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No llegaron ni a cinco los minutos gastados en el viaje en limusina al lado de mi mayor enemigo. Por suerte, dejaría de besarme al constatar nuestra llegada frente a una de las entradas del Burj Khalifa. Ya desde ese primer minuto y sin todavía apearme del coche, irremediablemente, los ojos se me irían en analizar cada rostro de cada hombre, acompañado o no, dispuesto a cruzar el umbral de aquella fortaleza de acero y vidrio. Ninguno portaba la cara de Cameron Collins. Por el momento.

Desde la ventanilla admiré la ostentación de luz y simetría arquitectónica de aquella maravilla de la construcción inaugurada el 4 de enero de 2010. La última gran torre de Babel que le faltaba por construir al capitalismo, sobrepasado ya el límite de su etapa de mayor gloria, y yaciendo ahora en la agonía a consecuencia de su imparable codicia. En un rápido estudio de Dubái —gracias la Wikipedia y al portátil de la suite de Gloria—, supe que, en 2009, la ciudad había sufrido la explosión de su burbuja inmobiliaria y era ese su arrastre en la economía hasta la fecha. Aun así, el petróleo y el gas del país le garantizarían una reposición en esos últimos cinco años que otros muchos países del mundo, víctimas de la crisis financiera, observarían con celo. Así pues, me hallaba pisando uno de los imperios supervivientes de la recesión económica mundial y, sin embargo, instigador de todos mis miedos e infortunios, y más contando, en esa primera noche, con la «inestimable» compañía de quien mi instinto de supervivencia debiera, cuando menos, haberme alertado.

Percibiendo en el hombro la mano reposada de Alekséi Zharkov, y evitando mirarle más de lo asumible, inspeccioné el frontal por el que accederíamos al Burj Khalifa. El acceso a la torre podía acometerse por varias entradas, de las que era sabido que la más conocida era la reservada a los clientes del hotel Armani, con su dominio delimitado desde la planta baja hasta el piso 39 del rascacielos (más una piscina exterior —la más alta del mundo— en la planta 76). Otra de las entradas principales era la destinada a residentes y empresarios cuyos aposentos u oficinas habituaban el uso a partir del piso 44 y hasta el 154. Y en ese segmento de la edificación, concretamente en el piso 108, estaba la oficina alquilada para consumar el susodicho encuentro de los hermanos Zharkov con Isaak Shameel en poco menos de cuatro minutos.

A escasos segundos de pisar la calle, Alekséi, a la caza de un tema de conversación distendido, recurrió a las curiosidades, por no decir excentricidades, creadas en torno a las magnánimas proporciones del Burj Khalifa. Aquella torre se había levantado con 39.000 toneladas de barras de hierro que, colocadas una detrás de otra, supondría darle un cuarto de vuelta al planeta. Los paneles de vidrio de los que se había hecho uso para su construcción, de forma unitaria y a disposición de una mente ociosa, lograrían revestir diecisiete estadios de fútbol; y la velocidad de los ascensores interiores —los más rápidos del universo— alcanzaba los sesenta y cinco kilómetros por hora.

Forzada al asombro con cada comentario del ruso, me vería saliendo de la limusina tomada de su brazo. Ante mí, las imponentes puertas que el imperio Armani había diseñado para los ojos de los habitantes del siglo XXI con gana de ser embaucados por el lujo extremo.

Sin creérmelo todavía y junto al que iba a ser mi improvisado salvoconducto, comencé a desplegar el paso con intención de mezclarme con los invitados que uno a uno iban sobrepasando la puerta de entrada del hotel Armani del Burj Khalifa.

