CAPÍTULO 165

Última Batalla De Aniquilamiento
(El asalto A Monitoria)
(fin de Personaje Iseka, segunda parte)

Escuchamos La Lanza de Wotan. Empuja la fuerza dramática del leit motiv mediante el corno francés y el trombón, que unidos nos dan las tubas o trompas wagnerianas. El tema se escucha como fondo —en primer plano sonoro hay un gran silencio—, una vez y otra, como en la entrevista entre Mime y El Caminante.

Estamos en Bayreuth. Director. Hans Richter. Intérpretes: Lilli Lehmann, Albert Niemann y Amalia Materna; primeros cantantes del mundo que han de interpretar El Anillo.

En las cavernas subterráneas de Niebelheim, los hombres de la junta militar de Soria y los rusos fabrican armamentos sin tregua.

Como en una epopeya de épocas legendarias, dando gritos salvajes, las walkirias se lanzan a la batalla vestidas con sus arreos de combate. Son Brunhilda, Gerhilda, Helmwige, Sigruna, Rosewisse, Grimgerde, Waltrauta, Ortlinda y Sverlcita. Se enfrentan en lucha con los Evtushenko VI del cielo, hechos con uñas de muertos y mandados por el Antiser. El combate entra en confusión. Así como es arriba es abajo. La batalla terrenal es un espejo de la guerra celestial. Desde lejos el Dios del Mal sonríe, mientras contempla todo, glorificándose en su pompa tenebrosa. Se oye en breve pasaje el leit motiv del Antiser, junto a La Renuncia al Amor. Su personalidad al principio actúa en tono bajo, sin ser observada. Luego continúa haciendo de las suyas pero de manera visible: las bombas, al caer, silban sus agudos como rápidas semicorcheas picadas. Abajo responden los sordos graves de las explosiones. Como si fuera interpretado sobre un piano de un kilómetro de extensión, con miles de teclas, pero del cual el pianista, y de acuerdo a la partitura, sólo utilizase los pocos cientos de metros cercanos a los extremos ultra e infrasónicos, Siguen las semicorcheas, cada vez más agudas, alternadas con otras progresivamente graves, hasta que se termina la escala en ambos extremos del instrumento.

Como respuesta escuchamos una vez más el desafiante motivo de La Espada. El Antiser, idénticamente a pasada oportunidad, pretende contestar burlón con una distorsión del mismo Leit motiv, Pero esta vez le salen mal las cosas: no bien se insinúa lo aplastan los compases de otro tema, reservado para el último combate.

El Kratos de Campo de Marte y su ínfravicesubsecretario contemplaban esa noche los incendios y explosiones en Monitoria, desde la parte exterior al aire libre —la terraza propiamente dicha—, de Terraza de las Águilas. Este era uno de los pocos edificios de la ciudad que aún conservaba sus pantallas defensivas. Hallábanse, por lo tanto, protegidos por un cono de energía. A veces, sobre la invisible cúpula, estallaban bombas congeladoras, trazadoras o disparos láser, pero sin causar daño alguno por un tiempo, y hasta que los campos de fuerza dejasen de funcionar, estarían seguros.

La terraza era casi un jardín escultórico suspendido, tanto por su arquitectura tan especial, con altiplanicies yuxtapuestas, escalinatas amplísimas y caminos en arco iris, como por sus enormes águilas de piedra con alas extendidas en victoria; actitud esta mantenida y conservada por las memorias de lo lítico, que es uno de los pocos materiales del mundo con resistencia suficiente como para estar blindado contra la maceración ideológica del derrotismo y la duda teologal. Bajo el águila del centro, la mayor, había una leyenda grabada en tecnócrata:

Haceos como las piedras que, si uno quiere, sienten.

Y siempre recuerdan.

Era la única inscripción en todo el vasto grupo arquitectoescultórico.

Gases rojos, lenguas amarillas, emanaciones naranjas, volcanes arrojando vidrio, fundido. Mirando todo ello, dijo el Kratos a su Infravicesub:

—Nuestro fin nos llega con una aurora boreal tras otra.

El aludido volvió su cabeza para observarlo con atención. Tornó luego a contemplar el espectáculo y contestó:

—Ni se le ocurra repetirlo ante el Monitor.

—Pero por supuesto que no. ¿Acaso me cree tan idiota?

Porque después del suceso de los Tensores, el Monitor —quien antes de ello fingía no escuchar las opiniones derrotistas y no las castigaba— había prohibido nuevamente hablar de la derrota. Volvió a tener plena vigencia el decreto según el cual toda vacilación o duda con respecto a la victoria, por leve que fuera, sería castigada con la muerte. Ni siquiera cuando Arnaldus el Enorme —la explosión de los laboratorios del profesor, al fundir el plomo, rompió el bloqueo astral— le dijo cómo habían sucedido las cosas, pormenorizadamente, varió su actitud. Según él, todos habían dudado. Caso contrario, los Tensores habrían corrido a los rusos hasta Vladivosrok.

Al principio, Arnaldus intentó disuadirlo. Con toda paciencia le explicó que por puro milagro los Tensores no estallaron antes. Si aquel sabio chiflado hubiese colaborado con ellos, en lugar de trabajar solo, otros habrían sido los resultados. Pero tal como fueron las cosas… «Usted cállese. Dijo que ya no había posibilidad alguna. En sus horóscopos no apareció el profesor ni nada. Cuando los tensores comenzaron a actuar fue el primer sorprendido. A buena hora me cuenta todo: después de que ya pasó. Ahora, como castigo disciplinario, delante de mí sólo podrá expresar toda clase de ideas victoriosas. Si no sabe, invente. No me venga con frases altamente maléficas tales como “hemos perdido” y otras. Esta nueva actitud, que yo le ordeno, sólo traerá beneficios para usted. Cambiará su vida. Ahora soy yo quien le hace un horóscopo y créalo como si fuese del Oráculo de Delfos: dentro de algunos años usted me dará la razón y vendrá a pedirme disculpas. Ahora retírese y no vuelva hasta que tenga horóscopos magníficos, monitoriales. A mi lado sólo quiero gente espléndida. Usted tiene que ser superior al mentecato de Ricardo Wagner, que no contestó mi carta. En vez de hacer que Wotan ganase la guerra, no se le ocurrió mejor cosa que cubrirlo todo con las aguas. Ésa es la prueba más evidente de que anda mal de la cabeza. Ya hace tiempo que he advertido que los razonamientos de Wagner y los datos con que cuenta dejan muchísimo que desear. Estoy cansado de los incompetentes que no saben darle un buen final a sus obras. Estoy harto de nihilistas y terroristas teológicos, de esos que colocan bombas metafísicas. En vez de dar con coraje un paso al frente y decir vigorosos y viriles: “¡Viva! ¡Viva! ¡Hemos triunfado! ¡Tecnocracia en todos los frentes!”, pues no: temerosos como gurruminos endebles, van y se esconden en los rincones. Hasta un niño se daría cuenta de que vamos a triunfar. Que todo vaya como el culo es, justamente, la mismísima prueba. Ahora váyase y tráigame un horóscopo como la gente».

Arnaldus, anciano de setenta y cinco años, asintió y se retiró resignado. El otro había sido injusto con él pero lo comprendía. Sabía que el Monitor, ahora, estaba absolutamente loco. Sin embargo, no era por eso que no se enojaba.

Eusebio Aristarco, Kratos de Campo de Marte, luego de su respuesta se abstrajo en la contemplación del cielo. Doquiera dirigiese su vista veía las líneas indelebles, con un rojo de dibujo animado, efectuadas por las bombas trazadoras de los sorias. Habían caído tantas sobre la cúpula energética de Terrazas de las Águilas, que su invisible forma espacial ahora podía adivinarse gracias a ellas. Aquellos segmentos de recta parecían un gigantesco sistema de vectores, paralelos entre sí, orientados agresivamente contra la ciudad que estaba debajo del cielo. Cada trazo rojo, cuando por fin se borraba, era reemplazado por otros. El Kratos, con su mente técnica y sin darse cuenta, comenzó a efectuar cálculos en forma automática: «¿Cuál será la resultante o suma de ese sistema vectorial y dónde estará situada?». Al percatarse del absurdo de sus pensamientos sonrió levemente. No obstante, por razones lúdicas, preguntó al Infravice:

—¿Cómo podríamos hacer para calcular la resultante de todos estos vectores?

El otro no se mostró extrañado ante la disparatada pregunta. Comprendiendo en el acto a que vectores se refería, preguntó a su vez:

—Depende. ¿Cómo medimos los vectores? ¿Por el peso de las bombas?

—Y claro. No hay otra manera. La energía de los explosivos viene dada en ergios, que es un valor escalar. Calculemos de acuerdo al peso.

—Si caen treinta bombas por segundo y el peso de cada una…

—Pongamos cincuenta bombas.

—Bueno, cincuenta. Y siendo el peso promedio de…

Continuaron así largo rato. De pronto Aristarco interrumpió al otro para señalarle un hecho extraordinario, en el cual no había reparado hasta el momento. Mirando en cierta dirección podían verse, entremezclados con los trazos verticales del enemigo, unos pocos segmentos oblicuos, blanco deslumbrantes, que partían desde un punto de la ciudad, tratando de interceptar las astronaves de combate enemigas. Alguien, no podía saber quién, había, increíblemente, logrado reparar un cañón y lo utilizaba. Eso lo emocionó porque, como Kratos de Campo de Marte, en su momento redactó un informe donde constaba que cuando se produjese el definitivo ataque chanchirrusoria, la ciudad estaría inerme por carecer de defensas antiaéreas del tipo que fuesen. Una vez más, la férrea voluntad humana superó sus predicciones técnicas. Aquello le gustó, pese a que no modificaba la situación ni la veracidad de su informe. Desde una fracción de su interior, mediante impulsos de energía subyacentes, tan débiles que no pasaron de una intuición mutilada, un pensamiento tendió a subir hasta el plano de la conciencia: esa resistencia no prevista, por parte de un desconocido, que desafiaba los cálculos de las máquinas electrónicas programadas por sus jefes de estadística, probaba algo con respecto al hombre y a su derecho a vivir sobre la Tierra. Duró apenas un instante. Luego la sensación se hundió en los abismos subliminaies.

El Kratos se preguntó por qué sorias y rusos se tomaban tantas molestias con ellos. Tal como estaban las cosas, careciendo los tecnócratas de capacidad de réplica, hubiesen podido borrar a Monitoria del mapa mediante un artefacto temponuclear. Hacerla desaparecer como a Sodoma, o a la Atlántida, y que sus habitantes se convirtieran en estatuas de sal o en arrecifes coralinos. Un sólo bombazo lo habría terminado todo, con el menor gasto propio de vidas. En cambio habían preferido hacerlo así, con armas convencionales. ¿Cuál era la razón? ¿Para que el símbolo fuese más total? Después de todo también habría sido bastante simbólico liquidarlos de una vez, sin epopeyas para nadie. Quizá les hubiese gustado hacer las dos cosas, pero como existía una sola Monitoria se vieron precisados a elegir. También existía la probabilidad de que las opiniones, a este respecto, estuviesen divididas en el bando enemigo. Las ganas de darse el gustazo de usar las armas del tiempo debieron ser casi irresistibles. Por otro lado estaba el instinto de conservación. Uno de esos chichis podía lograr algo más que matar a toda la humanidad: hacer que ésta nunca hubiese existido.

Mientras Aristarco Kratos discutía sus ocurrencias con el Infravicesubsecretario, los chanchirrusorias continuaban penetrando a Monitoria mediante manchones, venciendo cada una de sus desesperadas resistencias, y acercándose poco a poco a la Jefatura del Estado instalada en Terraza de las Águilas. Si era necesario destruían cada metro con cien toneladas de bombas. No avanzaban un paso antes de haber fumigado el odio en cada ruina. Costaba, pero lo iban haciendo.

En los días que siguieron, Aristarco nunca dejó de subir a su puesto de observación. Aunque fuese unos pocos minutos. La curiosidad era el único sentimiento puro que conservaba. Todo lo otro mostrábase como un caos, una abigarrada multitud de oscuros motivos intensificados por secretos pedales.

Cierta tarde, en apariencia semejante a otras, al subir como tenía por hábito, le pareció que algo había cambiado. Las pantallas de energía, como fieles robots, aún continuaban protegiendo. Pero bien sabía el Kratos que la energía de los subterráneos estaba llegando a su fin. El espectáculo que daba Monitoria en su agonía era increíblemente estético. La lámpara de Aladino se rajaba; como una cornucopia que derramase sin cesar sus resortes ocultos, colores y sonidos. Parecía un cuadro de Van Gogh que en forma paulatina se fuera volviendo abstracto, con cientos de planos cromáticos rotos en fragmentos de diferentes intensidades. Bello a pesar de eso. En cuanto a los sonidos, qué partitura pudo escribirse si alguien hubiera sido capaz de consignar cada nota. Aquello fue compuesto para ser ejecutado mediante todos los instrumentos que alguna vez existieron, incluyendo los exóticos y antiquísimos, de antiguas civilizaciones, cuya esotérica construcción ya se ha perdido, y también los más modernos: ondas Martenoth, sintetizadores, órganos como los que usaba J. S. Bach (pero gigantescos; o bien muy pequeños, como cajitas de música o cajas de fósforos), electrónicos, etc. Ciertos pasajes orquestales eran interpretados por aparatos que aún no habían sido inventados. Otros pertenecían a civilizaciones extragalácticas.

Con respecto a la música misma, ahí estaban Wagner, Mendelssohn, Bach (pequeñísimos fragmentos; discontinuidades casi imperceptibles, para apreciar las cuales resultaba indispensable poseer un oído entrenado). Quienes en un primer momento supusieron que presentarían sus partituras completas o poco menos, fueron Béla Bartók, Schónberg, Honegger. Se preparaban para encontrarse a sus anchas. Sin embargo, el original y joven compositor, demostrando su garra, supo resistir las influencias nefastas. Tenía mucho que decir. Realmente ofrecía un nuevo mundo sonoro, capaz de superar el viejo conflicto entre armonía y disonancia. «La vida imita al arte» (como dijo Wilde), pero no tanto.

El Kratos se estremeció. Pensó que la protección con la cual contaban no podía durar mucho más. Justo en ese momento, fue cuando le pareció que los niveles de explosión habían descendido. Ello era una prueba de que la energía de las pantallas estaba declinando.

