CAPÍTULO 152

Los idus de marzo (Primera parte)

Justo cuando peor estaban las cosas para la Tecnocracia, ocurrió en todo el planeta un hecho extraordinario. Ya había tenido lugar antes, pero sólo de manera fragmentaria: jamás con una fuerza gravitatoria tan abrumadora. El pasado borrado juntó las huestes de sus memorias astrales semianuladas, intentando volver. Mejor dicho, como se trataba de algo más que un olvido, podría decirse: trató de reconquistar su lugar lo que nunca fue. Países y geografías sin realidad pretérita intentaron irrumpir entre los beligerantes. Surgieron, por esa única vez, palabras para designar naciones, pueblos y hombres: Imperio Romano, Julio César, francos, germanos, Galia Cisalpina, etc.; en ocasiones plasmadas sólo a medias. Estas cuasi memorias astrales, de haber logrado su intento de materialización completa, no habrían tenido peso alguno en los acontecimientos que se desarrollaban. Tecnocracia continuaría perdiendo la guerra y Rusia y Soria ganándola; pero todo hubiese cambiado en diverso sentido.

Podría suponerse, que un acontecimiento como el ocurrido dejaría estupefacta a la raza humana. No fue así porque los hombres estaban dentro del suceso; carecían de un punto de observación externo y absoluto desde el cual presenciarlo; No sólo el entorno de las personas había sufrido la invasión, sino también las personas mismas. Nadie se enteraba pues cada cambio venía acompañado de falsas memorias para cada ser, las cuales hacían que éste justificara dicho cambio. A nadie extrañó entonces la variación fantasmagórica del presente, la mutación de nombres, las masas continentales que surgieron de la noche a la mañana, ni tampoco echaron de menos a los territorios hundidos.

Magos poderosísimos como Decamerón de Gaula no se percataron jamás. Ni sorias, rusos, catalanes, garduños o baskos. Ni siquiera el mismísimo Exarca, pese a contar con el auxilio de Exatlatelico y los otros cinco poderosos Dioses.

El fenómeno, así como llegó se fue.

Como siempre, este secreto más allá de los secretos, era conocido por mendigos, linyeras y otros vagabundos, y únicamente por ellos. Pero ni los tales lograban ponerse de acuerdo en algunos puntos. Todos reconocían, eso sí, que la irrupción temporal referida sería la última. El mismo hecho de su violento estertor lo probaba. Luego de esto, el pasado secreto de la Tierra —que ni siquiera podía llamarse «pasado», lo reitero—, desistiría definitivamente. La energía gastada había quemado para siempre los restos de las viejas películas temporales del «pudo ser».

Dudaban en cambio sobre el origen de esta suerte de movimientos tectónicos del tiempo, de esta regrabación del pasado. Algunos pensaban que la culpa la tenían los pocos minutos detonados contra la guerrilla de Chanchín del Sur; ello, a su vez, por reacción en cadena, se habría propagado hasta la remotísima Era Azoica. Sin embargo, pronto fueron disuadidos por los demás. Las armas del tiempo usadas en Chanchín del Sur no eran suficientes para producir tal hecatombe. El Antiser se valía de ellas como una excusa para hacer creer —incluso a ellos, los últimos refractarios al engaño— que el «pasado» había desaparecido de manera irreversible a exclusiva causa de los hombres. Necesitaba que continuasen ignorando su existencia diabólica de Dios del Mal. Aquí, entonces, surgieron nuevas dudas. Si las armas detonadas no eran culpables, ¿de qué medio se valió? Por lo demás, ¿cuál era el objeto? Concluyeron que la clave se encontraba en El Anillo del Nibelungo, de Ricardo Wagner, pero con las objeciones del Monitor referidas a Wotan. Los crotos estaban de acuerdo en que hubo dos Renuncias al Amor, diferentes aunque paralelas y prácticamente sincrónicas. La de Alberich, por un lado, y la de los hombres, por el otro. Sin embargo divergían en un algo de lo que pensaba el Monitor sobre el asunto. El Jefe de la Tecnocracia estimaba que Sigfrido y Brunilda no estuvieron a la altura de su misión en la Tierra; esto es: devolver el Oro al Rhin. De tal manera podría hablarse de un desamor por parte de ellos para con Wotan y el resto de los Dioses. Los linyeras, en cambio, sentíanse inclinados a catalogar esto como fallas humanas, y no como desamor, Para ellos, de entre los hombres, sólo podía señalarse a dos que realmente hubiesen afrentado al amor: Hunding (que por celos mata a Sigmundo) y, sobre todo, Hagen, el hijo de Alberich que asesina a Sigfrido por la espalda. Estos dos seres humanos encárganse de realizar en el mundo terrenal la tarea de Alberich (el Antiser): destruir a Sigmundo y a Sigfrido, las dos armas secretas con que cuenta el Dios Wotan para derrotar en ambos reinos (terráqueo y celeste) al Antiser. Wotan, según los linyeras, fracasó por el desamor de una parte de las criaturas humanas, las cuales, al ponerse al servicio de Alberich y matar a los héroes, aniquilaron simultáneamente toda posibilidad de salvación para hombres y Dioses. De no ser por la colaboración de Hunding y Hagen, Alberich habría sido, sin duda, derrotado. La verdadera tragedia recién comienza cuando los hombres colaboran con ella; en otras palabras: cuando abandonan a sus Dioses y se ponen al servicio del Antiser.

