Samarcanda
La acción se inicia con un preludio más bien melancólico, cargado de presentimientos, edificado por dos leit motiv:
El Poder del Anillo.
La Renunciación del Amor.
Luego oímos el disonante motivo conductor de El Antiser[163].
El Antiser (La Disonancia)
La tenebrosa inarmonía precedente se repite con variaciones, en tono cada vez más bajo, hasta desaparecer. La Espada surge durante unos segundos, brillante y victoriosa, pero en el acto es avasallada por El Poder de Wotan. El Dios, forzado a luchar consigo mismo, destruye con su lanza la espada del Wálsung Sigmundo:
La Espada / La Lanza de Wotan.
Se escucha el bellísimo pasaje orquestal Viaje de Sigfrido al Rhin, de tonos y colores metálicos; pletórico de austera firmeza militar.
Luego de este intermedio, la tragedia se completa con el último autocombate: la espada de Sigfrido hace trizas la lanza de Wotan[164]: con ello el Cosmos y el propio Sigfrido quedan indefensos:
La Lanza de Wotan / La Espada.
El Poder del Anillo.
La Maldición.
Los ejércitos monitoriales seguían acercándose a Omsk. Las fuerzas blindadas que acompañaban a las divisiones tecnócratas se habían encontrado con los sucesivos desgastes que les oponían las rusas, compuestas en un 40% por los nuevos cazadores blindados Evtushenko III y IV. El 60% restante se hallaba integrado en su totalidad por los antiguos modelos I y II. De modo que el general Ladrido von Malzam, a cargo de la ofensiva, quien esperaba comenzar la campaña con la sorpresa estratégica del Agathor, se encontró muy desagradablemente chasqueado.
Era indudable que los soviéticos no tenían tal proporción de Evtushenko modernos en la totalidad de sus fuerzas blindadas. Habían enviado todos los que poseían a fin de retardar la progresión tecnócrata. Pero aun así la respuesta resultaba imponente.
Al principio los rusos se limitaron a una maraña de contraataques y retrocesos escalonados.
Según opinión de Ladrido von Malzam, el centro de gravedad del parachoques ruso estaría en Omsk. Pensaba que los soviéticos intentarían detenerlo a todo trance frente a esa ciudad. De aquí que pusiera el grueso de sus efectivos en el centro, en vez de prepararse para operar en el sur. Precisamente, en este sector, el 13er ejército se dirigía sin mucha oposición a Samarcanda. Puso al general Pedro Gorovín Iseka al frente de tales tropas. El trabajo del oficial mencionado, en apariencia, estaba destinado a ser más una expedición policial que otra cosa. Los rusos sólo se opondrían a un intento de envolvimiento por el flanco; pero si tal intento no existía —y sí en cambio una progresión limitada—, librarían la batalla principal en el centro. Es decir: en Omsk.
Fue así, en parte. Por cierto que los soviéticos lanzaron el grueso de sus fuerzas desde la espalda de esta ciudad; pero el error de von Malzam fue creer que el enemigo no tendría efectivos suficientes como para contraatacar también por el sur.
Segurinsky, comandante del Grupo de Ejércitos Sur soviético, inició una acción retardatoria contra las tropas que comandaba Pedro Gorovín. Se conformaba tan solo con impedirle evolucionar apoyando al centro. Pero, ante su gran sorpresa, observó que el ejército desgajado por el Alto Mando tecnócrata para ocupar la Tartaria vacilaba ante sus primeros contraataques. Debe aclararse que en esta acción los rusos utilizaron una gran proporción de blindados del tipo Evtushenko IV.
Al principio Segurinsky pensó que trataban de engañarlo: no era posible que ante un simple ataque de tanteo vacilase una maquinaria como la tecnócrata, la cual siempre se había mostrado de cuidado. Ni los mismos rusos terminaban de comprender el efecto pavoroso de su propio cazador.
Cuando se convenció de que no había engaño alguno, improvisó un plan para envolver a todo el 13er ejército enemigo y así, descalabrando el ala derecha de von Malzam, detener la progresión tecnócrata.
Expuso su idea al supremo comandante del ejército soviético, el mariscal Viktor Tuchaschewsky, quien se manifestó en un todo de acuerdo.
Samarcanda es una provincia del Turkestán ruso, situada en el Asia central, de unos sesenta y ocho mil kilómetros cuadrados. Sus habitantes no llegan a los dos millones. Su capital, también llamada Samarcanda, fue sede de la corte del gran imperio fundado por Tamerlán.
El plan de Segurinsky consistía en permitir que los tecnócratas se adueñasen de Samarcanda, luego de resistir con mediana profundidad. No bien el 13er ejército se internase en la profundidad del cerrojo que les preparaba, perforaría ambas alas cerrando la bolsa. Allí comenzaría la batalla de aniquilamiento.
Pedro Gorovín Iseka mordió el anzuelo, pese a que los importantes efectivos soviéticos en la zona no justificaban la escasa resistencia rusa. Pensaba que el repliegue se debía al estado de la situación en su conjunto. De cualquier forma era como para sospechar que había gato encerrado. En efecto: el gato era él. No tardó en saberlo cuando su ejército estuvo dentro de las ruinas bombardeadas de Samarcanda y sus oficiales desesperados le informaron por radio que el enemigo acababa de asestar mazazos gemelos sobre ambas alas. Las cuñas soviéticas habían penetrado profundamente.
Un retroceso a tiempo aún pudo haberlo salvado del copamiento, pero para ello era indispensable abandonar una posición estratégica, lo cual variaría, con imprevisibles resultados, la correlación de fuerzas. No debe olvidarse que más arriba estaban en plena batalla.
Gorovín llamó urgentemente a Ladrido von Malzam quien, como dijimos, encontrábase justo en ese momento empeñado en furioso combate frente a Omsk contra el grueso de los efectivos soviéticos. Ocupadísimo, von Malzam no comprendió del todo que se estaba frente a una crisis en el ala derecha de su ejército —todo el Frente Sur era para él el ala derecha, considerando la situación en su conjunto— hasta que fue demasiado tarde. Así, pues, desestimó la urgencia que le manifestara Pedro Gorovín, ordenándole quedarse quieto en la posición conquistada. Pensaba —con bastante razón— que un retroceso costaría al 13er ejército muy fuertes bajas, aparte de traer una crisis para su propio sector. No contaba con un envolvimiento inmediato. Estaba a punto de ganar la batalla de Omsk; cuando ella finalizase, estaría en condiciones de apuntalar al ejército amenazado. Pero el tiempo estaba en contra de sus providencias: cuando los rusos combatían en retirada abandonando Omsk —no habían sido envueltos en ningún momento—, Segurinsky cerraba los cordones de la bolsa de aniquilamiento dentro de la cual se encontraba el 13er ejército tecnócrata. Por otra parte, fuertes contraataques rusos sobre el flanco derecho del propio Frente Central, desde Karaganda, impidieron a von Malzam acudir en ayuda de los sitiados, quienes estaban siendo atacados sin solución de continuidad por las naves aéreas soviéticas.
El Destino
Segurinsky estableció su Cuartel General en Tashkent, a pocos pasos de donde el 13er ejército se debatía prisionero.
Ladrido von Malzam logró apoderarse de Karaganda, pese a los violentos contraataques soviéticos. Pero allí se le agotó la energía. Los suministros de armamentos no alcanzaban para continuar con éxito la ofensiva y librar de su cerrojo al ejército sitiado. Por «suministros» debemos entender no sólo cantidad sino también calidad. Los otros fueros «más fuerte en un momento y punto dados», según la vieja definición de las batallas.
Monitor, ante la crisis, prohibió el retroceso del 13er ejército; pensaba, con bastante lógica, que un repliegue en esas condiciones posibilitaría que todo el Grupo de Ejércitos Sur quedase envuelto por los soviéticos. Así, ya no sería un ejército el aniquilado, sino siete: casi un millón de hombres. Estas fuerzas, pertenecientes al Grupo de Ejércitos Sur, como ya se dijo, tenían originalmente la misión de ocupar Alma Ata, pero fueron bloqueados a mitad de camino por el grueso de los efectivos de Segurinsky, el cual los obligó a replegarse casi hasta el lago Aral. Allí los mantuvo aferrados para impedir que acudieran en ayuda del 13er ejército. Para embolsar a éste le bastó con su ala izquierda. De esa manera, tal como estaban las cosas, abandonar Samarcanda podría significar un aniquilamiento peor frente al lago Aral.
Éste es un fragmento del Diario de Combate de unos de los generales del Grupo de Ejércitos Centro:
«Requerí la opinión de Ladrido von Malzam sobre la continua progresión rusa en el Frente Sur. La situación se ha vuelto muy difícil. Si desgajamos veinte divisiones para romper el cerco de Samarcanda, se producirá un peligroso vacío entre el V y I ejércitos, ello podría ser aprovechado por Tuchaschewsky para intentar una ruptura y causar una crisis en el propio Grupo de Ejércitos Centro».
Posteriores análisis de la batalla de Samarcanda llevaron a explicar la derrota con tal o cual error cometido. Pero el hecho fue que, mientras ésta se estaba librando, la decisión no resultaba cosa fácil. El Monitor fue responsabilizado de la inútil inmolación del 13er ejército, al no autorizar su retroceso. En tanto que si ordenaba un repliegue y a causa del mismo era envuelto el Grupo de Ejércitos Sur, habría sido culpado de su destrucción por haber ordenado el antedicho repliegue.
La mente humana tiende a olvidar ciertos sucesos por razones de autoestima. Así muchos oficiales que, mientras se estaba desarrollando la batalla de Samarcanda, dudaban sobre la conveniencia de retroceder —pues veían con aprensión el abultado número de divisiones soviéticas, prestas a descargarse como un rayo no bien se rompiera el dique efectuado por el 13er ejército—, luego de que las decisiones fueron tomadas y debieron enfrentarse al hecho consumado de la derrota, llegaron a la memoria falsísima de que ellos siempre habían pensado lo único aconsejable, esto es: ordenar el retroceso del 13er ejército, a fin de salvarlo de la aniquilación. A estos oficiales se los notaba algo «incompletos y rapsódicos», como decía Clausewicz.
La clase de personas más arriba mencionada pertenecía a una secta bastante importante que se formó en el ejército tecnócrata: la de los generales enciclopedistas. Cada uno de ellos tenía en su casa su propia Biblioteca de Ciencias Bélicas, completísima, con veinte mil volúmenes de cuanto tratado de logística, táctica o estrategia en el mundo fue escrito. Había en esos volúmenes referencias detalladas, exhaustivas, de todas las armas imaginables y sus empleos. Se analizaban allí desde las posibilidades iguales a cero que tendría una división egipcia, equipada con hachas de piedra sin pulimentar, que se enfrentara con un tanque, hasta las más complicadas maniobras de flanco, envolvimientos, contraataques y retrocesos escalonados. Se dejaban luengas barbas de tan sabios que eran. Fue el único sector del ejército que utilizó estos largos apéndices piliformes. Los trenzaban hasta darles aspecto de coleta china. La única diferencia consistía en el lugar de uso: el mentón en vez de la nuca. A sus tropas les hablaban en sánscrito, latín arcaico, sumerio, egipcio, azteca o atlante. Jamás visitaban el frente, cosa que consideraban innecesarísima. Combatían exclusivamente desde sus gabinetes, llenos de libros, compases, astrolabios, papel milimetrado, escuadras, reglas «te», recortes de diarios —se enteraban de las operaciones militares enemigas a través de los periódicos— y multitud de planos escala uno en un millón. Los antedichos gabinetes eran portátiles; atrincherados en su interior, los enciclopedistas se hacían conducir a todo lo largo y ancho de la retaguardia. —«Para dar aliento a las tropas»— mediante numerosos caballos enjaezados. Cubiertos de tintineantes medallas, los mencionados generales. Estas condecoraciones no provenían de la paz de las victorias, sino de las victorias en la paz. En el café «De la Paz». Despreciaban profundamente cualquier cosa que oliera de lejos a genio o intuición. Su enemigo, en este sentido, era Federico el Grande de Prusia. Sostenían que todas sus victorias en la Guerra de los Siete Afros se debieron a puras y simples casualidades. Tenían un retrato de este rey y lo escupían todos los fines de semana en una gran ceremonia, al tiempo que lo denostaban: «Toma, autodidacta»:
El Monitor, absolutamente harto de ellos, viendo que estas peligrosas doctrinas prendían cada vez más entre la oficialidad, decidió ponerlos a prueba. Les confió un sector insignificante tras las líneas.
Los enciclopedistas enrojecieron a causa de la más viva cólera. ¿Cómo, justo a ellos, los ponían a combatir guerrilleros? Estos genios estaban destinados a poner a los rusos de rodillas. En un solo combate les tomarían veinte o treinta millones de prisioneros, a un costo de muy ligeras bajas. «Bueno —dijo conciliador el Monitor, a fin de pacificarlos—. Si ustedes me prueban ser capaces de limpiar de partisanos esa región, les prometo poner a su cargo todo el Frente del Este».
Ellos, entonces, refunfuñando en inglés antiguo, .se pusieron en marcha con toda una brigada bien armada y guarnecida con carros blindados.
Lo primero que hicieron al llegar fue un relevamiento topográfico exhaustivo. Discutieron horas sobre la mejor manera de aniquilar al enemigo, si atacaba a través de un arroyito que recorría la zona. Cómo enfrentarían situaciones inesperadas: «Supongamos que los guerrilleros nos atacasen con una gran masa de tanques, los cuales han adoptado un dispositivo erizo para intento de irrupción…». «Si la aviación partisana descargase sobre nuestras líneas una alfombra de bombas, de cinco toneladas cada una, siendo dicha alfombra de doscientos metros por trescientos…». Los asistentes de campo tomaban notas taquigráficas, a fin de que la posteridad no se viera perjudicada con la pérdida de tales juegos de guerra.
Mientras tanto, la brigada permanecía inmovilizada.
Se ignora cómo. El caso fue que una banda de rusos desarrapados, provistos de botellas de gasolina y cuchillos, destruyeron hasta el último tanque, los cañones láser de infantería, etc., pasando luego al degüello general de las tropas:
Los enciclopedistas estaban desconcertados, se les cayeron todos los monóculos —usaban uno en cada ojo, incluido el tercero—. No lo tenían previsto. Aquello no. Intentaron huir, olvidados totalmente hasta del último dato. Desesperados consultaban sus manuales, en la parte titulada «Retiradas». Pero las letras bailaban; antipáticas, no les permitían entender la cosa más sencilla.
