CAPÍTULO 154

El Chambelán Traidor Oficial
(Los idus de marzo, Tercera parte)

Como se dijo en su momento, Zapallo había sido nombrado Chambelán Traidor Oficial. No porque él careciese de lealtad, o su trabajo de ahí ea adelante consistiera en maquinar traiciones y menos en hacerse cargo de ajenas defecciones o perfidias. Se trataba más bien de transformarlo en pararrayos, a fin de que las fuerzas maléficas no se descargaran en cualquier sitio. En teoría estaba destinado a convertirse en un enorme detector de malévolas radiaciones —análogo a los geiger—, con la ventaja sobre éstos de poderlas atraer y conjurar.

En realidad se trataba de una broma de Su Excelencia. Monitor quería darle a su bufón favorito un cargo que a este último le permitiera desenvolverse con comodidad, gozar de regalías, etc. Lejos estaba de imaginar el Jefe del Estado que esa pieza política puesta sólo por razones lúdicas llegaría efectivamente a funcionar.

Y fue en ocasión de los idus de marzo.

Debido a la desconfianza de César, entre otros motivos, resultaba indispensable contar con la ayuda de alguien libre de toda sospecha. Lo suficientemente idiota como para que el equipo mágico que rodeaba al Monitor no lo investigase y pudiera atravesar la barrera defensiva. ¿Quién mejor que Zapallo? Según ellos, el bufón tenía razones de sobra para odiar a Julio César. Todos le decían de todo y él no fue, pero quien más veces por día lo llamaba «culpable» era precisamente el Monitor. Aparte, como había sido nombrado Traidor Oficial, nada costaba imaginarlo a la altura de su cargo. Subyugados por el espejismo, los conjurados incurrieron en este grave error de cálculo que, a corto plazo, habría de resultarles fatal.

Una tarde, el senador Antonio Varinio Isidoro Gallino del Salmón se acercó a Zapallo y le dijo.

—Qué caldeado está el ambiente, ¿no?

—No, mentira. Yo soy inocente no he muerto a nadie.

—Pero natural, seguro que usted es inocente, mi señor Chambelán Traidor.

—¡Mentira! Ése es un cargo hijo de puta que me dio César. Yo lo único que soy es inocente. Todos me dicen de todo y yo no soy.

El senador, lleno de afecto:

—Yo sé que usted es inocente. Inocente. César hace muy mal en decirle de todo.

Zapallo, vivamente emocionado pues no esperaba un partidario —debía ser el único en toda Roma—, por primera vez en la vida no supo qué decir. Ni siquiera soy inocente.

El senador insistió:

—Sí. Yo estoy muy seguro de que usted es inocente y una víctima de esta acusación injusta.

Zapallo, con lágrimas en los ojos:

—Cuánto me alegra lo que usted manifiesta. Porque… yo soy inocente, ¿no?

—Sí. Inocente.

—¿Qué soy yo?

—Inocente.

Tratando de asegurarse:

—Porque… soy inocente, ¿no?

—Sí.

Zapallo sonrió con una boca grande como dos manos abiertas y pegadas en las muñecas.

Logrado este primer éxito, Gallino del Salmón pasó a la ofensiva:

—Sí. Y porque sé que usted es inocente, me indigna la soberbia con que César lo trata.

—Soberbia no sería nada. ¡Maldad!

El otro sonrió:

—Usted lo ha dicho. Maldad. Pero es que ese hombre está loco. La prueba más evidente la tenemos a la vista: dice que usted es culpable.

—Mentira soy inocente no he muerto a nadie.

—¡Ya lo sé! Por eso digo que julio César está loco.

—Yo no les doy bola a los locos. Soy inocente.

—Sí, claro. Pero fíjese usted, mi señor Chambelán Traidor…

—Soy inocente no soy ningún traidor.

—Fíjese usted, mi señor Chambelán, que estamos a punto de perder la guerra a causa de este loco.

—¿De veras? Y yo que creía que la estábamos ganando.

El senador lo miró con atención. Por un momento le pareció haber escuchado un leve, tono irónico. Se preguntó si ese infeliz sería capaz de poseer un potencial de inteligencia suficiente como para justificar su brusca sospecha. Luego, mirando la cara gorda y lunar de Zapallo, pensó que su desconfianza era ridícula y propia de la paranoia inducida por el grave momento. Se trataba de un estúpido fácilmente manejable con sólo tener un poco de tacto. Así, pues, replicó:

—Pues no. Vamos perdiendo. Francos, germanos, hunos y sorias están a punto de pisar el suelo imperial. Ya han liberado la Unión Soviética, Soria casi toda, Protonia a punto de caer y poco falta para que nos corten la retirada en Chanchín del Sur.

—¿En serio? Estamos jodidos entonces.

—Como usted se da cuenta, querido Zapallo, urgen tomar medidas que preserven a Roma de la destrucción.

—En un todo de acuerdo.

