La muerte de Decamerón de Gaula
El teatro, absolutamente vacío, está sumergido en penumbras fantasmales. Neblina sale de sus palcos y baja con lentitud hasta la platea. La escena, por su parte, muestra un aspecto ruinoso a través de colores impresionistas. Desde el foso de la orquesta sale una leve luminosidad proveniente de los instrumentos, los cuales se han tornado fosforescentes. Tocan solos, sin que nadie los ejecute. Se escucha con suavidad el tema El Oro del Rhin. Luego de una pausa se repite, con energía incrementada y un poco más alto en la escala. Se oye por tercera vez, pero ahora con fuerza, aún más arriba, y mediante la intervención de toda la invisible orquesta. Cuando nada lo hacía pensar irrumpen las semicorcheas de La Muerte. Por fin hasta ellas son borradas por un desarrollo del leit motiv del Antiser, quien introduce el despropósito con su disonancia organizada.
Parece una marcha militar marciana, con sus ritmos destruidos a cada instante. Rápidas semifusas picadas, en tonos cada vez más agudos, marcan la histeria sombría de nuestro personaje. Como la informe representación de un bombardeo. Violentos sonidos. Sus descompuestas discordancias, sin embargo, están conectadas. Desintegran las armonías una vez y otra, sin escrúpulos, fríamente, de acuerdo a una severa ley matemática.
Se escucha el motivo de La Espada:
El Antiser, entonces, contesta burlón con una distorsión del mismo leit motiv:
Ello no debe sorprender, pues este simpático personaje se mueve con los mismos elementos del ser, previo corromperlos.
Un poco antes de que sorias y rusos completaran el cerco de Monitoria, como paso previo al asalto general, los magos de Soria, por su lado, decidieron realizar un gran operativo. Se proponían ajustar cuentas con el Monitor; según ellos iba a ser una vergüenza si permitían que los militares lo matasen. La guerra estaba ganada, en cuanto a eso no existía la menor duda; pero juzgaban indispensable ser quienes dieran el golpe final. Iba en ello su prestigio. Sabían que la mayoría de los altos Maestros tecnócratas ya estaban muertos, y destruidas las principales máquinas esotéricas del sistema defensivo. Maduro estaba entonces el fruto del árbol.
Previo un exhaustivo estudio astrológico a fin de averiguar las disposiciones planetarias más favorables, se lanzaron al ataque. Como de costumbre, fueron utilizados miles de discípulos y los Maestros de más alto grado entraron en combate, al tiempo que poderosas máquinas les conferían apoyo logístico.
Fue una batalla terrible, a la altura de las peores que tuvieron lugar en el ámbito físico de Rusia. Se usaron zombíes, kombies, gólems, rayos rojos anuladores de máquinas, máquinas cazadoras de máquinas, cazadoras de cazadoras de máquinas, ve cortas y chichis varios. Los discípulos morían como moscas. Cientos y cientos de Maestros —de ambos bandos— fueron destruidos en esa ocasión. Durante tres días con sus noches pudieron oírse los gritos de las máquinas muriendo, y al vurro festejar sus victorias sobre los dos bandos (ya que, como se dijo, a esta entidad diabólica no le importaba —en un sentido último— quién muriese, ni a qué bando pertenecía, ni si su culto era icosaedrista, exateísta o el que fuera, pues sólo buscaba con placer la muerte del hombre).
En ocasiones se llegó al cuerpo a cuerpo, porque muchos magos enemigos lograron materializarse en Monitoria. En tales casos —aparte de usarse a sí mismos como armas mágicas— utilizaban pistolas de avellano, varitas, cuchillos y espadas consagradas.
Día y noche, durante setenta y dos horas, parpadearon sin cesar los cañones eléctricos, que eran bastante parecidos a los utilizados por todos los ejércitos en la contienda oficial. Esa guerra secreta y mágica fue tan feroz e implacable como la otra. Eran batallas básicamente invisibles, pero sin embargo se podían ver y oír muchas cosas. Los francotiradores mágicos, instalados en los cuartos de las casas vecinas, lanzaban gritos de sofocación mientras morían estrangulados por las sogas voladoras. Mientras tanto, abajo en las aceras, podía verse a unos seres con los rostros cubiertos por máscaras de carnaval: mandíbulas deformes, grandes narices rojas, enormes dientes, ojos desmesurados y pelos grasientos. Los soldados, manijeados, pasaban al lado sin observarlos. Si hubiesen podido Verlos, sin duda habrían intentado su detención. Por cierto resultaba bastante asombroso que pasando la ciudad por ese trance, con el enemigo a punto de cercarla, unos tipos circulasen como si se dispusieran a asistir a un baile de disfraces. Pero se hubieran asombrado mucho más al saber que no se trataba de caretas sino de los rostros verdaderos, ya que no eran seres humanos sino materializaciones lanzadas a la batalla ocultista.
Cuando Decamerón de Gaula observó que todos los Maestros de grado superior que le estaban subordinados habían muerto, no quedando sino él rodeado de una nube de discípulos más o menos incompetentes, quienes no tardarían en ser liquidados, y que ya casi no quedaban máquinas, se lanzó él mismo a la batalla astral en una especie de estallido. Utilizó en ese ataque hasta el último gramo de su energía; como un submarino rodeado por destructores enemigos que arrojara al mismo tiempo todos sus torpedos.
