CAPÍTULO 141

El miedo del Soriator

Palacio Soriatorial: Se hallaban reunidos el Soriator y los Kratos de su régimen.

El Jefe de Estado, sardónico y por debajo de sus grandes bigotes:

—No imaginas el afecto que te tengo y cuánto respeto tus ideas organizadoras. Vives en , camarada Tristán Soria. De esta manera, a veces pienso que tu existencia es redundante. Bien podría hacerte fusilar puesto que nada se perdería, quedando todo en casa —el otro palideció—. Guárdate mucho de volverte a equivocar, camarada Tristán Soria.

Luego de una pausa terrorífica tornóse a otro de sus Kratos:

—Estoy gratísimamente sorprendido por tus brillantes éxitos en el Frente de Abastecimientos. Los Jefes de Sector me cuentan que faltan hasta los clavos. Según ellos, hace añares que no ven equipo electrónico ni para remedio.

El Kratos de Abastecimientos en su desesperación dijo lo primero que le vino a la cabeza:

—Mi Soriator… hay muchos saboteadores.

—Sin duda. Sobre todo teniendo en cuenta que Campo de Marte te hizo llegar de todo puntualmente. ¿A qué se debe esta carestía de equipos electrónicos en centros neurálgicos defensivos? ¿Por qué razón los cazadores blindados son tan vulnerables que no resisten los láser tecnócratas? ¿Qué has hecho con los equipos confiados?

El otro, temblando:

—¡Pero mi Soriator! Distribuyo cuanto me llega. Con fallas muchas veces y no en las cantidades debidas.

—De modo que por tu parte eres perfectamente inocente. Nada tienes que ver con historias de escaseces, ¿cierto? La culpa de todo la tiene Campo de Marte.

El Kratos de Campo de Marte quiso protestar, pero el Soriator lo bloqueó con un gesto. El funcionario, ya semiincorporado, se volvió a su asiento con lentitud.

Soriaror insistió:

—Contesta cuando te hablo. La culpa, según parece, la tiene Campo de Marte. ¿Sí o no?

—Sí, mi Soriator.

—Para tu desgracia, aquí tengo los informes de las toneladas de equipos que recibiste —reconoces tu propia firma, ¿verdad?—, y las planillas de las toneladas por ti distribuidas. Te será fácil hacer una simple suma y verificar los totales. Como verás, las cifras no coinciden.

—¡Tiene que haber algún error…!

—Seguro. Claro que hubo un error, perro saboteador inmundo. Fusilen a este traidor.

El Kratos intentó ponerse de pie. Lo había logrado a medias, pero allí fue reducido mediante un culatazo en las costillas. Boqueaba todavía cuando desapareció arrastrado por los guardias.

Todos los presentes estaban rígidos. En la habitación se produjo el más completo silencio.

—De ahora en adelante no será tolerada la menor ineficiencia. Poco me importa si éste —Soriator señaló la puerta por donde se había esfumado el caído en desgracia— destruyó a sabiendas el equipo electrónico, perdió la planilla de referencia o cualquier historia. Lo más probable es que los bombardeos hayan destruido un depósito y se olvidara de anotarlo. De todas maneras es un saboteador, aunque sea por negligencia: Debe dárseme cuenta de cada cosa.

Acto seguido el Soriator les endilgó un monótono discurso:

—Los incompetentes son gente que habla mucho y no hace nada. Los veo arrogantes; insolentes; hieráticos en su idiotez dogmática, puesta de perfil para que les vean mejor sus grandes y metidas narices de césares. Muy lejos están es imaginar que sus palabras serán recordadas por mí una a una. Tales bribones farristas, perros traidores, víboras hediondas, pillos, lúbricos, libertinos…

Etcétera, etcétera.