Salió de la terraza y tomó el ascensor para ponerse en seguridad. Al llegar abajo, al último subsuelo accesible —descendiendo aún encontrábanse las cavernas de Grandes Máquinas, que ya casi habían dejado de funcionar—, comenzó una caminata por el largo pasillo blindado que conducía hasta el sistema de cuartos monitoriales. Como se recordará, este complejo de habitaciones, gemelo del instalado en el piso superior, era cordialmente detestado por el Monitor, quien odiaba los subterráneos en general. Sin embargo no tuvo otro remedio que mudarse por razones de seguridad. Mucho costó disuadirlo. Él decía: «Si tengo que morir prefiero cagar fuego aquí arriba, como un águila, y no abajo como un ratón o un soria. El Soriator vivió toda su vida en un subterráneo. Hasta en las épocas de paz. A él le encantaban los antros nibelungos. Pero da la casualidad de que a mí no». Por fin lo convencieron diciéndole, entre otras cosas, que la patria lo necesitaba. Pero el argumento decisivo lo dio el Kratos de Gimnasia y Trabajo: «Mire lo que ocurrió hace pocos días, cuando sobre sorias y rusos cayó un desastre terrible —se refería al asunto de los Tensores—. Sería imperdonable que sucediera algo semejante y usted pereciese tontamente en un bombardeo».

En su caminata por el pasillo, el Kratos tropezaba a cada instante con guardias y oficiales de las I doble E que iban y venían. Es que, en los últimos meses de la guerra, el servicio de inteligencia tecnócrata había empezado a desempeñar funciones militares. No tenían otro remedio, pues eran los últimos hombres disponibles. Tomaron muy a pecho su misión; pese a que debieron aprenderlo casi todo con respecto a lo castrense, terminaron por convertirse en un ejército aceptable.

La última puerta, que pesaba toneladas, se corrió con suavidad y Aristarco entró al comedor monitorial. Para su sorpresa, el ambiente allí era casi de fiesta. Esperó encontrar a todo el mundo con las caras largas. En cambio, Kundry contaba cuentos obscenos que eran ruidosamente festejados por los concurrentes. Justo en ese momento finalizaba uno: «Ante su extrañeza, la dama sintió que él la aferraba de las dos tetas. “¿Pero qué hace, mí querido caballero? ¿Cómo debo entender este desafuero extremista?”, preguntó intrigada. “No hice otra cosa que obedecer sus órdenes, duquesa. Usted me pidió que aferrara sus brazos, ¿no es cierto? Y para nosotros, los emires del Califato de Córdoba, las tetas son los verdaderos brazos de una mujer”. “Ah, bueno —replicó ella lo más fresca—. Siendo así, continúe nomás. Sería imperdonable no respetar las costumbres nativas”».

No bien terminó empezó con otro. Hasta el Monitor se reía de cuando en cuando.

Algunos ingerían bebidas de alta graduación alcohólica. El Kratos no distinguió bien las inscripciones de las etiquetas, pero debía tratarse de Monitor aullando histérico, Tecnocracia incendia pianos monótonos u otras equivalentes. Que aún existieran allí tales brebajes se debía a la previsión del Repostero Monitorial quien, algún tiempo atrás y viendo que se acercaban horas difíciles (por no hablar de sorias, chanchinitas y rusos), procedió a munir su despensa con dos o tres toneladas de distintas cosas. No obstante, las reservas se acercaban a su fin.

Monitor dijo al verlo aparecer:

—¡Eusebio Aristarco! ¿Qué estaba haciendo? ¿Fue a ver los fuegos artificiales?

—Algo así.

—Venga, siéntese.

En ese momento Kundry había interrumpido sus historias para mostrar a los presentes lo que ella llamaba «El juego de Blancanieves y los mil quinientos enanitos». Eran las famosas reproducciones en bronce y tamaño natural, de los misiles interceptores de todos los amantes que había tenido. Aquella colección no cabía en siete alforjas. El adminículo que representaba la parte más selecta del Jefe de Estado, era objeto de una reverencia especial; como si se tratara de un fetiche. Lo envolvía en telas blancas para impedir que se lo robara algún chichi o que le hiciesen brujerías, y hasta le había puesto una corona de Monitor. Como esta última no existía pues el Monitor no usaba corona, se vio obligada a diseñarla ella misma.

El gesto de Kundry al mostrar sus tesoros tuvo tanta naturalidad que ello movió a Julieta, la mujer del Kratos de Gimnasia y Trabajo, a enseñar el suyo. Como ya se dijo en otra ocasión, las mujeres japonesas utilizan ciertos huevitos huecos que adentro tienen otro huevito, en el interior del cual, a su vez, está depositada una bolita de acero. Luego de introducírselo comienzan a hamacarse, obteniendo con ello un sinnúmero de sensaciones eróticas. Ahora bien, Julieta —mujer que siempre se presentó medida y formal—, enseñó con timidez un huevito que los traficantes le habían traído desde ese país desconocido llamado Japón.

Viendo aquel objeto, Kundry pensó: «Pobre: quién sabe cuánto le habrá costado vencer su timidez y puritanismo a fin de adquirirlo, y sobre todo para mostrarlo». Había sido preciso llegar al fin para que revelase este secreto, que ella consideraba horrible. Kundry sintió una explosión de ternura dentro suyo; sin reprimir el impulso, la abrazó dándole un beso en la mejilla.

Poco a poco, todos fueron contando sus historias; casi siempre eran reales, desprovistas de toda simulación. Algunas mujeres no tenían amantes, otras sí. Varios hombres eran fieles a sus esposas y otros no lo eran. O sea: exactamente igual que en cualquier grupo humano. Sólo sufrieron quienes no pudieron develar su secreto para no herir al otro.

Monitor, volviéndose a su Kratos, le preguntó irónico y malévolo:

—¿Y usted, señor Kratos de Campo de Marte? ¿Tiene alguna distracción en sus horas libres?

Hasta los oídos de Eusebio Aristarco había llegado un comentario del Monitor con respecto a su persona: «Reconozco que está hecho de acero. Es mi brazo ortopédico derecho». Aquello, en su momento lo puso furioso. No estaba dispuesto a tolerarle sus insolencias. Por eso contestó con cierta sequedad que se hizo, patente:

—No tengo amantes. Mi mujer cubre todas mis necesidades afectivas y sexuales. Da la casualidad de que aunque usted no lo crea yo la amo.

Fue análogo a un planteo militar. Tenía toda la fuerza de la convicción.

Monitor comprendió dos cosas. Primero, que el otro estaba enojadísimo. Segundo: el Kratos había hablado desde un principio tan arraigado en él, que no cabía ni la más remota posibilidad de que mintiese, así como tampoco de que alguna vez pudiera adquirir distinta cosmovisión. Por eso, sin hacer caso del silencio producido en la habitación a causa de la insolencia, dijo sonriendo conciliador:

—Bueno, bueno, mi estimado amigo. No lo tome a mal. No pongo en duda sus palabras. Sepa que le creo absolutamente. Es otra forma de pensar.

Dando el asunto por terminado y a fin de hacer olvidar la grave situación militar, Enrique Katel, Kratos de las Lenguas, propuso seguir contando cuentos.

Kundry le salió al paso:

—Sí, pero por favor no empiece con chistes fúnebres. Usted me hace acordar a esas personas que venden paraguas negros marca Drácula, bastones de Mr. Hyde, zapatitos para Frankenstein o lotes en cierto lugar que no se debe mencionar.

Enrique Katel sonrió y empezó sin más:

—Un señor invita a toda una manada de chicos al cine. «A ése no —dice señalando a uno solito en un rincón—. A ése no porque es huérfano». Todos los presentes, que observan lo ocurrido, dicen al unísono: «¡Muy bien! ¡Muy bien! Así hay que hacer con esos niños que matan a sus padres a disgustos».

Por compromiso se oyeron algunas risas discretas.

Kundry lanzó un horrible suspiro desaprobatorio:

—Mire que usted es terrible. ¿Cómo fue que lo nombraron Kratos de las Lenguas? Se lo pedí por favor: nada de chistes fúnebres.

El Kratos se mostró ofendido:

—Pero mi querida Kundry, el humor negro es la mejor manera de burlarse de esa Señora a quien usted teme mencionar. La disculpo en honor a su juventud. Se trataba de un chiste magnífico.

Kundry replicó:

—Sí, me imagino que Jack el Destripador contaba cuentos como ésos en sus horas libres. Callesé, necrofílico.

—Bueno, ya que no le gustan, propongo que inventemos falsos hechos insólitos.

—¿Como cuáles?

—Por ejemplo: en un desierto llovió un metro —mil milímetros— en tres días. Un diluvio. Aquel fango de arena no tenía precedentes.

Kundry aprobó:

—Eso me gusta más.

Pero el Kratos no podía con su genio:

—Aquí va otro: cierto pueblo acostumbraba enterrar a sus muertos en el mismo lugar. Así, pues, la tarea inicial, luego de la fundación, fue cavar un pozo de diez kilómetros de profundidad. Cuando murió el primero bajaron su ataúd hasta el fondo y sobre él echaron cien kilos de tierra. Los próximos muertos fueron superponiéndose en el mismo procedimiento. Con el paso de los años, la población llegó a contar con cien mil habitantes. Sin embargo, el cementerio no crecía. Desde su fundación midió veinticinco metros cuadrados, incluyendo la tapia.

Kundry, viendo que el otro era incorregible, ya no presentó objeciones. Se limitó a contar un falso hecho insólito que se le acababa de ocurrir:

—En El Bronce de Satanás, que como ustedes saben es un desierto muy grande, empezó a nevar un buen día. Sobre toda su extensión. Y cayó tanta nieve que los viajeros al principio se empastaban en aquella mezcla de arena helada, hielo y agua. Pero después se precipitó tal cantidad de copos que ya sólo pisaban este material, hundiéndose hasta las rodillas en la masa blanca. Cinco días duró el fenómeno.

El Kratos de Gimnasia y Trabajo:

—El bote, producto del naufragio, flotaba en calma chicha. Como un corcho, sin una onda. En el horizonte apareció una gigantesca nube dorada. Ya más cerca tomó el color de la sidra vista a través de un vaso, Cuando soplaron las primeras ráfagas, descubrieron asombrados que además tenía el olor de la sidra. Al caer las primeras gotas verificaron que también poseía el sabor. Y además era sidra. Tremendos vientos y un diluvio amenazaban hundir la barca. Los marineros luchaban: si lograban resistir, el empujón los arrojaría a la costa. Mojados, reían, bebían, respiraban aquella sidra, ese alcohol que recorría todas las gradaciones de tamaño: desde la gota al gas.

Dos días después el bote fue visto a la deriva cerca de tierra, y unos pescadores lo recogieron. Los tripulantes estaban muertos. La autopsia reveló intoxicación alcohólica aguda, de una clase como jamás habían visto los médicos forenses.

El bote no tenía olor a sidra pues la sal del mar se había encargado de lavarla. Un curandero explicó los hechos tal como habían sido, pero ninguno le creyó.

Tan abstraídos estaban por el interés en el relato, que nadie prestó atención al Monitor, quien, por su parte, se hallaba sumido en sombrías meditaciones. Habló para sí mismo pero en voz alta, súbitamente, cuando los otros menos lo esperaban y sobre algo que nada tenía que ver con el tema. Fue como el estallido de una bomba de congelación. Todos enmudecieron al oírlo:

—La verdad. Odio esa palabra. Mi padre solía decir en Retortillo: «¿Cuál es la verdad? Yo toda la vida la busqué. Siempre, quise encontrar a alguien que me dijera qué es la verdad, pero nadie me contestó». Es ese tipo de puta pregunta abstracta, histérica y confusa, como «¿Qué es lo importante?». «¿Qué es la vida?», «¿Qué es el ser?», etc. No tienen ni pueden tener respuesta, ya que no se refieren a cosas reales. Así: «¿Qué es la verdad?». Con todo el sentido ambiguo, mentiroso y epiléptico que se le da a esta expresión.

Todos quedaron en silencio, conscientes de algo rarísimo: el Monitor hablando de su padre. Jamás lo hacía, como tampoco efectuaba referencia a cosa alguna de su pasado. Ello contribuía a darle una aureola mítica, como si no tuviera orígenes: como si el Monitor hubiese existido desde siempre, vivo y Monitor desde siglos y siglos, desde miles de años atrás y para siempre. No se habrían extrañado más si él hubiese dicho de pronto: «Hemos perdido la guerra». Tuvieron la misma sensación que peces nadando en aguas tranquilas cuando son extraídos bruscamente hacia las inclemencias por una red. El sacudón los había sacado de la frivolidad de aquel instante, que también era necesaria.

Monitor, viendo el efecto causado, comprendió que si bien sus palabras eran ciertas y profundas, las había pronunciado fuera de momento. Cayeron en el medio de una distensión, produciendo el desastre. Arrepentidísimo, cambió de ruta en un segundo. Con otro tono empezó a decir: «A propósito, esto me recuerda…». Y él también contó un falso hecho insólito.

Algunas horas después, ya hartos de historias, cayeron en la cuenta regresiva de la depresión.

Ese día estaban presentes algunos oficiales; entre otros el general Granadino Tomaso Ottalagano, nuevo comandante del inexistente Grupo de Ejército Norte. Como el militar no tenía nada que hacer, se dedicaba a fumar. Pensativo, en lentas y pausadas pitadas. Hablaba poco y no participaba de la animación general. Era una presencia digna pero sombría. Lo respetaban; no obstante, trataban de dejarlo solo según la soledad que él mismo había buscado. ¿No resultaba obvio, acaso?; ese hombre se iba a matar. Así, pues, trataban de no permitirle que perturbara las horas que transcurrían. Ya habría tiempo de hacer lo mismo. Pero ahí no. Nadie, ni siquiera ese leal soldado, los privaría de esos momentos regalados por el destino.

Pese a lo anterior, Kundry miró un momento a ese general sin soldados, envuelto en las sombras de su derrota, y dijo deprimida:

—Lástima que ahora quedamos pocas mujeres delirantes, si no los hacíamos retroceder a esos rusorias chichis. Intentaríamos todas juntas fabricar un gran proyectil invisible. Ya una vez se hizo y dio buenos resultados. ¿Se acuerdan? Fue cuando recuperamos Smolensko. Qué pena que yo no estaba y me enteré demasiado tarde. Pero ahora no hay caso: tendríamos que ser por lo menos cincuenta.

Monitor, dudoso y a punto de entrar en delirio:

—Sin desestimar la ayuda femenina, no es con lujurias bravías que se detiene a sorias, chanchinitas y rusos. Es con ejércitos. Si aunque más no fuera me quedasen setenta de las divisiones que yo tenía en otros tiempos, me animaría a echarlos de Monitoria y del país.

Cuando el general Granadino Tomaso Ottalagano escuchó estas palabras, sufrió un sacudón. Dijo saliendo de su hendedura cátara:

—Pues yo me animo a echarlos con cuarenta y cinco divisiones.