Entonces: el pasado desaparecía pero no por los minutos detonados en Chanchín del Sur (que a lo sumo podrían acelerar el proceso), sino por las explosiones teológicas y metafísicas. El Primer Motor de la tragedia es el Dios del Mal, y los motores subsidiarios y sincrónicos, los hombres que colaboran con su obra diabólica (esto es: la destrucción del mundo terrenal, del cosmos y de cuanta materia él contiene).

Sólo un conocimiento universal de la verdad, aún podía detener la aniquilación de los tiempos. Como no era posible recuperar los pasados «ya no sidos», a menos debía impedirse la caducidad del pasado, actual. Ellos tenían la sensación de que a éste —el recordado por todos los habitantes del mundo en que vivían— podía considerárselo como el último pasado; el próximo objetivo sería la disolución del cosmos en la nada. Por eso resultaba tan importante ganar la guerra.

Antes de seguir debe aclararse que las irrupciones de falsas memorias temporales (o, si se prefiere, de las únicas verdaderas) pocas veces eran totales. Salvo las mutaciones referidas, los sucesos continuaban idénticos. A lo sumo variaba un nombre y apellido (Monitor solía transformarse en Julio César, por ejemplo), o un teatro de operaciones (Soria pasaba a ser la Soria Cisalpina), los rusos eran ahora los germanos y Tecnocracia, la península itálica en épocas del Imperio) o las armas (en vez de blindados o astronaves de combate, legiones que luchaban con espadas). Pero todo continuaba desarrollándose igual, con la misma correlación de fuerzas entre los beligerantes. El presente, aun con todas las transformaciones aludidas, hacía sentir su poderoso campo gravitatorio y era casi inmodificable. Resultaba torcido, en todo caso, el «falso» pasado surgido de las sombras.

La distorsión espaciotemporal fue desde la timidez de una esbozada impronta hasta la avalancha. El fenómeno duró aproximadamente tres meses en total, antes de su desaparición abrupta y completa. Pero ni el más feroz de los huracanes del tiempo logró mover un cabello de los principales actores del drama.

