CAPÍTULO 164

Los Tensores (El último sabio loco)

En los arrabales de Monitoria, donde comenzaba el campo, vivía el último sabio loco de la Tecnocracia. Poseía una casa de planta baja y primer piso, con setenta y dos pináculos o altillos (en vez de siete), un terreno de cuarenta mil metros cuadrados y medio kilómetro de túneles, pasadizos, secretos, laboratorios, etc.

Paz y guerra las pasó trabajando por su cuenta, al margen de toda empresa, corporación, y hasta del Gobierno. Con sus extraños inventos había llamado la atención de Campo de Marte. Los responsables de la Monitoria le sospechaban cierta habilidad que, aplicada a las artes bélicas, podría ser de utilidad a la nación. Verdaderamente no tenían la menor idea del genio que era en realidad. De enterarse lo habrían secuestrado, encerrándolo en un laboratorio. La seguridad del Estado así lo exigía. La captura del sabio, por parte de los sorias, hubiese significado el instantáneo fin para los tecnócratas, tres o cuatro años antes. Si no fuera porque estaba loco y trabajaba solo, con sus inventos la Tecnocracia podría haber ganado la guerra.

Lanzaba al mercado aparatos ingeniosísimos que ahorraban tiempo y dinero. Cuando necesitaba efectivo vendía otra patente. Ganó millones de monitores en tres años (esto, durante la paz), lo cual era una cifra difícil de creer. Tendría que haber sido uno de los hombres más ricos del país. En realidad no tenía un centavo. Todo cuanto ganaba era en el acto reciclado mediante la ampliación de sus instalaciones subterráneas, redes de túneles y el aumento del instrumental. Aquel complejo secreto que había creado bajo su terreno crecía a ojos vista aunque él casi no comiera (la suya era una mesa espartana: queso, pan, algunas frutas, verduras y legumbres).

Tenía una pareja de discípulos, fanáticos e incondicionales: Paví y Frutí, que lo seguían en todo. Participaban de su misma locura aunque no de su genio.

Nuestro sabio loco de marras se llamaba Dionisios Iseka 77; era el mismo que había fabricado en su momento, muchos años atrás, un Súper Cyborg en una de las criptas del cementerio, con la ayuda de Personaje Iseka. Como se recordará, el experimento había fracasado. Súper Cyborg, enloquecido y fuera de control, se enterró de cabeza y por propia voluntad en una tumba que cavó presuroso, lanzando después una explosión seguida de humo denso. Algo desalentado el sabio no volvió al cementerio, ni trató de comunicarse con Personaje Iseka, abandonando sus aparatos.

Su felicidad fue completa cuando pudo adoptar a Paví y Frutí. Eran una joven pareja de científicos empleados en cierto laboratorio, con un solo objetivo en el horizonte de sus vidas: lograr que la potasa fuera baratísima. El dueño de la empresa —Pécari Tufo—, también loco, sostenía que a partir de la potasa podían sintetizarse todas las cosas: hasta la terramicina. Para ello sólo era preciso aplicar una vez y otra la regla áurea, encontrar la piedra filosofal tecnológica, el toque capaz de correr delicadamente el Velo del Santísimo. Luego y entonces, gracias a la potasa, vendría el país de Jauja. Ya no existiría el mal en la Tierra y todos los hombres serían libres y felices. Según el propietario, el Antiser sentía horror por la potasa; ella lo exorcizaba de la misma forma que el ajo al vampiro o la sal a los diablos. La potasa era en realidad el elixir de la larga vida, el filtro amoroso que bebieron por descuido Tristán e Isolda, buscado inútilmente por la humanidad durante siglos. Podrían construir máquinas que trabajasen para siempre, con sólo poner unos gramos de potasa en su interior. Éste era el Gran Secreto que el empresario había encontrado en un rapto de iluminación, escuchando entre líneas la ópera Rienzi de Ricardo Wagner. «Aquí empezó todo» solía decirles a sus empleados con entusiasmo. La potasa, entonces, según él, era la salvación de la humanidad. Con ella se postergaría en forma indefinida la destrucción de la Tierra, el Fin del Mundo. El Antiser estaba horrorizado por su descubrimiento. Arrinconado y tembloroso en sus cubículos astrales y agujeros negros, rechinaba los dientes con impotencia. Demasiado bien sabía el chichi que, gracias a su descubrimiento wagneriano, ahora todos los hombres serían dichosos. Era cuestión de tiempo y de seguir trabajando duro, nada más.