Monitor:

—Bueno, escuche: no exageremos. Los rusos tienen en este momento cien divisiones, nada más que para el cerco de Monitoria. Los sorias, por su parte, a trescientas cuadras de aquí tienen veinticinco divisiones. Ya le digo, todo esto sin contar otras agrupaciones de ejércitos que avanzan hacia el sur rebasando la capital. A los chanchinitas no se los puede considerar, militarmente hablando, pese a su valentía y a que están comandados por Teng; no obstante sus éxitos aún les falta dimensión de ejército clásico. De manera que usted ya ve que cuarenta y cinco divisiones son insuficientes.

—Sí, pero usted no cuenta el factor sorpresa y el espíritu combativo. Además las nuestras serían tropas frescas, y rusos, chanchinitas y sorias están cansados por la lucha.

—¿Y entonces usted cómo haría?

—Es muy fácil. Mire, mi Monitor:

El general puso una rodilla en tierra y comenzó a dibujar un mapa sobre el polvo del piso. Monitor, muy interesado, se agachó también. Como le dolían las articulaciones, posiblemente debido a la humedad de aquellos subterráneos, procedió a sentarse en el suelo a fin de estar cómodo.

Ottalagano prosiguió:

—Observe, mi Monitor. La posición de nuestras cuarenta y cinco divisiones es ésta, la flechita. Es preciso contar con alguna fuerza aérea que apoye el ataque instantáneo que pensamos efectuar. Digamos… ¿trescientas espacionaves?

—Cuatrocientas, digamos mejor.

—Bueno, cuatrocientas. Monitor: olvídese de Monitoria, de los sorias y de Segurinsky. No hay que distraer nuestra fuerza operativa intentando levantar el cerco. Tuchaschewsky es nuestro problema.

—Absolutamente de acuerdo.

—Él está bajando con cuatro ejércitos. Arrojándonos de improviso arriba de su ala derecha.

Las mujeres se aburrieron. Empezaron a charlar de otros asuntos, dejando que los hombres se ocuparan de sus cosas.

En un rincón, el Religador o Sumo Sacerdote tecnócrata, ya sin acólitos o casi, conversaba con Enrique Katel, Kratos de las Lenguas. El Religador le dijo con mucha tristeza:

—Lo único que lamento es no haber hecho fabricar un conjunto de velas negras gigantes, cuando todavía pude hacerlo. Con esa brujería hubiese liquidado a todos los ejércitos de Soria. Entonces, con las espaldas libres, nuestros muchachos habrían dado cuenta de los rusos.

El Kratos replicó:

—Hace mucho yo hice fabricar una vela como ésa para matar a los guerrilleros y no resultó. Los guerrilleros cagaron fuego cuando los limpió el ejército, porque si no seguirían aún ahora. No dan resultado esas cosas.

—Sí, pero yo no hubiera fabricado una vela sino todo un sistema múltiple, complicadísimo, con andamios bajables y subibles alrededor de un eje verticocentral. Estos subibajas, al cambiar la ubicación de los artefactos, anularían las posibles interferencias. Imagino mis velas magníficas, de una tonelada cada una, algunas subiendo y otras bajando… ¡Es un espectáculo tan hermoso! Todas esas luces, en medio de la noche.

Mientras tanto, en un cuarto vecino, el Repostero Monitorial decía para sus adentros: «No me queda nada. O mejor dicho, queda justamente eso: la nada. Ya ni puedo preparar un postre como la gente. Además, en los últimos tiempos está demasiado ocupado con la guerra. Me da la impresión de que ya no los aprecia como antes. Tengo que esforzarme más. ¿Pero con qué? Ya no puedo fabricar ni un Sambayón Monitorial. Ni hablar de un Rubí en Aire Líquido, o algo semejante. Podría preparar un Sultana Dassiné Triunfante. Pero no: me faltan dátiles. Cabría sustituirlos con aceitunas descarozadas, pero este cambio de dulce por salado me obligaría a otros reemplazos. Con lo que tengo puedo preparar caramelos rusos a la Sebastopol. Pero, me niego. Nada de rusos. Ahora que no puedo, se me ocurren las cosas más complicadas y llenas de procesos dificilísimos y simultáneos. ¡Qué magnífica Terraza de Chocolate en Serie de Taylor y Mac Laurin haría si tuviese chocolate! Nadie lo entenderá y por eso este secreto ha de morir conmigo, pero descubrí la forma de unificar tres postres aparentemente incompatibles: la Torre borracha de Omar El Kheiam, el Sandokán de Isadora Duncan y el Teatro de Hojaldre de Sarah Bernard. No quisiera exagerar, pero ésta es una hazaña sólo comparable al intento matemático de unificar los cuatro campos de la física».

Por fin, humillado, presentó unas masitas que ni el más descastado de sus discípulos se habría animado a mostrar. El Monitor de otros tiempos no lo habría notado. Ahora, en cambio, comprendió todo en el acto. No sólo el drama y la humillación del otro, sino el terrible esfuerzo para crear aunque más no fuera esas masitas. Graduó su elogio para que no sonara desmesurado y absurdo: «Son riquísimas. No me explico de qué manera consiguió hacerlas. Es usted el mago de siempre». El otro se puso rojo de satisfacción.

En ese mismo momento, Zapallo decía dirigiéndose urbi et orbi.

—Soy inocente, inocente, inocente. Todos ustedes son putos.

Kundry:

—¿Nosotras también, Zapallo?

—No. Ustedes son lesbianas y putas. Todos degenerados. Yo soy el único inocente aquí. Los rusos a mí no me van a hacer nada porque soy inocente. A ustedes los sorias los van a sentar a todos juntos en una silla eléctrica grandota, de material plástico. Ya dijo la junta militar. En Soria ahora mismo la están construyendo. El asiento solo, mide un kilómetro de largo. Los van a sentar bien apretaditos, uno al lado del otro.

Monitor:

—Va a sobrar espacio, Zapallo. No somos tantos.

—Si sobran lugares los van a rellenar con muñecos, también de plástico e iguales a los muertos. Se lo merecen, benditos criminales. Por matar a cincuenta y dos mil quinientos quintillones de personas.

Monitor:

—No hay ni hubo tantos habitantes en el mundo, Zapallo. Ni siquiera contando desde la Edad de Piedra. Usted nos alaba. No somos tan eficientes.

—Usted mejor cállese y no hable, déspota, asesino. Todas las vacas que mató en Rusia y en Soria.

—¿Vacas? ¿Yo maté vacas? Ni sabía. ¿Me puede explicar?

—Solamente en Rusia ustedes mataron ocho octillones de vacas. Les comían nada más que las lenguas y al resto lo pisaban con sus quinientos trillones de tanques.

—¡Qué cantidad! No me explico entonces cómo perdimos nuestras batallas.

—Porque los rusos eran más.

—¿Y cuántos éramos nosotros?

—Varios.

—¿No se estará confundiendo con alguna guerra en Júpiter o Saturno, Zapallo? Mire que aquí estamos en el planeta Tierra. No entra tanta gente.

—Ah, no sé. Fue como yo le digo. Soy inocente, no he muerto a nadie. Soy inocente, inocente, inocente, inocente.

—Bueno, Zapallo. Mire, vamos a hacer una cosa. Yo lo declaro inocente.

—Usted se cree que a mí me va a coimear diciéndome inocente. Yo soy inocente, pero no porque a usted se le antoje o le convenga para ver si compra mi silencio con una concesión graciosa. Usted no es quien para darme una inocencia que, por otra parte, nunca dejé de tener. Yo no lo maté al turco. Y el que diga lo contrario es un hijo de puta. Soy inocente.

Barbudo, al Monitor:

—Cagaste, te adivinó la intención. Se dio cuenta el hombre.

Monitor asintió:

—Sí, se dio cuenta. Bueno, Zapallo: pero aunque usted se haya percatado, igual lo declaro inocente.

—Ahora me dice eso porque yo soy su conciencia, su conciencia que lo acusa de las cuarenta y ocho cosas.

—¿Sabe qué pasa, Zapallo? El problema es que yo también soy inocente.

—Qué va a ser inocente. Usted mató a cuatro. Es un criminal.

—¿A cuatro? Qué bien. Ya vamos bajando la cifra.

—A cuatro turcos, que es el crimen más horrendo que ser humano alguno pueda cometer. Un crimen tan espantoso es matar a un turco que resulta casi inconcebible. Todavía no se ha inventado el castigo. Y usted liquidó a cuatro turcos para peor. Una cosa así jamás, jamás será perdonada.

Monitor, para hacerlo descansar, cambió de papel:

—No, yo soy inocente.

—Culpable, culpable.

—Inocente.

—Él es culpable, culpable, culpable.

—Bueno, está bien. Culpable.

Sintiendo que le devolvían la pelota, Zapallo bloqueó en el acto.

—Mentira soy inocente no he muerto a nadie. —En otro tono—: Y claro que es culpable. Si no fuera culpable, no diría tanto que es inocente.

Con sorna:

—¿Y usted?

—Es completamente distinto. Yo digo que soy inocente porque lo soy. No va a comparar.

Monitor se volvió a uno de los presentes:

—¿Qué hora es?

Zapallo no estaba dispuesto a permitir que lo abandonaran así nomás. Por eso respondió por su cuenta:

—Es la hora de mi inocencia. Que es la misma hora de ayer a esta hora cuando era también inocente, y la misma hora de anteayer cuando pasaba lo mismo, etc.; siguiendo así por monotonía y carácter transitivo de la absolución, método de inducción completa o como mierda se llame, llegamos a la conclusión de que siempre fui inocente, que era lo que se quería demostrar.

El aludido con la pregunta respondió:

—Son las doce de la noche en punto, Excelentísimo Señor.

—Magnífico. —Monitor se volvió a los presentes—: ¡Atención todos! Siendo las doce de la noche, hora en la cual, según dicen, los Monitores salimos de nuestras tumbas, quiero hacerlos participar de dos cosas muy íntimas. —Se dirigió hasta una pared donde había dos enormes lienzos que ocultaban objetos fijos a ella—: La primera:

Y descorrió las telas. Debajo había dos gruesas y grandes planchas, de iguales dimensiones, una de acrílico y otra de acero al manganeso. Medían cuatro metros cuadrados de superficie y diez centímetros de profundidad. Monitor, pocos días antes y pese a la situación desesperada, mandó construirlas. Eran, pesadísimas, sobre todo la segunda. Sus hombres debieron transportarlas a lo largo de media ciudad, bajo el bombardeo. No los reventaron por milagro. Ya en Terraza de las Águilas, viéronse obligados a arrastrarlas a lo largo de pasillos, bajarlas por escaleras (pues la energía se reservaba para las pantallas), lentamente, con mil desgastes, desesperación y dificultades, hasta que por fin ambas quedaron atornilladas a esa pared, próximas la una de la otra.

Monitor las expuso orgulloso:

—¿Lo ven? Alguna vez tenía que mostrarlo. De intención prohibí, a quienes las construyeron, todo adorno, voluta o lo que fuese. No deseaba que fueran confundidas con esculturas. Deseaba probar que los materiales son bellos por sí mismos y que constituyen poesía. ¿Comprenden? Ahora ni nuestros peores enemigos podrán negar que, estéticamente al menos, los tecnócratas tuvimos razón. ¿Les gusta?

Los presentes se miraron unos a otros con algo de vacilación.

Kundry dijo:

—A mí me gusta.

Barbudo:

—Yo sé por qué las ves hermosas. Pero nadie te va a entender.

Monitor se mostró extrañado:

—¿Lo decís en serio? ¿Pero es posible que la gente sea tan ciega? Si no fuese porque andamos escasos y por el momento no podemos, habría ordenado el fundido de otras muchas: de acero al cromo níquel, wolframio, blindajes con titanio, etc. Toda una gran sala, abierta al público, destinada a que los hombres comprendan la trascendencia de los materiales. Aprenderían a amar la materia a través de estas… esculturas sin escultura, digamos.

—Sólo irían a verlas tus enemigos para burlarse de vos y de lo que llamarían tu locura. La gente tiene bloqueado el sentir. Si acaso, con larga prédica lograses que asimilaran el nuevo dato, el aprecio vendría por el lado intelectual. Y ahí sí que el bloqueo se tornaría definitivo.

Monitor sacudió la cabeza pasmado. Este último sentimiento era tan fuerte que la desilusión no había llegado a tocarlo.

—Eso que decís me parece inconcebible. De verdad que no lo entiendo.

Algunos pasos más atrás estaba Eusebio Aristarco, Kratos de Campo de Marte. Observando aquellos objetos tuvo un principio de furia. Masculló en voz baja.

—Pero no digo yo. Con lo apretados que estamos. Hasta el último día lo mismo. Con esas planchas yo hubiese podido… —terminó por encogerse de hombros—. Bueno, ya no importa.

Monitor estaba tan abstraído mirando sus creaciones que no se percató de nada. Pero el Barbudo sí lo oyó. Dio media vuelta y caminó en dirección al Kratos, dispuesto a efectuar aquello que, según él, debió hacer largo tiempo atrás: agarrarlo a trompadas. Ya a medio metro de Aristarco cerraba el puño para hundirle la nariz, cuando lo distrajo la voz de Zapallo, quien aún seguía debatiéndose con su división empantanada en barrosas culpas e inocencias:

—Es la hora de mi absolución. Que es la misma hora de ayer a esta misma hora cuando también fui absuelto por el cabildo de jueces, que son muchísimos y se posan aleteando negras togas como pájaros fantásticos, sobre enormes perchas, grandes arcos de piedra. Millones, millones de jueces, todo negro. Hasta se esconden detrás de la tela del fondo del cabildo. Día y noche, día y noche los muy guanacos: «Culpable, culpable», pero yo les salgo al cruce sin perder un segundo: «¡Inocente, hijos de puta, inocente!». Los bombardeo con mis proyectiles y entonces quedan las dos palabras juntas: «culpinocente, culpinocente, culpinocente»; no bien las suelto se dividen y otra vez se escucha «culpable» y yo largo otro «inocente» y tengo de nuevo «culpinocente, culpinocente, culpinocente», así hasta el día del juicio. Guachos reventados, ¿por qué no me dejan tranquilo con ese turco? Absolución, tregua, ya me tienen harto, no aguanto más.

El pobre Zapallo, en su desesperación, se había vuelto casi, poético.

El Kratos, que era bastante más influible de lo que suponía, permeable a la energía del primer campo gravitatorio que llegase, dijo manijeado, con amargura:

—Zapallo es el símbolo de nuestras culpas. Él, siendo el reo más obvio, se encarga de asumirlas por nosotros.

Pero al Barbudo ya se le había pasado la furia. En vez de trompearlo como fue su primer propósito, dijo con algo de cansancio:

—Zapallo no es símbolo de nada. Usted a veces parece escritor, por lo tonto. Zapallo es él mismo, un ser humano. En todo caso, la Tecnocracia tiene tanta grandeza en su final que hasta puede rescatarlo a él. Resulta cuestión suya saberlo aprovechar o no. Él debe asumir lo que hizo, por él mismo, y aunque sea terrible. Pero es su problema, no el de otros, cuyo dilema consiste, justamente, en negarse a ser un submúltiplo de la otra culpa, de esa que quieren endilgarnos.

