verle. A besarle. A abrazarle. A sentirle. Nunca.

Y todo por culpa de ella. Solo de ella.

***

«¿Te has vuelto loca? ¡¿Por qué te has quedado ahí parada?! El tornado iba hacia ti…», exclamó mi salvador al sabernos ya guarecidos del ciclón de aquel 7 de noviembre, primer día de nuestras vidas. Restaban once para que hiciera aparición el segundo y más aterrador de los embudos, aquel que se llevaría por delante la vida de Barbara Brennan y de las otras siete víctimas que la siguieron; y veinte noches, para sentarme frente a los invitados de mis tíos en esa última cena que compartiría con ellos, juntos, en vida.

«Quería morir», le contesté.

«Pues siento haberte interrumpido la gana… Soy Cameron Collins».

«Madison. Madison Greenwood», repuse, al único amparo de la luz de su linterna.

Y a partir de entonces, a la salida del colegio, hallaría toda excusa y tiempo para compartir horas enteras con un joven, huido de Chicago, con el tobillo torcido y con la imperiosa necesidad de que alguien se hiciera cargo de su supervivencia, oculto, como estaba, en el refugio antitornados de la abandonada granja de los Clarkson. Su ayuda vendría en forma de chiquilla adolescente cargada de complejos y, al igual que él, con esa imperiosa necesidad de que alguien se hiciera cargo de su supervivencia.

Desde nuestro encuentro a dos kilómetros del pueblo y en aquel refugio bajo lo humano, me las ingenié para, cada mañana y cada tarde, trasladar al estómago de mi nuevo amigo los desayunos que la sobrina fingía tomar en casa de sus tíos, además de las comidas que volcaba en una servilleta sobre su regazo. Asesorada por las series de médicos en la televisión, vendó y curó su tobillo con la esperanza de que sus días allí encerrado acontecieran sin apenas dolor.

«¿Por qué huyes?», quise saber en mi segunda visita.

«Huyo de mi madre —me respondió muy serio—. Ella mató a mi padre. Pero se las ingenió para que el mundo creyera que Arthur Collins se había suicidado. Él era senador. Hace seis años tuvo un accidente a caballo. Quedó en silla de ruedas y eso truncó las expectativas de mi madre. Ella es profesora de canto operístico. En los ochenta actuó en algunas óperas en teatros de Europa, Milán, París, Londres… Pero al cumplir yo los dos años dejó de cantar… Le diagnosticaron nódulos y la operaron. Hubo problemas y le dejaron secuelas en las cuerdas vocales. Se frustró. Ocho años más tarde, el accidente de mi padre se le sumaría a su incapacidad para volver a cantar. Todo en ella cambió… Pero mi padre ya pensaba en divorciarse de mi madre al año de caerse del caballo. El día anterior a su muerte me tomó por los brazos y me habló de la separación; que iba a dejar a mi madre sin blanca y que a ninguno de los dos nos hacía ningún bien seguir junto a ella. Me hubiera ido con él, allá donde fuera. Pero al día siguiente fue Rebecca Allen, mi madre, la que decidió con quién habría yo de quedarme… Esa tarde eligió su ópera favorita, Turandot. La hizo sonar en el tocadiscos, a máximo volumen. Más que música, era un maldito estruendo por toda la casa. Nunca podré quitarme esa ópera de la cabeza… Cinco minutos después, ella entró en el estudio donde se encontraba mi padre, dormido en su sofá. Ni siquiera se lo pensó dos veces. Le disparó en la boca. Lo vi todo… Yo tenía diez años… Jugaba con él a esconderme en su armario cuando mi madre entró con esta pistola…».

De su sucio macuto extrajo el arma que nos arruinaría la vida a los dos en veinte días. Al verla en su mano, un estremecimiento me recorrió la espina dorsal.

Le acompañaría, sí. Todo el tiempo del que dispusiera, pero sin esa cosa.

Esa tarde, Cameron Collins se quedó sin su pistola, una semiautomática cargada con tres balas. «Las armas no deberían existir. Solo traen desgracia», decía mi tía. Y toda la razón tenía. Así que por mi capricho y costándome su enfado le arrebaté a mi nuevo amigo el artilugio que podía inducirle a cometer cualquier locura contra otros o contra sí mismo.

Escondí la pistola en el sótano de mis tíos. Pero al día siguiente mi tía Gloria bajó a buscar lo que nunca se le había ocurrido buscar en sus treinta años como ama y señora de aquella casa. Halló el arma metida en una última bolsa al fondo de un armario, repleta de ropa de bebé. Por inclemencias del destino, una vecina necesitaba de dicha ropita para su recién nacido y, muy dispuesta, mi tía convino en regalarle la utilizada por su hijo Raymond.

«¿Cómo ha llegado esto hasta aquí?», nos preguntó Gloria al reunirnos esa tarde a toda la familia en el salón.

«Yo la encontré. En el bosque, al lado del lago».

«¿Y por qué la has escondido en nuestro sótano, niña? Sabes que en esta casa no hay cabida para estos cacharros del demonio. Tu tío y yo odiamos las armas, ¡lo sabes!».

Pedí perdón. Y en contra de lo imaginado, Gloria se obligó a seguir ocultando la pistola en su propia casa hasta que decidiera qué hacer con ella: si entregársela al sheriff del pueblo o abandonarla —libre de las huellas de su familia, cómo no— en el supuesto lugar donde su sobrina la había encontrado.

***

Su voz, a cada día transcurrido, se me hacía imprescindible al oído. Eran sus ojos verdes, su pelo negro, la carnosidad de su boca lo que me incitaba a creer que cualquier vivencia al margen de su vida sería, a partir de ese instante, una absoluta pérdida de tiempo para la mía.

«¿Por qué ayer querías morir?».

«El mundo me desprecia», le confesé.

«Yo no», me respondió sin pensar.

Y al atardecer de nuestro cuarto día, todo mi mundo fue él. El mundo que me amaba. Y el mundo que yo amaba. Nos abrimos a la absoluta confesión de nuestras vidas al quinto día, en el momento justo de hacernos imprescindibles el uno para el otro.

Ella le habló de sus orígenes en Victoria, Kansas. Acunada por los brazos de una madre ultracatólica, obsesionada con los infiernos y el pecado divino, su infancia se resolvió a matacaballo entre el hogar, la catedral de los Llanos y el colegio. A la muerte accidental de su padre en 1994 —electricista del pueblo, y al que vieron los jubilados partirse el cuello al despeñarse de un poste eléctrico tras un apagón general—, y contando ella con once años, su madre acabó refugiándose, más si cabía, en los trágicos vaticinios de las Escrituras Sagradas. Esto arrastraría a la hermana mayor, Johanna, de dieciocho años, a escapar del ahogo católico en Victoria y vivir a su manera las libertades de Nueva York. Lista y despierta, Johanna aprobó, un año más tarde, las oposiciones como policía local en la Gran Manzana. Al crearse una nueva vida a miles de kilómetros de distancia de la madre, la hermana mayor le prometería a la menor su pronto regreso para llevársela lejos de Kansas. Al poco tiempo ella se presentó ante los tribunales del Estado para rebatirle a su propia madre la custodia de la pequeña de la familia. Pero por capricho del destino aquel trámite burocrático no llegaría a más.

«¿Y cómo escapaste de tu madre?», se interesó Cameron al momento.

«Murió a la semana de que mi hermana Johanna presentase la denuncia contra ella. Un tornado se la llevó cuando rezábamos dentro de la catedral de Victoria. Ella era muy amiga del sacerdote y disponía de un juego de llaves, y así cuidaba de que cada día no le faltaran flores al altar. Esa madrugada le dio una de sus neurosis apocalípticas y me obligó a correr junto a ella hacia la catedral, a pesar de las advertencias del sheriff de no salir de los refugios esa noche. Pero mi madre no entraba en razón. Estaba convencida de que el mundo se acabaría esa noche y que, dentro de la iglesia, Cristo sabría juzgarnos de entre los vivos y los muertos. A los cinco minutos de arrodillarnos en el reclinatorio, el tornado se llevó la catedral por delante… Fue el 14 de julio de 1995. Sobreviví al formarse una bolsa de aire alrededor de mí. Por suerte, mi cuerpo había caído bajo la colisión de dos muros. A mi madre la encontraron a la mañana siguiente encima de un tendido eléctrico a cuatro kilómetros de distancia de la catedral. Aún sospecho si eso fue una señal para pensar que mi padre me había salvado así del desquiciamiento de mi madre».

«Aunque tu padre quisiera, él solo no podría salvarte cuando lo necesitaras… —añadió Cameron afilando la punta de un palo con su navaja—. Tú seguirás siendo la hija de esa mujer, y parece que lo llevas en la sangre…».

«¿Cómo…?».

«Que tu madre y tú sois de la misma casta de locos. Os encontráis de cara con un tornado y os morís de ganas para que os succione. Puede que tu padre me haya traído hasta ti solo por salvarte el otro día. ¿No crees que esa teoría pueda tener más fundamento?».

Me dejó sin palabras. A veces me gustaba que lo hiciera.

***

Con adusta expresión, mi tía Gloria me retiró el plato del pavo sin apenas tocar y en su lugar me colocó al frente un trozo de su delicioso pastel de calabaza. Por supuesto, la maldita niña no probaría bocado.

—¿Tampoco vas a comer pastel? —me preguntó de nuevo el alcalde Brennan.

—No tengo hambre —repuse sin mirarle.

—Sería la primera muchacha que viera resistirse a los pasteles de la cantarina Gloria.

Y no le faltaba razón. Mi tía era famosa en toda la comarca por su casual y buen canturreo en su cafetería —con veinte años había trabajado como cantante de jazz y bailarina en un sofisticado club de Nueva York, donde conocería a mi tío Ben—; pero por encima de todo se hallaba su asombrosa mano para la repostería. Tanto fue así que mis tíos montaron, veinticinco años atrás, Gloria’s Muffins, una cafetería-chocolatería cuya especialidad de la casa era ese pan dulce elaborado por primera vez en 1703 en Inglaterra, y al que nadie aún podía resistirse: el muffin. El local, luminoso y colorista, estaba adosado a la casa de mis tíos en la plaza del Ayuntamiento de Broken Bow. Generaciones enteras de niños y adultos se habían criado con el prohibitivo sabor de los muffins de mi tía; rellenos de chocolate, nata, crema de vainilla, mermelada de fresa o melocotón… Algunos de ellos cubiertos de azúcar glasé, otros con pepitas de chocolate negro o blanco… Un sinfín de tentaciones reposteras que hipnotizaba, cada fin de semana, a cientos de nuevos visitantes del pueblo, llegados de cualquier localidad a cincuenta kilómetros a la redonda. En esos veinticinco años nunca llegaría el mes que indujera a mis tíos a cerrar el negocio, pues era además la jovialidad de Gloria el añadido que atraía, día tras día, el tránsito continuado de clientes.

Tan obesa ella como cenceño su marido, tan risueña como acoquinado lo fuera mi tío. Gloria era el alma de su casa, por no decir del pueblo entero. A pesar de haber sobrevivido hacía diez años a la muerte de su hijo mayor Dwayne, de veintitrés años de edad, sus chistes picantes y su don para fomentar la alegría en la vecindad se merecían, decían algunos, una estatua en mitad de Broken Bow. Pero tan estruendosa era su carcajada como sonoro su gruñido al enfadarse. Aunque la riña no duraba mucho, y terminaba ella por reírse de su propio mal genio frente a su hijo o su sobrina, mi primo Raymond y yo manteníamos cierto cuidado para no desobedecerla en exceso. No fuera a pegarnos con su sartén, tal y como la habíamos visto hacer con mi tío Ben en una madrugada nacida para el divertimiento familiar al recordarla. No obstante, era en esos momentos de recogimiento y asueto, impuestos por el calendario cristiano, cuando mis tíos se libraban de esa estúpida vergüenza que nos hiciera a su hijo y a mí conocedores de la reciprocidad de su cariño; que no amor.

El matrimonio McGowan era de esa clase de parejas que, sin tiempo ni gana para buscarse otros amantes que los aguantasen, se refugiaban en el peligroso y adictivo juego de sobrevivir a la monotonía, a alguna que otra pelea y a la mucha indiferencia que se profesaban el uno al otro a lo largo del año. Era, sin embargo, mi tía Gloria la que impusiera todo su esfuerzo para que su hijo y sobrina no padeciesen las penurias que seguían al divorcio de dos personas a las que, por ahorrarse la lágrima de los que menos culpa tuvieran, no les importaba calentar su colchón junto al mayor equívoco de sus vidas.

Para mi tía Gloria, la unidad familiar era primordial para que su hijo Raymond creciera sin esos traumas que la gente iba arrastrando por ahí. Así que si había que hacer de tripas corazón, pues lo haría. Años más tarde, aquella «conveniente» protección maternal se reforzaría del todo con la incorporación a la familia de la pequeña Maddie, hija de su hermano fallecido y de su desquiciada cuñada, a la que se le había antojado ponerle a la cría Prudence como primer nombre, en recuerdo de su abuela materna, una vieja con cara de malos humos, que yo recordaba haber visto en una foto datada de 1951. Vestida de negro, cabellera desvencijada, sosteniendo a la cámara una mirada amenazadora que lograba traspasar el cartón, color sepia. Fue inevitable. Mi enfrentamiento con la fotografía de esa anciana durante mi impresionable infancia derivó en una aprensión a la oscuridad, un medio que podría aprovechar la «abuela de negro» para atraparme entre las sábanas. Menos mal que estaría allí el padre de la familia para alejar los fantasmas del pasado y darle una segunda oportunidad a la futura sociabilidad de la niña con el acople, a mi nacimiento, de mi segundo nombre, Madison, más que nada para no estigmatizar a su hija con un apelativo, por así decirlo, «falto de gracia», de modo que en la edad adulta pudiera ella tener la libertad de elegir con cuál de sus dos nombres quedarse. Mi elección no se hizo esperar, y a la edad de siete años ya pedía a voz en grito que el mundo me llamara por el segundo de mis nombres. No fuera a ocurrir que, por repetir tantas veces Prudence, su antigua y siniestra propietaria se materializase exigiendo lo que era suyo.

Al día siguiente de fallecer nuestra madre y ya al abrigo de mis tíos, mi hermana desechó la idea de llevarme con ella a Nueva York. Junto a mi tía, Johanna convino en que Broken Bow sería un lugar ideal para verme crecer entre más niños «criados entre malezas» como yo, por lo menos hasta los dieciséis años. Y es que su trabajo en la comisaría, en constante cambio de turno, no le permitiría cuidarme, según me aseguró, con la atención que se exigía. Su mayor temor: dejarme sola en su apartamento en Queens mientras andaba defendiendo por ahí a todo convecino menos a mí. Y así fue como llegó a evaporarse mi sueño de irme a vivir con mi querida hermana mayor a la ciudad de los musicales. Así que cumplidos los diez años de edad, mi rostro siguió tiznándose con el polvo de la Norteamérica profunda. Por suerte, contaría con el caluroso abrazo de mi tía y con la tibia carantoña de mi tío, suficientes para aclimatarme a una realidad que, meses más tarde, se mostraría funesta ante el desprecio, astutamente tácito, de los vástagos de Broken Bow.

Primero llegaron los desplantes, los menosprecios; después, los insultos y los premeditados empujones, lo que derivó finalmente, y a mi tránsito por la adolescencia, en un convulso y desmedido ataque psicológico y físico contra la sobrina forastera de los McGowan. Conllevados dos años de mentiras y silencios, habían logrado excluir a mis tíos del maltrato callejero que las nuevas generaciones del pueblo habían impuesto contra mí. Y no fue hasta ese último año cuando la tía Gloria advirtió una mancha de sangre en el cuello de mi camisa. «Me he caído, tía. Solo es eso». Esa tarde, una vecina (la misma que, meses más tarde, precisaría ropa para su bebé) le relató a mi tía haber sido testigo del acoso a su sobrina por parte de los gemelos de los Griffin. La niña, al darse la vuelta para evitar cruzarse con ellos, recibió una pedrada en la cabeza. Lo más terrible del asunto era que varios niños alrededor les aplaudieron la puntería.

Preocupada, a la par que furiosa, por no reparar en mis desventuras con los herederos de Broken Bow, mi tía inició una campaña en mi defensa llamando a toda puerta de vecino que presumiera de educar descendencia menor de quince años. Un día entero le valió a Gloria para concienciar a todo padre de la clase de monstruos que podrían estar criando. Al dejar en evidencia el dudoso trabajo de algunos progenitores, entre ellos los Griffin, las ventas de pasteles en Gloria’s Muffins llegaron a bajar un veinticinco por ciento ese mes y sucesivos. Los insultos y el vuelo de objetos contra la sobrina de los McGowan, un cien por cien. «Misión cumplida», me dijo una vez mi tía. Y a partir de entonces tía y sobrina nunca se verían tan unidas; hasta esa cena de Acción de Gracias de 1997.

***

Me besó. Al sexto día de nuestros encuentros. Mi primer beso. Nunca pensé sentir tanto con tan poco. Un exprimir de labios, su lengua deliciosa invadiendo mi boca. El calor y el estremecimiento abriéndose paso. Lo deseaba, ya no fuera, sino dentro. Y faltos de contención sucumbimos al deseo adulto. Por primera vez los dos.

Dolió. Sí. Pero clamé al cielo para que, desde ese instante, todos los dolores de mi vida fueran como aquel.

Suya y por siempre. Aquel chico a mi cuidado era, pues, el recipiente de todo lo que una chica de catorce años podría entregarle al compañero de sus días. No me quedaría mucho más para esconderle, pero sí mucho más para darle. Todo cuanto quisiera. Sin límites. Entera. Todo lo que mi juventud, madurez y vejez fueran capaces de ofrecerle.

Nos mantuvimos abrazados un buen rato; en la oscuridad de nuestro escondite. Pensando en qué hacer, adónde ir. En cómo escapar juntos, empujados a buscar el lugar más inhóspito del mundo, en el que nadie nos encontrase, ni nos echara en falta. Solos los dos. Sin necesitar más. Como aquella película de la que tanto hablábamos: El lago azul. Afortunados aquellos que no tienen que rendir cuentas a nadie, libres de las ataduras impuestas por la sociedad hipócrita.

Juventud y rebelión. Uno. Lo natural.

Me besó de nuevo, esta vez en la frente. En los trasiegos del sexo, me convenció de la comodidad del colchón dejado en la calle por la señora White, junto al contenedor, tan apto como las desaparecidas mantas del viejo Carl, apostadas desde hacía dos meses en su porche para los cinco gatos que, en septiembre, habían emigrado al jardín de los McCarthy con mayores y mejores sobras.

Fue en uno de esos días, el 19 de noviembre, jornada posterior al rastro de muerte dejado por el segundo tornado, cuando mi amante-amigo me ofreció la oportunidad de perpetuar nuestro amor más allá del tiempo y sus olvidos.

«Ha sido horrible, Cameron… —le dije al concederme de nuevo el deseo de estar entre sus brazos tras asistir al destrozo del área oeste del pueblo—. Han muerto ocho personas, la mujer del alcalde es una de ellas. Estaba tan asustada… Creí que ya no volvería a verte».

«Tranquila… Nadie va a separarnos. Ni el ciclón más devastador que nos lance el cielo podrá borrar lo que aquí quede escrito».

Cameron tomó un trozo de tiza, utensilio abandonado, como tantos otros, en la única estantería de hierro anclada en la pared del refugio. Con ella marcó un rectángulo en la piedra y se dispuso a escribir en su interior.

«Elige una fecha…», propuso.

«¿Cómo…?».

«Una fecha… con su día, mes y año…».

«Pues…, 25 de noviembre de 2021 —le contesté con mi elección conferida al azar—. Pero ¿a qué pretendes jugar?».

«Esto no es ningún juego —me advirtió muy serio—. Gracias a este rito un soldado inglés volvió a reencontrarse con su novia irlandesa en la isla Inishmore tras sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial. Estuvieron cinco años separados, sin noticias a las que atenerse o por las que seguir luchando… Ella, de familia muy pobre, resistiría a la miseria y a la guerra gracias a la neutralidad de su país; él, por otro lado, se vio obligado a defender su origen inglés contra la Alemania nazi. Durante ese tiempo, a ella le llegarían falsas noticias de la muerte de su novio al haber sido capturado y deportado al campo de concentración de Stutthof, en Polonia. Pero ella no quiso creer en nada ni en nadie; solo en él y en sus últimas palabras: “Has de confiar en la fuerza de nuestra promesa, en los números que hemos escrito con tiza en el lugar mágico donde nos conocimos”. Tuvo que llegar el 9 de mayo de 1945 para que ese hombre fuera liberado de un campo de concentración donde asesinaron a ochenta y cinco mil personas de las ciento diez mil que allí penaron. Sería el último bastión del exterminio nazi que los aliados desmantelarían en Europa. Ya en su reencuentro en la isla Inishmore, los dos amantes coincidieron en haber sentido lo mismo durante ese tiempo de separación: que una fuerza exterior, inexplicable, se había encargado de librarlos de la muerte para que esa promesa se cumpliera cinco años después. Hoy día, en una piedra del gran muro del Dún Aengus pueden aún leerse esos números, una fecha: “30 de mayo de 1945”. El día en que Jack y Eva prometieron reunirse en ese mismo lugar. Se trata de un fuerte prehistórico construido al borde de un acantilado de cien metros de altura. Los historiadores achacan su construcción a los druidas, en honor al dios Aengus, la deidad celta que protege a las almas gemelas. Cuenta su leyenda que cuando los amantes se ven enfrentados a las dificultades externas que puedan separarlos, Aengus se encarga de tocar su arpa dorada para que de ella nazca el hilo de luz que volverá a unirlos. Allí, en el Dún Aengus, se ha de pedir su ayuda y después observar el cielo; pues los amantes solo tendrán la certeza de que su mensaje ha llegado a oídos del dios cuando un pájaro sobrevuele sus cabezas, la respuesta alada que Aengus envía para informar y convencer a los humanos de su apoyo y protección a partir de ese momento y por siempre. Pero a tres días de estallar la guerra, el mito llegó a convertirse en realidad, justo en el momento en el que Jack terminó de escribir la fecha de su reencuentro con Eva. Un fulmar boreal apareció surcando el acantilado, volando por encima de ellos y en el mismo instante en el que se dieron su último beso de despedida. De ese modo, pudieron cerciorar la acogida celestial de su deseo. Y ahora viene la parte por la que mantengo una profunda fe en toda esta historia: un año después de que Jack y Eva se reencontraran, nació el hijo, mi padre, Arthur Collins Foley en una pequeña casa de ventanas y puertas rojas a pocos kilómetros de esos acantilados… Supongo que preguntarás que por qué ando contándote todo esto… Es mi legado familiar, Maddie. El único del que ahora dispongo y el único que puedo ofrecerte».