Dentro del vestíbulo podía apreciarse el universo del diseñador italiano en toda su magnificencia: el color tabaco, su particular seña de identidad, se mezclaba con los tonos del acero y la tierra en un recibidor cuyas paredes de cristal protegían al cliente del intenso sol gracias a la infinidad de estores color beis dispersos a partir de un techo construido a unos catorce metros de altura. Inevitable resultaba darle todo el protagonismo al centro de la sala donde una espectacular estructura con ocho mástiles de acero, cilíndricos y curvilíneos, se entrecruzaban a unos diez metros sobre nuestras cabezas, de tal forma que acababan asumiendo la forma de una cúpula modernista. Aquella extraña obra de arte había sido concebida para albergar, bajo ella, dos ambientes de sofá, abiertos en semicircunferencia. Me llamó la atención el detalle de los cojines naranja en contraste con el tono rey del tabaco en tapicería y alfombras. Porque ningún atributo estaba de más, porque nada en ese hall faltaba, ni sobraba. Y deseé que mi plan contra el que me llevaba consigo hacia el interior del Burj Khalifa fuera igual de medido, de calculado. Imposible. Demasiada improvisación para que todo me saliese a pedir de boca. Algo habría de salir mal. Y alguna cabeza rodaría. Estaba convencida.

Colgada de su brazo, Alekséi Zharkov me hizo dirigir los pies hasta el largo y estrecho pasillo que quedaba enfrentado a nuestra entrada en el recibidor, nada más cruzar por debajo de la estructura de los ocho mástiles. Al fondo de ese pasillo, un ascensor. Esperamos la llegada de la cabina junto a una decena de personas más. Hombres. Mujeres. Seres que me harían compañía en mi ascenso al punto de no retorno. Ninguno era Cameron.

Mi mano se aferró a la manga que cubría el antebrazo de mi «amigo».

Ironías del destino. Zharkov acababa de dar acceso a la única persona capaz de derribar todo el plan de su organización para esa noche. Asesino y salvadora se lanzaban sonrisas cómplices mientras se acercaban poco a poco al objetivo común de ambos: el señor Isaak Shameel.

Subimos hasta la planta tercera. Allí se asentaba una de las salas recreativas del hotel: Armani Oasi. Preciosa en su ambientación moderna y sofisticada, aquel finalmente sería el lugar elegido por el padre de mi hijo para celebrar su fiesta de cumpleaños. Antes de entrar tuvimos que esperar a ser reconocidos por los cuatro hombres de seguridad apostados en la entrada a la sala. Observé a aquellos gorilas de rasgos árabes tan concentrados en su cometido con la lista de invitados que no habría de escapárseles ningún infiltrado indeseado. Como yo. Si alguna cara no les resultaba conocida, muy amablemente le tomaban el nombre para así cotejar su aparición en la lista de asistentes. Y así lo hicieron con la pareja precedente a nosotros. A nuestro turno de reconocimiento, simplemente nos obviaron. Alekséi Zharkov les era de sobra conocido.

Suspiré. Para Valentina Castro hubiera sido imposible adentrarse en aquellos jardines por sus propios medios e ingenio. Solo en compañía de un mafioso ruso como aquel lograría beneficiarme de todos los accesos y lujos propios de la puta de uno de los criminales con mayor y mejor influencia del mundo.

Nada más entrar en Armani Oasi me percaté de que la gente que osaba posar los ojos en Alekséi o en mí terminaba por sonreírnos incómodos, o desplazándose a un lado como si una alfombra roja invisible se desplegara a cada avance de mi acompañante. En aquel ambiente de abundancia y fortuna, el mundo criminal de alto standing creado por los Zharkov gozaba, por así decirlo, de la discreción y silencio de cuantos lo saludaban, no ocurriera que por hablar mal y pronto se levantara alguno, a la mañana siguiente, con un tiro en la frente.

Las bandejas de los camareros y doncellas salpicaban de brillos a cerca de doscientas personas congregadas alrededor de decenas de ambientes complementados por butacones de mimbre, lamparitas y mesitas de madera de color cereza. A nuestra derecha, y alzando un tanto la vista, se divisaba una grandioso ventanal —ocupando todo el frontal del local— donde se desplegaba y podía admirarse la luminosa noche de una incansable Dubái. Más allá, al fondo de la sala, se abría la salida a una amplia terraza donde también se congregaban más invitados, envueltos en el humo de esos tabacos con aroma cosmopolita.