Zapallo se había acercado y estaba escuchando. También el Monitor, por otro costado.

Zapallo dijo:

—Sí, entiendo. Me interesa mucho lo que dice.

Barbudo:

—¿Comprendió? ¿Seguro? Vamos a ver: ¿culpable o inocente?

—Inocente.

—¿Culpable o inocente?

—Ni lo uno ni lo otro.

—¿Culpable o inocente?

—No sé.

Barbudo explicó:

—Aquí, alrededor nuestro, está ocurriendo algo tan grande como lo más grande de nosotros. La Tecnocracia se hunde, ¿se da cuenta? Se hunde sin decadencia y en toda su gloria. ¿Usted quiere quedar afuera?

—No.

—¿Culpable o inocente?

—No sé.

—Acuérdese de su comportamiento en los idus de marzo. ¿Culpable o inocente?

—Antes de contestar quiero que él lo diga —y Zapallo señaló al Monitor.

—¿Que le diga qué, Zapallo? —preguntó el aludido—. ¿Si soy inocente o culpable?

—No. Quiero que me diga quién ganó la guerra.

El Jefe de Estado se encogió de hombros:

—¿Nada más que eso? Vaya, pero si es muy fácil. Hasta los niños conocen que hemos perdido. ¿Pero sabe qué? De nosotros, los grandes derrotados de la historia, a menos que hayamos sido con toda evidencia tan locos y degenerados como Calígula, el mundo siempre se preguntará si no sentíamos culpa por la real o supuesta cagada que nos mandamos. Las personas sienten culpa para no reconocer que tienen bloqueado el sentir. No sienten nada, en el fondo, porque son unos insensibles y la culpa es un sustituto. Si no se sintieran culpables, no tendrían más remedio que ver su gran vacío. Pero si pese a lo dicho fuesen adelante y rechazaran la culpa, ocurriría una de dos cosas: o que se destruyesen, o que adquirieran la posibilidad de tornarse más humanos y con auténticos sentimientos. Yo me siento responsable por la pérdida de la guerra y por todos los muertos. Pero no culpable. Sé que es muy difícil, casi una disciplina yoga, y se torna un problema insoluble para la gente común en razón de que el Antiser tergiversa todo: inventa delitos haciendo pasar por abominable y vergonzoso lo que nunca lo fue, etc. Primero se inventó la culpa y después se arrastró al ser humano hasta que coincidiese con la falta supuesta. Después tal coincidencia le fue echada en cara, naturalmente, con lo cual el hombre, por sí mismo, aplicó el látigo contra su cuerpo y su ser. ¿Quién dice que el movimiento continuo no existe?, la culpa es ese motor que sólo necesita que le den energía una vez y luego sigue marchando para siempre. No fue fácil convencer a los hombres de que eran culpables de sexo, vida y alegría. Llevó miles de años. Pero una vez que la máquina se pone en marcha ya únicamente puede pararla un milagro social. Nuestra Tecnocracia fue uno de los intentos del hombre por desmontar ese mecanismo diabólico. Así, pues, ahora, ni siquiera quien cometió un delito debe prestarse al juego. Es indispensable que tal persona no sienta culpa, pero, al mismo tiempo, que lo reconozca todo y no busque justificativos que lo dejen tranquilo. No bloquear, pero tampoco suicidarse. Un hombre puede matarse, pero nunca por flaqueza culposa.

Cuando el Monitor terminó de hablar, Barbudo se volvió a Zapallo para preguntarle:

—¿Y entonces?

Zapallo respondió:

—Creo que sí, que lo maté y después me olvidé. Mire, fue así. Eran tres: julio Absalón Duarte, Jorge Nicolás Paravecino y otro más. Entraron en la casa de un comerciante turco, que vivía en el sur, en Provincia Escuálida Central. Se comieron una mortadela que encontraron, le cortaron la cabeza al turco con treinta y siete hachazos, empapelaron las paredes con sangre y se emborracharon en un maizal.

Barbudo:

—¿Quién era el tercero?

—Era yo.

—¿Lo ve? No era tan difícil. Lo dijo y el mundo sigue andando. Usted no tiene que destruirse, lo que tiene que hacer, simplemente, es no matar más turcos.

—Tampoco voy a tener ocasión.

—Pero entonces no los mate dentro suyo, aunque más no sea. Usted, tiene que convencerse de que matar turcos es una cosa malísima; de ahora en adelante no hay que liquidar a ninguno, por grande que sea la tentación.

—Bueno, pero si él vuelve a decir que ganó la guerra yo vuelvo a decir que soy inocente.

Monitor:

—Descuide, ya no lo diré porque dejó de hacer falta. Sin embargo convendría que supiese una cosa. Hace mal en compararse conmigo. Eso no es exacto ni justo. Usted tiene una nueva inocencia ahora. Pero sepa que yo no mentía cuando dije que habíamos ganado. Tampoco miento cuando digo que perdimos, porque ahora perdimos en serio. Al menos, para el mundo.

El Kratos Aristarco no salía de su asombro. Exclamó:

—Pero yo debo estar soñando. Estos diálogos son más locos que los del Sombrerero con la Liebre de Marzo.

Barbudo:

—Aristarco, ¿le puedo hacer una pregunta? Usted estaba en la terraza mirando el cine, ¿cierto? ¿Para qué bajó? ¿Pensaba tomar nota de la decadencia reinante? ¿Era su propósito juzgarnos?

—Nada de eso. Dejo que cada uno se juzgue a sí mismo. Bajé por dos cosas. La primera fue porque no tenía a dónde ir. Las pantallas de energía están cediendo.

—¿Pero usted quiere, realmente, estar con nosotros?

—Bueno, es un poco tonto preguntármelo a esta altura, ¿verdad? Creo haberme jugado bastante por el país. La otra razón fue que hoy me enteré de algo y me pareció correcto informárselo al Monitor. Pero después de que se abrió la puerta blindada de este recinto, vi y escuché cosas tan extraordinarias que lo olvidé por completo.

En ese momento se acercó Kundry al grupo. Monitor preguntó al Kratos:

—¿Qué tenía para decirme?

—¿Se acuerda de Estela Milanesado Carmodia, que ocupaba el cargo de Infravicesubsecretaria del Kratos que se suicidó? Me refiero al Kratos de Educación, que…

—Como imaginará no puedo haber olvidado un Kratos. No acostumbro a salteármelos. Continúe.

—¿Recuerda que esta mujer desapareció hace varios días y que la buscamos como locos hasta darla por perdida, suponiendo que había perecido en un bombardeo?

—Sí. ¿Y?

—Bueno, pues no murió nada. Se pasó con armas y bagajes al enemigo. Hace algunas horas la escuche hablar por las emisoras soviéticas. Según dice ella, al fin se ha desengañado de nuestro régimen. Lo que no me explico es cómo se desengañó recién ahora, después de ser Infravice de la Monitoria de Educación durante más de cinco años. Sí que es curioso.

Barbudo:

—¿Qué más dijo?

—Lo de siempre. Que somos lo peor del mundo, que los rusos son buenísimos y se han visto forzados a esta lucha, que el pueblo será bien tratado y que sorias y rusos le darán caramelos, chocolates y bombones. Etcétera, etcétera.

—A lo mejor, la obligaron —comentó el Barbudo.

El Kratos se encogió de hombros:

—No fue ésa la impresión que me dio. Parecía chocha de gusto. A sus anchas.

Kundry dijo llena de odio:

—Hija de puta. Cómo me gustaría que cayese en mis manos. Le haría un par de cosillas deliciosas.

Monitor suspiró:

—Yo no. Salvo fusilarla, no le haría nada. Ni siquiera torturas sexuales, tal como cortarle las tetas por razones de lujuria. Ya no hago más esas cosas. He llegado a la conclusión de que como aproximación amorosa es algo burda. —Volviéndose a todos—: Escuchen: dije que tenía dos cosas que revelarles. La primera fueron las planchas que ya vieron. La segunda es esto.

Monitor se dirigió hasta dos voluminosos envoltorios, con colores para distinguirlos, que tenía depositados en un rincón:

—Ustedes ya saben que hace más de veinte años yo empecé a filmar una película llamada Las torturas y los goces. Para quienes todavía no sepan, les cuento. Dura diez horas. Narra las aventuras de un hombre que vive, munido de una máquina de la ilusión súper poderosa, las más extraordinarias aventuras en tres o cuatro días. Gracias a su aparato puede hacerlo todo, manijear a cualquiera, introducirse en todos lados sin que nadie lo advierta. Posee mujeres y éstas creen estar en brazos de otros; presencia largas sesiones de torturas que unos verdugos secretos, del dictador del país, efectúan en ciertos sótanos, etc. Les advierto que en muchos casos tanto las torturas como las orgías son reales. Incluso, aunque casi nunca fueron simultáneas, yo realicé montajes para que a veces sí lo parecieran. Pocas veces utilicé actrices y actores a quienes debí pagarles. Casi siempre las personas no sabían que estaban siendo filmadas por cámaras ocultas. Muchos de ustedes aparecen en mi película —al oírlo varias mujeres se ruborizaron y unos cuantos hombres pusiéronse lívidos—. Yo mismo figuro unas cuantas veces. La idea central era mostrar tanto las torturas más inconcebibles e ingeniosas, la totalidad de las posibles, así como también todos los gozos imaginables. Para cada sufrimiento hallar un placer análogo en intensidad. Mi personaje, por lo tanto, asiste alternadamente a ambos, no pasando a la siguiente tortura si antes no intercaló un placer análogo en calidad y fuerza.

»Ahora bien, no sé si ustedes leyeron El Fantasma de la Ópera, de Leroux. El Fantasma compuso durante toda su vida una ópera terrible, trágica, grandiosa, como jamás oídos humanos habían escuchado; la componía en los subterráneos de la Ópera, ayudado por su órgano. Esa obra maestra se llamaba El Don Juan Triunfante; lo cual resultaba una desesperada y amarga ironía del Fantasma, porque él era tan inconcebiblemente feo que no podía seducir a ninguna mujer. Él siempre decía que cuando terminase su ópera, moriría. Así de simple: se encerraría con ella en el ataúd donde pasaba sus noches y ya no volvería a abrir sus ojos.

»Observen ustedes que Las torturas y los goces en cierta forma se parece al Don Juan Triunfante, pues ambas obras contienen en sí lo más sublime y exquisito pero conjuntamente lo más doloroso y terrible. El Fantasma vivía en un subterráneo y moriría cuando terminase su ópera. Yo también vivo ahora en un subterráneo, mi película está terminada y me toca morir. Si bien yo no soy feo como lo era él, sí fui un monstruo: injusto, inhumano, cruel. Mis famosas Audiencias, ¿verdad? Tristemente célebres. Es verdad que ahora, al fin de mi vida, ya no lo soy, pero fui un monstruo y éste es mi contacto con el Fantasma. Es un hecho. Lo digo sin vergüenza, sin remordimientos y, créanme, por favor, sin culpa. Me limito a señalarlo porque es la pura verdad. Esa parte mía, loca, degenerada y enferma; inhumana —esto es lo peor—, ahora bloqueada, bombardeada por los anticuerpos de mi voluntad —anti anticuerpos, habría que decir más bien—, también soy yo y es parte de mi persona. O lo fue. No hay culpa pero tampoco olvido, para que el cáncer no vuelva.

»Pero no les he dicho aún lo más irónicamente trágico. Miro Las torturas y los goces, mi supuesta obra maestra, y creo que estoy un poco desilusionado con ese trabajo. Quiero que me entiendan: se trata realmente de una obra maestra y genial. Lo digo con mi espíritu crítico funcionando a full, no vayan a creer. Pero es el caso, que hoy día haría otra cosa. Me gustaría haber filmado una película que, aunque luego debiera quemarse conmigo y por fuerza, al menos pudiéramos ver nosotros. Las torturas que en mi película se muestran fueron filmadas, como ya les dije, en vivo y en directo. Se trataba de personas malísimas, créanme. No estoy seguro de que merecieran todas las cosas que les hice, pero, si algunos seres humanos las merecieron, eran ellos indudablemente, Ahora bien, no hay más que pensar un poco para comprender que yo pude estar, con toda justicia, entre los torturados. Yo fui tan malo e inhumano como ellos. O tan manijeado, si a ustedes se les antoja y quieren decirlo con más suavidad. ¿Entonces?

»Así, pues, algunos meses atrás, por primera vez, me atreví a tocar mi película que ya había terminado hacía varios años. Realicé el proceso inverso al montaje. Desmonté todas las partes de torturas, que son las de este paquete envuelto en papel amarillo. Los pasajes donde las torturas están mezcladas con los placeres en forma irreversible, fueron igualmente censurados. Dejé sólo las partes de los gozos, del paquete rojo, que son las que veremos hoy.

Monitor tomó el paquete amarillo, lo colocó sobre una mesa de acero, procedió a rociarlo con nafta y encendió una antorcha. Se la entregó a Kundry y dijo:

—Mi mujer, delante de ustedes, me ayudará a realizarlo.

Ella acercó la antorcha y la nafta encendiose con sorda explosión. Las llamas se elevaron hasta el techo. Parecía una momia ardiendo en su propio sepulcro. El calor generado fue tan grande que todos retrocedieron, salvo el Monitor y Kundry.

Al rato, sobre la mesa de acero, quedaba un montón de cenizas.

Monitor:

—Empieza un nuevo ciclo, como dice el I Ching. Aunque dure sólo unos días o unas pocas horas, bien valía la pena. Y ahora veamos lo que permanece de mi película.

El Repostero Monitorial hizo funcionar el proyector. Durante varias horas, con intervalos, quienes allí estaban —algunos sentados en asientos y otros en el suelo— vieron la mutilada obra del Monitor. Era una creación maravillosa y poética. Comprendieron que ese hombre, el cual terminó siendo un estadista trascendente, pudo ser, además, un gran director de cine. Las escenas filmadas no eran «realistas», como las palabras del Monitor pudieron haber hecho pensar; por el contrario, las atmósferas mostrábanse mágicas y sugerentes. Los cuerpos contaban mil historias aparte de las sexuales. Era más bien como si, a través del sexo, de lo carnal, Monitor hubiese intentado contar la historia de la humanidad, desde la Edad de Piedra. Allí estaba la caza del reno y del mamut, el tigre dientes de sable movía su cola entre florestas chinas, como una Gran Muralla, la Esfinge volaba sobre el desierto protegiendo a su pueblo y las pirámides volvían a ser construidas. Los romanos, ejércitos en marcha, el cráter de Arizona y altos obeliscos. Una Atlántida erótica que surgía triunfante y para siempre de los abismos primordiales. Fue la manera, honesta e inspirada, que ese hombre tuvo para describir el Árbol de la Vida.

