Los crímenes de guerra
Barbudo Iseka se desplazaba por uno de los corredores del piso más elevado de Terraza de las Águilas. Podía oír el zumbido de las defensas exteriores. En épocas de paz investigaban la manera de suprimir por completo esa molesta vibración. Con la guerra todos tenían cosas más urgentes que hacer y el estudio fue abandonado. Salvo en algunos cuartos a prueba de ruidos, aquel clamor de abejas escuchábase con monótona persistencia. De cualquier manera el fenómeno se daba sólo en el piso superior. Barbudo intentó capitalizar la perturbación: después de todo era la prueba de que estaban defendidos —se dijo.
Encaminaba sus pasos hacia el despacho monitorial, pues el Súper lo había citado para esa mañana. Monitor nunca se hacía el misterioso con él, de modo que cuando requirió su presencia por teléfono —con amistad pero negándose a dar explicaciones— quedó muy extrañado.
Mientras seguía caminando miraba las paredes. Ya estaba en paz con el zumbido por haber logrado incorporarlo favorablemente. Sentíase como un sumerio en el palacio del Emperador Entemena. Otras cosas eran más difíciles de controlar. Pensaba que incluso en la superficie del océano deben existir desiertos como los de Gobi o el Sahara, donde jamás llueve, Y también especies de selvas tropicales del Congo o Brasil donde se precipita un metro en tres días. Asimismo la Tecnocracia, en los últimos tiempos, le daba la impresión de estar repleta de sucesos extremos. Desiertos inconmensurables rodeados de pantanos y diluvios. Si la Tecnocracia siempre fue el país de los límites, ahora lo era mucho más, pues todos los procesos se habían acelerado y exagerado con el curso de la guerra. Barbudo sentía una gran preocupación. No necesitaba ser militar para saber que ahora les tocaba la peor parte. Miraba su mundo amado y no le parecía posible que alguna vez fuese a desaparecer. Con seguridad, a último momento ocurriría un milagro. Conocía a De Gaula sólo de vista. Tenía que abordarlo. Quizá él pudiese hacer una hechicería para que se muriera el Soriator o estallase una guerra civil en Rusia, o algo así.
Bloqueó todos estos pensamientos. «Me estoy volviendo loco. No hay como la impotencia y la derrota para que uno termine con un calcetín en la cabeza», masculló furioso consigo mismo.
Mientras el Barbudo caminaba hacia el lugar de la cita, en el vestíbulo del despacho monitorial estaban reunidos el Kratos de Campo de Marte y el de Seguridad Interna. Éste último preguntó al otro:
—¿Ya vio al Monitor?
—Todavía no. Me hizo llamar con carácter urgentísimo. Faltan otras dos personas. No sé quiénes son.
—¿Sabe al menos de qué se trata?
—Ni idea.
—Yo también tengo que hablar con él, pero después y sólo si está de buen talante. ¿Qué le parece mi situación, Eusebio Aristarco? Soy el Kratos de Seguridad Interna, pero las 1 doble E no me están subordinadas. Qué contradicción más absurda. Cada vez que necesito realizar una acción debo pedirle permiso a él. Así no se puede trabajar. No confía en mí, supongo. Nominalmente soy el Intersecuritecnekratos. Fíjese qué nombre más difícil y largo. En los hechos soy el peón de limpieza de la Monitoria: el encargado de barrer la cucha del perro. Me propongo convencerlo para que coloque a las I doble E bajo mi mando. Debe decidir de una buena vez por todas si quiere o no tener un Kratos de Seguridad Interna. Hasta el momento no he dado con una ocasión propicia. Siempre que lo veo termino yéndome por las ramas —en ese instante comenzó a acercarse a ellos el Barbudo—. ¿Así, pues, usted todavía no lo vio? Es una lástima. ¿Y qué onda siente? ¿Se mostrará accesible?
El Kratos de Campo de Marte respondió con algo de ironía:
—Vea, mi estimado amigo: yo de «ondas» no sé nada. Recurramos a las probabilidades. Supongo que como la mayoría de las veces estará sentado en su rincón, como un nuevo Nietzsche, esperando la Segunda Venida del Anticristo. Entre melancólico y refractario.
Los dos Kratos rieron del chiste. El de Seguridad Interna dijo:
—Sí, es cierro. En realidad no en todo momento da esa impresión, pero sí a veces.
