Ecuaciones diferenciales (El día de los tres discursos)
«… gracias al poder de la técnica al servicio de las Lenguas.
Por eso, recordadlo siempre: vosotros sois los hombres que trabajan para la luz, el sonido, la palabra y la imaginación imperial».
Los mil quinientos hombres y mujeres de la Submonitoría de las Lenguas, instalada en la ciudad de Politectoria, aplaudieron largamente. Esta capital de provincia, perteneciente a la Tecnocracia Central, quedaba situada a trescientos kilómetros al este-nordeste de Monitoria. El Kratos de las Lenguas Enrique Katel había viajado a Politectoria, pues la situación militar en esa región se estaba volviendo cada vez más grave. Mermadas fuerzas tecnócratas trataban de impedir que los rusos la sitiasen, mientras soportaban lluvias de cohetes de gran tamaño, bombas de congelación y el continuo e inflexible barrido de los láser y cañones eléctricos de las espacionaves de combate.
Su discurso había tenido como objeto levantar las fuerzas morales de sus colaboradores en la provincia, algo decaídas, y ayudarlos a resistir. Pero había también otro motivo. Deseaba realizar una investigación personal sobre cierto asunto.
El Kratos de las Lenguas hizo funcionar su máquina de la ilusión. Gracias al espejismo creado tomó la apariencia de una persona cualquiera y logró escabullirse del grupo. Atrás quedaba una sombra, ficción del Kratos, a quien todos daban la mano (o creían dársela) y felicitaban por sus palabras. A Katel le habría gustado permanecer allí, pero no podía perder el tiempo. La tramoya edificada telepáticamente por su máquina se encargaría de alentar y responder ansiosas preguntas tan bien como él. Los presentes jamás habrían de enterarse que estaban hablándole al aire.
Salió de la submonitoría con rapidez y empezó a caminar por la ciudad.
La investigación que se había propuesto tuvo su origen en una conversación que varios meses antes entablara con Eusebio Aristarco. Indignado, el Kratos de Campo de Marte le reveló la existencia, en la Tecnocracia, de una Fraternidad Matemática. Esto se hallaba en flagrante contravención con una expresa directriz monitorial. Aristarco no ocultó su desagrado. Acababa de tener un encuentro con los científicos en el montaje de tanques, y el idioma que habían inventado a sus espaldas lo enfurecía. Ese actuar en las sombras, por la falta de subordinación y disciplina que implicaba, le pareció repelente. Pero sobre todo, el centro motorizador de sus iras consistía en el hecho de que en su propia Monitoria se obrara sin autorización. Le habían pasado por encima y esto, por un momento al menos, lo volvió pasional. «Haga usted mismo una visita a Campo de Marte para cerciorarse», dijo a Katel en aquel lejano momento.
El Kratos de las Lenguas, debido a la presión de innúmeras urgencias, no pudo ocuparse momentáneamente de ello y debió postergarlo. Además a su investigación no deseaba realizarla en Monitoria sino en otra ciudad, a fin de verificar si la secta actuaba también en el interior.
Su viaje a Politectoria fue una ocasión excelente. Para no pasar por encima de Aristarco le pidió autorización para realizar una visita sorpresa a la Submonitoría de Campo de Marte. Si se lo hubiese pedido mientras al otro le duraba el enojo, se lo habría otorgado sin más. Pero después de tanto tiempo la cosa dejó de parecerle importante. A Eusebio Aristarco las tensiones pasionales, capaces de provocar en él rupturas hacia nuevos estadios del sentir, le duraban poco. Por eso, al escucharlo, puso cara de estar oyendo el pedido más insólito. Refunfuñó mohíno: «No comprendo por qué le hablé de semejante asunto. Tenemos cosas más importantes de que ocuparnos. Desobedecieron una directriz, está bien. Pero a fin de cuentas y hablando francamente, ¿qué daño hacen? Son unos idiotas, eso es todo. Sólo a un tonto se le puede ocurrir perder el tiempo en fabricar idiomas y fundar sociedades secretas, con todo lo que hay que hacer. Después de la guerra ya les ajustaremos las cuentas».
Pero el otro Kratos no estaba dispuesto a permitir que lo disuadieran. Insistió muchísimo. Por fin, y para sacárselo de encima, Aristarco dio su autorización. Comprendió que ésta era la manera más sencilla de poner punto final.
