Narraciones en el vivaque
Por todo lo antedicho, y para evitar el tedio y la frustración de la victoria infinitamente postergada, durante las noches los soldados contaban cuentos y narraciones alrededor de los fuegos de los vivaques.
El soldado Pedro Pérez Pedraza Iseka tiró un poco de leña a la hoguera. Después de agregar agua a la gran pava colectiva —azabache azul iridiscente a causa del tizne— la puso a calentar para tomar mate. Ya que estaba tomó el porongo y se alejó con él unos cuantos metros para cambiarle la yerba. Allí en Soria hacía frío pero no tanto como en Rusia. Los soldados del otro frente, cada vez que deseaban ponerle yerba nueva al mate veíanse obligados a tirar los restos de la mateada anterior ahí nomás, al lado del fuego; tres metros más allá de la hoguera la yerba se transformaba en hielo, aunque hubiese estado caliente un rato antes.
El agua ya estaba y el soldado Pedraza Iseka comenzó a cebar. Ante sus camaradas de armas que lo rodeaban, alucinado y falto de perspectiva —de tener un poco de lucidez no habría iniciado semejante narración— él dijo:
—Hace ochocientos años, una ciudad de oriente, de cinco mil habitantes, se enamoró de una hermosa mujer. Como era una esclava la ciudad pudo comprarla y, perdidamente enamorada, se casó con ella. Las dificultades empezaron la noche de bodas. Todas las partes de la ciudad no podían acostarse al mismo tiempo con la chica. Las primicias sólo serían de unos pocos. Por lo demás, si se formaba una cola de cinco mil personas la esclava moriría y sólo unos escasos componentes llegarían en realidad a tomar contacto. Amor que mata. Por lo demás, ¿cómo no entenderlos? Sería lo mismo que si en el acto del amor uno se viese obligado al ascetismo de tocar pero nada más que con dos dedos de la mano derecha, con el brazo izquierdo atado a la espalda, medio de costeleta y con una pierna levantada. De lo más insatisfactorio. —Los soldados que escuchaban la historia se revolvieron inquietos y molestos; no dijeron una palabra, sin embargo.
El soldado Pedraza prosiguió:
—Es verdad que la mitad de los habitantes eran mujeres, pero estas últimas estaban tan enamoradas por pertenecer al amor de la ciudad, que estaban más que dispuestas a la interrogación lúdica entre el blanco plumaje de la propia ala inmensa. —Al oír esta frase difícil e incomprensible, un gruñido de disgusto bramó desde sus compañeros. Pedraza no dio bola y siguió adelante—: De cualquier forma que fuese, los mayores de ochenta años y los menores de tres no mostraron interés alguno en la cuestión. Pertenecían al entorno o límite no erótico de la ciudad. ¿Acaso el cuerpo no posee partes menos sexuales que las demás?: las uñas rotas, por ejemplo, o los cabellos que están para caer, o los sueños que se desecharon por opción frente a otros. Así, quienes deseaban llevarla a la cama eran menos de cuatro mil. Fue preciso descontar además a los que estaban enfermos, a otros que se habían castrado solos robando gallinas: al perseguirlos el granjero con una guadaña de tres hojas, dejaron algo en el alambrado. Tampoco faltaban aquellos fanáticos que sólo miraban las propias óperas. En fin, de cualquier forma había casi cuatro mil farristas. Se confeccionó una lista donde figuraban, día por día, los nombres de los disfrutadores en rotación. Los demás contornearían el tabernáculo de los himeneos, gratificándose por inducción sacra.
»La ciudad dilató sus fauces y su propio sexo. A este último lo propagó, por así decir. Compró más esclavas: una para cada una de las cuatro mil vísceras de que estaba compuesta. Tal aparente solución, nacida de su despotismo, le fue fatal.
»La ciudad entró en diáspora. Se dispersó en cuatro mil amores y, con una convulsión sexográfica, sucumbió el Amor Único para dar lugar al amor de cuatro mil pueblos y cuatro mil ciudades que poblaron la Tierra. Saturno fue anulado para que pudieran surgir los hombres, Júpiter y todos los Dioses. Fue el fin del hormiguero y así surgió la Tecnocracia.
El soldado Pedro Pedraza Iseka guardó silencio. Había sido estudiante de biología teológica en Monitoria, Tecnocracia Central. Como los otros no, su cuento no fue considerado ni genial ni nada. Lo miraron con odio y llenos de frío. «¡Estos malditos seminaristas!».
Pedraza Iseka, con los pelos de punta, vio que Perlo Pedro Cruel Iseka, cabo, absolutamente enfurecido, estaba dorando en el fuego la punta de una estaca. Sus compañeros sonreían al ver el trabajo, blancos como la Muerte, reflejando los huesos facetados de sus calaveras, en un caleidoscopio de parietales, frontales, occipitales y temporales. El sadismo crepitaba con llamas propias haciendo cri-cri, como el grillo parlante de Pinocho. Pedraza Iseka no necesitaba que le dijesen que a esa larga vara caliente pensaban metérsela toda en el culo. Luego le pasarían encima con un tanque, pero ya esto no tiene importancia.
Algo, sin embargo, lo salvó de quedar ensartado como churrasco’e croto y de quedar apretado como sapo en la leñera. Los otros se vieron obligados a suspender la ardiente preocupación de los preparativos, una descarga cerrada de fusiles congeladores cruzó sus cabezas desde múltiples direcciones, helando cilindros de espacio alrededor de cada uno de los disparos. Estas armas eran terribles. Bastaba que el rayo frío pasase a metro y medio de un hombre, para que la temperatura de sus ropas y piel expuesta llegasen a los sesenta grados bajo cero. Incluso a cuatro metros, la humedad de la respiración, fosas nasales, labios, ojos, quedaban congelados y el soldado caía a tierra con quemaduras gravísimas —en el mejor de los casos—; en general morían a causa del shock anticalórico. Ya se dijo que los uniformes tecnócratas no protegían el rostro. Aquellos temibles lanzazos azules eran seguidos por una ruidosa lluvia de hielo diminuto, al congelarse la humedad de la atmósfera.
Como los disparos pasaron muy arriba y a la derecha del grupo, los tecnócratas se atrincheraron al instante donde pudieron y, empuñando sus fusiles eléctricos, aprestáronse a combatir. Fue un combate de veinte minutos. Los sorias sólo estaban tanteando las defensas.