Existía una relación muy especial entre el Soriator y su Kratos de Campo de Marte. Este subordinado fue uno de los pocos que se atrevieron a enfrentar al Soriator y aun a formularle exigencias. Como detalle maravilloso diremos que sobrevivió para contarlo. Ante ese Kratos genial, el amo de Soria debía morder su orgullo y callar. Al principio lo detestaba, de puro celoso, pues el otro demostró una insospechada y superlativa competencia en multitud de campos. De buena gana lo hubiese eliminado, de no haberlo necesitado tanto. Pero luego fue perdiendo su animadversión hacia él, al comprender que ese hombre era el único interlocutor con el cual podía explayar algunos de sus delirios secretos. Un raro ser, el Kratos. De esos situados entre la ciencia y el arte, que saben explotar al máximo las posibilidades de su posición. Comenzó siendo un oscuro arquitecto antes de la guerra, pero hacia el final de la contienda brillaba como uno de los jefes con más responsabilidades en Soria. Tenía a su cargo buena parte de la hacienda nacional, la totalidad de los armamentos, plenos poderes sobre los transportes (por lo cual estos últimos estaban casi bajo su dependencia) y una subordinación completa de las industrias: el Soriator había proclamado la Guerra Total, esto equivalía en la práctica a colocarlas en manos de su Kratos de Campo de Marte.

De arquitecto a Jefe de todas las adyacencias bélicas. Salto no tan imposible de dar, si bien se lo piensa. La arquitectura es la única región de contacto entre las artes y las ciencias. Tiene mucho de ambas y así, desde este nódulo, todas las ramas y crecimientos están abiertos. Es el equilibrio perfecto entre la realidad y el sueño. En el arquitecto no existe el miedo cerval a las abstracciones matemáticas, frecuente entre los artistas; ni encontraremos el bloqueo para la belleza, que suele existir entre los científicos salvo con respecto a ciertos planos menos sutiles del arte. Puede apreciar lo nuevo en ambos reinos, pues en tal sentido está casi exento de manijas. Como es natural, también hallaremos arquitectos de lo más pedestres. Sólo quiero decir que, dada la naturaleza de su carrera, ésta les brinda un camino con menos bloqueos iniciales; la mencionada facilidad puede ser aprovechada por un hombre genial para crecer en cualquier sentido que se proponga.

Así, pues, Fernando Almagro Soria era el Kratos de Campo de Marte del Soriator, su arquitecto privado y confidente. Cierto que el Soriator jamás tuvo amigos pues no podía celebrar la existencia de nadie ni se permitió afectos; no obstante, pese a los celos que el otro le inspiraba, llegó a sentir por él cierta preferencia. Hizo un gran esfuerzo por bloquear su odio, natural ojeriza por el género humano en general y su Kratos en particular, en aras del enorme bienestar y descanso que le traía conversar con Fernando Almagro. A él le confió la tarea de construir un templo en honor de Almanzor. Como el Amo tenía veleidades de arquitecto, realizó un esbozo de los primeros diseños. Aquella horrenda mole ecléctica tenía cosas robadas del paganismo, grandes mármoles terminados en encaje como en las mezquitas y palacios árabes y una suerte de edificación neoexateísta como base. El Kratos miró de reojo al Soriator, procurando no humillarlo ni ofenderlo para no perder la vida; luego dijo suavemente, con disimulada ironía:

—Mi Soriator: no está nada mal cada cosa en sí, pero me parece que tendríamos que unificar algunos criterios. No hay inconveniente alguno en manejarnos dentro de continuos clásicos. Pero el neoexateísmo es —cómo diría yo— algo impropio de un héroe musulmán, como lo fue el gran Almanzor. Yo más bien propongo sistematizar los elementos moriscos. ¿Qué le parece si aquí ponemos una fuente?

Mientras explicaba sus razones al Soriator iba dibujando en otro papel un nuevo bosquejo. Era tan brillante que se las ingenió para incluir los fragmentos paganos favoritos del dictador y hacerlos indispensables al morisco. Tan naturalmente encajaban, que nadie podría notar la menor fisura o incoherencia. Plasmó un templo magnífico. Hechizó al Soriator con su dialéctica; ni en sueños éste habría podido llegar a sospechar lo obvio: que de su diseño original casi no quedaban rastros.