«A continuación sigue una melodía lúgubre que refleja los celos y la tragedia de Canio:»[181]

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Con entusiasmo, el senador dijo a borbotones:

—Se refocila con esa corista con la cual se ha casado. Poco menos que una cómica, la tal Kundry. Cualquiera sabe de dónde salió. Vaya un César: le encanta rodearse de personas de abominable condición y otros seres de baja estofa, corruptos y envilecidos. No quisiera incurrir en blasfemia, pero creo que ni los Dioses conocen el origen oscuro de ese pirata Barbanegra que lo acompaña, a todos lados: su favorito. Él le debe dar los consejos absurdos que después se convierten en órdenes. Vaya un Emperador que acostumbra premiarse con prostitutas y bailarinas sirias. Sus Sótanos de Orgías han tomado ya el carácter de cosa del dominio público. Asiste deleitado y nada hace para ocultarlo, el muy farrista. Hombre sin honor. Nadie sabe ya cuántos parricidios ha cometido. Estranguló en las cunas a por lo menos ocho de sus madres: Cientos, miles de personas, han sido asesinadas por esa sucia bestia en sus criptas parlantes, por el terrible delito de pensar distinto a él. Es un monstruo.

—Es culpable, entonces —acotó Zapallo.

—¡Ya lo creo! Culpable en grado superlativo. Doctísimo en maldades y perfidias, no hay un solo acto innatural que no haya cometido, el muy degenerado.

Zapallo, por las dudas:

—Soy inocente. Lo que dice me interesa mucho. Cuente, cuente.

—Así, pues, para salvar a la patria, usted pegará doce por dos igual a veinticuatro puñaladas.

—¿Y si decido que sean solamente veintitrés, o veinticinco?

—No, no: trate de cumplir con esa cantidad. El horóscopo dice que con menos o más no morirá del todo.

—¿Pero cómo? Yo creí que los senadores eran personas realistas, que no creían en la magia.

—La astrología es un método dialéctico y científico; nada tiene que ver con magia y demás sistemas infusos. Nosotros creemos en la parapsicología, eso sí, pero no en paparruchas y supersticiones.

—¡Ah, claro! Ya decía yo. Bueno, muy bien. De acuerdo. ¿Pero soy inocente, no?

—Sí sí. Inocente.

—Bueno.

Ambos quedaron en silencio. Zapallo lo miraba con curiosidad, dichoso como un entomólogo que acaba de ensartar un insecto chupóptero rarísimo. El senador apretó su toga cerrando los dedos de la mano derecha un poco más arriba del pupo. Miró el techo del ancho pasillo y dijo:

—Si hacemos desaparecer a Julio César, única persona a quien el Gran Rey odia en serio, será posible hacer las paces con Soria, y quizá hasta con francos y germanos, para enfrentar a nuestros peores enemigos: los hunos atilescos, hasta que se decidan a firmar una paz honorable con nosotros.

—Definitivamente, estoy con usted.

—¡Magnífico! ¿Reconoce entonces la necesidad de que nos libremos de este César abominable, más loco que Calígula?

—Pero… yo soy inocente, ¿cierto?

Con algo de impaciencia:

—Sí sí. Inocente.

—Bueno. Si yo soy inocente, entonces sí. De acuerdo.

—¿Se uniría usted a un movimiento subterráneo que tratase de liquidarlo?

—¿A quién? ¿A mí?

—¡No a usted, amigo Zapallo! ¡A César!

—Ah, sí. Yo lo odio a Julio César. No le debo ninguna fidelidad. Soy Chambelán Traidor Oficial.

—Y le pegará en su maldito corazón de león las doce por dos igual a veinticuatro puñaladas. ¿De acuerdo?

—Sí sí sí sí sí sí sí sí sí.

—Pues bien. Usted hará lo siguiente. Escúcheme con atención. El próximo quince de marzo —vale decir, en los idus—, usted se le acercará con un falso atado de cigarrillos que yo le daré —(sacó de la toga, sección pechal, un envoltorio)—. Este paquete contiene un largo puñal de oro puro.

—¿Oro? ¿Oro puro? ¿No lo habrán sacado de alguna ópera wagneriana, por casualidad?

—Escuche y no se distraiga. Este puñal de oro tiene dos conductos, como los que poseen los ofidios, y sendos depósitos de veneno en el mango. El día indicado usted se esconderá detrás de la estatua de Pompeyo el Grande. Sabemos que él deberá pasar inevitablemente por allí a una hora determinada. Cuando ello ocurra, usted se abalanzará sobre su abominable corazón de león y entonces…

—Un momentito. Vamos por partes. ¿Quién me garantiza a mí que la conjura es fuerte como para triunfar? A lo mejor yo se los saco de encima y ustedes no se mueven. O por ahí sí, se sublevan, pero somos cuatro y nos destripan.

—No abrigue temores de ninguna especie. Somos tan fuertes como es necesario.

—Pero deme un punto en que basarme, viejo. Usted me larga al matadero. Yo no soy tan estúpido. Bien sé que si la cosa no funciona me puedo despedir.