El Barbudo, quien no era tan culto como los Kratos, se molestó por no entender. Además sospechaba de las intenciones de aquella gracia, la cual le había sonado malévola. Preguntó al Kratos de Campo de Marte, disimulando su disgusto:
—Perdón, no entendí. ¿Quién es Nietzsche?
Eusebio Aristarco intercambió miradas de prudencia con el otro, y luego contestó ya sin sonreír:
—Nietzsche era un filósofo que vivió hace muchos siglos. Estaba peleado con el monoteísmo, por aquel entonces una secta muy importante; tanto que parecía destinada a imponerse. Hoy día el pensador mencionado no se lee; salvo algunos conceptos, que han sido asimilados al patrimonio filosófico común, su obra desapareció con la religión que combatía.
—¿Y qué es eso de Anticristo?
—Mmh… veamos: Cristo era la Segunda Persona… No. Mejor se lo simplifico. Cristo era el Dios de los monoteístas.
—¿Y?
—Y bien, el Anticristo fue la concepción principal de Nietzsche. Una especie de profeta y paladín potentísimo que pondría las cosas en claro frente al monoteísmo. Una concepción totalmente exagerada. Supongo que tuvo que hacerlo así para volver luminosos los bordes. Los filósofos siempre se sienten obligados a sacar el opuesto a la teoría imperante, crean o no en ello. La orden del día es ser original, no importa cómo. Si todo el mundo cree en el ser inmóvil de Parménides, pues a oponerle uno que se mueve muchísimo y, dentro de lo posible, que además baile rock and roll.
—Y ustedes dicen que el Monitor…
El otro se apresuró a palmearlo:
—Ah, mi querido Barbudo, no me haga caso. Se trata de un chiste. Nada más que una simplificación jocosa y absurda.
Luego se volvió al otro Kratos para hablar de cualquier cosa. Eusebio Aristarco, que tenía al Barbudo por un fanático, no deseaba caer bajo sospecha.
De pronto se produjo en el grupo un silencio rígido. Alguien, a quien aún no veían, surgió desde uno de los accesos. Aquella potente masa gravitatoria curvaba sus pensamientos, los interfería. La persona más distraída del mundo lo habría notado.
El Kratos de Seguridad Interna era un sensitivo. Pensó: «Hay una sola persona en el mundo que me hace sentir su presencia como un hachazo. Y no es el Monitor. No tanto, por lo menos».
Los tres se tornaron para mirar. Allí estaba Decamerón de Gaula. Sin soberbia, majestuoso como Wotan. El mago los saludó con una inclinación de cabeza y se paró a un costado, lejos del conjunto. Ninguno volvió a abrir la boca.
En ese momento se deslizó silenciosamente una puerta blindada y apareció el Chambelán de Audiencias:
—Maestro Decamerón de Gaula, Barbudo Iseka, Kratos Eusebio Aristarco: el Monitor los espera.
A mediados del mes que corría (en ese momento se hallaban a fines) surgió una nueva crisis. El extremo sur de la línea Arkangel-Astrakán se estaba desmoronando. Luego de una brutal preparación con cohetes y astronaves de combate, Segurinsky lanzó sus cazadores blindados tanteando en un amplio frente la posibilidad de una perforación. Poco antes, en las cercanías de la depresión del Caspio, sobrevino una gigantesca batalla de tanques cuyo resultado, en líneas generales, fue adverso a los tecnócratas. Rupturas de frente y embolsamientos tuvieron lugar en la zona del Volga, como consecuencia de la presión rusa. Todo el Cáucaso estaba prácticamente perdido y con él los yacimientos petrolíferos de Bakú, que los tecnócratas explotaban hacía largo tiempo. La Tecnocracia no utilizaba el petróleo para fabricar combustible, sino como materia prima en los procesos del plástico. De aquí salían los blindajes de las naves aéreas, los cazadores y los robots, para no mencionar muchísimas otras cosas.
Resumiendo: un colapso en todo el sector Astrakán era cuestión de horas. Ello obligaría al abandono de esta ciudad, pero también de Arkangel, Gorki y Volgagrado. Es más, mientras que el Monitor y varios generales exigían que Moscú fuese defendida a ultranza, la mayoría del Alto Mando recomendaba la evacuación de esta plaza y de Leningrado, a fin de establecer un nuevo frente en Smolensko.