El Soriator estaba tan entusiasmado con el otro, que casi llegó a quererlo. Cuando planeó la construcción del sepulcro definitivo de Almanzor —para después de la victoria—, con una modestia rara en él renunció a presentarle un diseño dejándolo todo en sus manos. Le dijo con alegría: «Confío en usted de la manera más completa». Esto, proviniendo del Soriator, era un elogio inaudito.

Luego de las agotadoras sesiones en la Sala de Situación del Cuartel General, donde bregaba con los militares como horas antes lo había hecho con sus Kratos, el Soriator aún tenía ganas de conversar con su colaborador favorito. Se encerraban a solas y permanecían hasta la madrugada hablando de arquitectura. El dictador tenía grandes proyectos para después de la guerra: cementerios llenos de jardines y grandes como ciudades. Fernando Almagro diseñaría tumba por tumba. Miles. Cada una tendría el tamaño de un edificio: llena de vestíbulos, corredores; en el centro, bajo una gran cúpula toda escrita con sentencias del Korán[172], en una sala llena de columnas, estaría el cadáver de quien fuera: de pie, desnudo y dentro de un cubo de plástico traslúcido. La entrada sería libre.

En verdad al Kratos no le interesaban demasiado los cementerios. Habría preferido edificar ciudades para seres vivos. Pero él era un técnico y el proyecto le atraía desde ese punto de vista. Podría aprender muchísimo con unas construcciones tan extraordinarias. Procuraría introducir en cada tumba una variación ingeniosa, siempre dentro de las directrices dadas por el Soriator. Ganaría todavía más dinero, prestigio y poder. Por otro lado ello resultaba una garantía contra cualquier repentino ataque de celos, pues el dictador continuaría necesitándolo después de la victoria.

Pero no debe suponerse que el Soriator tenía proyectos postbélicos referidos únicamente a los muertos. Pensaba edificar Soriatoria, la nueva capital del Estado. Esta ciudad iba a ser un único edificio, de cien cuadras de base y un kilómetro de altura, con capacidad para albergar a cuatro o cinco millones de personas. Lleno de porteros, hornos desintegradores para destruir la basura, consorcios, reglamentos internos que prohibieran tener animales, escuchar discos a partir de tal hora, etc. En vez de ómnibus y subtes: ascensores. Los ascensoristas tendrían máquinas boleteras colgadas del cuello: «¿Hasta qué piso viaja, señor?». «Piso 2380». «Veinticinco centavos de soriator». No habría ninguna plaza con árboles pero cada uno podría tener plantitas en macetas. Algunos departamentos se reservarían como cementerios, otros como cines, teatros, grandes almacenes del Estado, bomberos, etc. Para el Palacio Soriatorial reservó el piso más alto y su rincón más inaccesible; eso sí: tendría ascensor privado.

No me imagino cómo pensaba solucionar el Soriator ciertas cosas: si la policía perseguiría a los delincuentes con ascensores más rápidos y dotados de sirenas; o si en caso de que algún transporte colectivo se descompusiera el sufrido habitante debería descender por las escaleras cuatrocientos pisos para ir hasta lo de Don Roque Soria a comprar mortadela. ¿Y los bomberos? ¿Qué harían los bomberos, con toda esa agua arruinando los palieres? Prefiero no imaginármelo y dejar estos problemas para el Soriator.

El ascenso vertiginoso del Kratos de Campo de Marte comenzó luego de la caída en desgracia del Kratos de Abastecimientos. Fernando Almagro comenzó planteando que debía cesar la producción de artículos suntuarios; caso contrario, la Tecnocracia ganaría la guerra:

—Nadie quiere privarse de nada. Por favor, mi Soriator, no se ofenda, pero… aquí el único que practica austeridad es usted.