Curioso que estos exateístas por convicción, sin querer hubiesén interrumpido la práctica de los exateístas por instinto (el vector de madera se consumió sobre las brasas esperando inútilmente ser usado con propósitos teológicos). De saberlo nuestros amigos los sorias habrían esperado un poco antes de atacar, no lo dudo.
Frente ruso.
—¿Qué fue de Jorge?
—Pisó una baldosa.[137]
—¿Abrió la heladera para ver qué había adentro?
—No. Estaba cansado y se sentó en una silla.
—Uno menos, ¿eh?
—Sí. Se murió pa’siempre.
—No. Si se va a morir pa’un rato nomás.
El último que habló encendió un cigarrillo. Era de noche en Rusia. Su camarada preguntó:
—¿Cómo te fue en tu licencia?
—¿Y cómo querés que me vaya? Bien. Los quince días me los pasé encamado con Teresa. Y ahora de nuevo aquí.
—¡Qué cambio!
—Y…
—Ahora te voy a decir que tuviste suerte y ojete. La agarraste justo. Hasta nuevo aviso todos los permisos están suspendidos.
—¿Por?
—No sé. O porque ellos nos van a atacar o porque los vamos a atacar nosotros. Pero ¿qué te parece si nos acercamos al fuego, que nos estamos cagando de frío?
Alrededor de la hoguera, varios soldados y suboficiales se pasaban una botella de vodka que le habían quitado al enemigo. Justo en ese momento, y luego de limpiarse las gotas de bebida para evitar que se le congelara la piel, pasando el envase al siguiente en el círculo, alguien dijo:
—Pero no, realmente, ¿quién escribió el tango pornográfico Qué conchaza tenía la vieja?
Un Iseka, con jinetas de sargento, asumió la responsabilidad de contestar:
—Hay un segundo título, en una versión para turistas, censurada y culta. Era para los mentecatos puritanos gaznápiros que visitaban Monitoria antes de la guerra: Qué concavidad imposible tenía la débil anciana. En realidad no sé quién es el autor. Está atribuido al profesor Iseka teta (θ) 002, «con licencia para tocar tetas», según decía él mismo, refiriéndose con un jocoso chascarrillo al prefijo doble cero seguido de dos que tenía su apellido después de θ, la letra griega. Plagiar a James Bond era uno de sus chistes más preciados y ocurrentes. Eso de la «licencia» fue una expresión de deseo, más bien. No debe haber tocado una teta en su vida ese pelotudo.
Trágica fue la historia del profesor Iseka. Cierta vez iba caminando por una plaza muy florida y llena de pájaros, en un día de mucho sol y calor. Pensaba, durante esos instantes, en ecuaciones diferenciales largas como choclos de medio metro: y igual a a sub cero por a al cuadrado por e a la menos a por i por te por integral de etcétera. Iba, como digo, pensando en estos problemas de ingeniería pura, cuando detectó en el aire una cierta vibración forzada, con aullido de trompeta. Pasó delante suyo una chica con dos pechugas cetáceas bien grandes. No llevaba corpiño y tenía desprendidos casi todos los botones de la blusa. Lo que son los detalles cuando los sucesos tienen fuerza de vida. La tela que cubría las regiones mamarias era blanca, inmaculada. Y lo digo porque él no lo olvidó hasta el día de su muerte. Había en la plaza un surtidor de agua y la chica se inclinó para beber. Estuvo un rato largo en esa posición. Como ella se encontraba en un ángulo muy especial con respecto al profesor Iseka, éste, durante casi un minuto se las vio bien, bien. Muy lejos de aumentar el tamaño de la cosa real de entrepiernas, ésta mostró una clara tendencia a transformarse en objeto imaginario, o abstracto, mediante el expediente de contraerse hasta su mínima expresión. Comprendió que toda su vida había sido un error. Reaccionó, eso sí, como todos los individuos avitales en su caso, los cuales rara vez se curan cuando sufren un sacudimiento convulsivo. Por lo general caen en el nihilismo. Cualquier cosa antes que vivir, abrirse a los demás, comprender el mundo de las mujeres, que después de todo es lo único que se les pide. Así, pues, a sus numerosas faltas sumó otra: esta vez contra la matemática. Al otro día abandonó su cátedra definitivamente.
Un soldado, con algo de ironía:
—No comprendo cómo puede estar tan seguro. ¿Hizo un astral para averiguarlo, mi sargento?
El sargento respondió cortante:
—Haciendo astrales va a quedar usted cuando yo lo arreste. No me vuelva a interrumpir. Prosigo. Después de que abandonó la cátedra, ya completamente desmoralizado, se dedicó a embalsamar pájaros. Tenía, así, cientos de ellos en su habitación, enhebrados en largos hilos de acero inoxidable, que iban de una pared a otra. Inside death’s runics, you know.
Otro soldado:
—De eso último no entendí un carajo, mi sargento. Y conste que lo digo con todo respeto.
—A mí no me importa si ustedes entienden o no. Yo estoy a favor de la monarquía absoluta.
—¡Oh, por favor, mi sargento!
—¿De veras quiere saber? Dije: «Las runas interiores de la muerte». O intenté decir eso, al menos.
—¿Qué cosa de la muerte? Sigo sin cazarla.
—Ya puedo observar que a ustedes da lo mismo hablarles en ruso, tecnócrata o cualquier otro idioma. Total no entienden. Jodansé, viejo, jodansé. A ver si tengo que hacer de Kratos de las Lenguas, además de enseñarles a combatir. Me pregunto si los sorias o los rusos serán tan bestias como ustedes. Yo personalmente lo dudo.
Aquí lo interrumpió un tercer soldado:
—Tu autem, sargento, miserere nobis («Tú eres el principal y necesario, sargento, miserables nosotros»).
—Veo, reclutón, que al menos tiene la inteligencia de reconocerlo —dijo el sargento, sin dar muestras de estar impresionado por el hecho de que el otro supiera latín. Pero debió quedar un poco picado, pues preguntó—: ¿Qué era usted, antes de ser soldado?
—Trabajaba en la Monitoria de las Lenguas, en una sección que se dedicaba al redescubrimiento del latín.
—Y qué hace aquí, seré curioso.