Monitor, puesto en firme negativa, dio su última palabra: Moscú sería defendida. Conquistar la capital de la Unión Soviética había costado demasiada sangre y esfuerzos como para abandonarla así como así. Sería un golpe político terrible y una brutal desmoralización para el soldado. Si retrocedían ya no podría volverse más. Éstas y muchas otras razones dieron el Monitor y los generales que compartían el punto de vista mencionado. Pero de cualquier manera ya no se trataba de discutir, pues, la decisión había sido tomada: Incluso harían lo posible por conservar Gorki.
No debe asombrar que el Monitor sufriese una suerte de locura pasional, dada la sombría situación bélica.
La puerta blindada se cerró a espaldas de aquellos hombres citados con urgencia. Barbudo, Kratos Eusebio Aristarco y Decamerón de Gaula miraron al Jefe del Estado.
Monitor:
—Los llamé a causa de una grave decisión que he tomado.
(Estos hombres parecen verse a través de un televisor en blanco y negro. Al principio ostentan un arco iris de grises: tonalidades herméticas, sin traducir. Luego baja, lentamente desde el techo, una precipitación rojiza. Ahora el «televisor» transmite con exclusividad en este último color: en toda la gama de gradaciones posibles. Prima un rojo particular: el que marca la presencia de la voluntad en el aura astral. El cromatismo anterior es reemplazado por los amarillos, exagerados, muy luminosos, como si alguien estuviese filmando con película quemada. Luego sobreviene la sustitución por los violetas, que duran breves instantes. Ahora la «pantalla» es inundada por marrones militares, con improntas verdes. Hacen acto de presencia los magentas, con sus colores fríos y violetas rosáceos agudos y agresivos, casi fosforescentes. Van desde su expresión mínima hasta el grado máximo de fucsia.
Parecería que alguna entidad estuviese ajustando una trasmisión en color e hiciese pruebas y experimentos. De hecho resulta una lucha de voluntades. Como si el manipulador del «aparato» no quisiese la presencia de ciertos colores, los cuales irrumpen le guste o no.
Por fin el cuarto adopta cromatismo natural: el de la vida, sin traducciones. Pero sobre esta base hacen su aparición largos tubos, gruesos como un puño, que atraviesan limpiamente el cuarto de una pared a otra. Cerca del techo hay un grupo de caños bermejos, incandescentes, paralelos entre sí. Más abajo hay otro conjunto de tubos, azul de Prusia, que también guardan unos con otros relación de paralelismo (y con respecto al piso), pero formando noventa grados con la constelación anterior. Bajo los tubos azules hay otra batería bermeja (vale decir: sanguíneo color intenso, con algo de negro nítido, fuerte), orientada como su gemela próxima al techo. Descendiendo todavía más encontramos otra tanda azul de Prusia. Así, alternando, llegamos al pavimento. Como cada familia de tubos se mueve en distinto plano, jamás se cortan. Sin embargo, vistos desde arriba (o desde abajo) brindan la ilusión de una gran parrilla bicromática.
Un cilindro con el mismo color de las hogueras en invierno parece brotar de la boca del Monitor mientras habla. Gruesa lanza hielo de Prusia atraviesa sus oídos, las paredes, Terraza de las Águilas y se pierde, a la velocidad de la luz, en remotas distancias.)
El Jefe de Estado continuó:
—Quiero que sean los primeros en saberlo. No ignoran la situación del frente; sobre todo, la del frente ruso. El Soriator y los habitantes de su país han entrado en fiesta, como quien dice. Festejan anticipadamente su victoria. Ya me ha dicho Arnaldus el Enorme que un poco antes de Samarcanda, el Soriator escribió un poema mágico gracias a la ayuda del Antiser. Si ustedes prefieren con apoyo de Exatlaltelico y los otros cinco Dioses exateístas. O como se les antoje, pero es mágico en serio. Qué casualidad que justo después empezamos a perder. Arnaldus el Enorme lo descubrió recién ahora, porque estaba bloqueado. Antes de poder atravesarlo se vio obligado a esperar un cambio en la situación astrológica.
Así, pues, he decidido exterminar a todos los habitantes de la Soria ocupada. Una de las razones y sólo una es que está llena de guerrilleros y saboteadores. La guerra será ganada por quien tenga más endurecido el corazón. Pero la razón principal es esta: el Soriator escribió su poema con malas artes. Cierto que sacó su potencia del Antiser, pero aprovechó la memoria y la fuerza biológica de su pueblo para invocar al arquetipo. Ésa fue su matriz material, que sólo podía utilizar siendo dictador de Soria. No sé si el Soriator es del todo consciente de esto. Pero en cualquier forma que sea: yo, al matar a la mitad de los habitantes de Soria, crearé un vacío biológico que restará energía al escrito. Es nuestra única esperanza de salvación.