Optaron por salir de sus gabinetes a toda prisa, tratando de poner pies en polvorosa mediante el muy simple medio de correr en calzoncillos. Pero allí fue donde los agarraron los rusos, quienes se cebaron en ellos. Cuando los soviéticos surgieron abruptamente, con los cuchillos desenvainados y grandes sonrisas, los enciclopedistas trataron de cubrirse las partes tiernas con sus manuales de estrategia. Fue inútil. Los pusieron en bolas y con los cuchillos fueron abriendo lentamente aquellas blancas pancitas. Los enemigos, lanzando gritos de satisfacción y alborozo, les iban sacando manojos de chinchulines. Comían crudas tales viandas, sin hacer caso alguno de súplicas, alaridos y protestas. No faltó incluso quien fuera invitado a comer de sus propias… trufas, digamos.
Tal fue el fin de los enciclopedistas. Así terminaron aquellos sabios y archivistas.
Luego de este desastre mayúsculo y sin atenuantes, la secta cayó en el mayor de los descréditos entre la oficialidad. Monitor consideró que el sacrificio de toda una brigada bien valía la pena, con tal de sacarse de encima a esos chichis.
Ya miserables y esfumado todo vestigio de arrogancia, se presentaron con las cabezas gachas ante el Jefe de Estado los cuatro últimos enciclopedistas supervivientes. Monitor los denostó enfurecido:
—¿¡Se atreven a presentarse ante mí, después de todos los hombres que murieron por su culpa!? ¡Ustedes son la lepra! ¡La sífilis! ¡La blenorragia machaza! ¡El cáncer triunfante! ¡Fuera de aquí, cagones e incapaces de mierda!
Mientras lo referido tenía lugar, las calles de Samarcanda, transformadas en escombros, eran un reticulado barroco de ataques, contraataques, rupturas y embolsamientos de sectores por todas partes.
Durante un tiempo, en los arrabales del este de la ciudad, se combatió exclusivamente con lanzallamas; tanto de un bando como del otro. Era un incendio interminable y aterrador. Un chorro encarnado dejaba una película roja incandescente sobre los objetos. Un cruce de calles congestionado de colores: carmines en fusión, los cuales, antes de perecer, trataban de abrirse paso por un estrangulamiento de sofocados granas carmesí. Arrogantes gules ardían como combustibles sólidos, entre carbonos líquidos y gaseosos. Sangre transformada en petróleo. Huesos de napalm refractario. Cadáveres amarillos esfumándose poco a poco en humo rosado. Telones de oro púrpura con vetas e incrustaciones lívidas; blancos; encarnados macilentos; gasolina fusible entre dos arrebolados de distinto color; fusiles lanzarrojos entintaban amarillos, para ser borrados al minuto siguiente por una nube esmeralda iridizada con negras partículas. Llamas azuladas con reflejos violeta. Cosas como perlas de vidrio y gobelinos de cristal. Zafiros, aguamarinas y algo parecido a una roca de lapislázuli formaron posición erizo para protegerse de blindados color naranja; pero cayó sobre ellos una lluvia fucsia y un horrible lila se precipitó sobre las últimas reservas marrones. Había verdes celestes, negros rosados, alfombras y cortinados transparentes.
Por momentos, el color era casi absoluto en su predominio sobre la forma. Pocos objetos sólidos daban base a las vibraciones ópticas o servían de instantáneos centros de gravedad a los torbellinos y rotores en fuga. Luces de Bengala, mezcladas con mordientes verde Nilo. Y abajo estaba el Nilo Azul, el Nilo Rojo y el Nilo Blanco. Los tres desembocando en una pasta. La cabeza de un soldado muerto parecía sumergida en el lecho de un río. Sobre su frente, posado un color como negras aguas. Desde las líneas rusas subió un flujo de vectores, el cual, al descargarse, formó un enorme plano rojo y amarillo.
Grandes abanicos persas. Rojo de horno, rojo de vidrio en fusión. Los verdes se expresaban hasta tomar forma de helechos y ortigas gigantes. Había rubíes azules, diamantes amarillos, perlas rojas, nitrógenos líquidos, aires sólidos y helios licuados. Variaban las presiones instantáneamente a causa de las alfombras de bombas. Luego del napalm había carbones preciosos y piedras carbonizadas. Obeliscos. Enormes extensiones coloridas se filtraban en la tierra. La dispersión de los ocres. El grado de intensidad de los celestes. Una impresión luminosa tras otra sobre pinturas rupestres. La sangre transformada en goma arábiga. Oboes, cañones y otros instrumentos de viento. Los vivos pisaban los huesos, paleolíticos de los que habían muerto el instante anterior.
De pronto los colores sé volvieron heráldicos: azur, gules, sable, sinoble y púrpura. Una dispersión de antorchas. Estandartes en llamas; escudos y linajes estallando en serpientes boreales. Aquello elevóse en fragmentos, como una corona ducal de oro sin diademas. Un soldado, divinizado por el fuego del lanzallamas de otro. Un tanque como espejo de uno vecino, puesto inverso y también destruido. Marrón con marca de plata. Corolas gamopétalas irregulares y labiadas. Regulares polipétalas. Dentados pétalos unguiculados. El fuego se mostró acampanado, cruciforme; luego tornóse infundibuliforme, como la corola de una campanilla. También terminó por agotarse, como cariofiláceas marchitas o rescoldos amariposados.
Había colores que solamente existieron en esa batalla y nunca más: ultraazules, infraamarillos, megaverdes, polirrojos azufrados. Auroras militares en toda la gama de los aceros.
Colores de porcelana, grafito, hierro y arena. Formas poliédricas en fusión. El ruido continuo de enormes cristalerías cayendo sobre duros planos de jade. Rocas transparentes de bismuto y tártaro cristalizado. Desiertos de sal bombardeados con arena. Estudios cromáticos; heladas ópticas donde se dispersaba, descomponía y recomponía la luz. Llamaradas con forma de crustáceos. Cañón cangrejo y mortero lanzalangostas; éstas, con rostro humano. Arquitectura de luces formando blancas escotillas, sobre soldados de cuarzo y otros sílices.
Un mundo extraño al hombre, como el sueño de un yack o de un verraco del Pamir. Determinada nube de humo adoptó la forma de una jirafa y tejió motivo con nieblas azufradas que se elevaban desde las ruinas, corporizando una imaginería de cabras del Tíbet, toros de lidia, búfalos, rinocerontes, cabras de los Alpes, gamos, ciervos, gamuzas y renos. Todo ello formó un friso.
Un hombre murió como un cuervo y hundió su pico carnívoro en el plumaje funeral, en todo idéntico a un uniforme. Seccionados ángulos diedros, al ser cortado cierto rostro por un plano amarillo.
Casas incendiadas alrededor de una pequeña plaza, tomaron forma de chalupa ballenera. Brotó entonces de la tierra encrespada; la imaginería inmensa de un color ocre, el cual arrojó multitud de partículas marrones, aristadas, y otras espumosas, blancochampaña.
Jacintos, púrpuras y carmesíes; arremetieron contra cenicientos pizarrosos y marrones de ladrillo. Las líneas de fuerza de los vectores trazaron fantasmas magnéticos.
Malaquita verde. Rejalgares rojos y anaranjados amarillentos. El color plomo galena. Diamantes azules, blancos, amarillos. El zafiro celeste. Rubíes orientales gama fuego, con esmeralda y verde en dilución. Granate en esferas traslúcidas, iguales a tectitas. Jacinto de Compos tela marrón granate. Amatistas violeta claro. Formas de cono con ángulos diedros. Turquesas violeta oscuro. Amarillo anaranjado cristalizando en un topacio. Ópalos. Lingotes de azufre. Cinabrio con alma de sulfuro de mercurio. Platino nativo, oro nativo, ámbar, sulfuro de antimonio gris. Se movían cosas como ágatas mecánicas, con vetas marrón acaramelado hiriente, blancas, negras, manto imperial chino, naranjas tostadas y runas gendarmería de maíz. Pirita o sulfuro de hierro, proveniente de instantáneos óxidos. Sal gema encristalando el cobre nativo.
Algo parecido a la mirra: gotas como lágrimas semitransparentes, de gusto amargo. Color amapola con incrustaciones de opio fundido.
Amarillos de van Gogh, van Dick, Tiziano naranja terrenal y celeste de Picasso.
Color piedra nitrato de plata o piedra infernal; color pipa espuma de mar; cromatismo piedra filosofal; piedra de los traidores; fundamental; mármol de Carrara. Luego de la caída de las bombas, se formaban gigantescos ceniceros de ágata. Mármoles arcillosos, vitriolo azul, ácido pícrico; calcedonia, jaspe granoso, cabeza doble de Prusia —tonalidad filo de espada—. Cianuros de sodio, de potasio; ácido cianhídrico. La tierra cauterizada con piedras volcánicas. Violentas erupciones, que arrojaban cenizas y piedra pómez. Los Evtushenko III y IV y los Agathor tecnócratas, fundidos en lavas blindadas de distinto signo que se unían. Serpentinas de talco rodeando piedras vivas; esponjosos agrisados, de textura fibrosa, estrangulando piedras muertas. Y piedras ciegas y el color de la piedra del rayo.
Óleos color animal se combinaban chorreando sangre de hipopótamo. Color oso blanco; tonos pantera de África; lobo; gato montes; zorro esplendente; conejo argentado; elefantes de platino; jirafas de piedra; nutria marina; armiño; castor; marta cebellina. Cromatismo piel de glotón. Vibraciones ópticas como las producidas por una piel de zorro azul. Color rata, matiz cráneo de ratón.
Sobre el suelo, derrumbado, había un grupo de colores; cada uno pequeño en extensión. Dos círculos azules, a escasa distancia el uno del otro; cada círculo rodeado de un blanco pantanoso, lleno de agua. Sobre el blanco, pero tendiendo a desembocar en el azul —parecía nutrir un lago—, se encontraba un sistema fluvial subterráneo de pequeños hilos rojos. Diminutas hebras superficiales conduciendo sangre entubada. La sensación era de que ahí abajo habían muerto miles de hombres. A su vez, los círculos azules rodeados de blanco, se asentaban —todo ello— sobre un tinté arena pálido. Formando triángulo con los círculos podía verse una larga sombra siluetada desde una pequeña prominencia; horadada ésta en su base, por dos pegajosas cavernas grises. Más abajo aún cierta profunda grieta, como un hara kiri en una elevación, en cuyo fondo asomaban piezas rectangulares blancas unidas entre sí de manera regular. Como si fueran dientes. Y además lo eran, porque estoy describiendo la cara de un soldado muerto. La alegoría se vuelve objeto, y el objeto se torna en alegoría de la alegoría.
Bien sabían los hombres del 13er ejército sitiado en Samarcanda que, si no aguantaban, los soviéticos asestarían un mazazo en todo el Frente Sur. Ya no existía salvación para ellos, pero debían resistir en un milagro de voluntad y disciplina.
En los cuerpos de los soldados no quedaba grasa. Ésta había desaparecido por la alimentación insuficiente. Además, todo el 13er ejército estaba siendo comprimido en una franja de terreno cada vez más insignificante. Se combatía por cada ruina, por cada cráter de granada. Una porción de escombros era un tesoro para nada despreciable. Los pocos cañones eléctricos restantes ya no disparaban contra las espacionaves rusas, pues sus baterías estaban casi descargadas. Eran utilizados únicamente contra los colosales Evtushenko y no siempre con éxito. Las formidables defensas electrónicas de los blindados soviéticos hacían muy difícil la penetración.
Cuando el 13er ejército había quedado reducido a las dos quintas partes de sus efectivos, los rusos pidieron la rendición. Ofrecieron alimentos y buen trato. Los oficiales podrían conservar sus pistolas eléctricas. Aquello fue una jugada tramposa: la debilidad contra el honor.
Por orden monitorial el general Pedro Gorovín Iseka rechazó el amable ofrecimiento, aunque mucho le habría gustado aceptarlo. Al instante se reanudó el combate.
Los tecnócratas ocupaban ya sólo veinte manzanas de Samarcanda. En ese momento los rodeaban casi cien divisiones soviéticas. Furiosos contraataques lanzados por Ladrido von Malzam en dirección del cerrojo habían sido rechazados. Los blindados tecnócratas rebotaban, por así decir, golpeando inútilmente la posición como puños que se desgastasen contra planchas de acero. Todo avance fue imposible. Por lo demás, la situación de las tropas de auxilio era cada vez más comprometida. Después de recibir terribles hachazos, los restos del ejército invasor debieron refugiarse tras los Urales abandonando a su suerte al 13er ejército.
Mil astronaves de combate soviéticas, ya sin dificultad ni oposición alguna, enrojecían con sus láser las ruinas de Samarcanda. Los escombros de la ciudad, brillaban por las noches como vidrio de crisol. Aún así, la Tecnocracia resistía en ese punto.
Los esqueletos tecnócratas del interior de la bolsa hacía rato que habían sido destruidos hasta el último. Curiosamente, el Alto Mando soviético decidió no emplear tropas robóticas para el asalto final de Samarcanda. Quizá anduvieran escasos de servomecanismos, o tal vez consideraran que los Evtushenko eran el arma más indicada. Combinaban ataques masivos de tanques de infantería con permanentes bombardeos aéreos.
Por sectores, ya todo se había transformado en sustancia vítrea. En su interior, atrapados en burbujas, había montones de carbón que en su momento fueron soldados. La Muerte traducía en imágenes su ajardinada alegoría.
Al principio de la batalla las astronaves de combate luchaban sin cesar, tratando de conseguir la supremacía aérea. Explosiones azul violeta y auroras boreales fucsia se sucedían sin descanso. Subían y bajaban rayos. Una descarga verdosa tenía como inmediata respuesta un delgado cilindro amarillo rielado en blanco fulgurante, en cuya punta había una corona monitorial de oro con treinta y ocho grandes perlas, diademas de zafiros y rubíes volcánicos sobre aterciopelado campo de azur.
Nunca las armas merecieron tanto el nombre de armas de fuego.
Una carta urgente del general Pedro Gorovín Iseka al Monitor, decía: «Ya no queda pan. La manteca se terminará esta noche. Mañana la mitad de los soldados no tendrá cena. La Fuerza Aérea tecnócrata no manda piezas de recambio, ni cargas para los armamentos. ¿Qué debo hacer, mi Monitor?».
«Resista. El azar es algo que sólo puede llenarse con la voluntad. Resista, Pedro Gorovín. Dicen los japoneses que la muerte con valor es la entereza de un instante. Le prohíbo que ensucie el uniforme con la duda».