Fue tan hermoso que cuando finalizó algunas mujeres lloraban.

Dijo el Monitor:

—Es lamentable pero incluso esto, que debería quedar, tendrá que ser incinerado conmigo. Dicen los altavoces de los cuarteles de bomberos cuando la autobomba transporta hasta el cementerio el cuerpo de uno de sus muertos: «Fulano de Tal parte hacia su último incendio». Pues bien, en mis funerales, cuando Monitor parta hacia su último incendio, no tendrá más remedio que llevar su película.

Se oyeron algunas protestas, sobre todo de mujeres:

—¿¡Pero por qué!?

—No por nihilismo, se los aseguro. Tampoco por omnipotencia. Sino porque demasiado bien sé que después de nosotros únicamente la verán los chichis. Por eso, antes de que la desacralicen encontrando perversión donde precisamente no la hay, para después quemarla como sin duda harán, prefiero destruirla yo. Pero ahora existe y hoy es hoy.

En la noche de estos sucesos, Monitor durmió sólo una hora. Aún era la madrugada cuando se levantó. Para ese día proponíase condecorar a varios de los escasos defensores de la moribunda Monitoria. Para lograrlo no había otro remedio que salir de la seguridad de Terraza de las Águilas. El Kratos de Campo de Marte se opuso con energía. Según Aristarco, la situación estaba demasiado seria en las calles de Monitoria como para que el Monitor saliese a caminar. Ya no había vehículos ni transportes de ningún tipo. Cada centímetro de acera estaba siendo fumigado con láser, bombas de congelación y disparos eléctricos. «Lo matará una bomba de una tonelada o dos y después yo tendré la culpa. Pues no señor, esa responsabilidad no la quiero. Monitor, con todo respeto, debo rogarle firmemente que no salga de Terraza».

Monitor sonrió:

—¿Cómo me cuida, eh?

—Es mi obligación, es mi obligación. Por lo demás, sigo siendo su Kratos monitorial. —Irónico—: No olvide que los Kratos somos las pantallas de energía que rodean al Monitor. —Pensó con amargura—: «Y también nosotros nos vamos apagando uno a uno».

Monitor rió. Como si hubiese escuchado sus pensamientos, comentó:

—Pues entonces no se me vaya a apagar. De cualquier manera, no creo que sea imposible. Yo sé que mi ahorrista Kratos de Campo de Marte debe tener encanutados uno o dos tanques. Como los avaros, seguro guarda un Agathor en algún rincón lleno de telarañas. Si lo conoceré.

—En realidad tengo cinco, pero los reservaba para la defensa de Terraza de las Águilas.

—¿Ha visto? Bueno, deme uno.

—Pero Excelentísimo Señor…

—Déjeme de joder. Usted sabe que debo hacerlo. Esa gente ganó su condecoración. No puedo defraudarlos. Vamos, no ponga esa cara larga. A fin de cuentas, si tiene que pasar, tanto da ahora que después. Sepa que le agradezco su preocupación por mí, y muchas otras cosas que sería largo mencionar. Haga de cuenta que me voy de aventuras. O de cacería por una selva enmarañada y llena de dinosaurios y pterodáctilos, si lo prefiere. Ahora vaya y deme ese tanque.

—Bueno, pero con una condición: yo lo acompaño.

Monitor estuvo a punto de enfurecerse. ¿Quién era el otro para plantearle condiciones? Después comprendió. Aquella era la única y trabada forma que tenía el tonto de su Kratos para mostrar afecto. Siempre con una caparazón rugosa, como un cocodrilo. El Jefe de Estado lo miró varios segundos en silencio, sonrió con suficiente calidez como para que el otro pudiera entenderla y luego dijo en tono bajo:

—De acuerdo. Vamos.

Es de suponer que los protegían los Dioses, o por lo menos el espíritu de Decamerón de Gaula, porque si no no se explica que llegasen sanos y salvos hasta el patio del desmantelado regimiento donde los esperaban.

El Agathor V se portó como un buen soldado. Con sus pantallas de energía funcionando a plena potencia, rechazando los ramalazos de los láser y las ondas expansivas de las explosiones, mientras avanzaba entre escombros e incendios. En un momento dado, luego de una detonación particularmente formidable, en las pantallas televisoras del blindado observaron que un gigantesco fragmento de algo que debía ser pavimento, volaba dando vueltas en dirección a ellos, acompañado por una gruesa estela de humo. El Monitor tuvo la exacta sensación de estar a bordo de una astronave de combate, en vuelo a incontables años luz de la Tierra, y que aquello era un aerolito a punto de interceptarlos.

La roca debía pesar más de dos mil kilos. Se hundió hasta la mitad de la pantalla, antes de que ésta lograse anular la enorme energía dinámica. Quedó inmóvil durante un segundo, suspendida a corta distancia, como una pelota en su invisible raqueta. Luego, en cámara lenta al principio y después a mayor velocidad, el tenista la arrojó a un costado.

En otra oportunidad, a punto de atravesar un cruce de calles (si a esa acumulación babilónica de ladrillos y cables se la podía llamar calles), una bomba congeladora hizo impacto directo justo arriba del tanque. La temperatura bajó de golpe varios grados en el interior del vehículo. Las pantallas de televisión se pusieron blancas, pues afuera los objetivos estaban bloqueados. El Agathor continuó su ruta cubierto por una gruesa capa de hielo que le daba el aspecto de un iceberg. El Monitor estuvo a punto de morir por el shock, pese a que la calefacción empezó a funcionar automáticamente. En el momento mismo del impacto, el cazador quedó con las orugas fijas al suelo helado; en el centro de una especie de iglú cuyas paredes estaban a ochenta grados bajo cero. Tan lejos del tanque como sus pantallas las habían rechazado. Los poderosos motores rechinaron por el esfuerzo pero lograron despegar al tanque de aquel terrible cemento. Luego, con un estallido, perforó el iglú y prosiguió su marcha.

Cuando en el interior del Agathor las cosas volvieron a ser normales, Monitor comentó:

—Carajo, casi no contamos el cuento.

El oficial tanquista volvió la cabeza y dijo:

—A esas bombas las llamamos Soriator, en la jerga. Aunque sean rusas. Son las más bravas.

Monitor:

—Sí, ya sé. Era del tipo «te» veinte.

El Kratos:

—No. Era una «te» diez y nueve.

—Pero no, le digo que era una «te» veinte. —Luego el Monitor agregó con sorna—: O a lo mejor a mí me pareció eso porque nos cayó encima.

Todos rieron.

El conductor evitó transitar por la ancha Avenida de Todos los Tecnócratas, porque era la más barrida por el enemigo. Prefería dar un rodeo. Para orientarse utilizaba un mapa de posición de ruinas, hecho con fotografías aéreas. La ciudad estaba tan destruida que de otra manera no hubiera podido guiarse, pese a haber nacido en ella. De buena gana, además del mapa hubiese utilizado una brújula, como en los desiertos, pero ese aparato no funcionaba a causa de los campos de fuerza.

Monitor:

—Me parece que ahora estamos en la calle Tecnocracia.

El conductor replicó:

—No, mi Monitor. Es Patria Nueva.

—¿Seguro?

—Segurísimo. Mi familia vivía en esa casa —y señaló un cráter.

Justo en ese instante los alcanzó una alfombra de bombas de napalm que abarcaba cientos de metros cuadrados. Ellos estaban en el centro exacto. Se elevaron llamas gigantescas. Aquello parecía el incendio de un bosque de secuoyas, que tuviese además, entre unas y otras, altas pilas de pasto seco. Los fieles robots del Agathor en el acto comenzaron a refrigerar y a producir oxígeno, previo sellar el ambiente. Igual, el calor era terrible. Cosa curiosa, cada tanto y por sectores, bajaba bruscamente la temperatura. Las pantallas de televisión traducían aquello como apagados manchones que poco a poco se esfumaban.

Dijo el tanquista:

—Esos tontos de rusos o sorias, no sé quiénes serán, largan bombas de congelación. Los muy idiotas apagan su propio incendio.

Aristarco, el Kratos:

—No tan tontos. Lo hacen para variar las condiciones termodinámicas. Eso es por si todavía tuviésemos mecanismos defensivos, para que se descompongan. Si ahora, con el calor que hace, llega a caernos una congeladora más o menos cerca, ya no tendremos tanta suerte como hace un rato.

Al fin lograron salir de aquel volcán. Luego de otras peripecias, iguales o parecidas, arribaron al patio del cuartel. Por la palabra «cuartel» debe entenderse un conjunto de trincheras y bunkers, pues del grupo de edificios no quedaba absolutamente nada. Con todo, el sector estaba en calma por el momento. Cada tanto, una espacionave soria o rusa lanzaba un rayo eléctrico; pero sus tripulantes lo hacían más que nada de puro oficiosos y para cumplir. Posiblemente confundían el patio del cuartel con una plaza cuyos árboles hubiesen sido tronchados por las explosiones. Debe comprenderse que tenían aún más dificultades que los tecnócratas para ubicar las cosas.

En el patio esperaban alrededor de ciento diez hombres el turno de ser condecorados. Eran muchachitos, en su mayoría los de la última leva napoleónica, pero también había ocho viejos. Personaje Iseka era el único de edad mediana. Todos habían participado en acciones de guerra escalofriantes. En realidad, cualquiera que todavía estuviese vivo por fuerza había hecho cosas increíbles. Pero esos ciento y tantos hombres fueron elegidos, en parte simbólicamente, para representar con sus cuerpos materiales a los vivos y muertos de esa guerra. Estaban emocionadísimos, pues verían al Monitor tan cerca por primera vez. También sería la última. Lo sabían pero no les importaba, porque ese momento también tenía importancia, no sólo los que vendrían, y porque en eso sí eran existencialistas: «El ser es, pero es ahora». Ello no negaba el esencialismo y la trascendencia; antes bien, los hacían posibles al no negar el valor del momento.

A muchos les ocurría tener una sensación de estupefacción ante un simple hecho, tan obvio que parecía ridículo siquiera planteárselo: el Monitor era igual que en las películas de noticiosos, o que en la televisión. Ellos se decían: «Pero, por supuesto, por fuerza tenía que ser así. No obstante, ¿cómo es posible que sea igual? ¿Entonces quiere decir que ya llegamos? ¿Que éste es el objeto real, el centro de todos los soportes? Porque una cosa es el Monitor que uno imagina cuando oye hablar por primera vez de él. Sube un peldaño en el rastreo de la ubicación del centro gravitatorio cuando ve un noticioso que lo muestra; y asciende más todavía cuando lo mira desde lejos pero en vivo y lo oye en un discurso».

Pero ahora ahí estaba, por fin, el único ejemplar, el original de un cuerpo sin copia posible, como uno de esos manuscritos que tienen miles y miles de años, rescatados de la quema de la Biblioteca de Alejandría. Personaje Iseka pensó que deberían guardarlo dentro de quíntuples cofres, embutidos unos en otros, con cuarenta cerraduras cada uno, cuyas llaves estuviesen distribuidas entre doscientos mandarines chinos, o entre doscientos sabios taoístas, o entre doscientos Dalai Lamas.

No había una especie de Súper Monitor detrás, inaccesible, oculto tras biombos, tapas falsas y artificios escénicos. Habían llegado al último Monitor, al verdadero, al real: sin superrealismos detrás a los que se pudiese acceder. Más allá de él volvían a encontrarse los equívocos y fantasmas, pero ya no de la vida; esta vez los de las memorias, que deben ser rescatadas de la muerte e interpretadas como jeroglíficos o extraños idiomas pre-chinos, pre-babilónicos, atlantes.

Anaranjado naciente; pero que no va saliendo con palidez del blanco, aún confuso por el terror de su nacimiento desde la matriz de todos los colores, sino de la noche, del negro. Cuánto más ha de costarle al anaranjado salir de la nada. Así, pues, entre derrumbes, al cielo le cuesta muchísimo parir este hijo suyo, color naranja, ancho y largo hasta abarcar todo el horizonte. Poco a poco alcanza también profundidad. Pero los hombres no son conscientes de este esfuerzo. Ni siquiera el Monitor, luego de saltar del tanque, se percata de la situación. Piensa mirando el amanecer: «Carajo: tan hermoso y tan joven. Pero si es como cualquier otro día. Irrepetible, único, sí, pero tan natural como los amaneceres que veía en Retortillo, cuando era chico, todos dormían y yo me escapaba de la cama para ver cuáles eran los primeros movimientos de las gallinas al despertar. Si picoteaban el maíz que había quedado del otro día, o si la noche les daba sed y tomaban agua. Un amanecer como ése, lleno de expectativas, a nuevo, como si todo estuviera por delante, como si faltasen años y años para mi servicio militar o para salir con chicas. Esta exacta y maravillosa sensación: la de no saber cuál será mi destino en los próximos cincuenta años. Todo un laberinto mágico, con caminos a descubrir, lleno de aventuras. He debido llegar hasta aquí para recuperar mi infancia».

Debe aclararse que Monitor vio, sintió y pensó esto, no obstante los ruidos y bramidos en bajo continuo de la ciudad que lo rodeaba, y a pesar de los fulgores de los incendios, rayos y bombas que interferían desde la totalidad de los puntos de la rosa de los vientos. La humareda, particularmente, era tal que viraba todos los colores como si fuese un enorme vidrio gris negro amarillento, que tapaba el horizonte, semejándose a un anillo nibelungo que, con su cuerpo, formase paredes altísimas. Pesaba millones de toneladas ese anillo, no obstante ser de gas; tal parecía de plomo, pese a su amarillo de oro sucio, y hundía en los abismos a la Monitoria imperial.

Así, pues, el tanque Agathor V se transformó en un caballo pegaso; en uno como no existió nunca, pues sus alas, en vez de ser blancas, eran naranja esplendente.

Cuando se abrió con un chasquido la puerta blindada, semejante a un objeto de acrílico de exposición, a una escultura valiosa, él comenzó a aparecer. Primero se vio un ojo del Monitor; enorme, rojo intenso, de sangre y con incendio de fósforo bajo el agua, con el humor vítreo transformado en un Mar de los Sargazos, nítido y fuerte, pero con algo del negro serio de los Durero.

La gorra del Monitor era un objeto que medía cincuenta mil quinientos años luz cúbicos, con un volumen en constante expansión. De ella salían los fulgores vivísimos de planetas, soles y galaxias explotando; tan cercano parecía, todo que los soldados retrocedieron instintivamente sus ojos de los telescopios. Una gorra de Monitor que parecía una corona de Monitor, como la que Kundry había inventado para poner sobre la cabeza del Don Juan Triunfante del Fantasma de la ópera.

