La hendedura de los cátaros
Tres mendigos semicrotos estaban tirados en una cuneta, conversando. La mencionada zanja se encontraba bordeando una larga y olvidada carretera sin pavimentar, de la Tecnocracia del Sud Oeste. Se habían cansado de pedigüeñar en Monitoria y hacía tres meses que caminaban, subían a los trenes de contrabando, trabajaban en alguna chacra durante un día o dos, o pedían y continuaban la marcha.
La cuneta estaba fresquita, de modo que era una delicia y el calorón no los afectaba. Aparte, la gloria: tenían un litro de vino para cada uno y se disponían a llenarse la panza con dos patos silvestres que habían cazado providencialmente con un lazo. Un chacarero les regaló pan y sal.
Mendigo I:
—El Soriator y el Monitor, por la clase de odio que se tienen, dan la impresión de no haberse conocido jamás. Quién diría.
Mendigos II y III, al unísono:
—¡Pero si no se conocen!
—Están equivocados. Estudiaron juntos en el secundario. Fue por la época en que ni la Tecnocracia ni Soria existían tal como son ahora, sino en una nebulosa forma anterior: algo así como pre Tecnocracia y pre Soria. Los dos muchachos pertenecían a cursos distintos. Soriator tenía dieciocho años y estaba más avanzado que el Monitor —que, por supuesto, no era Monitor ni nada por esa época—, con sus dieciséis cumplidos. Ambos estaban enamorados de la misma mujer: Cátara Iseka, de diecinueve.
Había una materia en todos los cursos de todos los años, creo que se llamaba «Instrucción Cívica», y que los alumnos podían optar por no hacer si así lo preferían; pero a cambio estaban obligados a cursar una de entre estas dos: «Moral» o bien «Unificadora». La última que mencioné también era denominada «Armonizadora», según me parece recordar. Ésta resultaba una materia extraña, que servía para aprender a poner dos o más cosas en armonía o en no discordancia; dicho de otra manera: a conformarlas, interadaptarlas o acomodarlas.
Como eran muy pocos los que se negaban a estudiar «Instrucción Cívica», se decidió que —perteneciesen al año que pertenecieran— resultaba preferible dar la optativa («Armonizadora») en un solo curso, en una única aula. «Moral» prácticamente no tenía alumnos, de modo que la eliminaron incluyéndola en las otras dos.
Así, pues, Soriator, Monitor y Cátara Iseka asistían a la misma clase y los dos muchachos estaban enamorados de ella. Monitor —tímido— le escribía poemas de amor anónimos, que le dejaba debajo del escritorio. Cátara, muy extrañada, se los leía preguntándoles quién podría ser el autor. Soriator, con burlas, aseguraba que eran absurdos: «Mirá, mirá eso. ¿Me querés decir qué quiso significar con esta frase?». Monitor, por su parte, como es natural, defendía los poemas pero procuraba desviar la atención de la chica hacia el profesor: Dionisios Iseka, con un «Debe ser él». Este hombre aún vive. En la actualidad tiene un empleo insignificante en la Monitoria de las Lenguas, como escribiente; pero por aquella época era profesor de la materia que señalé.
A Dionisios Iseka, por cierto que le gustaba la muchacha; la hacía sentar en la fila de adelante para mirarle las piernas, con el pretexto de que era la única mujer de la clase. Tanto le dijo el Monitor, que la chica terminó por creer que Dionisios era el autor de los poemas y empezó a enamorarse.
Ella, al igual que sus dos amigos, se encogía un poco de hombros con respecto al profesor por tener éste cuarenta años. Les parecía viejísimo. Pero luego Cátara empezó a observarlo con otros ojos. Comprendió que, en realidad, no era viejo ni cosa que se le pareciera. Se fijó en sus brazos y los vio fuertes. Por primera vez lo miraba como a un hombre.