La música chill out (similar a la elegida para el Golden’s Club) ofrecía el clima idóneo al glamour y la sofisticación reinantes, y entre canapés y cava, los amigados al príncipe árabe no dudaban en lanzarse conversaciones insustanciales, exentas de toda naturalidad gestual. O eso a mí me pareció; como si nadie allí se conociera y se vieran todos obligados a tenderse la mano para no dar evidencias de su soledad y poca sociabilidad.

Analicé mi presencia allí: de cintura para arriba aparentaba ser la complacida y complaciente compañera del invitado más temido de toda la fiesta. De cintura para abajo, no era más que la estúpida camarera del barrio de Adams Morgan que con un horrible temblor de piernas se iba a enfrentar a toda una legión de mafiosos. Gracias al vestido de Elie Saab, el miedo que me arreciaba en las pantorrillas quedaría ensombrecido a ojos espías. «¿Quién es la mujer que trae Zharkov?». «¿Pertenecerá a la organización rusa, o tan solo se trata de una prostituta cualquiera?». «¿Cuánto le durará viva?»: esto y más pude leer en las miradas que eran testigos de mi andar entre la crême de la crême de los Emiratos Árabes. Deseché de inmediato la consideración de todo prejuicio creado por mi presencia allí, y me centré en el objetivo: tenía que encontrar a Cameron entre esa gente antes de dar a la Emperatriz Roja la oportunidad para sacar sus garras. Pero ¿cómo la reconocería? ¿Estaría esperando a Cameron agazapada en algún rincón de la planta 108, o habría preferido ocultarse entre los invitados en aquella sala?

Por lo pronto, no me había topado aún con el anfitrión de la fiesta. Y me alegraba por ello. Si Muhammad me sorprendía allí metida sin su consentimiento, todo podía acabarse. Para mí. Para Cameron. Así que con la cabeza gacha y conducida por Alekséi fui tomando posiciones hasta el centro del local. Para evitar inseguridades de última hora, enfoqué mi recuerdo en las palabras que había oído pronunciar a aquellos dos hombres sin rostro en el Golden’s Club. Las palabras que me habían llevado directa a recibir los besos de mi enemigo esa noche:

«—Si esa misión no resulta como esperamos, supongo que existirá un plan B…

»—Si la hermosa sonrisa de Katrina no consiguiera hipnotizar a Shameel, o si se produjera cualquier imprevisto contra el plan de los Zharkov, ella, nuestra Emperatriz Roja, tendría total disponibilidad para abortar la misión con bonitos fuegos artificiales…, ¡boom!

»—Cuando los Zharkov se ponen seductores no hay quien los aguante.

»—Cierto es que nadie se resiste a la belleza de nuestro arsenal pirotécnico».

¿Qué pretendía la mafia de los Zharkov esa noche? ¿Hacer saltar por los aires el Burj Khalifa si por algún casual alguien les saboteaba el secuestro de Shameel? ¿Sería yo la responsable de la muerte de las miles de personas que a esa hora se alojaban en el edificio?

Envuelta en mis pensamientos, al final, me induciría a un mayor cúmulo de nervios. «Mente en blanco, Maddie. Concéntrate en reconocer a esa Katrina. Tiene que estar cerca. Muy cerca».

Estudié a toda mujer que me rodeaba. Más de la mitad eran de rasgos occidentales. Rubias, morenas, pelirrojas… Cualquiera de ellas podría ser esa Emperatriz Roja.

Alekséi me ofreció una copa de cava reposada en la bandeja de una camarera que pronto desapareció de nuestro lado.

—Ven conmigo. Vamos a saludar a unos amigos.

Asentí con la cabeza. Mi compañero me llevó hasta un círculo compuesto por ocho personas de nacionalidad rusa. Zharkov me presentó con cierto pudor a todos ellos. De entre los recién conocidos capté enseguida la enigmática mirada de una guapa mujer de cabellos castaños. Su sombra de ojos verde combinaba a la perfección con su vestido de noche. Con estudiado sigilo y aprovechando la distracción del círculo de amigos, la mujer se acercó a Zharkov y le susurró al oído unas palabras que terminaron en sonrisa y en indiscreta mirada sobre mi cuerpo. Después volvió a su lugar, frente a mí. Levantó su copa desde la distancia animándome a imitarla. Levanté la mía en consecuencia.

