CAPÍTULO 125

La desesperación de la Lujuriosa

A partir de cierto momento, la Lujuriosa trató infructuosamente de ingresar a la cercanía del cuerpo del Monitor. Aparte de las numerosas relaciones sexuales paralelas que mantenía, por esa época y desde algún tiempo atrás, ella estaba viviendo con alguien a quien denominaba su «verdadero amor». Esta unión, no obstante ser «eterna», «inolvidable», etc., al parecer ya no era suficiente. Como dijo Oscar Wilde: «La diferencia entre un amor eterno y un capricho, es que el capricho dura más». Y con el Monitor ella estaba encaprichada. Los delirios de la Lujuriosa nunca habían dejado en secreto de apuntar al dictador de los tecnócratas. Esta situación, cuando la supo, no dejó de causarle cierta gracia al muchacho que vivía con ella. Por lo menos al principio. Su adversario era un Jefe de Estado fantasmagórico, intangible y, a causa de ello mismo, poco peligroso. Aquel Don Juan de pacotilla no sabía por ese entonces que nada logra detener a una mujer, ningún imposible, cuando se propone en serio conquistar a un hombre.

Ella se desesperaba porque no podía llegar al Bienamado ni hacerle conocer su existencia. Cada noticioso donde lo veía la enamoraba más. Sus breves momentos de exaltación estaban seguidos por depresiones profundas.

Tenía un cuarto especial, muy chiquitito, una especie de Sancta Sanctorum a donde no dejaba entrar a nadie, ni siquiera a su compañero. En esta insólita estancia encerrábase con fines lúdicos, su pensamiento puesto en el Jefe del Estado. Se propasaba, aquella aborigen, al jugar con sus abalorios. Avezada, ducha en tales prácticas. Aclimatadísima.

Como algún lector podría llegar a encontrar enojosos mis circunloquios, desviaciones y rodeos, voy a repetir lo dicho pero esta vez descarnadamente, con crudeza: reescribía sus manuscritos erotikónicos, mediante raspaduras y enmiendas.

Si acaso algún pragmático fustigase el hecho de que ella efectuara el reciclaje de su sexo en un ambiente que más parecía un gabinete de magia, le diré que lo era y no tardaremos en verificarlo. Ello no debe causar extrañeza puesto que esta mujer, dotada de mando oligárquico sobre su propia alegría, sacralizaba cualquier recinto. Sé demasiado bien, por lo demás, que no faltará quien haga objeciones psicológicas. Ello será porque les falta asesoramiento en seres fuera de serie. Ignoran las posibilidades de la fantasía puesta al servicio del autohimeneo. Una mujer caprichosa y politécnica puede acceder a metalurgias que por lo general están reservadas a los jóvenes científicos.

Había comprado varios erzats o substitutos. Veamos cómo puedo aclarar de qué se trata sin que sobre mí desciendan los despiadados buitres de la autocensura: ella, a fin de hallar consuelo a la insulsez de su vida sin el Monitor, había recurrido a rompehuelgas o esquiroles que sirviesen de relevo en sus vacías fábricas.

Mientras se desnudaba lentamente, gustaba imaginar que su Monitor —más que bípedo e incluso trípedo— era tetrápodo.

Despótica, cual prepotente señora, ordenábale caminar hasta la gratificación de sus múltiples gazapos o pequeños conejines, sin dejarse amilanar por enardecidas estrecheces —así estuvieran tan defendidas como las famosas Termópilas, y por el propio Leónidas Rey de Esparta en persona.

