CAPÍTULO 139

Daipichilysis, el Exarca

Daipichilysis, el Exarca, era el Sumo Sacerdote de la Congregación Exateísta; religión predominante en el mundo de aquel entonces y cuyos adherentes, como su nombre lo indica, adoraban a seis Dioses.

A la Sublime Puerta exarcal poco le importaban los crímenes, reales y/o supuestos, cometidos por el Monitor y sus secuaces. Lo que en realidad quitaba el sueño a Su Devoción Triunfante eran las inclinaciones religiosas disidentes que, de manera cada vez más pronunciada, mostraban aquéllos. El movimiento tecnócrata había escapado a su control. Así, pues, el Exarca, rodeado de los derviches y sacerdotisas que constituían sus legiones, lanzaba continuamente contra la Tecnocracia sus monociclos, biciclarias, triternarías, tetragonias, pentaclorias y exateridades o rayos —esta última la más terrible—, que, como en su momento dijimos, formaban la progresión de sanciones, de menor a mayor, cuando deseaba reventar a un estadista caído en su desgracia.

Habían existido en un pasado remoto varias sectas heréticas que luego fueron exterminadas: los monoteístas, por ejemplo, quienes decían que los hombres tenemos un solo Dios, creador del Cielo y de la Tierra. Estaban también los icosaedristas, adoradores de veinte Dioses. Declaraban que estos veinte eran los únicos: ni uno más, ni uno menos. Sobre un altar rendían culto a un icosaedro (que es un volumen de veinte caras). Es posible mencionar además a muchas otras sectas de menor importancia; pero los exateístas e icosaedristas lograron derrotarlas a todas, reprimiéndolas con ferocidad. A su vez, luego hubo un ajuste de cuentas entre los triunfadores; guerra sangrienta que finalizó con el casi exterminio de los icosaedristas. No obstante y según ya se vio, la mayoría de las sectas aún existían y distaban de haber sido desarraigadas. En ciertos países la intolerancia religiosa era tal, luego de siglos de odio, que estaban forzadas a moverse en la clandestinidad.

Los exateístas tenían la certeza —gracias a su experiencia en casi cuatro mil años de lucha— de que la desviación religiosa tecnócrata, a cortas o largas, resultaría igualmente puesta en vereda.

Al gobierno teológico, al exarcado (dignidad o poder del Exarca), lo ejercía Daipichilysis desde la ciudad de Velolar, capital de Exaspirifacia. Velolar proviene de la síntesis de dos palabras: velo y velar, porque es la ciudad velada que, luego de haberse aplicado laboriosamente durante el día, sigue trabajando de noche, mientras todos duermen. En tanto que Exaspirifacia significa Seis Caras del Espíritu o Unión de los Seis Rostros o Unión de las Seis Máscaras.

El Estado exarcrático —incluida su capital— medía dos kilómetros de ancho por seis de largo (doce km2). Estaba enclavado como una cuña en el norte del Estado de Baskonia y tenía salida al Mar Blanco. Por complicadas razones exateológicas, largas de explicar, su número de habitantes fue siempre el mismo desde su fundación: 107 000, repartidos en esta forma: 36 000 en la capital y 72 000 en el campo. Lloviera o tronase, estas tres cifras no podían disminuir ni aumentar. Todos los años había un censo y, si alguien sobraba, era «dulcemente invitado», «exhortado con lágrimas en los ojos y un gemido de angustia», por Su Devoción Triunfante en persona, a retirarse a la Baskonia o a cualquier otro lugar que se le antojara.

Ahora bien, 36 000 más 72 000 es igual a 108 000, según puede verificarse con sólo hacer una simple suma. La operación no daba de ninguna manera los 107 000 que se requerían. Para solucionar esta grave dificultad, crearon una suerte de resonancia entre la capital y el campo. Cada veinticuatro horas, mil personas debían ser trasladadas de uno a otro sector con todas sus pertenencias. Así, un día determinado había 36 000 habitantes en la ciudad y 71 000 en el campo, pero al siguiente eran 35 000 y 72.000. Etc. La necesidad de cumplir con estas cifras imposibles creábales grandes problemas logísticos. Resultaba dificilísimo. Por lo demás, la permanente deportación interna consumía buena parte del presupuesto nacional.

Otra característica importante de señalar: no todos tenían investiduras sacerdotales en este país que, por lo demás, funcionaba como cualquier otro Estado. Simples estibadores descargaban las bodegas de los barcos que atracaban en el gran puerto de Velolar. También existían comercios, pequeñas industrias y fábricas, etc.

En realidad, los exateístas tenían un séptimo Dios, secreto, sin Nombre ni altar. Según dogma teológico, este Dios innominado bajaría a la Tierra para hacerla pedazos con gran furor. Era tan malo, que de su ira desatada no habría de salvarse criatura viviente alguna. Ni siquiera una hierba o una lombriz. Y ello ocurriría justo en el minuto, hora, día, mes y año en que su nombre maldito fuese pronunciado. Se pensará sin dudas que los exateístas bendecían su ignorancia. Nada de ello: se pasaban la existencia inventando nombres en la esperanza de dar con él por casualidad. Hasta se volvieron tecnócratas, en tal sentido, pues fabricaron una máquina electrónica preparada para crear dos mil millones de palabras por minuto, y que las pronunciaba velozmente con su cloqueo mecánico. Así, como la Suprema Invisibilidad podía llegar en el momento menos pensado, trataban de mantenerse intachables y meritísimos, con nobleza de subterráneo y triste honra de cripta.

Por ello, pues, y en el fondo, eran una antisercracia.

Como se recordará, los seis Dioses nominados se llamaban: Monocateca, Bitecapoca, Tritaltetoco, Tetramqueltuc, Pentacoltuco y Exatlaltelico. Todos ellos eran adorados a través de un hexágono. El poder de estas deidades iba en aumento de acuerdo al orden con que fueron mencionadas; según la medida en que dicho poder crecía, se tornaba más honda la semejanza con el irascible Dios secreto.

Ya lo dije pero quisiera repetirlo: estos hombres no tenían mejor tarea a la cual dedicar sus vidas, que adivinar ese nombre para repetirlo en voz alta. Varias veces de ser posible, y si el otro les daba tiempo. Porque así es la locura humana.

Según lo referido, Exatlaltelico surgía como el más poderoso de todos los Dioses nombrables. En tanto que la presencia física de los otros se limitaba a simples estatuas susceptibles de adoración, él era un Dios vivo: se movía y todo. Solía desplazarse en su recinto, cubierto de veladuras. Por ello y por su parecido al Dios sin nombre y sin número, también se le llamaba el Dios Velado. Exatlaltelico no resultaba tan infausto como el otro, pero casi casi; constituía la máscara final del Invisible, del inmaterial.

Para hablar con toda franqueza, Exatlaltelico era directamente un vurro, o ve corta, a quien los sacerdotes vestían con arpilleras, o bien con pedazos de bolsas de material plástico.

Ni siquiera Su Mismísima Devoción Triunfante, con ser muy noble, resplandeciente y maldito, se animaba a entrar al recinto donde estaba el vurro, puesto que sufría muy frecuentes ataques de neoerotismo (como habían comprobado a su costa muchos de los encargados de cambiarle las «ropitas», o quemar incienso, mirra, y encender velas para homenajearlo). Más de uno, por cierto, salió de allí trasquilado, pues su instrumento sexual en verdad resultaba larguísimo.

Cuando se ponía a rebuznar, festejando alguna victoria o ante el anticipo de un party al cual pensaba asistir, hasta la Sublime Puerta empalidecía. Hasta la soriasis tenía miedo y se volvía blanca. Y no era para menos, puesto que casi el 33,33% de los Exarcas había sucumbido a manos de este Primer Adelantado del Espíritu.

A la clase de muerte mencionada se la tenía por muy luminosa y el cadáver del elegido, convertido en achura refulgente, con los intestinos rotos y la boca llena de sangre, gozaba de especiales atenciones. Los restos del Exarca así beneficiado eran juntados con cucharita y metidos en montón dentro de una urna, lacrada con el Gran Sello de la Rata Mágica, y pasaban al Panteón Exarcal, Sección Segunda, reservado con exclusividad para los grandes.

Una muerte muy elevada, en efecto. Tanto que nadie la quería, so excusa de «no valer lo suficiente como para merecerla», «carezco de la humildad necesaria», etc.

Un solo Exarca estuvo lo suficientemente manijeado como para poner el apogeo él mismo. Se llamaba Caianafalysis. Loco de lujuria se fue al temible recinto, habiendo antes levantado impúdico su pollerón exarcal. De tal guisa colocóse allí con el culáceo para arriba, en ofertorio. Se negó de Manera terminante a seguir los consejos de su Chambelán, quien le rogó que por lo menos se pusiera aceite de maquinita. «No —dijo—. Sin. Porque así me dolerá más».

El vurro quedó muy sorprendido cuando vio que venían sin que él fuese a buscarlos. A tal posibilidad no la tenía prevista. Enojadísimo el vurro. Lo deserotizó totalmente esta falta de respeto y protocolo. Habían sido violadas las leyes del juego. Lo que a él le gustaba era tomar sin que le dieran. Así, pues, para castigarlo, no lo tocó. Y Caianafalysis, muerto de vergüenza, se tuvo que ir como había venido y con el pollerón bajo.

Cuentan que los Subexarcas y otros santones de alto grado, asqueados ante toda esta falta de antecedentes (pero más que nada por la no consumación de la boda, lo cual probaba su condición Suma Indigna), lo envenenaron un mes más tarde. Fue considerado un falso Exarca.

Daipichilysis, el Exarca, se hallaba sentado en su trono. Con muy mal humor por cierto, pese a que la guerra finalmente comenzaba a marchar según necesidad y justicia. Los tecnócratas habían sufrido la primera gran derrota, en Samarcanda, tierra de tártaros, antigua sede gubernamental de Tamerlán y paso obligado —llave maestra y simbólica, diría— de las migraciones que, mucho antes, instaláronse en el Cáucaso. De manera que existían muchos motivos para encontrarlo feliz. Sin embargo, dos grandes razones lo tenían de muy mal humor. La primera motorizadora de su iracundia era la soriasis, que esa mañana había vuelto a molestarlo. Un mes atrás los exorcismos parecían haber logrado detenerla; sin embargo, astuta como una medusa, simuló estar muerta para cargarse con nuevas energías y volver al ataque. El Exarca solía comparar a su problema con el trabajo de una colonia de corales, la cual comienza siendo diminuta, microscópica, pero termina por formar islas gigantescas. Semejaba la progresión del campo enemigo sobre el territorio de una nación en guerra, que primero invade una provincia, luego tres, y que, ya imparable, toma al asalto la capital.

La razón número dos de su enojo estaba referida a cierta audiencia que debía brindar a una persona muy desagradable. Se trataba de un derviche o santón de menor jerarquía, quien se había tomado en serio todos los postulados de la Congregación Exateísta. Vestía una túnica rotosa, vivía en castidad y pobreza, y predicaba contra el lujo de algunos santones. Todo eso estaba muy bien, pero al hombre se le había ido la mano pues incurrió en ideas heréticas. Un libro tuvo la culpa.

Existía en el país del Soriator un cierto filósofo llamado Juan Carlos Papiresco Soria. Como no sabían qué hacer con él, llevaron su obra, La soriasis: manifestación viva de Exatlaltelico, al Soriator. Éste se limitó a decir: «No entendí una palabra. Lo que quiero saber es si está a favor o en contra». «Ni una cosa ni otra. Más bien a favor, pero…». «Bueno, publíquenlo. Y déjenme de joder con este tipo».

Papiresco Soria había sido monoteísta en sus comienzos; pero luego abjuró de sus secretas convicciones religiosas para abrazar el culto exateísta, único capaz —según él— de satisfacer al hombre y encauzarlo por el camino verdadero. Como nunca falta un ortodoxo —entre los renegados suelen hallarse los más fanáticos—, llegó a la conclusión de que el exateísmo no había dado todo de sí. Tal doctrina no le parecía lo bastante chichi. Por ello, invocando el antecedente de los aztecas, quienes transformaron a la sífilis en uno de sus Dioses y le rendían culto, declaró que la soriasis era no sólo la prueba de la existencia de Exatlaltelico, sino su manifestación más excelsa. Proponía que el Gobierno de Soria infectase a todos los ciudadanos con ese mal. De acuerdo a su tesis, quien no tenía soriasis no era un soria. Trató de predicar con el ejemplo: injertábase cultivos y cepas resistentes; concurría a los domicilios de los enfermos y realizaba una cantidad de prácticas, cuyo detalle omito para no asquear al lector. Pero, por desgracia para él, no se contagió. Por lo visto, no tiene la soriasis el que quiere sino el que puede. Esta pena secreta lo agobiaba.

Uno de los pocos lectores de su obra maestra fue precisamente el derviche del cual hablábamos. Devoró el libro. Su asombro no tuvo límites al pensar en el poco éxito de un texto tan iluminado. Según el derviche, Juan Carlos Papiresco era un santón del espíritu. Un profeta. Así, pues, hizo suya la doctrina sobre la soriasis y comenzó a predicar. Tuvo muchos discípulos y simpatizantes, no vaya a creerse.

Los verdaderos santones, así como también los hombres al estilo de Caianafalysis el lujurioso, resultaban molestos por lo imprevisible de sus actos. Pero lo peor es que llevando a su límite la locura de una doctrina, terminan por ponerla en descubierto. Son exagerados y por eso asustan. La Congregación Exateísta necesitaba contemporizar, unir —aunque fuese con alfileres— a las diferentes tendencias. El manejarse dentro de lo ambiguo le brindaba un timoneo cómodo. Aprovechar la polifragmentación de la realidad, haciendo que ésta trabaje para uno. Ponerse más a la derecha o más a la izquierda, o en el perfecto centro, de manera equidistante. Y, antes que nada —he aquí el supremo recurso de lo dialéctico—, dividir las propias fuerzas para marchar por todos lados al mismo tiempo, tratando de capitalizar cuanto se haga. Así, la totalidad de los ríos nutrirán el mismo mar. Los disidentes de las grandes organizaciones políticas o religiosas, siguen trabajando para ellas aunque no lo sepan. La única manera de realizar una verdadera secesión es cambiar de principios; caso contrario, uno seguirá sirviendo al mismo Partido o al mismo Dios Exatlaltelico (máscaras todas, políticas o religiosas, del único Antiser).

Así, pues, si bien los exagerados, los ultristas morales, los terroristas teológicos, cumplían su función dentro del exarcado, por razones que sólo la Sublime Puerta conocía, en ciertos momentos era necesario desautorizar el exceso, parar a tiempo la intemperancia. Los grandes a veces hacen elecciones; en general tratan de no suprimir y sí unir lo diverso, como ya se dijo, pero en ciertos momentos no tienen más remedio. Luego de que una fuerza trabajó, la continuación de su existencia se torna contraproducente. Por lo demás, no debe olvidarse que los hombres son falibles. Daipichilysis, el Exarca, se equivocaba como cualquier otra persona. Quizá menos, pues estaba muy bien asesorado, pero igual metía la pata. El curso invisible de la sociedad hacia su desastre final puede acelerarse o retardarse, de acuerdo a la magnitud y signo de los errores cometidos por sus hombres clave. De esta manera, fuese o no un desacierto de su parte, Daipichilysis estaba dispuesto a frenar las ínfulas del derviche mencionado[170].

Reprimiendo un suspiro lleno de asco, dijo el Exarca a su Chambelán de Audiencias:

—Hazlo pasar, padre mío. Di al peregrino que la baba humilde e inútil lo recibe con los brazos extendidos en gozo y júbilo.

Entró el derviche al recinto del trono exarcal. Era un hombre de larga barba negra y enmarañada; flaco, músculos de madera, con la túnica rotosa e inmunda. Se tiró de bruces ante el Exarca, en un cuerpo a tierra que le habría envidiado el más veterano de los soldados del frente ruso.

Daipichilysis, sin permitir que el otro se incorporase, le endilgó un pesado tiesto:

—De ninguna forma, padre mío, puedes hacerte una pálida idea del gozo que me embarga. La alegría mueve dentro de mí sus cabezas, como una hidra; Veo planear esfinges de pesadas alas y que luego descienden a tierra con estrépito. Una cuadrilla de ángeles y arcángeles aletea en mi corazón cual mariposas mamíferas. Al fin has venido para iluminar la ignorancia de este triste esclavo e inservible hijo tuyo, de esta caja sin música, de este pedazo de madera podrida de la cual hace tiempo saltó el barniz, si es que alguna vez lo tuvo. Te veo temblar, ahí en el suelo donde yo debería hallarme en lugar tuyo, ¡oh, Trono Solar!, Velo del Templo, Arca de la Alianza, Sepulcro de Moctezuma.

Al oírlo, el derviche logró lo imposible: hundir aún más su cara, aplastándola contra el piso. El Exarca prosiguió:

—Sí. En efecto. Seré muy breve, padre mío, Luz de Asia, y ten en cuenta que no bien haya terminado de hablar, como un buen servidor de la Congregación Exateísta, sin rechistar, relinchar, croar, parpar ni decir cosa alguna, te levantarás para irte y cambiar teniendo en cuenta los dictados de mi exhortación.

»Te hice venir a mi presencia, padrecito querido, pues los viejos molestos y ociosos como yo acostumbramos cargar aún más las atribuladas espaldas de los jóvenes importantes y ocupados como tú. Sí. Eso es. De nada sirvieron mis anteriores advertencias. Inútiles fueron monociclios, biciclarias y triternarias. Debí llegar incluso a una tegragonia y, sin embargo, también en vano. Antes de seguir adelante, preferí tener contigo un encuentro personal. Jamás me permitiría deslizar hacia ti una pentacloria y mucho menos un fulminante rayo.

»¿Alguna vez te pusiste a pensar qué significa la palabra Exarca, representativa de la dignidad de mi cargo? Viene de exarco, lo que está separado del arco. La flecha disparada está fuera de él, pero también la víctima. El dardo que sacrifica, incluso a mí me hiere. En verdad soy un esclavo, y sin ironía alguna. La segunda traducción es: el que se encuentra apartado del arca. Yo también estoy condenado a perecer en el diluvio de fuego, como ves. No te asombre, padrecito querido, que este anciano irritable y de pocas luces no tolere desviación alguna por parte de quienes tienen tareas específicas.

»Tenía para decirte que tus escándalos a favor de la soriasis no se deben a un bajo propósito. Estoy seguro. Yo más bien hablaría de exceso de celo.

»Una ortodoxia incontrolada puede acercarnos sin querer al abismo de la herejía. Al anatema que podría paralizarte, sin duda tú lo creerías inspirado por este viejo ridículo. Pero no es así. No exclusivamente, en todo caso. Con cualquier Exarca te habría ocurrido lo mismo; aquí, en el futuro, o en la Edad Media. Pues has de saber que todas las flechas disparadas por el arco son, entre otras cosas, políticas. Nosotros los Exarcas —míseros de nosotros, sea dicho esto fuera de todo protocolo—, luchamos en muchos frentes al mismo tiempo. Las tareas con las cuales nos enfrentamos son complejas hasta lo terrible. Jamás lo creerías. Tú actúas sólo en uno de esos frentes: el de la santonidad. Campo muy importante puesto que con su ejemplo se consigue alejar a la gente de riquezas y vanas alegrías, siempre poco caras a Exatlaltelico. Campo fundamental, repito, pero no el único. Los santones son gente de mi especial predilección. Tú sólo eres derviche, por tu cargo, pero créeme: hace ya mucho tiempo que eres santón en la jerarquía del espíritu[171]. Sí. Es así. Pero jamás sentiré por un santón vivo ni la mitad del aprecio que siento por uno muerto. De modo que presta atención a mis palabras. Como nuestra Congregación Exateísta hace ya rato que tiene cubierto su cupo de santones indispensables, pordioseo implorante alrededor tuyo y tironeando de tus ropas a fin de que, no bien de aquí salgas, hagas lo siguiente: peinar tu barba, lavar tu cuerpo, cortarte la melena; vestir la túnica nueva, blanquita y sin remiendos que te daré, y hacerte cargo como derviche de los creyentes, de un pequeño templo levantado en honor de Tritaltetoco. Caminando, desde aquí, tardarías treinta y cinco minutos. Muy cerca, como ves. Así lo dispongo, pues deseo tenerte vigilado para evitar que vuelvas a incurrir en el error. Entiende bien: si obcecadamente insistes con tu camino equivocado —sobre todo me refiero a la herejía pro soriasis, enfermedad abominable—, no me quedará más remedio que transformarte en un auténtico santón, poniéndote desnudo dentro del cuarto que tú sabes y que todos conocen aunque no lo nombren, y allí encontrarás la Verdad.

El otro, por más santón que fuera se puso blanco al oír estas palabras. No obstante, recuperóse y dijo:

—Sublime Puerta: estoy dispuesto. No tengo miedo de estar a solas en presencia de mi Dios. Exatlaltelico…

Interrumpióle Daipichilysis con suma impaciencia, al observar el grado de locura del otro. Silbó más que dijo:

—Estoy muy enojado contigo, padre mío, por dos cosas. La primera porque me has replicado, aun cuando yo desde el comienzo te dije que nada arguyeras. Segundo, al ver tu persistencia en la locura.

Luego, para ver si lograba asustarlo, hizo una invocación amortiguada mientras lo miraba de reojo. Cuando «el que ya sabemos» se sintió invocado, lanzó un rebuzno horrísono que hizo trepidar las paredes.

Al oír el bramido del ve corta, el derviche comenzó a temblar. Sobre todo por la posición que tenía en ese momento: boca abajo y trasero al aire. Balbuceó:

—Luz Exarcal: yo lo sé. La carne es débil y en verdad tengo miedo; pero no por ello…

—Padrecito querido. Ya escuchaste la Voz que no puede ser desobedecida sin caer en la depravación. Te demuestra así el que ya sabes su profundo enojo ante tu insistencia. Él es piadoso y lleno de bondad, naturalmente, pero su paciencia tiene límites; como la mía. ¿Qué dices? ¿Irás al templo de Tritaltetoco que te espera, pues necesita de tu verbo, de tus palabras, marcadas por las improntas que te dicto?

El derviche-santón dijo haciendo acopio de coraje:

—No, Iluminado. Exatlaltelico ha de comprenderme. De seguro hará conmigo lo más justo.

Daipichilysis, viendo que todo era inútil, tentado estuvo de largarlo en bolas adentro del recinto donde vivía el chichi. Pero logró contenerse a tiempo. No le convenía que muriera en el interior del Alcázar. El derviche había cobrado cierta notoriedad. No fuese cosa que se transformara en mártir a costa del exarcado. Le habría gustado al menos encerrarlo de por vida en una de las cuarenta y ocho Cúpulas del Silencio. Tampoco era factible.

Así, pues, lo dejó partir.

Por cierto que el derviche sufrió un lamentable empalamiento prematuro, a causa de un ve corta que le mandó el Exarca dos meses más tarde. Pero fue lejos de allí y de noche, mientras el otro dormía en su jergón.