Era ella. No podía ser otra. La Emperatriz Roja. No obstante, me instaría a dudar acerca de las verdaderas intenciones de aquella amiga de Zharkov. ¿Buscaba acordar con Alekséi el momento para acercarse a Cameron, o pretendía montarse un trío con Alekséi y conmigo? Estaba claro: no la perdí de vista durante los minutos que duró la charla amistosa del mafioso con sus conocidos.

Esperé unos minutos, postergada en la conversación por mi desconocimiento de la lengua rusa que hermanaba a los allegados al capo. Contemplé la serena actitud de Alekséi. Al parecer no se movería de aquel local pese a planear —a una hora como aquella— su cita con Isaak Shameel en la planta 108. Así se lo había oído a su secuaz en el Golden’s Club. Con un pañuelo sacado de mi bolso de mano me sequé el sudor bajo los párpados. Me asustaba intuir cambios de última hora en los planes de aquel criminal. Y decenas fueron las hipótesis que me rondaron por la cabeza para dilucidar qué o quiénes atentarían contra Cameron en apenas unos minutos.

Elemental. Alekséi Zharkov, la cabeza visible de la banda, no correría ningún riesgo, y menos cuando se preveía, al menor ataque enemigo, la activación de una bomba en el interior del edificio. En la planta en la que nos encontrábamos, la tercera, habría más posibilidades de escapar de imprevistos o derrumbes mortales. Sería Katrina (y su droga anestésica) la que se encargaría directamente de la víctima, allí donde la esperase. Después, los demás secuaces, infiltrados en el edificio, arrastrarían el cuerpo caído de Cameron para llevárselo a cualquier zulo donde torturarle a preguntas para después enterrarlo en cualquier hondonada del desierto.

Un hombre, supuesto amigo de Alekséi Zharkov, resolvió dejar una conversación a medias para sortear las espaldas de varios de sus colegas con el fin de llegar hasta mí. Era muy delgado, de rasgos eslavos muy acusados, de unos cuarenta años, nariz aguileña y sonrisa sagaz. La expresión que me dedicaron los ojos, saltones y azules, me alejó de inmediato de cualquier sentimiento afín a la avenencia.

—Me llamo Yuri Pávlov —me dijo tendiéndome una mano huesuda—. Y permíteme decirte que alabo el gusto de Alekséi por las mujeres.

—Valentina —conferí sometida a presentaciones.

—¿Es la primera vez que vienes por Dubái?

—Sí…

—¿Es de tu agrado?

—Es… llamativa —le contesté rebatiéndome la dudosa elección del adjetivo que habían elegido mis reflejos para calificar a la ciudad del lujo exacerbado.

—Norteamericana, imagino…

—Sí.

—Vuestro acento es inconfundible… —prosiguió. Y percibí al instante el asiento de las patas del moscón sobre la hoja en que recostarse—. Estuve en Washington a finales de septiembre. En la semana en la que inauguraron la nueva cúpula de vuestro Capitolio…

—Ah, sí… —respondí a tiempo para darme cuenta de lo mucho que me sonaba ese siseo del inglés con profundo acento ruso.

Todo mi interior se revolvió. ¿Podría ser ese tipo el propietario de la voz detonante de mi aventura por salvarle la vida a Cameron? ¿El hombre ruso sin rostro al que hube de pillar en el Golden’s Club revelándole a su compinche estadounidense el plan que llevarían a cabo en tal noche como esta?

—Vosotros los estadounidenses, siempre con la manía de hacer espectáculo de todo —rio el ruso creyéndose adulador de oídos—. Y os alabo el gusto, no creáis…

Debía cerciorarme de si Alekséi, sabiéndome incómoda con ese tipo, podía requerirme a su lado. Era clave no violentar al salvoconducto, y ni mucho menos darle cualquier indicio de desconfianza, ya fuera con sus conocidos o no. Pero antes saldría de dudas sobre si ese larguirucho famélico se había cruzado o no en mi pasado por el Golden.