Me había quedado sin habla. Aquel chico, de orgulloso origen irlandés, me había hecho partícipe de la más bella fábula que había llegado a mis oídos: el amor de sus abuelos.

«No sé qué decirte, Cameron… —balbucí—. Debiste contármelo antes, y hubiera elegido un año más próximo para nuestro reencuentro… Hasta el 2021… Son veinticuatro años. Es demasiado tiempo».

«Ya no hay vuelta atrás —me interrumpió—. Una vez que uno de los dos amantes elige una fecha, el conjuro druida debe completarse con la ofrenda del bythol…».

«¿Completarse…? ¿Qué quieres decir?».

De su zurrón sacó una fina cadena de plata. Aprecié que de ella colgaba un símbolo oval creado por diversas formas geométricas, fabricado con el mismo material precioso. Los brillos de la plata refulgieron en mis pupilas al haz de luz de la linterna que nos alumbraba. Lo miré. A él. A su amuleto. Y su voz quedó enmarcada bajo el dintel de su leyenda:

«Este es el bythol. El símbolo celta formado por dos trisqueles. Cada trisquel se compone de tres puntas que simbolizan el cuerpo, la mente y el alma. Y ambos trisqueles unidos desde su base forman un círculo; la unión de dos cuerpos, de dos mentes y dos almas. El bythol representa el amor unido e inmortal, el símbolo de la eternidad. Mi abuelo le regaló este mismo a mi abuela frente al acantilado del Dún Aengus, antes de escribir su fecha en la piedra. Quiero que ahora lo lleves tú en señal de la perpetuidad de nuestra promesa».

Abrió el cierre de la cadena y dejé que me colgase su bythol al cuello. Después, con su tiza escribió en la piedra de nuestro refugio la fecha que mi torpeza había elegido: 25 de noviembre de 2021. En veinticuatro años podrían pasar muchas cosas. Las más imprevistas e inevitables.

Escrita, pues, la fecha en la pared y con el último beso de la tarde sellamos nuestro hechizo celta, protector de nuestras almas gemelas, al margen del azote de incomprensión que nos separaría en pocos días.

***

El pastel de calabaza hecho con tanto amor por las manos de mi tía Gloria reposaba en mi plato como si hubiera adoptado la apariencia de un guijarro. Incomestible. Inclemente al estómago. Mortal a su digestión.

Con la excusa de recoger las hogazas de pan esparcidas por el mantel, y en provecho de la charla cerrada que refirieran sus invitados a las desgracias del tornado del 18 de noviembre, mi tía se acercaría a mi oído:

—No voy a volver a repetírtelo —me susurró acuclillada—. Con el tiempo olvidarás a ese chico y lo que ha pasado hoy. Te reirás, incluso. Acuérdate de lo que te digo… Ya hablaremos mañana con más calma de lo ocurrido, ¿entendido? —Se atrevió a besarme en la frente para terminar diciéndome—: Ahora cómete el pastel y déjate de chiquilladas, que me estás dando el numerito esta noche.

Y como si no hubiera existido esa conversación con su sobrina, recuperó la sonrisa delante de los Bagwell, de su marido y del alcalde. Pero al instante apagó la alegría de su expresión al darse cuenta de que la conversación ya había derivado a la presente tragedia que concernía a las ocho familias que perdieran a su ser querido, entre ellas la de nuestro insigne invitado.

Haciendo mutis por el foro, Gloria fue a la cocina y volvió cargada con la cafetera y con la jarra de leche caliente.

—¿Alguien quiere acompañar su pastel con café? —preguntó con el premeditado desaire de su escucha del tema expuesto en la mesa.

Todos los adultos asintieron agradecidos. Y mientras la buena anfitriona servía el café en las tazas de cada uno de sus comensales, la sobrina se vio irrefrenablemente atraída por dilucidar aquello en lo que pudiera estar pensando su tía; allí, ahora, en ese preciso instante. «¿Cómo puedes soportarlo, tía? ¿Cómo puedes sonreírles de esa forma? ¿Qué te ata a seguir llevando una vida destruida en tu conciencia?».

Gloria no merecía esa vida. Como tampoco merecía mi silencio. Yo, la única testigo de su penoso arrastre por el cementerio de Broken Bow, tres tardes después de que la zona oeste del pueblo fuera literalmente arrasada por el paso del gran tornado. No pude dar crédito a esa visión que interrumpió de súbito mi camino hacia la granja de los Clarkson, donde bajo tierra, en nuestra guarida, mi primer amor esperaba impaciente.

Esa mujer… ¿mi tía? ¿En el cementerio? ¿En el lugar que más odiaba del mundo?

Sí. Lo era. Era ella. Como cada atardecer en Broken Bow, el cielo terminaba a esa hora por ensangrentarse, con las espadas de su astro rey sucumbiendo vencidas por el filo del horizonte. Fue en ese asomo de la noche, en mi acercamiento a Gloria tras unos arbustos pegados a la valla perimetral del cementerio, cuando, sin esperarlo, parte de mi corazón acabaría embebido por la muerte de aquel día.

En cuanto mi tía llegó a su destino, sus rodillas cayeron a plomo. Era aquel el lugar del camposanto donde la había visto acudir con su marido al menos una vez al año, y no el Día de Difuntos. Era allí, en aquel trozo de tierra donde reposaban los restos del hijo mayor, Dwayne. Un joven de perpetuos veintitrés años que amaría demasiado en vida y, por tanto, de verdad. Un hijo no atendido, incluso despreciado por el padre desde el primer día que presentó en casa a su novia inmigrante, mejicana, de nombre Valentina Castro. Fue al año cumplido de relación cuando unos malnacidos de ideología racista violaron y mataron a la joven. Un niño de nueve años encontró el cuerpo de Valentina semienterrado en el desierto de Oklahoma, a ciento veinte kilómetros de Broken Bow. Ante la incomprensible pasividad de la autoridad y la indiferencia de mi tío Ben (mi tía Gloria callaba, luego otorgaba) para dar caza a los criminales, el hijo, Dwayne McGowan, se suicidó doce días más tarde. Se colgó del chopo que mi tío Ben había plantado en su infancia con su padre a las afueras del pueblo. En bonitos días de picnic familiar y con su pequeño Dwayne de la mano, mi tío se había mostrado mil veces hinchado de orgullo ante el robusto crecimiento de aquel árbol en mitad del bosque; de cómo, desde el año 1946, sus ramas se alzaban imparables a los cielos; hasta ese 21 de agosto de 1987. A la noche siguiente de la muerte de mi primo, el padre marchó en solitario al bosque para talar el árbol de su «orgullo genealógico». No habría más orgullos en la familia. Nunca más.

Diez años habían transcurrido del suicidio de mi primo Dwayne (al que yo ni conocí), y la pesadumbre y reserva acopladas desde entonces en la personalidad de mi tío Ben lograban ser buena muestra de que ya no se permitiría jactarse más por nada hasta su muerte.

A mi expiación y frente a la tumba de su hijo, mi tía vestía su clásico abrigo, además de su vestido de estampado floral. Su pelo se hallaba recogido por ese moño tan particular que se enroscaba en la nuca antes de hacer la cena. Aparentaba haber dejado de repente sus quehaceres en el hogar para abandonarse a ese extraño impulso que la había acercado, esa tarde, al lugar donde se presumía estar más cerca de los muertos.

Sabía que Cameron me esperaba a kilómetro y medio de allí, pero no pude mover ni un solo músculo del escondite que me había agenciado entre los arbustos, al otro lado de la verja de hierro y a tan solo cinco metros de la sorprendente imagen de mi tía, una mujer completamente abierta al dolor, a la caída de ese sol, arrodillada frente al origen de todos sus pesares.

La vi besar primero la lápida de su hijo, después la cruz aledaña que demarcaba la tumba de la novia asesinada. Me sobrecogió el aspecto de la tumba de Valentina, pobre y abandonado, con una herrumbrosa cruz al margen de cualquier cuidado que la redimiera del implacable olvido. Ni una triste flor artificial, como tampoco una simple placa conmemorativa, advertían del recuerdo de su valiente vida. Una existencia acometida por los sinsabores de la inmigración y arrebatada por miserables asesinos con la capacidad para, después de diez años, seguir caminando por la senda de lo impune.

Veintiún años ella. Veintitrés años él. Demasiado jóvenes para pudrirse bajo tierra. Demasiada tragedia para un amor que se había intuido inmenso y eterno como el que más.

En un momento dado, Gloria rompió a llorar. Paladeó vocablos incoherentes antes de que su voz saliera desgarrada de su garganta, como nunca antes la había escuchado. Y a cada palabra emergida, a cada una de sus frases lloradas, mi realidad se resquebrajaba con el impacto de una verdad del todo impensable:

Infidelidad. Venganza. Muerte. Culpa. Barbara Brennan, esposa del alcalde, antiguo amor de mi tío Ben. Y hacía unos días, recuperada amante. Hacedora de los engaños y secretos inconfesables que rodeaban a mis tíos desde hacía al menos ocho meses. Pero Gloria los descubriría al quinto mes, los rumiaría y finalmente los vomitaría. Por su familia, por su hijo y su sobrina. Lo primero, nosotros; ante todo y por todo. Esa mujer, de aires de gran señora, no podía robarle a ella lo que con tanto sudor y lágrimas había conseguido, o por lo menos mantenido a salvo de sus garras. El gran tornado, el señuelo perfecto para ocultar su crimen. Esa tarde, la vimos todos escapar de la casa. «Bajad ya al sótano. Debo saber cómo se encuentra la señora Rosenberg. Está sola y puede que necesite ayuda para bajar a su refugio. Volveré en diez minutos». Y antes de salir a la calle y sin que ninguno de su familia lo apreciáramos, mi tía tomó prestada la maldita pistola que su sobrina había metido en su casa. Con el arma escondida en el bolsillo de su abrigo cruzó el pueblo, pasando de largo el camino que conducía a la casa de la viuda Rosenberg. Era la hora justa para toparse con su víctima al volante de su camioneta, por la carretera que tomaba todos los días en su regreso al confiado hogar. La mujer del alcalde hubo de frenar en seco al ver a una mujer apostada en mitad de la carretera. «¡¿Qué haces ahí parada, Gloria?! ¡¿No ves que por atrás se nos acerca el tornado?! ¡Sube a mi camioneta, te llevo a casa!».

Compasión. Clemencia. Ninguna de esas virtudes detuvo el dedo de mi tía al empuje del gatillo. No esperó, y en mitad del asfalto le descerrajó un tiro a Barbara Brennan, a la que seguramente no le dio ni tiempo de atestiguar el peligro. La víctima murió en el acto, en su asiento, de cara al orificio dejado en el cristal por una de las tres balas escondidas en el cargador del arma de Cameron Collins. Los vientos del gran embudo arreciarían segundos más tarde por la parte trasera de la camioneta de los Brennan. Y fue allí donde el azar acabó pactando con el mal. La naturaleza y sus desórdenes se avendrían con la asesina en la ocultación de su delito, quien en la lejanía comprobó cómo la camioneta de su víctima era absorbida por el tornado. No habría rastro. Ni prueba del desate de sus pasiones. Gloria volvería a recuperar su vida. Todo volvería a ser como antes. O eso esperaba.

Un cuarto de hora más tarde regresó a casa, con nosotros. A salvo.

«¿Adónde demonios has ido? ¡Los críos necesitan que estés ahora con ellos! —la increpó su marido al verla descender por las escaleras del sótano donde todos nos habíamos cobijado muertos de miedo—. ¿Es más importante la vieja Rosenberg que toda tu familia?».

Gloria evitó contestar a su marido. Se limitó a rodearnos con sus brazos.

«No hay ya de qué preocuparse, niños —nos dijo—. Nuestra familia está protegida. Siempre lo ha estado. Y hoy no será un día diferente, os lo aseguro».

Atardecer. En el cementerio, con mi tía; abandonándose ella a la locura de sentirse despreciable. Imposible de acallar la culpa que la acusaba de su crimen una y otra vez, cada día.

Parapetada mi conmoción entre los arbustos, deseé no alimentarla por más tiempo. No obstante, el físico contravendría al espíritu. Al límite del corazón, mis pies insistirían en clavarse como estacas en la tierra.

A su confesión; al manifiesto de su culpa, escuché a mi tía rogarle el perdón a su hijo Dwayne. Herida. Rota.

«Soy una asesina, hijo —gimoteaba sin descanso—. Perdóname… Perdóname por todo lo que te hice y por todo lo que os estoy haciendo… Mi niño Raymond, mi niña Madison… son todo lo que tengo. No iba a permitir que mi familia se separase…, que fuera el hazmerreír de todos los que sabían cómo se las gastaba esa mujer. Se rumoreaba que ya había roto una familia cuatro años antes. Sus devaneos eran un secreto a voces en el pueblo… Y el único que jamás ha sabido de ese asunto es el propio marido… Pobre Jake…».

Una rama se quebró bajo mi suela. Pero Gloria no llegaría a oír el chasquido que, esa tarde, podría haber cambiado nuestras vidas. Y prosiguió con su rosario de desesperos:

«Tu padre siempre ha tenido muy mala cabeza, hijo…, muy mala cabeza. Esa mujer le tenía el seso comido antes de que tú nacieras… Pero me negaba a verlo. Me conformaba con que fuera un buen padre para vosotros… Y ni eso ha sido… ¡Dios mío, hijo! Siento que he perdido la cabeza… Y no sé qué hacer… ¡No sé qué hacer…! Mis niños no se merecen una madre como yo… ¡No se la merecen…! Pero la cárcel me obligaría a dejarlos solos… Y eso nos mataría a todos…».

No pude aguantar más, y con silente marcha atrás pude encaramar la colina. Corrí sin ver el fin a la vereda, con el ansia agarrotándome el aliento. Deseaba escapar, alejarme por siempre de los lloros de mi tía, de mi amada Gloria; la madre que, sin parirme, lo era más que cualquiera. Por su dedicación y entrega, por todo.

Una asesina. Estaba hablando de una asesina.

Sí. La asesina a la que yo más quería en el mundo.

Al llegar a mi refugio, me eché al cuerpo de mi ángel protector sin más.

«Abrázame, por favor… Abrázame», le grité a Cameron en cuanto me sumí en nuestra ansiada y confortable oscuridad.

Sus manos, cálidas y fuertes, se apretaron a mi espalda con sentida protección, y lo agradecí. Deseé quedarme en esa posición casi fetal a su abrigo, hasta que el corazón me dejara de latir bajo no sabía qué circunstancia absurda.

El calor de mi protegido me reconfortó inmensamente. No concebía la idea de regresar a la casa de mis tíos, pues ya no sabría cómo mirarlos, o bajo qué modo seguir interpretando el gastado papel de sobrina condescendiente.

A la preocupación de Cameron no supe dar con la respuesta que justificara mi nerviosismo. Toda conclusión era irracional.

Asesinatos, suicidios, infidelidades… ¿Por dónde empezar?

No me sentía con fuerzas para hablar de la desdicha que pesaba sobre el quebradizo techo de los McGowan. Solo deseaba mantenerme alejada del momento en el que esa techumbre cayera a plomo por su propio peso. Permanecer en días sucesivos en el refugio con Cameron me aseguraría la salvación. De eso estaba plenamente convencida.

«Quiero irme contigo, Cameron —le susurré con la cabeza apoyada en su hombro—. Cuando te recuperes del todo y puedas caminar mejor… Te acompañaré adonde vayas…».

«Aún no es posible. Quiero darle a mi padre la justicia que merece. No descansaré hasta ver a mi madre morder los barrotes de su celda. No quiero ponerte en peligro por eso…».

«Tienes en mí una aliada…, lo sabes. Te ayudaré. Haré lo que me pidas para vengar el asesinato de tu padre. Pero llévame lejos de aquí…».

«Mientras mi madre esté libre es peligroso que me acompañes…».

«Más peligroso es quedarme aquí con mis tíos, en Broken Bow…».

«No, Maddie. Mientras estés con ellos no tienes nada que temer».

«Es por eso, Cameron. —Y cerré los ojos y respiré hondo—. Porque son ellos ahora los que me dan miedo».

Nos abrazamos efusivos. Intuyendo lo tornadizo de nuestra historia de amor. Solo el bythol colgado de mi cuello simbolizaba lo real, lo hermoso que había sido y sería siempre.

«No me dejes, Cameron. No me dejes nunca».

«No lo haré, Maddie… No te dejaré —me susurró—. Si llegan a separarnos, volveré a por ti».

Seis días más tarde, el sheriff del condado lo alejaría de mi lado.

Descubiertos. Traicionados por una vecina del pueblo que, testificando mis idas y venidas por su calle cada día y a cierta hora, convino relatarle a mi tía lo inusitado de mis paseíllos. Gloria entonces decidiría seguirme esa misma mañana hasta el desamparo de la granja Clarkson. No hubo piedad, ni límite que la detuviese en su empeño por abrir la trampilla en el suelo. Nuestra trampilla. Al hacerlo descubrió a su sobrina en brazos del chico que buscaba todo el país: el hijo del malogrado senador Arthur Collins. Tachado de inadaptado y un tanto desequilibrado por la propia madre, el joven, desaparecido del mejor barrio de Chicago, había acabado, veintiocho días después bajo la tierra del estado de Oklahoma, con tiempo además para enamorar a una estúpida chiquilla a la que convertiría en improvisada cómplice. Así lo relatarían las televisiones, periódicos y radios de toda la nación y así se lo harían creer a la gente.

Mi tía me encerró en su casa nada más saltar la noticia a los medios. Era 27 de noviembre, Día de Acción de Gracias, y, por tanto, no le daría más protagonismo a la desventura de su sobrina con aquel adolescente trastornado tras el suicidio del padre.

A la caída de la tarde, mis tíos pactaron apagar, por primera vez en mucho tiempo, la incansable voz de su televisor y, de ese modo, inmiscuirse por completo en su entretenimiento con la familia Bagwell y con la inesperada visita del alcalde Brennan, a quien le apetecía compartir ese cena con su buen amigo Ben. Así él mismo nos lo hizo saber entre sorbo y sorbo de café:

—Mi familia y yo tenemos un pesar muy grande con la muerte de Barbara y quería esta noche alejarme un poco de todo eso… Y qué mejor refugio para la pena que la casa amiga de los McGowan. —Se frotó el rostro, cansado—. Aunque tendré que retirarme pronto. Mañana debo madrugar… Este pueblo no se levanta solo, y menos cuando hemos sido azotados por la desgracia del tornado…

El cruce de miradas incómodas no se hizo esperar. Por un lado, el inspector Bagwell, quien se resistía a abandonar el pueblo sin dar con el asesino de Barbara Brennan. Por otro, mi tía, quien convirtió a los visitantes más «incómodos» de cuantos habían pisado su casa en sociables contertulios de su cena de Acción de Gracias. Y por último, Jake Brennan, que, con su mirada alicaída, daba buena cuenta del desconcierto en su interior ante una investigación abierta a creer que el asesino de su esposa podía estar más cerca de lo que se pensase. Además, a toda esa trama bizantina había que sumarle el ciclón, como el complemento azaroso que había ayudado a ocultar el crimen.

¿Pero en quién volcar las sospechas? ¿Qué tipo de persona habría sido capaz de planear semejante atrocidad? ¿Un ladrón? ¿Un loco? ¿Alguien del pueblo? Nadie y cualquiera podría ser el culpable. No se podía hacer más: cada hogar de Broken Bow con licencia de armas había sido registrado. Todas las armas, inspeccionadas. Ninguna coincidiría con el calibre de la bala que reventó el corazón de Barbara Brennan. Algo se le estaba escapando al inspector Bagwell, y ni él ni nadie intuían el qué. Las horas pasaban, un total de doscientas dieciséis. Y la lista de sospechosos continuaba vacía. Trágica y lamentablemente vacía.

—No te preocupes, Jake… —repuso Bagwell a su lado—. Aunque este ya sea mi último fin de semana aquí, seguiré apoyando la investigación desde Washington. No te quepa la menor duda de que cogeremos a ese cabrón…

—Frederick, por favor, los niños… —exhortó la esposa, Abigail Bagwell, a esa mala lengua del marido, ensalivada por la frustración.

Porque nueve días habían gastado sus miles de segundos delante de la incapacidad de las autoridades locales. Porque nueve noches habían deslucido el dormir de toda una población a causa del asesino que, bajo la dichosa hipótesis de ese resabido de Bagwell, andaba entre ellos.

No era una simple conjetura. Para el inspector, el crimen de la esposa de Brennan contaba con altos indicios de haberse generado bajo el impulso irracional de la pasión. Tras la autopsia de un cuerpo con todas sus pertenencias, sin rastro de pelo ajeno, huellas o moratones de agarre, hubo que descartar el móvil del robo. Entonces, ¿por qué alguien del pueblo iba a disparar a Barbara Brennan con tal alevosía y en mitad de una carretera? Solo había una respuesta a eso: alguien de su círculo social la tenía entre ceja y ceja.

Y solo una persona sabría regalarle esa información al inspector Bagwell. Una chica de catorce años, con el corazón roto por la traición de su tía, Gloria Greenwood, la destructora del sueño, la traidora que había vendido al mundo el sentido de su existencia. El sentido de los veinte días compartidos con mi otro ser. Con mi otro yo.

