CAPÍTULO 143

La última exhumación del architraidor Tofi
(Venusberg y Bacanal)

Nebulosas espirales de color gris, enigmáticos borrones y manchas pardas. Los azules-noche combatían infructuosamente con tonos virados al amarillo y al naranja. La Aurora, hija de la Mañana, proyectó sobre el pasto sus verdes militares. Obeliscos, lápidas y monumentos funerarios que rodeaban la casita del cementerio, tomaron por partes el cromatismo de las hojas en otoño. Gasificación de los azul-violáceos, para luego —todo ello— ser invadido por el cobre. Un rojo penacho se refugió bajo las alas de un águila de piedra. Era el primer síntoma del estallido: más atrás, aún en lo potencial pero ya concentrados como ejércitos, se aprestaban convulsivos escarlatas de invasión. Amarillos espectrales, diminutos y dispersos, se volvieron luminosos hasta formar parte de un gemado aljófar.

Personaje Iseka, en los años de paz y victoria, tuvo tiempo más que suficiente para acostumbrarse a la irrupción de los más extraños personajes: procesiones de antorcharios, a las doce de la noche, cada uno con su hacha resinosa encendida, quienes eran reemplazados a las cuatro de la madrugada por encapuchados portadores de enormes velas negras, gruesas como brazos. Todos los días, sucesos equivalentes. La mayoría de estas personas tenían algo en común: entonando cánticos y enarbolando banderas verdes, rojas, amarillas o negras, se dirigían a la abominable tumba del architraidor Tofi.

Otra vez —como durante los años de paz— el féretro era desenterrado y su tapa abierta mediante barretas de oro, enjoyadas con topacios y rubíes. Ya architraidor puesto afuera, de pie y recostado contra un árbol para evitar que se deslizase al suelo, despidiendo hedores que ni los perfumes de la Tartaria hubiesen podido borrar, los miembros del grupo, entre chillidos roncos, procedían a tirar sus túnicas al rostro del esperpento de la castidad y a entrar en orgía. Las mujeres, con mucho, eran las más escandalosas: largando verdaderos rebuznos que ni siquiera ve corta podría igualar, se lanzaban sobre el objeto de sus apetencias, con la misma fanática decisión de un piloto japonés que se arrojara con su avión sobre el portaaviones Saratoga, al grito de Renzo Banzai. Los hombres, cual príncipes orientales, las recibían haciendo ostentación en la parte sur de llamativos adornos regios. Qué magnificencia en las galas sexuales, qué atuendos, qué elegancia poseía la piel. Aquellos seres, a su manera, procuraban festejar todo lo que tenía vida y hasta dársela a las cosas carentes de ella. Eran palpitantes, orgánicos y vivientes.

El desastre de Samarcanda cambió todo eso. Las inercias sexuales del sistema todavía continuaron largo tiempo; no obstante, si bien algunos en la derrota se volvieron más desafiantes y alcanzaron su delirio completo, para la desmoralizada mayoría fue el fin. Como dijo la Lujuriosa despreciativamente, refiriéndose al desbande: «El mundo está lleno de falsos libertinos y putas arrepentidas. Siempre sostuve que el sexo debía estar bajo control de una pornocracia ilustrada».

De cualquier manera hay que ser justos: no todos se acobardaron. A medida que la guerra se hacía más profunda, los tecnócratas, quienes estaban acostumbrados a trabajar muy pocas horas, fueron transformándose en gnomos, absorbidos por las fábricas de armamentos. No quedaba —mucho tiempo que digamos para refocilarse con jaranas y parrandas. Por otra parte, hacia el final, no había persona que no tuviese varios amigos muertos. O los habían matado en algún frente o en los bombardeos (ya Grandes Máquinas no tenía la potencia de un principio, debido a los gastos fabulosos; así, pues, veíase obligada a bajar cada tanto las grandes pantallas de energía que rodeaban a la Tecnocracia. Cuando sorias y rusos comprendían que la protección había desaparecido por ese día, comenzaban a bombardear con sus naves aéreas y cohetes.).

