CAPÍTULO 123

La Terraza de las Águilas

Luego del comienzo de la guerra, Monitor comprendió que el Palacio Monitorial no resultaba demasiado seguro ni práctico. Era una fortaleza de diseño obsoleto desde el punto de vista militar y, para colmo, ya cubría excesivas funciones para su tamaño. Era menester que su arquitecto privado le diseñara una especie de monumento habitable, más fácil de proteger —incluso de un posible ataque temponuclear—, y que al mismo tiempo resultase un triunfo de la estética. Bello como cosa en sí.

Así fue. Los interiores, por su parte, estaban decorados en forma austera, casi espartana; al menos comparándolos con las fantásticas extravagancias del viejo Palacio Monitorial, Aquello resultaba tan funcional como un idioma. Nada de lujos de transatlántico para maravillar al visitante, quien resultaba impactado por eso mismo y por el tamaño faraónico de las salas y la extensión de los pasillos. Era una obra elaborada para perdurar por los siglos

Aparte de los famosos e infaltables subtes personales del Monitor, que hacían acto de presencia mediante un nudo de terminales, los subsuelos contenían varios fuertes y tramos blindados, comunicados entre sí, en previsión de cualquier colapso externo.

El edificio tenía incontables pasadizos y galerías repletas de guardias, con puertas de Karnak —por decir así— que obedecían en forma exclusiva a claves pulsadas electrónicamente. Todo el inmenso cuerpo —igual en esto a las construcciones de las I doble E— estaba forrado con plomo para impedir el espionaje mágico.

Allí existían ascensores que, con rapidez, trasladaban desde los subsuelos hasta las grandes terrazas. Perfectos y silenciosos, semejaban ser esas máquinas sin rozamiento de la mitología robótica que no fallan jamás.

En ese lugar, cuidando al Monitor, había más guardias que ladrillos. Eran tropas escogidas, feroces como dinosaurios, o como los hipopótamos que cuando se hallan en el agua no están para bromas. No pedían ni daban cuartel y sufrían porque nadie los atacaba. Habrían deseado matar y morir para demostrar que eran los más leales. Odiaban a sorias y rusos con toda la fuerza de sus almas. Abnegados hasta la inmolación, su mística consistía en preservar la supervivencia del Jefe de Estado. Corteses pero con la cuarta parte de un dedo de frente, no permitían la entrada de nadie sin identificación electrónico mágica.

En el piso más alto, con grandes ventanas de plástico impenetrable y cristal antirrayo, estaba uno de los reductos del jefe de la Tecnocracia. Ahí escribía, escuchaba discos, recibía a sus amantes. El bloque de las dependencias monitoriales contaba —fuera del dormitorio— con un comedor, cuartos para los guardias, una Sala de Mapas y Situación donde tenían lugar las conversaciones militares, habitaciones destinadas al alojamiento de las Secretarias, otras en previsión de visitantes ocasionales y cómodos ambientes reservados para los que deseasen vivir cerca del Monitor durante largos períodos. Esta última era una providencia tomada por si la situación se tornaba difícil; en una Tecnocracia horadada por bombas, cohetes y rayos de energía disparados por astronaves enemigas, sería conveniente para el Jefe de Estado tener a mano a sus colaboradores.

Las grandes despensas contaban con todo: hortalizas, legumbres, pan y carne congelados, en cantidad suficiente como para que varios cientos de personas pudiesen vivir largo tiempo sin auxilio externo[147]. También existían enormes tolvas repletas de cigarrillos, cigarros de hoja correntinos, café, té y yerba mate. Además, en profundas fosas sin péndulos, se encontraban los etcéteras, palabra maravillosa que incluye todas aquellas cosas que he olvidado mencionar.

La habitación monitorial subterránea era réplica exacta de la que poseía en la terraza. Hasta la biblioteca y la discoteca eran idénticas, con los mismos títulos y autores. Pese a tener cinco mil obras musicales en discos y cintas magnéticas[148], escuchaba casi siempre rock o un pasaje de El anillo del Nibelungo. Le encantaban Procol Harum y Pink Floyd; particularmente el tema Wish you were here. Miren si no sería decadente, contradictorio y chancho inglés, este Monitor nuestro. Diremos de paso que la última obra señalada ocupaba el primer puesto de audición en la Tecnocracia, junto al tango pornográfico Qué conchaza tenía la vieja y La Tiburaña.

El supremo jerarca también solía deleitarse con el ciclo completo de miletos para cuerdas y con las Canciones campesinas del Jurásico para dinosaurio y cigarrón, de su músico predilecto, Paralelepipedinsky.

Su Excelencia a veces solía encerrarse en un pequeño cuarto de meditación a prueba de ruidos, en cuyas paredes había carteles que decían:

Además allí tenía un jardín de arena lleno de muñequitos sin bolas. La tarea del Monitor consistía en ponerles testículos con una pincita. Todos los días diez minutos. Dedicaba la misma cantidad de tiempo a la atornillación de tetas sobre muñequitas que carecían de ellas.

Una vez terminada la tarea zen quedaba libre; entonces, aprovechando que nadie lo escuchaba, se ponía a cantar a grito pelado sus canciones predilectas.