Como la guerra iba cada vez peor, poco a poco un sentimiento de desesperación se fue adueñando del Senado romano, así como también de algunos comandantes de legiones y ejércitos. Según ellos, era obvio que las batallas se perdían a causa de la incompetencia de Julio César para desempeñar las tareas de comandante supremo. Cada vez que los bárbaros avanzaban, se iba afianzando en la alta oficialidad la necesidad de una sublevación que terminara con ese estado de cosas. Aquellos viejos y prestigiosos generales eran veteranos de mil campañas. Para muchos de ellos el Senado había celebrado Triunfos luego de su desempeño en las Españas, Soria Cisalpina, Africa, las Galias, Siria y Armenia. Sólo decían: «No es posible permitir que por la locura de un solo hombre —no obra como político, más bien parece un teólogo— se conduzca a Roma a la destrucción total». Así, con lentitud, venciendo algunos costosamente el sentimiento de obediencia propio del soldado, fue cristalizando entre los jefes de las legiones tecnócratas, una unión para destruir al Emperador y designar a una persona capaz y prestigiosa que le sucediera en el gobierno del Imperio. Comentaban entre sí: «No fue capaz de pacificar las Sorias ni pudo detener a los bárbaros. Los germanos están cada día más cerca. El Senado debe nombrar un nuevo César». «O lo nombraremos nosotros, si no se atreven». «Cayo Domicio Graco no es de fiar. Es un cesariano». «Julio César no discute con nosotros sus campañas. Habla exclusivamente emitiendo dictatus. Eso también debe cambiar». «¿Los cónsules nos apoyan?». «Sí, seguramente. Conozco por lo menos a dos Kratos que ya están hartos». «No es tan mal general, después de todo. Derrotó a Pompeyo el Grande en Farsalia, no olvidemos». «Sí, pero a los sorias no los pudo. Francos en plena sublevación, germanos que avanzan… Si es un militar tan inspirado y genial, ¿por qué no se detiene a los bárbaros? Él es bueno cuando la cosa viene fácil». Pero al principio eran pocos. No obstante, ya se notaban los primeros síntomas de la descomposición.

Precisamente unos pocos días atrás, el comandante de las legiones de la Soria Cisalpina bajo ocupación, envió al Monitor una de esas cartas manijeadas, que Julio César temía más que a la muerte:

«A Cayó Julio César, Emperador de los romanos, Sumo Pontífice, general de los ejércitos, salud.

No hago sino cumplir con mi deber de soldado al informarle que ya el enemigo posee completa superioridad aérea en los cielos de Soria. Únicamente la férrea disciplina de los legionarios impide la debacle. Cualquier ejército que no fuese romano ya habría huido en masa. En el frente a mi cargo, por otra parte, ya no quedan fuerzas blindadas dignas de ese nombre. Los aprovisionamientos y suministros de todo tipo están muy por debajo del mínimo indispensable para permitirme sostener el frente con alguna capacidad operativa. Tanto más teniendo en cuenta que los permanentes bombardeos con cohetes y espacionaves de combate se irán haciendo más frecuentes de hora en hora. Los escalonados perímetros antiaéreos de pantallas electromagnéticas que protegían nuestra retaguardia han casi desaparecido o bien han pasado a ser parte del frente o del territorio que actualmente ocupa el enemigo. En lo que ahora es nuestra retaguardia, las pantallas de energía resultan obsoletas, habiendo sido superadas hace mucho por los nuevos diseños de las astronaves sorias, las cuales atraviesan los referidos perímetros sin dificultad alguna.

La situación es sumamente grave y peligrosa, pero aún empeora a cada minuto que pasa.

Os recuerdo, Emperador, con todo respeto, que incluso el último de mis legionarios puede combatir sin provecho hasta la muerte; pero sólo un César puede hacer algo mucho más valiente y difícil: abdicar. Quizá este costoso precio sea aceptado por el enemigo como parte de un acuerdo político, que permita salvar algo del Imperio romano.

Plotio Claudio Iseka, general, comandante de legiones agrupadas en ejército. Frente de la Soria Cisalpina».

César Monitor lo destituyó en el acto.

El Emperador había leído este mensaje en presencia del cónsul Eusebio Aristarco, quien justo en ese momento se hallaba en Palatino de las Águilas discutiendo cifras sobre la producción de acero en barras. Fue la primera vez en muchos años que el cónsul vio al Emperador furioso de verdad. Casi recordaba a las rabietas del viejo Julio César Monitor de añejos tiempos. Con otro estilo, claro; no obstante era una pérdida de control. A partir de ese instante las explosiones serían más frecuentes; pero allí y todavía tenía el valor de una primicia. Salvo en los últimos meses de su terrible final, donde adoptaría majestuosa calma; como Wotan, quien «está en su sitial, grave y silencioso, esperando el fin». Casi absolutamente identificable con el arquetipo elegido, aunque de tal identificación no fuera consciente.

Julio César temblaba mientras leía. Se puso blanco. Cuando por fin habló, la rabia y la impotencia hacían que se atropellase con las palabras:

—¡Pero…! ¡Pero es posible que un romano…! ¡Que un general que ha recibido el Triunfo…! ¡Pero cómo…! —Tendiendo el papel al cónsul—: Tome. Lea, Eusebio Aristarco.