Destruyó en el acto más de mil máquinas con este ataque (hablo sólo de Máquinas Maestras y de Maestras de Maestras), pese a que algunas de ellas tenían el volumen de habitaciones, e incluso el de edificios de varios pisos.
Los magos sorias no tuvieron otro remedio que defender la situación empleando contra él la totalidad de la energía destinada al ataque contra el Monitor. Sólo así lograron destruir a De Gaula, no sin que antes éste lograse desviar el empuje con su sacudón y por fin frenarlo hasta tornarlo inofensivo, Del Maestro Decamerón de Gaula únicamente quedó un cadáver ennegrecido. Su carne se había transformado en cenizas pero, por extraña e imposible paradoja, ellas se aglutinaron en una instantánea y porosa petrificación. Parecía de piedra pómez, o lo que los científicos llaman bombas volcánicas. Sólo un proceso de miles y hasta millones de años, bajo condiciones muy especiales, podía dar como resultado un fósil con algunas características parecidas. Era como un árbol petrificado humano.
La tecnócrata mágica de oro, con diseño en filigrana tan especial que siempre llevaba colgada de su cuello mediante una cadena, al evaporarse, interpenetró con sus emanaciones la superficie de su pecho y sus ropas hasta regular profundidad. Aún podía verse la dorada sombra del símbolo sobre la tela (ésta endurecida también como todo lo demás).
Cuando lo encontraron sus discípulos sobrevivientes, miraron espantados aquel hombre de roca, Estaban indecisos acerca del camino a tomar.
No podían permitir que cayese en manos de los magos enemigos. Así, por fin, se resolvieron a pulverizar el cadáver a martillazos y esparcir los restos por doquier. Pero tropezaron con una dificultad inesperada: aquello no se deshacía, quebraba ni desprendía la partícula más mínima. Era como golpear acero. Ellos lo ignoraban, pero aunque hubiesen contado con un láser tampoco habrían resuelto el problema.
De pronto, uno de los discípulos tuvo una intuición. Sin pensarlo demasiado, comenzó a gritar (más que a cantar) con todo el carisma invocatorio de la desesperación, al tiempo que blandía el martillo y lo descargaba una vez y otra sobre esa roca mágica en que se había convertido De Gaula:
Heda! Heda! Hedo! | He da! He da! He do! |
Zu mir; du Gedüjt! | ¡Ven a mí, niebla! |
Ihr Diinste, zu mir! | ¡Vapores, acercaos a mí! |
Donner, der Herr | Donner vuestro señor, |
ruft eucb zu Heer! | os conmina a ello.[186] |
El discípulo se fue poniendo rojo lava, cada vez más incandescente a medida que Donner descendía. Los martillazos, al bajar con violencia sobre el cuerpo yacente, arrancaban chispas. Poco a poco, la estatua comenzó a desintegrarse.
El resto del discipulario, quien jamás en la vida había visto a un Dios de verdad, huyó con espanto.
Sólo quedó ese discípulo de bajo grado, transformado por la necesidad y las circunstancias en alto mago operante.
Donner, der Herr,
nift euch zu Heerl
Heda! Heda! Hedo!
Donner continuó golpeando la roca hasta transformarla en partículas impalpables. Se desató entonces una tormenta terrible que arrastró los montones de polvo formando una nube que se elevó hasta confundirse con el cielo de Monitoria.
El discípulo, agotado, cayó inconsciente mientras lo bañaba la lluvia.
Hubo también un fuerte temblor de tierra que produjo algunos daños en los edificios, pues De Gaula, al estallar como una bomba, había producido desequilibrios energéticos que debían ser compensados.
Por fin, cuando todo terminó, el cielo tornóse rojo sangre (bermellón oscuro, de reflejos claros). Pero tal como si fuese sangre de verdad. Aquél era un color terrestre, no celestial, y permaneció así durante muchas horas. Quizá ése fue un cromatismo que el cielo adoptó por aquella única ocasión, como homenaje en los funerales de De Gaula, abnegado Maestro quien murió sabiendo que, gracias a su acción, los ataques contra el Monitor quedarían parados definitivamente. Cien ejércitos de máquinas esotéricas de menor poder, que sorias y rusos habían enviado a último momento como apoyatura de combate, fueron igualmente aniquilados. Murieron asimismo todos los grandes Maestros que dirigieron esa batalla contra la Tecnocracia. Otros perdieron los poderes mágicos para el resto de sus vidas.
Los magos adversarios continuaron atacando Monitoria, por supuesto, pero no al Monitor. Éste; había quedado bloqueado para siempre. Ahora sólo podrían matarlo de manera física, a menos que muriera por su propia mano.
Cuando el Jefe del Estado fue informado de los sucesos por Arnaldus el Enorme, aquél dijo entristecido: «Era verdaderamente mi padre, tal como yo decía. ¿Acaso no dio su vida por mí? Y lo peor es que no puedo hacerle un funeral de mariscal de campo. Sólo un homenaje privado. Hay cosas de las que no se puede hablar, ni siquiera en un país de magos».