La desconocida soledad
Wotan y Fricka duermen sobre un verde refulgente. Amarillos, azules y rojos terrenales componen una floresta sanguínea, llena de flores. Wotan reposa y habla en sueños. Fricka lo sacude con preocupación:
«Despierta del dulce engaño del sueño: despierta y reflexiona.»[173]
Wotan despierta y ve en la lejanía el castillo de los Dioses, con sus altas y espejeantes torres, sus formidables murallas y profundos fosos. Se escucha imperante el tema de Walhalla, asociado con Terraza de las Águilas. Ambos leit motiv se unen inextricablemente hasta que ya no es posible separarlos.
Wotan dice:
«Terminada veo la obra eterna. Majestuoso se alza sobre aquel agreste pico el castillo de los Dioses. Allí está, hermoso, sublime y fuerte, tal como lo forjó mi fantasía, tal como lo edificó mi voluntad».
El Monitor se despertó. (Oímos asociado el tema El poder de Wotan.) Estaba en el cuarto más elevado de Terraza de las Águilas, cerca de las defensas exteriores. Era su cuarto preferido. Desde que se trasladó del viejo Palacio Monitorial lo había reservado para sí, como su domicilio particular. Tenía otro cuarto idéntico, con los mismos objetos de uso diario, libros, discos, películas, cintas magnéticas. Jamás visitaba este último, que se hallaba en los subsuelos; a gran profundidad bajo el edificio, con sus accesos sellados por blindajes.
Ambos cuartos, como es natural, tenían adyacencias que constituían alas monitoriales completas: despachos para recibir embajadores, Salas de Situación destinadas a conversaciones militares, las dependencias del Repostero Monitorial, las del Chambelán de Audiencias y muchas otras. Todo por duplicado; aunque como, ya se adelantó, el complejo de las profundidades nibelungas —que el Monitor detestaba— manteníase desocupado.
La Lujuriosa dormía a su lado, abrazada al osito que conservaba desde niña. (Oímos asociado a ella el tema de Kundry, de Parsifal.)
Kundry.
Monitor, como otras veces, miró a su mujer con ternura. Nadie sospecharía, viendo ese rostro dormido y angelical, que un erotismo insaciable motorizaba todas sus acciones. Era realmente feliz con ella. Cosa curiosa, si se tiene en cuenta que su Kundry «lo engañaba», como dicen las viejas novelas francesas. Para hablar con franqueza, le ponía los cuernos hasta con los muebles y el lechero. Después iba y se lo contaba todo con lujo de detalles, sentándosele sobre las rodillas, con el aire de una niñita que confiesa travesuras ante un padre indulgente, sabiéndose mimada. Monitor, a esa altura, ya estaba curado de espanto. Entendió que debía exterminar los celos dentro suyo, o jamás sería feliz con ella. Caso contrario cambiar de mujer; pero a eso no estaba dispuesto pues la amaba. Sus lujurias e infidelidades resultaban tantas, que terminaron por hacerle gracia. El pansexualismo de Kundry era su manera de serle fiel.
Se pensará entonces que la nombrada tenía una gran tolerancia con las expansiones ajenas. Pues nada de ello: se mostraba infinitamente celosa. Bastaba que Iseka Monitor mirase a otra mujer, para que le hiciera una escena y amenazase con dejarlo. «¡Ah! Esto sí es bueno. Vos tenés derecho a ponerme los cuernos pero yo no». «Es distinto —replicaba ella—, porque es parte de mi elementalidad. Pero vos no. Si me ponés los cuernos, te mato. O por lo menos tratá de no ponérmelos excesivamente. O que yo no me entere, en todo caso». Pero su amante carecía de disposición para tolerarle injustas idiosincrasias en este sentido y con el tiempo llegaron a la abolición de los mutuos celos. La cosa distó de ser fácil. Al principio ella decía: «Antes que tolerar el verte con otras, prefiero volverme fiel». Pero luego, al percatarse de la decisión del Monitor, debió aflojar a regañadientes. En los primeros años de relación, no obstante y aunque nada decía, echaba miradas asesinas sobre toda mujer que procurase seducirlo.
