Era sábado y me desperté más tarde, claro, que esas cosas las sabe el cuerpo, pero la Susan ya no estaba en la cama y tampoco se la oía trastear por abajo, ¿y adónde ha ido esa tía tan madruguera?, la huida de la Susan ya me la esperaba yo de un día para otro, pero no sabía si lo iba a hacer en plan Susan Hayward, que era lo suyo, o en plan maripuri, de modo que bajé la escalera en pijama y anduve barzoneando por el salón, allí estaba la carta o lo que fuese, en la mesa camilla, o sea, entre el cristal y el tapete, con un pico asomando, Asís, tú sabes que este momento tenía que llegar, lo nuestro estaba muerto hace mucho tiempo, no has ayudado nada a salvarlo, ya no me querías, creo que lo mejor es despedirse así, tan amigos y para siempre blablablá, qué jodías mujeres, te ponen los cuernos y luego van de sufridoras, claro que todo aquello lo estaba viviendo yo como una película de la tele, como si le pasase a otro, dicen que es un efecto psicológico, tengo que preguntarle al Bustar, pero necesitaba reaccionar, recordé cuando había ido yo, tan ilu, a recoger las llaves del adosado, previo pago, y me había encontrado la casa sin puerta, con una cortina de saco a modo de, la que le armé a aquel guapito de cara, mira qué pronto la pusieron, así había empezado lo nuestro y nuestra verdadera vida matrimonial, y mira cómo termina, un sábado con mucho sol, son las once y el pueblo parece feliz, hay menos ruidos que a diario, la gente parece que los sábados se comporta más, pero necesitaba yo reaccionar, de modo que empecé a buscar por todos los cajones una de mis viejas camisetas, llevaba la tira de años sin usar camiseta, con lo mal que me va a mí eso para el vientre, porque la Susan me había dicho que la camiseta era de señoritos jijas, que un socialista descamisado no usa camiseta, ¿y dónde están ahora los socialistas descamisados?, se me ocurrió subir a ver en el armario del dormitorio, donde me veía todas las mañanas cara de gilipollas en el espejo, o veía reflejada a la Susan en bolas, que todavía estaba buena, haciéndome el dormido, abro el armario y zas, el olor, el jodío olor del armario de mi santo suegro difunto que en gloria esté, aquel armario donde había meado don Antonio Cánovas del Castillo, «huele a España vieja, a la España de Cánovas», es lo que había dicho el Bustar, ¿y para qué coños me había dejado a mí el armario la Susan?, en la carta no decía nada del armario, menudo pedazo de cacho de pieza, y con ese olor, como tener en el dormitorio un cachalote muerto y podrido, con el tiempo te acostumbras a las cosas y ni las hueles, pero de pronto se abría el armario como una tumba que se abre y ya ni camiseta ni nada, bajé corriendo las escaleras, seguía en pijama, y me fui al garaje a buscar la azuela, con la vieja azuela en la mano volví al dormitorio, como un asesino loco, dejé la azuela en el suelo, lo primero es desmontar la puerta con el espejo, que los espejos son de cristal y cortan y se te tiran a los ojos, me llevó mi tiempo desencajar la puerta, que pesaba un huevo, y luego la puse apoyada contra la pared, con cuidado, que si se rompe la luna te llena el suelo de cristalitos y ahora soy yo solo para limpiarlo todo, me gusta andar descalzo por la casa, aunque a la Susan le parece vulgar, pero ahora no está la Susan, es la ventaja que tiene esto del divorcio por lo criminal, y entonces empuñé la azuela y me lié a leñazos con el armario de don Antonio Cánovas del Castillo, como si estuviera echando abajo toda la Restauración, la madera sonaba a ataúd roto, profanado, en otras partes sonaba a hueco y eso impresionaba un poco, cajones, estanterías, rinconeras, todo iba viniéndose abajo, los paneles del fondo los empujé y cedieron en seguida, para no dañar la pared, que es lo que se iba a ver, pero ya con el armario en el suelo seguí atizando, haciendo leña del árbol caído, como yo digo, y allí sacaba astillas de nuestro matrimonio, de nuestra vida, de la mía mayormente, y juntaba un montón de maderamen con llavecitas doradas, incrustaciones doradas y más pijaditas, y lo fui bajando todo, en grandes haces, a la chimenea, que era una reserva para el invierno, ni siquiera me molesté en llevarlo al garaje, el armario ya no olía, las astillas ya no olían a meada de Cánovas, como si se hubiera volado el alma del político o el alma del armario. Caperucita salió huyendo del ruido.

Me senté en un sillón, frente a la chimenea, y allí estuve contemplando mi obra, estaba orgulloso, a ver, como si hubiera matado un gigante, si la Susan supiera, y luego me acordé de la puerta, del gran espejo, lo estuve empapelando con hojas del Marca, y de El Socialista, lo bajé con cuidado al salón y entonces me fui al baño a pegarme una ducha, era sábado e iba a llevar aquella hermosa puerta con luna al mercadillo de los sábados, crucé el pueblo con el espejo a cuestas, claro que podía haberme servido para seguir mirándome, cuando se arregla uno para una fiesta y eso, pero no quería nada que me recordase a la Susan ni a su santo señor padre difunto, el espía del Catastro, el franquista, y aquel espejo era como un símbolo, que hubiera dicho Bustarviejo, un símbolo de la España vieja y de mi desdichada vida con la Susan, fuera con el espejo, en el mercadillo había árabes con marroquinerías de esas que hacen ellos en las petacas y en las faldas vaqueras, y cosas de Ubrique, y luego los del pueblo con frutas y verduras, productos de la tierra, que los moros son más curiosos de manos para el arte y los castellanos somos más campesinos para sacar buenos melones, buen brócoli, buenos albérchigos, el adosado no tenía huerta, lástima, aunque me parece que el regadío lo trajeron ellos, los moros, o sea, que nos lo enseñaron a los españoles, había gente bien del pueblo, los de las grandes urbanizaciones que había denunciado el Bustar, con pantalones cortos, en plan turistas, haciendo turismo en su propio pueblo, como si acabasen de llegar a Marruecos, ellas con túnica larga de flores, como cuando los hippies, alguna casada joven muy hermosa, y se compraban dijes y muñequeras y yo puse mi gran espejo contra la pared, le fui quitando los Marcas y todo se llenó de luz, que la luna era muy grande y reflejaba todo el cielo de por la mañana, que era sábado, ya digo dije, y eso también se nota.