El Soria Soriator endureció sus facciones y miró a Fernando Almagro severamente. Demasiado bien sabía éste a qué se arriesgaba, pero ya lanzado siguió adelante. En verdad tenía cierta dosis de coraje personal; no era un héroe pero estaba dispuesto a correr un calculado riesgo. Así, pues, prosiguió con franqueza:

—Sólo con aprovechar mejor lo que hay produciremos cuatro o cinco veces más. Se desperdician esfuerzos en cumplir las órdenes contradictorias que emiten las distintas soriatorías. La energía es tragada por una burocracia estúpida. Lo que pasó con el Kratos de Abastecimientos es típico. Esa cartera debe estarme subordinada. Ahí puede seguir un Kratos, pero tiene que obedecer mis órdenes sin rechistar. Si la gente no cumple mis indicaciones, la Guerra Total seguirá siendo una expresión sin sentido. Muy fuerte desde el punto de vista político, pero sin ninguna realidad práctica. Debimos empezar a organizar la Guerra Total ya en épocas de paz. Aunque más no fuera porque la experiencia nos dice cuánto cuesta vencer las inercias del pueblo. Por ejemplo: la movilización de las mujeres sorias para el Frente del Trabajo fue idea mía. Mi proyecto estuvo bloqueado durante meses a causa de las brillantes ocurrencias de Castro Soria, quien deseaba emplear prisioneros tecnócratas como mano de obra. Usted diga que la suerte de las armas nos fue adversa en ese momento y tomamos pocos prisioneros; porque yo le aseguro que de no haber sido así, la tentación de utilizar a cientos de miles de hombres en nuestras fábricas de armamentos habría sido irresistible. Nadie me hubiese escuchado. Entre los prisioneros hay muchos fanáticos: en menos que canta un gallo surgirían los saboteadores como hongos. Por lo demás, nadie produce tanto y tan bien como un patriota. Esto es fácil de entender. Pues no le pareció así a Castro Soria: alucinado ante la brillante perspectiva de mano de obra casi gratis, se quedó con la boca abierta.

El Soriator, como ante cosa concluida:

—Ese Kratos cayó en desgracia.

—Ya sé, pero buen daño hizo mientras pudo. Saboteó todas mis órdenes. Y hay otros como él.

—Nombres.

El Kratos desvió la vista. Lo que había dicho era verdad; pero si hacía caer en desgracia a éste o aquél, enfrentaría una oposición cerrada por parte de los otros Kratos. Lo desgastarían de mil maneras difíciles de probar. Era preferible una maniobra indirecta y prudente.

—Mi Soriator: lo indispensable es atacar el nudo del problema. Si usted deja bien claro delante de todo el mundo que Soriatoría de Campo de Marte tiene prioridad, me abrirá el camino. Se terminarán para siempre los frenos que sufren mis directrices.

—De acuerdo. Los demás Kratos habrán de obedecerlo al pie de la letra. Conversaré con ellos mañana a las cuatro.

—Gracias. Para hablarle con franqueza, esto me alivia muchísimo.