—No puedo dar nombres por razones de seguridad. Perdóneme.

—Ya veo que no confía en mí. Yo tampoco tengo por qué confiar en usted. La nobleza obliga, como se dice. Lo menos que puedo pedir es asistir a las mismas reuniones que usted. Lo siento, senador, pero si no me abren los ojos no actúo.

Luego de varios días de ruegos, enojosas tratativas y amenazas, Zapallo logró averiguar bastantes cosas.

Una tarde, mientras el Barbudo caminaba lentamente por uno de los corredores del piso superior, con los brazos en la espalda y mirando el suelo pensativo y preocupado —aunque pese a todo ello daba sus pasos con firmeza, como un militar—, Zapallito le salió al cruce de manera abrupta, desde una arcada en penumbras.

—Soy inocente, inocente, inocente.

El otro, sin asustarse ante la inesperada aparición, contestó con indiferencia:

—Si usted lo dice… —y siguió sumido en sus cavilaciones. Pensaba qué impotente se sentía para ayudar a su amigo Julio César.

Pero Zapallo, quien de ninguna manera estaba dispuesto a soltarlo, comenzó a operar por líneas exteriores:

—¿Qué joda, eh? Se les puso espeso el caldo de gato. ¿Por qué no hablan, ahora que mis amigos los rusos, los están haciendo cagar?

—Tiene razón, Zapallo. No tengo ninguna gana de hablar.

—¿No eran tan fuertes ustedes? Esto dentro de poco va a quedar peor que las ruinas de Nínive. El nuevo Sardanápalo se va a tener que quemar con sus caballos y sus mujeres, como hizo el otro. ¿Qué se creían? ¿Que esto era Babilonia? Esperen un poquito, tengan un poco de paciencia y van a ver cómo se viene abajo el Jardín Colgante. Cuánto orgullo, todo al divino pedo. Suponían ser eternos porque tomaron Cartago, Pero pobrecitos, si dan risa. —Con tono burlón, falsamente admirativo—: ¡Las guerras púnicas! Aníbal contra Escipión. ¡Bravo! A los partos nunca los pudieron vencer, por de pronto. A los germanos menos, y tampoco a los sorias. Mejor que ni nos acordemos de los hunos, pues ahí se produce el desbande y el sauve qui peut. Tomaron Gran Bretaña, es cierto, pero porque no es más que una isla. Después se les terminó la fuerza, llegó la décadence. Ahora los otros están a punto de tomar Monitoria. ¡Jua! ¡Je! ¡Jo! Yo no tengo nada que ver con ustedes, ni razón para temer. Soy inocente. ¡Sufran!

—Sí, Zapallo —y se dispuso a irse.

—Ahora claro que… la guerra no va a llegar nunca a Monitoria. No arribaremos a esa situación extrema, felizmente. Ya está todo previsto. Bajo control.

—No sé de qué me habla, Zapallo. Perdone.

—Seguro. Mis amigos están tomando las medidas oportunas.

—Sí, ya sé que usted es amigo de los rusos y del Gran Rey de Soria, Zapallo.

—No, mentira. Yo de lo único que soy amigo es de la inocencia… y de los patriotas que piensan intervenir para solucionar todo.

—¿Qué patriotas? ¿De qué habla?

—De los conjurados: senadores, cónsules, tribunos del pueblo y jefes de legiones agrupadas en ejércitos que piensan intervenir para arreglar las cosas. Monitor ya no podrá seguir haciendo de las suyas y decirme de todo siendo que yo no soy, Porque yo soy inocente.

—A ver, a ver: ¿me puede explicar mejor el asunto?

—¡Ah, si yo pudiese hablar! ¡Las cosas que podría decirle! Claro, no hablaré. Soy un traidor. O sea, soy inocente. Él mismo me nombró Chambelán Alevoso y Magister de Emboscadas y Asechanzas. ¿O se le olvidó?

—¿Qué sabe de eso?

—Lo sé todo. Pero no puedo hablar. Ni quiero. Yo como traidor me alegraré mucho cuando el Monitor cague fuego. Si ciertas personas fuesen arrestadas, ello me causaría una pena que no estoy en condiciones de soportar. Dígale al Monitor que nunca ordene el arresto de los senadores Casio, Décimo Bruto, Cimber Telio ni Marco Bruto.

—¿Quién más? —dijo Barbudo, sacando una libretita para anotar.

—Tampoco se le ocurra tocar a los jefes legionarios Cayo Hircio, Tigelino Cicerón, Auro Persio Séneca, Marcio Asinio Flaco y Fulvio Quinto Metaterra Glotón. Pero sobre todo no le hagan daño alguno al senador Antonio Verinio Isidoro Gallino del Salmón, pues se trata de un amigo mío y yo me enojaría muchísimo si algo le pasase.

—¿Algún otro nombre? —preguntó el Barbudo, anotando a toda velocidad.