Algunos meses antes del desastre de Samarcanda, los tecnócratas habían inventado un plástico de especiales características. Tratábase de un material muy ligero: un metro cúbico pesaba sólo cuatro gramos. Esponjoso hasta lo increíble —oponía resistencia mínima a las presiones—, sin embargo, en el acto recuperaba su forma. Era imposible cortarlo con instrumentos comunes: sierras, cuchillos, hojas de afeitar. Resistía todo, cualquier desgaste, salvo el fuego. Bastaba tocar esos objetos con un cigarrillo para que cualquier enorme masa, así tuviera el tamaño de una pagoda, desapareciese con un violento fogonazo dejando en el lugar un olor desagradable. No existía el peligro de provocar un incendio, pero sí de enceguecer momentáneamente a quien lo estuviera mirando. Esa especie de espuma plástica tenía una apariencia muy sólida. Mezclándola con el pigmento adecuado podía imitar a la perfección el material que fuese: piedra, hierro, madera, vegetales y animales. Fue inventado en Campo de Marte, con fines bélicos; pero a causa de que la más leve chispa acababa con él, no se le encontró aplicación. Así, pues, pasó al comercio. Poco tiempo más tarde comenzaron a venderse al público unos cañoncitos, regidos por computadora, que arrojaban espuma plástica. Dicha computadora, con su banco de memorias programado, estaba capacitada para reproducir exactamente cualquier escultura, decoración interior, altos y bajos relieves, arquitectura, etc., previo sacar fotografías tridimensionales del original. De tal manera podían construirse, con espuma, réplicas exactas del Partenón, Karnak, Luxor —o parte de estos edificios—, en escala reducida o en tamaño natural, así como también de la Venus de Milo, la Victoria Alada o lo que fuera. El plástico se adhería con vigor a las superficies metálicas, de ladrillo, etc. De modo que con él se decoraban los frentes, e incluso hubo quien completó alas enteras de edificios. Muchos tuvieron manías peligrosas, tales como fabricar terrazas que parecían firmes sólidos. Algún visitante, no advertido a tiempo, pisó esa manija y siguió de largo siete metros en caída libre. La terraza, empero, no sufrió daño alguno, pues luego de la distorsión recuperó al instante su forma original.
Se construyeron, como ya dijimos, esculturas. Si uno, haciendo gala de paciencia, la apretaba desde una esquina, podía llegar a guardarla íntegra en el puño cerrado. Un chiste muy frecuente consistía en visitar a un amigo y decirle: «¿Querés que con un hechizo haga aparecer a una mujer desnuda?». Abriendo la mano con disimulo, la escultura recuperaba en el acto su forma, para susto del otro.
Hubo uno que gastó la totalidad de su fortuna en fabricar una réplica, a tamaño natural, de la Gran Pirámide. Aquella mole pesaba menos de treinta toneladas. Ya empobrecido, a su autor no le quedó diverso remedio que transformarse en «animal mágico» y recorrer interminablemente los caminos. Su sacrificio, empero, no sirvió de nada: el primer turista que visitó su pirámide le arrojó un fósforo encendido.
Otros locos pretendieron fabricar con espuma plástica su propia Gran Muralla china: tres mil kilómetros. Sólo consiguieron unos pocos cientos de metros antes de que el dinero se les terminase para siempre. No faltaron quienes intentaron —también sin éxito— reproducir los Jardines Colgantes, los muros de Babilonia o la Torre de Babel. No estaba mal como propuesta, lo que fallaba era el método. Los materiales usados, altamente inestables, hacían que todo ello fuese más precario que una ilusión o un sueño.
En sus inicios, pese a la guerra y a las primeras derrotas, el Estado utilizó el nuevo plástico para adornar los Parques Nacionales. Brotaron así junglas del trópico hechas con espuma plástica, que tornábanse más verosímiles cuando el viento las agitaba con furor. Podían visitarse pero estaba prohibido fumar durante el recorrido: la menor chispa produciría una reacción en cadena que deflagraría toda la selva en tres segundos. Pese a las precauciones y advertencias las junglas duraron poco: los atentados por diversión estaban a la orden del día, y el Gobierno ya no tenía más dinero para gastar en esas cosas. Contaban con descubrir alguna vez la manera de volver incombustible ese material, pero tales investigaciones serían para después de la guerra.