Poseía un cine privado en el cual podía ver cualquier película exhibida en la Tecnocracia. De las pornográficas no se perdía una sola. Cuanto más obscenas, mejor. Reía como un chico.

Su filmoteca era importantísima. Constaba de tres mil obras, nacionales y extranjeras, entre largos, medios y cortos metrajes. Como es natural casi nadie filmaba en esa época con dos dimensiones; nadie salvo los delirantes de la Monitoria de las Lenguas, por supuesto, pero ellos no contaban, bien se sabía que los noticiosos, con sus anticuadas y bélicas extravagancias estaban destinados a llamar la atención.

Todo el mundo hacía cine holográfico, vale decir: objetos, ambientes, fragmentos de edificios, paisajes-cuadros, actores, se «corporizaban» en las salas de los teatros. Tan tangible todo ello, en apariencia, como si fuesen consistentes. Incluso, mediante una complicada tecnología, habían logrado volver holográficas las más importantes de las viejas películas del cine mudo y hablado. En una ocasión, a un muy elevado costo, se proyectó la escena de la escalinata, de El acorazado Potemkin, donde cargan los soldados zaristas. Radio Moscú, siempre tan mal intencionada, dijo que lo hacían para regodearse con la matanza del pueblo. Puedo asegurar que no era verdad. Cuando las salas no bastaban, utilizábanse las canchas de football, o si no, para las grandes escenas bélicas, disponían de enormes estadios destinados exclusivamente a la holografía.

Monitor solía invitar a colaboradores inmediatos y a una buena cantidad de cortesanas, a fin de que éstas informalizaran el ambiente de sus cenas fantásticas. Aquello no se parecía en nada a comidas de trabajo —al menos durante la primera parte de la guerra—; más bien tendríamos qué hablar del Califa Haroum Al Raschid. Un árabe siglo de Pericles, digamos. Luego la necesidad de solucionar problemas cada vez más difíciles y urgentes no le dejó tiempo ni para ver un cortometraje cada tres meses. Las cenas, por su lado, fueron deslizándose imperceptiblemente hacia tensiones, tonos y figuras militares y espartanas. Fue quedando cada vez más solo, aunque hacía chistes para disimularlo.

En cierta reunión, mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo —pese a que el astrólogo brujo Arnaldus el Enorme le había dicho que fumara solamente veintidós por día—, preguntó de pronto aquel incomprendido humorista: «¿Y si escuchásemos un par de Canciones Campesinas del Jurásico?». Los tipos, que estaban de lo más tranquilos tomando champán, fumando cigarros de hoja y atisbando hermosas redondeces detrás de sus anteojos periscópicos, no tenían ninguna gana de que les vinieran a perturbar las quietudes con tales pensiones o becas. Odiaban a Paralelepipedinsky, pero aunque lo hubiesen amado habrían terminado detestándolo. Siempre los obligaba a escuchar ésta o composiciones análogas. «En la Tecnocracia están prohibidas, de hecho, las formas no clásicas. Salvo que la entrada en disonancia la realice un amigo del Monitor, por supuesto, en cuyo caso adquiere fuerza de ley sin que, no obstante, tenga uno derecho a tomarla como antecedente», dijo cierta vez un músico, lleno de fastidio y rencor. Aquello no era del todo justo, me temo. Reconocemos que Paralelepipedinsky tenía una cierta tendencia a la monstruosidad, instrumentalmente hablando, pero en ningún caso podía ser tachado de atonalista. No en lo absoluto. Horripilantista, más bien. Oírlo era como escuchar el poema sinfónico La Isla de los Muertos, de Rachmaninoff, en versión para guitarras eléctricas de hippies marcianos. Tenía genio, por de pronto, y esas experiencias resultaban desde todo punto de vista legítimas. El Maestro Paralele realizaba auténticos esfuerzos de purificación y eso se notaba.

Pero volvamos a la pregunta del Monitor. Con un suspiro colectivo, que más bien sonó como el quejido de un órgano, los cortesanos intercambiaron miradas resignadas al tiempo que graznaron apagadamente: «¡Oh! ¡Qué buena idea, mi Monitor!». El aludido declaró haciéndose el tonto: «No parecen muy entusiasmados, sin embargo. Curioso. Muy curioso».

