El Antiser
Decamerón de Gaula, sin pedir ayuda ni avisar al equipo esotérico, se internó en el Gran Desierto, del Sud Oeste. Éste último también era llamado El Bronce de Satanás por su enorme extensión, redonda como un caldero. Su mayor parte hallábase situada en la región sud occidental de Tecnocracia; desde allí luego se internaba en el Califato de Córdoba, donde sus estribaciones morían al fundirse con otros desiertos que de ninguna forma podían compararse con el antedicho. En efecto: dentro de los grandes perímetros arenosos y desolados del Califato, existía toda una vida diminuta y tenaz: lagartijas, escorpiones, arañas del desierto, etc. Pero en el círculo hirviente del Bronce de Satanás, nada vivía. Ni siquiera las moscas, bicho que no falta en ninguna parte del planeta. Había una temperatura difícil de creer. Veinte segundos de exposición al sol con la cabeza descubierta, bastaban para matar a un hombre por resistente que fuera. No existían oasis en toda su extensión. Si se caminaba por ella, aun contando con agua en cantidades suficientes —cosa imposible—, la evaporación superaba toda cantidad lógica de líquido que se hubiese aportado al cuerpo. Así, sólo podían avanzarse pequeños trechos, ya que la piel se resquebrajaba. Parecía una visita al planeta Mercurio. No era un paraje terrenal. Si la Muerte tuviera su casa en algún lugar, indudablemente sería en El Bronce de Satanás.
Decamerón de Gaula, antes de iniciar su expedición, procedió a orar y a purificarse en el templo dedicado a los Dioses tecnócratas, durante cuarenta días y cuarenta noches. Luego, vestido de beduino, se internó con su camello en el desierto. Avanzaba solamente de mañana y al atardecer, únicos momentos en que era posible hacerlo, más allá de los horrendos entornos de calor o frío. En determinados momentos suspendía el avance y acampaba, metiendo en la tienda a su animal junto consigo para protegerlo.
Llevaba tres días en esta forma. Había momentos en los cuales creía no poder resistir la sofocación. Su cuerpo, así de simple, se negaba a tolerar la barbaridad de lo que estaba ocurriendo. Pero De Gaula obligó a sus entrañas a la subordinación, ya que no había emprendido el viaje por capricho sino inspirado en una alta misión teológica.
La primera mañana que pasó en el Bronce vio una bandada de veinticuatro vurros de gran tamaño. No eran los de medida súper, pero casi casi. No sabía si lo buscaban a él, mandados por algún soria o si por casualidad su llegada coincidía con un patrullaje de los chichis.
No creía que los magos del otro lado hubiesen roto el bloqueo que guardaba el secreto de su expedición, pero por las dudas decidió hacerlos caer en una celada para no arriesgarse.
Como aún estaba en el perímetro del Bronce, crecían varios cactus. Mediante un espejismo, De Gaula los rodeó con formas humanas; algunos eran jóvenes, otros viejos, pero todos iguales a sí mismo. Doce decamerones parecían estar indefensos y distraídos en medio de la arena.
No bien observaron la mercadería, los veinticuatro vurros se lanzaron en picada como si fueran aviones de combate: salían de la formación uno por uno, hundiendo primero su «ala» izquierda. Parecían bombarderos o cazas. Al tiempo que descendían a toda velocidad, lanzaban rebuznos triunfantes que festejaban por anticipado la victoria. Debido a su excitación y sobre todo gracias a la estupidez legendaria que las caracteriza, aquellas entidades diabólicas habían caído en la trampa.
A medida que iban llegando se percataban de su error, pero ya era tarde: las espinas de las plantas les transformaban los penes en alfileteros. Los bramidos de dolor de los vurros eran impresionantes. Pero la cosa más notable del asunto, fue que los chichis recién empezaron a gritar cuando todos hubieron sufrido la misma suerte. El egoísmo y la maldad de estos bichos es tan grande y completo, que aguantaron hasta que el último de sus camaradas se hubo jodido. Imposible encontrar en ellos algo parecido al compañerismo, pues ni entre ellos se quieren.
Poco a poco fueron desmaterializándose.
Bien sabía Decamerón de Gaula que esas entidades diabólicas sólo resultaban un pálido reflejo de lo que iba a encontrar, si esperaba con paciencia.
Luego de transcurridos exactamente seis días de su encuentro con los ve cortas, y al salir esa mañana de su tienda, observó unas extrañas nubes achorizadas color rosa. En el acto comprendió que aquéllas eran nubes de manija; sobre todo al verificar que no cambiaban de forma ni avanzaban, pese a soplar algo de viento. De Gaula endureció sus facciones. Comenzaba a suceder eso para lo cual había venido. Tornábase preciso trabajar de prisa o ello lo destruiría. Con rapidez entró en una tienda y volvió a salir, portando un envoltorio. Se arrodilló en la arena, a la manera de los karatekas, y depositó el objeto delante suyo. Comenzó a potenciarse, absolutamente inmóvil. Bien sabía que la menor falla en su blindaje o un momento de distracción, le sería fatal.