La Fuerza Aérea tecnócrata hizo todo lo que pudo. En la primera parte de la batalla de Samarcanda, luchó para obtener la supremacía en el aire. Cuando esto no fue conseguido se conformó con resistir. Cuando pese a la resistencia, heroísmo y voluntad, los soviéticos demostraron tener en la zona una aplastante superioridad —no en astronaves precisamente, sino en cohetes, cañones desintegradores, láser, congeladores y eléctricos—, las naves aéreas de la Tecnocracia realizaron prodigios más allá del valor. Se metían entre las líneas soviéticas atacando sin tregua los emplazamientos de misiles, los cañones, los Evtushenko, calentando peligrosamente sus armas. Las bajas eran espantosas, pero los tecnócratas de aire y tierra no cedían.
Al principio cada astronave monitorial luchaba contra una y media nave soviética. Después la proporción fue de uno a cinco. Por último, cada espacionave tecnócrata se debatía ferozmente contra diez rusas… esquivando además los disparos de la artillería y tratando de confundir con su defensa electrónica las memorias de los cohetes enemigos.
Durante los últimos días de la agonía del 13er ejército, el cielo fue soviético.
Auras crepusculares y luz cegada; Derrumbamientos. Claro y oscuro parpadean tan rápidamente que visto de afuera parece un gris neutro. Colores anfibios, luces submarinas, como efectos causados por el desplome de templos sumergidos.
El soldado estaba muriendo. Había actuado en toda la campaña del Este. Participó en la toma de Smolensko, Moscú, Gorki. Pasó victorioso los Urales. Suponía —como todos sus camaradas— que el desplome soviético estaba próximo. Ahora estaba muriendo en Samarcanda. Una explosión arrojó pedazos de ladrillo que se incrustaron en su pecho; tambaleando cayó sobre unos escombros. Allí quedó sentado y con la espalda apoyada contra un pedazo de pared, la cual no se derrumbó por puro milagro.
Al soldado le quedaba poca sangre y menos vida. Podía ver y oír el combate alrededor suyo; pero a medida que iba muriendo, los sucesos le llegaban a través del filtro de una distorsión. Su mente comenzó a oscurecerse con eclipses y alucinaciones.
Lo que percibía era una extraña mezcla de sucesos verdaderos, delirio y agudeza sobrenatural. Sólo le quedaban segundos de vida; entonces, él, que en toda su existencia no había detectado cosa alguna fuera de lo normal, adquirió el don parapsicológico. Como si fuese un mago de alto grado, pudo entrever lo que ninguno de sus compañeros advertían. Divisó una parte de la otra batalla que tenía lugar en Samarcanda, los combates celestiales entre el Antiser y las potestades invocadas por la Tecnocracia para defenderla.
No todo lo que veía era autentico, ni siquiera en el orden astral. En primer lugar porque en un sentido estaba loco, como todo hombre que muere. Además sumaba a ello sus propias fantasías y deslumbramientos. El soldado creía ser el Monitor y que aquéllas ruinas eran la Tecnocracia. En los últimos tres segundos de su existencia vivió una sucesión de instantáneas y relumbrantes alucinaciones, viajes astrales y hechos concretos. Hasta su lenguaje mental cambió: entorpecido por negros vínculos se tornó inconexo, repetitivo. Refulgentes armiños al lado de empobrecidos, sombríos tiznes.
Un minuto antes de entrar en el último circuito de imágenes, el soldado Gastón Zeke Iseka veía las ruinas de Samarcanda de acuerdo a la realidad. Así, pues, no entró en el delirio total bruscamente sino en forma progresiva:
«Me cagaron. Esta vez sí que estoy frito. Enganchado de una manera tan estúpida. Que te mate un eléctrico, vaya y pase. Pero que te reviente un ladrillo… Espero estar muerto cuando vengan los rusos. No me duele. ¿Y si no me muero nada? Dioses: que no me agarren esos chichis. Si por lo menos tuviéramos con qué defendernos. ¿No se podrá reparar uno de esos cañones láser? Entre tantos miles como somos, alguno tiene que haber que sepa electrónica. ¿Cómo no se les ocurrió a los súper? Otra espacionave soviética. Esto va a ser vidrio dentro de poco. ¿Por qué nuestros jefes no ordenan recuperar los materiales de las astronaves que caen y de cuanta cosa? Juntando muchos pedazos haríamos varios cañones. ¿Cómo no se le ocurrió a ninguno? Eh: ¿alguno de ustedes sabe electrónica? Es una orden. A partir de este momento asumo el mando. Tienen que taquigrafiar todo. Es como un libro de historia. No digan que no hay personal. No necesito que me digan que no hay personal. Lo que yo perfectamente sé. Pueden taquigrafiar y al mismo tiempo combatir. Si alguno muere, levanten enseguida los papeles. La tierra arde. Hay que recuperar los papeles y cuanta cosa. Desde la mañana se fueron concentrando. Se siente un clamor (clarines bajo algodón). Soldado Gastón concentraría cinco millones y medio de qliphoth armados con lanzallamas y otras armas incendiarias. Cada batallón dirigido por un oficial qliphah. Estos gólems producidos por soldado Gastón tendrían la apariencia de un intermedio entre animal y hombre; cubiertos con armaduras blancas o plateadas, escamosas, de un material más resistente que el acero.
Los qliphoth son una tercera parte de las fuerzas de soldado Gastón Zeke. El segundo tercio lo constituyen los esqueletos mecánicos montados sobre caballos esqueléticos, que Gastón fabricó en sus gabinetes, utilizando como materia prima huesos, alambres que los atraviesan e impulsos eléctricos a partir de aparatos colocados dentro de sus cráneos. Estos jinetes van armados con tubos lanzagases que se inflaman a poco de salir con gran intensidad calórica. Dichos gases tendrían como se ve la misión de quemar a las tropas enemigas a medida que se vayan presentando.
Según esto, Gastón habría conseguido un elevado número de esqueletos de los cementerios para utilizarlos como material.
Según lo anterior, Gastón Zeke fabricó sólo los primeros autómatas esqueléticos; luego ellos mismos se encargaron de robar los materiales, transformarlos en muñecos y ponerlos en marcha.
Asimismo derivando de lo antedicho podría suponerse la forma según la cual Gastón puso en marcha la tercera parte restante de sus tropas; consistentes éstas no en muertos que caminan por hechicerías (zombies), como haría el Antiser, y otras triquiñuelas, sino muertos recorridos por conductores de impulsos eléctricos que parten de la corona instalada en el Atziluth de cada cadáver.
Un operativo conjunto entre qliphoth y esqueletos contra las morgues y cementerios dio los materiales indispensables.
El enemigo poseía tanques tripulados por zombies, de cuyos cañones salían chorros de bencina que se inflamaban por chispa eléctrica; análogo a sopletes de acetileno.
Gastón ordenó formar posición erizo y fosas antitanque, armadas con catapultas, las cuales arrojaban paquetes con combustibles sólidos equipados con espoletas de retardo. Estallaban sobre las torres, orugas o ventanillas de los tanques enemigos. Dichas espoletas, rodeadas de combustibles sólidos, al encenderse copaban por dentro de manera uniforme y flamígera todo el combustible al mismo tiempo y por propagación del mencionado fuego. La explosión así construida rodeaba el tanque mediante una bola ígnea, cualquiera fuese el lugar donde lo tocara.
Para protección de los referidos antitanques dispusiéronse ángulos defensivos, montados simétricamente, para detener a la infantería del enemigo, la cual sin duda trataría de aniquilar esos centros de resistencia. Al acercarse un grupo de enemigos a cualquier concentración, chorros de agua hirviendo caen sobre el adversario o bien sus efectivos reciben, a taparrostro, cilindros de vapor calentado a más de trescientos grados. Otra protección de los antitanques son las bombardas, las cuales arrojan esferas metálicas repletas de napalm.
Pronto las balas de las bombardas cubren el cielo como un piélago de algas enfurecidas y, luego de llegar a una altura determinada, se abren paracaídas y descienden suavemente. Pero es corto este recorrido; luego de bajar cien metros se desenganchan y caen, ya sin impedimento alguno. Para el enemigo es prácticamente imposible saber dónde caerá el napalm; ya que si sobre sus cabezas se halla un paracaídas, el viento bien puede haberlo corrido luego del desprendimiento de la bomba y ésta caer en realidad en otro lado. También cabe dentro de lo posible que se superponga la bomba de A con el paracaídas de B, y sí caer una en definitiva. Todo esto fue calculado para producir miedos ópticos.
Dispara el enemigo, desde las torretas de sus fuerzas blindadas, fragmentaciones monocordes de anti-fuego. Cruzada pronto la vasta llanura con las cicatrices de las orugas, que convergen sobre los centros de resistencia del comandante Gastón y otras líneas defensivas.
Está amaneciendo. La infantería chichi avanza riendo y gritando; dispara sin cesar sus fusiles lanzagehenas que van perturbando y haciendo desaparecer porciones de materia y energía. No ven a qué o a quién disparan, ni lo necesitan. Detrás de la infantería vienen los tanques y dirigibles con armamento láser, cargados con tropas y bombas.
Comandante Gastón da a los qliphoth la orden de atacar. Avanzan estos seres, protegidos ambos flancos por los esqueletos sobre caballos esqueléticos, armados con lanzallamas y otras armas solares. Efectúa cobertura una lluvia de esferas con napalm lanzadas por las bombardas; ello permite operar al ejército qliphoth.
Desde un blocao de cemento y con un catalejo pirata, el comandante Gastón los ve efectuar movimientos tácticos.
Antes del encuentro de ambos ejércitos, una tercera parte de los efectivos de ambos bandos han quedado sobre el llano.
Por un lado el adversario: sus banderas de colores terrosos crepusculares y de falso fuego, para que el espejismo crezca.
Por otro el comandante Gastón, su ejército qliphoth y los portaestandartes de las runas, con insignias, pendones y oriflamas. Gastón dirige en batalla a la caballería esquelética. Corceles y jinetes poseen, dentro de cada hueso, venas y arterias llenas de sangre.
Gastón Zeke había dispuesto para el combate una música alada proveniente de altoparlantes voladores y eléctricos capaces de funcionar todo ese día. Los ya mencionados aparatos con altoparlantes eléctricos propalaban una selección de fanfarrias y otras músicas marciales, encargadas de oírse día y noche.
A retaguardia de sus tres ejércitos, comandante Gastón había edificado un sistema de diferentes partes de ciudad, que en realidad era un gran país y, en el centro vital de ese enorme corazón de resistencia, había un lugar terrenal donde cada cosa tenía su nombre; ocupado además con flores y toda clase de músicas, donde sus amigos podrían habitar con él después de la gran batalla contra el Antiser.
Rodeando el ya mencionado lugar terrenal, podía encontrarse una como malla finísima constituida por los cinco colores de la heráldica; los cuales no son otra cosa que todos aquellos objetos no corrompidos que yo pondría a tus pies, si estuvieses aquí acompañándome».
El soldado boqueaba en su último estertor. Le quedaban dos segundos de vida. Un sueño que había tenido años atrás se filtró en su delirio como una memoria reciente:
«Anoche soñé con Venus. Era hermosa. Blanca, blanquísima y brillante como los colores incorruptibles de gules y azur.
Qué hermoso era su monte blasón. Pero se trataba de una estatua. Tan perfecta, eso sí, como sólo los griegos sabían crearlas. Se movía dicha estatua. Todos iban hacia donde estaba. Y probaban. Y ella los amaba sin distinciones. Se acostaban con Venus, pero más les habría valido hacerlo con alegría y no tratar de terminar cuanto antes como quien cumple con algo fastidioso. Fracasaban, como ya se irá suponiendo, en el objetivo final del más fundamental de los actos: que es el placer sin segundas intenciones. Había quien practicaba el coito por poder; como quien se casa por poder sin estar presente. Estaban los puritanos que al amar a una mujer amaban a una mujer, sin permitirse amar a muchas como eran sus secretos deseos. Y no faltaba el que al amar a una añoraba a otra que perdió, la cual a su vez y en realidad nunca tuvo porque no existía. Y el que sólo trataba de poseer a la ausente, cualquiera ésta fuese, y que únicamente celebraba a la actual cuando se transformaba en pasada.
Comandante Zeke pone en pie de guerra catorce ejércitos y el ejército qliphoth. Proclama en una encendida arenga: “Hombres y mujeres de mi patria. Soldados. Luego de que triunfemos en esta batalla todo el futuro quedará abierto para nosotros. No podemos perder la lucha y no la perderemos. ¿Cómo podríamos? El Universo depende de nuestra resolución para no caer en las tinieblas. Alberich, el enano estrangulado avanza con sus ejércitos pero secretamente nos teme. Viviremos todos felices en Heliópolis, los Estados del Sol. Pero ahora debemos ganar este combate, el cual será difícil, muy difícil de ganar. Pero victoria”.
Los catorce ejércitos del comandante Zeke se acercan a los anti-Mozart asquerosos dispuestos a matarlos a todos. Se despliegan en un amplio frente de mil trescientos kilómetros. Mientras, caen las bombas y los tanques y la infantería enemiga operan astutamente.
Todos mis hombres y ejércitos y elementos que he logrado animar arrancándolos de la nada, lucharán a mi lado aunque no quede una sola ciudad, ni un hombre que se diga hombre sobre la tierra, ni un poco de pasto sin quemar. No podrán decir: “No sabía” o “Yo no pude” o “Yo no estuve”. O conmigo o en mi contra. En la última batalla, todos deberán combatir hasta perecer o triunfar. Hasta la victoria, por el principio de los principios. En la convulsión final de la lucha entre el bien y el anti-bien.
Los chichis de mi sueño poseían a Venus. Yo los veía corretear como falsas arañas y sus babas formaban telas de esclavo. Tejían telas como pirámides egipcias y allí morían pues su baba era su propia tumba. En efecto: como baba es el crimen de vivir a medias.
Anti-vivían hasta que Venus decía que les había llegado la hora y los hacía correr; primero por una llanura llena de sol. Un Sol quieto, fijo, como el centro inmóvil e incorruptible de los Dioses.
Al final de la llanura existía un laberinto artificial construido con paredes medianeras altísimas de planos verticales; formaban figuras geométricas, de ángulos planos y largos.
La carne de Venus —blanca, blanquísima, como sólo los griegos podían hacerla en la estética— contrastaba con las carnes rosaditas de todos esos chichis que la abrazaban. De a dos los hacía correr, matándolos con ritual. Uno de ellos huía a caballo, otro a pie.
Y ahora me encuentro yo con un arco en la mano —un arco sin flechas— corriendo por la llanura, mientras mi compañero va delante de mí sobre el caballo. Venus gritó: “¡Rápido! Todo lo que puedan”. Luego de dichas estas palabras, ella se volvió penetrando en el interior de cierta mansión; buscaba un caballo negro como noche con estrellas, y su mortífero arco y carcaj repleto de flechas.