Los otros quedaron estupefactos. Como si Monitor, de un minuto al siguiente, se hubiera transformado en un grifo u otro animal extraordinario. El mismo hecho de llamar a un hombre como Eusebio Aristarco Iseka, quien jamás podría aprobar una cosa así, era la prueba de que estaba pasando por un shock de derrota. Si hubiese estado en sus cabales, o gozara al menos de algún sentido de la realidad, habría convocado al Kratos de las Lenguas, o a cualquier otro de sus fieles. Aunque lo más probable es que, en ese caso, tampoco se propusiera matar a la mitad de la población de Soria.
Grandes parrillas de color amarillo manija aparecieron flotando en la habitación. Nadie las notaba salvo De Gaula, el cual exorcizó con un gesto difícil de advertir.
El Kratos de Campo de Marte parecía congelado por un chorro de aíre líquido. De Gaula miraba pensativo el piso.
Barbudo fue quien habló primero.
—Mirá: simplemente me parece una barbaridad. El Soriator se propone destruir al pueblo tecnócrata y ahora vos querés hacer lo mismo y primero, con los habitantes de Soria. ¿Cuál es la diferencia? ¿Qué estamos defendiendo aquí?
Monitor lo rechazó con un gesto algo impaciente:
—Vos no entendés la cuestión. Estamos ante la vida o la muerte y me venís con argumentos humanistas. Esta faceta tuya no la conocía.
—No se trata de humanismo. Creo que no es la solución, simplemente. No sé… me faltan palabras, datos y conceptos, pero adivino una trampa en todo esto. ¡Matar a los sorias! Se parece muchísimo a tu proyecto anterior de matar a todos los sindicalistas que, para mi gran felicidad, abandonaste —los otros, que ignoraban tal cuestión, miraron al Barbudo primero y después al Súper con estupefacción. Monitor se encogió de hombros; no pensaba conceder importancia a la infidencia estando ya jugado con el asunto de los sorias—. Los sindicalistas, los sorias, los rusos, son partes, sólo partes de un problema humano y mundial mucho más vasto que se me escapa.
»Pero no es la forma; desde ya te digo, no es la forma. El pobre pueblo de Soria está bajo la dictadura del Soriator, no lo olvides. En gran parte se la merecen, eso es cierto. Pero ¿alguna vez te pusiste a pensar en cuán parecidos son los sorias a los tecnócratas? Hay muchísimos sorias que son tecnócratas y viceversa. Nuestra lucha contra ellos se asemeja bastante a una guerra civil.
Monitor estalló amargamente:
—¡Y lo es! Parecidos, decís vos. ¡Casi iguales, yo diría! Hasta qué punto el pueblo tecnócrata es soria, nadie mejor que yo para saberlo. Tenemos todos sus vicios, o casi todos. Justamente por eso estamos perdiendo. Yo quiero que la Tecnocracia corte para siempre los puentes que la unen al pasado, que se arranque del corazón la duda, el temor y la piedad por el enemigo, que sea consciente de lo definitivo de esta lucha, que purifique su inconsciente colectivo de hasta la última partícula de cultura soria, exateísta, bolchevique, sindicalista y cuanta otra.
El Barbudo, de momento no supo qué contestar. Por su parte, el Kratos de Campo de Marte aprovechó el silencio para intervenir. Era demasiado inteligente como para perder su tiempo arguyendo razones humanitarias —sabía muy bien que el otro podía llegar a ser tan implacable como el Soriator—, de modo que desplegó con cautela el abanico de sus razones:
—Mi Monitor: como Kratos tengo la obligación de informarle que su proyecto resultará políticamente funesto. Usted alega razones mágicas. De eso no entiendo una palabra.
Monitor, con lucidez:
—Usted no cree en la magia.