Y ahora aparece el otro ojo del Monitor, verde esmeralda. Todas las minas del mundo, hasta las de Soria y Rusia colaboraron voluntariamente dando sus mejores piedras, las más perfectas y grandes para construir la inmensa masa de ese ojo, que gira eternamente alrededor de sí mismo, como un rodamiento a bolitas, sobre sus propias esmeraldas.

Y el Monitor terminó de bajar del pegaso; miró al amanecer, pensó lo que pensó, se acercó y dio la mano a Gonzalo. Detonó entonces un enorme flash colocado en uno de los rincones del cuarto que formaba el cielo con la tierra, un flash con máquinas invisibles y, durante unos segundos, gracias a la persistencia de la imagen en la retina, las dos manos se volvieron rojas. Pero el flash era de dos mil quinientos trillones de bujías, y si bien no deslumbraba, volvió también rojos a los dueños de esas manos y a los otros soldados. Al cielo, a toda la tierra en kilómetros a la redonda y las explosiones del horizonte se volvieron rojas; los azules, amarillos se volvieron rojos, y hasta el rojo se volvió rojo. Hasta la sangre, en pesadas gotas.

Y estalló un flash verde y el Monitor estrechó la mano de Gustavo y todo fue verde, hasta los campos grises y baldíos.

Ahora el flash puso amarillas todas las cosas y el Monitor dio la mano a Alejandro. La condecoración, semejante a un fresno, vuelta amarilla por el gran color, proyectó un enorme cono de diamantes amarillos sobre el pecho del soldado.

Y el cromatismo azul azuló la mano del Monitor, y la Tecnócrata Solar que portaba, para volver cedro azul el pecho de Jacobo, irisado con miles de luminosas pequeñísimas puntas de lanza.

Y así sucesivamente a Daniel, a Enrique, a Sebastián, Pedro, Eduardo, Celestino, Marcelo. Y después vinieron las manos de los ancianos, cuyas caras parecían que nunca fuesen a morir. Justamente por eso uno comprendía que iban a morir en serio y pronto. Luego continuaron los chicos. Todos con un instantáneo y distinto color.

Monitor se acercaba a Personaje Iseka, arrastrando un manto escarlata, como una Vida Roja; como en un baile de máscaras donde nadie usaba máscaras salvo las sagradas y trascendentes del teatro Noh. Se acercaba el Fantasma de la Ópera, el Emperador francés antes de Waterloo, el Don Juan Triunfante.

El Kratos de Campo de Marte veía un Mandarín Maravilloso, de Béla Bartók, con una capa rojo amarilla, como el que usa el Superfantasma para volar en sus historietas. Pensaba: «Ojalá esto termine cuanto antes; porque la aparición de una sola astronave de combate enemiga, podría tener imprevisibles consecuencias. Mi Monitor: por favor, no sea boludo, apúrese que yo no soy una pantalla de energía. Ya ni siquiera soy un Kratos».

Monitor siguió avanzando, más lento que nunca, lentísimo, como si el momento debiera durar para siempre.

Y al llegar a Elmo Bienvenido lo saludó y cambió unas palabras en color celeste de ojo. Con ese cromatismo blanco celeste, vivo y puro, que tienen los cachorros de gato cuando nacieron hace pocos días o los cachorros de hombre, pero nunca los adolescentes ni adultos.

Así, al condecorar a Julio Emeterio, la escena —de color celeste ojo— se amarronó; pues ésta era la manera de envejecer que tenía Julio Emeterio y porque el Monitor, en este caso, únicamente podía ser la piedra filosofal para que cada uno alcanzara su realidad.

De la misma forma, cuando llegó a Pablo, todo se enrojeció, y al premiar a José el flash volvió todo amarillento.

Monitor se puso negro, con la textura del caucho. Rojo como los hipocampos o caballitos de mar. Color panza de delfín o celeste ballena; con reflejos amarillos, enorme y pesado como un cetáceo. Negrillo, muy brillante, con la longitud de onda de algunas piedras preciosas. Tinta negra, negro vivo, compuesto sólido que no chupa el papel. Ocre teatral de japoneses extraterrestres.

Y al llegar a Personaje Iseka, el Monitor era un lama pintado sobre un enorme cartelón. Con un rojo de santo. No digo que lo fuera. Digo cómo lo veía Personaje Iseka. Monitor lo miró a los ojos. Personaje habría deseado decirle, por ejemplo, «Monitor: soy partidario suyo» (poniéndose en ridículo). O si no: «Mire: yo estuve en la pensión con los dos hermanos Soria…». Comprendió que todo ello estaba absolutamente fuera de lugar.

Pero debería llevar su recuerdo, junto con el de Liliana, a esa última fracción de segundo que todos los seres humanos tienen antes de morir, y que constituye la eternidad.

Sesenta horas después Personaje Iseka aún estaba vivo. Sabía que no sería por largo tiempo. Jacobo, Gustavo, Paco, Fernando, Pedro, Eduardo, Celestino, estaban muertos. Habían perecido en distintas acciones. No podía recordar cuántos enemigos habían destruido entre sorias, chanchinitas y rusos, ni cuantos Evtushenko de toda clase, incluyendo dos del tipo VI. Hasta por casualidad, metiéndose sin querer en un sector que no pensaban defender, tuvieron la fortuna de ver y aniquilar un Soriator III, el nuevo blindado de los sorias.

Ahora quedaban él, un muchachito y un viejo que se les había unido.

Las últimas horas habían sido como una progresión geométrica en cuanto al aumento de enemigos, blindados y dificultades. Apenas dos o tres días atrás, a veces pasaban largas horas relativamente tranquilos. Tal cosa ya no ocurría. Todos los procesos se habían acelerado y la inmensa piedra de gastar ahora tocaba el corazón. Por eso, Personaje se sorprendió muchísimo cuando penetraron por una calle desierta. Ni él ni sus compañeros lo sabían, pues hacía largo rato que habían perdido el rumbo, pero estaban muy cerca de Terraza de las Águilas, la Jefatura Central del Estado Tecnócrata. La calma de la cual disfrutaban duraría poco. Sorias y rusos tenían bajo control a casi toda Monitoria y se aprestaban a pasar al asalto general del último bastión. Pese a lo irreconocible del lugar, a Personaje Iseka ciertas piedras, mampostería derrumbada y ornamentos le resultaban familiares. «Pero yo a este lugar lo conozco», se dijo. De pronto comprendió. Pasaban frente a las ruinas de lo que fue «El micro de oro batido», el club telefónico. Lleno de tristeza se preguntó qué se habría hecho de esos viejos cascarrabias tan simpáticos. Muertos todos, con seguridad. Echaba de menos sus iracundias y todo el pasado que se iba.

Ahora que sabía dónde se hallaba, comenzó a identificar el resto de las destrozadas construcciones.

Arribaron a un enorme túmulo, grande como las ruinas de Nippur o Lagash. Imaginó a un arqueólogo haciendo pozos para desenterrar tablillas cuneiformes. Eran, en realidad, los restos del vasto complejo que fue la Biblioteca Nacional de la Tecnocracia.

Personaje pensó: «La Biblioteca de Alejandría. ¿Los libros que debían ser quemados, compensarán a los que no debían serlo? Es difícil decirlo. Sobre todo para un escritor, encariñado con los libros; aun con aquellos que hacen mucho daño. Pero conociendo los vicios de acumulación de los hombres, no puedo menos que pensar. ¡Quién sabe de cuántos chichis nos libramos a causa de aquel incendio! Hasta nosotros teníamos libros así». Después se arrepintió. Meditó que el Antiser siempre se encarga de proteger a los más maléficos: a ésos que realmente le importan; en tanto que los otros, los irrecuperables, no tienen salvación.

Instalaron su cañón eléctrico —tomado como botín de guerra a unos sorias que mataron— sobre una barricada que se encontraba entre dos pilas inmensas de escombros, cadáveres a su vez de dos edificios de varios pisos.

Personaje no lo sabía pero estaba otra vez en la tierra de nadie; como en aquel lejano día cuando, atravesando la ciudad compartida, abandonó para siempre el mundo de los sorias. Había combatido en retirada a lo largo de toda Monitoria; pero su repliegue era en realidad un avance, pues acababa de militarizar con sus compañeros una zona ya desmilitarizada. Un sofisma bélico, en todo caso.

Pensaba, mientras aguardaba el ataque: «Ojalá cuando me maten esté pensando en la mano del Monitor estrechando la mía, nombrándome teniente primero, con Liliana a mi lado. También tienen que estar allí los hijos que quise tener y todos mis delirios. Y además tengo que acordarme de pedirles a los Dioses que nos lleven al Walhalla; o que por lo menos hagan algo para protegernos de los chichis en la otra vida, si es que la otra vida existe. Y que al Monitor también lo cuiden y lo lleven a algún lugar maravilloso, crea o no él en la existencia de tal sitio. Que se lo lleven de prepotencia, en todo caso, hasta un lugar lleno de flores y de todo, donde a no dudar estará también mi Maestro y Decamerón de Gaula. Digo yo: ¿será mucho acordarse? Que los Dioses nos protejan de Exatlaltelico. Que nos guarden de Alberich».

En ese preciso momento aparecieron los sorias. Miles y miles. Personaje comenzó a disparar con el cañón eléctrico y tiró tanto que comenzó a hervir entre sus manos. Los dos compañeros que le quedaban también defendían desesperados la situación. El combate prosiguió así un minuto o dos, pero parecían cuatro horas. Con seguridad mataron a muchos enemigos, pues de lo contrario no habrían durado tanto. Era un tablero de ajedrez con tres peones luchando contra caballos, torres, alfiles y Dama —con mayúscula—. Atrás estaba su desguarnecido rey, silencioso como una carta del tarot, esperando el fin con tranquila dignidad.

Abstraído en la lucha, al principio Personaje no se dio cuenta de que sus compañeros ya no disparaban. Sintió en cambio que alguien había saltado por la barricada. Su intuición le decía que el adversario estaba atrás, a punto de liquidarlo. No podía volver el cañón, pues era incómodo para maniobrar. Tendría que ser entonces con las manos desnudas pues no tenía otras armas. Dio media vuelta para enfrentar al soldado enemigo.

Había ocurrido algo que, pese a ser extraordinario, suele suceder en la vida con más frecuencia de lo que la gente imagina. Los babilonios creían que las estrellas unen a determinadas personas, para bien o para mal. En una novela realista, la narración de un suceso equivalente sería considerado como una fantasía rebuscada por parte del autor. Los demás sólo podrían aceptarlo en el reino de los símbolos, siendo que justo esto no es simbólico —no más que cualquier otra cosa, en todo caso—, sino, realista.

Quienes habían superado el obstáculo, saltando por encima de la barricada, eran los dos hermanos Soria: aquéllos con los cuales Personaje Iseka vivía en la pensión de Don Flores, antes de irse a vivir a la Tecnocracia.

Allí estaba Sigfrido, quien iba a enfrentarse de una buena vez por todas con los gigantes Fáfner y Fásolt.

Ahora bien, a Personaje Iseka le ocurría una extraña manija: parecía atacado por una fiebre ondulante de lo más pertinaz. Tal como la víctima de un poderoso hechizo, movíase torpemente. Había olvidado todo el karate que sabía. Pero lo más curioso era que los dos hermanos Soria parecían víctimas de la misma influencia planetaria. Ellos también habían estudiado karate, sólo que en un gimnasio de Soria. Estos tres cinturones azules, verdes o rojos, parecían tener ahora una especie de cinturón negro a la inversa: poseían menos conocimientos que si recién empezaran.

Superman contra Luthor y el Hombre de Kriptonita.

Repito los síntomas. Superman, a juzgar por sus temblores, debía padecer de una suerte de coma intermitente o sucesión de mini desmayos, cortitos pero muchísimos, que no llegaban a voltearlo; o bien una exótica fiebre tropical del lejano planeta Kripton. Enfermedades éstas que en otros lugares se conocen con el simple nombre de miedo. Pero, como los otros también tenían un soberbio cagazo, pese a ser dos, las fuerzas estaban equiparadas. En cualquier forma, qué lejos estamos de aquel Sigfrido que nos imaginábamos. Sin duda, si la Tecnocracia hubiese contado, no digo con cuatro ni cinco, sino con dos millones de soldados iguales a Personaje Iseka cuando comenzó el conflicto, todo habría sido muy distinto. En efecto, en ese caso el Monitor hubiese perdido la guerra muchísimo antes. No es fácil ser japonés. Es duro quedarse solo, sin un camarada, sin Maestro, sin estímulo ni aprobación, con solamente la nada detrás.

Juan Carlos, el Prometeo de los sorias, quien traería el yogur a la Tierra como el otro el fuego del cielo —por culpa del chichi, Personaje odió durante años el pobre yogur—, el sabio lector, el Confucio de Villa Caraza, el Lao Tsé de Urdíales, el Dalai Lama de Barrio Las Gorositas, el Basho del club «El Orejón Embrujado», el que todas las tardes —luego de sus ocupaciones— asistía a tertulias literarias con los amigos en el café y restaurante «La tortilla voladora no identificada», para leerles un fragmento de Los diez mil mejores pensamientos de los forzudos del cerebro, empuñaba un fusil láser. Su hermano Luis, en cambio, portaba una linda pistola eléctrica y una suerte de bayoneta nibelungen, marca «Acerías el Caño Recortado de Soria».

Personaje sabía que si no actuaba de inmediato estaba perdido. Atacó a Juan Carlitos, el más grandote, pensando que si lograba sorprenderlo tendría alguna posibilidad. Pero no bien empezó a moverse, trabado y discordante, comprendió que no lo estaba haciendo bien. Picó en tierra con un pie y largó un talonazo con el otro; tratando de embutirlo en el hígado de Juan Carlitos. Demasiado corto. Personaje Iseka, el Kwai Chang Caine de Monitoria, el Kung Fu de Barrio Chechela, había fallado por varios cuerpos. El rugido del tigre. La astucia del dragón. La guardia inexpugnable del Pollo Dorado en una Sola Pata que, a partir de esta sólida base, parte como una mantis religiosa entrada en blietzkrieg, trazando en el aire sus afiladas, mortíferas y potentes cimitarras.

El Avispón Verde dijo:

—Me está pareciendo que estos dos chichis me van a romper el culastro.

Ahora bien, Juan Carlos Soria, llevado por una innecesaria prudencia, retrocedió un paso. Esto le fue fatal, pues chocó con un escombro y cayó de espaldas. No porque se lo hubiese propuesto sino a causa de que con su fallido intento venía aceleradísimo, por inercias de Newton, Personaje cayó sobre el otro estampando una de sus rodillas en el hígado enemigo, su objetivo primero. De haberlo hecho intencionadamente, no dudo de que Juan Carlos lo hubiese esperado con un pie en alto para arrojarlo a otro lado; pero, tal como estaban las cosas, manijeados ambos, fue como fue. La irreversible explosión de su viscera produjo en Juan Carlos un horrible gemido y una dolorosa cara de asombro. Daba la exacta impresión de alguien privado de yogur a medianoche. Como quien dice, de la teta. Juan Carlos Soria ya no le recomendaría tomar yogur a persona alguna. Nunca jamás ese Omar El Kheiam a la inversa volvería a decir a quien fuera que tomar vino es malo. Ni bueno. Ni nada. No ahora pero si dentro de un rato estaría más muerto que la momia del rey Tut. Apretado como sapo en la leñera, pobre. Él también una víctima.