—¿Le gusta Washington? —le pregunté decidida—. ¿En qué hotel se alojó?

—Majestic Warrior. Negocios…, ya sabes.

Lo miré. Lo escuché. La voz resonando en mi recuerdo. Esa dejadez de las sílabas finales. Era él. No había duda. El hombre ruso que había oído conspirar en las tinieblas del club del Majestic Warrior.

—Nunca he estado en ese hotel —proseguí valiéndome de un ademán que resultase natural a su vista—. Pero me han dicho que tiene una decoración interior fascinante…

—Y no quieras saber lo cómodas que son sus camas… —resolvió el tipo trasladando el brillo de su mirada a terrenos por los que la depravación y el vicio campasen a sus anchas.

Alekséi regresó en el mismo momento en el que mi pundonor se había preparado una contestación lejos de resultar comedida, o cuanto menos moderada, para el «amiguito» del capo.

—¿Qué pasa, Yuri? —dijo Alekséi portando en los ojos el instinto mismo del zorro—. ¿Entreteniéndote por el camino?

—La próxima vez, querido Alekséi —masculló el amigo—, asegúrate de que mujeres como esta tengan alguna hermana gemela. Lo digo por si quieres que siga teniéndote estima…

—Por la vida que te ofrezco… —le refirió su jefe—. Claro que me tendrás estima…, y lo que te queda, camarada Pávlov… Y lo que te queda.

El recién conocido me cogió de la mano y la besó con inquietante cortesía.

—Un placer, señorita.

La espalda de Alekséi se entrometió sin darle más cancha a quien ya le resultaba molesta su presencia. Un solo paso le sirvió para crearse su propio muro de indiferencia.

—Piérdete, vamos… —le sonrió a su colega de la misma manera que suele hacerlo la serpiente frente al inofensivo ratón de campo.

Yuri Pávlov desapareció de mi vista al crearse la pared formada por los hombros de Zharkov. Me encontraría de lleno con la víbora escupiéndome toda su atracción mortal:

—A veces las fieras se me descontrolan… —me dijo Alekséi—. Mandaré que lo degüellen por dirigirse sin mi permiso a mi Emperatriz de la Belleza.

Volvió a besarme. Y la lengua venenosa copó buena parte de la boca. No obstante, rodeados de sus amigos, se abstendría en desatar su pasión conmigo, por lo que después vio más propio rodearme la cintura con su brazo izquierdo, imitando el cierre de una firme correa.

Cerrado mi episodio con Yuri Pávlov, al que, sin él saberlo, yo había escuchado por segunda vez en cuatro meses, me vi inesperadamente vencida al acorte de distancias con Zharkov.

Incómoda, di pequeños sorbos a mi copa de champán francés. Era un hecho. Ante la tensión suscitada por verme allí rodeada de criminales, se me acabaría de repente la palabrería de zorrilla de tres al cuarto convenida para los oídos de mi improvisado salvoconducto. Hubo un largo silencio entre los dos. El más inadecuado. El más contraproducente. Era obvio que desde mi anclada posición junto a Zharkov no lograría atisbar objetivos. El tiempo corría, y no precisamente para bien.

Debía encontrar a Cameron y sacarlo del edificio cuanto antes.

—Voy a dar una vuelta por el local. Desde aquí la terraza parece un sitio digno de visitar… —le susurré a Zharkov.

—De acuerdo. Te acompañaré.

—No —le dije. A continuación, me aseguré de regalarle la más bella y amplia de las sonrisas—. Quiero que te quedes con tus amigos. No quiero interrumpir tu encuentro con ellos. Pero para el próximo año te aseguro que me verás hablando ruso, porque parezco una auténtica idiota tan callada y sonriendo sin parar.

Zharkov se echó a reír. Era exactamente lo que quería. Relajar al enemigo en el momento crucial de mi escapada.

—Está bien. Pero no te vayas muy lejos. —Me besó en una mejilla y me dejó marchar.