—Más allá del hecho de que yo crea o no. Puedo hablarle de la producción de acero en barras o de nuestras minas de manganeso, pero no de la piedra filosofal. Mejor examinemos el asunto desde él punto de vista político. Sería un desacierto absoluto. Tarde o temprano los otros países, vecinos a Soria, habrán de enterarse; esperarán el mismo tratamiento, como es lógico. «¿Qué pasará más adelante con nosotros si se les ocurre que, por razones mágicas, hay que fusilar a todos los garduños, baskos o aragoneses?». Así pensaría yo si fuese habitante de cualquiera de esos países. Y ahí sí que hasta Sancho Panza tomará su horquilla —si no tiene otra cosa a mano— y saldrá a la calle a combatirnos; pues es preferible eso a dejarse tirar al Mar Blanco atado como un chanchito. Los hombres del continente eurisbérico nunca fueron cobardes: la historia de sus guerras internacionales y civiles lo prueban. En poco tiempo tendremos dieciséis veces más guerrilleros que antes. Pero esto, con ser mucho, es casi nada. Campo de Marte necesita una cantidad de materias primas y artículos manufacturados que vienen del extranjero, pues nosotros ya no podemos producirlos por las exigencias de la industria pesada. Si la gente nos odia y se subleva… Dicho sea de paso, este año resultará indispensable, nada más que para los procesos del plástico…
Barbudo Iseka, interrumpiendo:
—Sí, pero no se trata de un problema de eficiencia y producción. Hay una razón más importante y es…
—Por favor —dijo Decamerón de Gaula, interrumpiendo a su vez. Los demás quedaron en absoluto silencio. El respeto que todos, incluso el Monitor, sentían por el legendario Maestro era proverbial—. Mi Monitor: ante todo deseo saber si habló con Arnaldus el Enorme sobre su proyecto.
—Sí.
—¿Puedo saber qué le dijo?
—Manifestó su desacuerdo. Reservó sus razones hasta después de que yo hubiese hablado con usted. Declaró exactamente esto: «Él se lo explicará mejor que yo».
—Bueno, está bien. Mire, Monitor: usted sabe que jamás falté a la verdad en presencia suya. Así, pues, podría hacerle un horóscopo chasco o darle una información falsa, y se lo creería todo. Aceptaría mis sugerencias como siempre lo hizo, ¿o no?
Monitor entrecerró peligrosamente los ojos y contestó con severidad:
—Sí.
—Me lo imaginaba. Pero yo nunca le mentí y no pienso hacerlo ahora, ni siquiera para salvar a toda esa gente. Ya sabía que el Soriator escribió ese poema. Lo descubrí por casualidad mientras buscaba otra cosa, como suele ocurrir. Tiene usted razón en la importancia que le asigna a esas palabras terribles. Tampoco se equivoca al imaginar que el dictador de Soria utiliza el inconsciente colectivo del pueblo para potenciar su texto secreto —Monitor asintió. Pareció aproximar un milímetro su cara hacia adelante, y oír con una nueva atención, sin recelos—. Ahora bien, suponga que por medio de un acto maravilloso hiciésemos desaparecer de golpe y sin más a todos los sorias, rusos, exateístas, etc. Es más: imaginemos que la Tecnocracia es el único país habitado del mundo. ¿Cuál sería la consecuencia?
—Me niego a imaginarlo —gruñó el Monitor—. Eso lo dejo para el Soriator, que odia la realidad y ama los desiertos.
—Ya sé, pero por favor contésteme. ¿Qué ocurriría en ese caso?
Monitor se encogió de hombros:
—Bueno, supongo que por de pronto ganaríamos la guerra.
—Se equivoca. Perderíamos para siempre. Aquí nadie comprende la verdadera razón de nuestra lucha. Algunos suponen que se trata de un problema social, político, sindical o económico. Otros lo entienden como un combate final entre tecnócratas y sorias, o la guerra total contra la Unión Soviética. Pero el problema es mucho más profundo que eso. Es una guerra teológica entre Wotan y el Antiser. Perderíamos precisamente porque el Antiser existe. Él utiliza a los hombres, quienes son sus víctimas. Todos los hombres. Si lo desproveemos de un potencial, él simplemente se traslada. Después de que matásemos a los sorias habría que liquidar a los rusos, y luego a los chanchelios, más tarde a chanchinitas y catalanes y, al final, suicidarnos en masa al descubrir que nos hemos vuelto sorias, o cualquier otra cosa. El Antiser encantadísimo porque su objetivo nunca fue el triunfo de un pueblo u otro, sino destruir la materia, aniquilar a todos los seres vivientes: hasta a los que le son adictos; arrasar la Tierra y cuanto ella contiene. ¿Comprende ahora? Recomiendo con toda firmeza que modifique su decisión.
El rostro monitorial se endureció. Cerró los ojos durante un terrible instante.