—Pedí que me mandasen al frente ruso.
—Pero se hubiese quedado allá, señor enganchado. Usted como soldado es pésimo.
El sargento no se limitó a calificarlo de mal combatiente, cosa que después de todo no tenía demasiada importancia, sino que subrayó su condición civil. La expresión «señor enganchado» era algo inconcebible, terrorífico. Sólo otro militar podía comprender lo vejatorio, lo enorme de aquel insulto. El soldado que sabía latín se puso verde.
De pronto, a espaldas del sargento, se recortó una discontinuidad. Era como el perfil de algo a punto de volverse material. Pareció adherirse a la superficie de unos bagajes deteriorados que estaban acumulados en el sitio. El suboficial se estremeció, tal si lo hubiese advertido con una parte de su ser.
—Pero estaba hablando del profesor Iseka —prosiguió el sargento, retomando el hilo de la narración, pues decidió no prestar atención a las advertencias del subconsciente—. Después del embalsamamiento de esos pájaros ya no podía tener límite alguno, como es natural. Fue pendiente abajo. Al final de su vida, encerrado en un manicomio, se aplicaba en realizar siempre, todos los santos días, el mismo dibujo. Luego de que terminaba uno, empezaba otro y después otro, hasta caer rendido por agotamiento físico. A la mañana bien temprano, a las seis menos cuarto, se levantaba, preparaba unos mates, y comenzaba un nuevo trabajo, idéntico a los anteriores.
Un cuarto soldado preguntó mientras echaba un puñado de leña a la hoguera:
—¿Y qué era lo que dibujaba?
El sargento chasqueó los labios como una muerte china. En el acto pareció rodearse de porcelanas y hojas de té:
—No se dice qué era lo que, reclutón. Usted debió decir: «¿Y qué dibujaba?». Pedazo de bestia.
—Sí, mi sargento.
—Dibujaba un par de senos de mujer sobre terciopelo negro. Cuando los médicos le preguntaban por qué razón hacía siempre lo mismo, decía que era para aproximarse a la muerte de Goethe; porque, según cuentan, poco antes de morir tuvo precisamente esta visión.
Eso que estaba atrás del sargento emitió un leve crujido que podía confundirse con el viento, con la sola diferencia de que el viento no produce ruido a telas de material plástico.
Un quinto soldado:
—Pero en definitiva, mi sargento Iseka, usted no nos contó cómo se le ocurrió al profesor Iseka el tango Qué conchaza tenía la vieja. Tiene un no sé qué de historia real qué me confunde.
A una distancia indeterminada del grupo escuchóse un sonido gutural. Podía pertenecer a una voz humana. Algo, con toda evidencia, estaba empeñado en interferir.
—Sí. En efecto —dijo el sargento—. Está basado en una historia tan verídica como horrísona. Qué concavidad imposible tenía en realidad la vieja o débil anciana. Para calificarla no hay otro remedio que recurrir a la filosofía, pues nos vemos en un dilema. De acuerdo al concepto babilónico, tecnócrata, podríamos hablar de lujuria benéfica, triunfante —atrás del narrador se escuchó una voz ahogada—. Pero, por desgracia, después de la caída de Nínive surgió una oposición puritana, dialectal, que la ubicó entre los monstruos, y es preciso recurrir a las expresiones sintéticas de Hegel. Ella era entonces un abigarrado monstruo Lujuri de Bizancio. Sexo paleolítico, antiguo, rupestre el suyo. La palabra rupestre no está mal usada: me apresuro a decirlo, no sea cosa que aparezca otro civil a corregirme —el soldado que sabía latín agachó la cabeza—; quise significar que ella pintaba runas eróticas sobre las paredes cavernarias de su concavidad imposible. —Aquí la protesta del agazapado se hizo más evidente. Los soldados se empezaron a mirar unos a otros, inquietos. Sólo el sargento, manijeado, parecía no darse cuenta—. Pero no sé para qué me rebajo a dar explicaciones. Uno a esta altura ya tiene el derecho de gobernar por bula, qué mierda. Pero como iba diciendo cuando fui ontoderivado por mi real gana, la vida de nuestra vieja de Bizancio transcurrió en la provincia de Tortolia, Tecnocracia Exterior[138]. El marido se había muerto algunos años antes.
Sexto soldado:
—¿Antes de qué, mi sargento?
—Antes de sus excesos. No sé en realidad cómo se las habrá arreglado el pobre tipo en su oficio de marido. Sólo puedo decir que, a pesar de tener una fuerza nuclear disuasiva de lo más convincente, siempre, citaba la frase de Césare Pavese: Lavorare stanca. Ya en sus últimos meses de vida leía un único libro, una y otra vez, sin parar. Lo terminaba y en el acto volvía a empezarlo desde el título: Verra la morte e avra i tuoi occhí. Lo cierto es que ese negro demonio cosechó todo su trigo. Ahí no quedó la menor brizna. Ya nada la satisfacía. Y cuando se terminó y no hubo más empezó a sacarle la electricidad del cerebro y, por último, la del cerebelo. Era un auténtico sorbedor cósmico, tremendo. Tremebundo, diría el Señor Haggard, posiblemente. —Aquí el sargento, entusiasmado con su propia voz empezó a delirar—: Qué bien lo hago todo. Hasta cuando cito soy genial y ricachón. Y qué sentido de la tragedia tengo. Yo debería ser Monitor, y no el de Monitoria. Si del Rey Federico de Prusia decían que era el rey Sargento, yo podría ser el Monitor Sargento. ¡Es que soy tan artístico! Mis escribas copiarían desesperados mis frases, sin dejar de anotar una coma. A partir de ello, no hace falta decirlo, me imitaría todo el pueblo. ¿Y por qué esto es así?: pues porque la vida imita al arte, como dijo Whistler, el paisajista inglés, a quien Oscar Wilde, en un puro acto de rapiñero fascismo, desvalijó.
Y allí mismo lo interrumpió un dragoniante, a quien la guerra había sorprendido en Filosofía y Letras:
—Perdonemé, mi sargento, pero lo que dice de Wilde es injusto. En realidad…
—Siete días de arresto. Pelará papas y limpiará letrinas. Aunque no existan.
—Sí mi sargento.
—No necesito recordarle la famosa sentencia hermética: el superior siempre tiene la razón abajo, y más cuando no la tiene arriba.