Los comerciantes, mientras tanto, ansiosos de seguir vendiendo sus productos, hallaron una solución intermedia. Si por un accidente cualquiera el objeto se Quemaba, el cañoncito volvía a reproducirlo automáticamente, las veces que fuera necesario, hasta que se le terminase la carga.
Uno de los logros más difíciles fue conseguir un tipo de espuma plástica traslúcida, que fuese la base que permitiera una imitación aceptable de las piedras preciosas. Cuando ello se logró, la perfección suntuaria fue completa. Aparte de frisos raros, frontones, réplicas exactas de fragmentos de templos griegos, cada uno podía completar su casa, con joyas, alfombras, y alhajar sus paredes con copias perfectas de los objetos más caros e imposibles de conseguir en toda la Tierra. Aquello fue el paraíso de anticuarios y coleccionistas: la momia de Tuthankamón, armas antiguas, estatuillas sumerias, etc., ahora se volvieron más accesibles.
De paso diré que también se progresó mucho en materia de holografías. En el comercio se adquirían cassettes con veinte, treinta o cuarenta minutos de filmación holográfica. Podían comprarse con temas fijos, o bien, de acuerdo al pedido del cliente, actores y actrices protagonizaban escenas encargadas de «vestir» la casa de algún solitario. El interesado, previamente, hacía llegar a la empresa el detallado plano de su casa, pues si se filtraba algún error las imágenes se superpondrían (en determinados momentos) con las paredes. Las holografías pornográficas tenían mucho éxito, por supuesto, pero no eran las únicas. Un solitario, por ejemplo, pagó una filmación para tener alguien con quien tomar mate. Durante cuarenta minutos una falsa mujer preparaba falsos mates en un falso fuego. Ya listos, se «sentaba» en una silla verdadera (por especial pedido del cliente); él debía poner el asiento en el lugar justo para evitar que ella instalase la cola en el aire. Exactamente a los siete minutos de comenzada la proyección, la chica decía: «¿Vamos a tomar mate, mi amor?», extendiéndole su mate desértico, inasible. A veces el tipo computaba la máquina para que repitiese la holografía una vez y otra: cuatro, cinco veces o más, Y aquella ilusión fantástica, en el momento previsto, repetía siempre lo mismo: «¿Vamos a tomar mate, mi amor?».
Enrique Katel, Kratos de las Lenguas, salió del vehículo que lo había transportado bajo tierra y surgió a la luz del día. Enfrente suyo pudo observar una casa que le llamó la atención por sus hermosos altorrelieves y complicadas volutas. Pensaba analizar más profundamente los detalles arquitectónicos, pero no tuvo tiempo pues una violenta explosión lo conmocionó. En el acto hizo cuerpo a tierra. Un cohete ruso había caído a pocas cuadras, y sobre la zona comenzaron a precipitarse fragmentos incandescentes. Justo al levantar la cabeza del piso un tizón cayó sobre el edificio de las volutas, y luego de un fogonazo desapareció todo el frente del mismo. Katel, asombrado, se puso de pie. Un cañón, disimulado entre pliegues de cemento, comenzó a trabajar para restaurar lo perdido. En ese lugar, con toda evidencia, vivía un tecnócrata loco que, desobedeciendo las estrictas prohibiciones de la economía de guerra, había modificado el frente de su casa con espuma plástica para darle una apariencia majestuosa. Por razones estéticas y de delirio, sin importarle la posibilidad del castigo. Cuando los bombardeos se hiciesen más frecuentes, el gasto de las reservas de la casa crecería hasta el agotamiento brusco del sistema. Sólo allí el fiel cañoncito se llamaría a sosiego. Katel ni por un momento pensó en denunciar al propietario. Sacudió la cabeza mientras pensaba: «Es justamente cerca del fin que nos hemos vuelto más hermosos y perfectos. “Inútiles como el arte”, diría Wilde».
El Kratos se puso en marcha y a las pocas cuadras arribó a la Submonitoría de Campo de Marte de Politectoria. Aquí pensaba comenzar la investigación que se había propuesto.
