La furgoneta de la funeraria llegó a las nueve de la mañana, dos hombres de gris, pero sin pinta de curas, Bustarviejo había muerto a última hora de la tarde, cuando Felipe González salía por televisión hablando de la «dulce derrota» y Aznar y Gallardón y los demás no sabían qué hacer en el balcón de Génova, enseñaban y desenseñaban a sus esposas, y Álvarez Cascos y puede que Rato, Aznar saludaba a la multitud con una media sonrisa triste, era una victoria escasa que le ligaba a los pactos, la verdad es que esperaban más, después de tanto esperar les llegaba un poder pactado, me lo había dicho Bustarviejo, las elecciones ahora no se ganan en las urnas, que se ganan en los pactos, el pueblo estaba silencioso, los de las motos se habían ido a la cama con el pedal, después de pasarse la noche en Génova agitando banderas, y por todo Madrid, asustando a la gente, Bustarviejo murió muy tranquilo, el doctor Fernández tenía inyecciones para todo y mi amigo había dejado su mano derecha, la de los discursos, entre las manos blancas de la señora María, así cascó mi amigo, mi maestro, mi padre, así da gusto morirse, cuando se difundió la noticia del óbito el alcalde mandó un telegrama que llegó de madrugada pero ni pasarse, estaban muy jodidos con la derrota, aquello había sido muy fuerte, Carmen Romero salió por la tele, pero no tenía la sonrisa de otras veces, y los pactos iban a favorecer más al PP que al PSOE, la alegría de Felipe quedaba un poco fuera de lugar, no volvieron a sacar el dóberman, yo soy un socialista que ha perdido a su padre y a su partido en una misma noche, me dije digo, por casa del muerto no apareció nadie, mis compañeros estaban durmiendo la derrota, los dos hombres de camisa gris metieron el ataúd en la furgoneta, «para esto hay que saber», la señora María lloraba en brazos de Flavia y mantenía las manos juntas, como si todavía tuviese entre ellas el calor de la mano del muerto, cuatro vecinas y nada más, nadie sabía lo que hacer hasta que el doctor me dijo, oiga, Asís, póngase detrás de la furgoneta y hale, camino del cementerio, para él era un muerto más, a ver, la única manera de perderle el miedo a la muerte es hacerse médico, la furgoneta arrancó despacio, el Bustar no me había visto ni me había mirado ni me había dicho nada, estaba en un paraíso de drogas y por lo menos moría sin dolor, que es lo moderno de ahora, a mí me parece un adelanto, la mañana prometía hermosa, el pueblo tenía mucho cielo, como había dicho Bustarviejo, y ya a la salida, después de pasar fuentes y semáforos y plazas vacías y vecinas que se asomaban a ver, por si era un muerto de las elecciones, después, digo dije, el compañero del conductor, habían parado la furgoneta, se bajó a decirme que podía subir con ellos y entonces emprendimos el viaje al cementerio a toda velocidad, yo iba casi en cuclillas, sentado en el suelo, con las piernas encogidas y sujetándome a una esquina del ataúd, lo cual que me parecía poco respetuoso, pero la cosa era así, pegaban unos vuelcos fuertes, se notaba que tenían prisa aquellos dos, que nadie les había dado propina, se la daré yo al final, me dije digo, las mujeres no van a los entierros, en mis tiempos las mujeres no iban a los entierros, ahora no sé, pero, desde luego, la señora María no, el ataúd era de ébano o caoba o algo caro, que la pareja tenía posibles, me alegró que el Bustar muriera como un rico, ya que había vivido como un pobre.

—¿Y éste era rojeras, no? Había hablado el conductor.

—Era un militante histórico del socialismo.

—Pues a los socialistas les dieron un buen revolcón ayer tarde, todavía lo comentaba la radio esta mañana. Si escuchamos ahora un poco…

—No irá usted a poner la radio —le dije rápido y cabreado—. Un respeto al muerto, por favor.

—Bueno, si era un político, digo yo que las últimas noticias…

—Digo que se calle.

—Usted perdone.

—No hay de qué.

—¿Pariente del difunto?

—No. Compañero.

—Pues para ser socialista no le han buscado mal ataúd.

—Le voy a denunciar a la funeraria municipal.

Se calló el tipo, estábamos llegando al cementerio. No hay remedio, España es de derechas, me dije digo.

Era un cementerio pequeño y como olvidado que yo había visto en mis paseos con Flavia, en la puerta entrecerrada (puertas de iglesia, enrejadas, traídas seguro de otro sitio), había un curilla como revestido, esperándonos, paró la furgoneta, salté al suelo y me acerqué al cura, quizá el párroco del pueblo, un tipo menudo con cara de pájaro y unos sesenta.

—¿Se le entierra en sagrado?

—El difunto era agnóstico —le dije digo.

—Aquí sólo se entierra en sagrado.

—¿Quiere entonces que le tire a la cuneta?

—Quiero que se comporte, pollo.

Y me recordó al lejano don José de la sucursal de Madrid, que también me llamaba pollo, cosa que me cabrea lo suyo, los dos muerteros también se habían bajado y se acercaron fumando, por hociquear, yo era allí un perdedor, y el muerto otro perdedor, se notaba ya, cuando todavía estaban recontando los votos, que la derecha, la Iglesia y todo eso se habían colocado en su sitio, muy puestos, los muerteros empezaban también a oler a cura, dentro del cementerio había una bruja con pañuelo de gitana en la cabeza, barriendo el polvo, cambiándolo de sitio, y se había parado a mirar la escena, curiosa del muerto famoso que no quería cruz en la sepultura, el muy rojo.

