CAPÍTULO 127

Una civilización tan perfecta que ni ruinas deja

La Lujuriosa, pese a sus cortos años, en un sentido era como esas viejas Regentas que ahúchan, retienen, almacenan y conservan poder y honores, para la época funesta en que la mayoría de edad del futuro rey las desplace. Ella decía que en todo hombre hay un pequeño príncipe escondido o, en el peor de los casos, un segundo en la escala de la sangre. Cuando mediante sus delicados pero poderosos instrumentos —en este último sentido sus radiotelescopios resultaban tan potentes que capaces fueran de localizar un insignificante planetoide a doscientos millones de años luz— ubicaba un gentilhombre dotado de gracia estatuaria —no nos estamos refiriendo aquí a Carlos V sino a su virrey—, sacábale un molde en yeso a su parte más artística, a fin de realizar un fundido de bronce. Como la idea se le ocurrió algunos años después de perdida su inocencia, la colección adolecía por la falta de algunas incunables piezas. Echaba de menos varias réplicas y altivas jerarquías para las cuales ya no había repuesto, stock ni provisión. Sus anteriores consortes eran ya inhallables. O casi. De nada valían ahora añoranzas, ni hacerse la jacarandosa y desenvuelta. Se hubiese acordado antes en lugar de ser tan instantánea y pródiga. «Sólo tiene valor el momento. No pienso guardar ni una mísera fotografía», dijo ella años antes, según ahora recordaba arrepentidísima.

Llena de consternación y desconsuelo conservaba también intacta en su memoria, imágenes de las diestras manzanas de las Espérides de todas aquellas mujeres que fueron dignas de su íntimo coloquio. Quién hubiera sido lo bastante inteligente como para fundir —cuando se pudo— mórbidos bronces tomándolas como base.

Deseosa de terraplenar estos molestos baches, creó una pequeña policía personal, aprovechando su ascendiente sobre el Monitor, encargada de buscar por todo el país y aun en el mundo, a sus ex. Distrajo en plena guerra hombres y equipos necesarios para la seguridad interna. Se propuso satisfacer a toda costa su delirio. Ni siquiera la Gestapo buscando judíos demostró tanto celo. Ni la mismísima GPU, ni la legendaria NKVD Es que ella era verdaderamente stalinista en cuestiones sexuales.

Cada… estatuilla, digamos, tenía atada una tarjetita con el nombre y apellido del original. Había levantado un altar donde les rendía culto; todos los días, diez minutos. Salvo, por supuesto, en las grandes Elevaciones o Misterios que celebraba una vez al mes, donde recordaba a sus amantes uno a uno.

Su colección, luego de ímprobo trabajo, quedó completa. Por lo demás había logrado acceso al Monitor y a todos los delirios tecnócratas en su más alto nivel. Sin embargo sentía que le faltaba algo: una acción sexualmente heroica, digna de ella y de figurar en las Eddas y sagas titangermánicas del erotismo. Se proponía parir exclusivamente por razones de lujuria; sin realidades aleatorias que permitiesen dudar sobre la pureza de sus intenciones.

Para lograr lo arriba señalado, asistió cierta noche a una de las pocas bacanales que el Superior Gobierno aún podía permitirse.

Al principio se instaló en un rincón, demostrando insólita modestia. Había asistido con apropiado aspecto de escolar: guardapolvo blanco, el pelo anudado, en un moño, carterita con útiles, etc. La única diferencia era que adentro de esta última —no adentro del «etc.», sino de la cartera— en vez de la geografía, la botánica y la Historia de la Edad Media de Ch. Seignobos, llevaba La filosofía del tocador del Marqués de Sade, Grushenka (Tres veces mujer) de autor anónimo, Noches de Moscú de Vías Tenin y Fanny Hill de John Cleland.

Los otros orgiastas la miraban extrañados. No entendían qué pasaba. Una chica quiso efectuar sobre ella una aproximación telescostápica, tatelestípica o tetiloscópica, pero la Lujuriosa replegóse con recato. Cierto tipo, desconcertado, pretendió engolosinarse haciendo genuflexiones amistosas ante uno de sus cachetes traseriféricos o cuquiferrosos, pero sólo para recibir una indignada protesta, que parecía sincera.

El Monitor observaba todo cagándose de risa en un rincón, mientras dos bacantes lo mimaban.

Hacia la mitad de la fiesta, y cuando todos —salvo los que la archíconocían, tal como el Monitor o el Kratos de las Lenguas— ya la habían olvidado pensando que se había vuelto dervicha o santona, la Lujuriosa se puso de pie desperezándose. Procedió a sacarse el guardapolvo. Un nuevo desperezamiento hizo que su blusa se tensara a causa de sus dos tateritas o, si se prefiere, sus dos torrecillas de ajedrez chinesco. Dijo con suavidad pero claramente: «Ahora, tengo que parir».

Entonces todos comprendieron.

Portando una enorme luciérnaga robot, cilíndrica y gruesa como la cabeza de un niño, penetraron los cuatro Lucernarios por una de las puertas de la izquierda.

Lucerna magnífica, en verdad, la referida luciérnaga: por fuera construida en madera, pero con una placa ventral de luces. Hubiese podido iluminar a giorno el teatro alla Scala de Milán. Ya se encargarían los recién llegados de encontrarle al menos una pequeña sala de conciertos.

Mientras todos suspendían lo suyo para no perderse este plato fuerte, la Lujuriosa fue desnudada en tiempo récord —aun para ella— y atada a una especie de potro del tormento, boca arriba, previo ponerle una almohadón bajo el cisne; en esa forma la indefensa ciudad de París quedaba airosamente expuesta al bombardeo que efectuase la Gran Berta o el Pesado Gustavo.

Todo empezó con un tratamiento suave y benigno a fin de que las sitiadas ciudadelas borrasen el ceño adusto y perdieran desabridas y ariscas desconfianzas. Aquí se nota una vez más la clarividencia de Ulises para encontrar la mejor manera de llevar a buen puerto su caballo de Troya.

Despertar en la Lujuriosa el deseo de estudiar la crotimática no era nada del otro mundo. Sin embargo, como el operativo Aparejo Trinchante no iba a ser muy común que digamos, era necesaria una especial calibración de la autoclave.

La tensión o tirantez se disminuyó mediante cosquilleos con plumas de aves faisánidas, según el instrumental que recomienda la regla áurea. Como un rayo el material fue llevado al rojo vivo. A partir de aquí se procedió a una acción más física que espiritual, mediante trebejos que actuaban como operadores, sin por eso permitir plenitudes que interrumpirían el proceso. En efecto: si tal ocurriera, éste se tornaría todo consternación y disgusto.

A ver cómo puedo decirlo: aquellos mencionados trebejos u operadores, venían cada vez más amplificados en sus volúmenes. Como sucesivos introitos, iguales en cuanto a su leit motiv pero progresivamente enriquecidos por el agregado de instrumentos.

Mientras tanto, los Lucernarios lubricaban sin cesar la magnífica clava mágica; detrás de la cabecera del potro, para que la chica no se asustase de antemano al tomar conciencia del tremendo poder que iba a enfrentar. Digamos en todo caso que se trataba de un digno oponente.

Por de pronto allí teníamos a un Orlando, no menos furioso. ¿Cómo referirme al espacio que ocupaba en el espacio, sin resultar demasiado escandaloso y procurando que casi no se note? ¿Hablar quizá del puño de un rudo labrador? Bien, el puño de un rudo labrador.

Coraje no le faltaba. Lo aguantó con valentía, sin quejarse, como un soldado que hace imaginaria con veinte grados bajo cero. Eso sí: cuando el bichero escarbó el fondo del río, se escachó el primer gemido. Con seguridad y para sus adentros, la Lujuriosa pensaba que sería prudente detenerse allí; pero por orgullo no podía decirlo.

Luego de corto recreo o descanso, una nueva Lanza de Wotan pugnó por hacer su aparición en el Acto III, Escena II, de La Walkiria. Brunilda se quejó en el proscenio: «¡No…! ¡Es demasiado… me duele!». Sin hacerle el menor caso, los Lucernarios sostuvieron su esfuerzo —se recuerda que el objetivo final de todos estos ensayos era suspender la gran lucerna del techo de la gruta de los conciertos. Logrado que fuera ese magnífico objetivo, la mencionada caverna se volvería tan filarmónica como la de Fingal: digna de Mendelssohn y sus Hébridas.

Mientras todo ello tenía lugar, el Monitor jugaba al truco consigo mismo. Habíase desprendido de sus dos admiradoras —aquéllas que lo mimaban— y acomodaba su juego listo para cantarse un envido. Sacó una carta y, de un empujón, logró instalar entre sus otras imágenes del tarot esa impresionante sota de bastos.

Un poco más allá, la mujer se crispó de dolor y soltó un alarido:

Monitor siguió jugando una hora más. De pronto y ante su propio desafío, miró sus naipes descubriendo que le había venido un conjunto de cartas invencibles. El mismo Atila no las hubiese despreciado. Sólo restaba que golpeara con eso que, por falta de palabras, definiré como el Arma del Juicio Final. Todos han comprendido ya, supongo, que se trata del as de espadas. Monitor lo tomó dispuesto a jugarlo sobre su propio juego, a matar sobre sí mismo.

La Lujuriosa, empapada de sudor y con los ojos, cerrados, sonrió. Suponía, muy erróneamente, que el último artefacto al cual había sobrevivido era la bomba orbital que su imprudencia desafiase. Abandonábase feliz, creyendo que ya todo había pasado. Pero nosotros, contentísimos y agazapados entre los cordajes y contrapesos de la tramoya, bien sabemos que no es así.

Ella sonreía dichosa, como ya se dijo; hasta que vio al rígido monstruo. Desesperada y con un miedo horrible, comenzó a gritar: «¡No! ¡Van a matarme! ¡Renuncio!». Pero todos, mirándola severos e implacables, le dijeron que se lo había buscado. Pensaban seguir hasta el fin, aunque el precio del estadio fuese la muerte. ¿Para qué se jactó y anduvo blasonando por allí? Pidió auxilio al Monitor pero éste, quien continuaba jugándose al truco, se hizo el sordo. «¡Ordenales que paren! ¡Me van a matar!». «Lo siento. No tengo compasión por las putas arrepentidas. Que tenga un hijo por puro dogma, carajo. Y agradezca que no vaya por el lado del sofisma».

En realidad y aunque no lo demostraba, el Jefe de Estado no las tenía todas consigo. En un aparte realizó consulta astrológica con Arnaldus el Enorme, quien mediante un rápido horóscopo interrogó astros y potestades. El Maestro lo tranquilizó: «Puede, puede. Hay allí una pequeña coordenada de bloqueo, que no me permite ver algunos detalles, pero para mí es una manija de los sorias para que no intentemos esta hazaña trascendente. Yo le metería, nomás».

La hecatombe, pues, fue autorizada.

Los Lucernarios dieron por finalizado el aceitamiento de su lucerna, probaron las luces, vieron que todo estaba en orden y se dispusieron a colgarla en la caverna sinfónica del último confín.

Monitor continuó jugando al truco. Empuñó la espada irrefutable y pugnó por meterla entre dos cartas adversarias rodeadas de propias, que sostenía con la otra mano. Cosa muy curiosa, no lograba introducirla, entre los mencionados naipes, a fin de matar. Éstos últimos parecían pegados por algún campo de fuerzas. Se habían tornado inseparables y magnéticos.

Los Lucernarios por su parte, venían de un fracaso. Desolados intentaron otro método. Con un cuchillo adelgazaron el vértice de la lucerna tallándole una suerte de mini o sub, a fin de dar comienzo.

La carta wagnetofónica del Monitor habíase transformado en el Buque Fantasma. Pero uno raro en grado sumo, cuya Arboladura toda habíase condensado hasta tornarse en un único objeto. Era como si el trinquete, el palo mayor y el de mesana hubiesen desaparecido como vectores a fin de dar paso a la resultante. El Holandés Vagabundo condujo su barco por las enrojecidas aguas al tiempo que estallaba una formidable tempestad.

El naipe monitorial comenzó a insertarse entre las dos —en esto— virginales cargas.

A muchos kilómetros de allí y en ese mismo instante, el plesiosauro lograba finalmente arribar al anheladísimo lago de Loch Ness que habría de ser su morada. Introdujo su cabeza en las aguas lívidas, dispuesto a sumergirse.

Ella pedía que le sacaran aquel demonio hambriento, ese árbol con sus ramas. Que no aguantaba más, por amor al cielo, por favor.

Las muñecas de la Lujuriosa estaban sangrando, a causa de su desesperado tironear de las ligaduras.

En realidad era más la sensación que otra cosa. Alaridos, no obstante. La lucerna ya casi estaba colgada del techo. Faltaba un último tornillo. Secretarias de dos científicos, equipadas con cuadernillos y filosos lápices Maizal, tomaban notas taquigráficas de las oportunas frases que los eminentes sabios —con sus somas dogmáticos transformados en mármoles de Carrara: ni que hubiesen visto a la Medusa petrificante— lanzaban de a trallazos. Esas antorchas de la investigación habían pedido asistir a este parto a la inversa, con la excusa de la ciencia. Nadie supo nunca cómo se enteraron; pero estuvieron allí primeros que nadie, ataviados con guardapolvos y reglas de cálculo.

Una de las secretarias —con anteojos de carey, ceño fruncido, como pensando absorta— rozó con el sud oeste de su postrimera casa, el tótem y tabú de su científico; en apariencia sin querer. Éste, no aguantando más, arrancóse todas sus virginidades y veintiocho grandes sellos. Allí mismo sin falta, delante de todos, sin importarle nada de nada, así hubiera Reyes, Números o jueces, dando bramidos parecidos a los del Simún, y olvidado por completo de sus ecuaciones diferenciales de segundo grado. Ella siguió escribiendo como si no se hubiera enterado. A lo sumo inclinó un poco su propia dimensión colaborante. ¡Aquél escándalo! La chica pensaba: «¡Todo sea por el bien del progreso! El tubo de ensayo es mi norte; el polo magnético al cual apuntan las cuencas oceánicas de todas mis brújulas. Cada vez que hago (o doy el visto bueno para) alguna cosa, reflexiono: Esto, ¿es o no correcto a la luz de la mecánica cuántica y ondulatoria cuyos principios fueron clarificados por Max Planck? ¿Él, estaría o no de acuerdo?».

Los Lucernarios engancharon por fin su lucerna del techo. El plesiosaurio fue cubierto por las aguas del lago. El Holandés Errante, luego de sortear peligrosos acantilados, llegó a la seguridad de alta mar. Monitor mató con el as de espadas. La Lujuriosa, con un ruido agónico, se desmayó.

La despertaron a baldazos. «Vamos, vamos señora: despierte que ya es hora de dar a luz». «No puedo… no puedo…». «¿Cómo que no puede? Haga fuerza porque nosotros no pensamos ayudarla».

En realidad era imposible: si el proceso de entrar resultaba análogo a introducir un cilindro en otro, la salida era como pretender arrancar un paralelepípedo de un tubo cuyo diámetro fuese menor que las diagonales del antedicho. En los partos verdaderos la biología colabora con la mujer durante nueve meses.

Así pues, finalmente se vieron obligados a prestarle ayuda. Pero procuraron que, por lo menos, no se diese cuenta. Pero antes iluminaron a giorno la sala de conciertos.

Ya se dijo que la luciérnaga robot tenía una placa ventral de luces. Encendida que fue por control remoto, las distintas partes de la Lujuriosa adquirieron diferentes colores. Su piel se volvió transparente. Por debajo se filtraba una encarnadura de maíz. Ojos cromatismo amarillo, como los de ciertos felinos, con adelgazadas rayas negras verticales. Los globos oculares brillaban con fosforescencia de linterna mágica. Sus cabellos se encendieron en un verde militar luminosísimo. Senos en actividad, con magma y fuego interno. A través de su vientre podía verse la lucerna que, como una masa de fósforo, se consumía bajo el agua.

Cuando todo terminó, Lujuriosa debió ser hospitalizada de urgencia.

Días después y ya en condiciones de hablar, declaró que jamás en la vida había sentido un éxtasis tan profundo y completo, ni tanta paz, como luego de parir la luciérnaga robot. Dijo además y pese a ello: «No pienso repetir la experiencia, por ahora. Pero cuando el Monitor se descargue un poco de las responsabilidades del mando, quiero que tengamos muchos hijos. Claro que de carne y hueso».

De cualquier manera, se llevó a la luciérnaga a su cuarto y la incorporó a los pequeños —por comparación— objetos de bronce que constituían la colección de la cual ya hablamos.

Cada uno trataba de hallarlo por su lado. Eran caminos. Ella eligió el orgasmo, civilización tan perfecta que ni ruinas deja.