La última gran bacanal y francachela de architraidor Tofi que Personaje Iseka pudo presenciar, tuvo lugar en la mañana cuyos colores fueron descriptos al principio. Si bien más tarde hubo nuevas ceremonias de luminarias, resultaron sólo reflejos, proyecciones de chispazos comparadas con las anteriores. Así, pues, la de esa madrugada fue en un sentido la postrera exhumación con jolgorio del architraidor Tofi. Aquella fiesta fue El Dorado, el País de Jauja. Pululaban en exceso las putas, cual derramadas por generosa cornucopia. Algunas mujeres, por puro delirio, usaban bombachas negras que valían tanto como un reino: con terminación en exótica presea. Ajorcas de oro aprisionaban tobillos. Dedos repletos de sortijas y diademas entre los cabellos.

Divinidades, Semidioses y héroes buscaban contacto con Afrodita y otras Diosas; faunos y sátiros arrojábanse desenfrenados sobre ninfas y musas. Tritones sometían (bajo el cono fresco y luminoso de sus bajos instintos) a nereidas y ondinas. Náyades y sílfides pasaban gran apuro al recibir en su aire el fuego de las salamandras. Una gigante violada por quinientos enanos. Un gigante ocupadísimo en subordinar (a sus caprichos) a quinientas enanas. Manes y lares fornicando walkirias y hadas del bosque. Hasta duendes, endriagos, fantasmas y espectros se las ingeniaban para participar, alcanzando de alguna manera el mundo de la carne. Furias y parcas retrocedieron en desorden, temerosas de que las violencias de Príapo ni a ellas respetase.

Allí se actuaba en todos los planos posibles. Algunos sucesos eran observables y otros no. Ciertas cosas sólo podían verse por momentos. Los roles resultaban intercambiables en cuanto a la visibilidad, de modo tal que no se sabía dónde terminaba la materia densa, la menos densa, y dónde empezaba el espíritu. Más bien, parecían distintos aspectos de una totalidad inseparable.

Vates, bardos, rapsodas, trovadores y juglares, coronados con laureles, declamaban disolutos textos. Tales corruptas liviandades e incontinencias ponían los pelos de punta.

Así como los romanos, cuando celebraban un triunfo, colocaban detrás del homenajeado a un hombre que repetía: «Recuerda que eres mortal», así también estos indecentes depravados y lúbricos llevaron a la fiesta a un caballero a quien coronaron como rey Vittorio. Su misión consistía en lanzar filípicas contra libertinos y ninfas. Pero no muchas: las suficientes como para cubrir por anticipado cualquier posible interferencia. Tal como si uno saturase de manera preventiva todas las órbitas de un átomo, a fin de impedir la entrada de algún electrón vagabundo que pudiera estar acechando en las inmediaciones. Vittorio decía cosas como éstas:

«¡Arrepentios, perversos polimorfos! No faltéis a la reverencia debida a tan augustos restos —se refería al architraidor Tofi—. Sois unos degenerados en franca declinación. Ya vendrán sorias y rusos a encargarse de vosotros. Putas indecentes, que habéis terminado por adulterar el vino de vuestros nobles envases. Sensuales sibaritas que todo lo bastardeáis. Don Juanes que robáis la plusvalía amorosa, haciendo acopio de mujeres. ¿Cómo no comprendéis que tan sólo es bello lo desencajado, macilento y pocho? Únicamente merece cantarse el mundo lóbrego de las sombras. La felicidad no existe fuera de las tinieblas y las penumbras escuálidas. ¡Eh, vosotros, los poetas!

¿Por qué cantáis tanto las morbideces de la pasajera carne?

Tanta fastuosidad y boato no han de durar. Cantad más bien los cráneos musgosos y los huesos herrumbrados, que también tienen su terrible belleza y son eternos. Hay que dar toda la vuelta para apreciar el hedor de la carroña. Copleros: ya que sois tan técnicos, a ver si resultáis capaces de cantar a vuestra Verdadera Ama y Señora: la Muerte. Ella nivela y es reina de lo ambiguo: de fornidos y potentes jayanes hace eunucos; terraplena las tetas magníficas hasta dejar sólo el costillar. ¡Albricias y primicias! ¡Cantemos al Gran Espectro! De su espléndido manto vosotros sólo veis las hilachas de sus harapos.