Adoptó el nombre de Kundry la noche que el Monitor la llevó a ver una ópera. Daban Parsifal Alguien podría haber pensado: «Ella no entendió la menor cosa de la trama. No porque fuese tonta o poco culta, sino sencillamente debido a que se aburría». Los delirios místicos de los caballeros del Grial, a la Lujuriosa le eran ajenos por completo. No podía comprender que Amfortas se sintiese culpable por haber dormido con una mujer; ni que a lo largo de toda la ópera se insistiese, con pesada y sombría reiteración, en señalar su pecado. «¿¡Pero por qué!?», preguntaba asombrada y en voz alta, mientras el Monitor intentaba desesperado hacerla callar. Se negó a comprender las explicaciones que el otro le cuchicheaba, con un «No me expliques más. Wagner es un chichi». Con seguridad es innecesario decir que tampoco simpatizó con la castidad de Parsifal. Klingsor, muy lejos de impresionarle como un mago negro y malvado, le pareció ubicadísimo: un docto y bondadoso Maestro que lucha contra el mal (la abstinencia, por supuesto). «Tiene toda la razón en querer reventarlos», dijo furiosa y llena de odio. Lo tomó como una cosa personal: tal si Wagner hubiese creado su ópera exclusivamente para molestarla.
Kundry era otro personaje que rescataba. La encontró magnífica. Tan completa fue la identificación con ella, que adoptó su nombre como propio. El Monitor la llamó así hasta el día de su muerte.
Quería mandarle a Ricardo Wagner una carta insultante. Pensaba decirle, entre muchas otras cosas, que ella como mujer se había sentido agraviadísima. Monitor la disuadió: «No vale la pena. Ese Maestro ya está viejito y, como todos los viejos, encariñado con sus manijas puestas en pedestal. Aparte siempre fue cabeza dura. No te iba a entender. Las personas como él son inmodificables desde afuera, porque coquetean con la culpa. Hay que aceptarlas en su grandeza; en lo que son grandes, a pesar de lo anteriormente señalado. A esta altura él ya se considera infalible. Y lo es, en cierta forma. Iluminó algunas verdades con una profundidad difícil de creer. Así como también nadie le ganó en su capacidad para meter la pata. Si acaso te escuchara, cosa que dudo, sólo conseguirías volverlo peor. Yo también le escribí una carta, hace mucho. No la contestó, pese al respeto con que estaba redactada. Según me enteré después, sólo le inspiró una sonrisa. Si ni a mí me brinda respuesta, no obstante ser un dictador que lo puede meter preso, ¿qué podés esperar vos?».
Parsifal tuvo la culpa de que la nueva Kundry se negara a ver El Anillo del Nibelungo cuando el Monitor la invitó. Necesitó dos años para convencerla poco a poco. Fue muy difícil porque Kundry tenía buen oído, y al parecer escuchó la música de Parsifal con una atención que él estaba lejos de haberse imaginado. Esa única ocasión te bastó para familiarizarse con el estilo de Wagner. Inútiles eran por lo tanto las pequeñas tretas del Monitor, quien le hacía escuchar de contrabando —grabados en cintas magnéticas— algunos temas del Anillo: La espada, El Oro, Los Gigantes, El Poder del Anillo, El Tarnhelm, La Maldición. No bien sonaban los primeros compases, ella le decía furiosa: «Sacá de ahí a ese viejo chichi».
No obstante, tras mucho bregar, logró que oyese Preludio y Muerte de Amor. No quería admitir que le hubiese gustado. «Antes de dar mi parecer, quiero que me cuentes el argumento», insistió desconfiada.
La historia donde Tristán no quiere tocar a Isolda por fidelidad al viejo rey Marcos no le gustó, según era de esperar. En cuanto al filtro de amor que beben sin saber, sólo mereció un comentario despectivo: «Y claro, por supuesto. Ese viejo puritano (Wagner) necesita una excusa para dar libre curso a la naturaleza. Sigue con su historieta de los jóvenes dignos, castos y puros». La parte final donde Tristán, en medio de una alucinación, se quita las vendas desangrándose, casi la enfureció para siempre: «¿Ves? ¿Ves? De nuevo el tema del amante castigado. Ni siquiera tiene perdón al pecar sin querer. Como en Parsifal. En el fondo se trata del mismo tema, Wagner debe dormir solo, en una cama llena de sapos y arañas. Tendrá el techo lleno de fotos pornográficas grandísimas, por supuesto». «Te equivocás. Está casado desde hace muchos años con una mujer llamada Cósima Liszt, muy inteligente y hermosa». «¿Y ella cómo hace para aguantarlo?».