La empresa fundió, naturalmente. Como el matrimonio quedó sin trabajo, él (Paví) fue a ver al profesor. Lo recordaba de una conversación que sostuvieron en un pasillo, cierto día cuando el otro fue a la planta para comprar cuatro metros cúbicos de potasa. Aún conservaba la tarjeta con la dirección que el sabio le había dado. «Profesor: tanto mi mujer como yo estamos hartos de sueños imposibles. Ahora nos preocupa únicamente la realidad. Por eso queremos trabajar con usted». Y el sabio los aceptó muy complacido.

Frutí, la esposa de Paví, era una joven bastante atractiva. Y frutal, como su nombre lo indica. Digamos que tenía algunas espectaculares redondeces. A ella el sabio le gustaba muchísimo, no obstante cierto calvo redondel (a la tonsurans) que él mantenía bajo control mediante una misteriosa substancia obtenida mediante la retrogradación de los plásticos. La chica lo admiraba sin reservas. Visto por su óptica delirante, poco tardó el otro en agigantarse hasta ser la viva imagen de Sigfrido. El héroe, jubiloso, levantaba ante ella su probeta recién forjada. Frutí era Brunilda, estuviese o no Paví de por medio. Decidió acostarse con el profesor al primer cambio de neumáticos que se presentara. Pero tropezó con una seria dificultad: al parecer el otro no reparaba en ella, salvo como colega y protegida. Empezó a usar escotes escandalosos, pantalones ajustados y cuanta cosa se le ocurrió. Pese a admirarlo en serio empezó además a simularlo, con el deliberado propósito de halagar su vanidad. A su vanidad sí que la halagaba, pero no por ello el otro quedaba enamorado. Habría sido más fácil seducir a un ibis o a la Esfinge. En su desesperación llegó a extremos increíbles. Con él usó todas las caras de su repertorio: ponía cara de eficiente y fría científica, maternal, vampiresa, ingenua, boba, intelectual cansada, campesina, de Ninfa del Rhin, de walkiria, de frígida, ninfómana, de mujer que esconde un secreto, de mujer sin secretos, de bailarina turca, vedette, hermana, hija, sobrina, camarada de ruta, nieta, cara de señora de una cierta edad, caras locas, cara de lesbiana y cara de puta. Nada, todo inútil. Lo único que logró fue que él, en cierta oportunidad, le pidiera que le cosiese un botón de la camisa.

Paví, pese a su nombre, no tenía un pelo de tonto. Captó al vuelo y desde el primer minuto las intenciones biológicas de su fiel y abnegada esposa. Pero no le importó en absoluto. ¿Cómo iba a sentir celos de un Dios? Antes al contrario, le pareció muy natural y lógico. Así, pues, se avino de buen grado a compartirla.

Sólo el profesor no lo comprendía. Absorbido por sus experimentos se perdió aquel bocado exquisito, el muy estúpido.

Cuando los combates se acercaron a Monitoria, ni el más leve temor ensombreció las horas del sabio. Por el contrario: «¡Al fin! ¡Al fin una guerra como la gente! —chillaba entusiasmado y completamente feliz, mientras escuchaba la sinfonía Praga de Mozart y sus discípulos lo miraban arrobados—. Al fin los tengo cerquita. Ahora podre llevar a cabo mis experimentos. Mis destilados de ruso se harán famosos. Voy a saponificarles las grasas por control remoto».

Las tropas soviéticas estaban a sólo cinco kilómetros de allí. La población había huido junto al ejército, a fin de parapetarse tras los perímetros defensivos más internos. Los soldados de Soria, por su parte, no estaban mucho más lejos, pues si bien ciertos sectores de Monitoria iban a ser asaltados exclusivamente por sorias o rusos y hasta por algunas divisiones chanchinitas, allí el operativo era conjunto entre los dos primeros.

El profesor, manipulando un control a distancia cuyo comando parecía una calculadora de bolsillo, apretó el botón N.o 1. En el patio, lentamente, se deslizó una gran tapa corrediza disimulada con dichondra repens, variedad de pasto enano que él amaba. Botón 2; muy despacio comenzó a brotar la trompa de un cohete de tres metros de alto. Botón 3: el misil, perfecto y ruidoso, partió raudo con dirección a los rusos.

Menos de un minuto después, un relámpago enceguecedor les hizo cerrar los ojos. Algunos segundos más tarde se oyó el ruido: en bajo continuo, horroroso, como un terremoto. Parecía una sala cinematográfica que utilizase el antiguo sistema sensurround para efectos catastróficos. Una nube de polvo oscureció la luz del sol y empezó a llover tierra y piedras.

