CAPÍTULO 129

Decamerón de Gaula arroja
una filípica sobre el Monitor

Ya en Monitoria, Decamerón de Gaula tomó su compás astrológico y otros instrumentos y comenzó a calcular horóscopos. Aparte realizó varios difíciles astrales para completar su estudio. Quería averiguar algunos de los posibles futuros del Jefe de Estado.

En todos lo vio muerto y con la guerra perdida. La carta astral mostraba el despacho del Soriator, con un cráneo humano sobre la mesa. El Jefe de aquel país decía con una sonrisa a su Kratos de Seguridad Interna: «¿Sabe qué es esto, Kratos? Es la calavera del Monitor. Mire en qué terminó el muy pretencioso. Creía que iba a poder derrotarme. Ahí lo tengo: domesticado. Se ha vuelto de lo más razonable por fin. Ahora no manda ni siquiera sobre ese hueso. Curioso que de un hombre tan arrogante quede tan poquito. Ésta es toda la Tecnocracia ahora. Costó un poco conseguirlo, tengo que admitir. Pero valía la pena».

Decamerón de Gaula, luego de que terminó su trabajo, se dirigió a toda prisa a la fortaleza monitorial.

El Monitor se disponía en ese instante a escuchar complicadas composiciones japonesas para koto, grabadas desde el astral por sus magos. Encontrábase detrás de una pesada puerta blindada que pesaba dos toneladas, la cual únicamente podía manejarse con pulsaciones electrónicas desde un comando situado en su despacho. Decamerón abrió aquel chisme con la misma facilidad con que alguien pudiera hacerlo con la puerta de un gallinero. Luego, el monstruoso artefacto, cerróse por sí mismo en silencio.

Monitor lo miró sorprendido, ya que el otro no se había hecho anunciar. ¿Cómo pudo atravesar todos los circuitos defensivos sin despertar la alarma?, se preguntó el Jefe de Estado. Pensaba interrogarlo airadamente, pero al ver la cara del mago y, sobre todo, la inexplicable blancura de su pelo, permaneció en silencio, confundido y aterrado. Sin duda se trataba de algo muy grave, De Gaula pudo haberlo asesinado con toda facilidad en ese momento. Sin una palabra de saludo, le dijo:

—Mi Monitor: cumplo con mi deber de mago y astrólogo al anunciarle que su futuro no se muestra nada auspicioso. Lo esperan la derrota y la muerte. Es usted un egoísta y un inhumano; cosas éstas que, al proyectarse sobre sus colaboradores y su pueblo, tendrán como consecuencia la destrucción de todas las posibilidades de victoria. Por egoísta no comprende a sus hombres y el que no entiende a su gente no puede mandar. Es un inhumano y un enfermo que se niega a curarse; con la excusa de hacer justicia corta las tetas de las mujeres para guardarlas en su necroteca; manda castrar a quien se le antoja, castigando errores muchas veces iguales a los suyos. Usted puede mandarse cualquier cagada, los demás no. Procede como un Dios (sin serlo, por supuesto) y utiliza el poder que los Dioses le han dado, para expresar su patología y su inmadurez sexual. De modo que ya lo sabe: o cambia en el acto, en forma fundamental o caga fuego irremediablemente. Se lo digo porque aún está a tiempo de cambiar si se le antoja. Yo, por mi parte, ya estoy cansado de usted. He decidido que carece de todo sentido continuar ayudándolo. He perdido años de mi vida para tratar de remediar los chichis que usted se manda. Ya me tiene harto. Es la última vez que nos vemos.

De Gaula calló. Monitor se había quedado boquiabierto y con un vaso lleno de vermouth Gaita de Felipe, con vodka y hielo, en la mano izquierda. La garroteada le había caído encima sin darle tiempo ni a respirar. Mientras De Gaula hablaba pensó que su amigo el Barbudo le había dicho algo parecido, aunque menos ácidamente.