—Comprendido estee… mi sargento.
—Como decía. Yo debería ser Monitor, sin duda, y sin que ello implique disminuir al otro. Qué tragedia tan wagneriana la mía: ¡si me parece verlo! Mis ejércitos, ya derrotados, se refugian en Monitoria, Tecnocracia Central. Los diarios de Soria, por su parte, llenos de furia al ver que no me rindo ni acobardo, dirían: «La Marchita Bestia, ahora sumida en la derrota, no abdica —sin embargo— de la frase brutal. En un discurso pronunciado ayer…». Etcétera, etcétera. Una cosa bellísima. Conmigo se produciría un renacimiento de las artes despóticas. Pero, por desgracia, la realidad no está a la altura de mi delirio, me temo. Después de que termine la guerra no tendré otro remedio que dedicarme a la literatura. Si mis lectores tienen un poco de inteligencia agradecerán al cielo que yo sea dictador sólo dentro de mis novelas y no afuera. Las novelas son el último reino a disposición de los dictadores frustrados. Pero en fin: mejor no sigo pensando en este punto porque como no lo puedo solucionar me pongo muy mal. Estaba hablando del marido de la vieja —saliendo de su ensueño volvióse a los soldados, los cuales hacía un buen rato que lo miraban con la boca abierta sin poder creer en lo que oían—. Les estaba diciendo que el marido quedó finalmente paralizado en un sillón de ruedas. Seco por completo. En sus últimos días de vida sólo tomaba un poco de agua que le daban con una cucharita. Ningún sólido. Cuando le hablaban mostraba los dientes y lanzaba una suerte de rebuzno entrecortado y sollozante, en la bemol, mostrando las paletas de sus incisivos: «gg, gg, gg…»
Aprovechando lo involuntariamente invocatorio de las palabras del narrador —no se la iban a perder— muy cerca del grupo escuchóse un rebuzno emitido con gran alegría por ya sabemos quién. Atrás del sargento se oyó una risita y un movimiento de ropas plásticas. Ahora sí que se dieron cuenta. Todos. Hasta el sargento. Éste se volvió asustado pero, como es natural, no vio a nadie. Algunos piensan que con respecto a estas cosas lo mejor es hacerse el desentendido. Dentro de tal línea, el suboficial continuó: —Este… quiero decir… y después el marido de la mujer se murió. Cuando ella quedó viuda trató en el acto de conseguir un nuevo esposo. Pero le fue imposible. Nadie estaba dispuesto a unirse a ella.
Séptimo soldado:
—También…
—Tiene cuatro días de arresto, soldado. Usted ya sabe por qué.
—Comprendido, mí sargento.
—Supo entonces la vieja, a través de una amiga, cómo hacen las mujeres japonesas para distraerse a solas. Estas orientales se introducen un huevito que está atado a una cadena de eslabones pequeños. El huevo, hueco, puede abrirse y adentro hay otro análogo pero más chico, el cual a su vez se abre. En su interior se encuentra una bolita de acero. Entonces las japonesas se sientan en sillones de vaivén; al producirse movimientos especiales de la bolita dentro del huevito, el cual a su vez oscila dentro del elipsoide mayor, ello transmite a la mujer continuos reflejos eróticos. Así, en una sola tarde y sin que nadie se dé cuenta, pueden tener un indefinido número de sensaciones placenteras.
El agazapado a espaldas del narrador se revolvió inquieto. Parecía de lo más molesto, como siempre que en algún lugar hablan de sexo. Ya no emitía risitas sino una suerte de protesta entre indignada y quejosa.
El sargento prosiguió:
—Ahora bien, el sendero japonés no era lo más indicado para nuestra anciana de marras, creo yo. Ni un huevo de dinomis hubiese podido lograr el milagro de satisfacer sus espectaculares ansias, me temo. Tenía conciencia de ello, por lo demás, de modo que ese mismo día, mes y año tomó la decisión trascendental de meter el piano en el lugar que no necesito mencionar puesto que ustedes ya saben de qué se trata. Vaya si se jugó. Ni su peor enemigo hubiese podido acusarla de lo contrario.
Desde atrás se oyó un susurro furioso: «¡Puta! ¡Puta!…». Era una voz que se oía y no se oía al mismo tiempo. Los que la escucharon podían tomar al viento como excusa, en todo caso. Parte de la tentación consistía, precisamente, en la posibilidad de aferrarse a esa idea tranquilizadora.
El sargento adoptó un tono inglés. Hablaba tecnócrata, pero a veces sus palabras parecían traducidas a aquel idioma:
—La falta de amor es muy chocante. Muy chocante. Ya no era una niña, por cierto, ni estaba en edad de permitirse descontroles irascibles. Fue una noble actitud la suya. Introducir en sí su piano, me refiero.
Octavo soldado, siguiéndole el juego:
—Qué incomodidad para ella.
El sargento, en realidad, tenía escaso sentido del humor. Por lo menos con los chistes ajenos. Era capaz de estar el día entero festejando sus propias bromas y se enojaba mucho si los demás no las apreciaban. Todos tenían obligación de reír, aunque sus chistes fuesen insípidos y herméticos. Así pues respondió, simulando imperturbabilidad inglesa:
—Y para ello. También el piano estaba incómodo, si vamos a eso. Tiene dos días de arresto. Usted ya sabe por qué, supongo.
—Comprendido estee… mi sargento.
—Introdujo el piano con mucha decisión, decía yo. Y lo hizo por dos razones. Era paranoica, en primer lugar y tenía un horroroso miedo de que se lo robaran. Pensaba, con bastante buen criterio y justa razón, que a nadie se le podía ocurrir hallarlo en tal sitio. Allí, en la torca o espesura cavernosa, refugio de las runas de la vida. —El «de atrás» lanzó un gruñido—. Sí. En un mundo donde los héroes han desaparecido, en esa verdadera Gruta de Fingal hubiese podido hallar resguardo el gigante Vainamoinen, «el runoia eterno» —nuevo gruñido de protesta—. Pero ella tenía un segundo motivo para obrar en esa forma. Ese tamaño, que a los ojos incultos podía parecer desmesurado, era la única medida que por esa época lograba cubrir las necesidades de sus bélicas mansiones.
Noveno soldado:
—Entonces podríamos hablar de la concavidad donde vive la insidiosa bestia, ¿no es verdad, mi sargento?
—Pero claro, muy bien dicho. Tiene nueve días de arresto por ser el noveno que me hincha las bolas.
—Comprendido, mi sargento.
—Entonces ella se iba a dormir con el piano cuidadosamente depositado en el consabido lugar. Logró en esta forma hasta mil opulentas gratificaciones por noche. Aquella maravilla no podía durar. Las novedades se agotan. Tengase en cuenta que el piano no era una masa oscilante como el huevo del sendero japonés, sino un artilugio rígido. Digamos que fue poco francesa. Le faltó refinamiento. Una de esas cortesanas del pasado, célebres y viciosas, tal como Ninón de Léñelos, hubiera solucionado el problema de un periquete gracias a los buenos oficios de los bufones de la Corte. En este sentido pienso en un enano músico a quien le diera el pasaporte interior. Porque a fin de cuentas, y si uno lo piensa, nada impide que un enano sea pianista, entre otras cosas. Tal era lo que le hacía falta. Un enano Rey del Fuego, bizarro y austero soldado —no como unos que yo conozco—, que se mantuviese ahí adentro, en esa Aberfoyle (alla Jules Verne rústica), haciendo imaginaria de firme y fiel a su consigna de tocar para la favorita del Rey. Que defienda el Alcázar de piel satbi, satinada y gemada en su aljófar. Un enano que si lo cazan del forro del culastro sea capaz de decir: «Yo cumplía órdenes. Yo jamás quise fusilar a esos cincuenta mil rusos de la bolsa de Smolensko. Fue una directriz erótica de la vieja puta. Era la orden N.o 8 del día 24 000 de julio referida a los comisarios políticos sindicalistas únicos bolcheviques, a los mirlos anti-mainas, a los esotes chichis largadores de manijas vasilii palidovich, y a los polifétidos nacidos por fragmentación luego de la caída del pedo terciario. Y ya que estamos me cago en Exatlaltelico y en los otros cinco grandes chichis. Yo el enanito, dixit».
Tales blasfemias produjeron una furiosa convulsión a espaldas del sargento. Atrás suyo se irguió un enorme hielo polvoriento, como una momia. Pero el suboficial no estaba astralmente solo. Como respuesta a eso helado que acababa de surgir, la sala esteparia, con paredes, puertas y ventanas espectrales, por un momento se llenó de funcionarios, orfebres, artífices, y generales fantásticos que se acercaron a rendir los respetos de los ejércitos de las provincias al nuevo Emperador. El sargento —aunque ni él ni los otros lo sabían— adquirió una nueva dimensión a causa del símbolo. Por curioso que sea, lo cierto es que la lucha parecía depender de este hombre. De su firmeza al invocar a un arquetipo o a sus opuestos. Lo decorativo enjoyó la enorme Sala de Audiencias. Adornos de aro incrustados y mármol azul. Maderas amarillas y porcelanas con rieles deslumbrantes. Galas perfectas bajaron desde su frente de mando. Desde allí, en pendiente cada vez más suavizada, llegaban a la orla de su túnica imperial. Como si hubiera un espejo delante del Emperador aparecieron colores, reflejos de los suyos. Sobre cristal un cromatismo púrpura, resplandor de la seda; cobre rojo; extraído del mar abisal, engarzado en mármol blanco; rubíes negros, esmeraldas violáceas y un rostro de cerámica. No pudiendo soportar la forma espléndida, el chichi contraatacó. Atrás abrióse una heladera llena de trapos sucios y diarios congelados. Nuevamente susurró el plástico de las vestiduras. Con estallido furioso el hielo, casi licuado, proyectó fragmentos en flotación.
La contestación no se hizo esperar. Derivada parcial del oro con respecto al diamante. Integral curvilínea según la trayectoria de astillados objetos de plata, conforme a la cantidad de movimiento del gemado aljófar. Grandes maderas policromas y primitivas equivalentes a funciones azules, multiplicadas por un zafiro de heráldica o al diferencial de un blasón. Rojos binomios y perlas blancas en serie de Taylor. Hallar el valor del espejo ene más uno.
El sargento prosiguió:
—Pero, repito, estando las cosas planeadas como estaban no podían durar. La introducción del piano fue una acción candorosa de su parte. Igual a esas mujeres norteamericanas que dicen «Si antes de irte de viaje a Sudamérica no me dejás mil dólares, me divorcio». Cautelosas, marrulleras de trastienda, pero en el fondo pueriles e incautas. Ese piano fue jolgorio de un día, pueden creerme. Así que, por desgracia, fueron disminuyendo con el tiempo el número y la intensidad de los superabundantes acopios voluptuosos. Sin aliento, Godard. Qué tristeza me produce el recuerdo de la débil anciana. Se volvió insuave su hasta ayer sedosa concavidad imposible. Al tiempo, sin embargo, la exaltación triunfante retornó a su marchito rostro cuando consiguió que un sabio chino le fabricase un gigantesco elefante de porcelana. Aquélla era una máquina mágica, articulada y movíase con gracia majestuosa. Pero le salió muy caro, I fear («me temo»). El chino le pasó una factura tremenda; tremebunda, para usar la palabra favorita del señor Haggard: en su nóvela Ella este vocablo aparece trece veces; lo sé porque me tomé la molestia de contarlas[139]. Pensó que valía la pena, pese a todo, y adquirió esa joya, sin igual desde las épocas de Babilonia. —El sargento se sirvió un mate—. Yo sé lo que ustedes están pensando: que la anciana Archiduquesa de Todas las Putas Jolgoriosas, previo elevar al elefante sobre ella mediante un ingenioso sistema de contrapesos y poleas, lo obligaba a descender suavemente para no lastimar a nadie ni provocar destrucción indeseada alguna.
Décimo soldado:
—¿Y no era así, mi sargento?