Si se presentaba como cualquier persona no lo dejarían entrar. Si, por el contrario, mostraba su verdadera identidad, debería enfrentar un sinnúmero de preguntas y desgastes. Gracias a las claves secretas de la identificación personal de Aristarco, que éste le había brindado a regañadientes, tenía la intención de hacerse pasar por el mencionado. En esa forma podría entrar sin causar revuelo. Nada más natural que una visita del Kratos de Campo de Marte a una Submonitoría que le estaba subordinada. No obstante, Katel dudó. Si bien poseía la necesaria información esotérica para hacerse pasar por Aristarco, máquina de la ilusión mediante, sentía el temor de que ello no fuera suficiente y las defensas del lugar quemasen su aparato. Lógicamente, si lo descubrían no lo iban a meter preso; pero ya no podría realizar la investigación, aparte de perder una máquina costosísima, casi irreemplazable por las restricciones de la Economía de Guerra. ¿Y si Aristarco a último momento había decidido jugarle una mala pasada? La información aportada podía ser incorrecta. No confiaba demasiado en ese hombre tan cambiante. Pese a ello se resolvió a correr el albur.
Los guardias se sorprendieron al ver aparecer al Kratos Eusebio Aristarco. No obstante se cuadraron disciplinados, permitiéndole pasar. Las defensas exteriores, por su parte, zumbaron tranquilas sin notar algo incongruente o fuera de lo normal.
Ya bastante adentro del edificio, operando nuevamente, Enrique Katel se transformó en alguien de apariencia anodina. Luego de caminar por innumerables pasillos, ser disparado por los cañonazos de los ascensores y acceder a vastas altiplanicies de acero, llegó a una de las enormes Salas de Proyectos y Trabajo. Había allí varios aglomeramientos de chichis distribuidos en distintas densidades. Éstas, a su vez, se hallaban dispuestas según un plan de copamiento estratégico. Los seres humanos encontrábanse allí en franca minoría: eran los verdaderos científicos, aplicados a sus tareas y que no pertenecían a la Fraternidad Matemática. Estaban como arrinconados en los sitios menos preferentes: las mesas más incómodas, los rincones más oscuros. Cosa curiosa, a quienes no estaban en «el asunto» todo les llegaba tarde y mal; aunque estuviesen al lado. Sufrían inconvenientes y desgastes. Se movían en círculos, apremiados por extraños vicios indetectables, alrededor de áreas que jamás habían causado problemas. Allí, sin podérselo explicar, sólo encontraban chascos, resortes y tapas falsas. Los otros, por el contrario, tenían toda la seguridad y firmeza que brindaba una soldadura; se movían sin rozamiento sobre rieles y ruedas aceitadas. Este cenáculo de repelentes hablaba su propio caló, según ya se dijo. El Kratos oía desde lejos su jerga incomprensible. Se acercó a un grupito. En cuanto lo vieron —como no eran tontos y sabían que nadie, a menos que tuviera poder para ello, podía entrar en la Submonitoría— comenzaron a escribir ecuaciones diferenciales sobre un pizarrón, para simular que hablaban de matemática. Lo hacían con tanta sencillez y naturalidad que, de no haberle advertido Eusebio Aristarco que aquello era un idioma, se lo habría creído. Como estaba puesto en sobreaviso, se fijó. El Kratos conocía bastante de cálculo diferencial; por ello, a poco, pudo verificar que no había correspondencia entre lo hablado y lo escrito. Pero eso no era lo único: si bien a veces las parrafadas tenían sentido en sí mismas, jamás lo tenían puestas una detrás de otra, lo cual probaba que no se trataba de un verdadero desarrollo matemático.
En ese momento se escuchó una señal. Ésta provenía de aparatos colocados uno por mesa. Eran receptores-transmisores que servían para comunicarse con todos los Departamentos de la Submonitoría, pero también con la Súper, instalada en Monitoria. Precisamente la llamada advertía que pronto sería transmitido un discurso de Eusebio Aristarco, Kratos de Campo de Marte. Como era obligatorio escucharlo, el grupito al cual Katel acechaba, por fuerza debió parar la conversación. Uno de sus integrantes pareció empujar con la mano derecha el aparato, aunque no llegase realmente a tocarlo; arrugó la cara y pronunció varias palabras en aquel idioma rarísimo. El gesto fue tan gráfico, que Katel —pese a no ser telépata— entendió a la perfección: «Uf, ahí esta de nuevo el hinchapelotas».