Fernando Almagro consiguió lo que buscaba pero durante un minuto el riesgo fue inmenso. Nadie podía calcular de antemano cuál sería la reacción del amo de Soria con respecto a cualquier corrección o variable. No obstante su audacia era calculada: si no se tomaban las medidas necesarias y algo salía mal, igualmente lo culparían de todo. Más valía jugarse desde el principio. Por otra parte debía tener en cuenta sus funciones de Kratos; un mínimo de respeto por sí mismo y por el porvenir de Soria lo obligaban a ser sincero con su Jefe. Él, como técnico, no toleraba el despilfarro ni la ineficiencia. Pero había algo más. Sentía respeto y admiración sincera por el Soriator, Después de todo, este hombre había salido de la nada para transformar a Soria en una potencia. El dictador era rudo, tosco, advenedizo en varios campos; pero ello no impedía que de pronto tuviese intuiciones geniales. Su memoria para las cifras, por ejemplo, resultaba sorprendente. Parecía una máquina de recordar cosas. Poco afecto a la lectura, no obstante, si leía un libro era capaz de repetirlo palabra por palabra años después y aunque no hubiese entendido nada. Tal memoria fotográfica se constituyó en el terror de sus Kratos. Solía interrumpirlos para citar textualmente sus declaraciones: «No. Usted dijo tal y tal cosa. ¿Pretende engañarme?». Esta facultad, que causaba colectivo espanto —incluso entre sus generales—, en cambio, despertaba la admiración de su Kratos de Campo de Marte. Sobre todo porque el Soriator la completaba con algo más que intuiciones silvestres: iba al núcleo esencial de los problemas, desechando lo accesorio. Era capaz de volver sencillas las cosas más enmarañadas, no obstante todo lo advenedizo y lego que pudiera ser en una materia. Las Ciencias Militares, por ejemplo. Nunca fue militar de carrera; pese a ello, cuando en los Años Negros el país estuvo a punto de ser tragado por el enemigo, se hizo cargo de la conducción suprema del ejército y probó su jerarquía de estratega nato, que además comprendía con claridad la manera de utilizar las nuevas armas. Demostró su capacidad para tener al pueblo en un puño y elevar la moral frente a las derrotas. Es cierto que muchas veces fue duro porque sí, aunque no le dieran motivos; pero sin él los tecnócratas indudablemente hubiesen tomado la capital.

Pero había otras razones, más nebulosas y subconscientes, para el aprecio del Kratos Fernando Almagro por el Soriator. El apasionamiento de ambos por la arquitectura los acercaba muchísimo. Gracias al poder temible de su Jefe, el otro soria podría diseñar en el futuro ciudades enteras, obeliscos, monumentos gigantes y cuanto se le ocurriera. El responsable de la Soriatoría de Campo de Marte sentíase respetado como especialista por el Soriator, y ello le gustaba mucho. Sabía bien que el otro, pese a su envidia celosa, no se metía con quien supiera algo. Oía sumamente atento las explicaciones de los técnicos sobre las materias de sus respectivas competencias. Aunque hubiese tenido una idea la desechaba si se contradecía con la opinión de un ingeniero, un especialista en proyectiles o lo que fuera. Sabía subordinarse cuando era el caso. Para esto también se precisa genio.

Sin embargo había en el Amo aspectos desconocidos hasta para Fernando Almagro. El miedo del dictador a perder la guerra, por ejemplo. Incrédulo vio cómo los tecnócratas se adueñaban de la mitad de su país en la primera ofensiva, y hasta que punto los rusos lo habían traicionado. Las explosiones de los cohetes, cañones y bombas se escuchaban cada vez más cerca del Palacio Soriatorial.

Luego de Samarcanda llegaron a Soria sin restricciones ni pausas, provenientes de la Unión Soviética, materiales estratégicos de todas clases: repuestos de tanques, cojinetes a bolitas, neumáticos, naftas de alto octanaje, miles de toneladas de aluminio, cobre, níquel, cinc, acero, cromo, wolframio, manganeso, estaño, plomo y muchas otras cosas. Pero no siempre fue así. Durante un momento del peor Año Negro dudó: ¿retroceder?, ¿instalar su Gobierno en el norte de Soria y dejar que la capital cayese en manos enemigas? Luego pensó: los Estados se ven obligados a cambiar su sede por presión de los adversarios, justo cuando han perdido la guerra. Es un síntoma infalible. Enfrentarán una solución militar desfavorable, a corto o a largo plazo. Por ello estaba absolutamente dispuesto a morir en el Palacio Soriatorial, si los tecnócratas lograban perforar el segundo gran cinturón de acero que rodeaba la capital. Pero no la abandonaría. Para suerte suya la Tecnocracia utilizó la mayor parte de su potencial contra la Unión Soviética antes de haber tomado a Soria —ignoró siempre los motivos de esta decisión—, con lo cual varió la correlación de fuerzas.

