Acerca de la construcción del Palacio de los
Stajanovistas que comenzó a levantarse en la URSS
a principios del 17mo plan quinquenal
Había una vez en la URSS un Palacio en forma de hoz ultravioleta y martillo infrarrojo, con una estatua de Lenin encima. El edificio, con el coloso incluido, medía en la época de su terminación 2,3 kilómetros.
El deterioro que ha sufrido la cúspide del dedo del coloso —Lenin extiende el índice de su mano derecha, apuntando más o menos al cielo— a través de los siglos, ha bajado la altura de la estatua en tres centímetros, pese a los aceros especiales con que fue construida.
El dedo del coloso, que es la parte más alta, medía 29 metros 75 centímetros de largo, y 6,66 metros, de ancho en su parte media. Pesaba seis mil trescientas toneladas (el dedo solo, repito).
Por decisión del 20mo Congreso de Sindicalistas del Pueblo, la estatua de Lenin debía tener afuera sus pudendas mellizas especulares y proletarias. Únicamente esto, insumió nueve mil toneladas más. Con seguridad ello se hizo a fin de que nadie pudiera confundirlo con un malversador de fondos del Estado, o con el estafador de la cooperativa.
Desembolsó el manirroto, el gran multiplicador de colectivizaciones forzosas. Ni más ni menos que un monopolio Estatal. ¡Cómo han cambiado las cosas desde las épocas de la NEP, cuando la voz de orden era «Vivir y dejar vivir»! Obsérvese la falta de opción rigurosa en la cual hemos desembocado.
De cualquier manera, como leal y bien intencionado adversario, estaría mal que yo no señalara los indudables logros del sistema. Caramba, mirando aquello debía admitirse que allí no había cosa alguna semejante a jorobadas emperatrices o paralíticos burócratas del zarismo.
Sí en cambio cabría que él efectúase autocrítica a fin de fustigar su notoria prodigalidad antimarxista. Vaya: a fin de cuentas y reconsiderando, el tal Lenin nos había resultado un eufórico malbaratador.
En otro paralelo orden de cosas y como es lógico, las aludidas mellizas daban refugio y hospitalidad a un espigado mocetón de elevada talla, totalmente construido en oro puro. Con seguridad trataríase de la réplica exacta del héroe Chapaiev, quien vagó por los Urales.
Aquel osado artilugio metalúrgico, tallado a mano, pesaría entre pitos y flautas sus buenas diez mil toneladas.
Como para mi felicidad estoy colocado fuera (y lejos), lanzo mi crítica al Sistema, de neto pronóstico pesimista. De estar cerca no tendría otro remedio que sonreír de oreja a oreja, aunque por dentro me sintiera dolorido, lloroso y taciturno; no obstante debo reconocer que, en mi país, hay muchos que añoran estar en tales proximidades y, como ello no ocurre, elevan añoranzas y elegías, nostalgias y saudades. Pero son unos melancólicos. Elevo mis críticas de lúgubre pronóstico, repito, saliendo de mi prudente reserva habitual: ese héroe Chapaiev leninesco se encuentra horriblemente endiosado. Si tenemos en cuenta el país del cual se trata, me parece que se ha incurrido en una atroz superestructura ideológica. ¡La vuelta al culto de la personalidad! Por lo demás, qué tanto hacerse los únicos y los bienhechores. Aquí en el capitalismo tenemos aún más formidables campeones y rozagantes atletas que, por lo menos, no aburren con sus chácharas insustanciales o discutibles catilinarias socialistas. Es por todo ello que jamás entendí a los nostálgicos de los cuales ya hablé. Aquí no faltan hermandades y cofradías benevolentes que han realizado, en muchísimos casos, verdaderos actos de altruismo.
Lo más asombroso, sin embargo, fue un gigantesco culo de alguien, en color salmón, colocado a pocos centímetros del Chapaiev de Lenin —aunque sin tocarlo—, y suspendido mediante veintiocho súper helicópteros nucleares permanentes, con la misión de sostener el inmenso culáceo de alguien día y noche por los siglos de los siglos.
Los helicópteros eran abastecidos cada tanto por otros helicópteros y, cuando se deterioraban o envejecían, iban siendo reemplazados de a uno por vez. Como es natural, los nuevos venían con la misma misión que los anteriores.
Cuando los tecnócratas invadieron la URSS no demolieron el monumento ni el coloso, pero en cambio desarraigaron al siberiano Chapaiev y, previa perforación con un taladro láser, lo metieron entre los estatuarios dientes, como quien fuma. Semejaba un habano guillenesco proveniente de islas que, llorando a lágrima viva, navegan en su mapa.
Inexorable fatalidad.
Por su parte, el lastimero posaalabastros de alguien, fue enterrado con solemnes honras y duelo.
Y éstos fueron los funerales de Héctor, el domador de caballos.