El Kratos de Seguridad Interna aborrecía la obra de nuestro compositor de marras. Si de él hubiese dependido lo hubiera encerrado en un campo de concentración, para que hasta el día de su muerte no escribiera otra cosa que variaciones del Arroz con leche. Cuando en la radio lo pescaba por casualidad, mientras intentaba oír otra cosa, gruñía con odio salvaje: «Ahí está otra vez ese chichi de Dinsky». No entendía cómo un ser humano nacido de mujer, dotado de alma inmortal, podía gustar de tales ruidos, semejantes a varias armaduras gigantes, oxidadas y en marcha. Sin embargo se guardaba mucho de darlo a entender. Mostraba los dientes como blancas plantas dentro de una sonrisa y, al serle requerida su opinión, contestaba con el aplomo de un vendedor callejero: «¡Oh! Me encanta, mi Monitor. Es mi artista predilecto. Lo prefiero a Wagner. Es un compositor mucho más completo y trascendente. Encuentro un particular y raro deleite. Es como un enorme cisne que avasallara con sus conjuntos». Monitor sonreía por debajo del bigote y decía suavemente: «¿De veras? Qué suerte. Entonces le haré oír la otra cara». El alto funcionario no tenía más remedio que seguir aguantando las rarezas de Su Excelencia. Después de todo, hasta Luis XIV tenía excentricidades, decíase a sí mismo para consolarse. En realidad el Kratos de Seguridad Interna tenía escasísima cultura musical. En su bolsa de rechazados entraba casi todo el mundo: Wagner, Paralele (de este último solía decir con sorna: «Me encantan esos tres compositores: Paralele, Pipe y Dinsky. Buenísimos, buenísimos. Digo, como la esquizofrenia viene por partida triple…»), etc. Pero ese tipo de comentario también lo hacía con referencia a la parte más exaltada de la música de Liszt, o con Danza de las Furias, de Orfeo y Eurídice, de Gluck. Sólo soportaba algunas composiciones cortas de Mozart y un poco de Beethoven. Grande fue su alegría cuando sus subordinados le informaron que cierto famoso director de orquesta era un agente de Soria. Se hizo cargo personalmente de los interrogatorios. Ésta era su oportunidad de ponerse al día en conocimientos musicales. El agente enemigo se sorprendió mucho cuando en vez de preguntarle sobre cifras, direcciones, contactos, tal como esperaba, aquel loco lo inquiría sobre la Tetralogía wagneriana, la obra de Mahler o los lieders de Roberto Schumann. Interrogó al soria día y noche, sin descanso ni fin, y después lo hizo matar para eliminarlo como testigo. Siguió, a su manera, un curso acelerado de música, pues deseaba aprender ese idioma para él hermético. En esta forma sabría qué decir en presencia de Monitor a fin de congraciarse. Pero el Jefe de Estado, quien comprendía sus procesos mentales, reía hasta el infinito. Simulaba una profunda impresión ante los conceptos y conocimientos que el Kratos se esforzaba por demostrar. Siempre estaba «en la última».

Procedía en forma sistemática. Cuando el director lo hubo culturalizado un poco sobre música de cámara, sinfonías, conciertos, ópera, pasó al rock que, por cierto, el otro no hubiese podido enseñarle. Disciplinado como era terminó construyendo una gráfica de días como quien hace un tratamiento con pastillas. «Hoy es 15 de abril. Meter presos a dos rockeros sin falta. Un hombre y una mujer. Preferentemente, que no sean amantes ni nada y que ni siquiera se conozcan; así evito el riesgo de que el uno sea la fuente de información y punto de vista del mundo del otro, y tendré dos informaciones», anotó en su agenda.

En cierto sentido era admirable. Cuando el Kratos se retiraba de la presencia monitorial, luego de «causar una fuerte impresión», el Jefe de Estado comentaba ante los presentes: «Pero qué imbécil es este tipo».

Describiremos ahora la parte superior del edificio, la cual tenía una importancia fundamental en la vida del Monitor. Allí había una amplia terraza, la cual daba nombre a toda la construcción. Encontrábase allí un águila triunfante, de piedra, de tamaño heroico y alas extendidas en expresión solar. Era visible desde gran distancia. Disimuladas en los cuatro ángulos de la terraza se hallaban los extremos de las defensas antimisil, compuestas por campos de fuerza. El sordo rumor de estas máquinas se dejaba oír en los pisos más altos.

Toda la parte superior de la construcción, correspondiente a la arquitectura del águila, estaba diseñada en forma de escalinatas progresivas y con especies de altiplanicies de concreto, angulado todo de manera que el Águila Monitora fuese el lugar más alto y central. Pero no sólo por ser el sitio más elevado —eso habría sido fácil de hacer—, sino debido a la preocupación del arquitecto por conseguir que de manera óptica, vectorial, todas las líneas de fuerza convergieran hacia este punto de águila. Había otros dos de tales pájaros bélicos, idénticos pero más pequeños y tributarios, al lado del primero, como guerreros escoltando a su jefe. No hacían sino exaltar la grandeza marcial de la vigorosa ave del centro.

De manera que todos los tramos de escaleras, voladizos, subterrazas y plataformas semejaban fragmentos de distintas figuras geométricas de conducción al águila rectora. Como si ella fuese la resultante de una suma de vectores.

Este sitio tenía una gran importancia para el Monitor pues allí recuperaba parte de su calma y energía. Podía «ver» a la Tecnocracia toda junta: en pasado, presente y, hasta un punto, en futuro. Allí a veces tomaba sol con sus visitantes, pero en muchas oportunidades usaba el lugar como terraza de meditación. Pasaba una o dos horas con las manos unidas delante suyo, caminando lentamente y pensando.

De Gaula, quien cierto día lo miraba desde el astral, dijo para sí mismo al verlo marchar sobre aquellos altos pavimentos: «Los Dioses te guarden en saga, mi Monitor».