Paví y Frutí estaban helados. Aquél reaccionó primero:

—¡Era un artefacto temponuclear!… Profesor, ¡debió advertirnos! ¡Ahora nos matarán las radiaciones!

El Último Sabio Loco respondió displicente:

«Bah, no es para tanto. Aún no he llegado a la perfección destructiva de los rubios megatones. Ése fue sólo el Titán V, perteneciente a la serie Titán. Explosivos convencionales plásticos, perfeccionados y llevados a sus últimas posibilidades. Y eso porque todavía no les largué mi Atila ocho, que guardo en mis subterráneos como un tesoro. Mide quince metros de alto. Ni yo me atrevo a usarlo, de tan poderoso que es»

Profesor volvió a pulsar el Botón 2. Otro cohete, análogo al primero, asomó su letal cabezota. Botón 3, y nuevo fulgor (esta vez los discípulos, ya advertidos, cerraron los ojos).

Largó así veintiocho misiles sobre los rusos. Sólo Odín podía saber qué estaba ocurriendo del otro lado.

Cuando se terminaron los vectores de la serie Titán, Frutí, totalmente fanatizada, dijo con entusiasmo:

—¡Largue! ¡Largue nomás el Atila ocho, querido profesor! ¡Enséñeles a esos chichis hijos de puta lo que es la vida misma!

—Sí, eso —coreó Paví—. No tenga piedad ni consideraciones de ninguna especie, Bienamado.

El profesor engordó con el elogio. Sin demostrarlo, comentó como con duda didáctica y disimulando sus ansias de apretar botones con muchos dedos:

—No sé… Es demasiado potente. Podría llegar a cambiar el eje de la Tierra o a romper los hielos del casquete polar o, tal vez, por su causa, sobrevenir una nueva glaciación. En cuanto a la Luna…

Paví:

—¡No se fije en pequeñeces! ¡Larguelo, Maestro!

Frutí, mostrándole el contenido generoso de su escote a fin de erotizarle el subconsciente, en vista de que en la consciente vigilia no tenía el menor efecto:

—¡Sí, Supremo, lárguelo! ¡Demuéstreles el valor de las cuatro modernizaciones!

Como cediendo ante la presión de sus parciales:

—Bien, puesto que me lo piden en esta forma…

Y lo largó nomás.

En realidad no era para tanto. Había exagerado a fin de poder vestir sus frases con teatrales tramoyas y oropeles. Su inflado gigante resultó una persona como cualquier otra, sólo que marchaba calzado con un par de coturnos.

De cualquier forma, el terreno quedó cubierto por toneladas de tierra que taparon las rampas. Menos mal que ya había largado todos sus misiles, si no se habría muerto de angustia.

Una vez que los discípulos se recuperaron del cimbronazo, preguntaron con aire desvalido:

—¿Y ahora qué? —Paví.

—Sí, Maestro. ¿Y ahora qué? —Frutí.

—No se aflijan. Estamos lejos de habernos quedado sin recursos. Esto fue apenas una conversación, un té inglés a las cinco de la tarde. Ahora sí que viene la buena. Lástima que no contemos con observación aérea para inventariar los destrozos.

A Paví se le ocurrió de pronto una horrible duda teologal:

—Profesor, lamento decírselo, pero lo acabo de pensar en este mismo instante.

—¿Qué?

—¿No será que nuestros proyectiles estallaron sobre las pantallas de energía de los rusos, sin causar el menor daño?

El sabio sonrió:

—De ninguna manera. En la cabeza de cada proyectil hay —o había— un anulador de campo, de nuevo tipo, inventado por mí. Les garantizo que llegaron a destino.

Y tenía razón.

Luego prosiguió diciendo:

—Ahora voy a aplicar mis Tensores sobre vastas áreas.

Los Tensores, otro invento del profesor, eran unos aparatos capaces de producir instantáneos campos de fuerza en zonas de muchos kilómetros cuadrados. Resultaban análogos, por encontrar un símil, a gigantescos chispazos; vastos «cortocircuitos» que sobrecargaban las pilas de energía de los tanques haciéndolas entrar en divergencia. Las víctimas preferidas de los Tensores eran los ultramodernos y flamantes Evtushenko VI, considerados casi perfectos e invencibles. Estallaban y ardían como fósforos. Por la particular construcción de sus motores y pantallas resultaban los más fáciles de destruir. Eso que los había tornado temibles hasta la fecha, era precisamente lo que ahora los aniquilaba.

Con sus Tensores dejó fuera de combate a miles de blindados rusos y sorias (pues a estos últimos también les tocó probarlos en carne propia).

Sin duda será innecesario decir que los Tensores no servían únicamente para despedazar blindados. No debe confundírselos con unos vulgares iconoclastas de tanques. Nada de ello. También mataban soldados Sorias y rusos murieron por miles y miles.

En la última parte del conflicto los beligerantes casi habían dejado de fabricar esqueletos. Los tecnócratas porque ya no podían hacerlos, los sorias porque estaban restringidos en recursos y los soviéticos debido a que esa arma nunca les interesó demasiado. Reconocían su utilidad para determinados operativos, pero la consideraban excesivamente cara para los servicios que prestaba. Los nuevos Evtushenko cumplían mejor casi todas sus funciones. No obstante, para el asalto a Monitoria, enviaron treinta mil esqueletos. Los Tensores casi los borraron del mapa, pues las computadoras de sus cajas craneanas casi no tenían defensas.

Si actuando en el anonimato, con pobreza de medios, había logrado fabricar semejantes chichis, qué no habría hecho con el auxilio de Campo de Marte, sus Máquinas Centrales y laboratorios gigantescos de las épocas de gloria. Pero él no creía en el trabajo en equipo. «A las guerras las gana uno solo y si no no» era su lema.

Los militares rusos y sorias no podían entender estas hazañas tecnológicas de última hora que tenían sobre sus efectivos tan pavorosos efectos. Incluso Tuchaschewsky, Segurinsky y Tarascón von Dobermann (comandante supremo de los ejércitos de Soria), discutieron la idea de levantar el cerco de Monitoria y retroceder por lo menos doscientos kilómetros, abandonando casi toda la Tecnocracia Central. El anciano general chanchinita, Vo Nguyen Teng —quien por esa fecha ya tenía más de noventa años—, pese a que atacar y retroceder fue su táctica durante casi dos décadas, ahora se opuso con toda firmeza a un repliegue. Según él debía evitarse todo asalto masivo, pero sí efectuar continuos ataques escalonados a fin de producir un desgaste en las máquinas del enemigo. No debían dar tregua. Un retroceso estaría otorgando al adversario un útil descanso.

Desde luego, quienes mandaban eran los rusos: ellos tenían la última palabra. No obstante, las ideas de Teng fueron muy tenidas en cuenta por varios comandantes.

En cuanto a los tecnócratas, digamos por otra parte, comprendían menos que nadie cuanto estaba sucediendo. Demasiado bien sabían que ellos no eran. Monitor ya no soñaba con ganar, al menos en su fuero íntimo; por ello se quedó de lo más desconcertado. Sin embargo capitalizó al instante: «¿Lo ven? ¿Lo ven? Ustedes que no creían». Quienes lo escuchaban no sabían qué responder. Parecía que era cierto. Iban a triunfar nomás.

Las teorías más extrañas se elaboraron para encontrar una explicación. Incluso no faltó quien imaginase que los Dioses se habían decidido, de una buena vez por todas, a intervenir personalmente para darles la victoria.

Eusebio Aristarco los escuchaba en silencio. Él no creía en potestades ni en sobrenaturaleza alguna; sin embargo también daba muestras de emoción y azoramiento, admirado ante lo incomprensible. Por un momento pensó que alguien, en la Tecnocracia Meridional y desde los laboratorios aún no destruidos, había producido el milagro. Pero al instante desechó esa hipótesis. Sabía perfectamente que tal cosa no era posible. Estaba al tanto de cuanto objeto se producía en el país, por mínima que fuese su importancia. Conocía al dedillo las investigaciones y no ignoraba que ningún arma semejante se estaba construyendo. Él mismo, por otra parte, ordenó suprimir dichas investigaciones por inútiles. Aunque algo descubrieran, ya no estaban en condiciones de fabricarlo en serie pues carecían de infraestructura y materias primas. Los últimos potenciales eran aplicados a la construcción de armas precarias, de calidad absurda.

¿Entonces?

El sabio, con la ayuda de sus dos discípulos, continuó atacando a rusos, chanchinitas y sorias con los Tensores.