Por fin admitió: «Bueno, está bien. Me gusta su música. Pero preferiría no saber qué cantan los personajes».
Monitor había dormido mal toda la noche. Soñó continuamente cosas disparatadas y angustiantes, tales como que abría una heladera y adentro no había comida sino trapos de piso, libros, herramientas, etc. Todo refrigerado y cubierto de hielo.
Miró otra vez a Kundry y luego cayó en un sopor semiastral, que no era sueño ni vigilia. Por primera vez vio a la Tecnocracia en su totalidad y grandeza, como un mundo de Dioses, magos, héroes, traidores, gigantes, enanos, dragones, delirantes, sabios locos, santos, asesinos, máquinas que hablan, ninfas y doncellas guerreras.
Los arquetipos llegan mezclados al Monitor. En ciertos momentos son los reales, los provenientes de la tragedia celestial sin tergiversaciones. A ratos son los del drama musical de Ricardo Wagner, con sus aciertos iluminados; pero también con sus equivocaciones que confunden. La información falsa distorsiona las improntas. Luego, al aparecer la Diosa, todo se va aclarando. Las responsabilidades se deslindan. Poco a poco la acusación deja de pesar sobre Wotan y empieza a señalar al Monitor.
Surge ante el Jefe del Estado la propia Ernestina Schumann-Heink en el papel de Erda.
Dice la Diosa, envuelta en resplandores azules:
«Cédelo, Wotan, cédelo. Arroja el Anillo o su posesión te condenará a una sombría destrucción».
Los arquetipos influyen sobre el Monitor, sin que éste lo comprenda del todo. Su subconsciente se resiste:
«¿Desprenderme del Anillo del poder? ¿Pero qué dices? Si es malo ser poderoso, ¿entonces por qué el Cosmos permitió que tuviera mi Lanza, base de toda mi fuerza? ¿También de ella debo separarme? ¿Walhalla es malo, acaso?».
Erda responde con gran dignidad, mejestuosamente:
«Nadie dijo que te desprendas de tu Lanza, ni de tu Poder y menos de Walhalla. Descarta el Anillo que potencia tus manijas, tus ansias de Control Total sobre los hechos».
«¿Qué debo hacer entonces? ¿Volverme un dictador “democrático”? ¿Abrir una Duma, congresos o parlamentos?».
«Tampoco dije eso. No trates de controlar el Destino con medidas desesperadas. Sé lo que has planeado a medias, en el fondo de los planos virtuales de tu subconsciente, con respecto al Soriator y a su poema mágico. Te lo advierto: ése no es el camino».
«Aún no he resuelto nada».
«Pero lo meditas. Si lo llevas a cabo, el enemigo tergiversará tus acciones».
«Tergiversarán de todos modos».
«Es cierto. Pero estarás demostrando que tampoco tú comprendiste el fondo del problema. Si ni los Dioses ni el Antiser existiésemos, todo estaría justificado y no tendría más importancia una acción que otra. Pero existimos. Cuando hablo de la no justificación de ciertos actos, dejo de lado el punto de vista moral. Los Dioses tenemos otra ética, difícil de entender para los hombres. Podemos llegar a ser muy implacables; basta observar a la naturaleza, que es nuestro reflejo. El Antiser no sé esconde exclusivamente bajo una clase social o un pueblo determinado, como tú empiezas a creer. Está dentro de toda la raza humana. Ésa es la tragedia y lo que vuelve difícil el problema. Él robó el Oro del Rhin y forjó el Anillo en la profundidad de sus desiertos. Lo hizo en el comienzo del mundo, renunciando al Amor. Desafectuoso para con la materia creada. Las maldades de los hombres son nada más que reflejos de ese primer acto de anti-amor. De ahí que los sueños de los seres humanos por alcanzar el Control Total sobre lo viviente sean sólo sueños. El Anillo ya está forjado y actuando. Únicamente pueden identificarse con el arquetipo maléfico, trabajar como esclavos para el Amo del Anillo y participar de su derrota final. Los Dioses seremos aniquilados, pero el Antiser resultará destruido por su propia negación. Puesto que las cosas fueron creadas por Amor, algún día por el Amor volverán.
