La escuela estaba llena de gente, allí se había apuntado todo el mundo, había viejos con un cuaderno de párvulo, viejas que hacían punto, como a veces en la iglesia o en los funerales, chicos y chicas jóvenes, vecinos del pueblo de toda la vida y algún matrimonio joven de las nuevas urbanizaciones, hasta alguna madre con el bebé llorón en brazos.

Flavia les dio las gracias a todos con palabras muy finas y luego pasó a la demostración práctica.

La demostración práctica era yo:

—Y ahora nuestro primer alumno, el señor Asís, empleado de banca, nos va a responder a unas preguntas de botánica. El tema es el que ven escrito en la pizarra: el nenúfar.

Efectivamente, ella había escrito la palabra nenúfar en la pizarra con letra grande y bonita.

—Veamos, señor Asís, ¿de qué color son los nenúfares?

—Blancos o amarillos.

Yo estaba de pie en mi pupitre. Mi respuesta fue acogida con una ovación por toda la clase, como si estuviéramos en los toros. «Les ruego que no aplaudan ni todo lo contrario», dijo Flavia.

—¿Dónde crecen los nenúfares?

—En el agua, entre hojas verdes.

—¿De dónde viene el nombre de nenúfar?

—De Persia, señorita.

—¿Y qué significa?

—Loto azulado.

—¿Puede decirnos algo más del nenúfar?

—Las plantas denominadas nenúfar son de vida acuática, herbáceas, con rizoma fijo al fondo de los estanques, lagos o ríos en que habitan.

—¿Dónde se da el nenúfar blanco?

—En América. El amarillo tiene hojas sumergidas, plegado-ondeadas, y otras flotantes, aovadas…

—¿Qué más?

—Enteras, coriáceas, con peciolo largo, trígono y envainador, flores aisladas, pedunculadas, de cinco a siete centímetros, con pétalos aromáticos y fruto en forma de botella…

Mientras yo hablaba, la señorita Flavia, de espaldas, completaba todo un paisaje de nenúfares en la pizarra, que al final de mi cháchara le mostró al público, o sea, el alumnado, que le dieron una gran ovación.

—Gracias por esta ovación y gracias al señor Asís por su colaboración, pero mi mejor premio sería que ustedes se interesasen igualmente por todos los temas, igual los nenúfares que los tomates de su huerta, igual el perro de casa que los animales sin dueño que todavía matan los chicos por el campo, y a veces los grandes, desde los nidos de pájaro hasta los gatos ancianos o ciegos.

»Pero vosotros habéis nacido aquí, en el campo, y sabéis de esto más que yo. En próximos días trataremos otras materias. Gracias y adiós a todos.

Una niña se acercó por el pasillo, hasta Flavia, y le dio un nenúfar blanco, que ella le pagó con un beso. Aquello fue ya la apoteosis, salir por la puerta grande, como si dijéramos.

Flavia y yo, sentados en el patio de la casa, cuando, ya el pueblo dormía, como dicen en las novelas, hablamos de nuestras cosas y nos cogimos las manos.

—Lo has hecho muy bien, Asís.

—Te prometo que he estudiado hasta en el banco, a escondidas.

—Tengo que ser variada y amena para que esta gente no se aburra de venir.

—Claro que lo vas a ser.

—Mejor están aquí que en la taberna.

—La taberna tampoco es mala, Flavia.

—A la taberna es adonde vais los hombres a hablar de política.

—¿Es que no se puede ser político y ecologista al mismo tiempo?

—Pues claro, hombre. Pero la política española, hoy, ignora o desprecia la ecología.

—Eso también es verdad.

—Pero no vamos a discutir por estas cosas, Asís. Tu amigo Bustarviejo ahí lo tienes para seguir discutiendo de política. Y a mí…

—Bueno, a mí me da miedo pensar que te tengo, o sea, que te puedo perder.

—Así sois los hombres. Siempre con miedo de perder lo que da la vida. Para eso habéis inventado la política, para salvar y aumentar lo que la vida os daría igual sin tanta lucha.

A mí me asombraba cómo la generación siguiente a la nuestra, o sea Flavia, había roto con la política y andaban salvando ballenas, o desasnando a un pueblo del noroeste de Madrid. ¿Qué ha pasado aquí, tan mal lo hemos hecho?, a toda esta gente la salvamos de Franco y les hemos dado socialismo, ¿qué más quieren?

—¿Qué más quieren, Flavia?

—Que les dejéis en paz con vuestras peleas y que hagáis mas cosas prácticas. Que dejéis correr la vida, que la naturaleza siempre acierta, y no os empeñéis en que los árboles también piensen con eso que llamáis «pensamiento único».

—Qué diputada nos hemos perdido, Flavia, amor.

—Quita, quita. No me gustan esas diputadas que chillan por la tele. Se ponen feas.

—Bueno, la verdad es que no son muy guapas.

—Qué salidas tienes, Asís. Por esas cosas te quiero. ¿Quién vino el domingo a casa por la mañana, cuando estábamos durmiendo?

—Mi mujer, la Susan, que anda con los gananciales, como si dijéramos.

—No quiero meterme en tus cosas, pero sabes que eres libre y a mí no te ata ningún compromiso.

Qué finas son las mujeres, me quedé pensando en mitad de la luna llena, y qué fino hilan, no dan puntada sin hilo, de modo que Flavia se enteró de todo y no me ha dicho nada hasta ahora, siempre nos llevan la delantera, lo mismo la Susan que la Getafe que esta Flavia que es ahora mi novia y todavía no me lo creo.

—A ti me ata el amor, Flavia, que ata más que nada y es lo único que ata de verdad.

(Y qué fino de párrafo me estaba volviendo, el contagio de salir con una maestra, tenía que notarse, a ver.) Nos besamos y nos fuimos a la cama, como un matrimonio de toda la vida, tal cual, o mejor como un matrimonio reciente, Flavia en la cama era como muy ecologista, que le ponía afición, o sea, pero no resultaba porno, era como si estuviese nadando o subiendo una montaña, nada de estriptis, al pan pan y al vino vino, que le faltaba un poco de morbo, o sea, son una juventud sana, me dije digo, y la luna que le daba en todo el cuerpo, la luna sí que es porno, me dije digo.