Había protegido a mi tía durante esos nueve días de investigación sin que ella imaginase, ni por asomo, que ambas compartiríamos el mismo calvario, su secreto; incluso la había alentado de la proximidad de las pesquisas del inspector Bagwell gracias a mi obligado acercamiento a su infatigable hijo, Larry, al que en la última semana le había mostrado en exceso mis simpatías a fin de sonsacarle la información que pudiera alejar a Gloria de la sospecha. Sin embargo, el arma homicida seguiría durmiendo en nuestra casa, en el sótano, a la espera de su despertar como máxima prueba condenatoria. ¿Por qué mi tía no se había deshecho de esa pistola después de segarle la vida a Barbara Brennan? ¿Por qué conservarla aún en el hogar que con tanto afán protegía?

Ahora, Prudence Madison Greenwood Morgan, la sobrina cómplice, se encargaría de darle la clara respuesta a esas preguntas. Porque la niña ya no sería la misma desde aquella mañana. Condenada al impulso de sus actos. Solo por él; por la vida que le habían arrebatado.

«¿Dónde estás, Cameron, que no te puedo escuchar? ¿Dónde estás, Cameron, que no te puedo sentir?».

Su amuleto generacional ardía en mi pecho. Rota nuestra esperanza de permanecer juntos, nos quedaba cumplir con esa promesa, la promesa bythol. Pero antes me cobraría la afrenta con la misma moneda. No me importó a quién hacer daño. No me importó a quién destrozarle la vida. La mía ya lo estaba. Y por tanto, todo mi entorno afectivo habría de caer conmigo.

Un vocablo salió de repente de la boca de la mujercita que nada había dicho en toda esa noche, actuando frente a los invitados cual muñeca de cera sentada a esa mesa.

Nadie la entendió. Todos esperaron a atestiguar lo que en un principio se negaban a verificar: la sobrina de los McGowan deseaba participar en la conversación.

La niña insistió en lanzar su habla en el instante en el que la atención de los presentes recaería al unísono en un mismo punto: su boca.

—Ha sido ella —murmuré con un hilo de voz al tiempo que mis ojos viajaban a clavarse en los de mi tía. Fríos, caóticos—. Ella es la asesina. Se lo oí decir, a solas. Hablaba en voz alta en el cementerio, frente a la tumba de su hijo Dwayne. Barbara era la amante de mi tío… Encontrarán la pistola en el sótano. Metida en una bolsa.

Mi respiración entrecortada se acompañaba de latidos desaforados que amenazaban con reventarme el pecho. No pude seguir hablando. Estaba todo dicho.

La mesa quedó en silencio. Ningún miembro de la familia McGowan se atrevió a rebatir mi confesión. Con la cabeza postrada, los imaginé muy quietos, con ojos incrédulos, deseando resarcirse de aquel momento con un simple despertar. Pero aquella realidad dolía demasiado, tanto que nos veríamos todos incapaces de engañarla bajo la salvedad ficticia de la pesadilla.

Tan solo una voz, la más grave, se atrevió a retar el silencio de un hogar que ya no volvería a reírse ni a amarse.

—¿Es cierto todo lo que estás diciendo, niña? —me preguntó el inspector Bagwell.

Mi cabeza asintió con timidez. La cara de la ley no esperó a enseñar su pétreo semblante.

—Señora McGowan…, ¿ratifica todo lo que está diciendo su sobrina?

Gloria se sirvió de la omisión de palabra que durante una década había ido carcomiendo a su familia como el gusano en la manzana.

Al no hallar contestación, Frederick Bagwell se levantó de la mesa y sin ningún escrúpulo miró a mi tío Ben. Este tampoco emitía gesto. Tras sus gafas de pasta no había sorpresa ni indignación. Solo oscuridad.

—Si me permite, señor McGowan, bajaré a su sótano a inspeccionar… —anunció el inspector, el único de la mesa que coordinara sus movimientos para un claro objetivo.

El alcalde Brennan, la señora Bagwell y los críos Larry y Raymond no acertaban a encajar en su mente el desconcierto que habían provocado las únicas palabras referidas de la sobrina de los McGowan en aquella cena de Acción de Gracias.

Bagwell se dispuso a tomar el camino que le conducía al sótano. En ese instante, mi tío se levantó de la mesa y alzó la voz hacia el inspector:

—No baje al sótano —le dijo—. Yo le traeré el arma.

A las palabras de mi tío Ben, sentí cómo el hogar iniciaba su derrumbe.

Contemplé el retraimiento tácito que poseía a mi tío en tan amargos momentos.

Puede que él hubiera intuido la acción criminal de su mujer. Puede que ya lo supiera desde el primer día, o desde esa misma tarde. Y, sin embargo, se asignaría el ingrato papel de cómplice inconfeso, sin decir ni una palabra, ni siquiera a la esposa a quien había traicionado. Encomendado a la premeditación, la pistola había viajado del sótano a su mesilla de noche. Un traslado que había quedado en el desconocimiento para el resto de su familia.

Sin que nadie emitiera un gesto, contemplamos el andar de mi tío por el pasillo hasta verlo ascender, muy lentamente, por la escalera hacia el primer piso. Mientras eso ocurría, me topé con los ojos azules de mi tía. Trágicos. Incrédulos. No pude soportar la desgracia que contenía su rostro. Una desgracia que se fundía en sus pupilas con su inabarcable amor de madre.

Nos miró a los dos. A su hijo Raymond y a mí. A cada uno al que había amado y cuidado.

—No olvidéis que os he querido siempre, hijos míos…, siempre.

Un silencio.

Un disparo. Seco y certero.

Un cuerpo cayendo plomizo sobre el techo que cubría nuestras cabezas.

Incrédulos, todos. Imposible, nada.

Mi tía Gloria gritando enloquecida en su carrera hacia las escaleras.

En 1987, no llegaría a tiempo de salvar a su hijo Dwayne.

En 1997, le faltaron más que segundos para salvar a su marido, Ben McGowan.

1

Diecisiete años después.

Miércoles, 19 de marzo de 2014

8.32 p. m., Washington.

—¿Puede escucharme? —una voz. Un hombre de bata blanca. Insistía en estrellarme la luz de su puntero contra mis pupilas—. Dígame su nombre…

Me dolía el cuerpo entero. La cabeza a punto de estallarme. A mi izquierda, mis constantes vitales habían adquirido un sonido electrónico. A mi derecha, una sonda pendía mordiendo con su aguja una vena en el reverso de mi mano.

—Dígame su nombre, señorita…

—Ma… Madison —articulé como pude. La boca seca como el esparto.

—Bien, Madison…, ¿sabe qué le ha ocurrido?

Negué con la cabeza sintiendo poco a poco el aterrizaje de mi conciencia en la realidad que la suerte de aquel día me impusiera.

Inexorable, una luz cegadora encima de mi cabeza evitaba que abriera los ojos.

Al paladear el primer vocablo me sobrevino una incipiente gana de vomitar.

—¿Qué…? ¿Quién es usted?

—¿Se acuerda de dónde viene? ¿Se acuerda de qué le ha pasado?

—No… —repuse nerviosa—. Quiero irme a casa, por favor.

—No va a poder ser —vaticinó el médico—. Ha estado en coma tres días. Sufrió un atropello a dos calles de su casa. Debe calmarse. Ha tenido suerte. Mucha suerte.

—No…, por favor… Quiero… Quiero ver a mi hermana… —le ordené. Me asusté ante lo desconocido. Aquel hombre. Aquel lugar con hedor a enfermedad y muerte—. Tengo que regresar a casa.

—Cálmese, señorita Greenwood. —Su mano me acarició los cabellos—. Confíe en mí. Está en buenas manos. Se lo aseguro.

La voz del hombre se alejó, sutil. Ínfima. No volví a oír nada más.

Nada.

2

Seis meses después.

Miércoles, 3 de septiembre de 2014

3.12 p. m., Washington.

La psicóloga, de nombre Georgette, analizó nuestra mutua desconfianza al otro lado de la mesa de resplandeciente caoba. Esa tarde finalizaría como se había iniciado: nublada y triste. Una horrible lamparita de mesa dejaba entrever con su tenue luz lo siniestro de un despacho de tapizado oscuro, más cercano a la idiosincrasia de un notario que a la de una psicóloga de la era new age. Las estanterías, arrimadas a las paredes, se hacinaban de libros viejos y a su vez escoltaban a un destartalado sofá de cuero negro y capitoné que bien podría haber dado acomodo al trasero de cuatro generaciones.

Observé a la mujer que tenía enfrente. Reposaban sobre la nariz unas rectangulares y minúsculas gafas por las que se descubrían unos rasgos afilados heredados posiblemente de algún padre, en su lozanía, amante de lo francés, del Moulin Rouge y, por supuesto, de las consabidas compañías tras el espectáculo.

—Está bien, Prudence… —espetó la psicóloga, natural de París, con ese acento francófono que ya comenzaba a rechinarme en los tímpanos—. Entonces, resumamos…

—Madison…, prefiero que me llame Madison. Es mi segundo nombre.

—Oh, cómo no… —reculó tachando alguna palabra sobre los papeles que apoyaba en su estupendo cruce de piernas.

Aquella mujer, rubia y muy delgada, debía de tener unos cincuenta y muchos. Pero mal llevados. En su piel se marcaba una excesiva adicción —aún no superada— a los retoques, liftings y demás parafernalia quirúrgica con la que evidenciaba, por el contrario, su cercana jubilación.

Se me escapó media sonrisa relativa a la contradicción sobre la particularidad física de la psicóloga. Y con ello me atreví a dar respuestas existenciales a preguntas imposibles. Nadie lograba evadir el miedo a envejecer, ni siquiera los estudiosos que creen saber reparar las grietas y demás sequedades adheridas, con el tiempo, a las columnas de la psique humana. En esa primera visita de cincuenta dólares la hora, ¿qué se supone que me aconsejaría Georgette? ¿Hincharme los labios con silicona para quererme más? ¿Retocarme la caída de los párpados para agradar más a mi marido?

—Entonces, crees que te falta algo…, ¿no es así? —me soltó.

—Pues…, dicho así… —me vi forzada a contestarle—, quizá sí.

Georgette hablaba con sobrada petulancia, acompañándose de ademanes grandilocuentes que herían la vista.

«Mal empezamos», pensé. A cinco minutos de sentarme frente a esa tipa ya notaba el peso del billete de cincuenta dólares en mi bolso. Ya no había remedio. Tenía que entregárselo en cincuenta y cinco minutos a no ser que quisiera darle emoción a la tarde y verme perseguida por la policía a lo ancho y largo de Columbia Road.

Porque esa psicóloga acabaría siendo una más, la segunda especialista en una sola semana. De la primera, en el barrio de Georgetown, mi ego convino en escapar a los veinte minutos de consulta. Natalie Dixon; su voz, insoportablemente aguda, rebosante de monotonía insensible. Maldiciendo mi ignorancia, había acudido a ella al tratarse de la más célebre de todo el barrio de Adams Morgan. Di cuenta de mi estupidez nada más la vi abrir la boca. Redicha e impasible. Los que allí esperábamos cada tarde su discurso de empatías no éramos más que cabezas de ganado yendo y viniendo de su despacho de hacer dinero. Por supuesto, yo no sería otra de sus rumiantes.

—Cuéntame, ¿cómo eran tus padres? —Georgette hacía notorios esfuerzos por caer simpática. Craso error—. ¿Cuál es el sentimiento que rodea tu infancia?

Claro. Cómo no. Para que la experta en depresiones pudiera abrazarse al éxito, la paciente debía comenzar por desmenuzar los años traumáticos de su niñez.

—Vivíamos en Victoria, Kansas… —hablé imaginando la redondez del pomo de la puerta a mi espalda, justo a la izquierda de un tétrico cuadro de Jesucristo crucificado. Tal vez estuviera a tiempo de poder marcharme de la consulta sin pagar y regresar a casa.

—Continúa, por favor —me animó la francesa con su percepción absorta sobre mi cuerpo encogido en su silla de cuero negro.

—Mis padres murieron y…

—¿Cómo murieron?

—De…, de cáncer… —le contesté ignorando la imagen inmortalizada en mi recuerdo: el enorme tornado despedazando la iglesia para después engullir a mi madre.

—¿Los dos?

—Sí, los dos. Primero mi padre y después mi madre —solté sin desear entrar en más detalles—. A mediados de 1995, me marché a vivir a Broken Bow, en Oklahoma, con mis tíos, Ben y Gloria. Conviví con ellos dos años, hasta que mi tío decidió quitarse la vida en la cena de Acción de Gracias.

La psicóloga alzó sus cejas sorprendida.

—¿Y tú? ¿Qué edad tenías cuando ocurrió aquello?

—Catorce años…, creo…

—¿Y ahora tienes…?

—Treinta y dos, cumplidos el 18 de agosto.

—¿Podrías contarme qué llevó a tu tío al suicidio?

Un pellizcar en la conciencia me advertía de que a esa desconocida le estaba contando más cosas de las que debía, por lo menos en la primera consulta. Pero ya era tarde para echarse atrás. Sin gana, y mientras la hora de visita se consumiera en mi reloj, no tendría más que procesarle comedida avenencia.

—No quisiera seguir hablando de eso… —le dije desabridamente. El vidrio de los ojos de mi tía. Mi boca acusándola del asesinato de Barbara Brennan. Ella contemplándome incrédula. El recuerdo, la culpa, me arañaban la memoria por enésima vez—. Creo que en la primera consulta deberíamos centrarnos en otras cosas, no sé… Me da la impresión de que hablar hoy de todo eso no me va a ayudar. En realidad he venido porque… —Mi memoria se quedó en blanco, sin respuestas—. Vaya, no sé ni por qué he venido…

Georgette intentó lanzarme una cordial sonrisa. Pero a su músculo facial le resultó harto difícil. La ingente cantidad de botox en sus mejillas limitaba sus expresiones más naturales convirtiendo su rostro en una bola brillante y sonrosada.

—Tranquila, si quieres podemos dejar ese episodio para más adelante…

—Mejor… —le contesté.

—Bien, ¿qué pasó en tu vida después de convivir con tus tíos?

—Mi hermana Johanna volvió a Broken Bow en tren desde Nueva York. Enterramos a mi tío esa misma tarde. Al día siguiente nos marchamos juntas para la Gran Manzana. Me alojé con ella en su piso de alquiler. Viví allí casi cinco años, hasta febrero de 2002. Después del 11-S tuvimos que irnos, como otra tanta gente de la ciudad… Mi hermana no supo librarse de los recuerdos, tampoco la gente que la rodeaba la ayudaba a olvidar…

—¿Qué clase de recuerdos?

—Johanna perteneció al grupo policial que tras el impacto de los aviones contribuyó a desalojar el Word Trade Center. Pero, como a todos los que estaban fuera, en la calle, la pilló por sorpresa el derrumbe de la primera torre. Le impactó un trozo de viga en la cara al intentar proteger a un crío… Como consecuencia de ello perdió un ojo y, bueno…, no quiso dar más lástima en su trabajo. O eso fue al menos lo que ella me contó. Al volver a la comisaría, sus superiores la relegaron a trabajos de administración. Sentada en una silla, no dejaba de darle vueltas a lo mismo, mientras algunos compañeros de mesa no hacían más que meterle el dedo en la llaga, una y otra vez, a cada comentario… —Carraspeé deseando salir por patas de ese despacho. «¡Qué idiotez, Maddie! ¡Qué idiotez! ¡¿Por qué no te levantas y te vas?!»—. Y como le digo, después de esos años en Nueva York nos vinimos a Washington gracias a que Johanna consiguió una plaza como programadora informática para los ayuntamientos de Maryland. A Jo siempre se le han dado bien los ordenadores. —Me atreví a sonreír—. Y después, mi hermana encontró una casa muy bonita en alquiler a cuatro manzanas de aquí. Y…, bueno, yo seguí con mis estudios y con mi noviazgo con Larry…

—¿Larry?

—Sí, es… mi marido. Le conocí en Broken Bow, días antes de perder a mis tíos —le informé, pese a la falta de inspiración para recordar aquellos tiempos—. Larry y sus padres vinieron a pasar las dos últimas semanas de noviembre de 1997 a Broken Bow. Por aquel entonces ya vivían aquí, en Washington. Ahora son una familia muy reconocida en la ciudad. Su padre ha sido durante diez años el capitán de policía de las unidades especiales de Washington. El año pasado lo jubilaron. Y la madre de Larry, bueno…, su madre se dedica a sus labores mientras tira del patrimonio que le dejaron sus padres y… —De nuevo, mi mente se quedó en blanco—. ¿Por dónde iba?

—Encontró a su marido en Broken Bow…

—Sí, perdone… —Me sentí ruborizada. Tomé aire y me preparé para retomar el cuento de mi sufrida adolescencia. A pesar de no hallar fuerzas para seguir parloteando de mis miserias, estaba dispuesta a darles sentido a los cincuenta dólares que, pronto, dirían adiós a mi reducida economía. Se trataba de que la amante del bisturí me escuchara. Para eso le pagaba, ¿no? En una hora, librarme de tensiones, deshacerme de la amalgama de recuerdos y culpas que pintaban de gris mi existencia.

Pero, de súbito, me quedé sin habla. La psicóloga me miró expectante. Cerré los ojos. Y en ese instante dilucidé, con muda vergüenza, mi falta de oídos amigos, testigos de mi presente ante la imperiosa necesidad de hacerme escuchar. Quizá, con la caricia verbal de Megan (amiga de varios años que se dejó arrastrar por el amor hasta la Texas natal del marido), los cincuenta dólares hubieran visto mejor destino: unos pendientes o un colgante para mi buena amiga en agradecimiento por sus valiosos consejos en la cafetería Dina’s en el bello Capitol Hill.

Hacía once años (los mismos que sumaban los de mi matrimonio con Larry) que Johanna y yo habíamos decidido cubrir nuestras cabezas con la polución de Washington. Y muchas habían sido las personas conocidas, pero pocas las queridas. Washington no era precisamente una ciudad apta para encontrar, de improviso, amistades de por vida con personas que tuvieran el tiempo suficiente para escucharte. Como en Nueva York, la vida pasaba demasiado rápido entre corbatas, edificios y asfaltos, arrastrando a la gente a la desconfianza y a actuar, en consecuencia, con aireada superficialidad en las relaciones personales: «Lo siento, pero tengo prisa»; «he de irme, luego hablamos»; «esta tarde te llamo, te lo prometo». Por supuesto, el teléfono no sonaría en esa tarde. Y nadie se sorprendió de ello.

De forma inconsciente, la psicóloga descendió un tanto el cuello ante su anhelo por verme arrancar. Me humedecí los labios y le hablé del responsable que me había llevado a visitarla:

—Conocí a mi marido en Broken Bow —anuncié—. En cuanto me vio ese invierno se encaprichó de mí, y yo terminé por ceder. No estaba muy convencida de iniciar una relación con él… Supongo que me pilló en un momento bastante sensible de mi adolescencia.

Cameron. Cameron Collins. Con la intención que arma al cristal punzante, el rostro que una vez me propusiera olvidar hirió de improviso el recuerdo selectivo, aquel que me ayudaba a vivir. A continuar.

Hacía tiempo que Cameron no retornaba a mi cabeza. Era probable que su evocación se disipara a los dos años de mi noviazgo con Larry, en el tiempo mismo en que descubriera el agnosticismo de Johanna como buena forma de alejar la culpa, ese remordimiento parejo al desenlace de tragedias que yo misma provoqué en la noche del 27 de noviembre de 1997.

Era lo esperado. Traicionado el corazón maternal de mi tía, la voz católica de mi madre reclamó en mi conciencia su añoso rincón, dispuesta a llevarme a los límites de la cordura. Fue la protección de Johanna, mientras residimos en el barrio de Queens, la que, con asombrosa psicología detuvo, aunque no extinguió, la influencia de nuestra madre en mi maltrecha autoestima.

En la indiferencia hacia lo encomiado por la religión, pude hallar, paradójicamente, cierto alivio espiritual. Y en acopio, logré acallar la inquisidora voz de mi madre, siempre omnipresente, negativa y fatídica que me torturaba día tras día, apareciendo a cada momento de diversión o afecto propuesto por la vida. «¡¿Cómo te atreves a divertirte después de lo que le has hecho a tus tíos?! ¡No tienes perdón de Dios!».

El siempre manifiesto desinterés de mi hermana hacia cualquier singladura religiosa me abrió las puertas a un mundo en el que mi presente se forjaría a golpe de razón casi nihilista. Según Johanna, creer en un poder divino o, simplemente, en lo que no se veía no era más que prepararle el camino a la sugestión que, si no se controlaba —como era mi caso—, podría volverse contra uno mismo. Por esa razón me vi en la feliz idea de seguir a mi consejera y preparar mi casamiento con Larry en los juzgados, prescindiendo del frío suelo de la iglesia. Evidentemente, mi suegra, mujer de su tiempo, no vería con buenos ojos esa decisión. Sin embargo, no le quedaría otra que testificar, en silencio, la firma de su hijo junto a la de esa chica miope venida del pueblo de su marido.

—¿En qué año te casaste con Larry? —continuó la psicóloga.

—A finales de 2003. Yo tenía veinte años y él veintiuno. Mantuvimos nuestros seis años de noviazgo en la distancia, por Internet, ya sabe. Yo en Nueva York, él en Washington. En cuanto aterricé aquí con mi hermana me casé con él. Digamos que fue un impulso por cambiar de aires, de vida. Johanna se echó novio, un tipo extraño… Necesitaban su espacio, y yo el mío. —Me ajusté las gafas a la nariz—. Al casarnos no tuvimos ni que buscar casa, ni siquiera un alquiler. La madre de Larry disponía en propiedad de cuatro pisos en Washington. Nos cedió uno, aunque seguirá siempre a su nombre. Es un apartamento del edificio The Calverton, en el 1673 de esta misma calle…

—Lo conozco —dijo Georgette evitando abrir la boca a su bostezo.

—Es nuestra actual residencia. Es pequeña pero acogedora…

—Y tus suegros, ¿viven también en la capital?

—Sí, en Foxhall Crescent. Es una casa preciosa…

—Buen barrio… —arguyó ella para luego lanzar—: Tenéis hijos, supongo…

—No…, no. Un examen clínico verificó mi esterilidad al año de casarme. Estuvimos varios meses intentándolo hasta que hablamos con el ginecólogo de mi suegra. Y ya puede imaginarse la sorpresa de todos…

—¿Alguna vez te has culpado por no poder darle hijos a tu marido?