Óyeme, Monitor, óyeme. Urwala Erda te anuncia un gran peligro. Todo lo que vive muere, cuanto es tiene su fin. Se acerca para los tecnócratas triste ocaso. Despréndete del Anillo, Monitor, arrójalo de ti».
Erda se hunde entre matrices rojas. Se agrega un color marrón, lo cual da cierta mezcla de tierra con lavas bárbaras, primigenias.
Monitor salió de su falso sueño (en realidad un viaje astral involuntario) para entrar, sucesivamente, en varios verdaderos. Soñó que estaba otra vez en el principio de la guerra con Soria. Dentro del proceso onírico el Soriator era su amigo (cosa que no había ocurrido ni siquiera cuando estudiaron juntos en el secundario). Las circunstancias los distanciaron (siempre según aquella proyección cinematográfica del inconsciente), pero se respetaban. Sólo en un viaje a través de marasmos narcóticos podía ocurrir algo semejante. Allí el Soriator era un enemigo noble, a quien el Monitor envió una carta: «Camarada Soriator: por alguna razón ignorada por mí, te he tomado afecto. Desearía que algunas cosas fueran distintas. Decíle a tu gente que se deje de hinchar las pelotas o me veré obligado a ir a la guerra.
Y no lo ansío. Te aseguro, no lo quiero».
En un desplazamiento instantáneo de imagen surgía la respuesta del Soriator: «Demasiado tarde, camarada Stalin III. La situación ya era incontrolable antes, tanto para vos como para mí. Suponéte cuántas posibilidades tendremos ahora, con la invasión que te mandaste a Chanchín del Norte. No me dejás opción. Buena caza».
Por supuesto, era una realización de deseos. El Soriator jamás enviaría una carra de esa naturaleza.
Cuán solo debía estar el Monitor para recurrir al mundo de los sueños, a fin de transformar a ese chichi en un hombre; implacable, sí, pero poseedor de la tranquila dignidad de un auténtico Jefe.
Al ver la misiva del Soriator, el tecnócrata soñó que se le ocurría este pensamiento: «¿Pero cómo? ¿Se proponen destruir mis ejércitos? Qué atentado contra la poesía».
Nuevo desplazamiento. Vísperas de la guerra integral con Rusia. El Barbudo le hacía un comentario tal como el que pudo tener lugar en la realidad: «La grandeza de los medios empleados, hará más severa una posible derrota». «¿Creés que eso va a detenerme?». «No, por supuesto. Si es inevitable un conflicto con ese país, te recomiendo que tengas varios magos encargados de proteger tu campaña». Monitor dio una respuesta rara, pues creía en la magia y de hecho se apoyó en ella. Pero en el sueño hizo una elección, como si quisiese dejar en claro la importancia de la voluntad. Así, pues, contestó, viva imagen de Alejandro Magno: «Los magos no serán quienes ganen mis guerras». «No. Es cierto. Pero sí quienes eviten que las pierdas».
Era como si cada uno hubiera exagerado a propósito, para marcar mejor la importancia de cada aspecto afirmado.
A lo lejos se escuchó una explosión horrenda que hizo temblar los cristales de la habitación. La onda expansiva habría sido suficiente para destruir a éstos, de no ser por las pantallas de energía. Monitor se incorporó sobresaltado. Kundry gimió cambiando de posición en la cama, pero sin despertarse.
Era un cohete soria.
Hacía ya cierto tiempo que los sorias lanzaban sobre Monitoria su arma voladora del tipo «alfa-omega». Por esa época, los ingenieros del Soriator, a las órdenes de Fernando Almagro (su Kratos de Campo de Marte), no necesitaban ayuda rusa para producir ciertos armamentos. Tres meses atrás habían iniciado el bombardeo terrorista de las ciudades tecnócratas. Con sólo unos pocos cohetes al principio. De momento y entre los destinados a Monitoria, lograban llegar a su perímetro un total aproximado de diez armas voladoras diarias. No siempre podían ser interceptadas.