El discurso había sido elaborado un día antes pero se transmitía recién veinticuatro horas más tarde. Aristarco, por razones operativas, prefirió grabarlo con tiempo y no pronunciarlo en vivo. A medida que se oían las palabras del Kratos, Enrique Katel sentía crecer su admiración. Con toda evidencia, si había alguien capaz de llegar a esos tipos de la Fraternidad era Eusebio Aristarco. No perdió el tiempo en hablarles del honor, de la Tecnocracia, de la causa, ni de lo malos que eran los sorias. Sabía muy bien que resultaría inútil. Les habló de producción, los pinchó, los desafió casi insultante a que fueran capaces de solucionar las carencias. Si se trataba de verdaderos técnicos, deberían superar al enemigo y sintetizarlo todo. Eran los mejores, los más grandes. Asombrarían al mundo con un imposible tras otro. A partir de desechos y montones de basura harían blindajes, cazadores y astronaves de combate. El mundo entero, estupefacto, tomaba nota de cada uno de sus pasos, de cada una de sus increíbles hazañas. Sólo gigantes podían seguir produciendo pese a carecer de todo. Jamás, pero nunca en la vida, se vio nada igual.
Luego procedió a dar directrices generales, ideas y detalles técnicos para procesos.
No bien el Kratos terminó de hablar —en el instante mismo—, sin un silencio ni discontinuidad alguna, los fraternistas continuaron hablando de sus cosas. Enrique Katel no los entendía, es verdad, pero tuvo la terrible certeza de que el tema nada tenía que ver con los tratados por Aristarco. Fue muy impresionante.
Uno de los fraternistas:
—No. Estás equivocado. Te grande sub dos menos te chica sub dos más un medio de te grande sub uno menos te grande sub dos.
Otro fraternista:
—Pero qué bruto sos. Y todavía tenés la audacia de corregirme. Uno más doble ve grande sub ce sobre doble ve chica sub ce.
El primero, sin ofenderse en lo más mínimo, rió junto a los demás.
(Enrique Katel pensó: «Todos los años que he sido Kratos de las Lenguas a fin de enseñar a los hombres la importancia de la palabra, para que ahora éstos terminen por renunciar al idioma de los hombres. Ellos, sin duda, compondrán un escudo de armas con partes robadas a distintas ecuaciones diferenciales. No han entendido un carajo de nuestra propuesta, que es construir otra vez la Torre de Babel; no por vanidad personal, sino como Torre de Homenaje. “Entendieron” su propia nada, la cáscara de los símbolos. Para ellos la máquina nunca fue parte de un instrumental con el cual sacralizarlo todo. Tomaron las confusas lenguas de sus almas y las propagaron, sistematizando la superficialidad. El bloqueo, el Gran Sello para que la Atlántida nunca surja de las profundidades abisales»). «Cuatro abro paréntesis e grande ge grande menos efe grande al cuadrado cierro paréntesis». («La destrucción recién comienza allí donde ves que todo es de los otros, definitivamente. Cuando sólo el Antiser pueda soñar se destruirá el mundo. Porque el mundo se sostiene con sueños y el Antiser no puede soñar. No llorés en sueños, Monitor, aunque tus hijos te traicionen»). «Integral curvilínea entre a y b de equis…». («Miserables hijos de puta. Ya los van a agarrar los sorias, a ustedes también. Cuando no los rusos. Se van a divertir, mierdas en guardapolvo. Sé no obstante, como lo saben ellos, que estarán llenos de mimos en todos los regímenes. Debería hacerlos fusilar: ahí sí que iban a abrir las bocas de la sorpresa. Pero prefiero dejarlos. Me palpito, no sé por qué, que a éstos no les va a ir tan bien. Quién sabe si, a último momento, no tendrá lugar algún acto de justicia»). «Integral definida entre a y be de derivada parcial de efe con respecto a y, más derivada de efe con respecto a y prima diferencial equis». («La gran solución al problema de cómo vivir en un país imposible es vivir fuera de él. ¿Pero cómo subsistir como ser humano cuando todo el planeta esté repartido entre países imposibles? Vivir entonces, hasta la muerte, en el interior de nuestros sueños, en la Tecnocracia, tan frágil como un sueño, que ya no existe, o que te despertaste antes de que llegase a existir. ¿Existió alguna vez, hace muchos siglos, otra Tecnocracia? ¿Fueron tecnócratas los babilónicos, los sumerios y no lo sabemos ni lo sabremos nunca? ¿Existió la Atlántida? ¿Fue ella tecnócrata hasta que