Ella le dijo al monitorial fantasma: «Caminarás con tus dos zancos por sobre mis feudos agrestes y cerriles. Avasállalos, yo te lo pido por misericordia. Gratifícame con tu falta de piedad. Así, así mi amor. A los saltitos». Para ser sinceros y justos con la Lujuriosa, es preciso decir que esos dos implacables y austeros jueces sentaron jurisprudencia. Ante ellos no cabía insolentarse; el reo más recalcitrante hubiera temblado. Sobre todo ante uno, denominado Filipo, el Desapacible Macedónico. El mencionado, más que un astuto inquisidor parecía un acorazado de bolsillo. Ella, no obstante, sin miedo alguno, continuó: «Ataca mis ciudades con tus cañones bizantinos, cohetes barrocos, tanques temibles y astronaves medievales. Que las bombas se hundan hasta los subsuelos. Una alfombra de fuego, mi amor. Así, guacho. Un bombardeo de saturación, hijo de puta. Cómo te odio. Qué felicidad. Tremoló el pelícano. Por qué te has hecho rogar tanto, Monitor reventado. Cuando te encuentre te voy a matar. Matáme así».

Incluso, mientras realizaba el acto sexual con su… marido, digamos, imaginaba que el otro la poseía. El muchacho lo intuyó casi enseguida. Le daba mucha furia pero se callaba por miedo a perderla. Además él siempre había pretendido no ser celoso, así que para no quedar en ridículo era necesario seguir con el juego hasta el fin.

Pero un día no pudo aguantar más. En los últimos tiempos, a sus orgasmos más plenos y perfectos, la Lujuriosa sólo podía alcanzarlos pensando en el Inalcanzable. Cierta noche, mientras su amigo realizaba el coito lleno de furia, ella, poseída de violento delirio sexual comenzó a decir sin tener conciencia de ello: «Ay, Monitor puto. Querido: cómo te amo, cómo te adoro dictamonitor hijo de puta…». Ésta el tipo no estaba dispuesto a perdonársela.

Luego de la ruptura, en su desesperación delirante, la Lujuriosa fue a ver a una curandera para pedirle una hechicería que le permitiese conocerlo. Ante su sorpresa, la mujer se le rió en la cara: «¿Pero vos te crees, m’ hija, que yo le voy a poder hacer un gualicho a un hombre como ése, que tiene miles de máquinas y magos protegiéndolo y tutti quanti? Vos debés estar chiflada. Ni siquiera alguien diez veces más fuerte y más bruja que yo podría». «Ah, pero el mío es un gualicho benéfico. No es para hacerle un daño. Yo lo voy a hacer muy feliz». «Pero no seas boba, m’ hija. Ni un benéfico ni un maléfico. No hay forma de atravesar el blindaje que Decamérón de Gaula y otros magos han levantado para protegerlo. Si yo lo llego a intentar las defensas me revientan en un minuto». Desesperada: «¿Y ni siquiera para hacerlo feliz?». «Y ni siquiera».

En realidad habrían sido muy dichosos, porque ella era la mujer, delirante que él necesitaba. Pero la barrera de frotamientos y desgastes que rodea a todo hombre de genio era particularmente grande alrededor del Monitor y ella no podía ni acercársele. Resultaba un prisionero de su burocracia, de la guerra, de su destino. Por otra parte, ya se dijo en otro capítulo que la Lujuriosa nunca llegó a conocer al dictador. La causa de esta afirmación radicó en que así estaba escrito en el libro de las estrellas para siempre.

Y así era, definitivo e inamovible. Ocurre que, la voluntad y el delirio, pueden cambiar un horóscopo aunque todas las influencias planetarias sean adversas.

Una noche —justo después de su encuentro con la curandera—, con una aflicción demasiado grande para ser soportada, en un estado crepuscular y ya dispuesta a cualquier violencia, se encerró sola en el cuarto de sus misterios, al cual previamente barrió y pasó el trapo de piso, de rodillas, rincón por rincón. Se desnudó totalmente, encendió una vela y empezó a hablarle a la llama de la siguiente forma: «¡Oh vela! Yo no sé nada de magia y no sé de qué manera puedo unirme a mi amor, así que te enciendo para que me ayudes porque la curandera dice que no es posible, pero yo necesito estar con él, ¿te das cuenta? Así que ¡ayúdame por favor vela sagrada o me voy a morir! Yo no conozco la forma en que esto debe ser hecho porque nunca lo hice y además la hija de puta de la curandera no me lo dijo. Perdón por decir hija de puta que es una mala palabra, pero no es por faltarte el respeto. Es que estoy con una desesperación grandísima y ella no me lo quiso decir, la reventada. Y yo no soy más que una mujer y no tengo poder para llegar a él y aparte que no tengo ni siquiera un pelo de su cabello o su bigote para hacerle una brujería y además la curandera me dijo. Así que Dios Eros, Diosa Venus: ayudadme esta noche para que yo me encuentre con mi amor o me voy a morir para siempre. Y si yo me muero ustedes van a tener un cargo de conciencia terrible. Ayúdenme mis Virgencitas». Y una vez dicho esto, sufrió un ataque feroz de lujuria que le hizo caer en su consabido autohimeneo, pero esta vez delante de la llama.