Es posible que haya influido en su respuesta aquello que Monitor no podía recordar salvo de manera subconsciente: la advertencia de Erda.
Abrió los ojos, asintió varias veces en forma casi imperceptible y dijo a De Gaula:
—De acuerdo.
La característica del fin de los años victoriosos fue, para el soldado raso, suboficialies y oficiales de media y baja graduación, el darlo todo de sí avanzando —sin importar los sacrificios— un poco más. Sólo un poco más. Como si su mística no ordenase ganar una guerra teológica, sino adelantar un kilómetro. Después únicamente unos pocos cientos de metros. Por último un segmento insignificante de recta para tomar al asalto posiciones inmediatas, tales como un par de nidos de láser automáticos.
Es muy difícil imaginar, para quien no haya pasado por lo mismo, el grado de abatimiento de un soldado que retrocede. Sólo en ciertos momentos muy especiales uno puede figurárselo. Aparte de los continuos repliegues, los años de la derrota estuvieron signados por aguantar a todo precio. No perder las Fuerzas morales, esperando el instante del desquite. Resistir. Los combatientes, ebrios de venganza por lo de Samarcanda y otras catástrofes, aguardaban el día legendario en que volviesen a avanzar. Pensaban que un país tan poderoso como la Tecnocracia no podía ser vencido. Pero el desquite no venía y la furia creció.
Poco podía sorprender, entonces, que algunos cobrasen al menudeo lo debido en lingotes.
Por otra parte, las simples ganas o el sadismo, las afrentas reales e imaginarias, hacían que todos tuviesen facturas a cobrar, fueran del bando que fuesen. El ajuste de cuentas, la ferocidad sin cuartel, se notó tanto en el frente ruso como en el soria, con la activa participación y responsabilidad de las tres partes interesadas.
Al principió de la guerra con Rusia, los tecnócratas habían sido bastante caballeros dentro de todo. En los últimos años de conflicto, por el contrario, no hubo tregua ni piedad. Descuartizamientos, apretones con el tanque, fosas negras de Calcuta, exhaustivos interrogatorios que obligan a la confesión luego de ser enrostradas numerosas contradicciones, fusilamientos sumarísimos previa excavación de la tumba colectiva, suspensión de un techo atando con una soga las partes blandas y que todo oscile como un péndulo, cremaciones de isbas con una poca de habitantes adentro, la estaca en el párpado, la rama en la tráquea —que se hacía entrar y salir rapidísimo en una suerte de coito con hojas, espinas y todo—, serruchamientos de cabeza, el culatazo didáctico, el fierrazo en el nervio del codo, meter un marlo en el conducto urinario masculino, violaciones a destajo con un plus por horas extras fuera de guardia, cortarle a ella ciertos excesos y ponérselos a él sostenidos con piolines, rebanarle a él alguna determinada parte y pegársela a ella con alfileres (a fin de confundir las investigaciones sexuales de quienes los encuentren), estaban a la orden del día.
Una diversión favorita de los rusos consistía en tomar una poca de prisioneros tecnócratas y echarlos a un lago helado. Luego, por razones humanitarias, antes de que estuvieran congelados del todo los arrojaban a una hoguera. A este procedimiento ellos lo denominaban «hacer un frío-caliente».
Había otros gustos. Alguien le dijo a su prisionera en los sótanos de la KGB soviética: «Mire qué lindo enchufe. ¿A usted no le gustan los enchufes? No le llaman la atención. Claro, usted no es policía secreto. Perdone, es una deformación profesional. Mi especialidad son las torturas eléctricas».
Los tecnócratas, en cambio, más aristocráticos, despreciaban profundamente tales actividades y jamás descendían a brutalidades propias de una mentalidad campesina. A ellos más bien les gustaba quemar muelas con hierros candentes, u obligar a los soviéticos a correr por la estepa como si fuesen pecaríes, para luego amaestrarlos a sablazos. En último caso practicaban tiro al pollo con sus cañones eléctricos, láser o congeladores.