Me quedé petrificada. ¿Qué clase de pregunta era esa? ¡Pues claro que aún sufría mi maldita esterilidad! Desde la farisea condolencia de Edward Landsverk, ginecólogo de mi suegra, no dejaba de compadecerme por la sequedad de mis ovarios, ahogando como podía la insistente llamada de mi naturaleza. Pero, por supuesto, no iba a mostrarle a ese esperpento psicoanalizador una de mis penas más hondas.

Mi orgullo de madre reprimida saltó a la palestra camuflado de mentira.

—No —repuse—. La verdad es que nunca deseé hijos y para nosotros no significó ningún trance. Larry me quiere tal y como soy.

—¿Y puedes describirme cómo te sientes ahora?

Inspiré y me conciencié ante la llegada al punto fuerte del psicoanálisis. Esa vez no quise echar mano de encubrimientos banales. Estaba allí por algo.

—Vacía. Me siento vacía.

—¿Podrías ser más específica? ¿Qué hace que te sientas así?

Era mi realidad un fluir de movimientos mecánicos arbitrados por el levantarse y acostarse de cada mañana, de cada noche; sin flujo de emociones, sin alegrías inesperadas. Un vivir sin vivir, por así decirlo.

—Me invade esa sensación desde el atropello…

—¿El atropello?

Aún me costaba hablar de ese incidente que había podido costarme la vida seis meses atrás. Inspiré y paladeé el sabor amargo del recuerdo:

—Conducían un par de veinteañeros. Ocurrió la tarde del 16 de marzo, a dos manzanas de mi casa —le informé—. Me dejaron tirada en el paso de peatones. Yo no recuerdo nada de lo que pasó, pero según cuenta la policía, yo venía de hacer la compra. Desperté en el hospital tres días después, sin saber cómo había llegado hasta allí. Creo que los cogieron esa misma tarde… Es muy probable que ya los hayan soltado…

—Y dices que a raíz de ese accidente te sientes más… ¿inestable?

—Siento una energía reprimida en mi interior que antes no sentía… —repuse—. Como si tuviera que dar un cambio en mi vida, pero todo se volviera en mi contra… Creo que he llegado a un punto en el que todo me es indiferente. No siento ilusión al despertarme para ir a trabajar y, a veces, me echo a llorar en cualquier esquina sin saber por qué razón.

—¿Estás segura de que no conoces esas razones? —Al instante odié la retórica utilizada por ese montón de pellejo estirado—. Bien, pues si lo deseas podemos comenzar por analizar esa pérdida de ilusión. —Cual vedette, la francesa descruzó sus largas piernas para entrelazarlas de nuevo en sentido contrario—. Háblame de tu marido, ¿cómo es ahora tu vida matrimonial con él?

—Pues… —Carraspeé e inspiré para hablar de la persona que, durante once años de convivencia, había testificado mi inestabilidad emocional—. Larry es un hombre tranquilo, quizá demasiado tranquilo para algunas cosas, pero un buen hombre al fin y al cabo. Tiene un tic extraño… Repite «no sé…» unas doscientas veces al día. He llegado a acostumbrarme. Bueno…, lo cierto es que me casé con él muy joven, y creo que eso está yendo en nuestra contra… Y en estos días no es que estemos pasando por nuestro mejor momento.

—¿Cuándo crees que comenzó vuestra crisis?

—Hace dos semanas… —No estaba segura de confesarle aquello que causaba mi creciente rabia hacia el hombre con el que había compartido mis rutinas y vergüenzas.

—¿Hubo algo en concreto que generó vuestro distanciamiento?

Levanté la vista y despegué los labios sin creerme capaz de relatar el motivo que animara a mi tristeza a cubrirse con las oscuras ropas de la depresión.

—Le pillé chateando con su portátil. Ya le había descubierto antes, mirando esas páginas de porno… Pero esta última vez ha ido demasiado lejos… —confesé al fin.

—Entiendo… —La mirada de Georgette descendió al mismo nivel donde mi aprensión se había confinado: en algún punto muerto de la mesa que nos separaba.

—Había pagado por una de esas páginas donde se desnudan chicas delante de las webcam. —La imagen de los ojos de Larry desorbitados frente al ordenador. Mis tripas revolviéndose a cada momento que la evocara—. La noche anterior le había propuesto hacer el amor. Me dijo que estaba cansado y que no le apetecía…

Delante de la impasividad de la parisina, me vi con fuerzas para no caer bajo el influjo de las lágrimas. El pundonor, lo último a perder por el camino.

—¿En qué momento del día ocurrió? —me preguntó Georgette.

—Por la mañana. Trabajo… Bueno, trabajaba en una cafetería en el 1829 de esta misma calle, de seis de la mañana a dos de la tarde. Fue el 20 de agosto. Eran alrededor de las nueve. Me sentía muy mal, con fiebre. Tuve que regresar a casa. Es posible que comiera algo en mal estado o algo así… —Tragué saliva. El nudo en la garganta, incipiente—. Creí que lo encontraría dormido…

—¿Larry no trabaja?

—Sí, en horario nocturno. Con esto de la crisis estuvo parado dos años… Hizo una formación como guarda de seguridad y desde hace cuatro meses es vigilante nocturno en el edificio de Washington Square, en el 1050 de Connecticut Avenue.

—¿Y en qué momento se percató de tu presencia en la habitación? ¿Cómo reaccionó él al verse descubierto?

—No sé cuánto tiempo pasó hasta que él se dio cuenta de que yo había entrado en el estudio, un par de minutos, no sé… —balbucí con la emoción afectándome el habla. No iba a rendirme frente a la evidencia. Llevada por un fuerte impulso, saqué el billete de cincuenta dólares de mi monedero y lo extendí en el escritorio. Me levanté, dispuesta a marcharme—. Creo que esto ha sido una estupidez. Me siento incómoda y no quiero que siga escuchando…

—Espere, Prudence. No se vaya. —La mujer se reclinó en la mesa y me tomó de la muñeca—. A veces las mujeres nos vemos obligadas a resignarnos a la naturaleza del hombre para no sufrir más de la cuenta…

De pie, inmóvil, me silencié al escuchar, con absoluto desconcierto, aquella frase tan reconocible tiempo atrás en la jerga que utilizara mi tía Gloria para justificar la continuidad de su aparente feliz matrimonio con mi tío Ben. Eso sí, hasta que a él se le ocurrió hablarle a la amante equivocada.

Georgette apoyó sus brazos en el escritorio.

—Prudence, escucha… Quisiera decirte que los hombres…

—Le he dicho que me llame Madison… —le espeté.

—Oh, lo siento, querida —se corrigió. Luego me invitó a caer de nuevo sobre el asiento del que había saltado espantada. Accedí a su requerimiento por educación, simple educación—. Bien. He de decirte que tu problema de pareja nace a partir de la singladura intrínseca de la sexualidad humana. Ellos, como hombres, tienen sus necesidades…, y nosotras debemos estar atentas a cuando estas puedan surgir. Dios los creó a su imagen y semejanza y como psicóloga siempre recomiendo a las mujeres que entran en mi consulta que dejen de luchar contra algo a lo que es imposible ganar. La sexualidad en un hombre es muy fuerte, impulsiva, y a veces ellos cometen errores sin ser muy conscientes de lo que hacen. Y no por ello aman menos a sus mujeres…

Pero ¿cuántas veces le habrían puesto los cuernos a esa psicóloga como para que llegara a defender lo indefendible en un hombre? ¿Dónde quedaba su dignidad como mujer?

—¿Me está diciendo que mientras le hago la cena a mi marido tengo que aprender a convivir con esas zorras de Internet?

Georgette se rio con absoluto descaro. A los efectos, yo me negué a compartir su diversión.

—No… No quiero que me entiendas de ese modo —contestó ocultándose un mechón tras una oreja—. Simplemente no hay que sacar las cosas de su lugar. Tu marido necesitaba satisfacer su sexualidad en ese momento. No hay que culparle por ello.

—Le recuerdo que deseé hacerle el amor el día anterior. ¿No hubiera sido eso cumplir con la esposa que supuestamente ama? —le contesté alterada. Comenzaba a hervir la sangre por mis venas. ¿Con qué clase de psicóloga había topado?

—Oh, desde luego… No quiero decir lo contrario. Pero has de saber que las mujeres tenemos que aceptar y entender, en la medida en que nos sea posible, el poder sexual del hombre. Quiero mostrarte algo…

La psicóloga abrió un cajón de su escritorio y sacó un libro. Con una sonrisa que denotaba de todo menos gracia, colocó el volumen frente a mi incredulidad. Su portada con colores rosas y violetas presentaba las sombras de un hombre y una mujer con las manos unidas en signo amoroso.

—Acabo de escribir mi primer libro. Lo he publicado en una editorial cofinanciada por una entidad católica. Lo he titulado Amanecer matrimonial. Claves para un matrimonio duradero. Más bien trata de encauzar nuestro matrimonio por los caminos de Dios, y en uno de sus capítulos explico cómo estimular la sexualidad en el lecho matrimonial y la importancia de los intercambios de favores dentro de la pareja. Conocer las necesidades sexuales del hombre y la adaptación a ellas es una de las claves.

—Intercambio de favores…

—Sí. Es importante conocer ese término.

—Su marido es cirujano plástico, ¿verdad? —le lancé de improviso. No hacía ni dos horas que, frente al ordenador de Larry, mi curiosidad había indagado en la página de Facebook de esa mujer. Allí, no sé si pretendidamente, se informaba sobre la identidad y profesión del marido, con acceso incluido a la web de su clínica estética.

—Oh…, pues… sí…, lo es. Es un buen cirujano… —Georgette se llevó una mano al rostro con impecable discreción—. ¿Le conoce? ¿Conoce a mi esposo?

—No, no he tenido el gusto —argüí.

—Clive es un gran profesional —continuó la francesa—. Tenemos una clínica en Georgetown. Es muy conocida, y gracias a Dios conservamos una clientela muy selecta.

—¿Cuánto tiempo lleva casada con Clive?

—Veintitrés años. Y continuamos… —Sonrió orgullosa—. Pero no hablemos de mí…

—Y en esos veintitrés años habrá habido intercambio de favores…

—Sí, casi a diario…

—Entonces me pregunto cómo ha estimulado usted la sexualidad en su matrimonio… ¿Pidiéndole a su marido que le hiciera un retoque en la cara por cada enfermera que se cepillaba?

Medio minuto después, Prudence Madison Greenwood salía por la puerta. El billete de cincuenta dólares quedó sin ser rescatado encima del escritorio de Georgette, muy a mi pesar.

3

Las primeras gotas de lluvia repiquetearon en los paraguas de los transeúntes más previsores. Yo, en cambio, pertenecía al grupo de viandantes que una vez echados a la calle habían concedido un voto de confianza al encapotado cielo de septiembre. Craso error. Traicionados, y sorteando paraguas saltaojos, los ingenuos nos vimos obligados a correr por el interior de las aceras cual perros desvalidos.

Me alejé con andar ligero del portal en donde lucía atornillado a la pared el buzón de aquella psicóloga francesa de tres al cuarto y me dispuse a bajar Columbia Road hasta el 1673. Mi casa.

El barrio de Adams Morgan, propio de la inmigración en la capital, presentaba, a las tres y media de la tarde, el mismo aspecto de siempre: decenas de carteles comerciales copando las aceras, hombres y mujeres de todas las razas con sus rostros bajo chubasqueros de todos los colores; y, cómo no, cientos de vehículos yendo y viniendo, hartos sus conductores de no hallar un aparcamiento que los invitara a continuar con sus vidas al margen de la rutina impuesta.

Washington, para el recién llegado, daba la apariencia de una ciudad cuyo seno albergara seres humanos en su mayoría sumidos en la desconfianza por lo ajeno, en el desapego o desinterés por el otro. Gestos contaminados por un ir y venir frenético que no ayudaba a sonreírle en demasía al desconocido.

En las ventanas de los autobuses, del tren o del metro, la mirada de la capital se apoyaba cansada a todas horas, absorta en los problemas del día o en el sueño interrumpido. Nadie se percataba de los tristes ojos del pasajero de enfrente, ni siquiera la sensible trabajadora social que regresaba a su pútrido alquiler de cuarenta y cinco metros cuadrados para adentrarse en la soledad de su cena. La propia rutina absorbía todo el tiempo y gana disponibles para indagar en la ajena. Esa era la verdad.

En mi análisis de mis convecinos se destacaba, por la mirada punzante y la sonrisa dormida, un tipo de ciudadano fácil de reconocer. Siempre descontento. En un aparente enfado con su incapacidad para conseguir más que el vecino, que su compañero de trabajo, que su hermano… Más de todo y a la vez más de nada. El primer punto a seguir en las instrucciones que el padrón de la capital imponía a muchos de sus habitantes. El numerito urbanístico que pagaba el alma por verse rodeada de engañosa felicidad, éxitos irrisorios y deseos inmediatos. Y la mayoría pagábamos aquel numerito con diligencia, como todo sentir perdido que se preciara.

Washington. Para el aquejado de desaliento, realidad oscura y humeante como un tubo de escape o como una alcantarilla plagada de ratas y mierda. Para los resignados, un cúmulo de millones de soledades salvaguardadas por un presente caótico, ruidoso, en el que no se alcanzaran a sentir los recuerdos de un pasado aún por olvidar. Y para los que marcaban la diferencia (siendo este un grupo de ciudadanos considerable), la ciudad de las personalidades impostadas, de las relaciones de rápido consumo y de los amores efímeros. Urbe amante de la individualidad y del McDonald’s a la puerta de casa.

Dejé atrás el número 1735 de Columbia Road, sin ánimo de levantar la mirada hacia el 1737, local de la cafetería Wayne Brothers. Un espacio de cien metros cuadrados, comprado a finales de los noventa por David y Jeff Wayne, a los que (hasta el día anterior a ese) mi vida había dedicado diez años, tres meses, seis días, dos horas y algunos minutos más de la cuenta.

Como única camarera del local, me había tocado sufrir cada día de esos diez años los desgastados chistes de los propietarios, historietas referidas al sexo y a las mujeres, a las mujeres y al sexo. La naturalidad de mi sonrisa (a inicios entrenada para secundar una espontaneidad humorística al servicio de la mano que me daba de comer) ya comenzaría a desaparecer en 2006. Cuatro años más tarde y al enésimo chiste de Jeff Wayne se dibujaría en mis labios una línea recta que pronto caería por sí sola, a lo que los clientes me preguntaban: «¿Te ocurre algo, nena?». Yo, con profesionalidad impuesta, me obligaba a ocultarles mi hartazgo. Después, para no incomodarlos, me obligaría a servirles el café retomando mi particular comedia aderezada con la superficialidad del asunto del día.

No hacía ni veinticuatro horas que me había despedido de Wayne Brothers. Antes calentaría en exceso un café para echárselo en la entrepierna al pervertido hijo de Jeff Wayne, de dieciocho años, recién incorporado al servicio de mesas y con no poca gana de sobrepasarse con mi pecho y mi trasero. Hube de soportar durante una semana, cuatro, cinco, hasta siete veces sus manoseos tras la barra hasta decidir qué hacer con él y con la pasividad del padre. «Ya será para menos, mujer. Mi chico no es de esos. Habrá sido un accidente». Ocho de la mañana. Hora punta. La cafetería atestada de bostezos y algún que otro chiste de los Wayne. La mano del seboso Jason Wayne acariciándome la nalga a su paso por la máquina cafetera. Sería la última. Dos minutos después, en mi bandeja, una taza de café humeante, ardiente hasta casi derretir la loza. «Perdona, Jason, ¿puedes darte la vuelta?», le dije. Él interrumpió su charla con los clientes sentados en la primera mesa, posibles amigos de su tierna infancia. A mi llamada a su espalda, su orondo trasero giró para enfrentarme al radio de su barriga. Tiré de su cinturón y por un justo hueco volqué toda la lava marrón que le dejaría el pajarito y los huevos achicharrados. Original forma de irse al paro en un tiempo de recesión económica y donde la oportunidad laboral brillaba por su ausencia.

Cambié de acera en cuanto mi paso estuvo al borde de sobrepasar las luces de Wayne Brothers. Aún desconocía las represalias que Jeff Wayne tomaría contra mí al dejar a su hijo con quemaduras de primer grado. Por lo pronto, ya habrían informado a mi suegro, amigo de los hermanos e intermediario en 2003 de mi contratación en la cafetería. ¿Pero iban los Wayne a prescindir de mí por tal fechoría, más cercana a la travesura que al drama? No. Y ellos lo sabían. Nadie los entendería como yo. Nadie los aguantaría como yo. Recurrirían de nuevo a mi experiencia y afán tras la barra, estaba segura. Tan segura como convencida de no pisar nunca más una cafetería regentada por hombres.

La lluvia intensificó su fuerza, cayendo a plomo contra el asfalto, para después dejarse engullir por los tragaderos bajo la acera. Me toqué la cabeza empapada y me detuve bajo un toldo a esperar a que escampara. El cristal de la peluquería, copado de imágenes de bellezas femeninas, me regaló el reflejo de mi cruda estampa. A falta de una bonita caída y atractivo brillo, mi pelo negro se recogía, la mayor parte del día, en la aburrida forma de una cola de caballo. El reflejo de mi cara se solapó con la modelo rubia del póster que miraba sin mirar. Prudence Madison Greenwood seguía siendo la misma chica horrible venida de las profundidades de Oklahoma. Dejada. Olvidada. ¿Y de quién era la culpa? Mía. Solo mía. Pero quizá ya era demasiado tarde para echarse atrás.

Entrada en la treintena, todavía no me había permitido presumir por ningún detalle de mi físico. Nada de lo que envolviera mis carnes me inclinaba a ello. Ni mis doce kilos de sobrepeso, ni mi cara siempre despojada de maquillajes, aunque sí cubierta de puntos negros y alguna que otra prueba grasienta de desatención. A todo ello se sumaban mis inseparables gafas que ya iban camino de soportar el peso de ocho dioptrías en cada uno de sus cristales. El carísimo precio a pagar por los cristales ajustados a mi carencia visual me alentó a anteponer la funcionalidad frente a la estética. Fue entonces cuando la poca sensualidad que pudiera desplegar el verdor de mis ojos se supeditó a una horripilante pasta marrón. Dicho de otro modo, a las monturas más económicas de la óptica más barata del barrio.

Apreté al costado mi bolso marrón al avistar en el escaparate el reflejo de un hombre sucio y desgarbado, con el cuerpo succionado por la miseria y la adicción. Me apresuré a escapar del hedor de su infortunio. Algo me pidió aquel desgraciado que no quise escuchar bajo la lluvia. Y con el cuidado de no verme, por segunda vez, bajo las ruedas de algún otro vehículo me precipité calle abajo. El indigente me observó en la lejanía con la indignación impresa en la mirada. Era posible que aquel hombre obrara de buena educación. Le bastaría con alguna limosna que le permitiera cenar esa noche, o un simple acto de cariño que lo reconfortase en su vida de necesidades. Pero se había acercado a la mujer equivocada. En apenas cuatro meses mis hombros habían sufrido dos tirones de bolso sin éxito para los cacos. Cierto era que guardaba en mí una fuerza extraordinaria y inesperada que solo se exhibía en las situaciones de máxima urgencia como aquellas. A base de fuertes manotazos y rápidas patadas, me desquitaba de los empeños usurpadores. En los dos intentos de robo, los ladrones habían salido escopetados ante la insistente trayectoria de mis piernas hacia lo único que los aproximaba a la definición de hombre.

Pero el pequeño sobresalto que me llevé con el indigente resultaría una mera anécdota comparada con la imagen de la cabellera corta, rubia y cargada de laca que descubrí al cierre de un paraguas de dibujo floreado junto a mi portal. El plausible encontronazo con la mujer que menos deseaba ver aquel día propinó un fuerte vuelco en mi corazón.

Sí. Tenía que ser ella. Con su traje chaqueta y falda, siempre delimitándole el bajo de su rodilla, y sus colgantes y anillos de oro que llamaban la atención de peatones a un kilómetro a la redonda. Lo extraño era que todavía ningún maleante de la capital le hubiera dado un susto y se viera obligada a buscar sus rocosas joyas por el mercado negro. Tanta ostentación y vanagloria joyera nunca se pasearon por esas humildes aceras. Así que más de un ladrón pensaría que aquella mujer rodeada de cargantes brillos no podría ser más que una ávida compradora de baratijas de mercadillo. Y el robo de bisutería no es que le saliera demasiado rentable al traficante. Pero la realidad era otra, Abigail Bagwell, mi suegra, llevaba encima a diario unos seis mil dólares entre garzas, pulseras y collares. «Esconde y encontrarán, muestra y obviarán», esa era su respuesta de cara a los que intentáramos prevenirla. Claro que ser la esposa de Frederick Bagwell, antiguo capitán de la policía, le daba ciertas licencias de seguridad vial a ojos de las conocidas mafias de la zona. Mafias apresadas infinidad de veces por los agentes de la comisaría donde en su día hubiera repartido el pan el marido de aquella señora de brillos incesantes.

La mujer sacudió el agua del paraguas antes de entrar al portal y se incomodó con las miradas que le lanzaba la extraña de gafas detenida a escasos metros.

—Buenas tardes —me dijo la señora alzando su rostro hacia mí.

La saludé con un ademán incómodo.

No era mi suegra. Sino la madre de la vecina del apartamento 34 que venía dos veces por semana a consolar a su hija recién separada de un hombre seducido por las artes amatorias de la universitaria de la puerta 36. Ahora el marido se encontraba en paradero desconocido. Y quizá junto a él, la estudiante que jamás había pensado dejar sus estudios por un cuarentón en paro tan común y aburrido como cualquier otro.

La mujer, interesada y amable, me invitó a entrar antes que ella sujetando con un brazo la puerta de entrada al edificio The Calverton. Paseamos ambas por el portal y enseguida la señora comenzó, como la vez anterior, a preguntarme sobre mi trabajo y mi marido. A mí no me quedaba otra que contestarle con respuestas que, a base de monosílabos, le ocultaran la información que deseaba sonsacarme.