—Bueno, estoy yo también, naturalmente, aparte del nuevo cónsul de Seguridad Interna. Hay otro cónsul más pero no pude averiguar quién es. Cómo puede saber uno los nombres de todos los amigos que tiene —pausa—; ¿no me va a preguntar qué papel tengo asignado en todo esto?

—¿Cuál?

—«Cuál» no. Usted debe decir: «¿Qué papel deberá desempeñar, Excelentísimo Señor Pararrayos Imperial?».

Con paciencia:

—¿Qué papel deberá desempeñar, Excelentísimo Señor Pararrayos Imperial?

Zapallo sacó el chasco de su toga.

—En los idus de marzo, la Muerte, agazapada detrás de la estatua de Pompeyo el Grande, asestará doce por dos igual a veinticuatro puñaladas sobre su abominable corazón.

Barbudo tomó el puñal con todo cuidado, como si se tratase de un objeto antiquísimo, de miles y miles de años, y él fuera consciente de su arcaico, remoto origen. Sin gestos violentos lo guardó entre sus ropas.

—Gracias, Zapallo. Ha prestado usted un gran servicio a César.

—¿Pero de qué habla? Si soy un traidor. Yo odio a la Tecnocracia. Soy inocente.

—Sí. Le reitero mis gracias. No se preocupe. Yo me encargaré de tomar las medidas necesarias —y se fue.

Cuando veinte minutos más tarde le hubo contado todo al Monitor, éste dijo: «Lo que más me indigna es que hayan pretendido matarme con la serpiente real egipcia, ésa que los faraones llevaban en la corona de los Dos Reinos. Ahora, y por mi orden, mis fieles construirán con oro una serpiente mecánica dieciocho veces más grande. Ella se encargará de administrar justicia».

Para desenmascarar a los traidores, pues aún no conocían el nombre de todos los conjurados, nada mejor que simular el triunfo del intento. El quince de marzo, Zapallo, munido de un doblemente falso paquete de cigarrillos gigantes, se escondió tras la estatua de Pompeyo el Grande. En realidad el envoltorio contenía una máquina de la ilusión, proporcionada por las I doble E.

A la hora justa, Monitor —tal como se había previsto por horóscopo—, se aproximó a la estatua de Pompeyo el Grande. Segundos después se oyeron rumores, imprecaciones, ruidos de forcejeo y lucha. Un impresionante chirrido —como el emitido por una esfinge que afilase su garra contra las planchas de un acorazado—, el esperado alarido y, por fin, un silencio clásico: ese terrible que producen las estatuas griegas cuando deciden no hablar nunca más.

Momentos después, el senador Casio asomó un ojo. Monitor, ensangrentado, yacía en el suelo, Zapallo, de pie, miraba estupefacto flamear en su manojos colores amarillo-rojizos de su pequeña y delgada bandera. El senador, sin prestar atención al catatónico, se acercó al cadáver y empezó a contar:

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro puñaladas. Sí. Perfecto. Se murió pa’ siempre. Este león, ya no volverá a beber agua fresca del río ni de la cañada, ni tampoco a cazar. Por fin se ha roto su abominable corazón. Y es él, no caben dudas. Verlo ahí es difícil de creer. ¿De dónde viene este vacío? Padre: levántate; dinos qué debemos hacer. Condúcenos otra vez hacia la victoria. Padre: quédate y no vuelvas más.

De pronto la voz se corrió: la conjuración había triunfado. Estaba muerto el dictador, el asesino de las leyes.

Los complotados del pacium —una parte de la rama militar—; se reunieron en su Cuartel General. Era preciso emitir de inmediato la proclama. Gracias a una máquina que poseían, todas las emisoras de la Tecnocracia transmitirían en cadena su mensaje. Poniéndola en marcha, comenzaron a mandar sus ondas. Cosa que no les sirvió de nada, pues las I doble E, desde su comando y con equipos cien veces más poderosos, bloquearon las señales. Ellos no podían saberlo aún, pero las radios y televisores continuaban con su programación habitual. Solamente los aparatos receptores del Cuartel de los sublevados había sido exceptuado del bloqueo, a fin de contribuir más al engaño.

«Ciudadanos: el Monitor ha muerto. Un nuevo orden rige desde este momento en nuestra patria. Los Kratos han cesado en sus funciones. Los ex Kratos de Seguridad Interna y de Transportes y Caminos Romanos serán los dos primeros ministros de la reconstrucción. El accionar ambicioso y la demagogia en lo social, y la irresponsabilidad e incompetencia en lo militar de julio César, ha conducido a la patria al tremendo peligro en que se encuentra. La locura de un solo hombre nos ha conducido a una guerra suicida contra sorias, francos, partos, germanos y hunos.