En ese momento, la mujer del vestido verde aprovechó para guiñarme un ojo mientras mojaba los labios con el champán de su copa. Yo hice como si su mensaje cómplice me hubiera pasado inadvertido. «Sé que eres tú, maldita zorra».

Todo indicaba que la Emperatriz Roja disponía de un fabuloso tiempo antes de echarse encima de Cameron. Lo que no sabía aquella mujer, de identidad ya descubierta, era que la hipotética puta de su amigo Alekséi estaba a punto de desbaratar todo el trabajo que le había confiado su organización. Me adelantaría a ella y le robaría a la víctima.

Me perdí entre los invitados. Ninguno atesoraba los rasgos de Cameron Collins. Fui hacia la terraza. Hice grandes esfuerzos por aparentar tranquilidad en el paseo. Los músculos de las piernas acumulaban tensión hasta el punto de añadirme un fuerte dolor en los lumbares. En la terraza tampoco estaba. Ni rastro de él.

Planta 108. Debía de haber subido directo a la planta 108. En mi reloj de pulsera, las nueve y cinco. Me faltó la respiración. ¿Lo habrían secuestrado ya? ¿Matado?

Di al menos dos vueltas por la terraza, las suficientes para no despertar la curiosidad de Zharkov, que no cesaba en vigilar mi paso desde la distancia y a través de la cristalera que nos separaba. Volví a meterme en el interior del Armani Oasi, con su aroma a jazmín e incienso. Busqué una salida opuesta al posicionamiento de Alekséi, quien ahora se enfrascaba en una conversación con la mujer del vestido verde. Era el momento de escapar, de adelantarse. Hora de subir hasta la planta 108 y enfrentarme a lo que el destino me tuviera reservado. A mí y a mi hijo. Atravesé algunas conversaciones en inglés, a lomos de todo tipo de acentos, inducidas por la inusitada tardanza del príncipe. «Qué extraño… Muhammad nunca se retrasa ni cinco minutos». «Estará preparando alguna sorpresa para todos…».

Mientras las hipótesis bailoteaban por el habla de los asistentes, el príncipe seguiría sin dignarse a aparecer, momento en el que la portadora de su bastardo haría mutis por el foro. Pero en cuanto se me ocurrió acelerar el paso hacia una vía de escape secundaria, un hombre, apuesto, con cierto parecido a Cameron Collins, convino en obstaculizarme la salida.

—¿Puedo invitarla a una copa? —me soltó tan seguro de su belleza como de su galantería. Era estadounidense, de eso estaba segura—. La he visto entrar con el señor Zharkov y me gustaría compartir con usted un rato de charla. ¿No me estaré metiendo donde no me llaman?

—No puedo entretenerme demasiado. Si me permite, tengo que salir un momento…

Me tomó del brazo con fuerza. Se aseguró de aproximar el cuerpo lo suficiente como para que nadie se percatase de su sobrepaso. Acercó el rostro al lance de mi desconcierto. Su mirada expelió un mensaje contradictorio a la amabilidad de su palabra:

—¿De Estados Unidos? —insistió el tipo con un velado tono al borde de la amenaza—. Quisiera brindarle la posibilidad de divertirse con un paisano. Soy de Seattle, ¿y usted?

—¿Qué está haciendo…? Me hace daño. Suélteme.

Su garra se desprendió de mi brazo al percatarse de la proximidad de Alekséi Zharkov. Como un gato escabullido, el desconocido de Seattle desapareció entre un grupo de invitados para nunca más aparecer.

—No puedo dejarte sola ni un momento —remarcó el ruso recién llegado a mi lado y con la mirada clavada en la senda de evasión usada por el norteamericano—. Por lo que veo, los buitres acechan en cada esquina… Debí haberme traído la recortada… ¿Te estaba molestando?

—No, no. Era de mi país… Creía conocerme y…

—Creía conocerte… —siseó el mafioso—. ¿Cuándo van a cambiar algunos sus estrategias para echar un polvo? Es indignante. Con esos ejemplares sueltos por ahí, no me extraña que las mujeres nos tachéis de simples. Lo mataré… ¿Quieres que nos sentemos en algún reservado?