—Naturalmente que no, pues la extremidad que el elefante de porcelana (esa blanca y jacarandosa bestia) tenía destinada ab inittio desde el principio al jolgorio según el diseño del chino, era ya demasiado poca cosa para ella por aquella época. Sé también lo que ahora están pensando: que la anciana Archiduquesa de Todas las Putas Jolgoriosas había programado las memorias de la computadora del elefante autómata —olvidé decir que el chino, como detalle preciosista, le puso dos colmillos de auténtico marfil— para que él explayase su tuba o trompa wagneriana. No ignoro que se están diciendo a sí mismos que si bien esa especie de mano telescópica era más chica que un piano, tenía la ventaja de no ser un objeto ineficaz por lo rígido. Conozco a la perfección cada uno de vuestros tontos pensamientos. Pues están equivocados de medio a medio. Ella, contrariamente a todo lo que ustedes pudieran suponer, invocó al gran prodigio. Como una joya la Flor Mecánica en el loto.
Décimo soldado:
—¡Qué vamos a estar pensando todo eso, mi sargento! ¡Además ya casi no se le entiende, mi sargento! ¡Habla cada vez más difícil, mi sargento!
—Está visto que es al pedo ser indulgente. Tiene diez días.
—Sí, mi sargento.
—Como decía, y prosiguiendo con mi pequeño despotismo teológico ilustrado, ustedes se equivocaron por completo al suponer que el apéndice prensil del elefante de porcelana tuvo algo que ver con los juegos florales y eróticos de la Archiduquesa de Todas las Putas Delirantes. Ella entró en Dionisios pero en otra forma. Jamás se premió con el regalo que ustedes erróneamente suponían. No. Más bien traten de visualizar un gran elefante suntuoso abriéndose paso entre florestas, quebrando bambúes, dejando atrás la pradera de asfodelos, enfilando muy decidido hacia la concavidad imposible, con intención de resguardarse. Todo.
Un décimo primer soldado:
—¿Qué quiere decir, mi sargento? ¿Que el elefante se metió en ese lugar?
El sargento hizo como que no lo oía:
—Así llevó ella a la práctica sus doctrinas. Tal erotismo exaltado, salvaje, capaz de llegar a las últimas consecuencias, estaba emparentado, por cierto, con el de la Ramera de Súmer. Sí. La Gran Anciana, puta ésta, yo diría y conste que lo digo en sentido elogioso.
Undécimo soldado:
—No parece.
—Once días.
—Comprendido, estee… mi sargento.
El superior, ya por completo cubierto por las amarillas, imperiales vestiduras totalitarias, tomó otro mate y encendió un cigarro de hoja. Luego de una gran bocanada comentó:
—Qué conchaza tenía la vieja. Muy bien dicho por mí, el sargento. Yo sargento, dixit. Y a propósito: olvidé decir que gustaba azotar con ortigas sus mamas vacunas a fin de potenciarse. Como tenía las dos enormes tetas muy fláccidas, al inclinar el cuerpo aquéllas engordaban cerca de los pezones adelgazándose hasta lo increíble en la base. Parecían dos cocos suspendidos en un techo blanco por sendos hilos. Le encantaba desnudarse y quedar en cuatro patas. Y así, mientras sus pellejos pendulaban —cosa que la gratificaba hasta un punto que ustedes difícilmente podrían comprender—, se metía dos desmesuradas barras explosivas: una en el Portal de Fingaal y otra en el lugar que podríamos llamar de Saturno el cráter, ése que en su recodo rígidamente determina con sus plúmbeas arenas alquímicas. Mientras esperaba la explosión sinfónica, con sendos ramos de ortigas —uno en cada mano y para la emérita pieza fósil de su lado— se azotaba ferozmente y sin piedad sobre las bolsas mamarias, al tiempo que vociferaba este poema en éxtasis: «¡Aaah! ¡Aaah! ¡Aaah!». Qué dulce. Tristán und Isolda, como quien dice. Vaya un descaro. Gustavo Adolfo Becquer Iseka no la conoció, por suerte para la estabilidad del planeta; la Tierra es demasiado pequeña como para contener dos entusiasmos de tal calibre. Nuestro poeta de marras, ferozmente enloquecido de lujuria ante su ejemplo, hubiese aullado: «¡Yo también quiero pegarme con ortigas, pero en los elipsoides! Ahora mismo. Ya. En, éstos, dos». Se los hubiera disfrutado en esa forma empobrecida, haciéndose el opulento. Para la vida natural sí que alcanzan; pero coño, con semejante manirrotez no bastarían quince docenas de trufas. Acabáramos, que en ese Reino de falsa Castilla sólo tienen magisterio corriente las monedas de plomo; metal éste que con los ácidos nos da sales venenosas.
La exposición del sargento no tenía mucha coherencia filosófica que digamos. Ello se debía a que nuestro «amigo», el de los plásticos, hacía todo lo posible para manijearlo. Por desgracia el suboficial no tenía conciencia de la lucha que se desarrollaba y de la cual él era el centro; caso contrario hubiese podido defenderse mejor. Respiró de manera pausada, y luego dijo con esfuerzo:
—Ella era muy… puta, ya comprenden ustedes. Pero tenía fantasía. Lo desmesurado de sus insólitas exigencias, precisamente eso, la salvaba. Les diré, por lo demás, que el affaire de la teta en la ortiga no estaba originado en un extremo masoquismo por parte de ella, sino que tratábase de una de las tantas variantes eróticas. Al tiempo renunció a la autoflagelación, así que ustedes ya ven que no les miento. —Hizo una pausa y evocó—: La Ramera de Súmer y Acadia. Me gustaría comentar algo más acerca del elefante. Estaba programado para moverse continuamente, a fin de lograr las mismas sensaciones placenteras que las orientales con su sendero japonés. Aquella máquina de porcelana dejaba oír un temblor sordo y constante que duraba toda la noche. Por la energía generada no seria demasiado aventurado establecer comparación con el orden oblicuo de Federico El Grande, asaltos a trincheras, cruce de ríos bajo fuego enemigo, maniobras con blindados y cañones ingleses que destripan rusos en el sitio de Sebastopol. Y hasta creo que me quedo corto.
Tal como era de prever la vieja hizo levantar un templo en el fondo de su patio, y allí el elefante pasaba largas temporadas. Las piezas mágicas de la máquina…
Décimo segundo soldado:
—Perdón, mi sargento, ¿puedo hacer una pregunta?
—No. Las piezas mágicas de la máquina estaban sometidas a un fuerte desgaste, de modo que cada tanto la vieja tenía que desarmarlo y sacralizar rodas sus piezas con litros de mercurio, y hacer sacrificios de ramas, frutos y flores.