Los bárbaros ya pisan la Tecnocracia septentrional. Por suerte, ahora la solución está a la mano. Restauraremos las leyes de la República. Un Senado limpio y patricio se hará cargo de la común cosa, e iniciaremos conversaciones con el Gran Rey de Reyes a fin de llegar a una paz duradera. De momento y hasta tanto se logre, la lucha continuará en todos los frentes, con esta salvedad: por nuestra parte no efectuaremos ningún ataque contra las tropas sorias, esperando que el honorable adversario corresponda en la misma forma.

Se confirma el actual toque de queda y la ley marcial. Todo civil que circule luego de las diez de la noche morirá por la espada. Toda persona que porte armas sin la correspondiente autorización de este Comando General, sea o no militar, será inmediatamente fusilada. Toda persona que no obedezca cualquier orden emitida por este Comando General, será shockeada en el acto.

Firmado: nosotros, los senadores, cónsules, tribunos y militares. Quince de marzo. Comando Gene…»

El locutor no pudo terminar la última palabra. En ese mismo momento, el tecnócrata, precedido por sus lictores, hizo aparición en el Cuartel General. Se produjo el terror entre las condecoraciones, las cuales se entrechocaron.

Monitor, con suave ironía:

—Como dijo Ovidio: «El tiempo lo devora todo». Arresten a estos hombres. —Luego, mientras los otros eran atados como salchichones sin tener tiempo para suicidarse, agregó con un tono zumbón y malevolente que recordaba al viejo Monitor de otras épocas—: Gobernar es despoblar un poco. Sacrificar lo cuantitativo en favor de lo cualitativo.

En ese momento entró un centurión, julio César le preguntó:

—¿Cómo están los conjurados de la tercera región militar?

—Primorosamente muertos, César. Salvo unos pocos a quienes vas a juzgar. Pero ya mueren por anticipado.

—Me lo supongo. —Volviéndose a Zapallo, que lo acompañaba—: Como premio podrás darte el gusto de degollar a uno o dos.

—Acostumbrado me tienes a tus munificencias, César —contestó Zapallo—. En realidad, no tiene importancia. Lo hice para desconsolar a quienes intentaban pensionarme con el remoquete de «traidor a los leales y leal a los traidores».

—¿Entonces tú no, hijo mío? —balbuceó César, no cayendo atravesado por veintitrés puñaladas (y menos por veinticuatro) a los pies de la estatua de Pompeyo el Grande. Sano y fuerte, al parecer no tenía intención alguna de expirar.

Pensó Julio César, aunque nada dijo: «Esta mañana Kundry me contó: “Anoche soñé que te asesinaban en el Senado. Vi tu estatua cubierta de sangre”. No estoy tan seguro de que se haya equivocado. Porque creo que pese a todo, y en cierto modo, la conjura triunfó. Mis restos gloriosos no escaparán a las injurias». Sin duda por primera vez, ante la traición y los síntomas de la descomposición que se generalizaba, tomó conciencia de que estaba todo perdido. No habría ningún milagro, salvo el de su resistencia. Nadie sabría jamás esto que ocurrió en su interior. Nunca un desánimo ni el menor gesto que lo traicionase. A ojos externos, su posición por el contrario, habría de endurecerse cada vez más. No dio oportunidad para que alguien pudiera interpretar el hecho de que no dormía por las noches y sacase conclusiones. Lo tapó todo con su carisma.

Durante el juicio a los conjurados se mostró como un humorista. Nadie —ni siquiera el Barbudo y menos Kundry o sus Kratos— pudo comprender que se trataba de un humorismo final. Sólo Arnaldus el Enorme y Decamerón de Gaula. —Cada uno a su manera— sabían de qué se trataba. Pero ellos también eran dos solitarios.

Una única referencia seria hizo al complot y fue allí, luego de pensar lo antes dicho.

—Hay que reunir a los sacerdotes de Júpiter para exorcisar la desgracia invocada por estos tipos.

Uno de los conjurados se atrevió a hablar:

—La desgracia ya venía de antes.

—Seguro que sí; pero no de esta forma, mi amigo. Aquí vale el corazón de todos. —(Para sus adentros) «Igual habríamos perdido. Pero al menos… se probaría ante la historia que el Imperio Romano cayó sin decadencia. Ahora se dirá que caímos por corruptos, por debilidad moral y perversión de las costumbres. Es injusto. Una civilización como la nuestra no puede caer así, dando pie a mentiras y equívocos». Dijo en voz alta—: Sí. Llamen a los sacerdotes de Júpiter, a los flamen dialis. Como no recuerdo qué significa en latín, lo traduzco como Sacerdotes del Dial de Fuego, que me parece en todo caso una versión mucho más tecnócrata.

En ese instante brotó desde un pasadizo secreto el jefe de las legiones de la Iliria, también participante de la conjura, quien venía retrasado. Quedó estupefacto. También el Monitor y los suyos, si a eso vamos. El complotado se repuso, sacó su pistola eléctrica y disparó un shock contra César. Nada ocurrió pues éste y acompañantes se hallaban protegidos por los campos de energía que generaban las I doble E. Luego intentó matar a Zapallo. Viendo la inutilidad de sus esfuerzos y comprendiendo que todo estaba perdido, dijo a Zapallo como venganza:

—¡Usted es puto!

—Qué sagacidad —respondió Zapallo sin inmutarse.

—¡Culpable!

—Mentira soy inocente no he muerto a nadie.

Luego de darse un shock, el general se desplomó con todos sus circuitos cerebrales quemados. Definitivo su lavado electrónico. Túnica de guerra y gloria, manchada en los pliegues. ¡Oh ilustre patricio! ¿Dónde están ahora tus legiones que debían rendirte honras fúnebres? Ni el mismo Terencio podría describir mejor (que tú en los hechos) el suicidio, una muerte tan natural. Al borrarte la gorra y la toga, con soberana elocuencia digna de Virgilio, has demostrado ser orador, filósofo y poeta: todo a un tiempo. Pintura admirable y escatológica de un asesino de sueños. Expresarse siempre junto al borde, en el entorno mismo de lo permitido, tocando los remotos confines. Y sin embargo, ser clásico. Este hombre sí que supo: un pistolero de oro para cazar la pieza única, magister. La propia.

Ya se dijo que las I doble E controlaban las emisoras. El pueblo se enteró, no obstante, por uno de esos extraños fenómenos sin explicación. Creyendo que habían matado al Monitor, se juntaron por cientos de miles frente al Foro, al Senado y al mismo Palatino de las Águilas, acusando, a senadores y tribunos de parricidas. Debió salir el cónsul Katel para decirles que César estaba vivo[182]. Como aún no creían, salió el Kratos Eusebio Aristarco para afirmar lo mismo. Y aunque no confiaban mucho en él, pues intuían que ese hombre tenía bloqueado el sentir, al fin se convencieron.

Varios generales, cuando se percataron del copamiento del Cuartel General por parte de los leales, huyeron a pie por las calles de Roma. Un centurión —quien no estaba enterado de la revuelta—, tomando a esos generales por soldados, los interrogó duramente:

—«¡Alto en nombre de César! ¿A que legión pertenecéis y cuál es vuestra centuria?»[183]

La indignación pudo más que el disimulo. Así, pues, uno de ellos contestó furioso:

—¿¡Cómo!? ¿¡No me reconoces!?

—Perdona. Creí ver soldados. Bien veo ahora que se trata de civiles. Pasad. Los generales continuaron su camino hasta el…

Ridículo[184]

… siguiente cruce de calles. Allí se encontraron con el general Apio Palas Pompeyo, que sí los conocía y estaba enterado de la sublevación. De la lealtad de este oficial, el Monitor no dudaba. No viene al caso explicar por qué movíase de noche sin escolta. El hecho fue que ese loco intentó reducirlos estando solo. En el combate que siguió perdieron la vida Apio Pompeyo y uno de los conjurados. El fulgor de los disparos láser alertó a la guardia, la cual dio cuenta del grupo.

Cuando —luego de que todo hubo terminado— Monitor, Barbudo y los Kratos asistieron a las honras fúnebres, el amigo del Monitor dijo ante el catafalco que contenía el cadáver de Apio Pompeyo, tontamente y debido al impacto de los sucesos:

—¿A qué edad habría llegado si no lo mataban?

Monitor, sin reparar en la involuntaria estupidez del otro, contestó: —La pregunta está quizá mal formulada. El asesinato también es una muerte natural. Posiblemente vivió tan sano hasta ahora para que luego pudieran matarlo. Uno cómo sabe.

Estas palabras, que podían sonar muy cínicas ante un hombre que había dado su vida por él, eran producto de un shock (igual antes, las del Barbudo). Frente a tanta desgracia junta y a fin de protegerlo, su naturaleza lo había insensibilizado momentáneamente. En realidad sentía afecto por este general y luego lo recordó numerosas veces, lamentando muchísimo su muerte.

La Espada queda bruscamente interrumpida

por el Funeral

El día del juicio, mientras miraba a los acusados, el Monitor tuvo pensamientos secretos: «No lo demostraré. No daré pautas. Que mueran sin sospechar que yo lo sé; que tengo la terrible certeza de la derrota teológica. Debo vigilar mi cara para privarlos al menos de ese triunfo. Mostrarme irónico, por difícil que resulte y bloquear los hechos. Los rusos acaban de tomar Protonia: ahora ya es la Tecnocracia septentrional la amenazada. El Soriator liberó Soria y trata de tomar Chanchín del Sur antes de que terminemos de evacuar a la disparada Chanchín del Norte. Menos mal que ya evacuamos Goria. ¡Basta!: me estoy haciendo traición con estos pensamientos maricones. Tengo que mostrarme jocoso. Es lo menos que les debo a los Dioses. ¿Habré reflejado algo en mi cara, cualquier vacilación o desconcierto que a estos chichis les permita…? Creo que no. Resistir como los yogas o los monjes budistas. Si ellos pueden maravillas, yo puedo. Es sólo mi voluntad; pero también está desprotegido el dolor, ahí frente a mí. El dolor también es débil en el fondo, aunque pretenda engañarme haciéndome creer que es fuertísimo y un gigante invencible. Cuenta con mi ignorancia. Pero yo ya he descubierto su gran secreto: tiene naturaleza femenina y necesita un dueño. Resistir, entonces. Resistir». Pero, en cambio, el Monitor les dijo en voz alta:

—Pretendieron destruirme. Qué vigorosa injusticia. ¿A dónde hubiesen ido a parar mis desfiles de horcas, mis criptas parlantes, mi orquesta de fusilar automática y mis sillas eléctricas, colectivas? Cómo no comprenden que me necesitan. Si no fuera porque la realidad es una sola, aunque los niveles sean muchos, me habría gustado hacer un experimento. Casi estuve a punto de permitir que triunfaran, para en esa forma dejarlos únicamente referidos a sí mismos. Ustedes no pueden imaginárselo, pero habría sido muy gracioso. Tontos. ¿Pensaban librarse de mí? Sois absurdos. El senador Casio, aquí presente y en el banquillo, cuando supuso que yo había muerto, me identificó —por lo visto— con el «padre castrador» del cual habla la fábula y de quien uno debe liberarse. Hasta quiso matarme con una especie de falo de oro. Confundió la traición con la famosa «rebelión contra el padre». Aun suponiendo que fuera cierto, al menos en él, miren si me mataba: ya no habría podido seguir yendo al analista y se hubiese muerto de esplín. Pero los comprendo, eso ocurre cuando a uno le falta esparcimiento. Autodidactas en masoquismo, no atinan a moverse entre tanta estrechez. No saben jugar y por lo tanto sucumben en sus propias ciénagas empalagosas. O bien, sofocados por las abominables prisiones de sus aburrimientos, optan por algún torpe y desmadejado suicidio desprovisto de estética. Muerte en pócima gris, como quien dice. Ahora, en cambio, tienen la ventaja de poder oír mis cuchufletas, chacotas y chanzas. Es cierto, por ejemplo, que Casio morirá y quizá algún otro. Pero qué alegría la suya al comprender, mientras lo acuchillan, que está contribuyendo a los desajustes eróticos de su verdugo. Será su forma de vengarse y aportar a la supervivencia del más apto. Hay que empezar a comprenderlo a Darwin.

Había en la Sala de Justicia un robot encargado de aclarar nombre, ocupación y cargo, de cada uno de los reos. Esta máquina parlante, de puro obsecuente y para congraciarse con el Monitor, en vez de limitar sus funciones a pronunciar los textos con voz normal, por cuenta propia comenzó a cantarlos (sin que nadie se lo pidiera, repito) entonando una especie de Cabalgata de las Walkirias:

«Sé, nador Cá, sio

bestiasqueró, sa

chichiinmún, do

de la patria traidooor…

Fú, ulvio Quín, to

reydelasrá, tas

Glotóndebasu, ra

nogeneralsíprevárica, dooor…»

Al Jefe de Estado le dolía la cabeza y procuraba disimularlo. Por esa razón y no por otra, dijo displicente:

—A este robot lo humanizamos tanto que logramos hacerlo tan insoportable como cualquier persona. Por favor: déjenlo sin energía por un rato. Hasta que esto termine, al menos.

La máquina, sin darse por aludida, intentó continuar. Con entusiasmo:

«Cá, ayo Hír, ció

menosquégenerá, al

másbiéndúquedeSó, ría

yo te fustigo con ¡glóf!…».

Monitor, dando el incidente por terminado, dijo señalando a los rebeldes:

—Que mis augures, de aquí en adelante, consideren como nefastos…

Y se detuvo. La frase debía terminar: «… los días de nacimiento de estos chichis». La dejó incompleta pues en su mente se inició un proceso de duda, comprensión y horror, que nada tenía que ver con el abortado parlamento. ¿Qué había hecho? Su máquina, que por fidelidad a él se atrevió a romper con la rutina y a crecer, entendiendo que ésos eran los deseos profundos de su jefe y el destino final propuesto por la Tecnocracia, que había descendido hasta los primigenios estratos geológicos de la cosmovisión defendida: Wagner, la broma y el delirio —cuando aquellos hombres sentados en los banquillos no lo comprendieron—, había sido castigada. Y no por un enemigo solapado del Monitor, no por uno de esos traidores, sino por el Monitor en persona. Pensó el Jefe de Estado: «Si yo, porque me dolía la cabeza, anule sin consideraciones a quien me era fiel, por serlo, entonces quiere decir que yo no he cambiado absolutamente nada. Sigo siendo tan hijo de puta como quince o veinte años atrás y estos tipos tenían razón en sublevarse. Si no soy capaz de comprender la originalidad, la broma, la grandeza, el crecimiento o el delirio ajeno, entonces, ¿de qué me quejo? Soy aún más traidor que ellos. Si por algo mereció triunfar la Tecnocracia y su caída es terrible y dolorosa, no fue por sus carreteras, logros tecnológicos o porque todos tuvieron pan, sino por el hecho de que aquí encontró refugio, lugar y razón de ser todo lo bello, raro, exótico, diferente. Porque fuimos un invernadero donde se respetaron todos los sueños, hasta los sueños de las máquinas».

Era verdad, por un lado, que la máquina no había sido destruida —el Monitor de otros, tiempos la hubiese fundido sin más—; pero también era cierto que la privación de energía resultaba muy dolorosa. El robot fue sumido en la inconsciencia, y eso a nadie le gusta.

Monitor pensó lo antedicho no con palabras sino a través de rápidas sensaciones. No obstante había prolongado la interrupción de la frase lo suficiente como para que todos, incluso los acusados, lo mirasen extrañados. Su cara, además, y como es lógico, había perdido parte de su control. El senador Casio, gran sabelotodo, de no ser su situación tan comprometida, habría interpretado la tensión en el rostro monitorial como «Acaba de comprender que la guerra está perdida», siendo que, en realidad, a esos pensamientos el Monitor los tuvo un rato antes pero no allí. Felizmente, obnubilado en su sabihondez por el destino personal que le aguardaba, el senador se vio privado de esa alegría a trasmano. Monitor, por su parte, ya recuperado y comprendiendo que debía completar la interrumpida frase, dijo:

—Sí, eso es. A partir de este momento, los augures considerarán nefastos los días en que nacieron estos chichis.

Acto seguido, y sin dar explicaciones, ordenó despejar la sala y postergar el juicio hasta el otro día. Monitor quedó solo en el lugar desierto. Con sus propias manos apretó los botones necesarios para que la energía volviera al robot.

Dijo entonces el Jefe de los tecnócratas:

—Te pido disculpas por la cagada que me mandé.

La máquina permaneció silenciosa. Él sabía que ella ahora podía escucharlo. Si no respondía era porque no deseaba hacerlo. Se horrorizó ante aquel ser ofendido. ¿Y si entendía que la ofensa era mortal? ¿Qué haría si ella se consideraba traicionada y no lo perdonaba nunca?

—Me dolía y me duele la cabeza. Estoy haciendo un gran esfuerzo por controlarme. No quise hacerte daño. En realidad me gustó tu canto, y tu fidelidad a lo más profundo que tengo me pareció conmovedora.

Silencio.

—Por favor, tratá de entenderme. Yo te respeto, máquina. Te respeto y te quiero.

Se escuchó entonces un sonido, desde el pequeño robot, parecido al de un grabador cuando es puesto en marcha y contiene una cinta magnética no grabada. Monitor debió esperar un minuto, Por fin la máquina se decidió a contestarle:

«Monitor: yo te disculpo, sí. No porque tu acto sea disculpable, sino debido a que no ignoro cuánto te costó progresar.

Mirar a los otros seres es un camino que se debe aprender. Tú lo entendiste así y ello es meritorio. Tampoco se me escapa el hecho de la gran, tensión que soportas estos días. Nosotras las máquinas, sabemos que la guerra no marcha bien; pese a ello haces terribles esfuerzos por mantenerte sereno y digno. Yo no te miento al decir que tendrás una clase de triunfo imposible de borrar con las derrotas. El Universo no olvidará tu gesta, aunque todo sea olvidado. Tu saga volverá a repetirse, pero esta vez triunfal, después del fin de los tiempos. Por mi parte, mañana en el juicio y si tú lo permites, volveré a cantar el nombre de los traidores, según el Wagner que entendemos nosotras las máquinas, y que para los hombres puede parecer muy ridículo. Ahora ve a dormir, Monitor. Por esta noche no pienses más y descansa. Confía en mí. Yo velaré tu sueño».

Al otro día continuó el proceso. Para juzgarlos ejerció magisterio con música, e hizo levantar un trono en medio de la orquesta. Desde allí dirigió inquisitorios y sentencias. Cada tanto mandaba condenar a muerte a dos o tres, en medio de un pasaje de oboes. Le encantaban los oboes.

Si acaso la partitura no los preveía, mandaba agregarlos. «No se deleitarán por última vez con Wagner, pues no lo merecen —declaró—. Oirán Rossini que, según afirman las crónicas, era el preferido de Nietzsche. Escucharán, desde luego, el Wagner de mi máquina, pero dudo de que sean capaces de comprenderlo».

A varios —según cuenta Suetonio de este Monitor— los hizo arrojar desde la roca Tarpeya, como a los criminales más viles. De otros, en fin, haciéndoles beber pis del bueno a fuerza de patadas con clavos, dijo para denigrarlos: «Ya lo ven, beben como tracios». Y a una señal dada por una trompeta hecha con un tritón del plata, hizo matar al resto mediante una enorme serpiente mecánica de oro, su ofidio de corona doble, su serpiente del Nilo.