Monitor, ahora lleno de fría cólera, encendió un cigarrillo esperando que el Kratos terminara de leer. El otro no se atrevía a levantar la vista de la hoja. La verdad era que el mensaje le parecía bastante razonable. Estaba de acuerdo con el jefe legionario. Pero ¿quién se atrevería a decírselo a Iseka con la furia que tenía en ese momento?

La pregunta temida no se hizo esperar:

—¿Y? ¿Qué le parece? ¿Usted cree que un tecnócrata me puede mandar una nota de ese tenor? Este imbécil supone que es posible salvar a Roma abandonándonos a la clemencia del Soria Dictator de Soria, general de generales, Gran Rey de Reyes y Dios. Yo ya sé la clase de ideas que tienen en los últimos tiempos los tipos como él. ¡Pero qué locos están! ¡Y qué traidores, además!

—Pero César… si bien no estoy de acuerdo para nada con buscar un arreglo político, pienso en cambio que la valoración militar que hace es atendible.

Sólo un leve estremecimiento, una suavísima ondulación en la toga del Monitor. Luego la quietud, salvo su brazo derecho que cada tanto se movía y únicamente él; como la estatua viva, ática, en parte articulada, de algún prócer.

Como Julio César nada mostraba en su cara, limitándose a observarlo mientras pegaba profundas pitadas a su cigarrillo —hasta parecía más calmo—, el cónsul Aristarco se animó a seguir:

—Es totalmente cierto, por ejemplo, que los bombardeos han terminado por desorganizar del todo nuestros transportes. Y lo peor es que, aunque mediante un acto de magia tuviésemos las mejores líneas de aprovisionamiento del mundo, cada día tenemos menos para transportar. Es decir: nuestra producción aumenta de continuo, pero la del enemigo crece a velocidad infinitamente mayor. Los materiales estratégicos disminuyen, mi Emperador, de día en día, de hora en hora. Quiero que me comprenda, mi Monitor. No es derrotismo. Es la verdad. Hasta los aprovisionamientos de materias orgánicas, indispensables para nuestros vitales procesos del plástico, han reducido de manera muy peligrosa y sin interrupción su volumen, a medida que los bárbaros van aniquilando nuestras fortalezas sumergidas. Estamos ya cerca del apagón de nuestros signos vitales en las industrias, próximos a tener menos del mínimo indispensable para movernos con alguna capacidad operativa, tal como dice el general y productivamente hablando. El acceso a reservas orgánicas exteriores nos estará vedado cuando sea destruida nuestra última fortaleza submarina. Éste será el principio del fin.

—Usted encontrará la manera de explotar los recursos del mar, aun sin fortalezas.

—¡Ya lo estoy haciendo, César! Y no es suficiente. Distraigo naves aéreas que se precisan en el frente ruso, a fin de hacerlas trabajar como cosechadoras de materias orgánicas. Son astronaves diseñadas para combatir y no para cosechar, de modo que las materias primas que me traen son muy pocas. Lo hago no porque convenga sino porque es lo único que me queda por hacer.

Entonces sucedió una de esas cosas que Eusebio Aristarco temía infinitamente más que a las iras de julio César. Con su voz imposible, carismática, de trompeta de fuego, el Monitor empezó a hablar tratando de convencerlo. El cónsul sabía que en esos casos lo único recomendable era ponerle una mordaza, a viva fuerza. Sólo así podría neutralizarse la voz de la Medusa (que no actuaba petrificando con la vista, en este caso, sino mediante ondas sonoras). Cuando escuchaba esa maldita voz, no sabía qué ancestro le tocaba adentro. Toda resistencia era inútil. Por más seguro que antes estuviese de sus razones, cuando el otro hablaba sentía una emoción irracional, salvaje, infinita. Si aquella voz hubiese ordenado moverse al Coloso de Rodas, éste lo habría hecho sin tener tiempo de comprender que no podía hacerlo; ello no evitaría, por supuesto, que una vez desaparecida la influencia de su extrema voluntad, la estatua se desplomase con el bronce transformado en polvo.