El Soriator negaba a Dionisios Iseka la autoría de los poemas: «¡Qué va a ser autor de nada, si vive en una cochera para perros de la calle Suipacha! Es una pieza inmunda en un primer piso, con balcón a la calle, que se viene abajo. Algún día se le va a caer el techo, aplastándolos tanto a él como a sus pájaros». Cátara preguntó: «¿Tiene pájaros?». «¡Muchísimos! Toda la plata que gana —que por otra parte debe ser muy poca— se la gasta en los pájaros». «¿Cómo sabés su dirección?». «Un día lo seguí. No me acuerdo la altura, pero sé que queda en Suipacha».
Según el Monitor los razonamientos del Soriator eran absurdos: un hombre podía vivir pobremente pero al mismo tiempo ser dueño de gran potencia creadora. Una cosa no negaba la otra. Monitor, como se ve, por timidez había perdido a la chica haciendo que se enamorase del otro; pero al mismo tiempo tomó una actitud Mozart para con el profesor, al defenderlo del Soriator, con lo cual terminó de perjudicarse.
Debe aclarase de paso que Soriator y Monitor no se odiaban ni se querían: no se prestaban atención el uno al otro, simplemente. Por lo demás, los poemas del Monitor ya eran tecnócratas; sólo que, como la Tecnocracia aún no existía, no se podían dar cuenta.
El profesor, a su vez, trataba de atemperar: armonizar cosas de los tecnócratas con elementos de los sorias. Lo hacía como un enorme esfuerzo de unificación y para anular la discordancia.
Cuando tanto el Monitor como Soriator asumieron los mandos en sus respectivos países, cada uno eliminó de las escuelas la opción —esto es, la materia «Armónizadora»—, pero incluyeron en «Instrucción Cívica» todo lo que les pareció importante de aquélla.
Catara Iseka se trazó un plan absolutamente tecnócrata para dar con el domicilio del profesor: ochenta y dos cuadras tenía Suipacha, de las cuales eliminó los edificios nuevos —sabía que Dionisios Iseka vivía en un lugar muy pobre—, las casas sin balcón a la calle, las construcciones de más altura que primer piso —puesto que el Soriator le había dicho que la del profesor no sobrepasaba esa altura—, etc.
En su búsqueda la chica pasó efectivamente bajo la casa de Dionisios Iseka; ella no procuraba detectarla para entrar, puesto que no se habría animado, sino para saber y llegar al otro. ¿Esperaba quizá que el profesor, al verla pasar, bajase y luego de hablarle la llevara arriba? Pero no llegó a darse cuenta porque él, avergonzado de su pobreza y sin saber que ella ya la conocía por habérsela descripto el Soriator, al verla se apresuró a guardar rodas las jaulas con pájaros que tenía en el balcón para hacerlos tomar sol y cerró la persiana.
Cátara pensó al mirar el edificio: «No es posible: Dionisios Iseka nunca viviría encerrado; no obstante ser pobre abriría las ventanas para dejar entrar el aire y la luz y así no producir sufrimiento en sus pájaros y en sí mismo. No puede ser. Seguro que no es aquí».
Por una vez se equivocó. Si hubiera sido tecnócrata por completo o únicamente soria, lo habría encontrado —el Soriator pudo—; falló por confiar en su corazón. En este caso no correspondía; por lo menos, no del todo.
Así, pues, Dionisios Iseka no llegó a darse cuenta nunca de que había perdido su gran oportunidad.
Y la tragedia quedó consumada por completo: tres hombres amando en vano a la misma mujer y ella no pudiendo acceder a ninguno. En este sentido, su nombre —Cátara Iseka— fue premonitorio; ya que los cátaros eran ascetas que no tenían hijos[154]. La continua división, la eterna esterilidad. Era como si ella hubiese deseado torcer tal destino; acceder a la fecundidad acercándose a uno de ellos y romper con el circuito de la indestructibilidad de la tragedia.
Resulta fundamental, por otra parte, comprender el comportamiento del Monitor para con el profesor, pues ésta es la clave para entender que la propuesta última, definitiva, del jefe de Estado tecnócrata, fue a favor de la vida y del mundo material; cualesquiera hayan sido sus vacilaciones y coqueteos con el espíritu.