La amante de turno
Graciela Bruja Perezosa Iseka, la amante monitorial de turno, atravesó la puerta blindada número mil setenta y dos. Antes había caminado por pasillos impresionantes, subido a infinitos pisos mediante ascensores que parecían cañones con silenciador, etc. Ya en el último elevador y mientras se oía cada vez más fuerte un fragmento de Aria para la cuerda cigarrón, de Paralelepipedinsky, preguntó al oficial que la conducía:
—¿Está el Monitor? Ojalá no tenga que esperar como la última vez.
—¿Cree por ventura que ese ruido espantoso es música funcional? Mal signo cuando escucha a Paralelepipedinsky o a Wagner. Casi prefiero el beat, pese a ser horroroso.
—¿Por?
El otro puso los ojos en blanco y no dijo nada.
A la salida del ascensor la recibió el Chambelán de Audiencias —el nuevo, pues, como se recordará, el anterior había sido castrado—, quien se precipitó sobre ella de una manera tan inesperada que la sobresaltó:
—¡Ha hecho usted muy bien en venir! El momento no podía ser más oportuno.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Tenga muchísimo cuidado con lo que dice. No lo contradiga. Está absolutamente enfurecido. —Ella sonrió y no dijo nada—. Se pescó una rabieta terrible con el Kratos de Seguridad Interna. No sé qué le dijo, pero cayó en desgracia. Acaba de echarlo a patadas por ese pasillo. Siempre que se pone a escuchar a Paralelepipedinsky… algo anda mal. —Esperanzado—: Ocurre que le hace falta conversar con alguien. Así que usted llega justo, ni que caída del mismo cielo. —Con un murmullo apenas perceptible a causa de la música, agregó mientras le abría la puerta—: Debería venir más a menudo.
La entrada cerróse a espaldas de Graciela Bruja Perezosa y quedó a solas con el Monitor quien, perdido en sus delirios operísticos (acababa de cambiar el disco), no se había dado cuenta.
El Ocaso, última escena. Brunilda se despide por vez postrera de los Dioses y de Sigfrido, y se arroja a las llamas. Resuena el tema de La Maldición, Hagen, el traidor, es muerto por las ninfas del Rhin, quienes han logrado recuperar su oro. La orquesta, en un final impresionante, describe la ascensión de las aguas. Todo es cubierto por ellas y en apariencia asistimos al Ocaso de Dioses, hombres y demonios; no obstante, la música permite adivinar la promesa de un nuevo mundo, mejor que el anterior, aunque con otros seres vivientes y distintas divinidades.
Monitor apagó el combinado.
Al darse vuelta, por primera vez se percató de su presencia.
—¿Cuánto tiempo hace que estás ahí?
—No sé. Me gustaba verte de espaldas. Tenés una espalda muy perfecta.
Aunque la música había terminado, las llamas igual continuaban consumiendo subliminalmente a Walhalla.
Monitor le dijo con afecto:
—Qué suerte todo. Te echaba de menos.
Luego de algunos mimos, arrumacos, embelecos y demás dingolondangos, y de que cada uno satisfizo sus fetichismos con partes seleccionadas del otro, Monitor volvióse a la ventana de plástico impenetrable y cristal antirrayo. Miró la nieve que caía sin cesar. La nevada sobre toda la región que incluía a Monitoria ya duraba muchos días. Era preciso asomarse cada tanto para arrancar el hielo engarfiado en los ventanales.
Monitor se estremeció.
Ella pudo captarlo:
—¿Qué te pasa?
—Nada. No sé.
La mujer, acercándose con timidez y mucho amor le tocó el brazo izquierdo:
—¿Estás preocupado?
—Sí —dudó—. Pero lo que más me aflige es ignorar totalmente la causa. Ignoro a qué se debe esta manija. ¿Será masoquismo? Debería estar contento porque la guerra marcha bastante bien. Les hemos dado tales palizas a los rusos que es inconcebible que puedan seguir resistiendo mucho tiempo. Tenemos un poco atrasado el reloj de invasión, es cierto, pero… En cualquier momento se desploman. Mis generales piensan que ellos están apelando a sus últimas reservas y creo que tienen razón; los prisioneros capturados en estos meses, en gran parte son ancianos o niños de catorce, quince, dieciséis años. Por otra parte nuestro amigo el Soria Soriator, aunque sigue atrincherado en el cuadrilátero de hierro, tiene el culo a dos manos. Creía que nos iban a detener en Moscú y llegamos a los Urales. Ésa ni se la soñaba.
No obstante, después de que se me pasó la bronca con mi imbécil Kratos de Seguridad Interna, sentí un malestar indefinible. Algo que no te podría precisar. Como un presentimiento de desastre. Se relaciona con el frío pero no sé qué puede ser. Nuestras tropas están bien protegidas contra las bajas temperaturas y además anulamos el cohete antiastronave que los sorias les regalaron a los rusos. Claro que ya fabricaron otros mejores, pero no es ése el caso. Nuestros interceptores… Bueno, a vos qué te importa todo esto. A las mujeres no les interesan las cuestiones bélicas.
—A las mujeres no sé. A mí seguro que no. Me interesa en la medida en que nos pasan cosas a vos y a mí.
Mientras la referida conversación tenía lugar, muchos pisos más abajo el Vicesubchambelán de Audiencias explicaba al arquitecto monitorial, Ergio Julio Trabajo Iseka, que el Jefe de Estado no podía recibirlo pues se encontraba con una dama, siguiendo la terapia intensiva que se recomienda para las rabietas.
Ergio Julio sonrió:
—¿Así que tiene uno de sus legendarios ataques de histeria? Alguna vez me gustaría presenciar tales chichis. ¿Por qué siempre me los pierdo?
Vicesubchambelán, lúgubre como una sinfonía para sonajeros con vidrios rotos:
—A sus iras las conozco muy de cerca. Le aseguro que a usted no le gustaría repetir la experiencia. Hoy, precisamente, su furia fue de un megatón. Por suerte no era conmigo la cosa.
—¿Si no?
—Con el Kratos de Seguridad Interna. Cayó en desgracia.
—¿Cómo es la mujer que anda con Su Grandeza?
—Buenita, felizmente. No se mete con nadie.
—¿Gasta mucho?
—¿Cómo si gasta mucho?
—Digo: si la nueva amante gasta mucho.
—¡Ah! Poquísimo. No sólo comparado con el despilfarro en Terraza de las Águilas, sino poquísimo en sí mismo. Nada que ver con esa mujer de antes, que era capaz de hacer peligrar el presupuesto nacional con sólo arreglarse el pelo. Ésta en cambio es lo opuesto. Si hasta incluso el Monitor tiene que retarla para que se vista de manera aceptable. Por qué será que Su Excelencia se va siempre a los extremos.
El arquitecto sonrió y no dijo nada.