El soria, contento.

Luego de las fenomenales victorias tecnócratas sobre los ejércitos soviéticos, el Soriator volvió a sentir miedo. ¿Y si los tipos ganaban después de todo? Ese temor continuó, incluso cuando uno de sus generales de mayor graduación, comentando las operaciones militares en el frente del Este, le dijo que pese a las apariencias en contra, y no obstante haber llegado los tecnócratas a los Urales, la progresión del enemigo sobre territorio ruso estaba siendo frenada. Ellos aún no conocían sino victoria, pero el impulso inicial había perdido fuerza. En opinión del alto jefe militar, el avance tecnócrata se detendría en Omsk. Aunque lograsen tomar esta ciudad, sería la última localidad importante que pudiesen incorporar a su control.

Y así fue. Luego de Omsk vino el desastre de Samarcanda. El Soria Soriator de Soria, mariscal de campo, rey y Dios, chocho de alegría, fue hasta donde estaba el cubo de plástico que contenía el cuerpo putrefacto de Luz Perfecta Ferreira Soria y se echó tres desmesurados cagadones. Logró incluso masturbarse, cosa que no había podido hacer desde el comienzo de las hostilidades.

Pese a todo lo dicho no debe suponerse que el Soriator, en los años de la derrota, hubiese llegado a sentir un miedo cerval. Eso era imposible ya que el odio lo sostenía. Pero buen susto se llevó, no obstante.

Después de que los tecnócratas se vieron obligados a realizar una «retirada estratégica» desde Omsk y el Aral hasta los Urales, el Soriator se reunió al norte del lago Baikal, en Siberia, con su camarada de ruta, el Premier ruso Constantin Nekrosow, para discutir el reparto del mundo y otras zonas de influencia (tales como los espacios siderales, los planetas cuando los colonizaran, el cinturón de asteroides y el Sol si descubrían la manera de aprovecharlo: «Esta mancha solar es para mí, esta otra para vos», etc.). Gratificaciones que se harían efectivas luego de la victoria, naturalmente.

Con su amigo el ruso dividieron el botín de la siguiente manera: Soria incorporaría a su territorio las dos terceras partes de Chanchín del Sur (el tercio restante sería para Chanchín del Norte); anexaría también el noroeste de la Tecnocracia (incluyendo Teknoria, la antigua ciudad compartida, en la frontera, donde vivía Personaje Iseka al comienzo de esta narración); además, por razones de coherencia territorial, debería incluir el extremo oriente de Protelia (quinta parte del total de este país). Como se trataba de una nación amiga, Protelia sería compensada con la totalidad del Califato de Córdoba. Protonia Occidental pasaría a formar parte de Protonia Oriental, salvo una franja del extremo noroeste de aquel país, que por impostergables necesidades geográficas, uniríase a la Unión Soviética. Esta potencia, a fin de efectuar una amistosa reparación, cedería a Protonia una franja equivalente de territorio tecnócrata. La Unión Soviética, por su lado, anexaría la mayor parte de la Tecnocracia.

Éste fue el plan soria y el ruso se manifestó conforme, salvo insignificantes modificaciones.

Para después de la victoria, el Soriator pensaba cambiar su nombre y ampliar títulos. De allí en más se llamaría Al-Manzur Billah (El Vencedor con la ayuda de Dios), como Almanzor. Ésta era la totalidad de los blasones que había inventado para sí: Al-Manzur Billah Supersoria; mariscal de campo, emperador y Dios; Destructor de los Infieles Tecnócratas; Espada de Al-Andalus; Matador de Hombres y Demonios y Luz de Soria.