Si ofrece humeantes viandas y ricos bastimentos, en vuestra ceguera decís que se trata de bazofia construida con gusanos y pastas blancas. Mas yo os digo que Ella es la gran incomprendida. Pese al odio general, con paciencia se agacha todos los días y, conmovedoramente, fabrica pienso, forraje, abono y vitamina».

En realidad, rey Vittorio era un disipado como los otros; pero se hallaba tan poseído por su papel que empezaban a tomarlo en serio. Los hombres lo escuchaban indiferentes. No pasó lo mismo con algunas mujeres, quienes se le acercaron furiosas: «¿Pero qué le pasa a este viejo neurasténico?». «¡Sofista facineroso! Bien que te gustaría participar, ¿eh?». «¡Volvé a tu desierto, insociable!». «Respeto por mis canas —dijo el anacoreta con gentileza, mirando encantado las redondeces que se le acercaban. Luego agregó suavemente, procurando no ahuyentarlas—: Terminad con el abuso de vuestros desenfrenos. Carnes corruptas, brujas lujuriosas: ya vendrá Exatlaltelico a castigaros con su justiciero instrumento». Al ermitaño esta última posibilidad lo había excitado muchísimo, de manera visible. Al darse cuenta las otras chillaron, más furiosas que nunca: «¡Miren! ¡Miren cómo se excita, nada más que de pensar que el otro va a bajar para hacernos eso!». «¡Asqueroso!». «¡Calláte, viejo chichi! ¡El Dios te va a enganchar a vos, ya que lo invocás!». «No. A mí no, porque soy bueno». «¿Si sos bueno por qué nos mirás tanto las tetas?». «Aaah, para saber de qué se trata. Los filósofos no debemos permanecer ignorantes de las cosas del mundo. Desde nuestro retiro, atrincherados metafísicamente en nuestro aislamiento recoleto, lanzamos nuestras tetragonias, pentaclorias y exateridades o rayos».

Una de las bacantes comenzó a acariciarlo; ante tal desafuero extremista, el anacoreta se puso rígido: «Flaco favor me hace el demérito de tus vicios, resabio de mala puta». «¿Conmigo no te gustaría?». «No… a menos que seas una mujer buena en el fondo, sin lunar, tacha, peros ni lacras».

Viendo que estaban a punto de quedarse sin rey Vittorio, uno del grupo intervino prestamente llevándose a la chica, sin hacer caso alguno de sus vigorosas protestas. Justo a tiempo, pues ya el falso santón derviche estaba a punto de abalanzarse. Aquel súcubo lo sometió en verdad a una prueba soberana. Especie de Ninón de Lenclos pues, aunque no era tan inteligente ni ingeniosa como ella, la igualaba por su belleza y sus vicios. Ya es bastante. Pobre mariposa de fuego, incapaz de durar un minuto fuera de las llamas, no habría de fastidiar al mundo durante noventa años como su antecesora simbólica, sino sólo durante el lapso de una Tecnocracia en derrota. «Qué lástima —diría un observador neutral—. Siempre fortifica el espíritu ver que una puta vive mucho». Esta hija de Afrodita, cuyas lujuriosas licencias no dudo que serán disculpadas por los severos jueces en honor a su extremada juventud —así lo espero, al menos—, se llamaba Il Peccato Iseka. Como nunca le gustó su nombre, se hacía llamar Julieta. Tuvo un destacadísimo papel en la festichola que estoy relatando.

Todos ellos aparecieron esa mañana tirando de un carromato adornado con flores cual carroza. Lo pesado se hizo ligero por acción de frágiles joyas. Lo etéreo tornóse denso. El pasto, al ser tocado por las ruedas del carruaje, adoptó el color de la piedra filosofal. Los orgiastas bajaron del vehículo una cantidad impresionante de gruesos discos de cera, de un metro de diámetro cada uno, y un fonógrafo pretecnócrata, a manija. Luego procedieron al desenterramiento prematuro del architraidor Tofi. El prócer, a esta altura, tenía los huesos pelados, sin una partícula de parte blanda o mollar, nervios ni tendones. Ya antiséptico, no despedía olor alguno pues la sustancia ósea había perdido hasta el agua. Así, pues, aquellos perdularios decidieron que ya era hora de que Tofi se reencarnase. Totalmente decididos a llevar a cabo su despropósito procedieron a endilgarle una carnal vestimenta. Primero le rellenaron la caja torácica con tajadas de tocino, menudos, achuras varias y un corazón de vaca. Piltrafas musculosas fueron atadas con alambres a tibias y peronés. De la misma forma terminó por tener espalda de lomo y filetes de otras carnes; culo de jamón; brazos de chorizo; pies y manos de tripa gorda, sí bien cada falange-falangina-falangeta atravesaba una morcilla; cuello de chinchulín (y con la misma pitanza le habían formado una lengua, labios, orejas, nariz y ojos). Como broche de oro colocaron, en el debido lugar, testículos de toro y pene de burro con «be larga». Acto seguido instalaron al nuevo Tofi sobre una gran parrilla, procediendo a su cocción a fuego lento.

Mientras esperaban que el encargado del asado lo pusiera a punto, le agregara brasitas en los lugares correspondientes sacándolas de donde las tenía demasiadas, etc., otros abrieron grandes canastas repletas de bastimentos, vituallas complementarias, brebajes alcohólicos, infusiones, bebedizos y pócimas, a fin de transcurrir agradablemente la espera. ¡Cómo empinaban el codo aquellos apaches! Ni las huestes del Corsario Negro podrían aventajarlos. La enorme Copa de Hércules, llena de vino, que acabó con la vida de Alejandro haciéndolo entrar en agonía no bien se zampó su contenido, era una nadilla comparada con algunas pociones y néctares escanciados por estos nuevos piratas.

No diré que a Tofi se lo veía apagado, pues resplandecía jugoso con tantos carbones, pero sí que estaba de un humor fúnebre, por no decir lúgubre y hasta tétrico. Tal hipocondría quizá tuviera su origen en el hecho de que se lo estaban por comer. Aquel inveterado pesimista no comprendía el loable intento de transformar Thánatos en Eros, pues, en el fondo, de ello se trataba.

Viéndolo mohíno, Il Peccato Iseka, alias Julieta, propuso escuchar los discos traídos en el carromato, cosa que los demás, ya borrachos, aprobaron ruidosamente.

Se trataba de «Tristán Romeo e Isolda Julieta», ópera en ocho actos, música de Gounod-Wagner. Coro del Metropolitano de NY Galli-Curci en el papel de Isolda Julieta. Como los discos pertenecían a varias grabaciones diferentes y estaban mezclados en confusión, la Galli-Curci a veces era reemplazada por Frida Leider u otra cualquiera, lo cual era un descanso. Laurtiz Melchior, en el papel de Tristán Romeo.

Para esas grabaciones fueron empleados procedimientos técnicos muy novedosos para la época. Los discos de pasta, que por tal período eran la única sustancia sobre la cual se imprimía, fueron reemplazados por enormes discos de cera, descartables, que podían oírse una única vez. Resultaban baratísimos, he aquí el interés despertado. La hazaña discográfica de Púa de Cactus (empresa que encaró este trabajo), fue incluir todos los momentos culminantes de una ópera imposible por lo larga (el drama original es de ocho horas), en sólo treinta y dos mil novecientos noventa y nueve discos de cera. Como ya se comprende, un drama de tantas horas de duración no podía ser grabado completo sobre tales adminículos ímprobo esfuerzo, el de la empresa Púa de Cactus. Su acierto en la elección de los fragmentos orquestales más notables permiten conocer la trama en su totalidad. Hay lagunas, pero son escasas. Figura completa, por ejemplo, la gran escena de la reyerta entre las familias rivales, del acto tercero. También puede apreciarse íntegra la impresionante Muerte de Amor, de Isolda Julieta, al final del acto octavo.

Aquellas matrices de cera, de un metro de diámetro y que giraban rapidísimo, fueron escuchadas en el fonógrafo a manija (¡qué manija!) del cual se habló en un principio. La casa que fabricó este aparato zarista fue pionera en estereofonía. Los efectos eran apreciados mediante dos canales de audición: trompas de Eustaquio y Falopio, se llamaban respectivamente esas impresionantes bocinas. La primera tenía un tubo muy raro, lleno de alambiques y terminado en oreja de chancho; la otra hallaba su máxima expansión en una pantalla cóncava semejante a un útero de ave rock. De ave rock punk. Pero tal no era su único adelanto pues contaba con cambiador automático: en la parte superior podía verse suspendida una gran masa de discos de cera, que pesaba hasta veinte kilos. Cuando descendía uno de los círculos grabados, temblaba el portaplatos.

Las bacantes, el día de la saturnal en el cementerio, encargábanse de ir reemplazando por sus siguientes a las tandas ya escuchadas, manteniendo así una aceptable continuidad. Pese a lo dicho y según se adelantó, cada tanto se producían enojosas e inevitables lagunas. La culpa principal radicaba en la mezcla de diferentes grabaciones, ya aludida, y en la falta de secciones enteras de discos.

Julieta Il Peccato Iseka, que amaba esta ópera, sincronizaba su mímica con las voces de las diferentes cantantes, como si ella fuese una diva de múltiples registros. Simulaba cantar mientras miraba cómo se asaba el architraidor Tofi, pues en su delirio lo había transformado en Tristán.

Un asistente accionaba el aparato. Como éste adolecía de una falla —cosa que no puede extrañar, dado lo arcaico de su origen—, debía dar continuas vueltas a la manija. Horas y horas, sin parar. Simultáneamente con el prólogo se escucharon unos ruidos horrorosos, los cuales fueron tomados como un anticipo de la reyerta que sobrevendría en el acto tercero. Una especie de leit motiv premonitorio.

Sin mayores sobresaltos, pudieron oírse los primeros cuatro mil ochocientos treinta y dos discos de cera. Il Peccato Iseka se encontraba en estado de Éxtasis. Seguía con su mímica —sí, ya sé que lo dije, pero igual lo repito— todos los papeles protagónicos. Así, por ejemplo, cuando Tristán Romeo dice:

«¡Ah! No te vayas todavía,

¡Deja que mi mano aprisione tu mano…!».

O también:

«Que una sonrisa infantil

En tus labios purpurinos

Dulcemente se venga a posar».

; la bacante repitió en voz baja este parlamento, al tiempo que miraba arrobada el chinchulín que Tofi apretaba entre los dientes.

(Disco de cera 8500.) De lo anterior —sin transición, como se ve por el salto discontinuo que ha sufrido el número— pasamos a un delicioso preludio orquestal que describe de manera magnífica la consternación que reina en el castillo de Tristán Romeo quien, mientras agoniza, sueña con Isolda Julieta.

La Confesión del Amor. El Deseo.

La Paz del Amor.

(Discos de cera, desde 8501 a 10.592. Orquesta Filarmónica del Estado de Colorado.)

Luego nos adentramos en el final del drama:

«¡Isolda Julieta viene a mí!».

—grita Tristán Romeo en alegre delirio. Con furia masoquista se arranca las vendas y marcha al encuentro de Isolda Julieta. Como es natural, cuando la otra realmente aparece, el héroe está agonizando.

(Ernestina Schumann-Heink, pese a tratarse de una contralto, en el papel de Isolda Julieta:)

«¡Hombre cruel: así castigas sin piedad mi dolor! ¡Brazos míos, dadle vuestro postrer abrazo… Labios míos, dadle vuestro postrer beso!».

(Discos de cera: desde 11 305 hasta 18 507 —faltan unos cuantos—. Orquesta del Estado de Nevada.)

La menor ninfómana paró en su mímica y dijo fuera de libreto:

—Ya que me abandonó, pues a comerlo.

Architraidor Tofi, quien ya estaba doradito, asado y en su punto, comenzó a ser devorado por todos. Cual tigres cebados consumieron aquellas ricas chuletas. En pocos minutos quedó como antes. Su reencarnación había durado poquísimo.

Mientras se lo banqueteaban, desde el fonógrafo automático equipado con trompas de Eustaquio y Falopio, pudo oírse la escena final del drama:

So stur ben wir, um un ge trennt. Canto de la muerte.

Éxtasis.

(Intérprete: María Jeritza. Discos de cera: desde 29 101 hasta 32.999. Orquesta Filarmónica del Estado de Nebraska.)

Una vez mondos y lirondos, los huesos de Tofi fueron enterrados y, los presentes, fieles al apotegma «Todos para uno y uno para todos», desembocaron en una escandalosa y depravada orgía final. Vesánicos, furiosos como orates, enajenados, lunáticos y hasta venusinos, marcianos y jovianos, estos selenitas. Aquél era un verdadero levantamiento de insurgentes sexuales. Las facciosas no daban tregua con su erotismo insumiso. Un auténtico pronunciamiento militar.

En cambio, cuando la guerra empezó a perderse y rusos y sorias estaban cada vez más cerca, se abandonaron definitivamente estas hecatombes de architraidor Tofi y otros festivales. Así suele suceder, murieron los mejores. La gente cayó en una apatía mortal, en la que ninguna expresión de humor delirante fue ya posible. Todos parecieron comprender que la época de la pasión propósito, del apartarse de la regla con intención triunfal, había pasado, tanto para los estamentos superiores como para los últimos subordinados en jerarquía.

Las lesbianas de antaño, por ejemplo, no se parecían a las de hogaño; estas últimas, ya totalmente desmoralizadas. Qué se habían hecho, en efecto, de las sáficas de la época anterior a la guerra, quienes efectuaban frente a Tofi sus paradas militares.

La última vez que Personaje las vio reunidas fue luego del desastre de Samarcanda.

Desfilaron marcando el paso, vestidas con uniforme amazónico. Ocuparon poco a poco sus lugares, formando columnas ordenadas frente a la tumba. Sobre el palco, levantado a un costado del árbol de Tofi —otra vez exhumado—, se instaló la Jefa de las lesbianas en el país. Emocionada, con acentos de sobriedad castrense, casi espartana, sintetizó la situación militar en el frente del Este, consignando lo que todas sabían: tres divisiones de la Legión Lesbiana, enviadas a la Unión Soviética para apoyar al Monitor, habían sido aniquiladas mientras intentaban liberar a los soldados cercados en Samarcanda. Era preciso crear otras tres divisiones que reemplazasen a las perdidas, reclutando adolescentes —casi niñas si no había otras— para continuar la lucha. Con acentos de inflexión marcial dijo la Jefa hacia el término de su discurso:

«Ayer dijimos: si el Monitor entra en guerra, las lesbianas lo vamos a ayudar. Se lo merece: es un lesbiano honoris causa.

No se parece en nada a esos chauvinistas asquerosos llamados hombres, refugiados en sus, guaridas y privilegios inmundos.

(Aplausos)

Así, pues, camaradas, ahora que sufrimos este revés debemos realizar un supremo esfuerzo de guerra, puesto que sólo podremos ganar mediante el sacrificio y la superioridad de la conducción.

Ayer os dije: “Sois las mejores. Vuestro santo oficio es el orgasmo por amor al arte”. Hoy, en cambio, os pregunto: ¡Pueblo de lesbianas! ¿¡Queréis el orgasmo total!?».

«¡¡Síiii…!!», chillaron todas histéricas.

Personaje Iseka, quien las observaba oculto detrás de un obelisco hecho con granito gris, levantado en memoria de un héroe de la vigésimo segunda guerra mundial carlista, pensó que jamás había visto una multitud fanatizada en forma parecida: ni en las Juventudes del Soriator, ni entre los monitoriales ortodoxos y arrebatados, ni en los jóvenes stajanovistas y komsomoles.

Luego de saludar a su ejército sáfico, la Jefa ordenó enterrar a Tofi y poner en el lugar correspondiente hasta la última piedrita.

Al son de tambores, se retiraron marcando el paso.

Veinticuatro horas después de estos sucesos, architraidor volvió a ser exhumado pero, esta vez, por un grupo distinto de personas, entre las cuales se encontraban varios funcionarios disfrazados, incluyendo el Kratos de las Lenguas. El mencionado, cubierto por una capa pluvial negra, realizó una invocación a los Dioses para que la traición no pudiera destruir a la Tecnocracia y pidió a todas las fuerzas del Cosmos que acudiesen en ayuda de la patria en peligro.

El acto, muy sombrío y austero, marcó la última exhumación del architraidor Tofi, quien ya no volvió a ser el centro de festicholas y lujurias.

No obstante —contradiciendo mis palabras—, en los meses finales del conflicto bélico, mientras llovían alfombras de bombas y cohetes por cientos, los mutilados de guerra y últimos delirantes, para no doblegarse realizaron un desenterramiento diario de Tofi, al son de gaitas y otros instrumentos de música.

Hasta que los mataron a todos.