Ya cruzada la llanura, penetré en el laberinto de paredes que sin embargo tienen el Sol arriba. Pensaba: él laberinto posee una clave con la cual no sólo salvarse, sino hacerlo de la única manera posible; lo cual a su vez permitirá comprender muchas otras cosas.
Allí por fin supe para qué era el arco sin flecha que tenía en la mano. Al principio supuse una ironía por parte de ella. Yo tenía que poner el venablo arrojadizo. Mi compañero, quien no lo comprendió, pronto fue alcanzado por las flechas, y murieron él y su caballo de la manera más miserable.
Y ahora aquí estoy, dirigiendo a mis ejércitos en esta batalla por la Tecnocracia. Miro hacia la llanura en el momento justo en que los tanques enemigos son envueltos por el fuego de los lanzallamas de mis soldados.
Sangre verde semejante a moco gelatinoso brota de las arterias de los zombies cuando los cortan las espadas incandescentes o las guadañas ardientes de la caballería esquelética. Cada tanto, grupos de jinetes salen de la batalla; retiran guadañas al rojo de los braseros, dejando las suyas que se han enfriado. Luego retornan.
Nuevas marchas militares se dejan oír desde los altoparlantes voladores absolutamente eléctricos.
Es como si ambos luchásemos por colocar algo sobre la cabeza del Sol, que ahora está bien arriba; algún objeto. Nosotros, una runa con forma de corona. Ellos, la anti-runa de la anti-corona del fin.
Con morteros de bolsillos lanzan mezclas de ácidos disolventes que atacan el hierro. Las balas son semejantes a esas botellas contra incendio, de vidrio fino, que se tiran con la mano. Arrojada sobre un jinete esquelético, la botella se rompe inundando cabalgadura y jinete; el líquido penetra por las junturas de los huesos llegando a los alambres, a los cuales disuelve. Todos los huesos caen a tierra en este preciso caso; simultáneamente, con un solo ruido. Luego esas manchas grises son pisadas por los corceles, o las orugas, o el pie de algún zombie.
Verdaderos montones de osamentas van apareciendo en toda la llanura. Con los huesos se forman auténticas montañas. Aquí se atrincheran mis qliphoth; próximos a éstos y a fin de combatirlos, despliéganse los zombies del enemigo haciendo lo propio.
De una fosa a otra vuelan sin espoletas las botellas con gases incendiarios comprimidos, o una catapulta arroja paquetes con combustibles sólidos y, entre uno y otro, se entrecruzan los disparos de lanzallamas.
Todo semeja haber vuelto al principio. El Sol parece un círculo negro con estrellas. La diferencia es que no se oyen sonidos de trompetas envueltas con algodones; entrada ya la batalla en confusión, ahora todo llega a su punto más horrísono.
En las ciudades enjoyadas del país que defendemos, situado a nuestras espaldas, los qliphoth han instalado fábricas de armamentos y laboratorios. Desde el frente llegan qliphoth destrozados o partes articuladas de ellos; sobre camiones, como carnaza. Inmediatamente son restaurados y vueltos a lanzar a la batalla.
Muy cerca también de todos estos polígonos de tiro —pues el enemigo ya empieza a bombardear nuestras ciudades con su artillería de largo alcance—, tenemos grandes depósitos subterráneos llenos de combustibles, lanzallamas, antitanques y todas las porciones de mecánicas bélicas defensivas y ofensivas necesarias, que consumen dichos combustibles sólidos, líquidos y gaseosos.
A medida que aumentan las exigencias del frente, nuestros ingenieros y obreros qliphoth se tornan más diestros, eficientes, y sube la producción. No obstante es siempre mayor el incremento de exigencias.
Pese a todo y a lo arriba apuntado logramos estabilizar las líneas del frente y evitado un colapso».
El soldado Gastón Zeke Iseka ya está inmóvil y relajado. Cualquiera lo creería muerto. Sin embargo aún le queda un segundo de vida.
«Por el solo hecho de haber aparecido abruptamente en medio de mis tropas, las he moralizado tal como no me atreví a esperar. Gracias a ello ganamos varias batallas parciales.
Todo esto y lo arriba apuntado, transcurre en medio del bombardeo incesante de gehenas, asedios y disparos monologantes. ¿De dónde saca el enemigo tantos tanques, si se puede saber? Parecen inagotables sus recursos. No obstante, confío en salir bien de ésta. He dispuesto que se acelere la producción de máquinas bélicas en Heliopolis Central».
Al soldado sólo le restaba de vida la milésima parte de un segundo.
«Doy orden de encender fogatas para iluminar la batalla.
Los chorros de los lanzallamas cruzan el aire sin descanso buscando el cuerpo de un tanque, un qliphah, un cadáver motorizado a impulsos totalmente eléctricos o un zombie. No menciono a la caballería de huesos porque ya ha sido destruida en su totalidad esquelética.
Doy orden de movilizar los recursos totales de Heliópolis.
Los centros de producción, ya inútiles, son desmantelados para usarlos como combustibles, a fin de que no les falte fuego a mis soldados en el frente. Las piezas anatómicas de qliphoth que llegan desde el centro de la batalla son mandadas otra vez al lugar de donde vienen; su cargamento es arrojado a las llamas de las hogueras para que el fuego dure y podamos ver a los anti-Mozart.
Las fábricas y depósitos subterráneos son destruidos —todo lo que no se pueda utilizar— para que no caigan en poder del enemigo. Los operarios empuñan las armas y también van al frente en el último ejército. Si se quiere, esta leva final posee más materiales y pertrechos que las precedentes, pues cosas reservadas para producir ahora sólo se usan como armas.
Una gran sorpresa: el tanque pesado Evtushenko IV, que el enemigo reservaba para el final en sus túneles secretos. Es lanzado a la batalla precisamente cuando nuestras fuerzas de auxilio se unen a las tropas del frente.
Grietas en el dique. Como una masa de anti-agua que hiciese fuerza sobre el hormigón. Incontables rupturas de frente y embobamientos. Se rompen los centros de gravedad y las líneas son rebasadas en docenas de puntos por los tanques y zombies triunfantes».
Al soldado le quedaba de vida un millonésimo de segundo.
«Mis ejércitos comienzan a retroceder en todo el Frente Central. Si no se retrocede más rápido es porque los medios no lo permiten. Las últimas divisiones de muertos animados eléctricamente son sacrificadas en detener al enemigo. Mientras, el grueso del ejército qliphoth se repliega hasta las ruinas de Heliópolis.
La Luna está arriba, arriba. Justo encima de la última pared agrietada de mi Cuartel General. Doy las disposiciones para la defensa. Mis últimos soldados se disponen a luchar.
Pero ¿qué le ocurre a la Luna? Un borde negro se la está comiendo. Y ahora recuerdo que hoy toca eclipse. Hoy es el Pralaya, la Noche de los Dioses. Es el momento en el cual el equilibrio y, por lo tanto, la no reactividad, se vuelven absolutos.
Durante un momento me alegro de este eclipse. Pienso: “Podré fabricar un nuevo ejército qliphoth. Esta vez qliphoth lunares, así como antes fueron solares”. Pero no es así. Horrorizado me doy cuenta de que hemos vuelto al principio del mundo; ese principio en el cual el Antiser, aprovechando el primer Pralaya del ser, asaltó el Árbol de la Vida tergiversándolo; expulsando de éste a los qliphoth —quienes desde ese entonces fueron sus esclavos—, para adueñarse de la existencia.
Y ahora se da la misma situación. Y ahora estamos todos muertos. Y ahora mis qliphoth se vuelven transparentes; pueden verse los ladrillos de las paredes rotas a través de sus cuerpos. Y ahora han desaparecido y estoy solo.
Me aproximo a la pared —apenas un delgado tabique, como esos que sirven para separar dos ambientes—; me instalo con la espalda contra la única pared de mi Cuartel General que todavía se yergue. Saco una pistola de verdad: ya no soy un chico y hace mucho que no juego con los hombrecitos de papel que yo recortaba y hacía ir a la guerra. En la mano izquierda tengo una granada. Los estoy esperando. Escucho la música de Venusberg del Tannhauser. Es muy hermosa».
Al soldado le quedaba de vida la trillonésima parte de un segundo.
«Me cagaron. Esta vez sí que estoy frito. Enganchado de una manera tan estúpida. Espero estar muerto cuando vengan los rusos. ¿No se podrá reparar uno de esos cañones láser? Esto va a ser vidrio dentro de poco. ¿Alguno de ustedes sabe electrónica? Es como un libro de historia. No digan que no hay personal. Si alguno muere, levanten enseguida los papeles. La tierra arde. Hay que recuperar los papeles y cuanta cosa. Desde la mañana se fueron concentrando. El segundo tercio lo constituyen los esqueletos mecánicos montados sobre caballos esqueléticos, que Gastón fabricó en sus gabinetes, utilizando como materia prima huesos, alambres que los atraviesan e impulsos eléctricos a partir de aparatos colocados dentro de sus cráneos. El enemigo poseía tanques tripulados por zombies, de cuyos cañones salían chorros de bencina que se inflamaban por chispa eléctrica, análogos, a sopletes de acetileno.
Pronto las balas de las bombardas cubren el cielo como un piélago de algas enfurecidas y, luego de llegar a una altura determinada, se abren paracaídas y descienden con suavidad.
El enemigo dispara, desde las torretas de sus fuerzas blindadas, fragmentaciones monocordes de anti-fuego.
Está amaneciendo. La infantería enemiga avanza riendo, y gritando; dispara sin cesar sus fusiles lanzagehenas que van perturbando y haciendo desaparecer porciones de materia y energía. Gastón Zeke había dispuesto para la batalla una música alada proveniente de altoparlantes voladores y eléctricos, capaces de funcionar todo ese día. Anoche soñé con Venus.
Era hermosa. Blanca, blanquísima y brillante como los colores incorruptibles de gules y azur. Había quien practicaba el coito por poder; como quien se casa por poder sin estar presente. Mientras caen las bombas y los tanques y la infantería enemiga operan astutamente. Un Sol quieto, fijo, como el centro inmóvil e incorruptible de los Dioses. Ahí por fin supe para qué era el arco sin flecha que tenía en la mano. Cada tanto, grupos de jinetes salen de la batalla; retiran guadañas al rojo de los braseros, dejando las suyas que se han enfriado. Verdaderos montones de osamentas van apareciendo en toda la llanura. Todo semeja haber vuelto al principio. El Sol semeja un círculo negro con estrellas. Pese a todo y a lo arriba apuntado, logramos estabilizar las líneas del frente y evitado el colapso. Parecen inagotables sus recursos. No obstante confío en salir bien de ésta. No menciono a la caballería de huesos porque ya ha sido destruida en su totalidad esquelética. Los operarios empuñan las armas y también van al frente en el último ejército. Incontables rupturas de frente y embolsamientos. Mis ejércitos comienzan a retroceder en todo el Frente Central. Hoy es el Pralaya, la Noche de los Dioses. Durante un momento me alegro de este eclipse. Pero no es así. Y ahora mis qliphoth se vuelven transparentes; pueden verse los ladrillos de las paredes rotas a través de sus cuerpos y ahora han desaparecido y estoy solo. En la mano izquierda tengo una granada. Escucho la música de Venusberg del Tannhauser. Es muy hermosa».
Al soldado le quedaba de vida un segundo dividido por 1048.
«Me cagaron. Enganchado / nera tan estúpida. Espero estar / va a ser vidrio dentro de poco / ¿sabe electrónica? No digan que / desde la mañana se fueron / constituyen los esqueletos mecánicos. El enemigo poseía / como un piélago de algas enfurecidas y, / Está amaneciendo / sin cesar sus fusiles lanzagehenas / Gastón Zeke había dispuesto / voladores y eléctricos capaces de funcionar todo ese día. Anoche soñé con Venus. Había quien practicaba el coito / Mientras caen las bombas / quien se casa por poder sin estar presente / brillante como los colores incorruptibles de gules y azur / operan astutamente. Un Sol quieto, fijo / centro e inmóvil e incorruptible de los Dioses / grupos de jinetes / guadañas al rojo de los braseros / Todo semeja haber vuelto / un círculo negro con estrellas. Pese a todo / totalidad esquelética. Los operarios / rupturas de frente y embolsamientos / levanten enseguida los papeles. La tierra arde / recuperar los papeles y cuanta cosa / es como un libro de historia. Mis ejércitos / Hoy es el Pralaya / verse los ladrillos de las paredes rotas / y estoy solo. En la mano / Venusberg de / Tannhauser / hermosa».
Al soldado le quedaba de vida un infinitésimo de tiempo.
«Me ca / nehado / tan es / pero es / va a / maña / se fue / cánicos / un piel / gas enfur / tá ama / sin cesar / Gastón / dispu / vola / y / eléctri / capaces / cionar / oche soñé / ñus.
Ha / icaba el coito / se casa por / sente / orrup / les y az / ran as / incorruptible de los Dio / dañas / rojos de los / seros / ber vuel / írculo negro / lías. Pese a / rios / turas / rente / ientos / levante en / rra ar / perar los / cuan / mo un libro / de his / citos. Hoy es / drillos / redes / otas / toy / olo / mano / häuser / mosa».
El diferencial se acelera:
«M / nch / an / ero / va / ña / fu / can / piel / fue / ta / ce / tón / dis / el / cap / nar / so / ñus / Ha / aba / oito / sa por / ent / rru / es / az / an as / orrupt / os / D / ñas / jo / ser / ber / vu / frc / gr / ll / Pe / los / ura / te / tos / ten / li / ro / is / tos / es / líos / red / ta / toy / lo / ma / Ve / ser / sa».
Al soldado le quedaba de vida un infinitésimo de orden superior de tiempo[165]:
«Colores. Formas. Sonidos. Revienta una montaña de fuegos artificiales de distintos colores. Serpentinas de fuego atraviesan una inmensa superficie al rojo. Un glaciar se desprende.