Los comandantes enemigos estaban desesperados. Von Dobermann se negaba a retroceder: llegar hasta ahí le había costado demasiado. Si resistían un poco, Monitoria caería y se terminaría la guerra. «No debemos regalarles ese tiempo a los tecnócratas. Demasiado bien sabe Soria», a su costa, que a ésos basta darles un respiro para que vuelvan a morder. «Si ahora, estando derrotados, sacan de la manga un as secreto, qué no harán más adelante si recuperan alguna capacidad operativa», dijo von Dobermann con aspecto sombrío. Tuchaschewsky, sin embargo, ordenó el repliegue de las fuerzas soviéticas, estuvieran o no de acuerdo los otros. Segurinsky, pese a compartir la opinión de Teng y von Dobermann y habérselo hecho, saber a su jefe, debió inclinarse, órdenes son órdenes. De tal manera, a los comandantes soria y chanchinita no les quedó otro remedio que hacer lo propio.

Los tecnócratas, entonces, pudieron ocupar las tierras de nadie situadas en las afueras de la ciudad, abandonadas en su momento por la presión enemiga. Ahí pararon. Ya no tenían efectivos como para avanzar sobre los doscientos kilómetros evacuados por el adversario. En la Tecnocracia Meridional se estaban formando tres ejércitos, de escasísima capacidad combativa, con niños y ancianos. No resultaba una gran idea, pero era lo único que podían hacer. Por lo demás sólo estarían listos un mes después.

Ahora bien, no por haber retrocedido, rusos, chanchinitas y sorias veían mejorada su situación, pues doquier iban los perseguían los Tensores. Los soviéticos ya hablaban de evacuar Politectoria, donde habían instalado su cuartel general. La situación era gravísima. Los científicos advirtieron que no contaban con medios para anular los efectos de la nueva arma enemiga. Es más: ni siquiera estaban en vías de lograrlo, o por lo menos de localizar la fuente emisora. Hasta los esoteristas fracasaron. En sus investigaciones con la luz astral, sólo veían la consabida pared blanca del bloqueo. La razón de esto era muy sencilla. El profesor no creyó jamás en la magia pura; su fe limitábase a una suerte de rara magia científica, como la que en su momento le permitió crear el Súper Cyborg en la casita del cementerio con la ayuda de Personaje Iseka. Así, pues, no poseía conocimiento alguno en el terreno esotérico clásico. Simplemente forró con plomo todas sus instalaciones, muchos años atrás, por si algún día estallaba una guerra temponuclear. Esta misma fue la razón de que los propios magos de la Tecnocracia ignorasen su existencia.

Entonces, cuando parecía que él solo iba a ganar la guerra, los Tensores, recargados por el trabajo sin descanso, entraron en divergencia y estallaron.

Un poco antes de lo dicho, enterados por la radio de que el enemigo retrocedía, una verdadera fiesta retozona tuvo lugar en el laboratorio.

De pronto el profesor, quien hasta el momento saltaba de alegría, se quedó quieto y muy serio mirando la pollera de Frutí.

—¿Ocurre algo, profesor? —preguntó ella extrañada.

—Qué lindo culo —contestó él.

En ese preciso instante estallaron los Tensores. El triángulo francés, la casa, las instalaciones subterráneas, todo, fue disgregado. En el lugar sólo quedó un inmenso y profundo cráter. Las casas de los arrabales aledaños al sitio se derrumbaron por la onda expansiva. Una lluvia de escombros cayó sobre Monitoria, donde todos los vidrios que aún permanecían incólumes se destruyeron a causa del último estallido. La ciudad quedó a oscuras en medio de un fenomenal y generalizado cortocircuito. Mucho les costó a los técnicos reponer las máquinas averiadas para dar nuevamente luz y energía.

En esta inesperada batalla, rusos, chanchinitas y sorias perdieron casi el catorce por ciento del total de sus fuerzas operativas en hombres y cazadores rodantes. El porcentaje de esqueletos liquidados superó el ochenta y tres. Todo ello era una nada considerando la situación general. Pero buen susto se llevaron, no obstante.

Estos extraordinarios combates fuera de programa duraron casi seis días.

Cuando los enemigos verificaron que ya no los atacaban volvieron a avanzar. Estaban enterados de la terrible explosión en el norte de Monitoria. Deducían que allí había estado la tan buscada central de ataque. Pensaban que el estallido se debió a una falta técnica y que ya no tenían nada que temer. Por desgracia para los tecnócratas estaban en lo cierto. Ahora nada ni nadie podría detener el arrollador ataque. Un día después de estos sucesos Monitoria quedó nuevamente apretada y con más fuerza que antes.