Décimo segundo soldado:
—¡Ah! Eso quería preguntarle, mi sargento. Me desconcertaba mucho esa inexplicable necesidad de erigir una casita más allá de la concavidad imposible de la Yegua de Bizancio.
—Tiene cuatro por doce igual a cuarenta y ocho días de arresto. Usted ya sabe por qué. Estee… por desgracia para ella, sus alborozadas plenitudes, sus cimas y simas de placer sexual —que habían llegado otra vez, como en los buenos tiempos a mil por noche— fueron disminuyendo hasta llegar a la dilución completa. Entonces no le quedó otro recurso que ampliar una de las alas del Palacio de los Fénixes; allí donde la grulla amarilla reposa de su fatiga sobre la Terraza del Este. Dicho de otra forma y para resumir, porque ya me cansé de los eufemismos y porque esto ya se está haciendo demasiado largo, la vieja le compró un nuevo elefante mecánico al sabio chino y, luego de que lo tuvo en su poder, lo introdujo en el mismo lugar junto al otro. Y reventó. Reventó la imposible concavidad. Se murió eternamente la Archiduquesa por desgarro de atavío celebrante.
Atrás del sargento la voz del chichi tornó a su parloteo: «¡Bien! Ya era hora de que muriera esa basura». El de los plásticos no tenía —como es lógico— un plan de color; se conformaba con opacar sistemáticamente los esplendores, romper los cristales, endurecer toda delicadeza y tornar nebulosos los contornos perfectos. Así, pues, algunas partes de las tallas de madera que rodeaban al Emperador entraron en belicosa insurgencia contra el efecto artístico general, y una discontinuidad malévola quebró de manera imperceptible los centros de gravedad de los objetos a fin de que éstos se destartalasen. Las paredes de la Sala de Audiencias quedaron cubiertas de lienzos helados. El sargento, un rato antes, había pedido, ser Monitor. Ignoraba que en el mundo de los símbolos todo es posible. Era el Monitor en serio. Al menos en un plano y durante algunos instantes. Sólo que ser Monitor no se parecía ni remotamente a lo que él se figuraba. Como dijo alguien, el problema con las cosas que se desean mucho es que siempre se consiguen. Aquella Tecnocracia virtual, discontinua, a medias visible y enclavada en el medio de Rusia, en un sentido era tan real como la verdadera, y su responsabilidad como jefe de Estado idéntica a la que tenía el hombre que vivía en Monitoria.
Se produjo un gran silencio estepario de varios minutos entre los arrestados, los que no lo fueron y el sargento, quien preparó otra pava de mate. Tomaba él solo. No le daba a nadie. La tropa tenía otra pava y mateaba por su cuenta. Aquel pope de baja graduación encendió un segundo pestífero de hoja. Tanto su rostro como los de sus subordinados crujían a causa del frío, no obstante la fogata. El Súper continuó:
—Pero no termina aquí la historia. Se consultó a una médium para saber cuál había sido el destino de la vieja. O sea: una especie de autopsia astral.
Y la médium dijo que la vieja sumeria estaba en el infierno.
Y un sargento viejito, que hasta el momento no había hablado, señaló:
—Y… me imagino.
El sargento narrador, como no le podía dar ciento trece días de arresto porque el otro tenía él mismo grado que él, explicó:
—Pero es que no se fue al infierno por lo que la gente podría pensar. La lujuria no era la causa; para que tal ocurriera la anciana debió tener una cosmovisión culposa. Y bien sabemos Nosotros, en Nuestra infinita sabiduría, que no es así. Ella, antes bien, tenía un punto de vista del mundo completamente babilónico. Y hasta bizantino, si tenemos en cuenta su iconografía de grandes porcelanas. Un científico diría: «Otro era el centro de sus masas gravitatorias», yo pienso.
Soldado N.o 13:
—Por qué dice nosotros, en nuestra infinita sabiduría. Le aseguro que la mayoría no entiende un carajo de lo que está hablando y me incluyo. Esto sea dicho con todo respeto.
—Yo no dije nosotros. Dije Nosotros, con mayúscula, como Luis XIX, el Emperador Amarillo francés. You ignorant person.
Soldado N.o 13:
—Supongo que Vuestra Sargentidad quiso decir que soy una persona ignorante. Ah, sí sí: soy un soldado estupidísimo. Ustedes perdonen, mis Sargentos.
—Tiene trece días.
El soldado se revolvió en protesta:
—¿Pero por qué, mi sargento? Yo lo llamé como usted decía. No es justo.
—Sí, es cierto. No es muy justo que digamos. Pensándolo bien tiene catorce días. Pero como decía: ella se fue al infierno a causa de que, por su excesiva lujuria, perdió toda perspectiva con respecto a sus límites humanos. Su tortura fue la del placer insatisfecho. Así dijo la médium: que en el último instante de su vida, en ese diferencial de tiempo en que todo se desgarraba, entró en eternidad. Se le volvió cadena de siglos, digamos. Y ahora seguirá así, hasta la consumación del tiempo, buscando ese orgasmo que no pudo alcanzar con sus dos porcelanas mecánicas.
En la lejanía se escuchó un rebuzno triunfante. «El que ya sabemos» emitió una risita y agitó para su mayor gloría las telas plásticas que lo cubrían como si fuesen un cistro. La Sala de las Audiencias hacía rato que había desaparecido, y el amarillo manto del Emperador se fundió entre grises hirvientes. El de los plásticos gratificóse. La victoria parecía asegurada. Atrás sólo quedaba la heladera abierta mostrando su contenido absurdo. Mas he aquí que cuando el sargento ya estaba a punto de rendirse, alguien se dispuso a recoger la espada.
El circuito del horizonte, hasta ese momento en sombras, comenzó a parpadear. Eran isekas y rusos que en otra parte del frente intercambiaban disparos de cañones eléctricos y cohetes con puntas congeladoras. Luego de un largo silencio en el vivaque, contemplativo del espectáculo a lo lejos, los soldados parecieron volver a tomar conciencia de su grupo.
Observando al sargento narrador Iseka, un soldado que hasta el momento no había hablado —el N.o 14— dirigióse al superior:
—Mi sargento.
—¿Qué pasa soldado?
—¿Puedo decir algo con respecto al final de la historia que contó, mi sargento?
Frunciendo el ceño:
—Puede. Pero más vale que sea entretenido, porque hace frío y arrestar a unos cuantos más podría ayudar a mi nariz a entrar en calor.