Ya era tiempo. A sesenta metros delante suyo cayó sobre la arena una de las nubes rosadas, quedando erguida como un menhir. Allí quedó, aterradoramente alta y gruesa. Otras nubes cayeron a distintas distancias despidiendo una tenue radiación. Sus copas llegaban al cielo, que se había tornado de un color lila fosforescente. Sobre ciertas zonas del espacio rielaban tornasolados verdes limón, fucsias en distintas gradaciones y amarillos en fluorescencia.
La arena se volvió blanca, deslumbrante como el cuerno de un unicornio; por zonas la recorrían relámpagos niveos.
Desde gran altura caían cosas parecidas a algodones amarillos, los cuales, al tocar el suelo, volvían a subir. Luego se precipitó una lluvia negra que tiñó los algodones, pero ellos igual seguían subiendo y bajando.
Decamerón de Gaula estaba protegido por un verde militar que lo rodeaba por completo. Al principio fue un austero color oliva camuflado; pero después creció hasta tomar el tamaño de una semiesfera de un metro de radio y bordes nítidos. Allí permaneció, inmutable como un monje, sin ceder ante el ataque de los otros colores que procuraban mezclarlo.
Hasta el momento el silencio no podía haber sido más completo. Pero de pronto comenzaron a oírse ruidos y murmullos. De Gaula vio formas en el cielo y cosas que se movían sobre la arena blanca.
En un lugar se derretían metales y otros cuerpos sólidos absolutamente perfectos: elipsoides de oro, esferas de hierro, cubos de titanio, pirámides de cobre, paraboloides de plata, icosaedros de plomo; todo ello en permanente centrifugado y ebullición. Había también unas como arpas de cristal, que se fundían y caían engrosando aquel lago parecido a vidrio líquido.
Bandadas de vurros llenaron el espacio de improviso, aturdiendo con sus consabidos rebuznos de gángsters celestiales.
Fofas excrecencias brotaban de vegetales viscosos, como proteínas mullidas o tiernas asquerosidades; mitad animal, mitad planta. Había unos bichos que sin fin cagaban unas suaves mantecas plásticas.
Pululaba cierta especie de conejitos sin pelos, muy inteligentes al parecer; manejaban con destreza varias máquinas de uso desconocido. Las patitas delanteras de tales animales eran de vómito sólido; enlutada la piel con innúmeros tiznes como las capas de los reyes. Entre las piernas les pendían fláccidos escrotos sin testículos, llenos de pus. Su misión —aparte del manejo de la máquinas productoras de manija— consistía en la violación de las desgraciadas que caían en sus manos.
Estos conejitos, en otro sector, se dedicaban a hacer grandes bolas como los coleópteros, con rescoldos, sedimentos y residuos humanos: brazos, piernas, ojos, sexos, cabellos, cabezas, hígados, riñones, pulmones, próstatas, estómagos, corazones, cerebros, kilómetros de venas enroscadas en grandes carreteles, manojos de nervios metidos en bolsas de plástico, culos, tetas, ombligos (el agujero, como cosa estética y curiosa, sostenido por un poco de piel), orejas, dedos de manos, narices, cuellos, dedos de pies, pieles humanas arrolladas como pergaminos alrededor de largos palos resecos, uñas, rodillas, codos, frontales, parietales, temporales, occipitales, cerebelos, bulbos raquídeos, grandes termos con sangre caliente; semen a 200° C bajo cero, en lingotes como las barras de oro, que humeaban a causa de la temperatura ambiente; fémures, tibias, peronés, falanges, falanginas, falangetas, costillas flotantes, sacros, vértebras, húmeros, cúbitos, radios, esternones, costillas que no flotaban, calcáneos, etc.
Luego de que cada conejito había hecho rodar su bola una distancia que consideraba suficiente, ponía un huevo en ella y la tapaba con arena previo practicar un pozo en el desierto.
Veíanse allí torres de Babel hechas con penes, senos y vulvas: ante la confusión de lenguas sexuales se venían abajo, con gran alegría de un Súper Rey Chichi que observaba con tres ojos y masturbándose. Frente a cada derrumbe eyaculaba. Pero las torres volvían a levantarse, una vez y otra, con desesperación.
Por allí se veían grupos de doce y veinticuatro estatuas de mujeres desnudas, hechas en granito gris, que tenían pelo verdadero, largo, rubio, sedoso y hasta los tobillos. Ejercían la implacable custodia de un rebaño de gente que estaba prisionera tras una empalizada. Cada tanto separaban pequeños lotes y, disponiendo a las víctimas sobre camillas, procedían a operarlas en el vientre. Las estatuas actuaban en un todo como si fuesen médicos, incluso cubriendo sus rostros con mascarillas (cosa evidentemente innecesaria puesto, que ellas no respiraban). Luego de que los desinfectados bisturíes dejaban expuesto el interior del abdomen, allí echaban carozos de aceitunas, huesos de pollo, caca de pavo y legañas de faisán. Después los cosían dejando todo igual que antes. La septisemia entonces galopaba hasta sus límites, produciéndoles fiebres explosivas que los consumían en pocos minutos.