Una flor se abre. Varias flores se cierran y vuelven a sus botones como una película en marcha atrás. Comienza la filmación. Las máquinas se detienen en un cuadro. Inmensos rollos de cintas se incendian. Nuevas películas, otros movimientos, distintos sonidos comienzan a rodarse. Aparece un oso blanco. Un dinosaurio pasa trotando al lado de Gastón. Todo un edificio hecho con martas cebellinas vivas. La tierra se abre. Comandante Gastón cae dentro de un inmenso abismo lleno de serpientes. Los ofidios se han transformado en un prado lleno de flores, por donde se abre paso. Verde luminoso, plantas altísimas. Hace mucho calor. Pesadas aves, grandes como elefantes, pasan en silencio. Inofensivas y majestuosas, aterrizan en medio de la floresta. Arañas grandes como árboles viven entre las rocas. Gastón queda pegado en un nido y el temblor que transmite despierta a su habitante. El bicho se precipita sobre él, quien no logra desprenderse. Penetra sobre una barca en la Gruta de Fingaal. Oye una música sublime: Las Hébridas de Mendelssohn. Comanda una astronave de combate y ametralla a las concentraciones de tanques soviéticos. Cuando se le terminan las cargas sale del teatro de lucha y coloca su aparato en órbita alrededor de la Tierra. Da varias vueltas con su vehículo, cuyos motores están apagados. El silencio es absoluto. Ve los mares helados de Groenlandia. El Océano índico, en cuyo fondo hay hundido un pequeño coral rojo, no más grande que una perla. Enormes extensiones de arena en los desiertos del Califato de Córdoba. Un país nuevo, llamado Austria, celosamente guardado por la memoria cósmica. La Tecnocracia, erizada de banderas triunfales. Los Estados Unidos y los cheyeenes y el general Custer. Un meteoro de miles de toneladas cae en Arizona estallando como una bomba de hidrógeno. En la próxima vuelta ya se ha disipado un poco el humo y ve un profundo cráter. Arena cristalizada por el calor; transformada en tectitas, brillan éstas semejantes a ópalos.
La ciudad perdida de Ofir. Ur, donde los sacerdotes rinden tributo a An y Enlil. Están construyendo la Gran Pirámide. Gastón es uno de los obreros y transpira arrastrando una piedra sobre terraplenes. Es el Faraón, impaciente porque la construcción no avanza al ritmo adecuado. Hace un siglo que la Gran Muralla china está terminada. Los soldados del Emperador montan guardia pues se teme un ataque por parte de los extranjeros. Acaban de empezar las construcciones. Nuestro Emperador desea una gigantesca muralla que proteja el país. Será un trabajo duro, pero su Voluntad Imperial será obedecida. Gastón trabaja acarreando piedras. De pronto cae y se lastima la cabeza. Es consciente de todo, pero no puede moverse ni hablar. Los demás lo creen muerto y se disponen a emparedarlo en la misma Muralla, según se acostumbra hacer con los trabajadores fallecidos. Con horror indescriptible, ve a través de sus ojos cerrados cómo proceden a tapiarlo dentro de un nicho. Camina por un desierto hecho de bolitas. Aunque pudiera cavarse hasta un kilómetro de profundidad en ese lugar, sólo se encontrarían bolitas; de todos los tamaños y colores. Es de noche y se baña en el mar. El agua es salada y refrescante. En la playa lo espera cierta forma oscura con una toalla en las manos. Sale del mar y se dirige a la figura, pero al aproximarse ve que es un monstruo, el cual es derrotado por una mujer, la cual es derrotada por un jorobado estrangulado el cual es aplastado por un hombre, el cual cae bajo los golpes de la Muerte, la cual es vencida por la Vida.
La Antártida es toda verde: llena de animales y árboles como los de las selvas del Brasil, pero aún mayores. El Sahara está cubierto de nieve y glaciares que miden kilómetros de altura. El mar baña las costas y el puerto de Lhassa. Hace cuarenta días que está lloviendo. “Malo, Daipichi. ¿Por qué mataste a la gente antigua, Daipichi? Dios malo de los pilaguá”. Sale el Sol. Los campesinos siembran. Ciudades lacustres, subterráneas, portuarias. Pone los motores en marcha y arranca al vehículo de su órbita. Acelera. El metal cruje. Las estrellas se mueven. Deja atrás. Marte y, sus tormentas de arena, máquinas y construcciones gigantescas, sepultadas por el monstruoso cataclismo que fue en su momento, la brusca variación de la órbita y el eje del planeta. El cinturón de asteroides. Júpiter y sus borrascas de metano. Ahora ha dejado atrás Plutón. Acelera todavía más. Se acercan la velocidad de la luz. El cielo negro se transforma en pedazos de telón mullido y carnoso. Ondula, transfórmase en espirales alrededor de la nave. Luces, rayas de colores espectrales. Más allá de la velocidad de la luz, en plena velocidad astral. Enanas blancas y gigantes rojas.
Camina por el desierto de Kalahari. Baja hasta el fondo del Gran Cañón del Colorado. Un terremoto, nueve en la escala, se traga una ciudad. Los edificios se desploman instantáneamente sobre Gastón, todo a la misma velocidad: ladrillos, vidrio, polvo que no llega a estar en suspensión. Como si no hubiera aire. Caen granizos grandes como elefantes. Llueve sangre amarilla. La tierra se ha vuelto verde. De los volcanes en erupción sale arena fría y roja. En los océanos el agua ha sido reemplazada por lingotes de oro; llueven rubíes que se hacen trizas al chocar con el metal. Gastón lucha al frente de su ejército qliphoth. Es un soldado y ha caído en Samarcanda.
Es un general y ha caído en Samarcanda. Es el Monitor y ha caído en Samarcanda. Ve a las walkirias, hijas de Odin, descender del cielo montadas sobre sus corceles mágicos. Buscan los cuerpos de los guerreros muertos para llevarlos a Walhalla. A él también lo llevan. Escucha la música majestuosa de Ricardo Wagner. Sobre una prominencia, en medio de un prado lleno de flores, se alza el castillo de los Dioses. Ve sus almenas altísimas, sus piedras gigantescas, el enorme puente levadizo: él solo del tamaño de una ciudad. Ya en el interior de la mansión ve a sus compañeros de Samarcanda, a los vikingos y a todos los héroes que en su tiempo fueron. Allí está el Padre Wotan y su esposa Fricka. Donner, Dios del Trueno. Froh, Dios de la Alegría. Holda, Diosa de la Belleza y la Juventud. Gastón participa en torneos con otros guerreros. Beben cerveza e hidromiel y comen de un jabalí asado que nunca se termina. Le presentan un gran vaso de Monitor Aullando Histérico en las Terrazas. Los Dioses lo consideran una broma excelente. Ve a las walkirias. Son muy hermosas. Aparece la corte de la Diosa Venus, que ahora no lo persigue pues él supo encontrar la flecha. Pero el Antiser, que es Alberich, que es los seis Dioses malditos del Exarca, ha formado un gigantesco ejército con su potencia maléfica. Falsos sapos y falsas culebras han invadido la llanura comiéndose las flores. Ocupan totalmente la extensión hasta donde alcanza la vista. El Antiser, en un bajel hecho con uñas de muertos, se aproxima con su pompa tenebrosa dispuesta a destruir Walhalla. Estalla un enorme incendio espectral que sube hasta las nubes. Donner descarga su martillo una y otra vez sobre las líneas enemigas. Dioses, walkirias y guerreros, se organizan para la batalla. Los muros parecen cubiertos de fina escarcha. Gastón pregunta a Wotan: “Padre, ¿qué será de nosotros?”. El Dios responde, con calma y afecto: “No te preocupes. Aunque todos fuésemos destruidos, el mismo amor con que los Dioses construyeron el mundo y el amor de los hombres que lo defendieron hará surgir una nueva Tierra. El Antiser, con su deseo de muerte, se consumirá a sí mismo. Él no estará en el nuevo Cosmos,” Gastón se abre paso con su láser a través de una selva titánica. Los árboles tienen hojas inmensas y chorrean jugos marrones, gomosos, los cuales descienden con lentitud mediante grandes goterones tubados. Ortigas azules, ciénagas violetas. En medio de un claro, entre la floresta, encuentra una tribu de robots. Son de platino y tienen pies de oro. Lo reciben amablemente. Lo reciben mal y lo matan. Lo reciben admirados y lo eligen Dios. Parecían saber su llegada. Viejas escrituras proféticas hablaban de él: gracias al extranjero, los robots alcanzarán poco a poco el mundo carnal. Se casa entonces con la hija robot del cacique y con muchas otras. Permanece varios años con ellos, como un igual aunque distinto, mientras crecen sus innumerables hijos cyborg (que son un intermedio entre robot y humano).
Es mediodía y hace un calor horrible. Gastón está sobre un bote, el cual flota sobre uh extenso lago de mercurio. Suda con los remos, pues cuesta hacer avanzar la embarcación. No es lo mismo que si fuera agua: el mercurio impone tremendos frotamientos. Con dificultad hunde los remos y hace avanzar el bote diez centímetros; luego se para instantáneamente, debiendo recomenzar. Saca un aparejo de pesca y al rato algo pica. Comienza a extraer una anguila mecánica tras otra. Está en el desierto y ve una formación de tanques dirigidos por el mariscal Wagner, el zorro del desierto, así llamado porque combate contra el Demonio del Desierto. Los oficiales que comandan las unidades blindadas son Schumann, Mozart, Schubert, Strauss, Gluck, Beethoven, Liszt, Mendelssohn, Bach, Ravel y muchos otros. Se han unido a ellos varios compositores japoneses, y también otros, españoles, creadores de cante jondo. Están con ellos los conjuntos Kiss, Pink Floyd, The Police y muchos más. Encuéntranse todos empeñados —lo sepan o no— en furiosa batalla contra las negras huestes de Honegger, Schónberg, Stockhausen, Béla Bartóky otros chichis. Comandante Gastón se suma con sus fuerzas esqueléticas al combate, intentando separarlos y esforzándose por conciliar lo inconciliable. Lo hace en contra de la violenta oposición del Conde de la Laguna, autor de esta novela, quien no busca la conciliación en absoluto[166]. El resultado —previsible— es que ambos bandos lo revientan, con gran alegría del autor[167].
Gastón encuentra en una selva color acero a una tribu de ciento cincuenta mujeres. Ellas lo nombran Dios Vivo y lo llenan de halagos. Cuando algún tiempo después están todas embarazadas, se le acercan muy contentas y sonrientes. Le informan que en esa tribu tienen una costumbre: luego de que los Dioses han fecundado la tierra, los comen para evitar que envejezcan. Un par de glotonas lo pellizcan al tiempo que dicen: “¡Qué ricas chuletas!”. El resto corea: “¡Es un amoroso! ¡Está como para chupetearse los dedos!”. Gastón hace oír sus más vigorosas protestas: que se van a quedar sin Dios Vivo, lo cual las pondrá muy tristes; que por lo menos esperen a tener los hijos: ¿y si nacieran todas nenas? Sería horrible pues caerían en la misma situación anterior, de ausencia masculina. Lo que dice está lejos de ser un disparate: cabe dentro de lo factible que no nazca un solo varoncito. De acuerdo a la ley de las probabilidades de Gauss, la certeza se obtiene únicamente cuando integramos todo el campo probabilístico entre más infinito y menos infinito. Por lo tanto… No puede continuar con sus razonamientos porque en un periquete le meten una manzana en la boca como a los lechones y lo zampan en una gran olla repleta de agua. Arriman leña y le prenden fuego. Muere hervido. Luego de que lo han devorado alguien junta sus huesos, como Isis los restos de su esposo Osiris, y lo resucita mediante un hechizo. Huye con la única mujer que no lo comió. En realidad ella también lo comió, pero lo comió menos. Por otra parte, Gastón terminó comprendiendo que el comer es un mutuo festejo. Y él también la tragó, procediendo posteriormente a resucitarla.
Encontró a la tribu de los Torturadores, cuyos miembros lo recibieron con gran alegría. De inmediato le hicieron entrega de todas sus propiedades y riquezas, las mujeres entre doce y cuarenta y cinco años se pusieron a su inmediata disposición para cualquier cosa que él ordenara, y fue nombrado Padre de todos los Dioses por mayoría absoluta, con sólo cuatro abstenciones. Eso sí: le aclararon que tales homenajes se los hacían a cualquier extranjero, fuera quien fuese; así se tratara de un jorobado sifilítico o una vieja renga. Por lo demás el honor duraba un minuto. Como el plazo había vencido, procederían a efectuarle una prolongada y detalladísima vivisección en la cámara de los suplicios. Posteriormente, mediante una minuciosa autopsia estudiarían el funcionamiento de sus órganos internos. Estaban muy interesados en averiguar cómo era un Dios por dentro. Querían detectar, sorprender al Misterio en sus fuentes mismas. Confesaron estar muy decepcionados hasta la fecha pues las visceras divinas exhumadas y palpitantes no mostraban diferencia alguna con las de cualquier otra persona. No dudaban de que con él tendrían más suerte. Muy curiosos y buscando pistas, los detectives escatológicos. Poseían grandes lupas importadas para ver todo bien de cerca. Las habían sacralizado durante mil días pensando que por no haber tomado antes la precaución mencionada sobrevino el fracaso. Como dichas lupas no eran fabricadas en el país debieron pagarles una verdadera fortuna a los traficantes: cincuenta toneladas de barras de oro. Aun así, lo consideraban un buen y aceptable precio. Con lágrimas en los ojos le confesaron otra de sus grandes preocupaciones: hasta el momento, la totalidad de los relojitos pulsera de carne divinizada se descomponían en el instante mismo de ser abiertos con un garfio. Ello contribuía a dificultar las investigaciones. Ahora bien, si no quería ser descuartizado ya mismo sin falta, como todos los otros, podía optar por otra cosa. Le mostraron una escalera de madera, angosta, de ocho mil metros de altura. La mencionada tenía dos hojas, de modo que las patas de la segunda parte se encontraban en un oasis situado a seis kilómetros del lugar. Debía subir por aquí y bajar por allá. Si conseguía llegar al oasis estaba salvado. Pero ellos le aconsejaron ponerse en manos de sus indulgentes verdugos, que a veces no hacían sufrir más de cuatro días al paciente. Incluso, la costumbre, era dar a la víctima un par de cucharadas de agua en los intermedios comerciales. En la escalera, por el contrario, no había agua ni nada parecido; a partir de cierta altura el frío resaltaba cada vez más intenso. Los aledaños a la franja de seis kilómetros que iba desde ese sitio hasta el oasis salvador, estaban sembrados con los huesos rotos de los que cayeron desde distintas elevaciones. A medida que se subía, los cimbronazos de la escalera tornábanse más y más espectaculares. Algunos llegaron muy arriba, tanto que cayeron trazando largos brazos de parábolas, estrellándose a quinientos metros o más de la franja de aterrizaje. Que no fuera tonto. Que se quedase con ellos y, con el tiempo, llegaría a uno más. Que estaban dispuestos, por amor a él, a llegar a un arreglo: ni siquiera le cortarían la lengua; se limitarían a estirársela un palmo con una tenaza y luego la asarían con una parrillita. Una vez churrasqueada se la devolverían, no exigiéndole nada más.