el Antiser la hundió en el mar insondable? ¿Existirá alguna vez en el futuro la Tecnocracia? ¿Estoy insultando a todos estos hombres muertos al preguntarme si alguna vez existirá lo que todavía existe a través de estos restos?»). «Derivada de e con respecto a ve por derivada de ge con respecto a ve menos dos por derivada de efe con respecto a u por derivada de ge con respecto a ve más…». («Sí, los insulto. Pero cómo puedo impedir preguntármelo si ello es parte del soñar, si la esperanza es propia de un tecnócrata, si yo soy un tecnócrata y lo seré hasta el fin»). «Derivada de ge con respecto a u todo al cuadrado». («Es difícil el camino de comprender; y cuando comprendés y te humanizás por completo, viene la muerte. Como le pasa al Monitor, a quien dejar de ser un monstruo no le ha servido de nada pues igual pierde. No valía la pena cambiar. Tanto trabajo interior al pedo. ¿O sí? ¿O sí servía de algo? Tal vez yo me sienta deprimido por la hora, ante el fin del mundo y no valore el esfuerzo. Quizá algo permanezca de ese gesto suyo, aunque no vea la forma, aunque yo no entienda la manera. Los seres humanos somos débiles y tenemos enferma la voluntad. Eso es terrible, pero no es lo peor. La mayor tragedia de todas es que somos muy, pero muy estúpidos»). «Ka sub uno más integral de equis diferencial equis sobre menos equis por e a la menos equis por paréntesis equis sobre menos equis por e a la menos equis cierro paréntesis». («En espiral bajan las pequeñas cimitarras sobre el encinar. Los cuervos enviados por nuestro Padre para vigilar y protegemos se cubren de escarcha. Pesadas bajan las alas, de un blanco denso; ruedan sobre ramas blanco esplendente hasta la tierra, tapada por blancos chinos funerales. El suelo se cubre con pequeños pegasos muertos. Alguien intenta convertirlos en parte de un cuadro al blanco Picasso, con lunares negros. Un resto de sombra se agita con furor en la cara de la Muerte. Retumba el cascabel. Ella levanta en gesto de amenaza su resplandeciente arpa venérea, hecha del éter sutil y helado de la culpa. Que rechazamos. Pero aunque las gigantescas divinidades de nuestro terruño ya no protejan a la Tecnocracia, igual nuestros odios, como pequeños e innumerables Dioses de Fuego, de todas maneras el ruido enorme de nuestro Gran Odio, crepita más fuerte que el murmurar lívido de sus aguas. Tu ira, Monitor, y nuestra furia, es una muralla ciclópea que sube hasta el cielo. Cañonazos y bombas congeladoras se acoplan con las semicorcheas de la Música Funeral de Sigfrido»). El Kratos abandonó la Sala de Proyectos y Trabajo, pero aún oyó lejano el idioma fraternista: «El Jacobiano se hace cero por ser derivada de pe con respecto a equis por derivada de cu con respecto a y, igual a derivada de pe con respecto a y por derivada de cu con respecto a equis».
Enrique Katel ya había dejado atrás el edificio de la Submonitoría de Campo de Marte. Comenzó a caminar por las calles de Politectoria, al tiempo que pensaba: «Esforzáte por encontrar un camino, un principio nuevo, una cosmovisión más justa, y te vas a tropezar con tus propias injusticias. Pero es la única forma de aportar algo nuevo, un intento por romper los círculos viciosos que nos acogotan. Si te equivocás, al final de tu gesta habrás encontrado que sólo ampliaste el círculo y, por extraña paradoja, que ajustaste las cadenas en vez de romperlas. Pero si no lo intentamos —y es lo menos que puede hacerse— tendremos una caída sin grandeza. Ricardo Wagner fue uno de los pocos hombres que trató con toda sinceridad de hacerlo, trabajando por medio de fulgurantes iluminaciones en su drama musical. Me inclino ante su epopeya, pese a todos mis reparos metafísicos y a sus comodidades, las mismas que le achaca el Monitor. En este sentido fue convencional demasiadas veces. Sus excesos, que mucha gente le señala, no fueron tales. Por el contrario, yo diría que no se arriesgó lo suficiente. De nuestro gran movimiento, poco entendió. Quizá yo me deje influir por los odios y criterios del Monitor. Puede ser. Puede ser y me alegro, porque él también es un iluminado, jamás perdonaré a Wagner que no contestara la carta que le envió. Debió responderle, por lo menos. Ese día, con su actitud, nos dejó solos frente a los fraternistas, los mediocres, los corrompidos».