Se refocilaba también con otra expectativa: las tetas cortadas y los testículos que haría traer desde la Tecnocracia por sus soldados, para echarlos como hecatombe de victoria sobre el sepulcro de Almanzor. El rey estaba sepultado en Medinaceli, en esos momentos bajo el poder de los tecnócratas. Por ello, el dictador de Soria ordenó edificar —aparte del templo secreto— una tumba simbólica, llamándola «Sepulcro en el exilio». Luego de que sus ejércitos reconquistasen Medinaceli, haría levantar un fastuoso monumento fúnebre en el lugar exacto, y proclamaría urbi et orbi que él era el caudillo musulmán reencarnado. A partir de ese momento habrían de rendirle culto como a un Dios Vivo en toda Soria.

Otro delirio que ocupaba cada uno de sus minutos libres —incluso se superponía con el tiempo dedicado a las operaciones militares—, estaba referido a Luz Soria. Su cadáver hallábase demasiado podrido como para transformarlo en un zombie potable. Por ello, una vez que muriera el Monitor, pensaba premiarse con una hija de Frankenstein a cuya fabricación obligaría a sus científicos. Mediante la cirugía plástica, el chichi tendría facciones que recordasen —aunque fuera vagamente— a las de su amada. Los magos de Soria, por su parte, darían al cerebro de la «monstrua» todas las memorias astrales que Luz Perfecta tuvo en vida. Así, pues, ésta, luego de las anexiones, títulos nobiliarios y teológicos, la orgía de sangre y la muerte del Monitor, era la quinta gratificación que pensaba tener como culminación de su existencia.

En los últimos años, el Soriator había llegado a reconciliarse con Ricardo Wagner —a quien originalmente odiaba—; pero sólo a través de una horrible confusión. Jamás apreció su música; de este modo el aproximamiento sólo podía darse mediante la metafísica: no con la que Wagner tenía realmente sino con la que el Soriator le asignaba. El Amo sentía gran admiración por Alberich y compartía plenamente el odio de éste por Wotan: «No comprendo por qué, al final de la Tetralogía, Alberich no recupera el Anillo como corresponde. Un error, por parte de Wagner».

Como de ese drama musical no entendía la menor cosa, por fácil que fuese, mandó buscar a un famoso director de orquesta wagneriano para que se lo explicara. El artista, cuando se repuso del miedo que le producía semejante chichi, intentó hacerle comprender algunos sencillos conceptos: «Este drama parte de una base: sólo quien renuncie al amor podrá controlar el mundo». «Entonces, yo renuncio a él», estuvo a punto de proclamar el Soriator. Luego pensó en Luz y se contuvo. «Sólo quien renuncie al amor —continuó diciendo el director— podrá forjar el Anillo y conseguir el poder total».

En realidad —y esto no lo sabían ninguno de los dos—, el único que verdaderamente renunció al amor, forjando en secreto el Anillo, fue un Dios: el Antiser. Mal podía entonces, el amo de Soria, estar a su altura. Para él, Luz Perfecta Ferreira, toda podrida y encerrada en el cubo de plástico, era Brunilda dormida. Soriator, cual nuevo Sigfrido, algún día habría de despertarla con un beso. Incluso, yendo más lejos, rebuznaba en pleno rapto lírico: «¡Mía es la Decisión de Amar!».

La Decisión de Amar.

Por cierto, en muchos momentos de su vida él fue bastante parecido a Alberich. Se salvaba de serlo completamente porque aún le quedaban rasgos humanos, aunque más no fuera su amor necrofílico por Luz.

Siendo Almanzor un jefe tan por completo distinto a ese soria, resultaba una incógnita que lo hubiese tomado como ejemplo. Caudillo admirable, el musulmán. Guerrero magnífico; amante de las mujeres, de la guerra y la poesía. De la vida, en suma. Construyó puentes, acueductos, engrandeció la ciudad de Córdoba. Derrotó a sus enemigos durante años y años.