Gastón se negó en redondo ante la desilusión y tristeza de aquellas gentes, quienes no podían comprender que rechazase tal bicoca. Comenzó a subir. Hacía tanto calor que los peldaños de madera le quemaban las manos. El primer tramo lo subió muy fácil: era tal su temor de que los chichis se arrepintieran de haberlo dejado ir, que ascendió quinientos metros como una exhalación; parecía un trepador egipcio de pirámides. De esta manera, el segmento más caluroso lo recorrió sin darse cuenta. Por lo demás, a esa altura ya comenzaba a estar fresco. Pero sintió, en cambio, el primer picotazo de la sed. Los oídos le zumbaban pues se había elevado demasiado rápido. Todo el armatoste crujía, vibraba y zumbaba. Inclinábase hacia la derecha, luego a la izquierda, todo con bastante violencia. Sabía que no debía mirar abajo. Su única salvación era seguir en forma disciplinada.
Frío intenso. Estaba a mil quinientos metros. Ya en plena noche, y con los cimbronazos que se tornaban más violentos a cada minuto. Soplaba un viento helado que amenazaba arrancarlo de los escalones. Había empezado la altura a partir de la cual los nativos le dijeron que se registraba el grueso de las caídas.
Tres mil metros. Tiritaba agarrotado. Los escalones estaban cubiertos de nieve y hielo. Los dedos, semi congelados, resbalaban. Con angustia comprendió que, al menos teóricamente, era imposible llegar sin equipo. Trató de controlar su nihilismo: se caería entre los cuatro y los cinco mil metros, a causa de la congelación o de un golpe de viento o de un cimbronazo, o simplemente por la falta de aire. O aunque se cumpliera el milagro infinito de que pudiera bajar al otro lado, le tendrían que cortar las manos, los pies, las orejas y la nariz, para evitar la gangrena. Cuando pensó todo eso junto, casi se puso a llorar. Estuvo a punto de caerse. Repúsose; Envolvió sus manos con los pañuelos de cuello y nariz, y siguió trepando con desesperación.
Cinco mil metros. A través de la bruma y la borrasca, le parecía notar los contornos perpendiculares y confusos de la otra parte de la escalera. Si los yogas y los lamas podían hacerlo, él también. Pensó: “La gente se cae porque cree no poder hacerlo. No comprenden que es cuestión de resistir”.
Siete mil doscientos metros. Era una llaga hirviente y helada. Resultaba curioso, pero a partir de cierto momento no hizo más frío que antes. A esa altura la escalera efectuaba movimientos pendulares de casi medio kilómetro. Se le ocurrió un chiste horrible: “Menos mal, dentro de todo, que no debo subir el Everest que son 8,888 metros. Es todo un regalo”.
Siete mil novecientos noventa metros. Le faltaban diez para llegar. El tramo de bajada estaba en frente suyo. Casi podía tocarlo. Se creerá o no, pero subir los últimos diez, metros fue casi tan difícil como el resto. Se le ocurrían ideas locas: “¿Y si saltara directamente al otro lado para ahorrármelos?”. Tenía que combatir a cada rato esta manija.
Le faltaba poco más de un metro para llegar. Exactamente cinco peldaños. No creía tener energía para efectuar el incómodo movimiento, indispensable para pasar al otro lado.
Al llegar arriba “Debería clavar una bandera”, —se le ocurrió eléctrico y chistoso— pasó un pie al otro sitio mientras todo se movía más que nunca. Por un instante quedó flotando sobre un abismo inconcebible. Se le había pasado el frío. Sudaba. No tenía coraje para confiar en su pierna y en su brazo derechos engarfiados en el tramo descendente, y soltarse del lugar de subida. Se encomendó a los Dioses y… pasó al otro lado. Allí cayó en un nuevo peligro pues casi quedó dormido. Además se le instaló la idea de que aún estaba en la parte de subida y no en la de bajada. Sobreponiéndose a todas esas ilusiones mortíferas, comenzó a descender. Cada tanto le ocurría que las inercias del trabajo anterior lo incitaban a subir en vez de bajar.
Estaba a seis mil metros. Por comparación hacía calor. Había perdido la cuenta de los días sin dormir, sin comer y con frío. Para gran suerte suya no era consciente de su debilidad.
Bajó otros cuatro mil metros. Sólo faltaban dos kilómetros para llegar. Le entró una alegre somnolencia amodorrante y funesta. Si se dormía en la escalera, estaba perdido. Sería tristísimo caerse ahora. Su cuerpo era una máquina maravillosa, de las mil y una noches, independiente de él. No sentía manos ni pies y por momentos sospechaba que pertenecían a otro. Ahora lo sabía: tratábase de una escalera infinita: Lo habían engañado con aquella trampa; aunque bajase cinco años luz, durante millones de siglos, nunca podría dar término a su viaje, ni llegar al fondo, por inexistencia de este último.
Le faltaban únicamente seiscientos metros. Hacía rato que sobre los peldaños no había nieve —ni agua, por lo tanto— y volvió a sentir sed. Se permitió mirar abajo y vio la mancha verde del oasis al pie de la escalera. Un mareo le advirtió que tales vistazos no eran saludables.
A trescientos metros el calor resultaba infernal. Y peor aún a doscientos, a cien metros. El sol se cebaba en sus llagas. Gemía débilmente. Pero continuó empecinado el descenso.
A cincuenta metros se le instaló otra manija: que se dejara caer para llegar antes. Que no le iba a pasar nada: si total faltaba tan poco. Además, con todo lo subido y bajado, el cuerpo fue venciendo poco a poco a la ley de la gravedad. Si se soltaba no caería a plomo: el descenso sería suave, como una pluma, sobre el agua —¡agua!— del oasis que lo esperaba. Cuando se dio cuenta de la presencia de aquella idea diabólica, comenzó a llorar con furia.
Sólo faltaban diez metros. Estaba en medio de las palmeras. Entráronle deseos de seguir bajando por ellas, tal era su asco por la escalera. Tocó una corteza melancólicamente. Casi se cayo. “¡Pero dejáte caer ahora mismo, tonto, si no pasa nada! ¿No ves que ya llegaste?”. No prestó atención a esa voz maléfica y siguió bajando.
Cinco metros. Cuatro, tres, dos. Un metro. Podría haberse dejado caer sobre la arena; pero ahora él no quiso. En su delirio le pareció haberse vuelto como de cristal: se haría trizas si golpeaba con brusquedad. Así, bajó todos los peldaños: hasta el último. Ya sobre la arena tuvo la misma sensación de los marineros al tocar tierra firme: que todo era un barco bamboleante. Trastabilló tres agarrotados pasos, con los labios y la cara partidos por el calor y el frío, la lengua negra por la sed, y cayó a cuatro metros del agua. Comenzó su lento arrastrarse. Aquello era una nueva escalera, sólo que acostada. Luego de luchar centímetro a centímetro durante media hora, llegó. Bebió dos litros sin parar. Tuvo miedo de tomar más. Siempre arrastrándose alejó un poco su cuerpo. Tenía miedo de dormirse sobre el agua.
Cerca del lago y boca arriba, delirando, lo encontraron unos negros guerreros, quienes efectuaban patrullaje por el desierto. El médico brujo de la tribu lo curó. Incluso pudo salvarle nariz, manos y pies. Cuando veinte días más tarde salió de su delirio, vio a una negra que le extendía un plato con caldo.
Penetró en el interior de una ciudad en ruinas. El patio de cierta casa derruida mostraba uno de esos pozos con roldana para sacar agua. Todo era muy normal. Hasta pudo observar un balde sobre la pequeña obra de albañilería, decorada con motivos cretenses.
Levantó una tapa de chapa oxidada y miró. No bien lo hizo se desprendió parte de los ladrillos del brocal y cayó al fondo. Era hondísimo. Aquello debía medir un kilómetro o más. Y abajo no había agua común. Estaba agazapada una suerte de líquido viviente, cilíndrico —no tenía forma propia y por lo tanto adoptaba la del pozo—, que se movía extendiendo y contrayendo seudópodos. Quién sabe cuánto llevaba sin comer ese pobre animal.
Para suerte de Gastón, el bicho era muy tonto. Debió comprender que un hombre, por más apetitoso que sea, cayendo desde un kilómetro, atraviesa como una bala cualquier masa gelatinosa. Después del tapón vivo que hemos mencionado, el pozo continuaba. Gastón cruzó el Centro de la Tierra y, debido a su masa inerciada, subió por el otro lado. Temió encontrar un techito y hacerse mierda.
No había tal cosa. El pozo perforaba limpiamente el planeta y salía por la antípoda, donde también estaba el brocal de otro pozo, decorado éste con ideogramas.
Esperó que ningún chino, coreano o vietnamita tuviese su misma brillante idea —esto es: caer por el otro lado—, pues la coincidencia de los cuerpos en el mismo punto, con sus inevitables frotamientos y desgastes, constituiría una desagradable experiencia para ambos.
Felizmente ningún oriental tenía sed ese día. Gastón llegó a vislumbrar la luz del otro lado, grande como una moneda. Justo ahí se le terminaron las inercias y quedó flotando en el aire. Extendió sus brazos con desesperación tratando de asirse para impedir la caída. Se desprendió la roca y descendieron ambos, a velocidad uniformemente acelerada. Resultaba igual que un sueño, sólo que aquí no había despertar.
Atravesó nuevamente el Centro de la Tierra y comenzó a subir.
La ameba gigante de un principio, viendo que le tiraban cosas, en vez de subir saliendo afuera, decidió bajar todavía más la muy estúpida. Vio que otro proyectil se le acercaba raudo, esta vez desde el lado opuesto; lanzando gritos de terror, el monstruo le abrió paso: de ninguna manera quería que volviesen a maltratarlo. Así, pues, practicó un vacío cilíndrico en su propio cuerpo y Gastón pasó limpiamente por el agujero.
Se le terminaron las inercias de subida, cuando la luz de la salida del pozo brillaba como una estrella. Mientras se aferraba a otra roca —la anterior, como tenía menor superficie que Gastón y por lo tanto menos frotamientos, subió un poco más y en ese momento estaba retornando—, Gastón oró con desesperación: “¡Oh, Dionisios! Tú que te compadeces de los tontos como yo. No permitas que me queda flotando en el Centro de la Tierra per sécula, o me moriré pa’ siempre”.
Cuando todo su peso le fue devuelto, casi se desprendió.
Para colmo, la roca que caía le pasó zumbando muy cerca.
Pero pudo aguantar. Practicó alpinismo subterráneo durante un kilómetro y medio y salió con los dedos sangrando. Había luna llena. Las ruinas del brocal estaban iluminadas como en una ópera; como en la escena del cementerio del Don Giovanni de Mozart, exactamente.
La sed lo torturaba una vez más. Durante un segundo, casi se volvió al pozo para ver si tenía agua. Pero un rato después la consiguió de sobra pues llovió a cántaros.
Gastón es tripulante de un buque ballenero. Muy cerca retozan enormes cetáceos. Baja en una chalupa junto a otros compañeros, todos armados con arpones. Surge de improviso una ballena dorada. Lo raro no es tanto su color. Lo más extraño que posee aquel animal…»
En un desesperado intento, la Fuerza Aérea tecnócrata continuaba enviando algunos aprovisionamientos al 13er ejército. El comandante Olegario Escaleno se puso al habla con el general Pedro Gorovín Iseka para quejarse: cuando por casualidad lograba descender una nave aérea en Samarcanda, los soldados demoraban muchísimo para bajar los abastecimientos; esa situación no podía continuar. Pero el general Gorovín estaba al borde de sus nervios; no podía aguantar reproches: «Espere un momentito: si quiere le doy con los rusos. ¿¡A quién le hace reproches!? ¿¡A los muertos!?».
Y así, de la manera descripta, los tecnócratas, quienes habían ido hasta el momento de victoria en victoria, fueron derrotados en una ciudad absolutamente insignificante desde el punto de vista político, militar y económico. No así de ínfima en su aspecto simbólico o mágico, claro.
Poco a poco, los Evtushenko III y IV arrollaron toda resistencia dentro de la bolsa.
El general Pedro Gorovín Iseka, comandante del 13er ejército, murió en combate, lo cual le ahorró la humillación de una capitulación incondicional. Según el código militar japonés[168], la rendición debía considerarse como una acción vergonzosísima. Pero el general Pedro Gorovín Iseka no era japonés y ni intenciones que tenía de serlo. De tal manera, viendo la muerte cerca, no sabía qué hacer cuando le llegara su turno. ¿Rendirse? ¿Suicidarse pegándose un súper electroshock en la cabeza con su pistola eléctrica, a la manera de los generales legendarios?
Encontrábase sumido en estos pensamientos cavilantes cuando una granada rusa de alta perforación atravesó el techo de su bunker haciendo un agujero redondito e impecable. Le cayó exactamente arriba del casco, donde reventó. Con estas dudas se fue al mismo infierno y entró en eternidad. Todas las veces que en su estado de muerte rememoraba y/o vivía su existencia con variaciones, terminaba pasando inevitablemente por el hecho irrefutable de la duda. Así: una y otra vez hasta la consumación de sus siglos. Lo malo —o lo bueno, según— de la muerte y de los pensamientos que se tienen en su interior es que ni la guerra temponuclear puede matarla. Así, pues, el cerebro de Pedro Gorovín Iseka fue desintegrado; pero el casco que cubría su cabeza, si bien quedó abierto desde la cúpula hacia todos lados como una puntilla rococó de infinitas filigranas asimétricas, permaneció unido en una sola pieza.
Cuando el Monitor supo —gracias a Arnaldus el Enorme— el fin secreto de Pedro Gorovín, comentó lacónicamente: «Bueno, está bien. Por lo menos el casco demostró tener integridad».
Los generales capturados en Samarcanda, luego de que hubieron comido y bebido en abundancia, recibieron de manera más bien curiosa a los oficiales soviéticos que venían a interrogarlos.
El general Debiraberoberbeter se les puso de costado, como un karateca, y levantó los puños —siempre hacia el perfil— como invitándolos a pelear; incluso largó cierto ruido sordo, gutural: «¡Uaa!». (acentuando la «u»). Duró dos segundos. Abriendo los brazos y sacudiendo la cabeza con una gran sonrisa —como dando a entender que su insólita actitud sólo era un chiste fraternal—, se acercó al delegado ruso y le dijo: «¡Adelante, camarada! ¡Seguro tendrá muchas preguntas para hacerme!». El ruso cortó en seco su efusividad, diciéndole que al Ejército Rojo no le hacía ninguna falta su información.
Otro general retrocedió hasta el fondo de su cuarto, fingiendo estar aterrorizado. En una pantomima se cubrió la cara con los brazos al tiempo que decía con cómico horror: «¡Los rusos! ¡Los rusos!». Luego de aquella payasada, sonrió y dijo muy suelto de cuerpo: «¿Cómo nos ganaron, eh? Se ve que están aprendiendo ahora. ¿Desean preguntarme algo?». ¿Qué supondría? ¿Que lo iban a nombrar asistente militar?