Aunque el ascensor se encontraba listo para ser utilizado desde la planta baja, opté por subir las escaleras hasta mi piso. Perfecta vía de escape. No me apetecía encerrarme con aquella señora que sentí de nuevo dispuesta a indagar en cualquier infortunio de mi vida para después poderlo comparar con el de su hija, o con el suyo propio.

—¿No subes al ascensor? —me preguntó la mujer confundida.

—No. Así me obligo a hacer ejercicio. Hay que quitarse los kilos de más… —contesté con mis pies alzándose por los escalones.

—Haces bien… Haces bien —esgrimió la señora mirándome de soslayo.

Y así, harta de fisgoneos vecinales, inicié el pesado ascenso hasta la cuarta planta. Mientras subía los primeros tramos de escalera, logré tranquilizar mis nervios del todo. Abigail Bagwell, mi suegra, no aparecería esa tarde. No había por qué alarmarse. La discusión con ella hacía una semana había merecido la pena.

El motivo que ocasionaba mi intranquilidad no era otro que la insoportable costumbre de Abigail de entrar en mi casa sin previo aviso.

Mis suegros vivían en el respetado barrio de Foxhall Crescent en una lujosa casa valorada en casi millón y medio de dólares. Y la mediana distancia en taxi que separaba a Abigail de su único hijo era demasiado irresistible como para no entrometerse en su vida marital. Bajo mi resignación —pero no falta de razón—, ella guardaría siempre una llave de nuestro apartamento como consecuencia de haber dado a luz a un hombre sumamente despistado y que oía pajaritos por todas partes. Porque fue al poco de casados cuando descubrí en mi marido una grave insuficiencia de mantenerse atento a la realidad plausible.

El despiste de Larry era monumental. Aún recuerdo la mañana en la que olvidó echarse al bolsillo las llaves al salir de casa. Media hora más tarde, acudió a mi trabajo para tomarme prestado el segundo juego de llaves que mi previsión dispusiera. Todo bien y excusable hasta que, una hora más tarde y al sacar la basura, se dejó olvidado también ese segundo juego de llaves dentro de casa, junto al suyo. Después de vernos en la calle dos y tres veces, y con abusivas facturas de cerrajeros amontonadas en el buzón, Larry decidió —al año de casados y sin mi previo consentimiento— hacerle a su madre una copia de la llave que ella misma nos había cedido la tarde de nuestra boda. En su momento no quise enfrentarme por aquel motivo ni a mi marido ni a mi suegra. Como aquel que dice, tenía las manos atadas. Era el sino de mi matrimonio con Larry: hasta que Abigail falleciera, mi apartamento seguiría siendo suyo. Y gracias a su gentileza no habríamos de pagar alquiler alguno en lo que nos restase de vida. Un favor que, sin embargo, se cobraba con creces mediante chantajes emocionales diarios. Al margen se descubría mi influencia como esposa o nuera frente al influjo de la familia Bagwell, impedida por un marido incapaz de desligarse de los lazos de una madre que había rehusado separarse del hijo por muy mayor que este fuera. La relación madre-hijo enraizaría bajo el suelo de mi hogar hasta puntos insospechados, tales como escuchar a Larry decirme tras una discusión: «tu mayor error es no parecerte más a mi madre. Deberías tomar ejemplo de ella». En respuesta, me callaba, durante cuatro, cinco días, no más.

A lo largo de mis once años de casada, las visitas improvisadas de Abigail se sucedían siempre en preparativos de invitaciones a familiares o amigos. Ya fuera en la festividad de Año Nuevo o en la organización de una íntima cena. La casa de su niño Larry tenía que estar perfecta a ojos del invitado: bien pasado el polvo, bien brillante la vajilla, bien surtido el frigorífico. No importaba lo perfectamente que pudiera cuidar su nuera el hogar de su hijo, porque siempre había algo que hacer por muy limpio y ordenado que todo estuviera. Cada vez que me la encontraba en el interior de mi casa, fregando, limpiando o cocinando, ella se permitía el lujo de sonreírme tratando de justificar su intromisión con enmascarada amabilidad: «es que estaban los quemadores sucios»; «os faltaba leche en el frigorífico y os he comprado unos cuantos cartones»; «os he traído una de mis tartas para que esta noche la toméis de postre con los amigos».

Tuve que descubrir a Larry en sus primeros flirteos con el porno interactivo, la noche anterior a la celebración de mi cumpleaños (hacía dieciséis días aquello), para revelarme especialmente susceptible ante una nueva e «inesperada» visita de Abigail. Llegada de la cafetería, la hallé dentro de mi cocina sacando todos los cubiertos del cajón y disponiéndolos en la encimera, preparada para lavarlos uno a uno. «No querrás que los invitados a tu cumpleaños veamos tus cubiertos sin brillo…».

No le dije nada. Simplemente la agarré por los hombros y la eché de mi casa, en la práctica, de su apartamento. En un par de segundos la señora se vio obligada a bajar a la calle y tomar un taxi con su delantal puesto, además de un tenedor en una mano y un trapo de cocina en la otra.

Un desplante así jamás se le había ocurrido a nadie hacer a la mujer del capitán Bagwell, y menos cuando ella acababa de integrarse, a sus cincuenta y ocho años, en su nueva labor como vicepresidenta de la Confederación Católica de Amas de Casa del barrio de Foxhall.

A mi cumpleaños faltaron mis suegros, por supuesto. Tampoco los eché en falta. Con la compañía de mi hermana, su marido Christopher y un matrimonio amigo, vecinos de la puerta de enfrente, vi respaldada mi celebración. Pero Larry, en ausencia de sus padres, se tomó la osadía de no dirigirme la palabra durante toda la cena, por lo que mi hermana decidiría preguntarme a hurtadillas sobre mi situación con Larry. No me atreví a confesarle la verdad.

Al día siguiente, mi conciencia llamó a mi suegra y le pidió disculpas. Para mi sorpresa, Abigail las aceptó enseguida y alabó, como jamás se le ocurrió hacer, mi labor de buena esposa con su hijo. Es más, a mediados de la conversación comenzó a reprenderse por la irrefrenable injerencia que durante esos once años pudo ejercer en la vida matrimonial de él. Sin llegar a creérmelo, nuestro diálogo telefónico concluyó con su promesa de no aparecer por mi casa sin previa invitación mía o de Larry.

La subida del último escalón me incitó a sacar del bolsillo de mi rebeca roja las llaves de mi apartamento. Rápidamente, me hice un croquis mental para enfocar la tarde y aprovechar el tiempo que restaba del día. Primero, adecentar el baño, después, limpiar un poco el salón y la cocina y preparar el horno para uno de los platos favoritos de Johanna: rosbif al horno con verduras salteadas. Esa noche la tendría de nuevo a mi lado. Su sexta visita. Y yo encantada.

Cualquier tiempo invertido en Johanna resultaba todo un provecho para mi vida. Mi hermana era todo para mí, y en mis aburridos años de casada, el cariño que le profesaba a ella iba en constante renovación al tiempo que la monotonía y la dejadez consumían el amor que un día había creído sentir por Larry; aunque de esto mi consciente disimulara no saber nada. Las razones por las que me había casado con el hijo del capitán Bagwell nadie las sabía. Como tampoco nadie haría ya el esfuerzo por imaginarlas.

Como en cada una de sus visitas en los últimos meses, Johanna vendría del brazo de Christopher, con el que había contraído matrimonio en noviembre del año pasado. El suyo fue un casamiento de estos llamados fugaces. Seis meses de noviazgo bastaron para que Christopher Wyman, de cuarenta y cinco años —y heredero de un poderoso imperio de ingeniería militar—, invitara a su novia Johanna, de treinta y ocho, a una íntima cena. El lugar, el restaurante del hotel Ritz-Carlton en donde el apellido que portaba Christopher siempre era preferente en trato y servicio. Tras el postre, un ademán de mano de él y el diamante engastado en un anillo de oro blanco harían el resto.

Introduje la llave en la puerta y la cerradura cedió. Por enésima vez, mi marido se había olvidado de echar las dos vueltas de llave antes de salir. La noche de ese miércoles, 3 de septiembre, Larry la pasaría de libranza y no le esperaba dentro de casa. A las tres tenía cita en la peluquería y no volvería hasta pasadas las cuatro de la tarde. O las cinco, según le diera. El caso es que, como las veces anteriores, se las ingeniaría para no estar disponible para ayudarme con los preparativos concernientes a la visita de mi hermana.

Caminé a oscuras por el recibidor. La razón que había incitado mi estúpida visita a la psicóloga continuaba amedrentándome, torturándome hasta el punto de verme, por vez primera, en una encrucijada existencial. ¿Qué estaba haciendo con mi tiempo? ¿Cómo enfrentarme a una vida cada vez más anodina junto a un hombre al que la pantalla de un ordenador le excitaba más que el atractivo de su propia esposa?

No podía evitarlo. Dos semanas después de la retribución de Larry a la veinteañera de Internet, seguía yo sin reprimir mi enfado. No podía quitármelo de la cabeza. Quizá porque él aún no se había atrevido a hablarme con franqueza de lo ocurrido. Pero sabía que jamás lo haría. Larry recurriría como siempre a su maniquea forma de deshacerse de sus propios errores: dejaría que el tiempo cubriera con su inexorable paso el recuerdo de aquello. Su infidelidad interactiva se reduciría a una mera anécdota. En un momento que, acercados a la vejez en unas décadas, induciría incluso a la risa de ambos. Pero el poco orgullo que me quedaba dentro no estaba dispuesto a que tal cosa ocurriera.

Tal vez le estaba dando demasiada importancia al asunto. Acaso debiera imitar a Larry: simular que nada había ocurrido. Sentir intacta nuestra integridad moral por el bien de nuestro matrimonio. En esos tiempos, un divorcio era demasiado tedioso, y no había ni medios ni ganas. Bueno…, ahora que me encontraba sin trabajo dispondría de más minutos a solas para pensar en qué hacer con mi situación matrimonial, con mi libertad. Una libertad sin saber dónde caerme muerta. «No te agobies. Ya lo pensarás mañana».

Era probable que Larry aprovechara esa noche para hacerme el amor sintiéndome desinhibida en compañía de mi hermana. Otra ocasión, sin éxito. En sus dos últimos intentos se había topado con el despreciativo giro de mi desnudez. «No puedo hacerlo», argüí. Con un irritado movimiento de sábanas, él se apartaba hacia el lado contrario de la cama y esperaba. Esperaba a un cambio de mi respiración, al vencimiento de mi conciencia al placer del sueño para sacudirse la polla con su mano derecha. Se iniciaba así un baile frenético en los muelles del colchón que, aunque leve, resultaba doloroso, muy doloroso. Y mis ojos se cerraban intentando conciliar el sueño bajo un silencioso fluir de lágrimas que no cesaría hasta bien entrada la madrugada.

Cerré la puerta tras de mí y colgué el bolso y mi chaqueta de lana roja en el perchero de pared. Di un paso hacia delante y me topé conmigo misma en el espejo de la entradita. Las ojeras me marcaban el rostro hasta bordear lo abultado de las mejillas y los ojos, pequeñitos tras los cristales ópticos, que reflejaban una expresión cansada y…

Un golpe en la cocina.

Le siguió otro metálico como si una cacerola cayera sobre la pila. Me llevé la mano al pecho asustada. En la soledad de uno no surgían tales ruidos a no ser que se conviviera con un fantasma sin saberlo. Me deslicé por el recibidor hasta la puerta de la cocina sin tener claro lo que iba a encontrarme.

Hubiera esperado toparme con todo: desde la romántica aparición del espíritu hasta la lastimosa mirada de la rata hambrienta. Pero fue algo mucho peor.

—¡Oh! Ya has llegado… —repuso Abigail haciendo gala de su buen sarcasmo—. Estaba ordenándote un poco la batería de cocina. Debes colocar los cazos como las muñecas rusas, del más pequeño al más grande. Si no, te puedes encontrar falta de estantería para guardarlo todo en un mismo sitio. ¿Ves? Ya están colocaditos, y para colmo ahora te sobra espacio para meter más cazos si quieres.

Mi suegra hablaba compulsivamente. ¿A qué estaba jugando esa señora? ¿Qué no había entendido de nuestra conversación telefónica? ¿Dónde quedaba su promesa de no acercarse por mi casa mientras no procurara el beneplácito de sus inquilinos?

La miré con alma derribada, sin fuerzas. Me apoyé en el marco de la puerta esperando una justificación del todo razonable para que mis manos no se hundieran en su cuello.

—¿Qué haces ahí parada en la puerta? Hay mucho que hacer… ¿No vienen esta noche tu hermana y tu cuñado? Habrá que prepararles algo de cena, ¿no? ¿Sabes en lo que había pensado? En una sopa de marisco y en unos buenos filetes de emperador. Tu cuñado, al venir de una familia tan adinerada, estará acostumbrado a las comidas del Ritz o del Komi. No querrás ponerles picoteo nada más… No. Yo creo que puedes quedar estupendamente con Christopher si le sirves un tipo de cena a la francesa. Ya lo estaba pensando cuando me llamó mi hijo para que viniera a echarte una mano…

—¿Larry la ha llamado para que viniera? —la interrumpí.

—Bueno…, me ha dicho que te veía un poco decaída y que no te iría mal una ayudita en la limpieza del apartamento, para que pudieras echarte un poquito en la cama antes de ponerte a preparar la cena. Pero ya tengo que marcharme. Vienen a casa un par de compañeras de la asociación. Debemos preparar la reunión del sábado. Será muy especial. Aunque Frederick no podrá asistir. Desde que se ha jubilado está más fuera de casa que cuando estaba trabajando, ¿te lo puedes explicar? Con todo el tiempo del mundo para estar con su esposa y decide salir todo el día de paseo con los amigos. Claro que ahora no es que disponga yo de mucho tiempo para estar con Frederick, ya sabes…, con mi trabajo como vicepresidenta de la confederación… —parloteó Abigail mientras se lavaba las manos en el fregadero. En el trozo de encimera adyacente reposaban una decena de anillos y pulseras de oro. Secadas sus manos, inició el ritual de la colocación de las joyas—. He estado sin parar toda la mañana. Me he encargado de limpiarte el suelo del salón y el de los dormitorios y la tapicería de los dos sofás. Tesoro…, ¿no te diste cuenta de las miguitas que había entre los cojines?

Masajeé mis párpados. Percibí la sangre corriendo a alta velocidad por mis venas. Pero el cansancio mental y físico no me permitió sobrepasar las fronteras que separaban el enojo del desquicio. Sin verme con fuerzas para contestar a la madre de Larry, decidí caminar en silencio hasta el cuarto de baño, darme una ducha y no salir de allí hasta que llamara a la puerta mi ansiada y, por otro lado, destructiva soledad.

4

Cerré la ventana del salón al encaramarse por las cortinas el primer viento de otoño. Hacía diez minutos que se mantenía abierta para que el humo del tabaco de Christopher no se arremolinara sobre nuestras cabezas.

—Sí, ciérrala. Que ya empieza a hacer frío —secundó Johanna desde la mesa—. ¿No vas a tomarte tu tarta?

—No. Cómetela tú si quieres. No me apetece —le contesté sentándome de nuevo frente a ella.

Todos acababan de comerse el postre con gusto. Una tarta de queso que había podido comprar en la mañana. En otro tiempo aquel postre hubiera enamorado a mi paladar. Pero lo ocurrido en la tarde con Georgette, la psicóloga, me había privado del sentido del gusto. Desde que Larry había regresado de la peluquería habían surgido varios intentos de reconciliación (tras dos semanas), a los que tuve que hacer frente con una patética sonrisa de conformidad. Sus brazos rodeándome la cintura por detrás, sus labios acariciándome la nuca… Así fue como, sin desearlo, me vi forzada a perdonarle y a besarle como si nada hubiera pasado. Fue lo correcto, o cuando menos lo apropiado. Un gesto de amor apagado como ese me ayudaría a desviar la insistente preocupación de Johanna por mi estabilidad matrimonial. Reconciliados, las sonrisas de Larry hacia su esposa volverían a sucederse con total libertad y, en la cena, mi hermana respiraría tranquila descubriéndome como el recipiente de un cariño incontenible.

Por nada en el mundo deseaba angustiar a mi hermana. Ahora que ella había encontrado por fin la plena felicidad con Christopher, no iba a ser yo la que le llenara la mente de preocupaciones. Y menos con lo insignificante de mi existencia. Era yo, y solo yo, la única responsable de lo que se había convertido mi vida con el paso de los años. Callar y penar en silencio. Así de simple y así de fácil.

—No hay quien pare a Christopher… —espetó Johanna aprovechando que nuestros maridos se enzarzaban en una conversación deportiva que desviaría la atención en nosotras—. No le basta con haber heredado Wyman Tecnologies, también quiere encauzar negocio con las energías renovables. De esto me enteré hace un par de días… —me informó Johanna ante mi interés sobre el trabajo de su marido.

—Se ve que a Christopher le gusta su trabajo. Pocos consiguen tan buenas relaciones con el Estado —le contesté convencida de haber oído hablar en los noticiarios acerca de los acuerdos de Wyman Tecnologies con el Departamento de Defensa. Por lo visto, mi cuñado había conseguido colocar en submarinos militares un revolucionario sistema de rastro ideado por sus ingenieros.

—Una gran empresa como la de Christopher debe invertir en nuevos proyectos —continuó Johanna—. No puede estancar su capital, debe moverlo por el mercado bursátil, especular con los intereses, ya me entiendes. De esa forma se crea confianza, contactos, relaciones a largo plazo. Sus acciones juegan un papel fundamental en Wall Street. —Ella bajó un tanto la voz y su ojo de cristal (que ni a corta distancia parecía tal) brilló confidente—. De cinco años a esta parte, Christopher se ha abierto camino como nadie. La crisis financiera de 2008 ya es historia para Wyman Tecnologies, y parte de los beneficios la reservan a la manutención de oenegés dedicadas a la infancia y al refugiado de guerra. Tengo mis sospechas de que con estas organizaciones sin ánimo de lucro él y sus socios se dan la oportunidad, con esto de la recesión, de evadir parte del capital a paraísos fiscales. Hago lo que puedo para no meterme en esos asuntos. No quiero ni siquiera conocerlos. Mi ética dista mucho de la retorcida forma de actuar de esos tiburones financieros. Y no digo que Christopher lo sea…

El heredero de Wyman Tecnologies desvió la mirada hacia nosotras. Su esposa estiró la espalda y el matiz confidencial de la voz de Johanna desapareció por completo.

—El rosbif te ha salido buenísimo —me alabó ella cambiando furtivamente de tema mientras arrastraba para sí el plato con mi trozo de tarta. Nunca había visto comer tanto a Johanna. Me alegré por ello. A veces, el buen comer era señal de la buena dicha.

—Tú me enseñaste a hacerlo —le contesté cruzando los brazos sobre la mesa.

—Pero creo que me has superado. El toque de limón que le has puesto le viene que ni pintado, ¿verdad, Chris?

Mi cuñado asintió con levedad, después retomó la atención en el cargante y por otro lado monótono tono de conversación de su contertulio sobre fútbol americano.

Mientras Johanna y yo nos adentrábamos en temas culinarios, Larry y Christopher insistían en discutir sobre las grandezas y torpezas de los Washington Redskins. Para ellos no había otro particular del que hablar. No recurrir a la NFL (National Football League) significaba darle acceso a un incómodo silencio entre ellos. Era lógico. El uno significaba la antítesis del otro. Larry Bagwell: hombre de treinta y tres años, apocado, irresoluto, despistado, falto de propia superación personal y permanentemente desinteresado por las curiosidades que la cultura —o la simple complejidad de la vida—, inducía al resto de los mortales. A todo esto se añadía su estrenada profesión de guarda de seguridad que, en contra de lo que pudiera parecer, evidenciaba su calamitosa turbación consigo mismo y con el mundo. Los «no sé» compulsivos seguían sin abandonar su lenguaje hablado, y a estos se les había sumado un perceptible tic nervioso en los labios que le dibujaba una media sonrisa de escasos tres segundos.

Christopher, en cambio, era un hombre de cuarenta y seis años, licenciado hacía más de dos décadas en Ciencias Empresariales y Economía en Harvard. Hablaba cuatro idiomas y sus ojos habían contemplado las más dispares culturas del mundo. Gracias a las influencias de su padre, el eminente empresario e ingeniero Richard C. Wyman —fallecido por un cáncer de pulmón siete meses antes—, Christopher caminaba ahora por los pasillos del Pentágono como el más célebre e implacable asociado en la inventiva y manutención de la ingeniería militar del país. Sin embargo, su intachable prestigio profesional jamás se vería deslucido por su desastroso papel como marido y padre. Dos divorcios, un juicio por malos tratos (del que quedaría absuelto) y una hija completaban sus referencias personales. La niña, que residía con la madre en Los Ángeles y contaba ya con diecinueve años, regresaría la semana próxima a Washington, por segunda vez en ese año. Y su papaíto la esperaría con los brazos abiertos.

Nacida en el capricho, Lucy no hacía más que pedir por su boquita en cuanto se reencontraba con el padre, ya fueran miles de dólares para hacer el enésimo viaje de sus sueños con su enésimo novio, o el móvil de última generación con multitud de tonterías para perder el tiempo. Al final, papá siempre accedía a lo que la niña aderezara con voz falsamente quejumbrosa.

—Gibson podría dar menos paseítos por la banda, no sé…, y dedicarse a lanzar el balón como Carter… —comentó Larry en la mesa buscando el siempre halagador respaldo de su cuñado.

—Sí. Ahí te doy la razón. Pero creo que ese chaval ya no va a dar para más. ¿Cuántos tiene, treinta, treinta y un años? —contestó Christopher echando con suma elegancia un calada a su cigarrillo.

Christopher era un hombre muy apuesto y sus orígenes canadienses se acreditaban en la largura de su rostro y en lo afilado de su nariz, facciones lejos de afearle. El metro noventa de altura, sumado a su porte recto y de anchas espaldas le daban una imagen caballeresca, acorde con las altas esferas que aplaudían cada uno de sus éxitos empresariales. Unas esferas a las que Johanna se había acoplado con éxito en su estrenado papel de esposa enamorada y devota.