Ya se dijo que todos los beligerantes habían acordado, tácitamente, no utilizar las armas del tiempo. Una guerra temponuclear desequilibraría irreversiblemente las masas espacio-temporales. Los pocos minutos detonados en la guerra civil de Chanchín del Sur, fueron suficientes para producir graves perturbaciones. Las distorsiones del tiempo que ya vimos (aparición y desaparición de Norteamérica, etc.) tenían origen metafísico y teológico, y hubieran proseguido con o sin acciones tempobélicas, pero este tipo de armas estaba capacitado para acelerar el proceso.
Así, pues, por lo arriba dicho, los cohetes sorias estaban cargados con explosivos convencionales. De cualquier forma no eran cuestión de risa: producían la aniquilación total sobre una superficie de 0,28 kilómetros cuadrados.
Aparte de estos vectores existía otro peligro: las naves aéreas de Soria, que pasaban casi rasantes parpadeando sin cesar sus láseres y cañones eléctricos. Las tripulaciones de tales astronaves de combate pertenecían a los Cuerpos Suicidas de las juventudes del Soriator. Casi ningún aparato retornaba a su país.
Monitor se apartó de la ventana. Aquel Exatlaltelico (así llamaban los tecnócratas a esos cohetes de Soria) había caído muy cerca. Luego, en compañía de sus Kratos de Campo de Marte, inspeccionaría los daños.
Llegó hasta Kundry y comenzó a besarla y acariciarla con infinita dulzura. Ella, todavía en proceso onírico, encogió las piernas transformándose en un bollo. Apretó levemente el cuello con sus labios y le mordió la oreja. Aquí se despertó. Kundry, quien sufría erotizaciones muy especiales cuando la sacaban del sueño de esa forma —siempre y cuando hubiese dormido muchas horas, porque si no era un verdadero demonio—, fue acoplándose poco a poco al cuerpo del otro, atrayéndolo hacia la cama. Los besos bravíos de Kundry equivalían a la piedra filosofal. Su Excelencia el Monitor de Todas las Tecnocracias y Fundador de la Patria Nueva daba un bochornoso espectáculo en el sector sur. Kundry echó una mirada allí abajo y comenzó a reírse: «¿Pero qué le pasa, mi Monitor? Con esa ojiva de doscientos kilotones podría barrer Soria en un instante». «Puede ser. De momento voy a proceder al bombardeo de una posición», dijo él severamente.
Sin embargo era cosa de ver si sus propósitos habrían de coincidir con los de ella, ya que a ésta poco le gustaban las actitudes pasivas. Comenzó una lucha sin cuartel, a fin de establecer quién sería el violador. Someter a la Lujuriosa a sus bajos instintos no iba a resultar asunto sencillo, dada la experiencia ostentada por ella en prácticas de combate. En realidad el problema se reducía a uno: Kundry deseaba conseguir un acompañante contrafóbico, para exorcizar los innumerables objetos fobígenos que esa mañana la obsesionaban. No será preciso especificar de qué acompañante hablamos. «¡Fuera de aquí, piraña!», gritó el para nada enfurecido, ávido sin embargo de otros menesteres.
Ella, por razones delirantes difíciles de entender por el no iniciado, en vez de dormir desnuda lo hacía con camisón. No obstante, cuando la presión de la caldera llevó su aguja a la zona roja de peligro, lanzando llamaradas y música dodecafónica, se despojó de él con un sólo dedo y único envión.
A fuerza de codazos y golpes de karate —como los que al parecer dan las frágiles y delicadas japonesas en los subtes de Tokio—, esta apache brotada de los bajos fondos logró poner a su adversario de espaldas. Había derrumbado al Gobierno esa golpista.
Nadie supo jamás —ni siquiera el legendario Decamerón de Gaula— que aquella mañana, y durante algunos minutos, la Tecnocracia había quedado acéfala.