La guerra integral y absoluta, la guerra del fin
La consecuencia militar inmediata al desastre de Samarcanda fue que los tecnócratas debieron abandonar la ofensiva y retroceder a sus antiguas posiciones detrás de los Urales. Ya nunca volvieron a intentar atravesarlos y ni oportunidad que tuvieron siquiera de pensar en ello.
Fue un verdadero acto de maravilla evacuar Omsk, Karaganda y toda la parte asiática de Rusia que habían ocupado. Los soviéticos estuvieron a punto de copar a von Malzam dos veces por lo menos. De no ser por la inmolación del 13er ejército, que se constituyó en cerrojo de casi cien divisiones soviéticas, no hubieran podido escapar al aniquilamiento. No obstante, el repliegue distó de ser una fiesta. Siete ejércitos estaban comprimidos contra el lago Aral, sin poder retroceder y aferrados por Segurinsky.
Por su parte, al Grupo de Ejércitos Centro no le iba mucho mejor. Tuchaschewsky trataba continuamente de cercarlo. Von Malzam, a fin de impedir un envolvimiento, efectuaba permanentes contraataques y retrocesos escalonados. Movía tropas de un sector a otro, apoyando al frente en las zonas de mayor peligro. Demasiado bien sabía que estos desplazamientos de apoyo alertarían a Tuchaschewsky sobre el hecho de que no tenía efectivos, pero no le quedaba otro remedio.
Pese a todas las penalidades, logró replegarse hasta los Urales y comenzó a mandar divisiones al otro lado, es decir, a la Rusia eurisbérica. Al mismo tiempo efectuó una penetración en el ala derecha de Segurinsky, a fin de aliviar el sector Sur; ello permitió a siete ejércitos tecnócratas desprenderse del Aral y colocarse a salvo, no obstante sufrir fuertes bajas.
Cuando saltó el cerrojo de Samarcanda, ya von Malzam había logrado ponerse en seguridad tras los Urales. Fue una suerte de victoria dentro de la desgracia.
Sin embargo, el Kratos de las Lenguas se vio en figurillas para explicar al pueblo que, en una ciudad insignificante de la Unión Soviética, todo un ejército tecnócrata había sido destruido. Bien sabía el funcionario que algunas cosas terribles sólo pueden soportarse gracias a la belleza. Únicamente la estética es capaz de apuntalar la ética y las fuerzas morales, para que se mantengan erguidas en el incendio y los desastres. Así, pues, el Kratos procuró identificar, de las más sutiles maneras e ingeniosas formas, la aniquilación del 13er ejército con la inmolación de las Termópilas. Se filmaron películas heroicas donde guerreros legendarios daban su vida para salvar al resto de sus compañeros. En cierto argumento una legión romana iba al encuentro del enemigo. Su misión era hacerse destruir para retardar la progresión del adversario. Los bárbaros veían incrédulos que aquella legión, con los estandartes al viento, se les aproximaba; como si en vez de unos pocos miles de hombres, estuviese constituida por incontables ejércitos. Pasada la sorpresa del primer instante, los bárbaros atacaron con el equivalente a diez legiones. Luego de una colisión formidable, que apenas inmutó a los soldados de César, la primera, segunda y tercera ola de enemigos fue arrollada. Los bárbaros retrocedieron en confusión hasta posiciones seguras luego de haber perdido la mitad de los efectivos, mientras la legión romana continuaba avanzando. Daban la impresión de ser ellos los perseguidores de aquel ejército enemigo compuesto por cientos de miles de hombres.
Enfurecido el jefe bárbaro al ver que una miserable legión había puesto en fuga nada menos que a diez, ordenó atacar con el equivalente a cuarenta legiones romanas.
Esta vez los romanos, muy disminuidos por las anteriores bajas, fueron rodeados y finalmente masacrados. Pero destruyeron antes otras cinco legiones enemigas.
Tiempo después, gracias al sacrificio de esos valientes, el ejército reagrupado contraatacó arrolladoramente, expulsando a los bárbaros de las fronteras. Luego de la victoria, el general romano llegó al sitio donde la legión inmolada dio batalla. Mirando aquel campo silencioso que la cámara recorría en panorámica, el espectador no podía dejar de sentir que allí habían muerto miles de hombres.