Una punzada en el estómago me advirtió de pronto que aquel estadounidense había intentado distraerme, o al menos detener mi deseo por escapar de allí. Y lo había conseguido. ¿Quién era ese tipo con rasgos tan parecidos a los de Cameron? ¿Qué podría saber sobre mí?

De la mano de Alekséi me dejé arrastrar hasta un cuadrado de sofás frente a la ciudad hermosamente iluminada por el artificio. Nuestro asiento se vio acompañado enseguida por la mujer del vestido verde, a la que mi instinto había comenzado a catalogar desde el primer momento como la Emperatriz Roja. Pero ¿sería esa mujer mi mayor enemiga? ¿Esa que me sostenía la sonrisa en silencio sin otro fin que tomarse delante de todos una copa tras otra?

—Me llamo Theodora. —Su lengua ligeramente adormecida por el alcohol me acercaría al desatino de mi instinto en aquella noche. Era imposible que esa mujer fuera la implacable secuaz rusa, a no ser que los Zharkov hubiesen confiado la captura de Isaak Shameel a cualquiera que se prestase.

Retomé la atención en Alekséi, después en sus amigos rusos, sentados a nuestro lado y sin ningún simpático motivo que los invitara a conocerme, a excepción de la más borracha de todos ellos. En el grupo había otras dos mujeres. Distraídas. Sin la menor tensión en los instantes precedentes al supuesto ataque contra el objetivo. Ninguna tenía pinta de sostener el cetro del crimen de la mafia Zharkov.

Las nueve y diez. Y los Zharkov seguirían sin actuar, o al menos sin iniciar el plan que habían elaborado cuatro meses atrás y al que, de improviso, mis oídos habían accedido. Sin quererlo me encontraba de vuelta en la encrucijada. Habría que buscar una nueva excusa que me llevara de inmediato a subir hasta el piso 108. Sutil y discreta.

Inspeccioné el territorio colindante. A la espera de terminarnos la copa de champán, Alekséi, sentado a mi izquierda, toqueteaba la pantalla táctil de un supuesto iphone surgido de un bolsillo interior de su chaqueta. En el teclado digital vi al ruso marcar una combinación, una contraseña: «X322X». La pantalla del aparato quedó iluminada al instante. Un menú de contactos se extendió ante la atenta mirada de Alekséi. Eligió un nombre a mitad del menú. Lo pulsó. Se levantó del sofá y marcó distancias conmigo, las suficientes para que nadie, ni yo misma, lo escuchásemos, aprovechando además las carcajadas falsamente acometidas de sus amigos rusos a mi derecha. En dos minutos recuperó su posición a mi lado. Cual lince al acecho, Alekséi Zharkov esgrimió su visión al frente acompañándose de un leve descender de la cabeza. La sangre se me heló en las venas. Una orden de salida. Su orden de ataque. Con cuidada discreción desplacé la mirada hasta el receptor de aquel mandato. Sorteé dos, tres círculos de personas, hasta dar con ella, cerca de la puerta que convidaba a pisar la gran terraza. Una camarera, de cabellos cobrizos recogidos en un estirado moño en la nuca, se había dado por enterada. Llevaba puesto un uniforme negro compuesto por chaqueta y pantalón a medida. La camisa blanca salpicaba de contraste su atuendo. Al ademán del ruso, la sirviente posó con absoluto recato su bandeja de copas sobre una mesa cercana. Levantó una de esas copas, la más llena, y se la llevó a los labios. Se bebió el champán de un solo trago. Distinguí de pronto un profundo arañazo en su mejilla izquierda. Aún los bordes de la herida se encontraban enrojecidos desde que Alekséi le había cruzado la cara esa tarde.

Era ella. La novia desaparecida. La mujer a la que había ofrecido mi ayuda en el momento justo de darse a la fuga por el pasillo del hotel The Address.

No había vuelto a ver a aquella mujer. Hasta ahora.