Pero el más sorprendente en todo sentido era el general Franklin Bolas Largas Tarascón. Orejas arrepolladas, cara de bulldog, ojos chiquizuelos y pelo cortito color cepillo de baño. Digno de un zoológico. Cualquier institución de éstas lo tendría como uno de sus ejemplares más raros y valiosos. Tenía una dentadura formidable, que metía miedo. Un mandril se la habría envidiado. Aquellas defensas dentales eran tan magníficas que llevaba los colmillos perpetuamente fuera de sus labios. Le encantaba morder ramas y palitos, a los cuales hacía trizas con sus dientes. Todos los generales tecnócratas tenían sus pechos llenos de condecoraciones. Todos menos él: se las había comido. Cuando los rusos entraron a su cuarto, los recibió a rugidos y escupió varios fragmentos de corteza de árbol. «¿Qué demonios quieren, chichis?», preguntó groseramente. «Pórtese bien, animal —le dijo uno de los oficiales soviéticos—. Ya que es tan malo, ¿por qué se dejó agarrar?». Cuando escuchó aquello se puso verde. Presa de un ataque de ira echó miradas ansiosas por todo el cuarto buscando un pedazo de madera. Adivinándole la intención, un ruso le tiró un palo de regular tamaño. Tarascón lo abarajó en el aire con los dientes y, en un santiamén, lo redujo a una pulpa babosa. «Para quitarle esa necesidad de morder cosas… esa manija como dicen ellos, me dan ganas de romperle la dentadura de una trompada», comentó un ruso lleno de asco.
Mientras estas escenas tenían lugar en las cercanías del Alto Mando soviético, los últimos focos de resistencia, integrados por tecnócratas reducidos a piel y huesos, luchaban ferozmente negándose a capitular. «¡Ríndanse, pelotudos! ¿No se dan cuenta de que sus jefes ya se rindieron?», les gritaban los soviéticos mediante altavoces.
Unos cuantos grupos se entregaron; otros siguieron luchando, parapetados tras montañas de excrementos, esqueletos destruidos, Agathor oxidados, cañones retorcidos, ladrillos, tierra y cuanto resto y chatarra pudieron encontrar.
A quienes no querían rendirse, primero los cañoneaban desde corta distancia con láser y eléctricos. Luego los Evtushenko se encargaban de masacrar aquello que aún respirase.
En toda la Tecnocracia las banderas —miles y miles— están a media asta. Se han encendido las hogueras funerales que consumirán los cuerpos de innumerables Sigfridós.
Muerte.
Espada.
Muerte.
Sigfrido.
Tocata del Cuerno.
Brunilda.
Muerte.
Maldición.
La agonía del 13er ejército fue especialmente conmovedora porque la tropa combatió hasta la inmolación, aun sabiendo que para ellos no había esperanzas de ninguna clase. Ni la más leve, milagrosa o remota.
Y así, de uno en uno, y de diez en diez, y de cien en cien, fueron entrando en la muerte.
Era desesperante para soldados que habían sido heridos dos y tres veces en la campaña de Rusia ver que hasta los láser tornábanse impotentes para perforar las defensas electrónicas de los Evtushenko IV. Hacia el final los masacraban sin poder al menos destruir un enemigo. En esta forma, poco a poco, los fueron matando a todos.
El Destino.
El Canto de Muerte.(La Walkiria).
Maldición.
Maldición.
Maldición.
Canto de la Muerte (Tristán e Isolda). So Stur ben wir, um un ge trennt,…
A partir de este momento empieza la narración de la batalla de Samarcanda desde el punto de vista del hielo.
En Samarcanda aún quedan mezquitas de la época de Tamerlán (o quedaban, hasta la gran batalla). Es una ciudad rodeada por silenciosos desiertos. En general los accesos pasan por una región llena de dunas amarillas, sin árboles ni hierba, donde pueden llegar a existir calores de más de 40° C a la sombra. Fue conquistada por Alejandro Magno. En homenaje a este rey se le dio su nombre a un lago de las cercanías: Isjánder-kul. En la ciudad, de ninguna manera está presente el asfixiante calor del desierto. Es fresca, templada y de inviernos benignos.
Por lo dicho resultó increíble el comportamiento atmosférico no bien el 13er ejército comenzó a penetrar en la zona. El mercurio descendió a cero grados de golpe, en el transcurso de una tarde y una noche. Y siguió bajando: 5, 10, 15; 20° C bajo cero. Jamás se había visto algo así en esa región. Era tan insólito como que una jungla tropical se transformara en el Polo Norte, o que de buenas a primeras comenzase a nevar en los desiertos del Califato de Córdoba.
Cuando la batalla de Samarcanda estaba en su apogeo, los soldados debieron combatir bajo temperaturas oscilantes entre los 35 y 40° C bajo cero. Luego de que Segurinsky hubo cercado a los tecnócratas con triple anillo para impedir que pudieran romperlo y escapar, llegó a -45° C. En los últimos días de agonía del ejército sitiado se alcanzó la mínima de 51° C bajo cero. Los naturales de la región huían despavoridos y no precisamente por miedo a los tecnócratas. Era algo jamás visto y que nunca volvió a ocurrir.
La zona de frío era un círculo perfecto. Medía ciento cincuenta kilómetros de radio y su centro estaba en la ciudad. Más allá de él hacía calor. Una vez que se cruzaba el borde, la definición resultaba tan nítida que la columna mercurial subía de 40 o 41° C bajo cero a 39° C sobre cero. De un metro al siguiente ocurría el increíble salto. No tenía explicación física. De este lado, arenas ardientes; cien centímetros después, comenzaban los azules glaciares. Cualquiera que intentaba atravesar la barrera en un sentido o en otro, caía muerto por el shock; a menos que contase con protección suficiente.
Los rusos, antes de enviar refuerzos, aclimataban a sus soldados en las naves aéreas, bajando artificialmente la temperatura en su interior. Lo mismo hacían las tripulaciones de los Evtushenko, dentro de éstos, cuando se sumaban a la lucha. En realidad se trataba de un verdadero pozo de frío. Un cilindro helado, cuya base era el círculo del cual se habló, pero de una altura estratosférica. El vapor de agua de las nubes se cristalizaba instantáneamente al penetrar, cayendo una perpetua lluvia de agujas de hielo que parecían brotar de las paredes del cilindro.
Tal diferencia entre las masas de aire frío y caliente tendrían que haber producido huracanes como jamás se soñaron en la Tierra. Sin embargo alguna fuerza misteriosa sostenía los equilibrios, ya que fuera del cilindro todo estaba en calma.
Luego de que el 13er ejército fue aniquilado; la temperatura comenzó a ascender. Doce horas después de la destrucción del último foco de resistencia, el termómetro marcó cero grados. Pasadas otras doce horas, la temperatura fue de 36° C sobre cero a la sombra.
Los hielos formados gracias a la nieve glacial durante las semanas de lucha, y que en zonas eran de varios metros de profundidad, estallaban a causa de la violenta variación de las condiciones termodinámicas. Con motivo del brusco deshielo hubo inundaciones; toda la zona se volvió intransitable por el barro arenoso, de un metro de espesor.
Se produjeron también terribles ciclones que sepultaron la ciudad, sus cadáveres y máquinas muertas, como si se tratara de las ruinas de Ur o cualquier otro antiquísimo poblado.
Más allá de los fuegos sólidos, rojos líquidos y metales gaseosos, hubo otro combate: en toda la gama de los fríos y en la totalidad de los azules. Un combate más difícil de ver y comprender al principio, pero que al final terminaría por adueñarse de la situación. Una batalla entre los colores helados, fríos del espectro. Se entremezclaban con los blancos, negros, violetas, lilas y azules de fuego. Por eso confundían.
Pero los magos de uno y otro bando no se dejaban engañar. Estaban perfectamente enterados de que la Tecnocracia no sólo estaba perdiendo la batalla solar en ese sitio, sino también la del hielo.
Los muertos se iban acumulando al lado de grandes montañas de excrementos helados. Los cadáveres, a causa de las temperaturas glaciales de 45° C bajo cero, no despedían mal olor. Sin embargo estaban absolutamente podridos. Los cerrados uniformes habían sido diseñados para que los soldados no sintieran las bajas temperaturas. Como es lógico, el dispositivo continuaba funcionando luego de morir los interesados. A través de las partes de plástico transparente, se veían inmensa masas de atareados y bulliciosos gusanos. Una integral de volumen de pequeños ruidos, aunque desde afuera no pudieran oírse. Los gusanos no osaban acercarse a los lugares donde el uniforme estaba roto o quemado, huían de aquellas horribles masas de carne helada, grandes —en lo que a ellos se refería— como icebergs. Cuando los desgarrones eran demasiado extensos, el frío penetraba hasta el último rincón impidiendo la existencia de estos seres.
A veces, la explosión de una bomba rompía el uniforme de un cadáver lleno de gusanos. La destrucción del dique plástico permitía la brusca invasión del frío, el cual transformaba aquellos gnomos en trocitos de hielo.
Es cierto que los uniformes tecnócratas protegían a los soldados en todo el cuerpo —salvo en ciertos sectores del rostro, por lo cual hubo muchísimos casos de congelación de narices y mejillas—; gracias a ellos podrían haber aguantado temperaturas de 100° C bajo cero, que nunca se dieron. Es verdad también que los tecnócratas, gracias a un dispositivo interno de los uniformes, podían hacer sus necesidades sin desnudarse, desprendiendo luego los recipientes con excrementos y orina. Pero también es exacto que, en la última parte de la batalla de Samarcanda, se habían terminado las bolsas para eliminar estos residuos; los soldados se veían obligados a hacer sus necesidades al viejo estilo, con lo cual miles murieron congelados.
Muchos caían muertos debido al violento shock, no bien se abrían el uniforme. Otros aguantaban, pero los excrementos salían hasta un punto: luego se convertían en pedazos de hielo y tenían que arrancarlos del ano con los dedos. Cuando orinaban era aún más doloroso: el pis quedaba endurecido como una flecha, incrustada en el agujero urinario. También de allí debían arrancarse aquello con los dedos y renunciar a seguir aliviándose, para evitar la congelación del miembro. Es por ello que la mayoría prefería hacer sus necesidades dentro del uniforme. Luego de días y semanas de combate, las perneras de algunos estaban hinchadas a causa de toda la orina y los excrementos. Prácticamente nadaban dentro de ese líquido pestilencial, con muy grave riesgo de enfermedades infecciosas en su aparato genitourinario.
Cuando alguien cedía una vez a la tentación de aliviarse en esa forma, estaba obligado a continuar haciéndolo. La apertura voluntaria del uniforme, así como también cualquier accidente de combate, significaba la instantánea solidificación de los desechos. Quedaban transformados en estatuas, del vientre para abajo, y morían con rapidez.
Era notable la diferencia de sensaciones entre la parte protegida por el uniforme y la cara, que él no cubría. Como si los soldados estuviesen asomando sus rostros a otra dimensión, o en el helado planeta Saturno.
It was not a party.
Las tropas de auxilio de Ladrido von Malzam llegaron a cincuenta kilómetros de Samarcanda. Desde allí presenciaron los espectrales resplandores de las bombas y de los gigantescos incendios. Como una acumulación inconcebible de piedras preciosas y otras riquezas, de algún legendario botín tártaro. Pero todo helado: curiosamente, pese a los incendios, no daba la sensación de que allá hiciera calor.
Los soviéticos habían alcanzado a industrializar un poco a Samarcanda en las épocas de paz. Existían dos o tres fábricas enormes, por las cuales se combatió mucho a temperaturas de 30, 35, 40 y hasta 45° C bajo cero. Cambiaron de mano varias veces. Algunas chimeneas y estructuras sobrevivían pese a los feroces combates.
Los rusos, conocedores de las curiosas características de los bombardeos —que destruyen la totalidad de las casas pero respetan las chimeneas—, se habían refugiado en aquellas torres. Varios grupos suicidas camuflados y armados con láser, esperaron a que los tecnócratas ocupasen las ruinas de la ciudad. Luego destruyeron docenas de blindados desde tales refugios, disparándoles en las partes traseras o sobre los costados. Cuando los tecnócratas comprendieron el truco, se dedicaron a desmenuzar todas las chimeneas de la ciudad: hubiera o no soviéticos en ellas. Por las dudas.
Al principio la nieve caída era sedosa, fina, blanda al tacto. Luego se fue aterciopelando en superficies satinadas. Después los cúmulos se afacetaron en grandes y pulidas caras resbaladizas, como colosales diamantes cubiertos de aceite. Onduladas y brillantes barras de mercurio plutónico, sobre las cuales se depositaba un color negro de cementerio, grasiento, que caía del cielo con lentitud. Desiertos lívidos y amarillos, con falsos oasis azules. Los últimos soldados chapoteando en charcas venusinas.
Aquella heladera cilíndrica —recordemos que el frío había adoptado esa forma en la región—, propia de los espacios interestelares, transformaba todos los fluidos en helados sólidos cristalizados. Ciertos gases espesáronse hasta caer en lluvia sobre sustancias coaguladas. Las estepas daban la impresión de estar azotadas por vientos de metano, como en el planeta Júpiter. Algún destello a lo lejos, cuando ya se había dejado de combatir en ese sector. Leves rescoldos de alguna falsa actividad volcánica marciana, junto a turquesas líquidas. Arañazos en el suelo a causa de las bombas, daban la ilusión de canales. Perturbadora irrealidad de diamantes gaseosos, constituyendo la atmósfera de cavernosas escarchas. Combatían en un lugar parecido a la Tierra hace millones de años, ante un Sol con fuego en retroceso y donde hasta los planetas más cercanos al astro padecían Edades Glaciales. Con fragor surgían hielos rugosos, llevando aún el color tenue de las profundidades abisales, para sufrir al instante una inmersión en vastos sedimentos.
Nieve de más de un metro de altura. Y seguía cayendo.
Muchos soldados tecnócratas calentaban un ladrillo y con él trataban de impedir el congelamiento de sus láser ligeros.
Miles de soldados de uno y otro bando, presos en el hielo como los mamuts.
Cincuenta y un grados centígrados bajo cero. Nieve, hielo, escarcha y frío. Aún se movían algunos autómatas semidestrozados; eran lo que restaba de los esqueletos mecánicos del 13er ejército, pero con la mayoría de los circuitos cerebrales dañados y ya sin capacidad combativa. Deambulaban como las figuras de un Museo de Horrores para robots, tropezando por todas partes con hielo roto.
La desolación. Grandes planos helados. De pronto se desató una tormenta terrible. Comenzaron a caer cantidades de nieve jamás vistas en ningún lugar de Rusia. Y qué nieve tan rara: no era como ella es en realidad, sino como uno la imagina cuando todavía no la vio por primera vez. El cielo se había vuelto negro. Aquellas miles de toneladas de copos helados sepultaban las armas pesadas, los puestos de observación, los refugios, las casamatas, la nieve y las ruinas en general. Luego el frío solidificaba el conjunto, dejando gigantescas columnas y montañas como túmulos.