Al cónsul le daban ganas de ponérsele de rodillas como ante un Dios, matarlo, cualquier salida de extrema violencia. Conflictuadísimo, deseaba proteger a su jefe y tranquilizarlo, subordinarse de una buena vez por todas, darle la razón la tuviera o no. Decirle: «No se preocupe, mi Monitor. Saldremos adelante. Los científicos me han asegurado que en tres meses seremos capaces de aprovechar íntegros los desechos cloacales; gracias a ello poseeremos en la propia patria fuentes inagotables de recursos orgánicos, con la ventaja del fácil transporte. Aparte, mediante la energía solar accionaremos procesos, de fotosíntesis plástica, los cuales harán que las estructuras de los plásticos, se transformen en blindaje con un mínimo de materiales estratégicos y, tal cosa a su vez, nos permitirá continuar la guerra por diez años más o lo que haga falta». Deseaba decirle todo esto y otras mentiras pseudocientíficas por el estilo, a fin de que el Jefe del Estado se quedara tranquilo y tuviese al menos una alegría momentánea. Ello no impedía que, además, tuviese el impulso arrebatado de sacar su pistola eléctrica y darle un shock en un ojo. Todo al mismo tiempo.

Lo que le ocurría no es fácil de explicar en profundidad, aunque parezca sencillo. No le atraían sus posibles debilidades. Mal podía inspirarle sentimientos de esa naturaleza un hombre tan fuerte. Duro como pocos, de voluntad sobrehumana e inflexible. Tampoco su fragilidad oculta, pues Aristarco no era tan sensible como para verla. Si alguna decadencia tenía, ésta no se hallaba instalada en su interior sino afuera: la propia de quien se va quedando realmente solo. Cosa curiosísima, no invitaba a la compasión pero sí al instinto protector. Sutil la diferencia de matiz, pero fundamental. Entonces no se trataba de piedad, ese sentimiento que atrae a los manijeados y que en realidad es una falsa hiperestesia ante la vida; ni de un doblar la rodilla racional frente a la «locura sagrada» de algún mesiánico. Era un sentimiento legítimo, depositado en el fondo irracional de todos nosotros. El Kratos entendía a su Monitor tanto como antes. Sus bloqueos conscientes sellaban demasiados caminos como para que pudiera superarlo alguna vez. Tenía todo el racionalismo estéril e impenetrable de su formación abstracta y científica que, por supuesto, es siempre poco científica. Pero —y esto era algo que escapaba a su control— por momentos se rompía el bloque subconsciente. La pasión lo dominaba y durante breves instantes quedaba unido al inconsciente colectivo del grupo. Como es evidente, ello sólo podía ocurrir en presencia del Monitor. Fuera del entorno de influencia directa de ese catalizador gigantesco, sus reacciones volvían a ser las de siempre. Los estratos profundos, semejantes a subterráneos hielos eternos —sólo conmovidos un instante por el breve cataclismo geológico—, volvían a cerrar las brechas con grandes y firmes soldaduras, y toda comunicación cósmica se cortaba. Lo que transcurría en su alma en esos momentos conmovedores no era clemencia o misericordia para con su desgraciado jefe, repito por tercera vez, sino la necesidad orgánica de ser leal hasta la muerte siquiera en una ocasión (y de hecho para siempre). Conservarse fiel al sacerdote magicopolítico de su pueblo, sin meditar las consecuencias internas y externas.

El Kratos, resignado a lo inevitable, escuchó. Y esto le dijo César, cada vez más carismático, pero con voz profunda, cálida y emocionada:

—Cónsul Aristarco: ¿cree usted por ventura que yo ignoro las dificultades que atravesamos? Las conozco tanto como usted; Acaso mejor; Pero piense: ¿qué fuerza pudo lograr la superación de las adversidades sufridas por los hombres del pasado? ¿Qué energía hizo doblar la rodilla a cuanta criatura maléfica se opuso a los logros humanos? ¿De dónde salió la orden imperiosa que liberó al sexo, aventó los rozamientos del Antiser y los desgastes, toda vez que un hombre logró ser feliz en la Tierra? ¿Cómo fueron sobrepasadas todas las crisis? Esa misteriosa potencia militar, que nos diviniza, es la voluntad humana, Eusebio Aristarco. La inquebrantable voluntad humana. Ella nos otorga la seguridad del permanente esplendor. Sólo por ella hay vida sin decadencia. La voluntad, que creó al cosmos, también nos permite identificarnos con los arquetipos que cada segundo mantienen la cohesión del Universo. Esa misma voluntad, ahora nuestra, conserva a la Tecnocracia como un animal viviente; sin esta potencia creadora y generatriz los enemigos nos despedazarían. Nada quedaría de nuestros sueños, salvo un resto fósil calcinado, irreconocible, luego sometido a lento proceso de petrificación y olvido. Si perdemos, no crea que el tiempo nos hará justicia. Los siglos no hacen justicia, ponen las cadenas del vencedor. Y aunque dentro de miles de años las cadenas desaparezcan, quedaremos definitivamente supultados por las toneladas de óxido, como las arenas han terraplenado a Ur. Desengáñese, nada quedará del Imperio Romano si somos derrotados. La historia dirá que fuimos doce Césares malísimos. Nos juzgará en montón, sin ver diferencias esenciales y los excesos de unos serán atribuidos a todos y, antes que nada, a nuestro modo de vida. Graznará triunfal: «Aunque alguno fuera un poco más humano que otro, todo ello estaba podrido en lo esencial. Es bueno que hayan desaparecido, con sus Dioses, templos, esculturas, imágenes pintadas, obras cinematográficas y cintas magnéticas». No tendrá en cuenta, por ejemplo, que a lo mejor fuimos menos de doce, o más. Simplemente nos pondrá un número a manera de bolsa y apretará bien los cordones. Después, la misma bolsa con todos los números, será regrabada en cero y en silencio por ese espantoso color que es la ausencia de todo color, en aquel día terriblemente brillante en que se propaguen los ocasos.

»Por eso debemos vencer. Vencer ahora y siempre, aun en la derrota, con nuestras fuerzas morales. Si inclinamos la cabeza frente al desastre, siempre será peor. ¿Acaso no dice Virgilio, nuestro poeta clásico, “Los Dioses sólo escuchan a quienes les piden lo imposible”?[178] Pues bien, Aristarco, dos veces cónsul: propongámonos lo imposible, propongámonos ganar esta guerra. Crucemos juntos por segunda vez el Rubicón. Mis adversarios dicen que me fue fácil derrotar a Pompeyo el Grande, ¿verdad? Según ellos, y en consecuencia, mi gesta no tiene mérito alguno. Pues bien: demostremos que podemos vencer a cien Pompeyos aunque el río sea enorme. Expulsemos a los bárbaros. Si nos mantenemos inquebrantables, cualesquiera sean las circunstancias adversas, triunfaremos. No son simples palabras: es una realidad cósmica. La victoria está al alcance de la mano que se atreva a exigirla con gesto sagrado. Si nosotros no dejamos un solo instante de creerlo, le garantizo que el mismo Júpiter lo creerá. Tenga fe, pero no una fe vacilante y débil sino una fe absoluta, pura e inquebrantable. Es imposible destruir desde afuera las fuerzas morales, sólo se romperán si nosotros lo permitimos. ¿Pero y si no lo permitiéramos, cónsul Aristarco? ¿Qué ocurriría si no lo permitiéramos? Yo diré qué ocurrirá en ese caso: lo imposible, la victoria, pues habremos hablado al Universo dentro de su mismo corazón.

»Pronto lograremos utilizar íntegramente las aguas cloacales, con lo cual tendremos surtidores inagotables de materias primas para nuestros dichosos plásticos. Por el transporte no se preocupe, ya que al tener las fuentes en nuestra propia patria, todo será más corto y fácil. Incluso aunque lleguemos a perder todas nuestras fortalezas sumergidas, no por ello seremos derrotados. Los materiales estratégicos se tornarán menos indispensables pues en gran medida los obviaremos mediante la fotosíntesis plástica, u otro medio que ya se encargarán de encontrar nuestros científicos. Pero no olvide la regla áurea: tener fe, trabajo interior y voluntad.

Julio César continuó hablando con el mismo estilo durante largo rato.

Y el Kratos de Campo de Marte, pese a estar escuchando las mismas mentiras que él tenía ganas de decirle minutos antes, no obstante recordar que él las había inventado primero, y aunque ni por un segundo se borraba en su mente el conocimiento de que eran mentiras y disparates pseudocientíficos, igual se lo creía. Él mismo veía ya la victoria al alcance de la mano, totalmente convencido.