El Kratos continuó caminando largo tiempo. Llegó así a un enorme parque donde se estaba congregando una gran multitud. El Monitor en persona iba a presentarse ante ellos y hablar. Había viajado especialmente desde la capital hasta Politectoria, la ciudad moribunda, para potenciar a sus habitantes, imbuirlos de una fe ciega, única cosa que hace soportable el dolor y la muerte.
Ya estaba levantado el palco desde el cual el Jefe de Estado pronunciaría su discurso. En los últimos años, las alocuciones del Monitor ya no eran en vivo sino grabadas. No podía garantizarse, como en otros tiempos, la seguridad del público. Una sola espacionave rusa o soria que surgiera y aquello se convertiría en una masacre. Pero en esta ocasión el Monitor estimó que era indispensable su presencia hubiera o no energía para ello. Monitoria y Submonitoría de Campo de Marte, sin poderlo creer ellas mismas, lograron la hazaña de proporcionar cobertura durante todas las horas que duró el acto. Esto incluía, por supuesto, la necesaria protección para que el público pudiera concentrarse y dcsconcentrarse sin apurones.
El Kratos de las Lenguas, disimulado entre el público gracias a su máquina, escuchaba las conversaciones. Muchos expresaban comentarios esperanzados señalando el hecho de que, por primera vez en largo tiempo, Monitor pronunciaba un discurso en vivo; según ellos, ésta era la prueba de una mejoría en la situación general. Otros nada decían; pero el Kratos, por sus caras, comprendió que no tenían mucha fe. Ni ellos mismos debían saber para qué fueron. Pero, cosa curiosísima, no encontró uno solo a quien se le ocurriera la pregunta consabida, latente y castigada en las altas esferas cuando salía de los planos virtuales para irrumpir expresada en palabras: «¿Para qué resistir si ya hemos perdido?». Y sin embargo ellos eran quienes más sufrían el peso de la guerra. Si alguien hubiese hablado de rendición, lo habrían escupido. Estaban terriblemente dolidos, humillados y poseídos por una rara tristeza furiosa. Pero ni se les ocurría la posibilidad de una rendición. Más allá del hecho de que habían aprendido a amar al Monitor y a respetarlo por su entereza en los años duros, estaba la realidad del odiado enemigo. Bien sabían que no habría cuartel ni perdón. Las mujeres serían defendidas a ultranza mientras quedara un hombre. Los niños serían protegidos hasta con cuchillos y palas. Además hay en todos los seres humanos una suerte de omnipotencia, íntimamente relacionada con el instinto de vida. El enemigo se teme más y más a medida que se aproxima; pero cuando ya está muy cerca, por extraña paradoja, el temor casi desaparece. La ciudadela personal es ahora la atacada. Uno, en persona, triunfará allí donde el ejército fracasó. Es imposible que uno desaparezca. Esto explica, en parte, las resistencias a ultranza. Como una legítima motivación inconsciente generada por el instinto de supervivencia. Sin esta fe ciega e inconsciente en sí mismo, en la invicta fortuna personal, nada podría ser intentado, nada que implicase el más mínimo riesgo. Los que lanzan diatribas contra la omnipotencia, guárdense de que ésta por fin desaparezca.
No obstante, como el enemigo aún no estaba a la vista, era terrible la espera.
Mas cuando él apareció en la tribuna, con su aspecto legendario, como en otros tiempos, todos, hasta los que dudaban, comenzaron a gritar, totalmente arrebatados, con esperanza y salvaje, alegría.
TECNOCRACIA MONITOR TRIUNFO TECNOCRACIA MONITOR TRIUNFO TECNOCRACIA…
Era como viajar en la máquina del tiempo. Estas cosas ya sólo ocurrían en viejas películas. El Kratos pensó que resultaba como si la Tecnocracia hubiese desaparecido cientos de años atrás y, mediante la máquina antedicha, por razones arqueológicas, emocionales y de investigación histórica, asistiésemos a una de aquellas manifestaciones de grandes masas.