A Personaje se le había ido el miedo por completo. Se incorporó para enfrentar a Luis, mientras se hacía de noche en Monitoria.

El problema consistía no en los miles y miles de soldados de la junta militar de Soria, muchos de los cuales ya saltaban la defensa, quedando detenidos en sus posiciones mediante una cámara inconcebiblemente lenta, por los siglos de los siglos. De ninguna forma era eso. El verdadero problema sobrevenía por el hecho de que a Luis Soria también se le había ido el miedo. Rugiendo furioso al ver caído a su hermano —y eso que no sabía cuán malherido estaba—, gatillo varias veces su pistola eléctrica. Pero la había hecho funcionar tanto ese día, que ya estaba descargada. Tiró el artefacto a un costado y sacó su bayoneta nibelungen. Con ella se tiró a fondo sobre Personaje —quien aún no había tenido tiempo de moverse—, en una expresión corporal casi tan estética y mortífera como la de un esgrimista japonés.

Y la bayoneta estaba a veinte centímetros de Personaje Iseka. No con palabras ni pensamientos completos tal como yo voy a consignarlos a fin de hacerlos comprensibles, pero sí mediante procesos fragmentarios, discontinuos del sentir, Personaje pensó: «Estoy frito. Me pudo». Bayoneta a quince centímetros. «Te quiero sin que me importe quién sos, Liliana. Sólo me importa el hecho de que sos una mujer real. Te quiero toda entera, pese a tu locura. Con toda tu dulzura y fantasía cuando me acariciás». Y la bayoneta, que estaba a diez centímetros de la tapa de su corazón, acercándose a velocidad infinita, no obstante, quedó congelada en lo que respecta a cierta dimensión. Y empezó la eternidad de Personaje Iseka. Eternidad en la cual, aparte de otras cosas, había un pensamiento larvario, entre saltos de planos virtuales: «Quizá ahora mismo un proyectil tecnócrata, de la clase que sea, se dirige a este lugar, a fin de interceptar la trayectoria nibelungen. Tal vez, gracias a un milagro como nunca se vio, salve mi mundo pese a que todo recomienda abandonar tal esperanza».

Los esoteristas sobrevivientes estaban usando a Monitoria como polígono de tiro de nuevas armas. En realidad no eran nuevas, como creían, sino viejísimas. Ya se conocían desde las épocas de Babilonia y hasta desde la Atlántida.

No sé si será cierto pero los viejos libros de ocultismo cuentan que las tijeras, aquéllas comunes y conocidas por todos, tienen propiedades mágicas. Ellas —siempre según los textos— ven a través de sus ojos y caminan con sus patas. Son como animales mecánicos pero no tienen cerebro. Cuando pueden, escapan. Caminan y caminan, esas viajeras infatigables, hasta caer en pozos o en bolsas, o quedar clavadas en el fondo del mar. Esta sería la explicación de por qué tales herramientas se pierden con tanta frecuencia y pocas veces son encontradas. Para evitar extravíos, las viejas aconsejan suspenderlas de un clavo, enganchadas por uno de sus ojos.

En las postrimerías de la guerra, los magos de Soria dotaron a muchas tijeras de cerebros electrónicos y las lanzaron al ataque. Eran miles y miles de tijeras, de todos los tamaños, que avanzaban como diminutos espectros por los arrabales de Monitoria, saltando sobre las ruinas y atacando a los soldados, tratando de pinchar sus ojos, cortar dedos o clavarse en algún corazón antes de continuar camino.

En otro orden mágico de cosas, los tecnócratas, al principio tenían una especie de reflectores de luz astral para detectar en el cielo a los vurros. Cuando un ve corta era descubierto trataba de escapar desmaterializándose. Pero tardaban mucho en hacerlo. Lo bastante, en todo caso, como para que pudieran ser alcanzados por los disparos de los cañones de avellano, manejados por los equipos esotéricos. Cuando resultaban alcanzados, aquellos chichis se disolvían en explosiones amarillas. A partir del momento en que las defensas mágicas cesaron de funcionar, podían verse legiones de ve cortas andar impunemente por el cielo.

Todas las noches de los últimos días del asalto a Monitoria, pudieron escucharse, tan impresionantes que se filtraban por entre las explosiones de las bombas, los gritos de hombres y mujeres con los intestinos rotos. Inmediatamente luego de cada victoria se oía el festejo de un rebuzno; tanto más aterradores cuanto que una parte del sonido se salía de la gama de los audibles, siendo captada sólo en forma subliminal. Era una suerte de rojo infrasónico, por así decir.

Los ocultistas estaban de festichola (aquéllos de menor grado, pues a los otros los había matado De Gaula): al fin tenían a toda la población de una ciudad, indefensa y a su disposición. ¡La de cosas que iban a aprender! Era magnífico. Sobre todo si se tiene en cuenta que magos y máquinas tecnócratas ya no existían; por lo tanto no debían temer retornos o coletazos. Además no había necesidad de disimulos, puesto que la destrucción continua de los bombardeos se encargaba de enmascararlo todo.

Las personas comunes, cuando alcanzaban a observar a las cohortes de ve cortas marchando por el cielo, en formación, sólo llegaban a verlos parcialmente y desdibujados. Creían entonces que se trataba de espacionaves de combate volando a gran altura. Cuando comprendían de qué se trataba era demasiado tarde y tampoco podían contarlo. Cada tanto bajaba un racimo de ellos y liquidaba un poco de gente. Movíase a la cabeza de estas entidades diabólicas uno con apariencia de jefe. Debía tratarse de Exatlaltelico en persona o al menos de Pentacoltuco, pues su «instrumento musical» medía dos metros de largo. Superior a un contrabajo, vaya. Pobre del infeliz a quien agarrase. Agarrar, sí, con esa terrible garra de una sola uña. El alarido de su víctima no duraba más de dos o tres segundos. Pero lo más impresionante no era tanto el grito sino su interrupción brusca, como cortado por una tijera en el momento mismo en que llegaba a su máxima intensidad. El fallo del corazón no permitía amortiguaciones ni largas agonías. Casi una suerte, dentro de todo.

Personaje Iseka, varios días antes de su encuentro con el Monitor y hasta el momento de su colisión con los dos hermanos Soria, escuchaba rabioso los gritos de hombres y mujeres muertos por los manijazos de esos bichos horribles, alaridos que sonaban cada tantos segundos, los cuales hacían pensar en esos que debieron oírse en el pasado desde las murallas de una ciudadela tomada al asalto por tropas enemigas, al ser sus defensores atravesados a flechazos. Él no sintió miedo en esa ocasión. Sólo odio e impotencia por no ser capaz de proteger a los habitantes de su ciudad de aquellos asesinos. Pensaba: «Sorias miserables que para divertirse desataron a esos chichis, a fin de poder ver cómo matan gente indefensa». Y lo notable de la catadura del enemigo fue que muchos de los atravesados por esas «flechas» eran partidarios de sorias y rusos. Lo cual prueba que tampoco presta utilidad aliarse con el mal.

Hacia la hora en que Personaje Iseka se enfrentaba con Juan Carlos y Luis Soria, las máquinas que mantenían las pantallas protectoras en Terraza de las Águilas ya habían dejado de funcionar por completo. Los niveles de energía fueron bajando piso por piso; a medida que esto ocurría, las bombas y rayos iban aniquilando sistemáticamente cada ladrillo evacuado. Tres subsuelos se hundieron tragando los escombros de lo visible, antes de que el cuarto subterráneo detuviera la caída a costa de su propia destrucción. Afuera quedó el terreno, casi terraplenado, cubierto de restos de cemento, plástico y metal, que formaban entre sí profundas grietas y cicatrices.

Muchos metros por debajo de la superficie, en el último subsuelo, en las estribaciones de las difuntas Grandes Máquinas, estaban las habitaciones gemelas del Monitor y unos pocos recintos más.

Don Juan Triunfante y sus fieles disponíanse a comer las postreras provisiones. Con el lujo de la última vez fueron servidos alimentos que, desde largo tiempo atrás no se probaban en la mesa monitorial. Lenguas en escabeche, berberechos, unas latas de palmitos. Como para estos últimos faltaba la salsa golf, ella fue reemplazada por mayonesa que preparó Kundry con unos huevos. Roció los palmitos con el jugo del último limón.

El Repostero Monitorial había aprendido a querer a Kundry. Cuánto debía ser su afecto por ella y el Monitor, para que le permitiese ayudarlo en su cocina.

Aquellas viandas, pese a su vulgaridad y pobreza, dadas las circunstancias, resultaban de un lujo verdaderamente asiático. Hasta fueron exhumadas cinco botellas de vino El Trabajo del Robot, buscadísimas, cubiertas por una capa de un milímetro de tierra.

Nadie tenía hambre. Si no obstante comían era para no dejarles algo a los sorias, chanchinitas y rusos cuando efectuasen una perforación y los encontraran. Había además razones de ritual, por supuesto. ¿Cómo no vas a comer y beber en tus propios funerales? Aunque sea algo. De intención nadie bebió mucho. Querían mantenerse lúcidos.

Estaba cortada el agua y se iluminaban con prehistóricos soles de noche a kerosén. Habían sido decomisados por el Kratos de Campo de Marte en un negocio de antigüedades. Con su sentido realista pudo prever hasta eso.

Por milagro todavía funcionaban los extractores de aire de los equipos de emergencia. Sólo por ellos aún no habían muerto asfixiados, pues Grandes Máquinas era ya una caverna inmóvil, llena de árboles petrificados, o bien destruidos por los mismos tecnócratas con explosivos, a fin de que no cayesen en manos del enemigo. Las bombas, que se desplomaban arriba ininterrumpidamente, producían temblores continuos, análogos a los de un imposible terremoto sin fin. No obstante, el colchón de tierra y escombros era tan grande, que el ruido llegaba amortiguado, en bramido sordo.

Monitor arrojó al suelo un voluminoso objeto:

—Tomá, Giri. Podés entretenerte con este huesito.

Monitor tenía un esqueleto humano completo, hecho con huesos de goma, para que en él endureciese la dentadura su cuadrúmano cinocéfalo favorito, un mandril llamado Giri («patada», en japonés). El aludido, de un tarascón al vuelo supo enganchar lo que le daban. El estadista, lleno de cariño, miró sonriendo al animal, el cual, muy agradado, mordía con entusiasmo y sacudía y arrastraba aquellos falsos restos.

Los cortesanos odiaban a ese mandril porque era malísimo. A espaldas del Jefe de Estado, en vez de Giri lo llamaban Soriator y, a veces, Tarascón von Dobermann, como el comandante de los ejércitos de Soria. Muy curioso que la aversión fuese unánime, pues el animal no atacaba sino a determinadas personas. Por la mayoría sólo mostraba indiferencia; Eran como chicos que temen el primitivismo de una noche oscura. El miedo arcaico que les despertaba los hacía injustos.

En cierta ocasión, Ladrido von Malzam, el general tecnócrata, tuvo un desagradable encuentro en un pasillo con Tarascón von Dobermann, pues le arrancó un trozo de uniforme en la parte del culo. Ahora bien, ese tipo de mono, dotado de unas defensas dentales formidables, es capaz de inutilizar la pierna de un camello de una sola dentellada. Ello era la prueba de que el mandril monitorial graduaba la energía de sus mordiscos. Tenía toda la inteligencia de un papión sagrado de la India y se parecía muchísimo a éste por sus industrias. Todos lo detestaban, repito, salvo el Monitor y Kundry con ella era bueno, cosa rara; tal vez la consideraba una extensión de su amo, el muy machista. Particularmente, el Kratos de Campo de Marte varias veces estuvo a punto de envenenarlo, aunque lo fusilaran después. Había una sorda y temible guerra entre él y Giri. Cuando Euscbio Aristarco quiso darle una golosina con cianuro, el mandril, que además de malo era muy inteligente, como ya se dijo, casi le arrancó la muñeca de un tarascón: «Muerde la mano que lo alimenta», dijo Aristarco lleno de rencor, apretándose la herida.

Giri, por su parte, se la pasaba haciendo imaginaria durante horas, como un austero soldado, esperando que pasara el Kratos para morderlo. Una vez conseguido su objetivo —no antes— lanzaba un ladrido irónico, casi perruno, a manera de feliz festejo. Así como Goethe en Las afinidades electivas hablaba de «poseer a Otilia», Aristarco se refería a la necesidad de «estrangular a Giri», esa sombra sabia y maléfica que lo verdugueaba.

Hiroioshi Akinoto, el ayudante de cámara japonés del Monitor —traído años atrás en cuerpo y alma desde el Japón por Decamerón de Gaula para probar al Jefe de Estado que ese país existía—, veneraba a Giri como si fuese un Dios, o una potestad muy peligrosa, en todo caso. Siempre lo saludaba, con primicia y hecatombe, con subordinada energía, a fin de que no lo mordiera.

Okáio gozaima, Giri san («Buenos días, señor Patada»).

Giri san respondía a lo sumo con un gruñido. En estos casos el japonés sonreía dichoso, pues comprendía que Gran Samurai había aceptado la ofrenda. El final tristísimo que le aguardaba y del que nunca dudó, acababa de sufrir otra postergación. Sus temores comenzaban a tener justificativo cuando Gran Samurai permanecía silencioso, como una estatua llena de odio que camina por el jardín colgante.

Fue una suerte que Giri no se encontrara con Tota —le perra terrible a la cual se hizo mención en el capítulo 152—, pues si por casualidad ambos animales hubiesen congeniado y tenido hijos —cosa nada imposible, no vaya a creerse, dado el estado de perpetua maravilla que Giri proyectaba sobre su entorno—, habrían procreado una raza de monstruos peores que el Cerbero. Nadie podría prever de antemano qué saldría de esas entrañas con tales genes. Quizá una manada de totadriles, capaces de vomitar fuego y que en poco tiempo hubiesen aniquilado a la raza humana.

Giri von Dobermann y malísima Tota, encarnaban el ideal nietzscheano: «… son sólo un puente, un intermedio, una cuerda tendida entre el lobo y el Supercandril».