No me cansaba de contemplar la alegría que irradiaba Johanna. Por fin era feliz. Encontrar a ese alguien con el que compartir el silencio de la noche había cambiado por completo su vida. Decenas habían sido las ocasiones en las que la había visto llorar por su frustración amatoria desde que Al-Qaeda le dejara a los veinticinco años el recuerdo imborrable de su mayor masacre en Estados Unidos hasta la fecha. A lo largo de diez años fueron dos los enamorados que, en su supuesto, aprendieron a no darle importancia al ojo de cristal de su nueva novia. Brendan y John, dos hombres que, cumplido el año y medio de relación, acabaron abandonando a Johanna en aciagos días y sirviéndose ambos de la misma facilidad con la que le habían prometido su amor eterno. Así descubrí cómo la eternidad en boca de un hombre, a veces, se torna tan limitada como la vida de un gato en una autopista.

Roto su amor propio, y en las primeras semanas de despecho, Johanna no dudaba en culpabilizar a sus cicatrices faciales, a su ojo de vidrio, de todas las desgracias adheridas a su vida sentimental; aunque siempre en el transcurso de un mes retornaba la confianza en sí misma aderezada con su gran espíritu de lucha. Ese Ave Fénix que yacía en su interior llegó a ser para mí un punto de referencia en mi particular enfrentamiento con la vida. Johanna hacía gala de gran fuerza y tenacidad para reponerse a los golpes del desamor y comprender —con una pequeña ayuda de su hermana menor— que sus dos últimos novios nunca hubieran sido dignos de merecerla. Ni a ella ni al hijo futuro que deseaba tener con todas su fuerzas.

Nunca me lo había confesado a viva voz, pero intuía que para ella un nacido de su vientre entre los brazos hubiera significado la mayor alegría de cuantas viviera. Solo habría que esperar al hombre adecuado. Eso era todo.

Tuvieron que transcurrir siete años de apartamiento sentimental en la vida de Johanna para que, un buen día, el 13 de mayo de 2013, a la salida de metro Federal Triangle, a ella se le ocurriera tropezarse con un escalón. Una oportuna mano evitó que se rompiera la crisma contra el suelo. Después del tropiezo se vería tomando café con su salvador. «Me llamo Christopher», le dijo aquel hombre de ojos azules. Seis meses más tarde, Johanna dejaría su apartamento alquilado, a cuatro manzanas del mío, para casarse y trasladarse casi en secreto a la gran mansión Wyman en la más lujosa urbanización de Georgetown. Fue así como también dijo adiós a su trabajo como programadora de seguridad informática al servicio de los ayuntamientos de Maryland. A partir de entonces, la totalidad de su tiempo quedaría a expensas de sus clases de natación, escultura y pintura. En la tranquilidad del refulgir económico del marido, Johanna hallaría una inusitada y talentosa vena artística nunca antes imaginada. Hasta que se cansase. Pues ella, aparte de ser puro nervio, nunca había sido «mujer de su casa», y su plan de vida siempre había distado de aquellas rutinas y tedios impostados de esposa rica. Johanna volvería a trabajar, en lo que fuera. Estaba convencida de ello. Su etapa de «ama de casa» tendría, a mi buen saber y parecer, los días contados, aunque ella intentara, como en aquellos días, rebatirme esa certeza.

Mientras mi hermana se terminaba mi tarta, aproveché unos segundos de silencio entre nosotras para observarla y apreciar lo guapa y recuperada que estaba. Su pelo rubio, liso y brillante le caía sobre los hombros cual cascada de oro, y su rostro se acompañaba de un maquillaje discreto, el suficiente para no incurrir en el error de enmascarar la belleza natural. Y lo más importante: el vestigio de su pasado apenas expuesto al presente. Porque, gracias a la holgada economía de Christopher, el mejor cirujano plástico de Estados Unidos había conseguido intervenir a Johanna. Las cicatrices en el lado izquierdo de su rostro se notaban menos profundas, menos aferradas al recuerdo del brutal 11-S. Con ese nuevo retoque estético, el ojo de vidrio apenas parecía notársele muerto en la concavidad ocular, un detalle que a ella siempre le había llevado por la calle de la amargura.

Johanna alzó la cabeza y me descubrió ensimismada en todo cuanto expresara su gesto. Yo le sonreí. Esperé una mueca amable por su parte, pero para mi sorpresa me la negó. Se limitó a agachar la cabeza, muy seria, para llevarse a la boca el último pedazo de mi tarta.

Esa noche, pese a saberla feliz, la encontré un tanto apagada, a diferencia de la anterior, en mi cumpleaños, hacía dos semanas, y donde no cesaría su jocosidad y ocurrencia.

Me preparé para sonsacarle la sonrisa que me debía.

—La operación en la cara, te quedó fantástica. Apenas se nota ya nada…

—¿Tú crees? Yo creo que sigue percibiéndose…

—No seas idiota. Estás guapísima. Hay que acercarse demasiado para diferenciar las cicatrices.

—Bueno… —Sonrió. Me preparé para oírla mentir. A mi hermana, como a mi tía Gloria, el artificio se le mostraba claro en el agua de los ojos—. Estoy contenta.

Un intruso se acopló de improviso a nuestra conversación:

—Ten por seguro, Madison, que si no es por mí tu hermana no se opera —desdeñó Christopher dedicándome una mirada con levantamiento de ceja incluido—. Es una cobarde para esas cosas. Se me muere de miedo en cuanto ve venir los cambios. Tiro de ella casi a diario, ya sea para que me ayude en mi trabajo o para cambiar una silla de sitio.

Me quedé atónita. La cada vez más suelta arrogancia del marido de mi hermana me instaba a proteger mi patrimonio emocional. Así, a bote pronto, no supe qué contestarle. ¿Johanna cobarde? ¿Desde cuándo? Era mi hermana la mujer más decidida y valiente que había conocido jamás. ¿Qué se creía ese engreído Rockefeller de pacotilla? Estaba claro que el tal Christopher Wyman no se estaba molestando en conocer a su cuarta esposa. ¿O era la tercera?

Observé a Johanna y no di crédito a su silencio. ¿Es que acaso no iba a reprender a su marido por las estupideces que estaba soltando sobre ella?

Respiré hondo sin esperar contención en la lengua.

—No creo que a mi hermana le haga ninguna falta que su marido tire de ella. Parece mentira que digas eso. Jo tiene suficiente valía como para enfrentarse sola a cualquier cambio. Deberías molestarte más en conocer su experiencia de vida. Te sorprendería.

Christopher quiso bloquearme con los ojos que posiblemente utilizara para desalentar a los tiburones financieros que osasen especular contra su imperio.

—Soy yo quien está casado con Johanna —sentenció él con calculada ironía—. Por lo que es obvio que mi conocimiento acerca de tu hermana sea más amplio que el de cualquier otra persona a su alrededor.

—Estás hablando con su hermana… —repliqué.

—¿Y?

—¿Cómo que y? ¿No te dicen nada los treinta y dos años que llevamos juntas?

—Las mujeres no llegáis a conoceros nunca entre vosotras. —Mi cuñado lanzaba ademanes con las manos. Deseé que uno de ellos impactase contra su cara—. Os envidiáis unas a otras. Entre amigas, entre hermanas… Os perdéis en lo insustancial; entre qué bolso poneros o qué trapito será el mejor para presumir delante de la compañera de trabajo. Que si estoy gorda, que si me quito arrugas, que si me pongo tetas… El hombre dista de esas superficialidades, por eso algunos nos valemos de tiempo y experiencia para conocer a fondo a nuestras mujeres. Así, sabiendo de vuestras carencias, logramos compensaros con lo que realmente os gusta: la protección y la seguridad que os ofrecemos. Es lo único que necesitáis en el matrimonio para ser felices.

—Por lo que veo, estamos ante el hombre perfecto —le alabé sarcástica—. Fíjate que es posible que hasta te dé la razón por tu concepción de la mujer felizmente casada. Solo habría que invitar a café a tus dos exesposas para convencerme del todo… —repuse sin atreverme a ahondar más, por respeto a mi hermana, en la primera discusión seria que mantenía con mi cuñado.

Con mi último ataque, la mandíbula de mi cuñado se desencajó. Pestañeó un par de segundos mostrando unas pupilas iridiscentes. Después, se preparó para soltarme lo que habría sido una formalísima toxicidad de su retórica si no hubiera aparecido la conveniente interrupción de la que se hallaba en medio de semejante lance.

—No creo que sea tiempo para discutir sobre tonterías. Y menos si soy yo el motivo de vuestra discusión. —Johanna se levantó de su silla y se puso a retirar platos sin mirar a nadie—. Así que, ¿por qué no vais los maridos a sentaros al sofá mientras Maddie y yo recogemos la mesa y la cocina? ¿Os apetece un licor, Larry?

—Bueno…, no sé —contestó el guarda de seguridad con sus famélicos brazos apoyados en el mantel.

Él, mi marido, como era de esperar, procuró mantenerse al margen de aquel inesperado conflicto que supondría para él un enfrentamiento con su idolatrado cuñado. Además, conseguir mi supuesto perdón por su flirteo con el cibersexo le había costado dos semanas enteras y, claro, no hubo valor suficiente para ponerse de lado de Christopher, o bien acallar mi atrevimiento.

Según se levantaban las esposas, a Larry no le quedó otra opción que atenuar el rojo facial de Christopher Wyman con la continuación de los comentarios deportivos insustanciales.

Johanna y yo entramos a la cocina con la vajilla sucia acaparándonos las manos. En silencio, la colocamos en la pila. Me preparé para introducir platos y vasos en el lavavajillas. Mi hermana caminó de nuevo hacia la puerta de la cocina. La cerró. Y con brazos cruzados se giró hacia mí.

—¿Me vas a decir lo que te pasa?

—Lo siento, Jo. Pero creo que Christopher se ha sobrepasado contigo.

—Deja que eso lo decida yo. Es mi marido. Sé cómo es. A veces dice cosas que no siente solo por hacerse notar. No creas que las dice en serio. Así que mejor, para otra vez, no le hagas ni caso.

—Tú nunca has sido una cobarde y no quiero que…

—Déjalo ya, ¿quieres? ¿Qué ganas con sacar los pies del tiesto? —me acució a la espalda—. Llevas unos días que no hay quién te reconozca…

—Estoy algo nerviosa —le contesté mientras dejaba de aclarar los platos.

—Nerviosa…

—Sí, pero…, olvídalo —quise concluir. Me sequé las manos con un trapo y seguidamente abrí la puerta de una alacena alta—. ¿Qué te apetece? ¿Licor de melocotón o de manzana?

—Es por Larry…

—No, ya te dije que con él estoy perfectamente. Mejor que nunca.

—¿A quién quieres engañar, so tonta? No os habéis dirigido la palabra en toda la cena. Ni siquiera le has mirado, cosa que sí hacía él en cuanto te despistabas. Maddie, si tienes algún problema, debes contármelo… Así que suelta por esa boca.

La miré y al instante retiré mis ojos colmados de vergüenza.

Me vi descubierta. Johanna sabía cómo adentrarse en mi yo más profundo. Quizá mi hermana mayor me conocía más a mí que yo a ella.

—Es…, es por todo… —le contesté colocando las palmas de las manos sobre la encimera. Bajé la cabeza y, allí, en la cocina y delante de mi hermana, estallé—: Es por lo que siento cada día cuando me levanto y cada noche cuando me acuesto. Es el vacío…, el saber que después de salir de esta casa me voy a encontrar con lo mismo de siempre. Yo tenía sueños, ¿sabes? Tenía metas para mi vida.

—No quisiste seguir estudiando… De la noche a la mañana cambiaste tu sueño de ser veterinaria, de ese amor tuyo por los caballos por…

—¿Y qué se supone que tendría que haber hecho? ¿Dejar la cafetería para meterme en la universidad? ¿De dónde íbamos a sacar el dinero? —le dije. El llanto amargo me provocaba continuos balbuceos en el habla.

—Larry trabajaba con su padre cuando os casasteis. Podrías haber aprovechado ese tiempo para estudiar…

—Johanna…, Larry no duró ni cinco meses en la comisaría. Sus propios compañeros le acusaron de vago y su padre se arrepintió de haberle metido en su oficina. Estuvo parado los tres primeros años de casados. Sus padres nos daban algún dinero para compensar…

—Eso no fue lo que me dijiste.

—Lo sé. No quería que te enfadaras conmigo.

—¿Y por eso tuviste que mentirme?

—Ya habíamos discutido mucho por mi decisión de casarme tan joven. A ti nunca te gustó Larry. Siempre me acordaré de cuando me llevaste a tu habitación y me preguntaste sobre si realmente iba en serio lo de mi compromiso con él.

—Insistías en que era el hombre de tu vida… —me recordó.

—Sí, porque, al igual que tú, él me ayudó a salir de todo lo que viví en Broken Bow.

—Es la mayor estupidez que he oído nunca. ¿Crees que eso justifica algo? Vamos, que si al vecino del apartamento de enfrente se le ocurre subirte a cuestas el carro de la compra, le vas a pedir también que se case contigo…

Johanna ganó una sonrisa improvisada de mi boca. Alcé la mirada. Ella también me regaló la suya, tan propia de su ser, la que había deseado sonsacarle en la cena.

—Anda, vamos a sentarnos —ordenó mientras tomábamos asiento en la rinconera de madera adosada a una pared de la cocina—. Y no llores tanto, que si entran aquí los del Washington Redskins, se van a creer que has estado pelando un kilo de cebollas.

—Pues cebollas no tengo —le contesté con ánimo de seguirle el juego entre lágrimas—. Cuando he querido echar mano de ellas para el rosbif me he acordado de que no tenía. Se habrá notado la falta de su sabor en la carne, ¿no?

—Te vuelvo a repetir que te ha salido riquísimo —me animó.

Un silencio. Aproveché el quitarme las gafas para sonarme la nariz y enjugarme las lágrimas con un trozo de papel de cocina.

—Soy idiota —concedí—. No hago más que llorar y darte problemas… Y encima ahora que se te ve tan feliz con tu nueva vida de casada…

—A veces feliz, a veces no tanto. Cada una tenemos lo nuestro. Pero prefiero que me llores sinceramente a que me falsees una alegría que no sientes —me susurró con tono maternal. Sus dedos se deslizaron por mis mejillas irradiando todo su afecto—. En resumidas cuentas…, después de once años piensas que cometiste un error casándote cuando todavía eras una cría…

—No lo sé. Unos días pienso que sí, otros que no. La verdad es que no estoy segura de nada de lo que he hecho hasta ahora —le dije colocándome las gafas sobre la nariz—. Es posible que él siga queriéndome. De hecho creo que me quiere, pero, a veces, en algunas cosas me hace dudar de si aún desea continuar conmigo.

—¿Y qué es lo que te ha hecho dudar?

A mis lloros se unió por sorpresa una risa nerviosa al recordar la gota que había colmado el vaso de mis desgracias.

—¿A qué viene la risa? —se asustó mi hermana viéndome cambiar de sopetón los sollozos por las risotadas.

—Hace quince días le pillé sacudiéndosela en el estudio. El muy gilipollas había pagado por una web de esas chicas que se desnudan. —Tuve que colocarme una mano en la boca para que las carcajadas no fueran demasiado ruidosas y no traspasaran las paredes de la cocina. Por unos segundos adopté la imagen de una absoluta desquiciada, con la misma cantidad de risas que de lágrimas—. Tenías que haberle visto la cara de idiota que puso cuando me descubrió frente a él. Parecía haber visto a un monstruo… —Mi rostro volvió de súbito a la expresión angustiada pareja al sollozo—. Pero yo me sentí mal, Jo. Jamás me habían hecho sentir tan… tan poco querida y tan estúpida a la vez…

—¿Y qué has pensado hacer?

—No lo sé. Una parte de mí le mandaría al infierno, pero la otra se muere de miedo por salir ahí fuera con las maletas a cuestas y no encontrar a nadie con quien compartir mi vida. Tengo miedo de quedarme sola.

—Estás diciendo tonterías… Ya estás con lo mismo de siempre. No vuelvas a hacer que me cabree por ese tema.

—Mírame, Johanna…, ¿qué otra pareja puedo encontrar si me separo de Larry? Solo le tengo a él. Larry habrá sabido ver en mí unas virtudes que ni yo misma me veo. Y por eso a veces me siento en deuda con él. Debería sentirme una mujer afortunada por tenerle. Al menos alguien en este mundo se plantea hacerme el amor.

—Un amor que no sientes…

—Pero puedo aprender de nuevo a sentirlo, a cuidarlo. Como en nuestros primeros años de novios. Todo en esta vida se aprende, ¿no?

Desvié la mirada bajándola a las rodillas. Johanna disminuyó el tono de su voz ante lo que iba a manifestar:

—¿Quieres parar de engañarte, Maddie? Déjame decirte una cosa: podrás querer a tu marido, pero jamás le has amado. Lo sé desde el primer día que encarcelaron a la tía Gloria y quisiste continuar con tu noviazgo a distancia. En esos siete años, ¿cuántas veces vino él a verte a Nueva York…? ¿Cuatro, cinco veces? ¿Quieres que te diga por qué te casaste con él?

—No hablemos más de eso… A lo mejor le estoy dando demasiadas vueltas a la cabeza. Es posible que ahora estemos pasando por una mala racha. Eso es todo. Todas las parejas sufren altibajos.

—Te casaste con Larry para olvidar.

—No. No sigas yendo por ahí.

—Te dije que no te precipitaras con Larry. Pero no quisiste hacerme caso. Aún estaba muy reciente el suicidio del tío y el encarcelamiento de la tía Gloria. Y en esa época no hacías otra cosa que culparte por lo que les había ocurrido. Larry solo fue para ti una excusa. Él te ofrecería una vía de escape, una nueva vida. Un futuro con el que enterrar el pasado. Una salida para huir de todo lo que te recordara a tus años en Broken Bow, yo incluida. ¿Sabes en lo que siempre he pensado? En lo astuta que fuiste al engañarme antes de casarte, al decirme que ya no te sentías mal, que las culpas las habías dejado atrás. Me mentiste con tu carita de falsa felicidad. Pero en cuanto soltaste el «sí quiero» en aquel juzgado, me di cuenta de todo.

—No quería que estuvieras más pendiente de mí, Johanna…

—¿Acaso crees que no me dolió verte vestida de novia sin estar enamorada?

—No sé por qué me dices esto ahora…

—Porque jamás me has dado la oportunidad, por eso mismo. Siempre gritándome cuando salía el tema a relucir. Sé que no eres consciente, pero la tía Gloria sigue metida en tu cabeza y la muerte del tío también. Ellos son tus demonios interiores. Esos que te prohíben quererte porque solo el hecho de recordarlos te hace sentirte mal contigo misma. Y no hablemos de tu matrimonio con el hijo del inspector que ajustició a nuestra tía…

—Cállate, por favor…

—Llevas diecisiete años torturada por el recuerdo de los tíos, y esto te está llevando a una tristeza que encima crees merecerte. Todo por el mal que tú consideras que les hiciste con catorce años. Una vida para aguantar y sufrir, ¿eso es lo que quieres? ¿Por qué no vuelves a confesarte con los curas? Mamá se pondría la mar de contenta si te viera con tanta penuria para llorarle a la Iglesia.

—No metas a mamá en esto…

—Óyeme, Maddie, sabes que si algo tengo que agradecerle a nuestra madre es el hecho de haberte traído al mundo, pero jamás podré perdonarle que con su biblia hiciera de ti el saco de culpas que eres ahora. Estás a tiempo para quitarte toda la mierda que te estás echando encima. Tienes treinta y dos años y mírate, parece que tengas cincuenta. Culparse por hacerle justicia a un asesinato no es la mejor forma de felicitarse. Hiciste lo correcto.

—No fue lo correcto. Debí callar.

—¡Por Dios, Maddie! La tía Gloria fue la única culpable de lo que sucedió. Te lo he dicho millones de veces. ¿Qué tengo que hacer para que dejes de sufrir?

—Nada. No quiero que sigas hablando de ese tema…

—Hablaré de ello todo lo que me dé la gana. Aguantaré tus histerias otra vez si hace falta. Pero no saldré de esta cocina hasta asegurarme de que has comprendido todo lo que intento decirte —sentenció Johanna tomándome por los hombros—. Mató a una mujer, Maddie. La tía Gloria disparó en el pecho a esa mujer. La hubieran descubierto de algún modo. Nuestro propio tío la hubiera entregado a la policía tarde o temprano.

—El tío nunca hubiera hecho eso. La protegía como nadie.

—Ellos no eran felices juntos y lo sabes.

—Eso a nadie le importaba. Eran libres de vivir sus propias vidas como quisieran. A su manera. Hubieran vuelto a entenderse. La tía habría hecho lo imposible para que el tío Ben olvidara…

—Ah… ¿sí? ¿Tú crees que la tía hubiera puesto las mismas ganas de reconciliación con el tío que las que utilizó con nosotras en la cárcel? —manifestó alterada—. Cinco veces, Madison, cinco veces fuimos a verla a la cárcel y en las cinco se negó a ver a sus sobrinas. ¿Cuántas cartas le escribiste, eh? ¿Veinte? ¿Veinticinco? ¿Acaso tuviste alguna contestación? La tía Gloria no quiso saber más de nosotras, y después de casi veinte años tú te empeñas en compadecerla. Sabes que para mí esa mujer está muerta. Te negó su ayuda cuando más te hizo falta. Unas simples palabras de ella en la cárcel te hubieran bastado para quitarte todo el peso de lo que ocurrió. No merece ni un solo pensamiento tuyo, ¿entiendes?

Al oír la reprimenda de mi hermana referida a mi tía, la garganta se me cerró de tal modo que fui incapaz de articular palabra. Allí, sentada en el banco de la cocina, me aplacó el llanto. El efecto cicatrizante del paso del tiempo aún se veía falto de remedio por detener la hemorragia en mi memoria, incontenida desde el encarcelamiento de mi tía. Mi hermana, como buena testigo de mis penas y alegrías, volvía a mostrarme el rastro de sangre que, gota a gota, marcaba el camino de mi vida. Y es que, con los años, el azul turquesa de los ojos de Gloria Greenwood transfiguró sus tonos de mar por los del color de la herida candente. Un rojo intenso que, en silencio y casi sin yo enterarme, borboteaba día tras día de la grieta por la que se desangraban mis recuerdos.