La película finalizaba con una voz en off que daba cuenta de los pensamientos del general: «Ellos murieron, es cierto. Pero Roma sigue siendo eterna».
Se filmaron, además, decenas de cortos y mediometrajes para televisión. En los periódicos se contaba la historia del rey Leónidas y sus cien espartanos; de doscientas maneras diferentes y en todas las variaciones.
Crespones como negros nenúfares colgaron de los balcones y de las banderas izadas a media asta. Durante una semana, por las emisoras no se escuchó otra cosa que composiciones lúgubres. Principalmente una impresionante Música fúnebre para Cigarrón del Fuego Diluvial, de Paralelepipedinsky, que le hacía competencia a la de Sigfrido.
No obstante, y para evitar una excesiva identificación de la Tecnocracia con el apocalipsis, cosa que habría sido un derrotismo, el Kratos se apresuraba a desviar la atención, una y otra vez, hacia el concepto de que la resistencia transforma cualquier derrota en victoria y que los pueblos grandes siempre triunfan, pues en la adversidad se hacen más fuertes.
Lenguas insistía en señalar que luego de la destrucción del 13er ejército, vientos huracanados de novecientos y mil kilómetros por hora dieron cuenta de casi la mitad de las cien divisiones soviéticas que participaron en el sitio. Aquí estaba la prueba de que los Dioses habían decidido por su cuenta vengar a la Tecnocracia.
Las cifras de rusos muertos a causa del huracán resultaban notoriamente exageradas. No obstante era cierto que fuerzas cercanas a las veinte divisiones completas, incluyendo tres acorazadas y miles de cañones y equipos de todas clases, quedaron borradas del mapa. Este argumento impresionó a más de uno.
Se aseguraba, por otra parte, que los soviéticos estaban agotados. Se hallaban en el límite de sus posibilidades. Las bajas rusas a lo largo de toda la guerra habían sido impresionantes. Pese a la derrota de Samarcanda, la Tecnocracia controlaba toda la Rusia eurisbérica. Mermados en este potencial, los rojos estaban impedidos de triunfar por simple ley física. Etcétera, etcétera.
Y de pronto, por los altoparlantes de las plazas, por las emisoras, se escuchó la voz alucinante, increíble, los trallazos del Monitor, marciales y metálicos:
«¡Pueblo tecnócrata!: cuando hace veinte años me hice cargo del poder y fundé la Tecnocracia, os dije que la lucha sería larga y difícil. Nunca engañé a mi pueblo a este respecto. Pero siempre, también, prometí la victoria. Ahora la suerte de las armas nos ha sido momentáneamente adversa en Samarcanda.
Sólo hay una manera de lograr la victoria y es mediante un esfuerzo total de guerra que comprometa a la integridad de la nación. Sólo podrán ser vencidos los enemigos que nos rodean, mediante una plena economía de guerra. Esto es: un esfuerzo integral y final. Jugar hasta el último átomo de potencial y futuro a una única carta. Pero para lograrlo, para hacerlo posible, antes debo realizar un pacto de sangre con vosotros. Porque quiero un acuerdo solar y un compromiso de fuego y una unión terrenal de por vida.
Tened preparado el corazón para resistir. Mi pueblo no debe tener miedo de los tiempos que vienen. Por duros que sean, no serán más fuertes que nuestra implacable decisión de vencer. La adversidad tendrá en nosotros un contrapeso. Invoco a las fuerzas totales de mi pueblo para la gran batalla a fin de aplastar al enemigo y a su repugnante insolencia. Yo os llamo, guerreros: poned en juego ya mismo la voluntad milagrosa. Que vuestra decisión sea un relámpago interminable para que el viscoso adversario tenga respuesta adecuada. Todavía somos los más fuertes y siempre lo seremos.
Os dije recién que iba a realizar un pacto de sangre con vosotros: ¡La guerra integral! ¡La guerra absoluta! ¡La guerra final!».
(Alarido de la multitud)
«Que así sea. Voy a cursar las primeras directrices para una drástica reducción de gastos, a fin de eliminar toda producción suntuaria o que no sirva a los intereses de la guerra.