Jamás fue vencido (no obstante la leyenda de que lo derrotaron en Calatañazor). El suyo fue el reino de los libros, la poesía. Paraíso de artesanos, matemáticos, médicos y astrónomos. Misericordioso con los vencidos, no sólo no mató a Gonzalo Gustios cuando lo doblegó, cual todos esperaban, sino que, haciéndolo prisionero y gustando el cautivo de la hermana del rey musulmán, permitió sus amores.

Como se observa, nada tiene que ver esta imagen con la del Soriator, hombre cruel, profundamente oscuro y asceta en todo salvo en su necrofilia. ¿Cómo podía, entonces, considerarse nada menos que la reencarnación de Almanzor? El soberano y hasta desmedido respeto que el dictador Soria sentía por éste era en verdad inexplicable. Un profundo misterio.

En sus horas más oscuras, cuando el Soriator desconfiaba hasta de sus adictos incondicionales, elaboró un plan fantástico. Con él pensaba destruir a maravilla a las huestes monitoriales.

La guerra no podía ir peor. El enemigo acababa de tomar Gorki. Nada ni nadie lo detenía. Parecían invencibles. Así la situación, el amo de Soria tuvo una idea desesperada —producto de la ira, las sombras de la impotencia y el miedo— para transformar la derrota en victoria. Quería escribir un poema mágico, en soria antiguo, que lo llevara al triunfo. Según él, si daba con la justa combinación cabalística de letras, lograría destruir a los ejércitos tecnócratas.

Empezó plagiando los versos del Romancero —referidos a Almanzor y a las luchas que libró contra sus enemigos—, limitándose a cambiar los nombres de las personas. Con ello sólo conseguía exaltar al Monitor. Lleno de furia rompió los papeles. Entonces intentó sacarlo de sí mismo:

Por los campos de Soria

el malvado enemigo avanza;

fantasmas de tanques grises

incendio que al sagrado encinar alcanza.

Su pie formidable pisa el Duero…

Paró al comprender que nunca en la vida, pero jamás de los jamases, se había escrito un poema peor que el suyo. No sólo no era mágico ni nada, sino además pretencioso y ridículo. Decepcionado estaba a punto de renunciar. Pero de pronto, perdiendo toda conciencia, volvió a escribir. Abandonó el verso, pasó a la prosa y en ella desnudó su corazón. Era como si alguien enorme, situado detrás suyo, trabajase por él.

Aquello hablaba de venganzas sobrenaturales; de la Destrucción, con su mirada blanca. Parecía querer arrancar el corazón del Monitor con sus palabras pavorosas.

En el poema, y entre llamaradas de odio, cantaba los muslos putrefactos de las mujeres muertas; los cadáveres que haría desenterrar y quemar cuando entrase en los cementerios de la Tecnocracia (pues ni a los muertos perdonaría).

«Ya veréis, tecnócratas, cuando vuestros niños sean comidos por mis ratas mecánicas; cuando mis tijeras castiguen vuestros ojos y lo femenino sea pasto de mis soldados. Canto el olor de la pestilencia que ya está cerca. Yo cuento por anticipado vuestros cadáveres y me río. La Tecnocracia será como Súmer: país del terror, donde los hombres tiemblan. Las mujeres ya no hallarán gozo en los brazos de sus maridos, pues yo me encargaré de dejarlos impotentes. A ellas las operaré cuando sean jovencitas, o las haré someter a radiaciones para que permanezcan estériles y así, con angustia, pasarán la edad de cuarenta. Mataré la hacienda, por mí vendrá el eterno sufrimiento y no quedará piedra sobre piedra. Destruiré un millón de bibliotecas de Alejandría. Nadie habrá quemado en la historia tantos libros como yo.

Sabedlo bien: yo soy el Soriator, el rey de los fantasmas, el príncipe de los muertos, el hacedor del dolor y la destrucción, quien os gobernará por siempre».

Si duda se trataba de una casualidad. No obstante, a partir del momento en que el Soriator escribió su texto, el empuje tecnócrata comenzó a ser frenado.