Johanna me abrazó al verme incapaz de recuperar mi estabilidad emocional, resquebrajada por completo por todo cuanto me había recordado.

—Lo siento. No he debido ser tan brusca. Sé que aún la echas de menos, pero deja por favor de martirizarte por ella. Sería mejor que te olvidaras poco a poco de todo aquello.

—No puedo… —sollocé incapaz de asirme al consuelo.

—Está bien. No lo hagas por ahora. Pero perdóname, ¿eh? Perdóname, he sido una idiota.

Apoyé la cabeza en el hombro de mi hermana con la esperanza de que nuestros maridos, hartos de esperar el servicio de los licores, no entraran en ese momento por la puerta. Porque como bien sabía Johanna, me vería falta de cebollas para disimular cada lágrima.

***

Esa noche, y después de dos semanas, Larry me hizo el amor con un «te quiero» que se perdió en el aire del dormitorio. Lo vi disiparse en las alturas, más allá del cabecero de la cama, como humo de incienso pero sin fragancia. Los jadeos de Larry dieron paso a su eyaculación. Yo le acaricié la nuca. En el fondo de mi corazón le agradecí aquel gesto de amante con el que sentirme deseada en un coito que se sumaría a otros cientos, perdidos en la oquedad del sin sentir.

Con el semen de mi marido impregnando la improductividad de mi vagina, consideré mi decisión de aprender a amarle; sin condiciones, sin remilgos. Amarle como el hombre leal y devoto que era conmigo, aunque volviera a sorprenderle en su afán por descubrir los nuevos y rápidos placeres que le ofrecía el submundo de internet.

—Gracias —le musité al oído.

Él me besó en los labios.

El calor de su lengua invadió, sin esperarlo, la inmutable frialdad de mi boca.

5

Viernes, 5 de septiembre de 2014

9.05 a. m., Washington.

Tres días después de quemarle sus joyas al hijo de mi jefe, razoné la locura cometida. Me había quedado sin trabajo. Sin sueldo. Sin la causa que hacía sentir útil a una mujer sin hijos. Y aun con la comezón, jamás volvería a Wayne Brothers.

Esa mañana decidí escapar en metro hasta al centro de la ciudad. Si por algún casual Larry despertaba a mitad de su sueño (que era más que improbable), no debía encontrarme dentro de la casa. Supuestamente su esposa habría marchado a trabajar como cualquier otro día. Pero mi paseo por las cercanías del Lower Senate Park no duró más de una hora. Regresé al apartamento con la respiración aireada y con la terrible sensación de haber enloquecido. Sentí auténtico terror ante la idea de perder definitivamente mi estabilidad emocional. Y más por creer que todos los clientes de la cafetería, conocidos-amigos de hacía más de diez años, me creyeran desde esa semana ejemplo mismo del desquiciamiento humano.

Las nueve de la mañana. Larry seguía durmiendo. Sin emitir ruido alguno, colgué la chaqueta y el bolso en el perchero de la entrada. Me senté en el banco rinconera de la cocina y al rato me percaté de que mi cuerpo no podía permanecer quieto, sentado. Estaba bloqueada. Afuera, Washington rugía en sus quehaceres y yo allí, en la cocina, sin saber qué hacer ni qué decirme. Me puse de pie e introduje en el microondas un vaso colmado de leche. No esperé a que se calentase demasiado, y casi de un trago el espesor del líquido visitó un estómago sorprendido por un inesperado desayuno del que no se había hecho idea. A los cinco minutos tuve que salir corriendo al baño y vomitar con tanto desgarro y fuerza que mi garganta se irritó al vaivén de las arcadas. Cuando mi estómago me dio por fin tregua, aproveché la respiración al máximo para alcanzar el nunca llegado punto de relajación física y emocional. No lo conseguiría.

Me vi incapacitada para levantarme. Apoyé mi cabeza en la taza del retrete. Rompí a llorar entre hedores gástricos y ácidos lácticos. ¿Qué me estaba pasando? ¿Qué le estaba sucediendo a mi vida? ¿Qué estaba generando toda esa inestabilidad?

Mi llanto esgrimió lo salvaje del dolor y lo prudente del silencio. Gritar sin gritar. El sufrimiento refugiado, acallado en la tácita inherencia del cuarto de baño. No se me ocurriría provocarle un desvelo a Larry. Y menos cuando acababa de llegar del trabajo hacía menos de una hora. Se merecía descansar, reponer fuerzas para que cuando despertara, a eso de las tres de la tarde, ardiera en el deseo de volver a hacerme el amor.

Algo más recompuesta, salí del baño. Caminé hacia el dormitorio. Oscuro. Lo encontré dormido, plácido y con una serena expresión en su rostro. Me desnudé y me metí en la cama con él. Por suerte, su sueño siempre era tan profundo como acostumbraba a ser inquieto el mío. Las sábanas me taparon hasta el cuello. Con el sabor del vómito en mi boca, posé la cabeza en el pecho de Larry. Por entre los dedos deslicé el poco vello que le había nacido entre los pectorales. El pesado cortinaje del dormitorio, entreabierto, daba oportunidad a la luz de la mañana para colarse en forma de triste halo, reposado a los pies de la cama.

Tumbada, me concentré en la oscuridad del techo. No volvería a ver a nadie. Ni conocido ni desconocido. Pugnaría por quedarme allí, en mi casa, encerrada para siempre en aquellos setenta metros cuadrados donde transcurrirían los años restantes de vida con la misma indiferencia y vacuidad de siempre. Solo que a partir de ese momento procuraría que nadie fuera testigo de ello.

Abracé la cintura de Larry. Su piel, caliente y dormida, desprendía una calma de la que poco pude interiorizar. Hubiera deseado, en aquel preciso instante, un terremoto en la ciudad, una catástrofe sin precedentes, y en consecuencia el edificio entero sucumbiendo ante los azotes de la naturaleza; el techo cayéndose a trozos sobre mí, ahogada por un peso arrebatador de toda vida. Larry posiblemente se resistiría a despertar. Ya era su espíritu suficientemente reposado en su día a día como para permitir que alguien tan silente y casual como la muerte le desordenase el sueño.

Pasaron cinco horas y mis ojos, secos de lágrimas, perpetuaban su vigilia acompañando al sol en su camino hacia el sur. Era el rastro de una mañana que, a las dos de la tarde, se resistía a abandonar la danza que la llevaba del este al oeste por entre los resquicios de la cortina.

Con la desazón alimentada por la incertidumbre de lo que iba a ser de mí a partir de entonces, me levanté y me vestí con unos vaqueros y con una horrible camisa estampada, regalo de una conocida a la que su soledad le pesaría tanto como asistir por primera vez al cumpleaños de la estúpida camarera del Wayne Brothers, vecina de su madre.

En la cocina puse a hervir los espaguetis, y a descongelar en el microondas la carne picada que acompañaría. Faltaba una hora para que Larry despertara, y desde que él había aceptado trabajar de noche, y como era costumbre, me obligaba a tenerle preparada la comida en la mesa del salón a las tres de la tarde.

Larry se despertó un cuarto de hora más tarde de lo habitual.

Me senté con él a comer pasadas las tres y media.

No se le ocurrió hacerme el amor. Tampoco lo esperaba.

De lo que me había ocurrido en el trabajo no le diría absolutamente nada, por el momento. Ansiaba estabilidad, allí donde estuviera, y el bromazepam que corría ya mezclado con mi sangre iba camino de conseguírmela.

La tediosa reposición de Los Simpson (que tanto le gustaba ver y rever a Larry) finalizaba, y su entretenimiento dependería ahora de documentales con repulsivos insectos, debates de tipos «sabelotodo» que cortaban la digestión o realities lacrimógenos que revolvían las tripas. Dio oportunidad a las inclementes noticias de la CNN. Por enésima vez recurrían al tema-estrella de todo noticiario que deseara asegurarse audiencia: el accidente del Air Force One en el que había perecido el presidente William Murray y las treinta y siete personas que lo acompañaban. El incidente, acaecido en la mañana del 10 de enero de 2014, conmocionó en su día al planeta entero. Ya no solo por la pérdida humana, sino por la estampa dantesca que el azar dejó con la caída del avión en el centro de Washington. En su descenso descontrolado y sin que los pilotos pudieran hacer nada por impedirlo, el Air Force One acabó impactando contra la cúpula del Capitolio dejando derruida parte de su estructura. Pocos segundos más tarde se estrellaría en las aguas del emblemático Capitol Reflecting Pool. Gritos consumidos por el horror. Un gran pebetero de muerte y destrucción acaparó los flashes de todo el mundo. Si la crisis financiera de los últimos cinco años no había sido suficiente para deteriorar la imagen de Estados Unidos, aquella portada incendiada (e incendiaria) tendría la suficiente llama para reducir a cenizas la confianza reconducida de los mercados. Y así fue.

Con el Capitolio mordisqueado por la tragedia, los devastadores vientos del 11-S comenzaron a agitar la incertidumbre en Washington, pero a diferencia del atentado perpetrado en la Gran Manzana, este incidente acaecería (con la confirmación del Pentágono y la CIA) por un fallo en las turbinas del avión. Un accidente que, transcurridos tan solo un par de meses de la segunda jura consecutiva de Murray como presidente, supuso que hubiéramos de asistir a su entierro, con lo que desapareció uno de los mejores y más venerados mandatarios concedidos a la nación. Horas más tarde de certificarse la muerte de Murray, tomaría las riendas del Gobierno su vicepresidente, John W. Kent. Este, de elegante porte y presencia, anticiparía su deseo de proseguir con el ejemplarizante mandato de su antecesor.

Ocho meses después, la prima de riesgo de nuestro país había conseguido estabilizarse, en parte por el arduo trabajo de negociación e imagen exterior que el nuevo presidente estaba llevando a cabo. Una estrategia política que poco a poco conseguiría meterse en el bolsillo a todo estadounidense. Lo cierto es que John W. Kent, pese a la fuerte recesión económica que sufría el país, caía bien. Muy bien.

La finalización de las obras de reconstrucción de la cúpula del Capitolio era, ese viernes, el centro informativo de la CNN, pues la Casa Blanca acababa de confirmar una ceremonia conmemorativa para la semana próxima a la que asistiría el presidente Kent junto a su primera dama. Todo Washington, el país entero, estaba invitado a presenciar el acontecimiento más esperado: la izada de la mastodóntica tela blanca que había cubierto la bóveda en sus ocho meses de arreglo a contrarreloj. Según la periodista, tamaña misión se acometería desde un helicóptero sobre el Capitolio, de este descendería un largo cable con una pieza de enganche a la que se prendería el centro de la gran cubierta. Al elevarse el aparato por orden del presidente, el regalo a todos los estadounidenses quedaría por fin al descubierto. Entre vítores y aplausos, la nueva cúpula recobraría al instante todo su renombre y esplendor perdidos. Pero a mí aquellas ceremonias de vanagloria y ostentación extrema me daban grima. Y más tratándose de una reafirmación política a favor de un presidente caído al país de rebote y al que no había tenido el gusto de conocer. Me contentaría con ver la ceremonia por televisión con los cientos de anuncios publicitarios entremedias.

—Pásame el pan —me dijo Larry sin levantar la cabeza de su plato de espaguetis—. Mañana vendrá mi madre…, no sé…, a traernos una tarta de manzana hecha por mi tía de Filadelfia. Fueron anteayer a verla, ¿ya te lo dije, no? No sé…

Asentí a su pregunta sin probar aún bocado. La visita de su madre siempre coincidía en el día que Larry libraba. Mi suegra de tonta no tenía un pelo. Abigail sabía que con su hijo en casa no volvería a correr el riesgo de verse en la calle con el delantal puesto, tal y como su nuera se había atrevido a dejarla una vez.

Larry tomó un pedazo de pan y se lo llevó a la boca.

—¿Qué tal en el trabajo? —se interesó de repente.

Me quedé petrificada. Mi tenedor con espaguetis enrollados se detuvo sobre el plato. Hacía meses que no me hacía esa pregunta. Era probable que hubiera descubierto en mi rostro un sufrimiento recién encubierto por mi farmacológica templanza. Pero ¿cómo? Si ni siquiera me había dedicado una furtiva mirada desde que nos habíamos sentado a la mesa.

—Va bien, como siempre. Hoy, al ser viernes, ha venido más gente… ¿Quieres un poco más de carne picada? Tengo más en la cacerola… —desvié la conversación en el momento justo en el que me vi acuciada por confesarle mi desafortunada situación laboral. Hubiera aprovechado también a ponerle sobre aviso de que, por primera vez desde que nos casamos, la economía de nuestro hogar dependería solo y exclusivamente de su sueldo como vigilante del Washington Square Building, es decir, de sus 273,74 dólares a la semana, según su última nómina—. Espera, voy a la cocina y te traigo la carne que ha sobrado…

—No, no te levantes; no sé…, con esta carne tengo suficiente.

A su contestación, suprimí el empeño de atiborrarle a cerdo. Volví a sentarme. Mi cuerpo cayó a plomo sobre la silla. El bromazepam me estaba dejando en un estado de conciencia a punto de colgar el cartel de «cerrado». Sospechaba que mi estado «drogodependiente» se haría patente a la observación de Larry en cuanto escudriñase mi lento pestañear. No caería esa breva.

Un silencio.

Recogí su plato, limpio a su voraz apetito. Mi parte de comida, intacta.

Me marché hacia la cocina. Por efecto de la benzodiazepina, los pies me pesaban como si me hubieran endosado kilos extra en los tobillos. Serví en un platillo el flan de huevo que tanto le gustaba tomar a mi marido.

Oí cómo él cambiaba de canal. Siempre lo hacía antes de tomar el postre.

Entré de nuevo en el comedor y mi atención, sin otra cosa mejor que hacer, se desvió a la pantalla plana. De nuevo, la horrible serie para adolescentes. El protagonista, muy guapo, moreno, de ojos verdes, se esforzaba sin éxito por dar credibilidad al imposible personaje que le había tocado defender. Lo más trágico era que jamás se libraría de su mediocridad al rodearse de unos secundarios que sobreactuaban tanto o más que él.

Me senté. Al sorbo de su flan le pregunté a Larry por su trabajo, a lo que me contestó lo mismo que yo le había referido hacía diez minutos, solo que con alguna que otra frase más:

—Hoy tengo que estar, no sé…, más alerta que otras noches. Ted, uno de mis compañeros del turno de mañana…, no sé…, me ha comentado que ha visto a tres tíos raros merodear con una furgoneta negra por los aparcamientos subterráneos.

—Tú no te metas en líos, que los del Washington Square no van a sufrir tu pérdida. Siempre habrá otro que te sustituya en el puesto.

—Si no son líos. Es mi trabajo, y mi deber.

—Bueno, pero no me gusta que vayas de superhéroe por la vida —le espeté sabiendo que la valentía de Larry era tan ínfima como la de un elefante a la vista de un ratón.

—Nos da para una vida más holgada, no sé… Así prescindiremos de la ayuda de mis padres. ¿No es lo que querías? —infirió, llevándose a la boca la última cucharada de flan—. Además, no me supone ningún esfuerzo…

«No, si esfuerzo, lo que se dice esfuerzo no es que hagas demasiado, cariño». En realidad ese empleo era ideal para él. Todo fuera que en alguna noche inesperada unos violentos atracadores (como de los que hacía mención) le pegaran un palo por detrás, cosa que me atemorizaba sobremanera. En tal caso, el bueno de mi marido abandonaría al día siguiente su impostado hablar de defensor de la justicia. Y con la cabeza gacha retornaría a las oficinas de empleo para hacer algún que otro curso de operador, o vete tú a saber qué cosa. Larry había asistido a cuatro formaciones de empleo diferentes. Todas sin terminar. Constaté entonces que ningún trabajo de los que la humanidad desempeñase en el planeta Tierra lograría poner a prueba su competencia laboral. Aun con todo, ser guarda de seguridad nocturno era lo más parecido a estar sentado en el sofá de casa: con la televisión delante y la bolsa de patatas fritas copándole las manos. Perfecto.

Me levanté para recoger la mesa. Recordé la hora que le había dedicado a la cocina para que Larry, en la soledad nocturna de su garita, pudiera echarse algo a la boca.

—Tienes en el frigorífico el caldo de pollo para que te lo tomes esta noche. También te he preparado un sándwich con mucho pollo y queso, como te gusta.

—No creo que me lleve más comida para esta noche. Con la cena que me pongas bastará. No sé…, me he levantado con el estómago revuelto…

—Llevas dos viernes seguidos diciéndome lo mismo… ¿Qué tienes? ¿Una alarma en el estómago que te impide los viernes tomarte el tentempié en el trabajo?

—¿Los otros días también fueron viernes?

—Sí, Larry, sí… —admití con tono fatigado.

—Bueno, pues no sé…, no te preocupes, haré el esfuerzo por comerme ese sándwich…

—No pretendo que hagas ningún esfuerzo; quisiera que te lo comieras todo con gusto, pensando en tu esposa y en el cariño que ha puesto en la preparación de tu puto sándwich…, pero, mira…, olvídalo…, no te voy a obligar…, no te lo lleves si no quieres…

—No, no… Me lo llevo. —A Larry se le ocurrió darme un seco beso en los labios—. Me lo comeré. Muchas gracias, cariño.

«¿Qué es lo que has hecho, Maddie?». Requerirle la muestra de su cariño con tal sequedad afianzaba, más si cabía, mi estancia en el inframundo del desamparo emocional.

Después de recoger la mesa y la cocina, me había sentado discretamente en el sofá, frente al televisor y junto al teléfono de casa por si se le ocurría sonar y a Larry descolgarlo. Esperaba en cualquier momento la llamada de Jeff Wayne, informándome de mi despido oficial, de su denuncia en el juzgado, o por el contrario —cosa más que improbable—, su sentido arrepentimiento por haber llevado a la cafetería a su hijo de mano suelta. Fuera como fuese, el teléfono seguía sin advertir llamada alguna.

Tres horas antes de tener que incorporarse a su trabajo, mi marido se marchó a casa de sus padres a hablar de no sé qué asunto de herencia familiar por la muerte de un tío lejano suyo, francés, homosexual, sin herederos directos y hermano de mi suegro, al que no veían desde hacía más de treinta años. En ausencia de Larry, aproveché para bajar a la calle y comprar en un quiosco un periódico que desbordara ofertas de empleo.

En la mesa del comedor del salón esparcí las hojas de clasificados y con un rotulador rojo me preparé para trazar círculos como tantas veces había visto hacer en las películas. Argumentos en los que, al final, la protagonista, de profesión camarera, pasa de la noche a la mañana a llevar su propio negocio y amar a un hombre con la caída de ojos de Hugh Jackman o George Clooney. Pero el guión del Washington de 2014 era bien distinto. Entre los servicios de manipuladora, carretillera, operadora, camarera o dependiente de hamburguesería no encontré un salario mayor de ciento ochenta dólares a la semana. ¿Pero qué coño se creían los empresarios? Claro que ellos no iban a rascarse el bolsillo siempre y cuando encontraran a gente dispuesta a aceptar esos salarios. Y la encontraban. Desgraciadamente, la encontraban.

Detuve mi ardua búsqueda en una discreta sección donde los setecientos dólares a la semana saltaban de un lado a otro de los clasificados con generosa disposición: «Se precisan mujeres relaciones públicas para altos ejecutivos/660 dólares/semana», «Gran centro de masaje precisa mujer bella para trabajar en alto standing /750 dólares/semana». Bien. Muy bien. Para que una mujer sin universidad ganara dinero, ¿debía meterse a puta? ¿Y hasta qué punto la mujer que aceptaba esos trabajos se veía en el peligro de ser secuestrada, torturada, violada o asesinada?

Veinte minutos después, seguía con mi rotulador con sus círculos aún por estrenar en el papel. Apoyé la frente contra la palma de mano. Cerré los ojos y suspiré. Después de diez años empleada en Wayne Brothers, dar con un nuevo trabajo en el que no deslomarme por ciento cincuenta dólares a la semana me iba a resultar harto difícil. Aunque en ese momento no me atreviera a reconocerlo, mi destino ya estaba escrito: mujer, de treinta y tantos años y sin otra experiencia que la de fregar cocinas, servir cafés y cocinar muffins. Solo me quedaba una posibilidad: intentar ganar, sin más aspiraciones, el dinero que me ofreciera el barrigudo de alguna contrata para limpiar la mierda de los demás. A no ser que quisiera fregarme los portales de todos los edificios de apartamentos de Columbia Road, quizá con ochenta portales al mes llegaría a cobrar lo que una de esas relaciones públicas en un día. Podría albergar esa probabilidad, ¿por qué no?

Tiré el rotulador contra la mesa. Me sentía desolada, arañada por las garras de un destino con olor a azufre y ojos oscuros, muy oscuros.

El teléfono sonó en el salón.

Preparé el oído para escuchar la desagradable voz de Jeff Wayne.

Le suplicaría que me volvieran a aceptar en mi puesto. Aquel repentino parón laboral, el miedo a rechazos en futuras entrevistas de trabajo, la incertidumbre de verme con treinta y dos años inutilizada de cara a la sociedad… Todo me estaba llevando a un estado de ansiedad que solo desaparecería con el resurgir de mis monótonas mañanas en Wayne Brothers.

Parecía mentira. No hacía ni siete días que me revolvía entre quejas y desacuerdos por lo hastiado y pesaroso de mi empleo y ahora me contemplaba ansiosa por oler de nuevo los pútridos alientos con olor a Marlboro de los hermanos Wayne. Sufría la adicción al trabajo. Mente ocupada. Eso era. Ocho, nueve, catorce horas laborales libres de recuerdos, culpas y demás rencillas interiores. Lo importante: no tener el tiempo suficiente para hablar con una misma; acallar la voz del corazón entre preparativos de desayunos y fregonas impregnadas de calle y mierda.

Rogaría el perdón a los Wayne. Sí, eso haría.

Prudence Madison Greenwood no había nacido para estarse sin trabajar ni para dedicarse «a sus labores» las veinticuatro horas. Era de esperar que, al poco de afrontar el papel de ama de mi casa a jornada completa, el silencio del hogar —dándoles eco a mis miserias— acabaría por absorberme el poco juicio que me quedara.