Después de su trabajo las estatuas sacábanse las mascarillas y se miraban unas a otras como diciendo: «La operación ha sido un éxito». Pudorosas intentaban todo el tiempo cubrir sus cuerpos con sus largos cabellos, cosa que no les resultaba fácil pues el viento las desnudaba una vez y otra.
De Gaula vio en otro sector a un falso Gran Tótem canadiense, compuesto por cientos de pollitos leprosos y sifilíticos, encaramados los unos sobre los hombros de los otros. Medían treinta centímetros de altura cada uno y tenían por completo descarnados tanto cuellos como cabezas, por lo que andaban con esa parte del esqueleto al aire. Cada tantos minutos el pollito de la punta del falso Tótem —el jefe de la pandilla, con toda evidencia, cosa que se adivinaba por el mayor largo de sus plumas y porque dentro de las órbitas vacías rotaban sendas piedras preciosas con formas de dodecaedros— lanzaba un chillido de mando y daba el ejemplo lanzándose el primero en picada sobre un grupo de aterrorizadas víctimas. El que estaba inmediatamente debajo de él lo seguía y así todos los demás.
Ya en tierra formaban grandes círculos alrededor de hombres y mujeres —paralizados de terror— e iniciaban una especie de arrullo y cortejo nupcial, parecido al de las palomas mensajeras. No es que en verdad se propusieran seducirlos; aquello más bien parecía un ritual. Luego de su bailoteo amoroso, parte del cual consistía en refregarse contra los pantalones de los hombres y picotear con suavidad los pies de las mujeres, daban vuelta sus alas revelando un par de manos humanas, ocultas hasta ese momento por las plumas y, mientras algunos sujetaban, otros procedían a obligar a los condenados a tragar tres o cuatro kilos de excremento humano en polvo, casi impalpable. Acto seguido forzábanlos a beber enormes cantidades de agua que les echaban en el gaznate, produciendo la consiguiente, brusca dilatación.
Pero no con todos actuaban de la misma forma. A un lote de damnificados procedieron a vestirlos con calzoncillos largos forrados por dentro con ortigas. A otros les metieron las cabezas dentro de burbujas de plástico llenas de moscas. Tales escafandras les daban un extraño aspecto de astronautas. Había también pequeñas peceras llenas de mosquitos, una para cada oído. A muchos se limitaban a apretarles una oreja en una morsa, pero no para torturarlos sino para tenerlos sujetos hasta que les llegara el turno. A una porción de menoscabados, en fin, tajeándoles con rapidez y eficiencia científica les sacaban un músculo de cada pierna, llenando el vacío con ciento setenta y dos escarabajos vivos, de esos con cuernitos, que tratan de abrirse paso mediante una defensa. Luego los cosían.
Ya finalizado el operativo, el jefe daba una nueva orden y los pollitos remontaban vuelo reconstituyendo el falso tótem. Su capitán, con el gesto voluntarioso y agresivo de los gallos, quedábase hasta el fin, vigilando que la retirada se realizase con eficiencia y en orden. Luego él mismo, volando con arrogancia, subía hasta su percha. Quedaban todos allí el tiempo suficiente para el símbolo y luego caían sobre otra porción de víctimas.
Más allá realizaban maniobras cien grandes muñecos chinos, articulados, vestidos de mandarín, de dos metros de altura y fuertísimos, que constantemente repetían con acento oriental y gran sonrisa: «Flor de loto, flor de loto, flor de loto…». Etc. Día y noche. Primero tomaban una pierna del sentenciado y se la retorcían hasta ponérsela detrás de la nuca. Luego le colocaban la segunda en el mismo sitio, arriba de la primera, aunque se le descoyuntara por la falta de costumbre y las vértebras cervicales crujiesen. Quedaban así para siempre con esa forma de elipsoide. Después, catequizando con su inacabable «Flor de loto, flor de loto…», los apilaban en un lugar donde poco a poco iban formando una enorme rosa con miles de pétalos.
Pero el alma de la fiesta eran treinta y tres muñecos japoneses, de tres metros de altura cada uno, también sonrientes y vestidos de samurai, pero sin espada —los trajes no eran auténticos, parecían de esos que se alquilan en tiendas de disfraces—, que perpetuamente canturreaban: «Plancha tu kimono, plancha tu kimono, plancha tu kimono…». Empuñaban antiguas y pesadas planchas calentadas a carbón; previo desnudar a sus víctimas y sujetarlas, íbanlas acariciando por todo el cuerpo con esas superficies ardientes. «Plancha tu kimono, plancha tu kimono…». Rodeábanlos un grupo de sesenta y seis desarrapadas y horribles viejas que hacían de coro griego, que gritaban mucho más fuerte que los supliciados, las cuales iban diciendo: «¡Altruismo uno! ¡Caridad dos! ¡Humanitarismo tres! ¡Fraternidad cuatro! ¡Igualdad cinco! ¡Justicia seeeis!…». Luego recomenzaban: «¡Altruismo uno!…», etc. Los muñecos japoneses, por su parte, sin prestarles la menor atención, seguían en lo suyo: «Plancha tu kimono, plancha tu kimono…». Pero las pieles humanas resistíanse al planchado de la manera más pertinaz. Antes bien parecía que el calor las llenaba de miles de arrugas, cosa que los obligaba a pegar continuas repasadas. Los muñecos japoneses parecían muy desconcertados al ver la inutilidad de sus esfuerzos. «Plancha tu kimono», decían, y volvían a arremeter.
En otro sector reinaba un enano giboso y de piel verde, la cual se le descascaraba a ojos vista. De una gran bolsa de plástico iba sacando llagas recortadas, esputos sanguinolentos, cánceres y tuberosidades varias. Tenía un cucharón de madera con el cual daba de comer aquellas lindezas a una larga fila de penitentes, hombres y mujeres. Una gorda, pese a haberle sido dada doble ración, protestó: «¡Más! ¡Más! ¡Quiero más lepra de anti-soma!». La golosa fue expulsada sin contemplaciones.
Un flaco horrendo, a quien se le marcaban todas las costillas y sucísimo, gritaba con los ojos inyectados en lila y los pelos de punta: «¡En la boca no! ¡En el túnel de viento para probar la resistencia metalúrgica de los proyectiles!», y mostraba tetanizado su tétano natural trasero. Bien que lo entendía el enano, pero se hizo el tonto. A un gesto suyo ciento treinta y dos enanas desnudas se apoderaron del infeliz y le abrieron el abdomen con una tijera. Una vez producida la incisión las tripas tendieron a salir de manera espontánea. A fin de acelerar el proceso, las enanas comenzaron a sacarlas a puñados; procurando, no obstante, que nada se dañara en forma irreparable. Con una jeringa de cinco litros pincharon el largo tentáculo haciendo que la aguja siguiese la dirección del interior del tubo, como quien aplica una inyección endovenosa. Así procedieron a darle una emulsión, previamente centrifugada, de esas porquerías que no quiso por la boca. El intestino se hinchó de manera horrible, sobre todo en la zona del pinchazo. Parecía una manguera de riego cuando uno la pisa con el pie.
Ahora bien, cuál no sería la sorpresa del enanito verde cuando escuchó la voz de la víctima. «¡Es poco! ¡Métanme más! —chillaba exigente aquel poseído—. ¡Todavía no me reventaron los intestinos! ¡Tengan piedad: métanme más de esas rayas sucias!». Menudo chasco se llevó el Súper. «Esto sí que no me lo esperaba», pensó desencantado.
Quince metros más allá y con independencia de lo visto, una adoratriz de estas jaujas se fue de lo más resentida con las enanas porque éstas se negaron a crucificarle las tetas sobre una tabla.
Otro poseído de good trip gritaba: «¡Cástrenme, soy putísimo!». Entonces los pollitos del falso Gran Tótem, que pese a estar lejos igual lo escuchaban, procedieron a bajar sobre él en tromba, llevándolo hasta una gran piedra de afilar. Allí le fueron desgastando los hueviños, los cuales arrojaban al aire un cono de chispas y centellas. Mientras se iba quedando sin nada, el tipo rugía: «¡Yeah! ¡Yeah!». Ya agonizante, balbuceó doctísimo y escupiendo verdes babas: «¡Qué maravilla haber sido liberado del problema del placer! ¡Ahora por fin no tendré esa espantosa necesidad de practicar el coito! Podré dedicarme con tranquilidad a la contemplación y a la metafísica».
Varias hippies pacifistas chillaban histéricas: «¡Oriente levante! ¡Occidente poniente! ¡Ven a nosotras, vurrito santo! ¡No nos prives!». Y el ve corta, ni corto ni perezoso, bajaba a chorro y sin tardanza desde las alturas y las iba ensartando como a churrascos o a conejitas play boy. Si por casualidad alguna sobrevivía, declaraba fastidiada: «¡Qué mal viaje! ¡Es un bajón!».
Había gordos que pedían los dejaran sin comer; tipos que exigían los obligasen a masticar esa «porción de excremento humano que se expele toda de una vez», o que los enterraran vivos, etc.
Cierta joven, despatarrada en el suelo y que llevaba tres días sin dormir, le dijo a un muñeco vietnamita que se disponía a revolverle por mimo y afecto una lanza debajo del pupo: «Todo esto me parece una pirueta absurda. Loco, ¿tenés un yoin?».
Un grupo de endemoniados —de rodillas sobre merluzas podridas—, entonaban devociones, salmodias y antífonas, compuestas de maldiciones, juramentos y palabrotas. A todos ellos los pollitos y enanos de ambos sexos les iban sacando rebanadas con navajas, previo untarlos con mierda mantecosa.
En otro sector, Decamerón de Gaula vio un cortejo atezado en sus azabaches-zainos, portando estandartes de luto. Ellos iban ataviados con vestiduras de lino aceitadas y debidamente inmundas. Algunos alzaban copas llenas de plagas; otros apretaban en sus puños hoces, martillos y espadas agudas de tres filos. La marcha de la abigarrada cohorte descripta era presidida por varios vurros majestuosos; sus cabezas estaban enjoyadas con diademas, hechas mediante cuantas inmundicias y uñas de muertos en el mundo han sido. Miraban el accionar de la turba con el aire de grandes dráculas complacientes y benéficos.
Los adláteres armados de la referida pandilla, lanzando desagradables inarmonías y estridencias, obligaban a caer dentro de una torca a todos los que en la vastedad de los tiempos en la misericordia del vurro creyeron. Se precipitaban en la horrible fosa lanzando hiatos y disonancias imposibles de conseguir en otra ópera; ya en el fondo, los cadáveres se iban achanchando como pequeños decorados.
A regular distancia de estos sucesos, podía verse a un iluminado carbonario, medio peladito y con barba en punta, el cual con las facciones descompuestas por el terror corría dando vueltas alrededor de una rosada nube menhir, intentando desesperadamente liberarse de sus discípulos, quienes lo perseguían sin tregua. Por fin lograron arrinconarlo junto a unas miasmas con resortes y clavaron sus picos en la cabeza del apóstol, para repetir el misterio de la picoteación de Nuestro Señor Trotzky que murió de un picotazo por todos nosotros. Cosa extraña: tardaba muchísimo en morirse, pese a que la masa encefálica saltaba a chorros (los parietales volaron en astillas luego de los primeros impares golpes; éstas fueron celosamente juntadas por otros discípulos, deseosos de conservar aunque más no fuese un fragmento del Verdadero Hueso). Se dijo que tardaba muchísimo en morirse; en realidad no se moría en absoluto. El Maestro, pegando chillidos tan broncos y cacofónicos que se los envidiaría un pterodáctilo, decía: «¡Déjenme en paz, hijos de puta! ¡No quiero ser más el Maestro! ¡Ni siquiera discípulo!». Estas grandes voces desconcertaron en un algo al grupo de ensotanados rojos, quienes decidieron deliberar en capítulo o cabildo aquelarrético. Cuchicheaba el cenáculo de aquella repelente dieta. Portentosos, teologales y con grandes sonrisas se volvieron al apóstol de barbita y le dijeron: «¡Pero Maestro! ¡Unas pocas circunvoluciones más!». Y volvieron a caer sobre su cabeza, picoteándola como pájaros.
También había allí un Lenin gordísimo, con una panza de seis yardas, doce codos y tres pies de radio; tal parecía una deforme hormiga reina con el vientre lleno de huevos, sólo que su fenomenal gordura se debía al medio minuto luz de tripas que tenía en el interior de su odre. Por el culo le salía una interminable almorrana que expulsaba con muchos pedos; un sirviente se la iba cortando con una hoz, en pedazos de veinticuatro centímetros cada uno, procediendo a darles estos fragmentos a sus fieles que eran cientos de miles de millones; de manera que nadie se quedó sin su parte. Y el sirviente segador iba repitiendo una vez y otra: «Chupad y adorad la bienaventurada tripa santísima de la Gran Ramera de Leningrado».
Los devotos se marchaban dando sorbidos y lengüetazos a los fragmentos de intestino con olor a pedo, como si fuese un rico helado de menta o la fina crema de un verano.
Y había allí también un Gran Chichi Enano Gigante o Único Manijero —más conocido como Alberich—, que en su momento renunció al amor para someter al mundo y a los Dioses a su poder purísimo. He aquí que aquel verdadero vurro, padre y madre de todos los malolientes vurros, tenía un pene amatorio de cuatrocientos estadios de largo y media milla de ancho y era el encargado de repartir los daños admirables, la tragedia mimosa, los beneficios cataclismáticos, los viajes de ida al precipicio, la calamidad bicoca, el favor siniestro, el contratiempo en el enchufe y otras canonjías catastróficas. Y a todos los que habían tenido la locura de creer en él —como premio— los transformaba en todo culitol, tocando con su cetro bienhechor las superficies culales. Mas he aquí que los embestidos por dicho cetro no morían, sino que se dilataban hasta tomar la forma de un anillo de media milla; luego descendían hasta el fondo del palo colosal, perdiendo en el camino toda la sangre. Y a medida que pasaba un agraciado tras otro, la sangre hacía de lubricante e iban sucediéndose esos infelices o pichis a mayor velocidad.
Los mencionados anillos, más delgados que el más delgado papel, quedaban apretados unos sobre otros y así cabían tantos, que mil millones de fanáticos tenían todos juntos la altura de un centímetro. Dada la manera, había lugar para muchos más.
Pero entonces he aquí que la mayoría de todas aquellas materializaciones desaparecieron. Quedó sólo la llanura de los menhires rosados, el cielo violeta fosforescente, el lagar de las arpas y geometrías fundidas —mismo, propio, idéntico a un lago de vidrio— y la arena deslumbrante, blanca como el cuerno de un unicornio.
Se oyó una voz que cantaba engoladamente unas disonancias absurdas. Cada tanto interrumpía su aria para lanzar unas especies de chasquidos. Era como un gran mentiroso, entre serio y soberbio:
«Ji ol na iee do deen
deaaadenoo deiii na diec dooo.
Ooiediiinadieooodidooo en di diiiiiaic byyy-¡chkt!
Ooódcndido niiiden rus den, ni
nidan die diii an guo byyy-¡chkt!
Suu…san nii na di
do di dain ni dain go,
va di,
ni di go di dain
ou vi dain byyy-¡chkt!».
Entonces comenzó a oírse otra voz, como de Relator, quien cantó con todo el carisma de la estética. Pasaba de un plano de entonación a otro, caprichosa y discontinuamente. Esta manera arbitraria de expresar su prosopopeya era en cierto modo horrible, pero también agradable de escuchar[152]:
«Yyy en, ton, cesenaaa quellos días vino Juan el Bautista preedicando en el desierto de judea, diciendo: Arrepentios, porque el reino de los cielos se ha acercaadoo. Pues éeste es aquél de quien habló el profeta Isaías, cuando dijo byyy-¡chkt!
Y Juan estaba vestido de pecio de camello y teenía un cinto de cuero alrededor de sus loomoos byyy-¡chkt!; y su comida era langosta y miel silveestree.
Y ya también el haacha está puesta a la raíz de los árbolees; por tanto, todo árbol que no da buen fruto es corta, do y echa, do en el fueegoo byyy- ¡chkt! Yo a la verdad os bautizo en agua —aquí prosiguió con otro tono, bronco y áspero, como si fuese diferente persona (y quizá lo fuera, sólo que al unirse ambos parlamentos sin solución de continuidad parecían recitados por él mismo); con una tensión entrecortada, ceñuda y amenazante—: paraarre pentimiento peeero, el, que, vie, ne, tras, mí; cu, yo, cal, za, do, yo, no, soy, dig, no, dée, llevar… es, más, po, de, ro, so, que, yo; él, os, bau, ti, za, rá. —Vuelve el Narrador, con su tono—: Een Espiritusanto y fueegooo byyy-¡chkt!
Y hubo una voz de los cielos, que decía: Éste es mi Hijo amado, en quien tengo compla, cen, ciaaa. Byyy-¡chkt!
(Pausa.)
Nooo to do el que me di ce Se ñor Se ñor en tra rá en el rei no de los cié los; sino el que hace la voluntad de mi Padre… que está en los cielos.
(Pequeña pausa.)
Muu choos… muu choos… muu, chos me di rán en a quel día Se ñor Se ñor no pro fe ti za mos en tu nom bre y en tu nom bre e cha mos fue ra de mo nios y en tu nombre hi ci mos mu chos mi, la, grosbyyy-¡chkt!
(Otra vez apareció aquí el tono inflexible, autoritario y bronco, en un registro bajo de ópera:)
En ton ces les de cla rá ré. Nun ca os co no cí. A par ta os de mí. Hacedores… —casi un susurro—: ¡de maldaad!… ¡de maldaad!…
(Narrador:)
Pe ro res pon dien do él dijotooda plan ta que no plantó mi Pa dre ce les tial, será desarraigada. Dejadson cié gos guías de cié gos y si el cíe go gui a re al cié go am bos ca e rán en el hoooyo. Byyy-¡chkt! Respondiendo Pedro lle dijo: Explícanos esta paráabolaa. Jesús dijo —marcando con énfasis las “enes”, como quien aprieta un timbre alrededor de ellas, o hace vibrar la cuerda más aguda de un instrumento, y a veces arrastrando otras letras—: ¿No entenndéis que todo lo que enntra en la boca va al vienntre, y es echado en la letrinaa? Peero lo que ssale de la bboca del corazón ssale y esto contamina al hombree… —Como un bajo, en ópera—: Y esto contaminaa… al hombreee… —El bajo desaparece para dar lugar al tenor. Con prosopopeya y tono admirado; pero no en forma ridícula, sino grandiosa—: byyy- Poorquedelco razón salen los malos pensamientos loshomicidioslosadulterioslaaasfornicacionesloshurtoslosfalsostestimonioslaaasblaaasfeemiaaas.
(El otro, con tono terrible y con ira, masticando las palabras:)
¡Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comerr; tuve sed, y no me disteis de beberr; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis!
(Narrador:)
Entonces también ellos le responderán diciendo: Señoor, ¿cuaaando te vii mos ham-brien-to-se-dien-to-fo-ras-te-ro-des nudo enfermo o en la cár-cel y no te serr vii moosbyyy-¡chkt!?
Entonces les responderá diciendo —con lentitud, conteniendo la furia—: De cierto en cierto os digo, que en cuanto no lo hicisteis a uno de éstos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis. E irán éstos al castigo eternong, y los justos a la vida eternangbyyy-¡chkt! —Susurrando ásperamente—: ¡A la vida eterna…! ¡A la vida eterna…!
(Narrador:)
Y Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad mees da, da, en el ci-elo y en la ti-erra. Por tanto id y haced discípulos a todas las na, cion, nees; bauti zándolos-en el nombredel Padre ydel Hijo y del Espíritu Samntomn; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mamnda- domn; y he aquí yo estoy con vosotros to dos los diiaas. —El otro, con susurro austero y belicoso—: ¡Hasta el fin del mundo!
(Narrador:)
Aaaaameeeen.
(Una voz, mezcla de dolor y gemido agónico, pero con algo de sufrimiento impersonal, como si no le importase, y terminando en una letra “ge” vibrante y aguda, pero al mismo tiempo gangosa:) ¡Aaaooooouuiiiiieeeggggg…!
(Nuevamente se oyó la voz del principio, cantando engolada su aria absurda; pero para seguir sin transición y en medio de una disonancia, con palabras humanas dichas por el Narrador:)
Ji alguei iuu aiee aioiee
ji a iagiee gebiyytice
eee vi jut-yieeegtejesucristi filii dei vivii, el testigo fiel, el primogénito de los muertos, y el soberano de los reyes de la tierramn. El que nos amómn, y nos lavómn, de nuestros pecados con su sangree. —Él otro, con susurro misterioso y terrible—: Y tengo las llaves… ¡de la Muerte!… ¡y del Hades!
(Narrador —pero su voz ya sin engolamiento, como poseída de infinito cansancio; las sílabas son pronunciadas con terrible esfuerzo; esto se acentúa a medida que se avanza en el parlamento, llegando a ser un estertor:) Entonces vi el cielo abierto… y he aquí un caballo blanco… y el que lo mon… taba se lla… ma… ba… Fiel y Verdadero, y con jus… ti… cia juz… ga y pe… le… a. —Suspiro—. Sus oojos e… ran co… mo lla… ma de fue… go, y había en su ca… be… za mu… chas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mis… mo… o… o. —Suspiro profundo—. ¡Es… taaa… ba! ves… ti… do de una ro, pate, ñi… da en san… gre… y su nom… bre es: El Ver… bo de Dioss…
(A lo lejos, una voz clama desesperada:)
Eli, Eli, ¿lama sabactani?
(Inhalación profunda y expulsión de todo el aire, como de alguien que acaba de morir.)
(Narrador, triunfante y enfático:)
De su boca sale una espada aguda para herir con ella a las naciones, y él las regirá con va-rade hierrro, y él pisa el lagarrr del vinoo del furorrr y de la ira del Dios Todo-poderosooo.
(El otro, casi en un susurro, con aspereza inexorable:)
Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último Bienaventurados los que lavan, sus ropas para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la dudaaad…
(Narrador, severo e implacable como un juez triunfante:)
Maaas… los perros estarán fueraaa, y los hechicerooos, los fornicariooos, los homicidaaas, los idólatraaas, y todo aquél que amaaa, y haceee, men- tiii-raaa. Byyy-¡chkt!
El que da
su testimonioo
ha habladooo —a esta última palabra se unió, sin solución de continuidad, un horripilante gemido proveniente de una “ge” gangosa y agónica, bien del fondo de una garganta: ¡bssaaaaaggggh…!»
Se hizo un gran silencio como de media hora.
Desapareció el lago de geometrías en destrucción eterna. Permaneció en cambio la fluorescencia lilácea del cielo, los menhires rosados y el blanco deslumbrante del desierto parecido a filamentos de cuerno de unicornio.
El color de la semi esfera que rodeaba a De Gaula, permaneció inconmovible, sin dejarse influir o mezclar.
Se oyeron voces incrédulas y furiosas: «¿¡Qué es ese verde militar que rechaza nuestros lilas!? ¿¡Quién está adentro!? ¡Si no es un cobarde, que conteste!».
De Gaula no respondió. Impasible y en austero reposo, como los destellos metálicos que lo rodeaban. Durante largo rato lo injuriaron, sin resultado. Para ver si conseguían asustarlo, lanzaron contra él seis bandadas de veinticuatro vurros cada una. Si el mago hubiera tenido un breve momento de vacilación, duda o temor, habría muerto sin remedio.
Luego de que los chichis rebotaron (huyeron lanzando chillidos espantosos), las voces volvieron a hablar —entre ellas, en vista de que De Gaula no les respondía: «Nada pueden los hombres contra el Ve Corta Del Juicio Final, pues él es el más viejo y sabio de los seres y el Verdadero Dios, además». Silencio, como esperando respuesta. De Gaula continuó en implacable mutismo. Los chichis siguieron hablando—: «Grande es en efecto, la voluntad y maravilla del ve corta pichón largo». «Sí. Y no hay nadie que alce su voz para oponerse, por lo visto». «El que calla otorga». «El que calla es puto». «El que no defiende sus principios de viva voz, es un miserable cagón». «Si hay aquí alguien que se oponga a nuestros principios, que hable de una vez o manifieste una señal; caso contrario, que calle para siempre». «Ésta es la última oportunidad». «Sí. La última. Después vendrá Exatlaltelico en persona». «Che, ¿es cierto lo que me dijeron?: que el Monitor tiene un mago medio puto a quien le hace la porquería» «Noo, no creo. ¿Te parece?». «Y, a mí me dijeron. Un mago que es medio puto y no habla. Lo llaman el mudo. Los poderes celestiales están enojados con él. Dicen que lo van a abandonar porque no se atreve a defenderlos. Sólo por la palabra existen y siguen existiendo las cosas».
De Gaula siguió impasible, sin mover ni un músculo del cuerpo o de la cara. Gruesas gotas de sudor perlaban su frente. Su esfuerzo por no dejarse maníjear tornábase titánico. Las sugestiones telepáticas pugnaban por hacerle creer que todo aquello era cierto o, por lo menos, introducir la duda de que algo de verdad habría en lo que decían los chichis.
«Mirá cómo suda». «¿Cuánto tiempo se cree que va a poder aguantar?». «Mirá si será atrevido y arrogante, el mudo, que vino a su morada a desafiarlo. Él va a castigar su insolencia de enanito dentro de un rato, nomás». «Lo van a borrar a él, a sus amigos y protegidos de la faz de la tierra y sabrán todos quién es el vurro, el Antiser, el Dios Velado». «Dice que el ve corta no es su Dios. No lo dice pero lo piensa, que es lo mismo». «¿Ah? ¿Así que él no cree? Mirá si será estúpido y burro con be larga, que todavía no descubrió el primer secreto: que todo, tanto lo bueno como malo son distintas partes del alma de ese Dios. También oponerse es ser parte, y al adorar a deidades adversas no hace sino incensar al otro sector del alma de Aquello que está tras las Veladuras. Lo que él tendría que hacer es buscar una integración de lo bueno con lo malo; meter al vurro en su Panteón y adorarlo junto con los otros Dioses. Abraxas». «Y ni tampoco: si llegó a comprender la verdad de que todo es lo mismo y partes en lucha de un Unico Ser, entonces que lo adore directamente al vurro y listo». «Lo que importa no es a quién se adora sino cómo se adora. Con qué intenciones». «Eso». (Pausa) «No habla el mudo, ¿eh? No afloja». «¿Y cómo va a hablar si es puto? Los putos no hablan. Y porque no hablan serán gobernados en el peor de los círculos y luego borrados como si nunca hubiesen existido. Porque no pronunciaron la palabra que pudo salvarlos. Este mago de pacotilla y travesti tuvo el atrevimiento de realizar el único acto que el Amo no perdona aunque haya arrepentimientos: amar la vida y el mundo terrenal». «Se cree que el vurro no lo hace su mujer ya mismo sin falta porque los poderes celestiales lo protegen. No comprende que si no lo destruye es porque desea hacerlo llegar hasta el fin. Es su deseo y decisión que se vea obligado a ver cómo todos sus sacrificios han sido inútiles; obligarlo a contemplar el espectáculo de su propia impotencia para impedir la muerte de su Jefe y el colapso de su país. Que vea al triunfante Vurro del Juicio Final, campeando tanto arriba como abajo». «E lti empoes táp rox imo. D ebe irse. D eb emosir nos. P eroen laba tallaf inal, en trelos e sco mbrosy los mué rtos, lo vo l veráa ver: e scam osoy ref ulgent e».
Escamoso y refulgente.
Y entonces ocurrió la más extraña cosa de todas las sucedidas en aquel raro día.
Decamerón de Gaula habló.
Lo imposible había sucedido: al principio casi en un susurro. Luego la letanía fue subiendo de volumen. El mago decía: «Grande es en verdad tu gloria, supremo Antiser y Dios Velado, Señor de las cohortes de vurros y Vurro triunfante. Acepta el homenaje de este, Decamerón de Gaula, tu siervo».
Lo increíble era que Decamerón de Gaula no decía con ironía lo anterior, sino absolutamente en serio. Con total entrega prosiguió su oración: «Ven y desciende. Encuéntrame apto y purificado. Mi corazón te llama. Abjuro de toda vida que no te pertenezca. Ven para hacer de mí el fuerte minarete de tu Pagoda invisible, Amo de las Treinta y Tres Sombras. El Minarete Único de tu Casa sin puertas ni ventanas. Ven, desciende. Ven, desciende».
No bien hubo pronunciado esta última frase por sexta vez, desapareció el bosque de menhires rosados y la arena se volvió negra como el espacio sideral. Toda la gran masa lila del cielo pareció agruparse como un objeto. Pero luego también ese color desapareció.
Aquello era enorme. Una entelequia hecha con inexistencia pura. No antimateria, porque eso que los hombres llaman antimateria ya es algo. No era blanco, ni negro, ni gris, ni de ningún otro color. Tampoco transparente. Se trataba de la inconcebible falta absoluta de color. Pese a ello, estaba vivo.
De Gaula esperaba, con los ojos bajos y cerrados y brazos extendidos, la llegada del bicho que venía a llevarlo.
Cuando lo sintió cerca, el mago salió de su actitud estática. Con calma abrió el envoltorio que desde un principio depositara a sus pies, y de él extrajo un alfanje de oro que tenía muchos grifos en altorrelieves sobre la guarnición. Empuñó el arma mágica y, siempre con los ojos cerrados y la cabeza baja, pegó un fulgurante tajo hacia arriba al tiempo que lanzaba un alarido de odio.
Al sentirse herido el Antiser se replegó velozmente hasta perderse en el espacio, la tierra y el tiempo. Las trompetas rebuznantes de cien millones de vurros, no podrían compararse al grito de furia y dolor que lanzó. El chichi había perdido una partícula infinitesimal de su masa, grande ésta como un año luz cúbico. Pero esa porción diferencial de su persona ya no volvería a restituirse[153]:
La espada de Decamcrón de Gaula, por proceso alquímico, se había transformado en plomo. El mago dejó que se enfriara y luego la guardó. Después emprendió el viaje de regreso a Monitoria, Tecnocracia Central.
Durante muchos meses, el pelo le quedó absolutamente blanco.