Cincuenta y un grados bajo cero, según se dijo. La nieve estaba petrificada. Ya ni la dinamita habría sido capaz de romperla. Entonces, con toda paciencia, los oficiales ordenaron descongelar los fusiles y pistolas láser, y con ellos cortar bloques de hielo para abrirse paso y despejar los accesos. Una vez que un reparo quedaba libre, los soldados se precipitaban en él para guarecer sus rostros del viento. Ello aumentaba el peligro de que unos pocos disparos matasen grandes masas de hombres. Los oficiales debieron mostrarse muy enérgicos para impedir aquellas concentraciones prematuras y mortíferas.
Hacía tanto frío durante algunos combates, que las estrellas brillaban con una intensidad desconocida. Parecían planetas; quince Martes rojos, doscientos Júpiter azul brillantes, diademas de Mercurios, Saturnos de anillos como nebulosas, Tierras blanco azuladas, sectores enjoyados por incontables Venus. También la propagación de Urano; Neptunos formando cúmulos galácticos; y otros más, diminutos y lejanos, parecidos a Plutón.
En un promontorio, el hielo formó una constelación de agujas resplandecientes. Formaban guardia las sales paramagnéticas de la física de las bajas temperaturas: sulfatos de hierro y amonio, nitrato de ceno, el alumbre amónico-férrico y el sulfato de cromo.
Los cañones eléctricos y lanzarrayos continuaban con sus descargas de alto voltaje.
Había nieves doradas. Nieves negras. También azules como zafiros pulverizados, mezcladas con turquesas. Cayó una nieve roja que jamás volvió a existir en él mundo. Quizá sí en otro planeta. Y una nieve de un blanco extrañísimo, desconocido. Y algo parecido a largas escarchas verdes, clavando como espadas unas gigantescas acumulaciones casi comestibles de helados amarillos. Bloques de hielo color cereza.
Aunque son rusos y no sus soldados los que asedian, de todas maneras se alza sobre los muertos el horrible poema del Soriator, quien se proponía escribir una poesía mágica, en soria antiguo, para destruir con la fuerza de su conjuro a las tropas tecnócratas. Y aunque él no tenía capacidad para crearlo, parecía que alguien agazapado, más grande e invisible, lo susurró con sus labios podridos[169].
El escarlata glacial se mezcla con verdes azulosos. Nieve castaño rojiza cubre con lentitud los amarillos naranja y los tanques jaspeados. Los hongos arbóreos son atacados con armas árticas. Luego de una explosión aceitunada, quedan setas con forma de cráneos.
Cucuruchos llenos de algo como nitrógeno líquido —transparente, casi incoloro si se exceptúa un levísimo tinte azulado—, derramando su contenido sobre cremas escarchadas. Musgos, líquenes, estepas y tundras. Grandes glaciares se agitan con furor, entrando en colapso y deslizamiento. Algas fósiles y volcanes extintos de nieves eternas. Entrechocar de témpanos. Grandes islas flotantes de hielos perpetuos. Envolturas de coronas. Velocidad de propagación. Descarga de resplandores. Dientes disipadores de energía. Ruinas de hielo, también bombardeadas y colocadas encima de las otras ruinas como una ciudad superpuesta. Enanos amarillos chapoteando en agua pesada, bajo una atmósfera de gases fríos.
Caen grandes bolas de cuarzo birmano. Espacios interestelares. Campos magnéticos. Grandes carámbanos pendientes. Una muralla infranqueable entra en colisión, desprendiendo una fosforescencia verdosa. Chirridos ensordecedores. Con estrépito, la bandera se desprendió de sus cristales. Crujido de vapores helados: el combatiente subió su mano y apartó aquellas masas con un siseo de telarañas. Amarillos rojizos con setenta y cuatro facetas. Desiertos monótonos y remolinos petrificados. La grandiosidad espectral de las murallas de hielo.
Del espacio empezaron a caer más cosas. Eran granizos marrones, algo amarillentos y grandes como pelotas de tenis; el hielo apelmazado con la arena.
Y luego cayeron bolas de barro, perfectamente esféricas y del tamaño de una cabeza humana.
Inmensos colores de plomo exhalan vapores. Una atmósfera joviana de amoníaco y metano. Flotaban pequeños núcleos metálicos. Entre la bruma y la niebla podía verse una extensión de joyas deslumbradoras, iluminada por algas eléctricas. Cayó una nueva masa de nieve finísima, impalpable; pero toneladas de ella. Se oían chasquidos de látigo y trompetas. Helio, neón, argón, kriptón, xenón. El Sol transformado en enana roja. Gases dorados, blancos refulgentes, blanco azulados, amarillentos, argentados, anaranjados y rojo rubí. Sirio, Proción, Canopus, Casiopea y Las Pléyades. El Cisne, El Escorpión. Una corona de vapores ionizados. Océanos de gases comprimidos, nubes líquidas y una lluvia de hidrógeno. Sucesivas bandas de colores: grisáceos, blancos y oscuros. Un planeta amarillento, desprovisto de atmósfera. Eclipse anular y penumbral. Coronas Boreales. Osa Mayor, Grulla y Centauro. Anhídrido carbónico solidificado. Un cono de sombras.
Samarcanda parecía cubierta por un hechizo. Súbitamente se había transformado en hiperbórea. Avanzaban masas polares. Los soldados estaban en la Edad Glacial. Los estampidos y los chorros de energía, provocaban efectos de luz y reverberaciones.
De pronto, créase o no, comenzaron a llover espejos de todos los tamaños. Lentamente descendían del cielo y se acostaban en la nieve o se incrustaban en ella. Algunos eran diminutos, como espejos de enano. Otros, grandes como icebergs, pesaban miles de toneladas. Estos últimos se hundían al principio con un susurro, luego con sordo bramido a medida que iban serruchando los escombros y la tierra helada. Muchos soldados murieron en sus refugios, aplastados por aquellas grandes masas fantásticas.
Y eran espejos, de ello no cabían dudas. Absolutamente convincentes, como hechos por el hombre. Podría sospecharse que en realidad estaban compuestos por grandes planos de hielo. Pero no: eran de puro y simple cristal, según luego comprobaron los sobrevivientes.
Los rusos, atónitos, contemplaban lo dicho desde lejos. Cuando se repusieron de la sorpresa, los jefes de artillería —con esos reflejos propios del soldado—, dieron la orden de reiniciar el fuego.
Pedazos de cristal volaban hechos trizas. Una lluvia de fragmentos cayó sobre Samarcanda, mezclándose con la nieve y el hielo. Flotaba un polvo de vidrio que se metía en los ojos y en los pulmones. Los espejos de dimensiones colosales no terminaban rotos al primer impacto. Al principio resistían pero luego se rajaban con ruido de abismo, cayendo a tierra —ahora sí velozmente— grandes rocas filosas. Cuchillos enormes trazaban molinetes y mil luces. Fulgores, reflejos de las explosiones que se sucedían sin tregua. Azules con radiaciones azuladas, verdes verdosos, amarillos amarillentos, fósforo ardiendo sobre rojo cromado, escoria de manganeso y color estaño y plomo.
Luego de que todos los espejos fueron rotos, sobre Samarcanda quedaron montones increíbles de tales escombros. Una rajadura en los uniformes significaba la muerte por congelación. Pero ni aun así se rendían. Ni con toda esa agresión sobrenatural y fantástica, propia de un cuento de hadas.
La caída de los espejos, así como también el bombardeo con pelotas de barro —para mencionar sólo dos cosas—, fue contemplado y verificado varias veces por los magos de la Tecnocracia.
Quizá la explicación fuera otra y muy sencilla: en realidad, todos estos prodigios ocurrían en el astral. Cuando los rusos veían aquellos espejos, lo hacían con los márgenes de sus miradas y no eran conscientes de ello. Contemplaban un espejismo: enormes chimeneas y paredes aún en pie, y creían estar asombrándose de eso: ¿Cómo? ¿Todavía quedaba algo? ¿Resultaba posible que como tontos todavía no hubiesen destruido este o aquel refugio, al alcance de sus manos? Pero, en realidad, lo que los rusos no sabían era que la verdadera causa de su asombro radicaba en las fantásticas apariciones astrales que estaban presenciando, camufladas con el velo de la materia. Y lo mismo les pasaba a los tecnócratas: cuando un soldado se rompía el uniforme con una de esas cimitarras de vidrio, creían habérselo desgarrado con una madera o una roca. Morían con tal convencimiento, aunque por dentro supieran perfectamente de qué se trataba.
Quizá ni siquiera hiciese frío. Tal vez la batalla no se libraba sobre los hielos sino a una temperatura muy normal; entre ruinas cubiertas de polvo, sin nieve alguna, y rodeados de inmensas acumulaciones de arena.
Ambas cosas sucedieron. Tan sólo dependía del plano en el cual el observador se estuviese moviendo en ese momento. Las dos formas de contar la historia resultaban ciertas y reales: tenían una región en común donde se unían y los resultados fueron idénticos.
Si en realidad nunca hizo ese frío, ¿de dónde salieron las quemaduras tan particulares que ostentaban los muertos? Decían que provenían de las llamaradas del napalm o de los lanzallamas. Curioso que sostuvieran eso, pues las lesiones no correspondían a las provenientes de tales armas —por completo distintas—, sino a las producidas por bajas temperaturas. Tampoco los desgarrones, pinchazos y cortes, impecables, como hechos por hojas de afeitar, podían haber sido causados por piedras o ladrillos rotos, sino por el vidrio.
Eran las cuatro de la madrugada. A través de un humo espeso, los rusos penetraron en aquel vasto cementerio de hombres y máquinas; en lo que había sido la bolsa de Samarcanda hasta que murió su último defensor.
Fusiles eléctricos rotos; láser de mano inservibles; pedazos semifundidos de cañones; cortezas de Agathor, abiertas y con el interior lleno de nieve. Restos ennegrecidos, hielo sucio, cadáveres congelados. Algún fragmento de esqueleto mecánico, que alguien podía confundir con un soldado humano que se descarnara anticipadamente. Nieve fundida en grandes lagos instantáneos a causa de un ataque aéreo especialmente fuerte, con témpanos flotando a la deriva; vuelta a congelar casi de inmediato, paralizando de golpe los recién iniciados movimientos. Podía imaginarse como si todavía estuviera ocurriendo.
Había rodillos de nieve: cilindros perfectos que nadie sabía cómo se formaron. Al principio creyeron que los tecnócratas habrían serruchado árboles para alguna defensa. Luego, la tormenta los cubrió de blanco. Siguieron pensándolo hasta que alguien, por accidente, rompió uno; adentro no había un árbol ni cosa alguna: era todo hielo.
Penetraron entre los restos de lo que fue la estación de ferrocarriles de Samarcanda. Ahí resistieron hasta el fin muchos tecnócratas. Fue uno de los últimos focos de resistencia. El brusco deshielo —la temperatura, que comenzó a subir, a las pocas horas alcanzó los dos grados sobre cero—, produjo presiones y estampidos. Algunos cadáveres helados saltaban por los aires o se derrumbaban como si aún estuviesen combatiendo. Todos los objetos empezaron a chorrear agua. Dos o tres horas después ocurrió un nuevo fenómeno inexplicable: los muertos se descomponían con una rapidez insólita. Poco tiempo más y hedían espantosamente, como si llevaran una semana en selvas palúdicas.
Las carnes se deshacían cuando los rusos tomaban aquellos cadáveres para echarlos en las fosas comunes excavadas a toda prisa. Querían librarse cuanto antes de esa peste. Lo consiguieron antes de lo que suponían y de una manera imprevista. No habían enterrado ni la mitad, cuando empezaron los huracanes que duraron cuatro días.
¡Pero qué tempestades fueron aquéllas!
Cuando la temperatura subió lo suficiente comenzaron a derretirse los hielos que cubrían los inmensos montones de excrementos, dejados durante semanas por miles y miles de hombres. Ello, más el hedor de los cadáveres descompuestos, era más de lo que los rusos podían aguantar. Un oficial, desesperado, propuso que la aviación bombardease otra vez las ruinas; ahora exclusivamente con napalm a fin de consumir esa carroña. Su propuesta fue rechazada pues trataban de recuperar valiosos materiales.
Soldados equipados con máscaras antigás y tubos de oxígeno prosiguieron los enterramientos.
Ya fue dicho que, gracias a las aislaciones de los uniformes, muchos soldados muertos bullían de gusanos; aun a 51° C bajo cero. Cuando la temperatura subió de golpe, comenzaron a podrirse las caras, que eran lo único que en general se conservaba. Muchos uniformes ya estaban hinchados a causa de la putrefacción. Al descongelarse los tapones, salía el gas; a veces bruscamente, como quien destapa una enorme botella de sidra; otras dando silbidos y siseos, llenando las proximidades con nuevas corrupciones.
Ya dijimos que la zona de frío donde tuvieron lugar los combates era un enorme cilindro helado que llegaba hasta la estratosfera. Como entre la temperatura de su interior y el entorno que lo rodeaba había una diferencia de más de ochenta grados, tal desequilibrio debió producir una hecatombe climática, Pero, como se aclaró en su momento, nada de ello ocurrió durante la batalla pues una fuerza misteriosa conservaba el imposible equilibrio. Fuera del cilindro todo estaba tranquilo, caluroso y desértico.
Luego de que la lucha hubo terminado en Samarcanda, pareció que una mano hubiese ido aflojando los controles. Se desataron vientos de novecientos y mil kilómetros por hora. Tormentas como sólo en el planeta Venus podrían existir. O en Júpiter. Los Evtushenko que aún no habían evacuado Samarcanda rodaban por la llanura, peloteando como cajas de cartón. Divisiones enteras quedaron sepultadas por la arena. Murieron miles de rusos y la victoria estuvo a punto de transformárseles en derrota. Quizá porque trae mala suerte romper espejos a cañonazos.
Era como si los muertos soldados del Monitor salieran del Hades para realizar un operativo venganza.
Los soviéticos huían despavoridos. Los ruidos de los truenos, rayos y vientos, eran semejantes a cañones navales oídos a corta distancia. Aquello arredraba al hombre más valiente.
Al fin todo se calmó. Cuando los espantados rusos volvieron, observaron una suave pero gigantesca altiplanicie de arena. Samarcanda había desaparecido.
Se escuchan muchas veces los dos golpes de las semicorcheas del Funeral de Sigfrido. Sólo ellos, sordos y retumbantes y separados por silencios. Se oyen sin solución de continuidad, como si el disco estuviera rayado: