El grimorio
Como el Monitor consideraba que los crotos eran animales mágicos, la Monitoria de Seguridad Interna obraba en consecuencia, protegiéndolos. Así, pues, linyeras, vagabundos y hasta mendigos —que no son lo mismo— se paseaban por donde se les daba la gana, entraban donde querían sin que nadie pudiese impedirlo o echarlos. Se movían lo más orondos, análogos a las vacas sagradas de la India. Pobre de aquél que maltratase o, peor aún, asesinara a un rotito. Pena de muerte como si se tratase de un magnicidio. Monitoria de Seguridad Interna debía buscar al criminal y encontrarlo, sea como fuere, con el mismo encarnizamiento que si hubiera matado al Monitor en persona.
En los bares tenían la obligación de atenderlos. Cosa rara, los linyeras no abusaban. Seguían haciendo sus cosas con la misma humildad de siempre; a lo sumo pedían un pedazo de pizza o un sandwich y lo comían afuera, caminando. A la gente le parecía curioso este delirio de Su Excelencia. Nadie lo comprendía, ni siquiera sus mismos esbirros. Pero las órdenes del temido Benefactor se cumplían al pie de la letra: sin preguntas y sin rechistar. Si a él le habían caído en gracia, pues a proceder de acuerdo a ello.
En ciertos lugares de la Tecnocracia, en playas apartadas, los crotos tenían sus propios balnearios. No se acercaban al agua por razones alérgicas cuya tradición conocemos, pero tomaban sol, asaban chorizos en parrillitas improvisadas con alambres y bebían ricos tintillos. Así, sea un ejemplo, teníamos el Gran Balneario para Menesterosos situado en la bahía de Gazofilago, a orillas del Océano Tracio, en el oeste de la Tecnocracia. Este vergel era el último antes del gran desierto del occidente, llamado el Bronce de Satanás y que el país de los tecnócratas compartía con el Califato de Córdoba.
Sus Haraposidades Doctísimas, los señores Moyaresmio Iseka y Crk Iseka, solían pasar sus vacaciones en la mencionada playa.
Pese a que los linyeras y otros vagabundos eran tan nómades como camelleros y tuaregs, en ciertas épocas se les daba por hacer colonias. Podían éstas durar desde unos pocos meses hasta varios años. Después alguna catástrofe misteriosa las borraba del mapa.
Una colectividad de estos desheredados e insolventes habíase instalado a pocos kilómetros de la bahía de Gazofilago, más cerca que ella del gran desierto. Como si hubiesen querido disputarle una frontera. En medio de la estepa se elevaba una suerte de campanario de tierra, sin campanas, levantado por enanos y duendes. Cada piedra parecía obra de un gnomo o de un trasgo.
El promontorio no llegaba a los cincuenta metros. Sin embargo parecía mucho más alto. Quizá el claroscuro de la tierra o los vastos espejos ilusionistas del cielo y de vastas extensiones sortílegas de luz indirecta y anfibia, lograban aquel misterioso prodigio. Intervenían, en el encantamiento, los pavorosos límites geométricos y el aura de invisibles centros de masas. O quizá la explicación fuera la simple magia.
Se trataba de un monte artificial, levantado por los mismos crotos mediante el expediente totalitario de cavar un profundo pozo cilíndrico y acomodar la tierra en su borde.
Desde una astronave de combate se habría visto algo así como una abertura en la corteza terrestre debida a un fenómeno volcánico. El interior de este cráter —desde el comienzo de la chimenea propiamente dicha hasta la cresta— contenía innúmeras casitas y grutas incrustadas como refugios de trogloditas. Allí vivían los linyeras.
Más pobre es la gente, más basura tira. Así, pues; una lluvia, incesante de papeles, cartones, envases de plástico y desperdicios varios rodaban desde los refugios hasta el fondo de la chimenea. Los residuos habían llegado a ser tantos que, algunos meses atrás, a uno de los crotos se le ocurrió prenderles fuego. Desdé aquel instante los restos ardieron sin interrupción, día y noche. La combustión —sin llama la mayor parte del tiempo— arrojaba un humo espesó y nauseabundo; a los rotitos no parecía importarles demasiado. Esa construcción que ellos mismos habían levantado, ahora semejaba un volcán en serio; no ciertamente uno apagado o extinto sino uno bien activo, como un mini Etna.
Pero lo más extraño era el comportamiento del promontorio todo, como si sobre él actuase una excepcional influencia planetaria. El cráter elevaba sus altas murallas, al tiempo que bullían las masas ígneas del fondo de la chimenea. Había innumerables conos adventicios o secundarios, también humeantes. Aquello arrojaba cenizas, lavas plásticas y bombas volcánicas diminutas. Desde el centro de la zona incandescente se elevaban ríos de fluidos diversos que corrían cuesta arriba violando todas las leyes conocidas. Sólidos semifundidos subían luego de bullir un tiempo, acompañados por masas gaseosas.
La cresta de este insólito Cotopaxi estaba cubierta de nieves eternas, pese a que, como se dijo, medía menos de cincuenta metros contando desde la base.
La masa del falso magma, coloreada en forma estupenda, era llamada por los mendigos, linyeras, vagabundos, crotos y rotos: «Nuestro Escorial».
En el fondo de la torca, por obra y gracia de los crotos, ardían todas las reliquias fracasadas que pugnaban por insubordinarse, los papeles cicatrizados, diarios desprovistos de motor humano, los efectos disfrazados de orígenes, los orígenes ocultos en casullas de plomo y con triple sello, los gérmenes de lo anodino, latas baldías, arpilleras plásticas, cuadraturas del círculo descompuestas, La Verdad y otros ilusionismos esterilizantes y operadores fatales.
Las casitas crotálidas más cercanas al magma eran las que recibían, como es lógico, la mayor cantidad de calor y humo. Los linyeras ahí vivientes, al poco tiempo quedaban ahumados como panceta. Pero, por suerte, protectoras capas de mugre dispuestas estratégicamente sobre las epidermis, se encargaban de rechazar el exceso de energía radiante. Ni el mismo amianto habría podido encargarse de esas funciones de una manera tan cumplida. Por el contrario, quienes vivían a cuarenta y cinco metros de allí, en las nevadas cumbres, padecían temperaturas de veinte grados bajo cero. Se habían registrado algunos casos de congelación. Cosa curiosa pues sólo veinte metros más abajo la temperatura era agradable y templada.
Nuestros dos héroes, los señores Crk Iseka y Moyaresmio Iseka, tenían la suerte de estar instalados en la franja del privilegio.
Dijo el señor Crk:
—Ilustre, hace algún tiempo, cuando veraneábamos en la bahía de Gazofilago, usted me prometió explicarme qué es un grimorio.
Moyaresmio, algo somnoliento:
—¿Qué es un grimorio?
—Caramba, mi querido amigo. Precisamente esperaba que usted me lo explicase.
Justo en ese instante, una masa de humo ácido y fétido dio en la nariz del señor Moyaresmio. Se despertó al instante y dijo:
—¿Grimorio? Ah, sí. No sé por qué extraña razón pero, cuando aspiré este perfume de Samarcanda que viene de ahí abajo, recordé al instante. Es una especie de cena mágica, ritual. Una gran fiesta a tutiplén que a veces realizan los esoteristas. Hay sexo, manjares delicados y vinos exquisitos; ello no les impide, sin embargo, devorar con el mismo entusiasmo cosas asquerosas; y hasta piden doble ración. Grimorio clásico sólo conozco uno: el que otro croto me contó cuando yo era chico.
—Adelante —murmuró Crk Iseka.
—El cadí Mahmud Abdullah Masseidi subió a su alfombra mágica con patas y ésta se puso en marcha. No volaba ni nada, caminaba y gracias. Veinte kilómetros por hora. Mientras el artefacto autopropulsado se ponía en marcha, comenzó a recordar una porción de su vida secreta que, naturalmente, nadie conocía. El suceso había ocurrido hacía muchos años.
»Era el mes de Ramadán, en el comienzo del cuarto creciente; las mareas hinchaban los mares, el grano germinaba y también las hechicerías. La magia con todas las tintas del espectro: roja, blanca, verde y negra. Era el tiempo en que, gracias a esta última, los zombies andaban por las calles con sus clavos de cuatro caras metidos en el paladar y atravesando sus cerebros podridos. Tipos, a su vez, llenos de manija pero aún vivos, circulaban llevando en el cuarto ojo —situado entre los parietales— un hierro de control. Zul-Kiidat, Zul-Hidjat, Moharram, Safar, Rabialaual, Rabialthaní, Gamadiailuala, Gamadialthania, Ragb, Schaaban, Ramadán y Schaual[149].
»Y estaban en Ramadán, como dije, con la Luna en pleno crecimiento.
»Se paseaba el cadí por las callejuelas de Bagdad. Llegó hasta el río Tigris y comenzó a bordearlo, cada vez más rápidamente, pelando las patitas de su alfombra. Una vez que arribó hasta donde el Tigris y el Eufrates están más próximos, pudo divisar las ruinas de Ur, compuestas de acumulaciones de ladrillos cocidos, montañas de tierra, piedra y máquinas mágicas, centelleantes estas últimas bajo la claridad lunar. Siempre tienen lugar grandes acontecimientos en los lugares mesopotámicos. También allí, donde el Volga y el Don tienden a unirse, fue fundada hace miles de años la ciudad de Asgardr, cuna de la civilización occidental. Sobre sus ruinas los rusos edificaron Tsaritzin, que después se llamó Stalingrado[150].
»El cadí intentó acercarse a los escombros babilónicos. No pudo lograrlo pues a mitad de camino el paisaje desértico cambió, siendo reemplazado por una suerte de floresta blanca de árboles calcinados. Era como si bruscamente, mediante un artificio escénico, hubiesen brotado de la arena grandes cristales llenos de imágenes; los espejos de otros desiertos planos, enfrentados mediante la mecánica de un espejismo en laberinto.
»Por la izquierda escuchóse un rumor de comitiva. Al frente de ella, sobre un magnífico caballo negro, venía un hombre extrañísimo; al parecer un militar de alto grado. Ya más cerca, el cadí pudo identificar descoloridas charreteras de general. Apagados resplandores lanzaban sus cuatro estrellas.
»El hombre avanzó como en un sueño, muy lento y sin ruido, por entre árboles grises que se deshacían en polvo al rozarlos su cabalgadura. Restos arbóreos en flotación descendían sobre el salitre:
»Observó la camisa llena de agujeros; la joroba estilizada, cilindro octaédrica, que su fusil eléctrico le formaba en la espalda. Sus sicarios, de caras cristalinas, parecían hechos con la misma carne que los árboles, muertos a calcinación. Nadie vio al cadí puesto que él puso a funcionar una máquina de la ilusión. Jamás salía de su casa sin esta defensa.
»A lo lejos se escuchó el rugido del tigre dientes de sable.
»El mago se dispuso a seguir a la comitiva lleno de curiosidad, ya totalmente olvidado de las ruinas de Ur.
»Poco a poco la floresta calcinada se fue transformando en algo viviente. Entremezclados con los árboles de ceniza aparecían bananos y jirafas, intercalados a su vez con mamuts y bestias del pleistoceno. El tigre dientes de sable —ahora podía vérselo— caminando junto a helechos diminutos, conejos de Alicia, Sombrereros y Liebres de Marzo y pisando arena mezclada con trilobites. Cascarones de enormes araucarias, trincheras de álamos, ornitorrincos y monos cinocéfalos, al lado de caudalosos ríos siberianos vueltos tropicales por inversión de polos y trópicos y desbarajuste de los solsticios. Allí, junto a esos ríos deshelados, bostezaban junto a los árboles del pan, tremendos ictiosaurios (cada placa dorsal grande como un escudo). Las manos del general, que el karate endureció hasta transformar en horrores góticos, van dejando en el espacio, indelebles y flotantes, una sucesión de manos gradualmente invisibles a medida que se alejan de las verdaderas y materiales, como película que registrase el aura astral. El Espanto sobre barroca silla de montar y caballo de Bizancio. Y las manos son blancas, tan lívidas, parecidas a crepúsculos en un mundo sin aire.
»Gracias a su máquina de ocultación, el cadí pudo averiguar qué se proponían aquellos tipos. Al parecer, su señor el general encaminábalos hasta un sitio donde unos compinches amigos suyos estaban por realizar un grimorio. También, gracias a los charlistas, pudo averiguar sombríos detalles referentes a la personalidad de aquel conductor. En los territorios sobre los cuales mandaba como Jefe de Horca y Cuchillo, cuando alguno de sus subordinados cometía un error, para darle a entender que había caído en desgracia, le mandaba a la casa una bordalesa llena de mierda: así el otro captaba lo muy oportuno de un suicidio. Caso contrario, le podían ocurrir una o varias de las siguientes cosas: que le hiciese tragar íntegro el contenido de la bordalesa; que le serruchara el espinazo para sorberle la médula espinal con una pajita, a manera de refresco; que con una perforadora tuviese la paciencia e industria de practicarle diez agujeros en los huesos de cada pierna, para luego pasar por ellos largos tornillos y así dejarlo amurado a una pared cabeza abajo; o etc. Sobre todo el etcétera, porque podía contener cualquier maravilla. Ese etcétera que todos pronuncian pero sin ver su interior, sellado como con planchas de plomo, inatravesable por los rayos acásicos, indescifrable.
»Los esbirros del general iban entretenidísimos, engullendo confituras con formas de encinas y de hojas de roble con espadas, que sacaban de bolsitas; también devoraban dulces parecidos a corazones púrpura y bebían, en jarros de oro, disueltos caballeros con diamantes, congresales medallas y héroes soviéticos. Cada tanto lanzaban carcajadas de verdaderos ogros. Parloteaban sin cesar pero, debido a la rapidez con que los transportaban sus cabalgaduras, el cadí tan sólo pescaba fragmentos de conversaciones, tomadas éstas en el medio, sin principio ni fin. Se perdía el comienzo del graznido del soldado de turno mientras aún se encontraba lejos; cuando quería acordarse ya no podía escucharlo por haber pasado. Situación de lo más fastidiosa, que le permitía registrar únicamente el centro de estos agresivos límites. Ellos decían: “… así que yo le contesté: el masoquismo es para los que sufren menos” / “A cada chancho le llega su San Martín, después de todo” “Yo diría más bien, mi cabo, que a cada chancho le llega su parrilla de San Lorenzo” / “… dicen los árabes que el valor es sólo la disciplina de un instante. Yo muchas veces…”. / “El Profeta Policulitetoca es el as, o amor de espadas, que mata todas las cartas”.
»El cadí se sorprendió. Aquellos tipos no eran los bestias que había esperado y, esto lo más curioso, estaba de acuerdo con lo que decían. ¡Quién diablos sería esta gente!
»Un rato después, el cadí y la totalidad de esos extraños seres, llegaron al lugar del grimorio donde el general era esperado por los altos jerarcas ocultistas.
»Pertenecían a una secta chichi, es indudable, pero los motivos aparecían mezclados y en contradicción ética: no en todo eran hijos de puta ya que muchos de sus delirios eran geniales y legítimos. En realidad había personas de toda clase: Mozart y anti-Mozart.
»Para el festín —hacía ya tres días que duraba y pensaban seguir así otros cuatro— habían preparado braseros encendidos con carbón nuevo; antorchas hechas con esqueletos, dentro de cuyas costillas, cráneos y alrededor de los sacros, colocaron sustancias inflamables. Un esqueleto es un juego para armar, si bien se lo mira. Estos blancos rompecabezas, de piezas yuxtapuestas y completas, se encontraban distribuidos en horcas donde pendulaban suavemente; otros estaban instalados en sillones —que a su vez arderían—; en tronos blancos; sobre tronos negros; sentados junto a mesas y jugando al tarot; disfrazados de Muerte, con guadaña y todo —dentro del “todo” debemos incluir blancas túnicas, capuchinos y ojotas de plástico.
»Los invitados, en los descansos gastronómicos del festín propiamente dicho, consumían higos, granadas, dátiles, pasas, uvas frescas y almendras.
»Tenían una espléndida alfombra de mármol, articulada, la cual se extendía con estrépito a partir del gigantesco cilindro de siete metros de alto que formaba mientras se mantenía enrollada.
»Gobelinos de trescientos metros cuadrados colgaban entre árboles. Sobre el pasto, alfombras de Esmirna donde el pie desaparecía hasta más arriba del tobillo.
»Bebían vino de dos mil cuatrocientos años extraído de las trirremes griegas hundidas, y de las ánforas etruscas sepultadas entre costillas rotas de naves cubiertas por el coral.
»Comían langostas voladoras devoracosechas, aplastadas hasta formar tortas, espolvoreadas con sal y puestas a secar al sol. Tortugas, aletas de tiburón, corazón de elefante, médula de jirafa, cuartos traseros de cebra, pollos, faisanes, pavos, perdices y toda clase de matanza.
»Había cubos de hielo que pesaban dos toneladas cada uno, huecos en su parte superior; daban la sensación de enormes tinteros para monstruos. Sus cavidades estaban repletas de caviar, el cual estaba destinado al alimento de los perros sagrados.
»Sobre innumerables y larguísimas mesas repletas de fuentes con viandas, los comensales tenían a su disposición copas de oro, plata, cobre, cristal; estas últimas eran de paredes gruesas y huecas; tales cavidades habían sido llenadas con mercurio y los bordes soldados de modo que el cierre fuese hermético. No sé si soy claro: en las copas podía tomarse vino o lo que fuera; pero, mediante un procedimiento parecido al de los termos, el interior de las paredes contenía mercurio suficiente como para hacerles adquirir un peso increíble. Gracias al metal mencionado, el cristal adoptaba un color plata muy particular.
»También había copas de hierro, de platino y de raras maderas púrpuras con vetas violáceas.
»En cada mesa había una sola copa de plomo, exquisitamente labrada y depositada en el centro. Nadie bebía en ella, pese a ser su vino igual al que todos tomaban. Esa copa estaba reservada para la Muerte.
»Las viandas eran servidas por un conjunto de muchachas cubiertas por atavíos transparentes y en una pieza, de seda negra; sujeto el talle por cinturones de oro. Bien podía decirse que estas sugestivas bellezas estaban desnudas.
»Los comensales —hombres y mujeres— gastaban túnicas inmaculadamente, blancas y enormes capas escarlatas con las cuales podían envolverse si lo deseaban. En las sienes, coronas de laureles hechas con láminas de oro.
»El grimorio transcurría en el claro practicado en una floresta, compuesta por bambúes babilónicos y enormes cipreses. Como parte de la arquitectura de paisaje y diseño de jardín, había allí arpistas y tañedores de laúd, pianistas que interpretaban en pianos montados sobre ruedas con orugas —como tanques— y que se hallaban desprovistos de su caja externa. Semejaban coleópteros a los que les hubieran quitado las caparazones, dejando sus interiores al aire y que, por un milagro inexplicable, aún pudiesen existir.
»Para la vista, como un adorno superior a las flores, se hallaban dispuestas sobre las mesas grandes fuentes de plata, las cuales contenían guijarros ordenados por colores y en anillos concéntricos. El más interno de todos —que, por supuesto, no era un anillo sino un pequeño disco— estaba formado por rubíes; luego venía un cinturón de amatistas; seguían por orden: topacios, diamantes, zafiros, ópalos, aguamarinas y perlas.
»Cada mesa tenía además, ubicada al lado de la copa de plomo, una gran calavera de plata —su volumen era él triple de un cráneo humano— que tenía adheridos fragmentos alargados e irregulares de lapislázuli; éstos daban la buscada apariencia de restos de piel pegada al hueso. Por otra parte, ralos mechones de hilos de oro simulaban el pelo aún aferrado a los parietales. Ilusión óptica perfecta: el objeto, visto a cierta distancia, resultaba idéntico a una cabeza arrancada de un sepulcro al año de su sello.
»Los comensales no sólo bebían en las copas anteriormente descriptas, sino también en las secciones cónicas hechas con los colmillos petrificados de los mamuts.
»Resonaban desde la floresta —de tal modo confundidos en ella que no se veían a los ejecutantes: éstos ya formaban parte de la arquitectura de jardín, como los otros músicos— un cinturón de grandes tambores y, cada tanto, se entremezclaban, al igual que una rapsodia obsesiva, los sonidos provenientes de timbales mastodónticos y trompetas en tonalidad trágica.
»Algunos de los Súper Reyes asistentes al grimorio bebían semen y sopa de testículo. También tonificábanse con reconfortantes viandas tales como tetas asadas, penes con azúcar quemada, tostadas con mierda y pimienta, tres dedos de niño por comensal y, la zombie Zulema —la reina en este sector de la fiesta—, repartía gusanos entre todos los invitados, quitándolos de sus carnes putrefactas. Ellos los comían más entusiasmados que si fuesen fresas.
»Zulema era una vieja de noventa años. Donó toda su fortuna a la Sociedad Esotérica descripta, a condición de que luego de su muerte los magos de la Orden la recuperasen como zombie. El Risueño —uno de los asistentes a la festichola— procedió a fornicarla sin hacerse ningún problema y delante de todo el mundo. Vaya un estómago. No me gusta contar estas cosas asquerosas, Ilustre, pero no tengo más remedio. Son las que ocurren en un grimorio de verdad. Se necesitaba aunque fuera un botón de muestra. Procuraré no reincidir.
»Cada tanto un grupo de chichis no aguantaba más y se echaba a dormir a pata suelta, en tanto que los otros continuaban la joda. Procedían por conjuntos escalonados. Para descansar simplemente se tiraban en el suelo; muy parecidos en este sentido a los embajadores rusos de la época de Iván el Terrible, quienes despreciaban las camas con sus finas sábanas de lino y se arropaban con sus propios gabanes como trogloditas, comían con las manos, robaban los cubiertos de plata, eructaban y violaban a las sirvientas, ante el espanto y la estupefacción de las cortes inglesa, francesa, y de cuanta otra les tocó ir.
»Pues eran la misma clase de gente, sólo que sin su pureza e inocencia.
»Debe aclararse que no todos los miembros de la secta tenían idénticos modales y gustos culinarios a los recientemente mencionados. Quienes bailoteaban y jodían alrededor de la zombie Zulema eran sólo un grupo: el 35% de los miembros de esta Sociedad Esotérica numerosísima. Por desgracia, con el tiempo el porcentaje de chichis iría progresando a costa del resto. En la época descripta las cosas no estaban definidas y dentro de los mismos grupos había de todo. Hay un momento cósmico en que el uno se hace dos, el dos se transforma en tres, el tres en cuatro y, este último, genera un conjunto de objetos cuyo número tiende a ser igual a diez elevado a la potencia cien. Al menos, Lao Tsé, Leibnitz y Oppenheimer dan su apoyo a esta teoría; tan buena como cualquier otra, por lo demás. Un poco ingenua y limitada, en todo caso. Deja varios aspectos fuera del enfoque. No se puede expresar con una frase o una sola idea, sino con una batería de ellas que interactúen y se complementen. Según Lao Tsé, Tao creó a los Dioses y ellos generaron luego todas las cosas. No digo que no tenga su razón. Es verdad en un plano. En otro quizá convendría decir que los Dioses crearon el uno, el dos, el tres, etc.; pero, al mismo tiempo y por su lado, el Antiser creaba el anti-uno, el anti-dos, el anti-tres, el anti-cúatro, etc., el anti-ene. El Antiser o, si usted prefiere, Ilustre, Exatlaltelico y sus compinches.
»También importa señalar: hay un momento anterior al uno, un protonúmero —que no es el cero—, donde todo guarda su potencia sin trabajar, encapsulado en el infinitésimo, pero ya listo para cristalizar, luego de su ruptura, en mil dispersiones. Precisamente el grimorio que se describe (esto sucedió hace mucho, muchísimo tiempo y más que un suceso resultaba una Alborada) era el último intento de unión ante un cisma inevitable. Cada grupo estaba por seguir a distintos Dioses y cada alimento era reflejo del Dios elegido.
»Cierto grupo comía un arroz preparado con miel y azafrán, pichones asados, confituras secas, almendras partidas y mezcladas con semillas de granada. Sobre un circuito de rocas pizarrosas se encontraban dispuestos diez monstruosos pasteles almibarados —cada uno mediría tres metros de alto— cubiertos íntegramente por confituras de todos los colores. Quien deseaba comer algún pedazo podía cortarlo con un alfanje de oro, que se encontraba descansando en el pasto. Un impromptu amarillo pesando gravemente sobre una esmeralda.
»Para satisfacer también la necesidad espiritual por el delirio, había allí una gigantesca bombarda capaz de arrojar peñascos redondos de setenta toneladas de peso. Esta máquina militar era cien veces más grande que los cañones que los ingleses usarían siglos más tarde contra Sebastopol. Exclusivamente por razones de estética se las habían ingeniado para conseguir que el fenomenal estampido de la pólvora liberando gases comprimidos pasase al astral; el objeto consistía en lograr que todo ello no se viera ni oyese. Así, los cañonazos, sólo permitían escuchar la tremenda vibración del bronce de la bombarda: un óuuuuh… aterrador. Una campana de iguales dimensiones no habría podido transmitir una impresión tan sobrecogedora. El sistema auditivo humano, aunque shockeado, siempre percibiría algo familiar en el ruido de una campana por más monstruosa que fuera; pero nadie, desde que el hombre está en la Tierra e inventó la pólvora, oyó el sonido de un cañón vibrando puesto que el estallido lo enmascara. Ellos tenían la primicia. Aquel sonido era algo nuevo; semejaba la sónica sorpresa de un tubo de órgano marciano, o una nota captada de la Música de las Esferas. Tan distinto, sagrado y trascendente como los conciertos de otros planetas, que los antiguos músicos japoneses captaron en sus astrales y han llegado hasta hoy a través de algunas composiciones para koto.
»Luego del impacto consciente y subliminal del tremendo óuuuuh… del arma, sobrevenía el ruido brutal del cilindro de bronce, instantáneamente deslizado, puesto que habían inventado las bombardas con retroceso.
»Para colocar en el cañón las grandes piedras, utilizaban un montacargas accionado por las plegarias de incontables ascetas y derviches.
»Después del disparo, los megalitos iniciaban el vuelo con su máxima velocidad y se iban frenando poco a poco hasta que, al llegar a las capas enrarecidas de la atmósfera, a los espacios siderales, quedaban inmóviles por completo, sin velocidad ni aceleración alguna y con todos los esfuerzos compensados unos con otros; de modo tal que hasta un niño podría haber roto el equilibrio en esos momentos, apoyando su dedo meñique en el centro de gravedad del sistema. Porque así está construido el Universo, mediante un gran juego de contrapesos celestes. A partir de ese instante, la piedra comenzaba el camino inverso. Arrancaba desde el reposo, muy lentamente al principio. La enorme mole primero pesaba sólo un kilo, luego dos, después cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro. Así sucesivamente hasta, poco a poco, llegar a su tope de setenta toneladas —todo en dos segundos—, precipitarse con rugido de aerolito sobre la posición elegida como polígono de tiro y golpear la tierra con la misma aceleración con que partió.
»Los huecos dejados por estos piedrones eran grandes como excavaciones para cimientos de rascacielos; el temblor de tierra igual al del terremoto en la falla geológica de un solo hombre, o a la rapsodia que deja oír una manada de elefantes en estampida destrozando la cosecha del agricultor.
»El cadí continuó recorriendo y observando hasta que la curiosidad le hizo detenerse ante un viejito de aspecto insignificante que se mantenía algo apartado, reposando sobre el pasto. Tenía un cuenco hermosamente labrado del cual bebía con discreción. Parecía un peluquerito. Estaba ebrio —de guiarse por una primera impresión— y cantaba alborozado y graznante, un himno de su propia cosecha.
Grande por cierto es la maldad del Antiser
aplastando el esplendor de la materia.
Tiene una máquina Deimos y Phobos Masoch
a fin de que los seres empalidezcan
y que de ellos buya la sangre.
Todos los animales del bosque
iban con relativa inocencia
hasta los prados del matadero,
atraídos por cebos enfermizos y jugosos.
Cegados por juego de masoquistas espejos,
ignoraban que en ese país de sueño y hechizo
la vida estaba envenenada.
El espíritu Diabólico apareció
con su espada de sombras y gusanos.
De allí huyó asustada toda luz, para siempre.
Ahora sólo se escuchan los pasos del portador de desgracia.
»El viejito paró de cantar y miró sonriendo a los ojos del cadí. Éste se quedó helado pues era obvio que el otro podía verlo.
»Dijo el viejo, quien ya no tenía aspecto insignificante o trivial sino el de un Merlín antiquísimo:
»“Sí. Por supuesto que te veo. Me percaté de tu presencia en el momento mismo en que comenzaste a seguir a la comitiva del general. No temas, te he investigado. Todos los miembros del grimorio miran tu persona como a la de un iniciado. Estás justo en el medio, aún sin definición; por eso, cada uno espera ingresarte a sus filas. Ven: quiero mostrarte mi palacio”.
»Comprendiendo la inutilidad de proseguir simulando, el cadí apagó su máquina. Intentó disculparse, pero el viejo bloqueó en el acto:
»“No es preciso dar explicaciones. Lo que yo debía saber estaba en tu alma. Acompáñame”.
»Al poco rato llegaron a un lugar imponente. Según el anciano mago, había necesitado veinticinco años de su vida para edificar el monumento de piedra que contemplaban. Aquello resumía en sí arquitectura, escultura y símbolo. Esculpió poco a poco, mediante la ayuda de su magia y de sus esclavos, una joya gigantesca dentro de un circuito de rocas. Enorme reloj cronolítico éste, cuya cuerda rígida era un laberinto con forma de espiral; todo cuajado de altos y bajos relieves. Penetrarlo significaba comenzar a traducir el jeroglífico: un viaje shamánico al mundo interior, nibelungo, del propio ser. El Dios Wotan bajando a las cavernas del Nibelheim para rescatar el Oro del Rhin y así salvar al mundo de la tragedia; mundo que es también su propia alma. Pero este descenso no estaba exento de riesgos; cabía la posibilidad de fracasar: perderse sin retorno en esa caída al inconsciente.
»Sólo con un templo-herramienta se podía lograr, porque, ¿cómo puede fijarse una abstracción sino rodeándola de materia?
»Con la ayuda del mago el cadí no tuvo dificultad para trasponer la puerta de bronce labrado, o el largo laberinto que conducía al pequeño palacio central donde penetraron.
»En un primer momento, el visitante creyó estar en una construcción edificada íntegramente con vidrio: tanto pavimentos, columnas, frisos, paredes, adornos arquitectónicos, como las mismas mesas y tronos, permitían ver a través.
»El material de construcción había sido obtenido de una cantera de mármol transparente, única en el mundo. Pequeñas venas azules, rojas y negras, matizaban estas piedras; aunque el acompañante le aseguró que cada tanto, en las excavaciones, se obtenía una enorme laja de mármol traslúcido, absolutamente blanco y luminoso como un emblema o una espada reposando entre narcisos y lirios acuáticos.
»Ante una pregunta del cadí, en apariencia discontinua y a cuento de nada, el mago respondió:
»“¿Que si es poderosa nuestra bombarda? Os aseguro, oh Emir, que serviría para iniciar una guerra interplanetaria. Es un cañón entre crisantemos. Cuando doy orden de arrastrarlo avanza centelleando sobre praderas fulgurantes, como amarillo de fusión en verde. Paralelepipedinsky piensa utilizarla en Cigarrón de gloria, su nueva ópera. Y hablando de músicos, le diré que aquí tenemos la información astral de los artistas más grandes que han existido. ¿Quiere ver de qué se trata? Acompáñeme”.
»Y entonces el cadí, en el fondo del laberinto de vidrio, entre lajas luminosas y enormes estalactitas y estalagmitas parecidas a tubos de órgano, vio que ellos habían “corporizado” las memorias de Ricardo Wagner. Aquello no era Wagner, en realidad, sino una especie de máquina etérea, transparente. Esa holografía mágica tenía cientos de miles de años y podía, si se la programaba, responder las preguntas que se le dirigiesen. Poseía tantos conocimientos como los que el músico tuvo en vida, ni más ni menos, también figuraban allí sus errores y grandeza. Era como una sesión tecnológica de espiritismo, pero sin sus trampas. Aquí no había médiums que distorsionasen las respuestas del astral a fin de acomodarlas a su gusto.
»“Estamos estudiando todo el proceso de gestación del Anillo. Lo que ahora podrá apreciar es parte de una conversación que él tuvo en vida con Franz Liszt” le aclaró el viejo al cadí con un susurro.
»Las memorias del compositor alzaron la cabeza, miraron al inexistente Liszt —éste no había sido corporizado— y le dijeron:
»“¿Sabe usted, Franz? Al fin di con ello. Éste fue el leit motiv más difícil de inventar. Una esperanza para el hombre luego del Crepúsculo de los Dioses. La tragedia del Dios Wotan se ha consumado y el mundo se hunde en el fuego y el agua; pero a fin de cuentas hemos escapado a lo definitivamente terrible, gracias a La Redención por el Amor”:
»Las memorias astrales de Ricardo Wagner no sabían que Wagner y Liszt habían muerto; creían pertenecer a un ser vivo, organizado, tan real como cualquier otro. Es que, en ese momento, no actuaba el banco completo de memorias sino sólo las que abarcaban desde su nacimiento hasta el instante en que él creó el leit motiv referido. Por lo demás, lo que aumentaba el interés de la experiencia era que de ser necesario podían introducirse otras variables, en forma de interlocutores que realizasen preguntas, lo cual posibilitaba una conversación con el difunto.
»El acompañante del cadí apagó una máquina mágica que proporcionaba potencia y aquella holografía trascendente se disolvió haciendo un leve plop.
»Se encontraba el cadí en esta forma, trinando alegremente sus recuerdos sobre su caminante y mágica alfombra, cuando de pronto, un indescriptible bache en el medio del camino…
Aquí el señor Crk no aguantó más e interrumpió la narración:
—Perdone, Ilustre. Desearía comentarle algo antes de que siga. Me parece ridículo, esto sea dicho con el mayor de los respetos.
—¿Qué cosa le parece ridícula? —preguntó Moyaresmio con un suspiro.
—No una sino varias. En primer lugar considero infantil pensar que después de la destrucción del mundo, el amor pueda redimir o salvar a nadie. Lo tomo como una buena expresión de deseos y nada más. Quisiera creerlo pero…
—Dígame, señor Crk, ¿usted cree conocer el último misterio del amor o de la creación?
—No me creo tan omnisciente. Sólo digo, con toda humildad, que no me parece que el Universo pueda ser creado nuevamente si los Dioses son destruidos.
—Este Universo no, pero sí otro que construirán distintas deidades.
—Pero de cualquier manera nuestra aventura habrá sido un fracaso. A mí esto me parece terrible. Seremos destruidos hasta en pasado, ¿se da cuenta? Mire qué bien. El hombre permitió que el mal controlara su vida; se alejó de los Dioses y ahora el Antiser toca las fuentes.
—¿Y qué otra cosa le parece ridícula, aparte de La Redención por el Amor?
—Ya se lo dije: aunque fuese cierto que otro potencial de amor creara un universo cuando éste deje de existir, nuestra aventura —la del ser humano— ya no tendrá otra oportunidad.
—Claro, en eso yo me diferencio de usted, señor Crk. Me conformo con la esperanza de algo creado para alguien. Aunque nuestro futuro no pueda proyectarse sobre esos objetos materiales; aunque ni siquiera nuestro pasado tenga la esperanza de apoyarse en ellos —hizo una pausa—. Por lo demás estamos ganando; la guerra va bastante bien. Hace rato que llegamos a los Urales, según me enteré anteayer.
El señor Crk, como si no lo hubiera oído:
—Y ahora que lo pienso hay una tercera cosa que me parece ridícula.
—¿Y sería?
—¿Por qué diantres cuando las memorias de Ricardo Wagner aparecen en ese pasado arcaico, usted dice que ellas no sabían que él se había muerto? Si no está muerto para nada. Los otros días se estrenó en Bayreuth El Anillo de los Nibelungos Sorias. No se vaya usted a suponer que soy un materialista dialéctico sin flexibilidad alguna, enemigo de arquetipos y fenotipos pero…
Moyaresmio lo interrumpió con alguna impaciencia:
—Entonces no veo por qué le extraña tanto. Usted como vagabundo, linyera o roto, tiene la obligación de saber que hubo varios Ricardo Wagner a través de la historia, aparte del actual. Incluso wagners futuribles, en las perdidas dimensiones de lo que pudo y que nunca llegó a ser. Él es un Semi Dios de la música. ¿Qué habría sido del arte en general y de la música en particular si ese hombre no hubiese existido desde siempre? Lo que no existió desde el comienzo de los tiempos, es porque no existirá jamás. Seguramente hubo un Wagner sumerio y otro en la Atlántida y de ellos no ha quedado ni el recuerdo. La continuidad se da a través de los arquetipos (divinos). Wagner es el punto más alto en música; así como nuestro Monitor, pese a sus manijas, es lo más elevado en política.
Crk, irónico:
—No sabía que se hubiera vuelto oficialista, señor Moyaresmio.
—Oh, nos peleamos todos los días con ese Iseka. Lo cual no me impide reconocer que él es nuestra única esperanza contra las huestes obscuras del nibelungo Algerich —en ese momento el señor Moyaresmio se puso a cantar con voz horrible:
Wie ich der Liebe abgesagt, | ¡Igual que yo renuncié al amor, |
alies, was lebt, | así todo cuanto vive |
soli ihr entsagen! | habrá de hacerlo también![151] |
Crk:
—Ilustre… usted perdone pero… sin cantar, por favor.
El otro no le prestó la menor atención:
—Habt acht! | ¡Guardaos de mí! ¡Guardaos del |
Habt acht vor dem ndchtlinchen Heer, | ejército de las tinieblas, cuando |
entsteigt des Niblungen Hort | el tesoro del Nibelungo emerja |
aus stummer Tiefe zu Tag! | del silencioso abismo al mundo de la luz! |
Como buen wagneriano el señor Moyaresmio habría seguido hasta cantar la ópera entera, no lo dudamos. Algo lo detuvo sin embargo: el espectáculo del señor Crk fabricando corchos de tierra y cenizas volcánicas, a toda velocidad. Comprendió que el otro pensaba introducírselos en los oídos. Dijo entonces el señor Moyaresmio, pasando por alto el agravio:
—No es necesario, señor Crk. No es necesario. Si me permite, continuaré refiriéndole las andanzas del cadí.