El Kratos de Campo de Marte pensaba venenosamente, al tiempo que miraba al cuadrúmano morder el esqueleto de goma: «Ahora comprendo por qué perdimos la guerra. Era la única forma de deshacerse de este bicho hijo de puta. No estoy muy seguro, pero me parece que el sacrificio vale la pena. Ni siquiera ahora, en el final, me veo libre de él. Pero lo peor es este dolor de cabeza que no se me va desde hace tres días. Las explosiones se encargan de reciclármelo. Por lo demás no sé si sería preferible el silencio. Cuando paren los bombardeos será la señal de que terminó la guerra».

—¿Hay contacto con el exterior? —preguntó el Monitor a Enrique Katel, Kratos de las Lenguas.

—De a ratos, mi Monitor. Hay una falla en los cables subterráneos. Por momentos se produce un corto y se pierde la comunicación. Las últimas noticias son de una hora atrás. Preferí postergarlas para que comiese tranquilo. Los restos del ejército de Olegario Tejeda se baten en retirada a quinientos kilómetros al sur de Monitoria, tratando de evitar el envolvimiento que le propone Tuchaschewsky. Su objetivo es atrincherarse en las montañas de Provincia Escuálida Central. No creo que lo consiga. Es mi humilde opinión civil. Para llegar ahí debe cruzar el río Azul. Ni tiene elementos ni el otro le dará tiempo.

Monitor:

—¿Y esa era la noticia que no deseaba darme? Tonto. ¿En qué hace diferentes las cosas?

El Kratos de las Lenguas vaciló:

—Hay más, mi Monitor.

—¿Qué?

—Ladrido von Malzam ha muerto.

—Cómo.

—Lo mató una bomba de congelación, durante un combate en el centro de Monitoria.

—Me alegro por él. Tuvo una muerte de soldado, tal como siempre dijo que deseaba. ¿Y el general Granadino Tomaso Otcalagano?

—Se suicidó.

La Muerte

Las semicorcheas golpean dos veces, fuertemente.

Monitor trastabilló, pues a este oficial le tenía un gran afecto. Su muerte lo conmovió como si fuera algo inesperado.

—Cuándo.

—Hará unas tres horas. Los soldados de von Dobermann estaban a punto de tomarlo prisionero.

—Hizo bien. Yo hubiese hecho lo mismo. ¿Arriba cómo está la situación?

—En casi todos los barrios ha cesado la lucha. No tengo idea de por qué continúan el bombardeo. Ya deben estar atacando a sus propias tropas. La Tecnocracia es una hoguera gigantesca. Es todo fuego y el humo forma paredes de kilómetros de altura, más altas que los edificios que construimos.

Monitor:

—No serán más altas que nuestra decisión de amar, ni tan fuertes como el honor o la fidelidad inquebrantable.

En ese momento cesó el bombardeo.

El Kratos:

—Mi Monitor, la guerra ha terminado.

Sin vanidad, sin orgullo del otro, ni omnipotencia extranjera, Monitor dijo, simplemente expresando un hecho:

—No. Para que la guerra termine primero debo morir.

La Muerte apareció entonces, en la mente de todos, como una máquina fantástica, con grandes espacios amarillos y veladuras rojas. No podía surgir con sus colores tradicionales. Los cerebros, forzados a aceptar lo inaceptable, traducían mal.

Todos los sonidos disminuyeron en intensidad hasta quedar en tercer plano sonoro. El otro Kratos, el de Campo de Marte, entonces, escuchó en segundo plano los dos sacudones de las semicorcheas, que luego continuaron golpeando sordamente; como lejanos pares de cañonazos, que se repetían una vez y otra.

Aristarco pensó, en primer plano, en cómo habría sido el funeral del Monitor, muchos años después de la guerra, si la Tecnocracia hubiese triunfado.

Dice un locutor, dentro de su mente:

«En este momento, la cureña que transporta los restos gloriosos por la Avenida de Todos los Tecnócratas, alcanza ya la altura de la calle Sacralización de la Técnica. La Avenida se hunde por el peso de las miles de toneladas de flores que, arrojadas desde todos los puntos de la rosa de los vientos…»

«Doble salva de artillería, cada cinco segundos, despide a nuestro Monitor. Todas las luces de la ciudad han sido apagadas como señal de duelo. La única iluminación proviene de diez mil torres de acero, una por cada centro de cuatro cuadras tomadas en diagonal, en cuyas cúspides arden hogueras funerarias. Monitoria está envuelta en sombras y confines enrojecidos».

«Él nos dio la posibilidad de la fantasía y un cuerpo sagrado que ya nunca más sentirá vergüenza».

Más que una construcción imaginaria aquello debía ser un viaje astral, del Kratos, dentro de un futurible: por las regiones de lo que no se dio. Éstas no eran palabras que Aristarco fuese capaz de pronunciar, así que tenían que ser verdaderas. Todo habría ocurrido en esa forma.

Aristarco se dijo: «¿Por qué no me dijiste, Monitor, que íbamos a perder la guerra? Habría hecho fabricar una gigantesca nave espacial. Ocupado con la Tierra, olvidé que existen las estrellas». Sin querer ni darse cuenta, agregó en voz alta: «Habernos ido a tiempo a Próxima Centauro, y en uno de sus planetas fundar una nueva Tecnocracia».

Monitor lo miró con indignación pero al mismo tiempo admirado:

—¿Pero quién se cree que soy yo? ¿Flash Gordon? ¿Supone que como él puedo irme al planeta Mongo y no hacerme cargo de los muertos? Por lo demás, entiéndalo de una vez por todas: el que se va de aquí no vuelve. Perdido el contacto planetario, languideceríamos y con el tiempo nos transformaríamos en chichis. Allí también nos alcanzaría el Antiser, luego de dos o tres generaciones, sin necesidad de perseguirnos con astronaves. Éste es el planeta Tierra, nuestra Tierra, la única que tenemos. Qué me viene a mí con fuga a otros mundos: ¡Tanto daría viajar en la máquina del tiempo! Las únicas máquinas del tiempo que conozco son unos vehículos con ruedas cuadradas llamados novelas. Por el mismo cuadrado de sus pantaneras ya se puede dar cuenta de que con ellas no va a ir muy lejos. El problema de transformarlas en círculos, para que el coche tenga rodamiento, es insoluble. Sólo podemos, con nuestras ruedas cuadradas, realizar viajes arqueológicos, desenterrando memorias, reconstruyendo con huesos y tablillas la caída de Nínive, Babilonia o la Atlántida. Y ya es bastante. Siempre me reí de las historietas con las invasiones de otros mundos. ¡Marte ataca a la Tierra! Déjeme de joder. Los OVNI no existen, y aunque existan no se ocupan de nosotros. Aquí los únicos invasores son los sorias; y por sorias no me refiero a los de esa nación, aunque estemos en guerra con ella. Son los sorias del espíritu, que provienen de todos los pueblos, de todas las razas. Sorias rojos, negros, amarillos. Sorias en blanco de distintos colores. Sorias obreros, científicos, estadistas, estudiantes, profesionales, sacerdotes. No hay raza ni ocupación de la cual no provengan. Ésos son los invasores, los alienígenos, los chichis.

»Me hacen reír cuando sostienen que van a venir los OVNI. A invadirnos o bien a solucionarlo todo. Algunos sostienen que su objetivo es cultivarnos, o a lo mejor sacarnos a pastorear, para después comernos como a las vacas o, quizá, como si fuésemos jugosas hierbas. ¿Pero no se dan cuenta de que los OVNI del cosmos somos nosotros, los seres humanos? Nosotros, al fracasar como criaturas vivientes, somos quienes invadimos el Universo con nuestra derrota teológica, propagándola.

»Desde otros planetas; si se toman la molestia de mirarnos, observan con horror a estas criaturas llenas de manchas, manijeadas, que en vez de vivir encapotaron los ciclos de un planeta hermoso. Un mundo que pronto estará bajó completo control del Antiser. ¿Cree que en otros mundos anhelan contactarse con el leprosario? Nada de eso, a ver si se contagian. No hay, no existe cosa que se extienda mejor que la locura, entre los hombres sanos, cuando la potencia el Nibelungo, Alberich.

»Éste es mi último discurso. El discurso de vuestro Monitor para ustedes. Ahora hay que morir. Poner punto final. Tecnocracia Monitor Triunfo.

El Kratos de Campo de Marte estaba profundamente emocionado. Lo conmovía la derrota de aquel hombre, pero con otra parte de su mente, que no podía evitar, ya calculaba sí aún funcionarían los vehículos de los sistemas de túneles que conducían al comienzo del campo, más allá de los suburbios, pese a la destrucción de Grandes Máquinas. Una voz que no lograba acallar hacía cálculos. Él, como ingeniero que era, tal vez de los mejores, familiarizado con todos los procesos, quizá pudiera descender a los destrozados Talleres y, aunque fuera trabajando solo, reparar motores luego de la muerte de Monitor Iseka. Pero en primer plano, dentro de la mente bajo su dominio; el Kratos pensaba: «Hijo de puta. ¿Por qué no me ordenaste que me quedara? ¿Por qué no amenazaste con fusilarme, para que no tuviera opción, en lugar de dejarme librado a mí mismo y a mis vacilaciones? Te odio. Mi odio por vos es tan grande como el amor que te tengo. Es probable que te traicione después, pero ya ni eso importa; Sólo importa que ahora, en esta hora, en la intimidad secreta de mi corazón, en este lugar sellado y hasta el día de mi muerte, yo te llamo mi Maestro, y mi padre».

Las lágrimas caían por el rostro de Eusebio Aristarco Iseka, Kratos de Campo de Marte, por primera vez desde que era chico; por primera vez en años y años. Durante ese momento se olvidó de sus documentos falsos, máscaras de goma, postizos y máquina de la ilusión con pilas nuevas, que tenía guardados en un rincón.

Barbudo Iseka encendió un último cigarrillo y tocó la cápsula con cianuro que tenía en el bolsillo del saco.

Arnaldus Iseka, el Enorme, se encerró en la habitación que tenía para trabajos esotéricos y astrológicos, y comenzó a manipular sus máquinas. Monitor, algunos días antes le había encomendado para cuando muriese, la misión de romperle el astral, un minuto antes de su suicidio, a fin de que los magos enemigos no pudiesen averiguar qué ocurrió en sus últimos momentos, ni descubrir conversaciones privadas, secretos de Estado, etc. Toda la vida de Monitor Iseka quedaría así con roturas astrales que la harían impenetrable. Sólo podrían ser observadas las zonas de su vida que ya conocía todo el mundo.

Aquélla era la caída de Nínive y Monitor moría como Sardanápalo, su último rey, que mató a sus caballos, y en cuya hoguera funeraria perecieron por propia voluntad sus mujeres.

Repostero Monitorial Iseka, trajo a la yegua favorita del Monitor: Babilonia. El Jefe de Estado, varios días atrás, había ordenado que la bajasen hasta los cuartos gemelos y le asignaran un recinto, pues deseaba llevarla con él. La mataría con una espada de oro. No se decidió en cambio a destruir a su mandril. Vacilaba sin resolverse. El animal comprendía absolutamente todo, dispuesto a aceptar con disciplina su voluntad. Sólo él podría quitarle la vida. A cualquier otro, Gran Samurai lo habría destrozado. Por fin, dando a su favorito algunas instrucciones en japonés, que cuchicheó en su orejota diminuta —valga la contradicción—, aquel horrendo bicharraco, transformado en kamikaze, fue colocado en el comienzo de un ramal de los subterráneos monitoriales.

Aquí comenzó la saga de Giri san, sus Eddas mandrilescas. Durante horas atravesó túneles semíderrumbados, sorteó vehículos inmóviles, hasta que, cavando, logró salir al exterior. Cuatro soldados rusos y cinco sorias, quienes ya festejaban el triunfo, sucumbieron ante su furor estepario, propio de tundras marcianas; antes de que por fin, gracias a la artillería, pudieran destruir a ese terrible animal. Sólo así pudieron vencerlo.

En sexto plano sonoro, casi inaudible, pianísimo, se escucha por última vez el tema de La Maldición. En cuarto plano, una vez y otra, implacables, las semicorcheas de La Muerte. En segundo, La Redención por el Amor, y en primero los ruidos de la Gran Sala Central de los cuartos gemelos.

Kundry Iseka, como una de aquellas mujeres hermosas y valientes que murieron en Nínive, se presentó desnuda ante el Monitor y el resto de los jerarcas, amigos y esposas, vestida únicamente con una ajorca de oro en uno de sus tobillos.

Entonces, delante de todos, Monitor mató a su yegua favorita Babilonia. Tomando, al animal —todo blanco, hasta el último pelo— por las bridas, con lágrimas en los ojos, le hundió la espada de oro hasta el mango.

Mientras él aún tenía en la mano el amarillo que da la muerte, chorreando, apuntando al suelo como ala plegada de águila funeral, Kundry, desnuda, se le apoyó en el pecho con total entrega y lo besó. «Mi amor —dijo ella mirando a su zar—, tratá de que muramos al mismo tiempo. Ninguno, podría soportar verlo muerto, al otro y llevarse, esa imagen». «Mi princesa, rusa. Yo te amo, mi princesa rusa». «Qué sea como un orgasmo final, como un arma secreta, largo, muy dulce».

Mientrás tanto, arriba, las tropas de Segurinsky comenzaban a matar al último defensor, de las ruinas de la Monitoria imperial.

Al mismo tiempo, a más de mil kilómetros al sur de la capital, Tuchaschewsky estaba a punto de conquistar lo que restaba del país.

Pero entonces, justo en ese momento, toda la escena se volvió roja; como si para filmar se hubiese utilizado únicamente ése color: Duró unos pocos segundos. Fue casi un flash. Después todo azul, verde, negro (no como, si se filmara una escena: nocturna, sino que el cromatismo era negro), blanco, amarillo. En la proyección aparecieron agujeros que se agrandaron y comieron la película con el Monitor y Kundry. En un cine, esto habría hecho chillar a los espectadores, convencidos de que algo anda mal en la sala de máquinas. Luego pudo verse que era intencional. Debajo de la película que se destruía apareció otra exactamente igual, como una segunda capa de piel, y luego una tercera y una cuarta. Cuándo ya no quedaron pieles apareció la sangre y la carne viva. Los huesos empezaron a asomar. Fémures, tibias, peronés y el lugar donde los bloques óseos se sueldan unificando los parietales.

Los blindados rusos y el Soriator III pusiéronse rojos como el fuego: Se fundieron. Se transformaron en gas. Es decir, continuaron marchando pero se quemaron las películas que los contenían. Los soldados sorias, chanchinitas, soviéticos, se transformaron en papel carbónico, en copias o en negativos cinematográficos. Las largas cintas se llenaron de agujeros con sangre coagulada, las cenizas se mezclaron con el agua y escuchóse la música del Walhalla, allá a lo lejos. Y La Redención por el Amor, ésta sí, en toda la casa cósmica.

Alberto Laiseca

27/2/82