—¿Se acuerda de lo que dijo la médium, mi sargento, acerca de que la vieja llamada qué conchaza tenía la vieja estaba en el infierno?
—Sí. ¿Y?
—Mintió. Ella mintió.
El sargento Iseka entrecerró peligrosamente los ojos, radiante de arrestos. Con suavidad, aterciopelando su tono:
—¿Sí?
—No me habría percatado de no ser por algo que usted dijo, mi sargento. Su frase fue iluminatoria, en este sentido. Definitivamente —declaró el soldado completando su verónica cortesana, obsequiosa y mamacalcetinesca. Convenía cubrirse. Un elogio a tiempo bien podía dispersar las sombras del arresto temible.
—¿De qué frase me habla?
—Inside death’s runici. Me dejó seriamente pensativo, le confieso. La traducción más correcta podría ser «Las runas de la muerte interior», ¿verdad?
—Ah, yo no sé. A esa frase la pensé en inglés.
—Estoy seguro de que no escapa a su percepción, mi sargento, a su cumplido espíritu de artista.
—Si usted lo dice —comentó despectivo el sargento, sin dejarse hechizar por las zalemas versallescas del soldado.
—Paso a explicarme. La vieja qué conchaza tenía la vieja tenía una vecina que la odiaba a muerte: la vieja llamada viejita yeguaza con sus yeguarizadas —el sargento Iseka continuó escuchando; con los ojos cerrados pero sin arrestar todavía, para que el castigo fuese mayor en caso de un fracaso—. Esta vieja viejita yeguaza con sus yeguarizadas era una vieja pesadamente asquerosa, mi sargento, con grandes masas fétidas. Prolijamente putrefacta. Un titán se hubiese desplomado ante las tufaradas de su espíritu corrompido. Puritana reseca, ésta, al extremo de privarse de todo jolgorio. Llena de odio, tenía la mala costumbre de espiar a la vieja qué conchaza tenía la vieja, cuchicheando después con sus vecinas que la otra era una degenerada. Por pura envidia personal había iniciado una campaña de desprestigio, procediendo como… como… ¿Puedo decirlo en ingles, mi sargento?
—No. Prefiero el latín.
—Oh, por favor, mi sargento. Me faltan palabras. ¡Además es una lengua tan muerta!
—El inglés también es una lengua tan muerta, claro que hablada por quinientos millones de personas. Cuando abandonaron la India me disgusté muchísimo. Yo soy retrógrado. Retrógrado, ya lo sabe. De modo que no me venga con sus estúpidas declaraciones democráticas. Solamente le permito hablarme en latín o en chino antiguo. Me encantan los chinos; los de antes, quiero decir. También resultaban mentirosos, pero por lo menos eran más amarillos. La única democracia que le permito es la imperialista de los Anales, citada por Confucio. Yo Iseka, sargento.
—Sello mis labios británicos, entonces, por razones de subordinación. Bien. Pero como decía: la verdad es que la vieja viejita yeguaza con sus yeguarizadas le tenía envidia a la otra, porque ella apenas si tenía una convulsión débil cada seis meses, y la desalabada joya bizantina era una vieja colosal y excelsa, abnegada en su generosidad, desinterés y filantropía para con la naturaleza y para con su propio ser. Vale decir: que no se privaba de todo para después andar haciendo maldades, como esa bruja chichi, quien a causa de su envidia y desamor no tenía la menor caridad ni humanitarismo para con su propio interior, y menos para con el ajeno.
Entonces, cuando la vieja qué conchaza tenía la vieja se murió, la viejita yeguaza con sus yeguarizadas, se frotó sus asquerosas garras. Pero, seguía odiándola. Entonces, como ya nada podía hacerle pues estaba muerta, se dedicó a profanar su memoria por medio de mentiras; para ello contrató los servicios de una astróloga —era astróloga, mi sargento, no médium—, de la misma extracción mental que ella quien, conociendo sus malos deseos e intenciones, hizo un horóscopo falso para satisfacerla. Pero yo, que me sospechaba algún manijazo, hablé con un astrólogo amigo mío. Éste, observando los registros acásicos, descubrió que esa malvada y diabla de astróloga amiga de la vieja viejita yeguaza con sus yegudrizadas, había mentido. Sí. Mintió. En realidad, la vieja que conchaza tenía la vieja no estaba en el infierno sino en el paraíso. Porque parece ser que en el momento en que la concavidad imposible o umbría fosa reventaba, justo la vieja qué hospedaje o venta tenía la vieja, alcanzaba la apoteosis mediante el hundimiento de todos los pedales de su armonio. Y como se murió así, en pleno jolgorio triunfante, éste se le propagó para siempre. Ahora está en la euforia eterna y, por lo tanto, en el paraíso.
Comenzó a soplar un viento helado. A lo lejos, aparte del parpadeo de cañones y cohetes, que ni por un instante había cesado, empezaron a verse rayos rojos y amarillos que bajaban del cielo, y descargas azules que subían desde la tierra en dirección al firmamento. El combate se estaba generalizando. Naves aéreas tecnócratas se sumaron a la lucha y eran tenazmente rechazadas por los antiaéreos de los blindados rusos del tipo Evtushenko.
El sargento Iseka siguió fumando sin decir una sola palabra. El soldado narrador no sufrió arresto. Según parecer del sargento, el N.o 14 había incurrido en un grave error teológico; ello por no decir que rozaba el borde de la blasfemia. Pero como no estaba muy seguro y a lo mejor el blasfemo era él, prefirió abstenerse de enchiquerarlo. En secreto, en la intimidad de su corazón, reconocía que la metafísica no era su fuerte. Selló pues, con doble sello, sus invisibles y heladas mazmorras y ergástulas.
La lejanía tomó el color de un cielo teatral. Desde la región de los maquinistas se escuchaban ruidos sordos, bombardeantes. Así pues, toda esta parte se comprende mejor si se lee cantada, en alborozada plenitud, como si fuera un concierto imperial de Roberto Schumann, o el N.o 5 de Beethoven o, si se prefiere, como un lieder. Aus der Heimat hinter den Elitzen rot da kommen die Wolken her… («Enrojecidas por los relámpagos, las nubes de mi tierra van subiendo…»)[140].