—Pues usted verá —me dijo el cura, que tenía en las manos una cruz alzada, de latón.

—Mire, discutir por estas cosas es como tomárselas en serio, haga usted lo que quiera.

—Yo no tengo la culpa de que el socialismo ateo haya perdido las elecciones, esto de la democracia es cosa del demonio, pero en mi cementerio mando yo.

—¿En sus muertos manda usted?

—La España eterna ha vuelto a triunfar, gracias a nuestras oraciones, y no estoy dispuesto a disgustar al Señor Dios Padre empezando su nuevo reinado con un enterramiento laico.

—Mire, tengo prisa, vamos a acabar esto y dígame cuánto es, porque supongo que ustedes no entierran gratis ni a Jesucristo.

—No blasfeme, joven.

—Bueno, que nosotros tenemos que volvernos, nos espera más trabajo —dijo uno de los muerteros, el conductor, mientras encendían otro pito.

Entre el cura y la bruja abrieron la puerta de iglesia, o de catedral, que quedaba como de mentira en el campo, como de teatro, y la furgoneta entró despacio, con ruido y crujidos de tierra en las gomas, hasta que el cura nos llevó a un paseo lateral y la paró con la mano en alto, yo iba detrás, despacio, entre tumbas muy pobres y muy religiosas, unas abandonadas y otras con cerquete de piedras.

—Aquí sólo se entierran los pobres, Bustar —le dije al muerto—, se ve que los ricos los llevan a enterrar a alguna catedral de Madrid, los Pedral y esos, pero aquí quedas orilla de la señora María, que vendrá mucho a verte, y Flavia y yo también, a ver.

Alguien había cavado unos metros de tierra, sacaron el ataúd y lo posaron junto al hoyo, el cura abrió un libro negro y rezó en latín, luego hizo otras maniobras que recordaba yo de los entierros de la infancia, a este pequeño cementerio no había llegado la reforma de Juan XXIII, aquello de la misa en castellano y todo eso, los muerteros habían dejado de fumar, era la norma, y uno de ellos se fue a echar un vistazo a las ruedas.

—¿Ni siquiera le ha traído usted unas flores a su amigo? Y la bruja se me plantó delante con un ramo de flores, cada una de su padre y su madre.

—Gracias, señora.

—Son mil pesetas.

Le di las mil pesetas y estuve con las flores en la mano viendo cómo los dos muerteros, ayudados por el cura, metían el ataúd en el hoyo, luego, la bruja y un chico que debía de ser hijo suyo estuvieron echando tierra encima con las palas, puse las flores sobre el montón de tierra y el cura puso a la cabecera una cruz lisa, plana, de madera, una cruz como de sacristía, seguro que esta cruz vuelve en seguida a la sacristía, me dije digo.

—Una caridad para la parroquia, por el alma del santo difunto, sólo le pido la voluntad, la costumbre son cinco mil pesetas.

Y el cura me arrimaba un bonete vuelto del revés, donde eché un billete de cinco.

—¿Quiere que le devolvamos al pueblo? —me dijo el chófer, también con cara de propina.

—No, gracias, vuelvo dando un paseo, no hay prisa.

(En el banco ya había pedido la mañana libre.) Por fin, todos me dejaron en paz, se fueron, sólo la bruja del pañuelo, a lo lejos, escardaba cebollinos junto a la fosa común, estuve un rato de pie delante de la tumba, Bustar, amigo, maestro, padre, tú me decías no dejes nunca el partido, el partido es como un padre y te acompañará hasta última hora, ya ves, no ha venido nadie, claro que lo de anoche ha sido muy fuerte, no están para entierros, pero no por eso voy a dejar yo el partido, tú tranqui, la mañana se iba haciendo sola con su sol, sus verdes, sus perfumes y sus pájaros, que viven en los cipreses, con un jaleo de cánticos que no se entienden, son como los antiguos viviendo en la torre de Babel, dejar el partido, Bustar, sería traicionarme a mí mismo y traicionarte a ti, sobre todo traicionarte a ti, el ciprés era la confusión de las lenguas, pero alegraba aquel mísero cementerio, vendremos a verte, Bustar, la señora María seguro que viene a diario, se nace socialista y se muere de lo que se nace, eso me lo dijiste tú, qué sería yo si no fuese socialista, un bergante o un borracho, así andan los de las motos, metiendo ruido porque no creen en lo que hacen, qué importan las miserias, qué importa el alcalde, Bustar, viejo, Bustarviejo, importa el socialismo, que es como la religión del siglo, que es una política y una conducta, ser socialista es comportarse, te debo muchas cosas, compañero, la Flavia y yo vendremos a verte pero no en plan paliza, seguro que la Flavia te deja esto hecho un primor, ya sabes que la Flavia es verde y te va a llenar de nenúfares o lo que sea, nunca te olvidaré porque has sido un amigo, un padre para mí, me di media vuelta para irme, lo de los pájaros en el ciprés era una alegría, qué razón tiene Flavia con eso del ecologismo, la naturaleza está llena de cosas, la bruja seguía escardando allá lejos, salí del cementerio, del cura ni rastro, y emprendí lentamente el regreso al pueblo.

La Dacha, julio de 1999.