La gente se miraba en mi espejo, más bien la chiquillería, y yo pensaba anda que como pase alguien del banco y me vea en esta tesitura, o alguien de la sede, estás humillando al partido, me van a decir, seguro, pero el que vino fue un hombre maduro, bajetillo él, cuadrado, como vascote, con los ojos un poco juntos y las manos gordas, pero muy cuidadas, estuvo mirando el armario, tocando delicadamente la madera, la labor de ebanistería, hasta que me habló:

—Una pieza interesante. ¿Y el armario?

—Lo tiramos por viejo.

—Yo me lo llevaría para mi casa, que estoy poniendo un estudio.

—Pues ahí lo tiene.

—Buena labor, ya digo, y la luna muy hermosa. Ya me cansaba tanta parla.

—¿Y usted cuánto presenta?

—¿Cómo dice?

Debía de ser un poco sordo, pero con posibles.

—Que con cuánto se abre.

—Usted debe de ser algo morisco, porque no le entiendo nada.

—¿Morisco yo? De Cabestreros, el barrio más castizo de Madrid.

—Buenas putas en Cabestreros —dijo el de las uñas brillantes.

—¿Putas en Cabestreros? ¿Es que me está usted llamando hijo de puta? El barrio más decente de Madrid, gente honrada, castellana que trabaja en lo suyo.

—Bueno, es igual, tampoco se ponga usted en esa tesitura, vamos con el espejo.

—Son cinco mil quinientas y la voluntad.

—En este mercadillo no es uso la voluntad. Y ese piquillo de las quinientas me lo va a quitar usted. Cinco mil y me lo llevo.

El hombre de las uñas lacadas era un buen comprador, a lo mejor un anticuario. Me acordé de la Susan y de su santo señor padre que en gloria esté, y me entraron ganas de regalarle el espejo a aquel julai, que empezaba a caerme y ya estaba desarrugando un fajo de billetes, para pagarme.

—Pues la voluntad se la voy a dar yo a usted —le dije digo—. Ahí tiene el espejo con puerta y todo por cuatro quinientas.

El caballero me miró juntando más sus juntos ojos.

—¿Se está usted quedando conmigo?

—Palabra que no le vacilo. Es que me cae mal a mí el espejito este de Blancanieves.

Llegaron dos tipos que andaban por allí a eso, embalaron el espejo y yo reconté el dinero, que al final fueron cinco mil, pues tampoco quería yo humillar al caballero, sin duda era un caballero, que dio una dirección a los mozos y se quedaba como con ganas de parla, y entonces fui y le dije digo, creo que los dos hemos hecho un buen negocio, para celebrarlo le invito a La Ancha a tomar unos vermús, el caballero asintió con toda naturalidad, tendría unos sesenta, y estuvimos acodados en la barra, mirándonos de frente:

—Sí, señor, un buen negocio. Ese espejo es lo que andaba buscando para mi consulta. De modo que le invito a usted a unas croquetas de marisco.

—El que invita es el que ha cobrado.

—De eso ya hablaremos, vengan las croquetas y un vinito blanco para el marisco.

El caballero, doctor Fernández, para servirle, hablaba lento y simpático, no parecía tener prisa en la vida, y sus manos brillantes se manejaban muy bien con la mariscada, por la hermosa tripa comprendí que era un gastrónomo refinado.

—¿Y cuál ha sido la causa de desprenderse usted del espejo, quiero decir, del armario?

—Estaba ya viejo y olía mal. Mi mujer y yo teníamos disgustos con el armario y esas cosas. Esta mañana decidí hacer astillas el mueble y venirme a vender el espejo, más que nada por quitármelo de encima.

Que no tenía yo ganas, o sea, de explicarle a mi nuevo amigo toda la movida matrimonial.

—Pues perdóneme que le diga, joven, que ha obrado usted con precipitación. Hoy se cotizan mucho las antigüedades y casi todas son falsas, mientras que usted tenía una gran pieza auténtica.

—Mire usted, doctor Fernández, yo soy empleado de banco, para servirle, y lo voy a ser toda mi vida, hasta que me jubile, o sea, vamos, que lo mío no son los negocios, ni las antigüedades.

Seguimos comiendo y bebiendo, La Ancha estaba bulliciosa, como todos los sábados por la mañana, el doctor Fernández se enrolló con las antigüedades, la de cosas raras que sabía aquel hombre, y de repente me di cuenta de que no le estaba escuchando, sino pensando en el armario y que al hacerle astillas había hecho astillas mi vida, el doctor Fernández ya pedía chorizo entrecocido para los dos, aquí hacen divino el chorizo entrecocido, pruebe usted, Asís, pruébelo y verá, había hecho astillas a la Susan, y eso es lo que quería, los cuernos duelen, joder que duelen.