Camaradas: que cada hombre produzca por diez. Que cada soldado se prohíba a sí mismo el descanso y la muerte hasta no haber eliminado al menos cuatro enemigos. Que ninguna mujer se sienta tranquila mientras no haya reemplazado a su hombre, en todos los trabajos y funciones que él desempeñaba dentro de la Tecnocracia. Así nuestros ejércitos seguirán manteniendo al enemigo lejos de las fronteras. Y para que por siempre, viva y hermosa, sea nuestra… ¡Tecnocracia!…»
(«¡¡Tecnocracia!!…»)
«¡Monitor!…»
(«¡¡Monitor!!…»)
«¡Triunfo!…»
(«¡¡Triunfo!!…»)
Dos hombres se encontraban en un cuarto, escuchando una de las tantas repeticiones del discurso. Cierto leve matiz azulado, fugaz como una llama fatua o un neón, onduló bajo los pómulos pronunciados del Kratos de Campo de Marte, quien proyectó conos de sombras verdosas bajo las paredes, sobre los mosaicos. Parecía una luna entrando en eclipse para varios planetas al mismo tiempo.
El Tarnhelm
Este hombre, representado por el leit motiv del Tarnhelm debido a su capacidad para transformar las cosas con la nuca, orejas y fosas nasales iluminadas por rojas fosforescencias, dijo al Barbudo, mientras señalaba el aparato que había dejado oír la voz del Monitor:
—¿Acaso no lo había dicho? Yo se lo dije. Esto pasó por no tener una verdadera economía de guerra. Ahora se acuerdan, después de todo lo que renegué y hablé para hacerles entender. Un esfuerzo completo… Debimos empezarlo en vísperas de la contienda, no cuando se les ocurre. La desgracia es que los pueblos están dispuestos a dar lo máximo de sí sólo cuando ya es tarde.
Barbudo, el amigo del Monitor, se limitó a contestarle:
—Si el pueblo diera todo de sí desde el principio, el pueblo enemigo haría lo propio y así estaríamos igual que antes.
—Se supone que hay una ideología.
—También los rusos tienen ideología. No se olvide.
El Kratos se encogió de hombros.
—Yo soy un técnico. No sé de esas cosas. Es misión del político darme los elementos para que me pueda mover. Yo puedo decirle al político: me tienen que dar esto y esto, hay que hacer tal y tal cosa o nos vamos todos a la mierda. Pero si no me hacen caso y viven de sueños, ¿qué quiere que haga? Hace varios meses que le ruego al Monitor que suprima por directriz la industria del juguete. Se producen juguetes en la Tecnocracia como si en vez de haber guerra estuviésemos pasando por el período de paz más idílico. El Monitor está al tanto. Que no me venga ahora con ignorancias, porque yo se lo dije. Sin embargo no hizo nada para remediarlo. Aun antes de ser Kratos ya le hablaba de estas cosas. La producción de juguetes ocupa a casi sesenta mil personas en este momento. ¿Usted lo puede creer? Y sin embargo es así. A toda esa gente la preciso en Campo de Marte. Si se hiciera pública la cantidad de plata que se ha gastado en delirios, nos quedaríamos con la boca abierta ante tanta maravilla. Aquí basta que aparezca un loco histérico, lleno de tics, quien asegure ser capaz de aniquilar a los rusos con una batería de kinotos orbitales, liras rampantes o barriletes a reacción, para que todo el mundo lo mire muy serio y le preste apoyo. A todo ese apoyo por qué no me lo dan a mí, ya que son tan vivos. Los otros días apareció en Lenguas un señor que había inventado el terratilus. Era como el Nautilus de Julio Verne; sólo que en lugar de ir bajo agua, como éste, servía para moverse bajo tierra. Parece que los diseños incluían una gran trompa cónica, con estrías en forma de hélice, para cavar pozos. Según él, una escuadrilla de vehículos subterrenales, que practicasen túneles de cinco mil kilómetros de largo cada uno y saliesen de improviso tras la retaguardia rusa, estaría en situación de infligir a los soviéticos un incalculable desastre. En cosa de cinco meses, nos encontraríamos en condiciones de vengar cumplidamente lo de Samarcanda. Usted pensará si duda que al inventor de ese chasco lo agarraron del forro del culo y lo metieron en el manicomio. Pues nada de eso. Lo escucharon muy seriamente, miraron sus planos con atención y lo invitaron con café. Pasaron horas discutiendo el proyecto. Atareados dibujantes confeccionaban ampliaciones, de piezas y distintas partes, se sacaron fotocopias innumerables de planos y cálculos y pusieron a trabajar en ese chisme a cerebros electrónicos irreemplazables. Porque así son las cosas en la Tecnocracia.
—Y bueno… si no, no seríamos tecnócratas.
—¡Ya sé, pero…! Y lo más lindo de todo no fue eso. Pensaba que con haber pululado en la Monitoria como gaznápiros hasta altas horas de la noche, sin hacer caso alguno de la campaña pro ahorro de energía eléctrica, se darían por satisfechos con su jueguito. Cuál no sería mi sorpresa cuando días pasados descubría que me estaban sacando técnicos especializadísimos, hierro, cromo, wolframio y manganeso. Por lo visto habían decidido empezar ya mismo y sin falta la construcción de los terratilus. A pasos agigantados y dispuestos a quemar odiosas etapas, qué dudas cabían. Como se podrá figurar me apresuré a bloquearlos, prohibiendo sacar de mi jurisdicción un solo gramo de materiales estratégicos. En cuanto a los técnicos, para que yo accediera a cederles tan sólo uno, tenían que traerme una orden firmada y escrita por el Jefe de Estado en persona. No necesito decirle, que en el acto lo llamé por teléfono al Monitor, para ponerlo al tanto del asunto e impedir que me lo manojearan.
El Barbudo le dijo riendo:
—¡Quién sabe! ¡A lo mejor el proyecto era viable!
Pero Eusebio Aristarco no estaba para chistes:
—¡Déjeme de embromar! Escuche: al inventor del terratilus lo perdono, porque es un hombre enfermo. ¡Pero pensar que el Kratos! ¡El Kratos en persona…! Quién sabe qué intereses inconfesables hay detrás del asunto. Algún «negociyo» o cosa así. Aunque para serle franco, a veces se me ocurren cosas peores: que no había ningún negociado detrás del terratilus, sino que se lo creían en serio. Esta posibilidad me asusta más que la otra. Usted me dijo hace un rato: «somos tecnócratas», como diciendo: «Nuestra esencia es el delirio. No delirar sería negar la carne, los huesos y la sangre con que estamos hechos». Mire, señor: yo soy un técnico. ¿Sabe cuánto tiempo me llevó, cuánto me costó entender que el delirio es la mayor de nuestras grandezas? No el patológico, claro. Me refiero al sueño creador que a la vez se torna ético, estético, místico y práctico. Todos nuestros sueños tienen magnitud imperial; pueden llegar a cambiar el mundo haciéndolo más hermoso. Aquí se está luchando por el color y la forma, contra el gris de los sorias. Eso lo entiendo. Mucho me costó, le aseguro, pero ahora por fin comprendo. Lo que no puedo entender es que no se realice una verdadera austeridad. Los delirios son para después de la guerra. No es admisible que haya una industria del juguete, que se fabriquen terratilus o que se gaste un solo monitor en construcciones edilicias. Aquí nadie, quiere privarse de nada. Si la bañadera pierde, jódase; o arréglela usted. Pero no puede pedir otra porque el país ya no las fabrica. O al menos no debería fabricarlas. Todas estas cosas, casi con las mismas palabras, yo se las dije al Monitor bastante antes de Samarcanda. Le expresé mis inquietudes por las trabas que sufría nuestra economía de guerra. Se lo dije por carta y personalmente. No me dio bola: fue lo mismo que hablarle a las paredes. Que ahora no nos asombre tanta maravilla.
En esos momentos atardecía. En épocas de paz, las luces de la Monitoria de Campo de Marte se encendían media hora antes. Ahora demoraban lo más posible.
La poca iluminación natural restante se transformó en algunos entornos grises sobre el pavimento. El rostro del Barbudo se volvió azul de Prusia. Dijo al Kratos, quien se encontraba mirando por la ventana:
—También se cometieron errores militares, faltó decisión e integridad. Esos oficiales no debieron rendirse en Samarcanda.
—Bueno, pero ése no es el asunto. Para usar sus mismas palabras de hace un rato: también los rusos cometieron errores militares. Así que ya ve. Hubo gente que capituló en Samarcanda; pero yo insisto en que Samarcanda jamás se habría producido distribuyendo mejor nuestros esfuerzos industriales, aplicando de manera más conveniente nuestro superávit de energía cuando lo tuvimos. Nuestras victorias del pasado fueron falsas. Eran logros a medias, mientras nuestro reloj se atrasaba. Debimos aprovechar el momento en que fuimos fuertes para endurecernos más aún. Proceder en la época de triunfos como si hubiésemos estado perdiendo.
Yo creo, igual que el Monitor, en las fuerzas morales y en los milagros que logran la audacia reflexiva, la resistencia y el carácter. Pero de nada sirve levantar una espada samurai, aunque se la empuñe con todo el valor del mundo, frente a las frías cifras de la producción de tanques, acero en barras o espacionaves de combate. Se trata de ser el más fuerte en el momento y punto justos. Pero contra ese centro de gravedad hay que lanzar el ser. No de manera escalonada, sino en un solo golpe.
—Mire, Eusebio Aristarco: si el Monitor le hubiese mostrado las cifras de producción de los rusos antes de la guerra, se habría asustado. Si de usted hubiese dependido, jamás les hubiésemos hecho la guerra en serio ni llegado a los Urales. Usted habría dicho: todavía nos falta esto y lo otro; ellos son más fuertes en aquello. Y así habría pasado el momento propicio.
—Puede ser. No lo niego. Soy un burgués y los milagros del coraje y la firmeza a ultranza me son ajenos. Por eso yo nunca hubiera podido ser Monitor, porque los burgueses no servimos para mandar. No tengo capacidad para dirigir a un pueblo según una causa, o exigirle sacrificios supremos y convencerlo de que debe obedecerme. Pero precisamente por eso es que soy Kratos de Campo de Marte y no Monitor. Mi mérito es admitirlo. Ahora bien, hay un momento en que la ideología se une a la técnica y surge la trascendencia. Eso se llama Tecnocracia, a menos que me haya equivocado mucho. El delirio puesto al servicio de la ciencia. La ciencia puesta al servicio del delirio creador. Pero así como los técnicos debemos callar estas grandes bocazas nuestras cuando habla alguien más inspirado y sabio, también a nosotros nos deben hacer caso cuando exigimos ahorro, sacrificio total y no interferencia. Cuando nosotros decimos: debe procederse en la victoria, precisamente en ella, con la misma desesperación que si estuviésemos rodeados y a punto de sucumbir, créanlo: sabemos por qué lo decimos. Ustedes no comprenden que los técnicos también somos santos, guerreros e iluminados en cuestiones tecnológicas. Nos han utilizado, o bien quisieron adoctrinarnos en su pasión. Y eso es correcto. Pero también debieron tenernos más confianza y aprender de nosotros.
—Usted quiere decir algo como esto, si lo he comprendido: que el milagro sin técnica de nada sirve, y que la técnica desprovista de milagro es inútil.
—Sí. En líneas generales creo que quise decir eso. Pero permítame explicarle algo. Cuando yo empecé en esto y me sumé al movimiento, creí que la Tecnocracia era otra cosa. Tenía la idea clásica: gobierno de técnicos. Siendo yo un técnico, pensé que iba a ser una especie de reyezuelo o sátrapa y muy tranquilo esperé mi satrapía. Consideraba el asunto, en general, bastante injusto e inhumano, pero no me importó. Si el gobierno me brindaba la posibilidad de llevar a la práctica mis proyectos, a la mierda con todo lo demás. Decidí sacar partido de la situación y aprovechar. Me conquistó la certeza de poder hacer lo mío con plenos poderes a través de un alto cargo. Pero del movimiento no entendía nada y ni interés que tuve. En realidad nunca fui tecnócrata. Con el tiempo vi a mi lado pasiones que al principio reprobaba, pero que me obligaron a detenerme y pensar. Por primera vez en la vida; escúcheme bien: por primera vez en la vida, sentía que el intento era liberar al hombre del trabajo mediante la máquina. Que como frío funcionario estaba traicionando un poco a esa cosmovisión, más grande que mis apetencias. El sentido se me escapaba y sufrí por ello hasta que pude comprender.
—Probablemente la Tecnocracia sea todavía más grande de lo que usted piensa. Incluso ahora, luego de su cambio, ha visto sólo una parte de la verdad.
—Es muy posible. Pero lo que veo basta para mí.
—¿Sabe? Alguien me contó que el Monitor, cuando estaba al principio de su gobierno, encontró —en algún aspecto— la resistencia de muchos partidarios. Estos hombres se opusieron a la denominación Tecnocracia, pues consideraban que ello daría lugar a confusión. Esta palabra siempre significó algo deshumanizante; o sea: un gobierno de técnicos donde la máquina esclaviza al hombre. Ellos decían entonces: «Nosotros, por el contrario, nos proponemos liberar al hombre de la horrenda esclavitud del trabajo; que trabaje sólo quien lo desee y en aquello que le guste. Llamemos entonces teknocrácia a nuestra forma de gobierno, con una ka en el medio, para dar a entender la diferencia con el concepto clásico de tecnocracia chichi. O si no le gusta, mi Monitor, o no le parece lo suficientemente aclaratorio, ya que en nuestra cosmovisión la técnica no está separada de la ontología, vale decir, de la trascendencia, llamarla tecnontocracia. En realidad somos tecnontócratas y no tecnócratas».
»Eusebio Aristarco Iseka: no se puede figurar usted la furia del Monitor al oírlos. ¡Qué fue aquello! Según me dijo Calzadas Garza, poco faltó para que los echase a patadas. A él y a los otros. No estaba enojado, en realidad. Se trataba de otra cosa y creo que le estoy transmitiendo una falsa impresión. Monitor resplandecía avasallante. Parecía altísimo, emitía fuerzas rojizas, golpeaba el aire sin histeria, lleno de sangre y vida. Les dijo con la voz alucinada y terrible que tiene a veces: “¡Cómo no comprenden que el término tecnocracia ha sido desvirtuado por los chichis! Por algo el Antiser se ha preocupado tanto por desacralizar y desprestigiar el concepto; demasiado bien sabe ese hijo de puta que la Tecnocracia, como posibilidad benefactora del hombre, entraña un peligro para lo diabólico. Los que niegan la Tecnocracia como palabra, forma de vida y concepto, son los mismos que no comprenden la belleza de una tonelada de acero. Incapaces para ver la poesía en una ecuación diferencial; esto es, para observarla como grafismo y abstracción dinámica y viva, se horrorizan de que yo llame hermosa a la puerta de un Banco, cuando observo sus blindajes transparentes, apenas azulados. Son los mismos que no entienden que el objeto de acrílico de una exposición no sólo es bello por ser escultura, sino también por su acrílico: por su material intrínseco. Hay que rescatar la palabra tecnocracia, para el ser”.
»Mire: no sé si el Monitor tenía o no razón en dar tal denominación al país. De cualquier manera así se hicieron las cosas. Quizá, si él pudiera empezar nuevamente, con lo que ahora sabe, les daría bola a esos tipos. O no. Por ahí nos encontramos con que él tiene razón en realidad y ese término, tecnocracia, debe ser defendido a capa y espada.
»También habría que revisar la palabra Monitor. Según el diccionario, Monitor es quien advierte, amonesta. Y él es muchísimo más que eso. Son malas herencias de la cultura del pasado. De lo que sí estoy seguro es que hoy día, tal como estamos, la Tecnocracia es algo más grande que la definición dada por usted Eusebio Aristarco, y por cualquier otro. Para comprender qué es la Tecnocracia, es preciso abarcarla en todos sus hechos; en la totalidad de su obra y en la vastedad de los sueños de sus hombres. Hay tantas tecnocracias como tecnócratas. Seguramente su Tecnocracia es diferente a la mía, y la de ambos profundamente distinta a la del Monitor. Pero lo cierto es que el fenómeno tecnócrata —o si queremos: tecnontócrata—, es algo mucho más grande y fundamental que todo lo que podemos ver o abarcar de él.
—De acuerdo. Amplía lo que quise decir. O lo mejora, si usted quiere. Por lo demás, volver palabras ciertas cosas me cuesta mucho. Pero de cualquier manera, permítame resumir mi punto de vista: dennos ustedes el milagro, porque sólo ustedes pueden darlo, y nosotros les daremos la técnica. Pero sean humildes con ella. Abandonen su arrogancia; porque a veces nosotros también tenemos razón.
Barbudo miró al Kratos un largo momento y luego le dijo:
—Eusebio Aristarco: hablaré con el Monitor Iseka acerca de todos estos asuntos. Con seguridad tendrá muy en cuenta sus palabras.
—Me parece bien. Veremos si todavía podemos retorcerle el cogote a Samarcanda.