Descolgué el teléfono. Para mi desgracia (o fortuna), los Wayne se resistirían a ponerse en contacto conmigo. Presentí que jamás volverían a dirigirme la palabra, y menos tras quemarle los testículos a la descendencia.

—¿Está Larry en casa? —preguntó la voz de un muchacho con el soniquete propio de la vieja Irlanda.

—¿Quién le llama?

—Soy Ted, su compañero de la agencia de seguridad. Trabajo con él en el Washington Square, aunque en el turno de mañana…

—Pues ha salido… —le contesté con la imagen de los Wayne aún latiendo en mis sienes—. Pero soy su esposa… Dígame lo que quiere, se lo comunicaré en cuanto llegue, o si lo prefiere puede llamarle al móvil.

—No. No importa. —La voz de Ted parecía no haber superado los dieciocho años de edad—. En realidad llamaba por una tontería. Solo era para agradecerle su decisión de cambiarme el turno por esta noche también. Nuestro jefe de seguridad me comentó que su marido no tenía problemas para trabajar los domingos. Tengo a mi hermano mayor ingresado con cáncer, ¿sabe? Y solo los domingos por la mañana podemos estar toda la familia al completo en el hospital…

—¿Me dice que usted va a trabajar por Larry esta noche?

—Así es… Él ha accedido a librar esta noche por mí, así yo podré librar el domingo por la mañana… Es un favor muy grande el que se me hace, ¿sabe?

—Pero supongo que mi marido habrá tomado hoy esa decisión…

—No…, creo que… Larry se lo comentó a nuestro jefe hace mes y medio…

Quedé en silencio. Reaccioné. No era momento para ensimismarse con conjeturas.

—Vaya…, se le habrá olvidado que hoy libraba —reflexioné en voz alta—. Se lo recordaré en cuanto llegue. Pero ¿desde cuándo intercambia sus días de libranza con Larry?

El joven Ted enmudeció unos segundos. Después añadió unas palabras con cierta inseguridad, víctima de la misma confusión que su interlocutora.

—Señora, llevamos casi un mes cambiándonos el turno. Como sabrá, su marido ha librado los tres últimos viernes por la noche y yo, a cambio, los domingos por la mañana… Nunca se lo he podido agradecer en persona. Somos cuatro vigilantes en las garitas interiores del Washington Square y es difícil coincidir en horarios… Por eso quería al menos llamar a su marido por teléfono para darle las gracias, ¿sabe?

Cinco o seis frases de corte superficial zanjaron la conversación telefónica con el comedido compañero de Larry. Le aseguré que mi marido lo llamaría al día siguiente. Ted quedó más tranquilo al ocurrírseme hablar sobre lo muy enterada que estaba del trueque de horarios y de que, finalmente, había sido yo la despistada y no mi marido. Nos despedimos cordialmente. Colgué el teléfono y lancé mis ojos a la entrada de mi casa. Un escalofrío recorrió mi nuca.

Aquel muchacho parecía no equivocarse. Se evidenciaba la empatía de Larry hacia sus compañeros. Quizá mi marido fuera un hombre excepcional, digno de agradecimientos como el recién recibido. Sin embargo, su mujer se toparía con el infranqueable muro de la duda.

Anduve sin rumbo fijo por el salón sin tener idea de hacia dónde dirigir mis piernas o qué hacer con mis manos. Todo lo que me había dicho ese joven carecía de lógica. Jamás había sido informada de esos cambios de horario. Pronto, mi confusión recabó en los viernes ya transcurridos, sepultados por el rutinario pasar de los días. Uno, dos minutos, y mi estómago se doblegaría a sus ácidos, revueltos ya desde temprana hora de la mañana.

Larry me mentía.

Estaba segura. Estaba completamente segura de que Larry no había dormido en casa las noches de los tres últimos viernes. Le creí en el trabajo, o al menos eso era lo que él me había hecho creer.

Por primera vez, la imagen de mi marido, antes reflejo nítido sobre aguas cristalinas, se adivinaba ahora a orillas de un lago negro e inquietante. Muy inquietante.

***

Esa noche cenamos muy tarde, en silencio, del mismo modo, con la misma gana atenida al último lustro de nuestro matrimonio. A las once menos cuarto nos levantamos de la mesa. Me apreté el cinturón de mi bata azul —cargada de pelotillas— y comencé a recoger los platos.

Las once y cuarto. Mis pies se resistían a salir de la cocina. Mientras sacaba los cubiertos y platos del lavavajillas, Larry se acercó por detrás, sigiloso. Se había vestido con unos vaqueros negros y una camisa color mostaza sacada del armario en contadas ocasiones, tales como en nuestras salidas al cine o en la visita a su restaurante favorito.

—Vas muy guapo para irte a trabajar… —Le sonreí al tiempo que la acidez de mi estómago se asemejaba al primer borboteo de un volcán.

—Pues…, no sé, me he puesto lo primero que he pillado… —afirmó dándome un seco beso en los labios—. Me voy a currar, y mira que no tengo mucha gana…, no sé… —Su cuello desprendía el perfume que le había regalado para su cumpleaños, esencia solo válida para ocasiones excepcionales. «¿Por qué no te has dado cuenta antes, so idiota?».

Le observé tras mis gafas de pasta. Bajé los ojos a la cesta superior del lavaplatos.

—Podrías cambiar el turno de los viernes. Así aprovecharíamos a salir por ahí, a tomar unas copas y bailar. Esta noche la zona de ocio de la ciudad no está tan saturada como los sábados —repuse albergando una última esperanza por si a Larry se le ocurría, en ese momento y con mi apreciación, bajarse de su particular retraimiento y recordar su trueque de horarios con Ted.

—¿Bailar? Sabes que no me gustan las discotecas, no sé…, y menos cuando mi labor es proteger al ciudadano…, no sé… Debo mantenerme en el anonimato. Ya te lo comenté en su día. Mi padre nunca salió de discotecas con mi madre porque él se debía a quienes protegía. No sé…, yo debo hacer lo mismo…

De la mesita del recibidor tomó las llaves de casa y del coche.

Se despidió de mí con un ademán de la mano.

—Te olvidas esto —le dije acercándole la bolsa de plástico con su cena y el sándwich de pollo y queso metido en una fiambrera.

Quedó meditabundo. No le quedó otra que aceptar su tentempié del viernes que con tanto amor le había preparado su amada esposa.

—¿Ves? Sabía que se me olvidaba algo…, no sé… —acertó a decir con media sonrisa.

Le di otro beso en la mejilla. Larry salió en silencio del apartamento.

—No trabajes demasiado… —solté con los nervios desgarrando mi voz.

Larry cerró la puerta de entrada. No esperó al ascensor. Escuché sus pasos por la moqueta del pasillo. Después, escaleras abajo, encararía su huida.

Rápida como un rayo me desprendí de mi bata azul encubridora de unos vaqueros, una camisa a finas rayas rosas y mi rebeca de lana roja.

Estaba preparada. Dispuesta a no perder de vista al bueno de mi marido.

6

El taxista de cabellera y bigote canos arqueó las cejas al verme subir a los asientos traseros envuelta en la máxima urgencia.

—Siga a ese coche —le ordené al conductor enviado por la red de taxis a mi llamada telefónica, no hacía ni media hora y antes incluso de que Larry saliera de nuestro apartamento.

El hombre se había mostrado muy dispuesto —al igual que el contador tarifario de su taxi— a esperarme, con el motor en marcha, frente a mi edificio. Quizá, aquel taxista aguardaría el típico viaje del ama de casa en dirección al hospital de Washington. Nada más lejos de la realidad.

—¿Qué coche me dice usted? —me preguntó un tanto azorado.

—¿Ve a ese hombre delgado abriendo la puerta del Pontiac azul?

—Sí.

—Pues sígale. Y por lo que más quiera, no lo pierda de vista.

—Oiga, señora, que yo no estoy para seguir a nadie. A ver en qué lío me va a meter…

—Le doy sesenta dólares más.

El tipo se acomodó en el asiento. Las manos asidas al volante como si las ruedas de su taxi se asentaran en lava. Larry sacó nuestro coche de su estacionamiento y el taxista pisó el acelerador con furia. Las ruedas chirriaron en el asfalto. La cabeza de Larry se alzó peligrosamente por el retrovisor.

—Pero si vamos a seguirle, preferiría algo más de discreción… —estimé decirle.

—No se preocupe, señora. Ha dado con el taxista adecuado. —Me sonrió—. A veces las noches de Washington son un poco coñazo. Ya me entiende.

—Ya… —concedí mientras dilucidaba sobre el dinero y su poder de transformación en las decisiones humanas.

En cinco minutos dejamos atrás Columbia Road para subir en dirección a Capitol Hill. El tráfico por esa zona de la ciudad en plena noche de viernes no distaba mucho del que podría encontrarme un lunes a las nueve de la mañana. Pero gracias a los avezados reflejos del taxista pudimos mantenernos parejos a la conducción de Larry.

Las altas farolas de luces anaranjadas serpenteaban por mi ventanilla sin llegar a esquinar la oscuridad de mi presagio. A cada segundo montada en ese taxi, una punzada en mi pecho me advertía de no continuar con esa locura, por mi bien. El corazón ciego no dolía ni enloquecía a quien lo preservase de evidentes resplandores. Y al mío, esa noche, le estaba exponiendo a más claridad de la que podía soportar.

Connecticut Avenue se abrió ante nosotros y quedamos enfrentados a Dupont Circle. Rodeamos la plaza para seguir bajando hacia los primeros números de la avenida. Era el camino correcto hacia el trabajo de Larry. Respiré un tanto aliviada. Se reavivaría en mí la esperanza de ver a Larry virar en dirección al aparcamiento subterráneo del Washington Square Building.

Pero no lo hizo. Detuvo el coche a cien metros de la decena de comercios que decoraban los bajos de un edificio de oficinas. Encontró aparcamiento en una estrecha calle perpendicular a Connecticut Avenue. A su derecha, el imponente muro lateral del Majestic Warrior, el hotel más prestigioso y exclusivo de la capital.

—Su marido acaba de estacionar en esa calle —informó el taxista con los ojos alzados por el retrovisor.

—Lo sé. Pero nadie le ha dicho que fuera mi marido.

—Señora…, que son muchos años en el oficio.

—Pues hágame el favor de no resultar impertinente. —Agaché la cabeza y saqué mi monedero del bolso—. Por favor, déjeme aquí.

No descendí del coche sin antes tenderle a mi sobornado los diecinueve dólares con cincuenta que marcaba el contador digital del taxi más los sesenta que le había prometido por hacerle partícipe de mi delirio. En total, setenta y nueve dólares con cincuenta por un trayecto de veinte minutos.

Al pisar la calle me abroché la rebeca hasta el cuello. Luego afiancé la sujeción de mi bolso al hombro derecho. Antes de que el taxi acelerara en dirección a ninguna parte, una de sus ventanillas descendió. Y escuché las últimas palabras del conductor:

—Aproveche su tiempo con alguien que la merezca, señora…

—Vuelve a ser usted impertinente.

—Era solo un consejo… —El hombre alzó el cristal y miró al frente. Aceleró y se perdió entre la masa de luces de Connecticut Avenue.

Me dejó en la acera, con la palabra en la boca y totalmente desarmada. Pero el sabio consejo del taxista se transformó en fútil eco a mi encuentro visual con Larry.

Cincuenta metros me separaban de él. Me obligué a correr, atravesando la gran avenida de lado a lado para no perder de vista a mi esposo entre doblar de esquinas y sortear coches aparcados. Llegué hasta la calle formada a su derecha por el muro lateral del Majestic Warrior. Y le seguí. Temí que Larry retornara sobre sus pasos en el momento más inesperado y me descubriera detrás de él. Un miedo más que fundado, porque no había día en el que se olvidara la cartera o el móvil en el interior del coche. Pero no. Su camino se extendió al frente, seguro, incluso familiar bajo sus zapatos.

Las espaldas de transeúntes yendo a mi contra me ofrecieron un robusto escudo protector a cada mirada vuelta de Larry. Cuatro y hasta cinco veces volteó la cabeza mi marido para no perder detalle de los traseros de las jovencitas, silueteados en pantalones llevados como si fueran una segunda piel.

Una parada repentina. Larry cruzó la calle y pisó la acera de la izquierda. Se detuvo junto a un cubo de basuras. Yo, a unos veinte metros, único testigo de lo que mi marido haría a continuación: de su mano izquierda se desdobló la bolsa de plástico con su cena y su sándwich de pollo y queso —el detalle de la bolsa con su comida se me pasó inadvertido mientras estuve siguiéndole—. No di crédito a lo que mis ojos presenciaron de seguido: abrió el contenedor, destapó la fiambrera y la vació en una caja de cartón semiabierta y que sobresalía del cubo. Volvió a cerrar la tartera y la introdujo de nuevo en la bolsa de plástico. Su cena, su sabrosa cena mezclada con el desperdicio ajeno. Cuando terminó su hazaña, optó por abandonar la bolsa con la fiambrera, en el suelo, junto al cajón de basuras pegado a la pared. Entendí que, al no querer deshacerse del recipiente de plástico, vendría a buscarlo más tarde, después de acabar lo que tuviera que hacer, claro. Así el plan le saldría perfecto: «Estaba todo delicioso, cariño», me diría en la mañana mostrándome la bolsa con la tartera vacía. Y a mí se me ocurriría darle un beso de complacencia.

A nada estuvo de descubrirme al quedarme observándole más tiempo del que debía. Gracias a la aparición de una furgoneta que se interpuso entre nuestras aceras pude girar mi espalda y esperar. Esperar a nuevas sorpresas que me desengañaran acerca de lo mucho que creía conocer a mi marido.

Los pies de Larry continuaron en su ascenso por la bocacalle. Me ajusté las gafas al entrecejo. Quise apretar aún más el paso cuando me percaté de que el hijo de los Bagwell ya había llegado a su destino. Apoyé mi espalda contra la pared del Majestic Warrior. Allí, a unos veinte metros logré ver su perfil. Larry hablaba con un portero, negro, tan ancho como un armario. Este le daba acceso inmediato a una entrada secundaria abierta por ese lateral del hotel. La figura de mi marido acabó engullida tras los cristales tintados de unas puertas lacadas en color oro.

Desde mi discreto lugar no alcancé suficiente perspectiva para leer la placa bajo la cornisa brocada de motivos barrocos. Me adelanté un tanto y leí:

GOLDEN’S CLUB - MAJESTIC WARRIOR

Acababa de dar con el destino de los ciento veinte dólares que supuestamente un caco le había birlado a Larry a la salida del metro, justo el viernes pasado. Y también con el paradero de otros cien dólares que le di para hacer la compra del mes y que supuestamente perdió en el supermercado al sacarse el móvil del bolsillo. ¿Qué infortunio sería el siguiente? ¿Un agujero en el pantalón?

La fachada de aquel club adherido al hotel más lujoso de Washington terminaba unos pasos más adelante, en esquina. Anduve hasta allí sorteando como pude las miradas de los gorilas del Golden’s Club. Me adentré en un callejón oscuro y sin salida. Bolsas de basura desmenuzadas se esparcían por el asfalto marcando el rastro alimentario de dos gatos cobijados junto a los pies de su amo, un viejo mendigo que dormitaba bajo una manta acostumbrada a arropar mejores tiempos. Mis zapatos repiquetearon por el callejón con sigilo para no despertar al desdichado. Los gatos advirtieron rápido mi presencia y se encaramaron asustados a una torre de cajas de plástico rojo destinadas a transportar botellas y vasos. Junto a esa pila, mi acceso a los infiernos. Detuve los pies frente a una puerta de hierro, oscura, justo en el centro del muro lateral del pub. La portezuela por la que muy probablemente sacasen la basura del local, y alguna que otra miseria más.

Esa era mi entrada. Por allí se arrastraría mi ira hasta dar con el que fuera en otro tiempo mi marido. Yo, la principal víctima de su juego de engaños. Si el hijo del capitán Bagwell no sabía con qué mujer se había casado, esa noche lo descubriría.

Mis nudillos sonaron tímidos, imprecisos en el metal.

Dentro, nadie se daría por enterado.

Estaba claro que los porteros apostados en la entrada principal me prohibirían el paso. De entre mis muslos no colgaba apéndice alguno, como tampoco mi aspecto preservaba la apariencia de una puta o de una bailarina que hubiera llegado tarde a su trabajo. Para más inri, sobre aquellas puertas doradas colgaban sendos carteles de derecho de admisión y, desde luego, ninguno de esos tipos iba a dejar pasar a esa mujer desaliñada con pinta de querer sorprender a su marido en el sobe de tetas de cualquier furcia.

Me quedé a la espera por si alguien, ya fuera un camarero, una bailarina o un cliente rendido a su adicción, empujaba la puerta desde dentro y en su despiste dejara colarse a una invisible de gafas negras y ropa de abuela.

Los minutos pasaron en mi reloj de pulsera. Cinco. Diez. Quince. Tras la puerta, voces femeninas emergían de vez en cuando. Pero ninguna lo suficientemente hastiada de vicios como para desear tomar el pútrido aire del callejón. «Vete. No quieras sufrir más».

No merecía la pena esperar. ¿De qué me serviría ver a mi marido malgastando nuestra limitada economía? ¿De qué ver calentarse bajo el tanga de una prostituta mis ocho horas de trabajo dedicadas a la estabilidad de mi matrimonio?

Volvería a casa. Haría la maleta para un fin de semana y desaparecería de la vida de Larry para siempre. Idearía la muerte en su advenimiento más discreto: unos somníferos quizá, o una cuchilla al borde de la bañera de un motel. Puesta a imaginarme sin el valor de verme embebida por mi sangre, cabía la posibilidad de asirme a la ayuda de Johanna para que contemplara cuán desafortunada era mi existencia. Ella no dudaría en acogerme en la mansión de su marido. Pero había un problema: mi orgullo. No me iría a vivir con Johanna de prestado, y menos a la casa del «refinadísimo» y, por otro lado, misógino Christopher Wyman.

Un fuerte golpe contra la puerta me alejó de los pensamientos suicidas. Una mujer de unos treinta y pocos, bellísima, rubia, engalanada con un llamativo vestido rojo, salió despedida a la apertura de la puerta. Los enormes brazos de un hombre zarandearon a la mujer hasta dejarla postrada en el suelo de la callejuela.

—¡¿Cómo tengo que decirte que no se roba a los clientes para pagarte tu mierda?! ¡Qué no entendiste de lo que te dije la última vez!

—No me largues, Ricky… —rogó la mujer de cabellos pulcramente peinados, pero con la precaria evidencia de la adicción en el rostro—. Perdóname, no volveré a hacerlo…

—Eso mismo dijiste la semana pasada. —El hombre de unos dos metros de altura traspasó la puerta y levantó con violencia a la chica del suelo—. Si piensas que en el Golden no se te paga suficiente para matarte a rayas, abre el coño por tu cuenta. ¡Pero por aquí no vuelvas!

—¡No! ¡Espera, Ricky! —suplicó la mujer levantada en el aire por la fuerza de aquella masa de músculos con nombre de perro. De seguida, el tipo la empujó y la dejó caer de bruces sobre el asfalto. Su precioso vestido quedó rasgado por los bajos.

—¡Ya te he dado demasiadas oportunidades, Samantha!

Parapetado mi cuerpo tras la puerta, evité el contacto visual con la pareja. Y mientras el hombre insistía en alejar de allí a empellones a la supuesta ladrona, yo aproveché para sumergirme en la oscuridad del pasillo que se extendía más allá de la puerta abierta.

No pude contenerme. Lejos había quedado mi deseo de dar media vuelta y regresar a casa. Al final, me vería redimida por descubrir, por indagar más acerca de la doble vida de mi marido. La rabia contenida en mis entrañas necesitaba testificar la vergüenza de Larry al verme allí, frente a su secreto. Solo era eso. Experimentar un tipo de placer hermanado con la venganza. Un placer que acabaría destruyéndome al instante.

Recorrí varios metros del pasillo con el corazón encogido. La luz de emergencia, bajo otra puerta a mi izquierda, me permitió avistar el pomo que me llevaría a lo desconocido. A un mundo en el que solo pensaba encontrar a mujeres y hombres sin ningún tipo de límite para la lujuria y sus perversiones.

El pomo giró bajo mi mano. Una música de estilo chill out sonaba más allá de la pared. Fue imposible. No me dio tiempo a alejarme de mi mayor amenaza, conocida ya por su vejatorio trato a quien osara perturbar la paz del local que custodiaba.

—¿Qué coño haces tú aquí? —bramó el tal Ricky cruzando la puerta de hierro—. Esto no es ningún albergue. ¡Vete a mendigar a otra parte!

El hombre encendió la luz del pasillo. Al verme descubierta, me lancé a abrir la puerta interior lo más rápido posible.

La sombra amenazadora de aquel tipo me sobrecogió hasta tal punto que me temblaron las piernas, impedidas para dar pasos acertados. En un abrir y cerrar de ojos me topé con su pecho sudoroso y con sus manos apretando mis muñecas.

—¿Adónde crees que vas? —me escupió el hombre a escasos centímetros del terror que desprendían mis ojos.

—¡Suéltame, bruto! ¡No soy ninguna mendiga!

—Entonces, ¿qué cojones eres? ¿Una loca fugada?

—Soy un familiar de…, de una mujer que trabaja aquí. Ella me dijo que viniera esta noche a verla actuar.

El adicto a los anabolizantes me soltó las manos. En la cara se le reflejó una serenidad controlada.

—Dime, ¿a quién vienes a ver…?

—Pues…

—¿No sabes que por aquí jamás se entra al Golden? Esto es la salida de emergencia. Además, no dejamos pasar a mujeres ajenas al club por muy familiares que sean, ¿o eso no te lo han dicho…?

—No… —le contesté sumida en un bloqueo mental. Lejos quedaban ya las posibilidades para entrar a ese sitio—. En realidad venía a traerle a mi familiar algo importante… Ropa interior…

—Ropa interior…

—Me… me dijo que los clientes aquí son muy bestias y le han roto la lencería que tenía reservada para toda la noche…, ¿no querrá usted que salga al escenario totalmente desnuda?