Las Diosas debían estar cagándose de risa ante esa extraña c incoherente mezcla de teologías y rituales, de súplica con chantaje. Pero sin duda se compadecieron, porque precisamente en esos instantes Decamerón de Gaula se encontraba realizando, un patrullaje astral sobre toda la ciudad. No por alguna razón especial, ya que se trataba de un rastrilleo de rutina, sino para verificar como otras veces que todo continuaba en orden.

Le llamó la atención una energía muy fuerte, que desde hacía largo rato se estrellaba contra la impresionante muralla mágica que rodeaba al Monitor. Era una energía de tipo muy raro. Si hubiera sido un ataque no le habría prestado atención; puesto que incontables veces al día toda clase de enemigos rebotaban contra el bloqueo. Lo que despertó su curiosidad fue el hecho de que no se trataba de una agresión sino de algo por completo diferente.

Cuando la Lujuriosa alcanzó el orgasmo frente a la vela, casi perforó el cono de energía. Poco faltó para que derrotase a miles de magos y a máquinas mágicas poderosísimas, que mataron a legiones de esoteristas fuertes y experimentados. Porque, por increíble que parezca, una sola mujer, quien además no conocía absolutamente nada de magia, con la única fuerza invocatoria de su amor, estuvo a punto de conseguir lo que ni los sorias habían logrado.

Extrañadísimo Decamerón de Gaula se acercó invisible, con su vehículo astral, a investigar. Y encontró a la Lujuriosa, todavía frente a la vela. Cuando comprendió lo sucedido, De Gaula quedó asombrado. En toda su experiencia esotérica no había visto algo igual. Luego sonrió. Pensó que lo menos que podía hacer era ayudarla, pues ella se lo merecía. «¿Y después de todo por qué no?», dijo para sí mismo.

Cuando la Lujuriosa recibió una citación de Terraza de las Águilas, pues al parecer el Jefe de Estado tenía interés en conocerla, casi se cayó muerta ahí mismo.

Temblando y cagada de miedo, dirigióse a la fortaleza. Los guardias y las máquinas la dejaron pasar luego de los controles acostumbrados. Subió en el último ascensor. La recibió el Chambelán de Audiencias y la hizo pasar cuando ella le mostró la tarjeta, sin dar señales de sorpresa. En realidad, el otro no mostraba en su cara cosa alguna.

Cuando la puerta se cerró a su espalda y lo vio de verdad, con un cuerpo bien real y no como algo sacado de un sueño o un delirio, cuando tomó conciencia de que el hombre de los discursos y de sus anhelos, el tipo que hasta ese instante había sido una imagen en los noticiosos o una figurita de cinco centímetros arriba de un palco, estaba delante suyo, faltó un dedo para que se hiciese pis en la bombacha.

Muda y paralizada, le parecía estar soñando. Era demasiado increíble y al propio tiempo tan sencillo y natural. Él se acercó y le dijo unas cuantas frases cortitas. Supo después que él había hablado; entonces ella contestó alguna cosa, pero no podía recordar qué carajo ni si sus respuestas habían sido acertadas o estúpidas; se sentía muy tonta, en todo caso. Pero en cambio sí sabía que todo eso no tenía importancia, que ese mismo día habían dormido juntos y que era muy feliz.