—Oh, pero con el mayor gusto. Y yo a mi vez interrumpiré la fabricación de corchitos.
—Bien. Como decía: se encontraba el cadí trinando alegremente esos recuerdos y su inolvidable encuentro con las memorias astrales de Ricardo Wagner, sin prestar atención al traqueteo de la alfombra por el desigual camino cuando de pronto, ante un bache mayor que los otros, el cadí se cayó adentro con alfombra y todo. Esto fue particularmente horrible porque…
Pero en ese momento los vapores comenzaron a aumentar. El fondo de la chimenea, lleno de restos ígneos, semi fundidos o en lenta combustión interna, empezó a elevarse. Incluso, por sectores, algunas planchas de basura que parecían macizas resquebrajáronse apareciendo infinidad de grietas por las cuales se filtraban el humo y los fluidos. Las aguas termales desaparecieron bruscamente y se oyó un sordo rumor subterráneo, continuo. Las nieves eternas, alcanzadas por el bestial aumento de la temperatura, se fundieron con rapidez. Ríos de agua corrían hacia abajo desde la cresta, uniéndose a los restos derretidos, siseando al transformarse en más vapor.
Moyaresmio, algo intranquilo, le dijo a Crk:
—Me parece, Ilustre, que nuestro volcán está entrando en erupción.
—¡Pero eso no es posible!
—No será posible pero es.
—¡Pero si es un falso volcán! ¡Lo hicimos nosotros mismos!
—¿A mí me lo cuenta?
Aquello arrojaba rocas pizarrosas; grandes bombas volcánicas, de color pardo oscuro, que al romperse dejaban ver su interior más blanco, lleno de alvéolos. Arena, tierra, cenizas y toda clase de desechos que arrastraban latas oxidadas calentadas al rojo.
Los linyeras huían presurosos. Los más apurados eran los de abajo. Todos, con rapidez y solidaridad, organizaron grupos de rescate.
Ya había llegado la noche. Sin embargo la luminosidad de la erupción hacía que estuviesen como a pleno día. Los rojos cereza, amarronados, se mezclaban con los anaranjados nacientes y de brillo deslumbrador. Grandes masas de gases de cobre, enverdecidas, se agrupaban en el espacio. Allí había blancos esplendentes y llamaradas amarillas, vivas y en semitransparencia. Bloques dorados; espadas sigilosas e instantáneas, color plata, desenvainadas por las rocas. Diademas de coral y ásperas tizas. Las latas oxidadas, al volverse rojo maravilla, parecían de un dibujo animado. Grandes ferreterías de bullentes plásticos, seguidas por una cohorte de papeles quemados, cartones sucios de pizza y negro caucho ardiente.
Una violenta explosión sacudió el promontorio. Justo en ese instante, los crotos más rezagados habían logrado superar la cresta y pasar al otro lado. El peñascal tembló y muchos cayeron rodando. Su largo entrenamiento en subir y saltar trenes en movimiento los salvó de romperse algún hueso. Por milagro algunos no quedaron pegoteados con esa extraña lava que ya bajaba en torrente sobre la ladera.
Huyeron despavoridos dispersándose por la llanura.
Desde la seguridad de unas rocas situadas a un kilómetro y medio de allí, jadeantes, Crk y Moyaresmio se dispusieron a observar cómodamente el fenómeno.
De aquello se elevó una masa inmensa de vapor de agua. Como fuera del centro de la explosión la temperatura era bastante menor, las nubes bajas recién formadas precipitaron chaparrones sobre un vasto anillo nibelungo, de tierras amarillentas, que rodeaba el volcán.
Sobre la masa del promontorio y en sus inmediatas proximidades —no donde había llovido—, produjéronse fosas de hundimiento y, de entre la masa de lavarse elevaron pequeñas montañas sumergidas.
Nuevas grietas en el volcán dejaron escapar más vapores a presión de caldera. Anhídrido sulfuroso, ácido clorhídrico y cloruro de sodio se sumaron al agua gaseosa. Porciones de plástico retrogradaron hasta transformarse en hidrocarburos, para a su vez quemarse en forma casi instantánea. Todo contribuía a la magnífica fumarola blanco amarillenta.
Una explosión violentísima, culminación de una cadena de detonaciones cada vez más fuertes, arrancó el promontorio desde más abajo de su base. Eleváronse 261 663 metros cúbicos de tierra, piedras y escorias. Las cenizas ocultaron el sol para luego comenzar a descender con lentitud. Durante días seguirían cayendo en la zona sin interrupción.
Los dos crotos casi fueron arrancados de sus refugios por el viento huracanado qué generó el estallido. La vivísima luz que precedió al huracán, recordó la detonación de un artefacto nuclear de baja potencia. Un cuarto de kilotón, digamos.
Cuando se despejó el humo y los tecnócratas efectuaron reconocimiento aéreo y terrestre sólo encontraron un profundo hoyo. Ni vestigios de que allí hubiese existido actividad volcánica alguna. Parecía, simplemente, que alguien hubiera hecho explotar unas cuantas toneladas de dinamita. Es cierto que lejos de la zona se hallaron cenizas y restos de rocas eruptivas pero parecían tener cientos, miles de años. Tal parecían los efectos de la actividad de un centro volcánico del pasado remoto y ahora ya desaparecido.
Los científicos llegaron a la conclusión de que «algún millonario bromista juntó, una gran cantidad de dinamita para luego hacerla estallar, previo rodearla de viejas lavas, bombas volcánicas y otros objetos, traídos desde lejanas regiones. El chiste, suponemos, fue lograr la confusión de los geólogos».