No pretendo ser original al decir que las mujeres, con mucho, son las más sádicas. Hay cosas que a los hombres simplemente no se les ocurren. Cuando las mujeres caen en manos de los soldados éstos casi siempre se limitan a violarlas, que ya es bastante. El acto sexual por sí mismo actúa como descarga y la crueldad posterior pierde fuerza. Por lo demás hasta el tipo más endurecido del mundo siente alguna medida de cariño biológico por quien le ha proporcionado placer, aun cuando este otorgamiento no haya sido voluntario. Las mayores salvajadas sólo ocurren antes o durante el coito, casi nunca después. El referido acto es el mejor exorcismo que se conoce contra Jack el Destripador. Pero si un soldado tiene la desgracia infinita de quedar a disposición de mujeres vengativas, lo menos que le espera es una mutilación. Si alguien pudiera elegir entre ser torturado por verdugos masculinos o femeninos, yo le aconsejaría que optase por aquéllos, así se tratara de chinos. A uno siempre le queda la esperanza de que al hombre se le vaya la mano, de puro bestia y de alborotado en su jolgorio.
Ahora bien, por terribles que puedan ser algunas mujeres con los hombres, ello es una ñoñez comparado con la crueldad ejercida sobre otras mujeres.
En cierta aldea de la zona de Gorki, a raíz de un repliegue, una tecnócrata del personal auxiliar femenino del ejército de ocupación fue tomada por las campesinas. Cuando tres días después las tropas monitoriales reconsquistaron la posición, encontraron el cadáver. Una de las muchas cosas que le habían hecho fue llenarle todos los orificios del cuerpo con vidrios rotos, basura y pedazos de latas oxidadas.
La guerra con la Unión Soviética fue terrible, no caben dudas. Pero no se puede comparar ni en sueños a las luchas entre Tecnocracia y Soria. Las brutalidades cometidas en este conflicto seguramente no eran peores que las llevadas a cabo en Rusia; pero las superaron en número, teniendo en cuenta la proporción de habitantes. No las describiré para no repetirme. Piénsese que ambos países tenían el mismo idioma, cosa que no ocurría con baskos, catalanes, garduños, musaraños, protelios o rusos. Con cuánta razón había dicho el Barbudo que la beligerancia entre Soria y la Tecnocracia se parecía mucho a una guerra civil.
En los días de la evacuación del sector Astrakán, un oficial tecnócrata fue tomado prisionero. Se trataba del coronel Pedro Eleuterio Iseka. No era un fanático pero sí un desesperado, lo cual es infinitamente más peligroso. Tenía bastante inteligencia, para su desgracia, como para deducir que la guerra estaba perdida. Con Samarcanda todavía no, pero cuando abandonaron los Urales, llegó al convencimiento de que el signo se había vuelto en contra. Nadie se enteró jamás y menos algún subordinado. Empezó a luchar con una ferocidad que sus hombres no le conocían.
No era un militar de carrera. Se enganchó en el ejército tecnócrata en la época remota de los combates contra los guerrilleros de Chanchín del Sur. Cuando la guerra se generalizó, su ascenso fue sensacional. Llegó a ser uno de los coroneles más jóvenes de la Tecnocracia. El Monitor lo condecoró personalmente. Así, pues, y por las mismas circunstancias del destino, alcanzó la profesionalidad. Tenía talento creador para la pintura, la literatura y la música. Pensaba dedicarse a estas actividades luego de la guerra. Después de que los tecnócratas abandonaron los Urales comprendió que ya no podría desarrollar su talento artístico pues lo matarían antes.
Los rusos lo coparon por pura mala suerte. Durante la evacuación una bomba congeladora cayó lo bastante cerca como para dejarlo paralizado. El avance soviético fue tan fulminante que sus escasos hombres no pudieron ayudarlo.
No habría sido asombroso que lo fusilaran de inmediato, pues sus actividades extramilitares no eran un secreto para los rusos, o bien que con él realizasen una cantidad de dolorosas investigaciones anatómicas que duraran un mes o dos. Pero ellos estaban más interesados en desenmascarar a los tecnócratas que en efectuar venganzas personales. Sería la Tecnocracia misma la llevada a la silla de los acusados. Así, pues, lejos de molestarlo, curaron su cuerpo.
En plena guerra se formó un tribunal soviético, naturalmente, pero con veedores de todo el mundo. Estaban allí no sólo jueces de Soria, sino también de Baskonia, Musaraña, Goria, Cataluña, etc. Es verdad que los magistrados extranjeros pertenecían todos a países aliados a la Unión Soviética, pero el plan ruso resultó perfecto porque —y éste fue el supremo acto de habilidad y maestría— invitaron a jueces del Califato de Córdoba —en teoría alineado junto a los tecnócratas—, de Chanchín del Sur, ¡y hasta de la propia Tecnocracia!
Bien sabían que ahora no tenían necesidad de mentir ni inventar cargos. Con la realidad era suficiente.
Invitaron a magistrados a fin de poner en claro ante el mundo que no había vicio de procedimiento alguno. Si bien los jueces del bloque tecnócrata no asistieron, el impacto propagandístico fue mayor del que pudiera parecer a simple vista.
Lo más notable fue el comportamiento del acusado. Muy lejos de sostener la defensa declarando que cumplía órdenes, asumió por completo sus actos. Es más: ofreció una versión corregida y aumentada. Cuando los crímenes auténticos se terminaron empezó a inventar. En verdad y en un sentido hacía bastante tiempo que se había vuelto loco, pero ello no impedía su humorismo, para gran desesperación del Gobierno de Monitoria, el cual no podía matar a ese tipo que hablaba y hablaba. Los rusos estaban encantados.
Entre muchas otras cosas, dijo lo siguiente: «No es verdad que yo haya cometido atrocidades, pese a lo declarado por numerosos testigos. La acusación de inhumanidad es falsísima. Por el contrario, trataba de divertir a los prisioneros que capturaba. Les hacíamos fabricar con barro grandes tortas de cumpleaños. Las velitas eran los rusos, por supuesto. Procedía a reclutarlos entre los stajanovistas, principalmente. Esos tipos excelentes, que para hacer buena letra inician en la fábrica un terrorismo de producción, son mis preferidos. Procedíamos a incrustarlos en la torta previo rociarlos con nafta, para luego prenderles fuego. Como Nerón en sus jardines. Parecían terrazas colgantes babilónicas iluminadas en medio de la noche. ¿Cómo podría expresarlo en forma lírica, homérica? Eran como naves incendiadas sobre el vinoso Ponto. Nos sentíamos como los aqueos de hermosas grebas, completando los fulgores de la Aurora, hija de la Mañana, de rosauros dedos y lindas trenzas. Me consideraba Ulises, el rico en ardides. Mala suerte si ahora me toca hacer el papel de Héctor, el domador de caballos. Soy, en realidad, el último romántico.
Nuestras creaciones reposteriles “al barro” medían veintiún metros de diámetro por siete de alto. Luego del achicharramiento de las velitas hacíamos que doscientos o trescientos rusos, seleccionados de acuerdo a nuestras simpatías, se comieran la torta. Toda. Les tocaba algo así como once metros cúbicos a cada uno. Siempre solían dejar un resto, pese a nuestras continuas exhortaciones a base de dogos ingleses. Teníamos una perra llamada Tota que era malísima. Era malísima, Tota. Recuerdo a un oficial, Pedro Martínez Goria, disgregado por un obús soviético de quinientos kilos. Fue realmente una pérdida. Ése sí que prometía. Le encantaba meterles a las activistas, dentro del agujerito del pezón, un zapato de Cracovia. Con pie y todo, naturalmente. Eso las excitaba mucho, según creo. Por lo menos hacían “¡Aaah!”, que es muy parecido al ruido del orgasmo. Pero su pasatiempo favorito eran las garroteadas. Las colgaba del techo de una isba, boca abajo, y luego munido de una larga pértiga o bichero…»
Etcétera, etcétera. Condenado a muerte, por supuesto.
Cuando el Monitor se enteró de las declaraciones, sonrió con aprobación y furia al mismo tiempo. «Es un loco y un hijo de puta, además. Pero qué maravilla. Supongo que si me agarraran yo declararía algo parecido», finalizó contradictoriamente.
Como respuesta a la ofensiva propagandística, al Gobierno de la Tecnocracia no se le ocurrió mejor cosa que plagiar a los rusos juzgando a varios militares soviéticos. En realidad el recurso no era malo del todo, pues la gente es tan tonta que se deja impresionar por estas generalizaciones absurdas (me refiero a ambos juicios, que casi fueron simultáneos). De cualquier manera, los tecnócratas, por su falta de originalidad en la materia, se llevaron la peor parte.
Lo cierto es que, si un tribunal imparcial hubiese juzgado todas las cosas que se pensaron, intentaron, dijeron e hicieron en Tecnocracia, Soria y Rusia —durante el conflicto más conocido como vigésimo tercera guerra mundial carlista—, estos tres países habrían quedado casi despoblados por ejecución de sus habitantes in toto. Salvo excepciones contadísimas, verdaderos santos.
En las guerras, los peores crímenes son los que no se llevan a Cabo por falta de oportunidad.