En otro momento hubiese largado algo como «¡Qué inhumanos! No quieren que crezca mi colección de tetas. ¿Hasta de esa pequeñez inofensiva desean privarme? Por otra parte, con castrar a una poca de gente, ¿qué daño hago? ¡Qué crueles!», o cualquier cosa parecida. Pero la cara terrible de Decamerón de Gaula, coronada por su pelo alborotado, blanquísimo luego de su encuentro con el Antiser —cosa que impactaba por ser un hombre joven—, le cortó hasta la menor inspiración. Por lo demás, luego del incidente entre el Chambelán de Audiencias y el Repostero Monitorial, y de la posterior conversación con el Barbudo, Monitor comenzó (en parte) a sospechar cosas de su propia persona y la necesidad de cambiar su alma oscura. Comprendía por sectores, como se dijo; no del todo. Antes que nada por su haraganería mental. Como los chicos, pensaba que ello era de regular gravedad y urgencia. Ahora, en De Gaula, tenía a La Conciencia delante.

El mago no pensaba con seriedad abandonar al Monitor. Si se lo dijo fue para shockearlo buscando su reacción. Sabía que el otro necesitaba que a veces lo tuvieran a los pedos.

En verdad hacía esfuerzos. En los últimos tiempos había reprimido un par de veces algún deseo monstruoso. Pero en cierto rincón de su alma lleno de telarañas existía una puerta, oxidada y final, tapando reservas mentales. Tenía todo el aspecto de una declaración como ésta: «Y últimamente no me jodan, porque la abro y listo».

Resultaba igual a un zar de las viejas épocas: primitivo, brutal, arrebatado, presto al odio feroz y a lo sensiblero. Poseía intuiciones fulgurantes y por ellas se gobernaba. Su inteligencia era enorme, pero por comodidad prefería no escucharla y hacer como si no existiera. Le resultaba más simpático Iván IV que Bismarck, pese a tener capacidad para llegar a ser como este último. La epopeya de Federico el Grande no le parecía otra cosa que un fastidio.

Monitor se sintió solo y, por primera vez en la vida, se vio a sí mismo con toda su falsa omnipotencia. Comprendió por fin que ser inhumano es lo más fácil del mundo. Miró a De Gaula: un hombre mucho más grande que él, a su servicio. Y ahora por su loco exceso había perdido su ayuda y afecto. Sin pronunciar sonido alguno, Monitor comenzó a llorar. Y mientras las lágrimas bajaban, pensó en qué útil instrumento del Antiser fue durante mucho tiempo.

De Gaula no ignoraba que hubiese sido preferible que el Monitor no llorase —quien llora es porque siente menos—; pero era mejor eso que nada. El gran mago de la Tecnocracia le dijo:

—No se avergüence de llorar ante mí. Es preferible llorar por humano a no hacerlo (pero no porque uno sea fuerte sino) por hijo, de puta.

Al verlo a punto de cambiar, el mago le reveló el futurible observado en el horóscopo: el Soriator charlando frente al cráneo del Monitor. Al oír aquello, éste se puso pálido.

De Gaula:

—Pero ahora eso no será así, ya sea que usted pierda o gane. Los Dioses, estoy absolutamente seguro, le darán una alegría y una gloria; aunque no sé de qué tipo, ni si será la de la victoria total o parcial; interna o externa. Sólo sé que su intención de cambiar tendrá compensación. Yo, por mi parte, seguiré trabajando como hasta ahora. Tome esto como una advertencia que le hacen los Dioses por mi intermedio. Tiene usted una espada de plomo en las manos para luchar contra algo enorme. Como todos nosotros. Quizá sea poca cosa. Pero una espada de plomo también mata, si es lo suficientemente grande y pesada. Hay que tener fuerza para empuñarla, nada más.

No bien terminó de hablar, Decamerón de Gaula dio media vuelta y se fue. La pesada puerta blindada se abrió y cerró sola, de manera tan misteriosa como antes, sin que nadie la tocara.

Monitor miró el trago que aún conservaba en su mano y lo depositó sobre la mesa. Luego de un silencio pensativo de media hora puso en marcha el grabador. La severa y profunda austeridad del koto lo hizo estremecer.

Algunas horas después decretó abolidas las famosas audiencias —al menos las de tipo terrorífico—, anunciando que a partir de ese instante todo sería diferente. En los meses y años que siguieron —durante los contados momentos que la guerra le concedía— recibió las sugerencias y quejas de la gente; pero ya sin tomar represalias feroces, pues comprendía que eran unos manijeados igual que él. Esto no significaba que no fuese implacable con los malvados y traidores, y hasta feroz y cruel; pero era distinto. Por de pronto tiró su colección de tetas a la mierda. Le parecía imposible que alguna vez hubiera tenido guardadas esas cosas. El estúpido amor por la muerte. Y a medida que se iba humanizando crecía su fuerza y equilibrio.