La camarera pelirroja, con cejas enaltecidas y mirada ausente, caminó por entre la distensión de los invitados y se detuvo a escasos dos metros de una salida. La salida. Se palpó el muslo derecho. Se aseguró de que aquello que mantuviera oculto bajo el pantalón no se le escurriese mientras subía la escalera. Podía ser cualquier cosa: una pistola, un detonador, una jeringuilla con el nombre de Isaak Shameel marcado en el tubo bajo la aguja.

Segura de sí misma, la camarera abandonó la sala Armani Oasi creyéndose ajena a miradas. Libre para actuar. Buscaría un ascensor que la llevase a la planta 108 para darle el golpe de gracia a su próxima víctima.

Era el momento. Se había descubierto ante mis ojos: Katrina, la Emperatriz Roja, daba por iniciada su misión.

—Tengo que irme un momento —le susurré a Alekséi.

—¿Adónde ahora? —me preguntó un tanto cansado de mis idas y venidas.

—Al tocador… —aventuré a decir—. He oído a un par de mujeres que los baños son una delicia y soy una fanática de la buena decoración.

OK. Pero no tardes —suspiró airado—. En cinco minutos nos vamos. Quiero estar fuera por si estallan los fuegos artificiales…

—¿Fuegos artificiales? —repuse. Estaba claro que mi acompañante hacía referencia al plan B de la organización: hacer explotar la bomba que activaría Katrina solo en el caso de que el plan A no llegase a buen puerto. Perpetué mi sonrisa más inocente a sabiendas de que a ojos del ruso yo no era más que una ingenua y estúpida zorra común. Así que se me ocurrió decirle—: ¡Qué bien! ¡Me encantan los espectáculos de pirotecnia!

—Ese espectáculo puede resultarte demasiado… impactante. Es una molestia para el tímpano más que nada.

Le ofrecí los labios una vez más. Aguanté una nueva convulsión en las vísceras.

—Vuelvo enseguida —ronroneé cual gatita obediente.

Atravesé la sala con la mano derecha aferrada a mi bolso de mano de raso. Por previsión había metido en su interior un par de cosméticos y pañuelos de papel. El dinero y toda mi documentación los había guardado en un bolsillo de mi maleta bajo una cama del apartamento de Muhammad.

No se me pasó por la cabeza echar la mirada atrás, como tampoco imaginar a Alekséi descubriendo mi huida por una puerta que nada tendría que ver con la de los cuartos de baño. Cinco minutos; ese iba a ser el tiempo que mantendría quieto al menor de los Zharkov. Pasados esos trescientos segundos, todo cambiaría. La estadounidense se ausentaría más de lo debido y Valentina Castro pasaría de ser la puta confiada a la mayor enemiga del clan Zharkov.

No habría tiempo para más disimulos o rectificaciones. Ahora o nunca.

Siguiendo el rastro de la camarera, caminé por un pasillo hasta dar de frente con las puertas de dos ascensores destinados exclusivamente a la zona residencial del edificio. Seis personas acababan de subirse en el situado a mi izquierda. Antes de que las puertas se cerrasen reconocí la cabellera roja de Katrina, al fondo.

Por suerte, las puertas del ascensor de la derecha se abrieron a los pocos segundos de haber perdido de vista a la criminal rusa.

Entré en la cabina. Sola. Mis dedos pulsaron el botón 108. Las puertas se cerraron.

El ascenso más rápido del mundo, testigo final del último de mis viajes.

Por maravillas de la tecnología, la presión ejercida en la subida hasta los dos mil pies de altura apenas resultó mínima. No podía decir lo mismo sobre la presión ejercida en el sistema nervioso, que hacía grandes esfuerzos por permanecer estable. La situación no podía tornarse más tensa. Para mi desgracia, se me ocurrió imaginar cómo un tiro se descerrajaba en la cabeza nada más abrirse las puertas del ascensor. La ansiedad en mi respiración tomó posiciones. «Tranquila, Maddie. Tranquila…».

Pero sabía que, a partir de ese instante, un movimiento en falso significaría mi despedida del mundo. Todo era cuestión de suerte. Sí. Cuestión de suerte.