Monitor, desde lo alto, miraba a su pueblo TRIUNFO TECNOCRACIA MONITOR TRIUNFO TECNO… Pensó, bien para sí mismo, sin traslucir nada: «Estamos fracasando en nuestro intento de estrangular las rupturas. Los rusos ya hunden el frente. Politectoria es el último cerrojo antes de Monitoria, después… Bloquear, bloquear. ¡Oh Terruño nuestro, grande y santo! Oh divinidades septentrionales, meridionales, del centro, este y oeste: apoyadme en esta lucha que llevo a cabo por mi pueblo, que está mirando. Tienen fe en mí, mientras la responsabilidad es cada vez más enorme; mientras la Muerte prepara las vendas de la culpa, con las cuales pretende envolverme antes de trepanar mi cerebro como si yo fuese un faraón. Pero yo te rechazo, junto a todo el resto de tus mentiras, hija de puta». Monitor dijo en voz alta, a su pueblo, a través de los micrófonos:
«Hay que ser inexorable. Hay que arrancar de la sangre hasta la última partícula de duda y temor. Sólo así podremos vencer. Mueran los sucios que dudan. Quiero que cada soldado, cada hombre, cada mujer tecnócrata haga carne en sí este concepto: la duda es una deformidad sucia que debe ser exterminada. No será tolerada de ahora en adelante la menor vacilación. Si no tuvimos miedo a nuestras victorias tampoco tendremos miedo en nuestras derrotas. El que ahora duda de nuestro triunfo es porque ya dudó antes, cuando teníamos fáciles victorias. Todos ustedes me conocen de los años de paz y no ignoran cuán terrible puedo llegar a ser. Muerte inexorable para los derrotistas y traidores. Los pálidos y cobardes empalidecerán aún más cuando yo los agarre».
El Kratos pensaba al mirarlo: «¿Acaso quien está sucumbiendo ante cinco enemigos que lo revientan a trompadas, sin darse por vencido no continúa luchando, disciplinadamente, no permitiéndose dudas aunque las evidencias y los golpes sean abrumadores, pues sabe que si afloja siempre será peor? Claro que sí. Con cuánta más razón entonces todo un país y primero que nadie, el Jefe de su Estado».
Monitor se incorporó, agitando con furor su voz de metal y discursos, transformado en un ser impresionante:
«Nosotros los tecnócratas no tenemos miedo a gustar las austeras viandas y manjares de la muerte. ¡A cuántos enemigos se las haremos gustar antes, bien a su pesar! Los quemará nuestro odio, como el fuego funde el plomo o abrasa los bosques».
Paraliza el corazón de la Tecnocracia un instantáneo peán fúnebre. Miríadas de gusanos púrpuras, como un fuego sombrío, como rojos cortinados, suben en oleadas hasta sus pórticos santos. Matemático baja el rayo. La Atlántida se hunde en los abismos.
Luego del discurso y mientras la multitud aclamaba, dijo el locutor para los que no pudieron asistir:
«Enardecido con un pavoroso delirio, nuestro Monitor sacude su melena de león. Él, quien no tiembla: alma, razón y esperanza nuestra».
* * *
Luego de fanática resistencia, las fuerzas tecnócratas fueron arrolladas y los rusos entraron en las ruinas de Politectoria. De la Submonitoría de Campo de Marte sólo quedaban círculos, ahora viciosos, y pilas de escombros. No obstante, gracias a un puro milagro, algunos subsuelos no habían sido perforados.
Cuando apareció el soldado ruso, tomó por sorpresa y en pleno al aglomeramiento de chichis. Ya tenían dispuesto sumarse a quien los copara. Uno de ellos dijo al resto: «Tranquilos ahora. Yo hablaré con él. Ustedes no digan nada». Claro está, lo declaró en el idioma de la secta: «Equis c a la menos equis abro corchete ka sub dos más integral de equis diferencial equis sobre equis abro paréntesis menos equis por e a la menos equis sobre equis cierro paréntesis cierro corchete». Todo dificilísimo y mucho más largo. Se disponía a utilizar sus conocimientos de ruso, pero el soldado no le dio oportunidad. Dijo lleno de odio:
—Malditos tecnócratas.
E hizo funcionar el arma.