Era un domingo por la mañana, Flavia había dormido en casa y todavía estábamos en la cama cuando llamaron a la puerta, yo ya había conocido que era la Susan, porque siempre pitaba el coche al llegar, hay que joderse y agarrarse para no caerse, no me parece decente que la Susan me pille con una tía en la cama, aunque la señorita Flavia no es una tía, sino nada menos que la señora maestra, bueno está lo bueno, la Susan ha abandonado el hogar, hemos tenido nuestras tiranteces, pero esto de que al poco tiempo te encuentren encamado con otra es como no guardarle luto a la huida, que, huida y todo, siendo tan puta, un día fue la propia esposa.

—Será el lechero —le dije a Flavia, bajando ya la escalera en pijama y descalzo.

Hablando del rey de Roma. Sólo que no era el lechero, sino la Susan, como yo ya sabía. Iba arregladita, en plan sportivo, como se pone ahora la gente los domingos, y olía bien y me miraba a los ojos como si yo hubiera hecho algo malo:

—Buenas.

—Buenas.

—¿Es que no me vas a mandar pasar?

—No son horas, Susan.

—Vengo a por el armario de mi padre.

—Podías haber avisado.

—Ayer te llamé y no estabas en todo el día.

—No me voy a quedar aquí esperando a que vuelvas, tía.

—¿Y ahora, estabas con la Getafe en la cama? La Getafe, pues no ha llovido y me entró la risa, y como la risa era de verdad la Susan se quedó un poco cortada. Estábamos en el quicio de la puerta, la calle vacía, como todos los domingos a esa hora, a ver, y a mí se me enfriaban un poco los pies en los baldosines.

—Esto es una escena, Susan. ¿El armario de tu padre? Anda, pasa y lo ves.

Y la conduje hasta la chimenea, donde tenía amontonadas las astillas para el invierno. La Susan lo veía y no lo creía, se acercó un poco y yo creo que ya por el olor conoció que era verdad, que aquél era el armario.

—Tú eres un cabrón, te voy a dar un bolsazo… Pero le sujeté el brazo hasta hacerle daño. El bolso se le cayó al suelo y le di una patada.

—De hematomas nada, Susan, pues sólo faltaría eso, además de cornudo, apaleado.

—¿Cómo has sido capaz de hacerlo?

—Hablas como en los seriales.

—Una ruin venganza.

—A ver.

—¿Qué te había hecho a ti el armario?

—Olía mal.

—Yo tenía que venir a por él.

—Eso no lo dijiste nunca.

La Susan se sentó en una butaca. No podía con la crisis.

—Esto a mí no se me hace.

—Ni a mí.

—Muy chulo te veo.

—Uno cambia.

Yo tenía miedo de que la Susan intentase subir la escalera y encontrase en la cama a Flavia, aunque supongo que se escondería en el baño, como en las películas. Pero Flavia olía mucho, olía a nenúfar. La Susan, justo, se lanzó a la escalera. La cogí por la misma muñeca que antes.

—Me mancas, cabrón.

—¿Qué buscas, el espejo?

—No habrás hecho astillas también el espejo.

—Lo vendí en el mercadillo del pueblo. Con puerta y todo.

—Pero tú eres un hijo de puta.

—A ver.

Fui a un cajoncito de la cómoda y saqué un billete de cinco mil.

—Toma, Susan, es lo que me dieron por el espejo. Te corresponde.

La Susan me dio un golpe en la mano y el billete cayó al suelo.

—Encima te has vuelto cínico.

—Cada quien lo suyo, Susan. Ese dinero te corresponde. Y si quieres te llevas la leña.

—La madre que te parió.

—Claro.

La Susan miró en torno con gesto de asco.

—¿Y no tienes nada que decirme?

—Nada, Susan, que vamos a perder las próximas elecciones, pero eso ya lo sabes tú.

—Tendrás alguna zorra arriba…

La Susan buscaba bronca como fuese.

—Eso no es cosa tuya, pero la verdad es que no tengo a nadie. Se vive mejor de soltero. Y eso que dices de la zorra, las zorras follan mejor en el automóvil del jefe.

Hizo como que no oía.

—Y llegan tarde a casa, todas despeinadas.

La Susan no iba a entrar a ese engaño. Había vuelto a sentarse. De pronto se puso de pie y salió por la puerta como un rayo. Qué alivio. Oí que ponía en marcha el coche y salía echando leches, de vuelta a Madrid, supongo. Se fue mi mujer, como decían en el tango, qué alivio, se fue mi mujer.

Arriba no se oía nada. El silencio de los domingos. En la cocina me puse a preparar los desayunos, como había visto en el cine, para subírselo a Flavia a la cama, que romántico, pero no dejaba de pensar en la visita de la Susan, había tenido un buen golpe, yo, ofreciéndole que se llevase las astillas del armario, eso ha estado muy bueno, de pronto tuve una revelación, me quedé tieso en mitad de la cocina, con la bandeja en la mano, era una bandeja con flores y animalitos, un capricho de la Susan, creo que lo dije en voz alta:

—La Susan no venía a por el armario, venía a quedarse.

Sonaba terrorífico, así dicho en alto para uno mismo. Y lo malo es que, de no existir Flavia y su amor, yo habría dejado quedarse a la Susan, me habría gustado que se quedase, debo de ser cabrón de nacimiento. Menos mal que un clavo saca otro clavo y la mancha de la mora con otra verde se quita, como yo digo y ya he dicho aquí.

Cogí el periódico de debajo de la puerta y lo puse en la bandeja. Empecé a subir la escalera lentamente. Flavia, mi amor. Ahora dos mujeres por falta de una. Flavia había vuelto a dormirse y estaba divina. Posé la bandeja y estuve junto a la ventana leyendo el periódico, las noticias preelectorales, aunque disimuladas, no eran buenas para nosotros, demasiado doberman, me dije, feliz Flavia que no creía en nada de aquello.