CAPÍTULO 138

El Repostero Monitorial

Luego de algunos desajustes fricciónales, el Repostero Monitorial se había repuesto con creces de sus agonías pasadas. Como el Monitor sentíase culpable frente a él, decidió nombrarlo Súper. Al darle plenos poderes para que iniciase la dictadura gastronómica en todo el país, terminó siendo el Magtster Ludi de los pollos, carnes asadas, vinos y otras Ciencias Ocultas. Las riquezas, los honores, llovieron sobre él. Incontables obsecuentes, parásitos y demás abanicantes y tiralevitas se le pegaron como un óxido.

Al principio el Repostero sentía una violenta incomodidad. Era horriblemente tímido y todos aquellos fuegos de artificios le parecían un exceso. No podía comprender la enormidad, la brusca variación de fortuna. Quince minutos antes habían estado a punto de rebanarle las trufas y transformarlo en eunuco; ahora, por el contrario, lo nombraban rey; una especie de Monitor de los pasteles. Consideraba que era tan injusto lo uno como lo otro.

Pero después de veinte días la situación empezó a gustarle. Cientos de ojos brillantes lo miraban con admiración; las espaldas se inclinaban como ante el Mikado o el Hijo del Cielo; los labios balbuceaban zalemas, como bocas que se abren ante un inquisidor para tartamudear cifras y direcciones.

Autorizado por el Jefe de la Tecnocracia, trasladóse a un terreno próximo a Terraza de las Águilas. Allí, con todos sus dilectos, instaló su base. Aquello no se parecía en absoluto al viejo Palacio Monitorial. Los soldados de la disuelta Legión Extranjera, atrincherados en los fuertes del Califato de Córdoba —cuando éste era una colonia de Castilla—, sin duda lo pasaron más cómodos. A la mujer del Repostero la nueva situación no le hizo mucha gracia que digamos. Absolutamente enfurecida le declaró que se había casado con un artista, no con un templario. Pidió el divorcio y se fue con sus hijos al otro extremo de la capital.

Formaban, casi, una hermandad de asesinos juramentados. Vivían juntos en cierta especie de cuartel monasterio. Se levantaban todos a la misma hora, tomaban cuatro mates, practicaban karate durante cincuenta y nueve minutos y, de inmediato, a trabajar. Este batallón y aquel y aquel otro, las sopas. Regimiento N.o 28 se encargaría de los pescados. El 32, de las carnes. Etc. Todo el ejército estaba en pie de guerra: batallones, regimientos, brigadas, divisiones. Eran nada menos que cincuenta mil hombres; habían prestado el juramento de lealtad al Monitor y al Repostero Monitorial, y estaban armados en serio: no con cuchillos y trinchantes precisamente, sino con láseres, eléctricos, tanquetas y cañones de infantería.

Hacia media tarde empezaba la práctica de tiro con cohetes en el polígono, las marchas, los ataques simulados, contraataques, etc. Ello duraba dos horas y un minuto (este último se sumaba a los cincuenta y nueve del karate matinal), pasando luego al trabajo gastronómico vespertino.

De noche vigilaban las comidas y postres para evitar que se los comiera un chichi o el Mr. Súper Hyde del subconsciente de alguno. Ponían una guardia armada con láseres, la cual se quedaba haciendo imaginaria durante horas y horas.

Cierta vez un cabo se olvidó de echar sal en una gran olla con sopa. Él y su jefe inmediato superior, a cuyas órdenes estaba, fueron degradados delante de las diez divisiones que componían aquel austero ejército. Luego, sin una queja, ambos practicaron el hara kiri. Ante el sangriento espectáculo, no se registró ni un temblor en las bocas de esos templarios cátaros.

Cuando la situación se volvió difícil para la Tecnocracia, se los destinó a integrar varios cinturones defensivos que rodeaban centros vitales. Combatieron bien, con ferocidad y fanatismo, terminando por caer en terribles batallas. No retrocedían un palmo y los rusos se vieron obligados a exterminarlos para continuar la penetración.

Mucho antes del amargo final un periodista tecnócrata entrevistó al Repostero, para dar a conocer al pueblo la cosmovisión de tan extraña secta.

Según las alucinantes notas taquigráficas, los altos iniciados tenían juegos de cuchillos y trinchantes especiales, hechos por ellos mismos y consagrados según las horas y días de los planetas. Eran verdaderas armas mágicas. Las envolvían en franelas rojas para luego depositarlas cuidadosamente en armarios blancos, y no permitían que nadie las tocase. Algunos ortodoxos se negaron a preparar las comidas en ciertas ocasiones, ante la más leve sospecha de que odiosos tunantes hubieran mirado sus instrumentos. A este antipático acto se lo denominaba «ojear».

Hara kiri para los ineptos, quintacolumnistas y traidores. Sí, en efecto; pero no para los gualicheros chichis largadores de mal de ojo. Tenían un cuarto especial para estos criminales absolutos. Allí estaba la guillotina múltiple: se trataba de un nuevo aparato que en vez de una hoja de acero tenía muchas. Había cuchillas que dividían el torso en cinco partes, otras destinadas a la oreja derecha, a la nariz, cuello, oreja izquierda, rodilla, pantorrilla, peroné, tobillo. El instrumento contaba además con secciones más pequeñas y sofisticadas: diminutas subguillotinas, destinadas a cortar falanges, falanginas y falangetas. No se salvaban ni los párpados o el cuero cabelludo; tampoco cada parte de los pudendos testiculines y menos El Rey. Pero ni siquiera la Guerra de Secesión que acabó con los Estados del Sur era tan apreciada como el tajo que separaba la lengua; antes de proceder al análisis estructuralista se la estiraban un par de palmos produciéndole dolores vivísimos. A estos estudiosos y culteranos les encantaba la lingüística.

Así, pues, el reo era dividido simultáneamente en ochenta y un pedazos.

Otras revelaciones. A medida que los chef iban ascendiendo de categoría, les agregaban una «efe»: cheff, chefff, cheffff, etc. «Yo he llegado a disponer, para alguna comida importante, de varios chef de hasta catorce “efes” cada uno», dijo el Repostero Monitorial, para asombro y maravilla del periodista.

Interrogado acerca de su preferencia en vinos, contestó: «Naturalmente, hay que saber elegirlos. Servir un Monitor del Norte con una suprema de pollo es una bárbara yuxtaposición. Corresponde Monitor del Sur. O del Este, en todo caso. No tengo ninguna paciencia con esos sedientos que se conforman con un Tecnocracia cosecha 12, para acompañar un Giesserlischter King. Cualquiera, absolutamente cualquiera, sabe que corresponde un cosecha 4. Sí no hay, debe pedirse otro plato. O cambiar de restaurante. Pero jamás, atiéndame bien, jamás de los jamases, aceptar por cansancio o manija un cosecha 12 para un Giesserlischter King.

No obstante, esto no es tan imperdonable como algunas otras cosas, verdaderas atrocidades, que he tenido el desagrado de presenciar. Qué disgusto. Si hay algo peor que un sediento, es un hambriento. Si uno ha ido dispuesto a comer un valerignon guisado al vacío, un jamón pigmeo con escudo de trufas, paté blasón a la cuisine De Gaulle, hongos del médano rojo y, porque no hay, desesperados como legionarios o trogloditas devoran, más que comen, la primera crema candombe a la Navaja Gorda que les ponen a la vista… en fin». «¿Qué piensa de la comida teutónica?». «Los germanos son unos primitivos. Unos bestias, si usted me permite la expresión. Lo mejor que tienen es el Tristán e Isolda a la Tannháusser, que de ninguna manera puede competir con nuestros grandes platos». «Sin embargo ahí tenemos el Gotterdaemmerung». «Sí, en verdad no es malo —concedió—. Pero siempre lo sirven quemado. Más les habría valido conformarse con su Pollo del Caminante, servido con guarnición. Desde el año 1813 no han tenido una sola idea original. Tenían algo allí con su Prussian Gloria, o su Berlín de las mil ochocientas setenta constelaciones; pero lo echaron todo a perder. Una idea genial desperdiciada». «¿Discípulos?». «Mi tragedia es no tener un solo discípulo. Parásitos sí tengo. Me roban cuanto pueden. Cuando descubro alguno, lo hago expulsar por mis fieles. Porque entiéndame bien: no pongo en duda la lealtad de la mayoría de mis hombres. Pero continuadores, lo que se dice continuadores, ni hablar. Es una cosa que da pena. Qué disgusto». «¿Alguna alergia?». «Cierto día, para agredir, un sujeto me preguntó qué pensaba del flan con dulce de leche. Con mucha altura le respondí: “En alguna ocasión lo comeré para suicidarme, cuando esté cansado de la estupidez de mis contemporáneos. O quizá dé orden póstuma de servirlo en mis funerales. Como una broma final” Preguntarme qué me parece el flan con dulce de leche. A mí tan luego, que soy inventor del sambayón monitorial, del rubí en aire líquido, de la turquesa al nudo del Pamir, del tucán fritado en Hespérides, del green polisexual, de los mariscos en su acuario con avellanas encristaladas en Alaska y de otros platos famosos. Qué tío tan estúpido». «¿Su opinión sobre la carta actual?». «Escuche, lo que le diré es una confidencia: la vieja carta con doscientos cincuenta platos está en decadencia, actualmente. La antigua cocina china, que contaba con cien, sólo nos inspira una indulgente sonrisa: ¡locuras de la época! Hoy día, por supuesto, ningún restaurante puede permitirse una carta con menos de dos mil ochocientos setenta y dos platos». «Usted, hace un momento, hizo referencia a los incompetentes. ¿Podría ampliar su punto de vista?». «Ah, sí, la incompetencia. Simplemente no tolero la menor caída de potencial. Los verdaderos conocedores, los gourmets, son la única raza superior ante quien doblo la rodilla. Lo esperan todo de nosotros y es lógico. Debemos satisfacerlos. Vez pasada uno de nuestros sommeliers se practicó la apertura ventral porque el vino que sirvió estaba picado. Nadie presionó para obligarlo a tomar tal actitud; todos convinimos en que era un accidente. Con franqueza, yo hubiera hecho lo mismo. Así de exigentes somos. Y no se vaya a suponer que este rigor existe sólo en los estratos superiores, en nuestro Estado Mayor. No se figure que la disciplina férrea se aplica en maîtres, camareros, chef de varias “efes” y que no cuenta entre los subordinados de menor graduación. Muy lejos de ello. Lejísimo. Nuestros pelapapas y lavacopas son verdaderos ayudantes de campo gastronómicos. Un cafetero debe ser un auténtico modisto del café: está obligado a practicar alta costura al prepararlo y al servirlo.

»Pero deseche usted la idea de que no tolero la menor falla, por leve que sea. Un error es humano. A veces. Lo que no puedo soportar son los malos ingenieros gastronómicos que, por cómodos, realizan con sus platos una seguidilla de simplificaciones. En cuanto a un mal postre, me limito a decir: “Llévate de aquí tus vergüenzas”. Y en el acto baja de rango». «Bien. Veamos otro asunto. Según entiendo, ustedes, aparte de las tareas que realizan en Terraza de las Águilas y sobre todo en el entorno del Monitor —que, lógicamente, tienen prioridad—, se desempeñan en una cadena de restaurantes que han abierto en Monitoria y otros puntos de la Tecnocracia». «Eso es verdad. Cierto día, en la inauguración de mi propio restaurante, una cuadrilla de alborotadores, negando la carta, pidió chinchulines provocativamente. El camarero se puso lívido. Fue hasta donde el maître a pedirle instrucciones. Éste adquirió en el acto un color rojo Sultana. Cuando se repuso me contó las novedades, conteniéndose apenas. Era la primera de nuestras mansiones de Lúculo abiertas al gran público, de modo que aún reinaba cierta inexperiencia. Miré muy tranquilo al maître, tomando valores de su perturbación con el menor margen de error posible y, como es natural, le dijo que no se preocupara. ¿Querían chinchulines? Pues tendrían chinchulines. Bien. Aquellas viandas de Saturno volaron raudas hasta nuestras centrifugadoras, hornos a medio vacío, onda corta; se las trató con mordientes de sangre tártara, dragón rojo, dragón negro y salsa de tarot. Fueron servidas, no sin antes sazonarlas con jugos filosofales y guindas de proyección. Los chinchulines estaban irreconocibles —pronunció la palabra con cierto retintín—. Pero eran chinchulines. Los clientes protestaron, claro. La respuesta fue: “Aquí los servimos de esta forma”. Nos atrincheramos en el cuarto principio de la termodinámica gastronómica, que dice: “El cliente siempre tiene razón. Pero nosotros somos la razón del cliente”. Un arco se dobla, pero, llegado el caso, también debe servir como espada. Probaron el plato refunfuñando y de puro hambrientos. Abrieron los ojos tan grandes que aún lo recuerdo. Había salido un bocado exquisito, le diré entre nosotros. Digno de un Exarca. Les gustó enormemente; a punto tal que la próxima visita que nos hicieron reclamaron chinchulines de la casa. Los vi tan entusiasmados que perdoné a esos zafios el espantoso bautizo endilgado a nuestras espirales de alquimista».

Antes de ser el jefe indiscutido, el Repostero Monitorial debió batirse en varios torneos. La primera en desafiarlo fue Julia Mariana Calderilla, una renombrada restaurantrice cuisinière. Como él era algo chauvinista no le dio la suficiente importancia hasta que casi fue demasiado tarde. Era magnífica y sus tortas hiperdecoradas tenían un porte regio. Debió emplearse a fondo para ganarle. Se había dormido en los laureles, el muy omnipotente. Ya triunfal, para vejarla y castigar así lo que denominaba sus enrevesadas, laberínticas y absurdas comidas ionescas, la llamó La restaurantrice calva. Salida que fue muy festejada por los obsecuentes de turno. En verdad sintió miedo y no quiso admitirlo. Por primera vez vio cerca la derrota.

No fue la única ocasión en que lo desafiaron. Tuvo una disputa casi teológica con Arnaldus el Enorme, cuando este último intentó arrebatarle el cetro. Arnaldus presentó sus «platitos» y postres en competencia. Exigía que fuese reconocida su autoridad por sobre la del Repostero Monitorial. No tenía nada contra él, al contrario: había realizado varios horóscopos a fin de averiguar cómo andaban sus cosas y saber en esta forma si necesitaba ayuda. Pero no le parecía justo que el gastroejército estuviese al mando del otro. Él era el Súper de la cocina.

Para la competencia Arnaldus se esmeró muchísimo. Hizo una salsa del Diable verdaderamente diabólica. Su chantillí espumoso fue un original: achatado como una pizza kitsch de acrílico, sobre la cual alguien, por razones de delirio, hubiese instalado penachos y estandartes castaños. El presidente del jurado se acercó, probó, y como broma eligió al azar —para hacer su crítica— a una de las tantas características que daban pie para ello: «Este chantillí está rancio», diagnosticó. Arnaldus dejó oír el farfullar indignado de unas pocas, incrédulas protestas: «¡Éste es un plato de cinco estrellas!».

También presentó una sandía juliana, consistente en una sandía rellena con la sopa de aquel nombre. No se sabía si era un chiste.

Los juramentados, vestidos con una mezcla de toga romana y traje samurai, discutieron horas. Estuvieron a punto de dar el premio a esas cosas incomibles, precisamente porque de tan insólitas batían todos los récords. Triunfó el sentido común y el Repostero continuó siendo el Magister.

Como premio consuelo, bautizaron a Arnaldus con el remoquete de hiperrealista; pues, según decían, sus comidas eran lo más parecidas a comidas sin llegar a serlo.

Luego vino el desastre de Samarcanda. Este suceso afectó de manera profunda al Repostero Monitorial. Nadie entendió con exactitud qué le había ocurrido a ese hombre, pero después de Samarcanda ya no fue el mismo.

Un día, ante todas las banderas de la secta, reunió a sus fieles. Agradeció a los cincuenta mil miembros su lealtad, exhortándoles a continuar sin claudicaciones en el dorado Camino del Medio. Les comunicaba que, por razones absolutamente personales, a partir de ese instante renunciaba a su puesto de jefe universal de la cocina tecnócrata. Volvería a Terraza de las Águilas para retomar sus antiguas funciones de Repostero Monitorial. No designaba sucesor: ellos mismos deberían elegirlo.

Conmovidos oyeron sus palabras. Con estupor y sorpresa. Sólo la disciplina y el respeto impidió la explosión de vehementes negaciones y protestas. Cuando el Repostero terminó de hablar, todos se inclinaron hasta el piso. Si se hubiera tratado de un jefe por el cual sintieran menos confianza, por lo menos quinientos de ellos habrían practicado el suicidio ritual, allí mismo, como forma de manifestar su disconformidad. Pero a él lo querían y veneraban demasiado como para intentar presionarlo. Así, pues, sin una pregunta —ni siquiera indirecta—, lo dejaron marchar.

Cierta noche, luego de estos sucesos, el Repostero Monitorial caminaba por uno de los pasillos de la fortaleza Terraza de las Águilas. A veces solía internarse por los sectores desiertos. En ocasiones necesitaba estar solo para elaborar nuevas creaciones culinarias; o simplemente para consumir su preocupación y tristeza con una Gigante, como llamaba a sus largas caminatas.

Sin querer dio esa noche con una de las habitaciones menos usadas del reducto, casi un santuario, situado muy cerca del perímetro de defensas exteriores.

Se llevó un susto terrible porque allí, en medio del recinto en sombras, instalado en un diván y cerca de una mesita de madera, chata y redonda, había un hombre fumando. Sólo las explosiones de la brasa ante violentas aspiraciones separadas por largas pausas revelaban que no era una estatua sentada a la manera de Ramsés, sino un ser humano que estaba vivo y pensando.

Era el Monitor.

El Repostero lo reconoció en el acto, pese a no poder verlo y ni siquiera semiadivinarlo; pues las posibilidades mecánicas que ofrecía el resplandor de la brasa sobre el rostro eran escasas, dado su ángulo de visión. Quizá, si en vez del Repostero hubiera sido el Barbudo quien miraba, habría observado en la cara de su jefe un rojo similar al que tiene el cielo antes de algunas tormentas de viento. El Kratos de Campo de Marte con seguridad lo vería con un rojo maravilla, como el usado por el héroe Superman en sus historietas. Pero el Repostero Monitorial veía un rojo japonés de sangre, rodeado éste por una aureola —como un grueso anillo— de negro zen: transparente y conseguido con tinta oscurísima sobre papel de arroz. Los dedos que sujetaban el cigarrillo eran de una mano china, dorada, que se mantenía flotante sobre un trono. Desde allí, ella propagaba su intensidad abarcando grandes campos. Ya toda la habitación parecía iluminada tenuemente, por la brasa, con un ocre clásico; propio de un cielo teatral, donde el clima no es del todo terrestre.

La lucidez fue aterradora y vivísima la emoción consiguiente. Supo con exactitud en qué estaba pensando el otro, allí a solas y mientras creía no ser observado.

El Repostero se volvió a toda prisa y echó a correr en puntas de pie por el pasillo, en dirección a uno de sus laboratorios. Se puso de inmediato a trabajar. Tomó un molde insignificante, ya que el tiempo con el cual contaba era poco. No deseaba tomar algo hecho para lo que se proponía.

Luego de media hora de penosa y acelerada labor, dio a luz a un pequeño gólem. Mirado con espíritu crítico se trataba de algo indigno de él, primer repostero de la nación. Aparte, apenas alcanzaba para dos bocados. Lo refrigeró a toda prisa, aun corriendo el riesgo de que su masa cristalizara en forma incorrecta; como a veces ocurre con ciertas piezas metálicas constituidas por complicadas aleaciones o con las gigantescas lentes de los observatorios, las cuales atraviesan el peligro de resquebrajarse si son enfriadas con demasiada rapidez.

Colocó su invento en una bandejita de cartón algo sucia —no encontraba las otras en su prisa— y retornó al pasillo sin fin.

Todavía estaba en el mismo sitio: rojo como un lama sentado sobre un trono eterno. Había hecho funcionar un interruptor de luz dorada. Los reflejos sangrientos de pequeñas luces de seguridad adosadas a las paredes, no más grandes que mohedas, completaban mediante una veladura rojiza aquel efecto fantástico.

Tosió con timidez. El Monitor se dio vuelta sobresaltado y llevó la mano a una cartuchera imaginaria. Repostero Monitorial, sin decir una palabra, se le acercó extendiendo los brazos en la ofrenda de su postre. Como si éste fuera un fruto mágico que hubiese brotado de aquéllos. Monitor permaneció inmóvil. Mirándolo y comprendiendo todo en el acto. Su cabeza tenía el rojo de los alquimistas: color que se supone posee la piedra filosofal cuando es excitada por una varilla de oro, sostenida con un paño verde. Es que el Jefe de Estado, aun en ese momento, recordó que básicamente vivía para dar fuerzas a los otros. Por ello, sobreponiéndose, extendió una mano, tomó el postre. Luego dijo con austeridad cálido y gentil:

—Gracias. Los colores son perfectos.