El cruce del río
La unidad de combate «B», la cual había penetrado desde Chanchín del Sur y ocupado S. Esteban de Gormaz, se dispuso luego a tomar el Burgo de Osma.
Recóndito Patibulario Iseka, comandante de la mencionada unidad de combate, no había hallado hasta ese momento una resistencia eficaz por parte del enemigo. Se encontró sin embargo con un dispositivo en profundidad detrás del río Ucero, que en forma muy concienzuda había montado el general Pedro Manrique Monteagudo Soria. Aparte de contar con innumerables cohetes tierra-tierra y tierra-aire, se las había ingeniado para traer desde Calatañazor cuatrocientos cañones de 180 milímetros que arrojaban cabezas de congelación, y aún le quedó tiempo para montar varias baterías láser que trajo desarmadas desde Berlanga de Duero. La Fuerza Aérea soria no podía proporcionarle mucha ayuda debido al desastre sufrido en tierra, ya que las unidades restantes se destinaron a proteger la capital. Pese a ello el Alto Mando le hizo llegar, en mínimas cantidades, cierto nuevo material bélico. Se trataba de un cohete pequeño, invento soria, equipado con anulador de campo y disparo láser. Todavía no era fabricado en cantidades masivas, caso contario la sorpresa militar que se hubiesen llevado los tecnócratas habría sido terrible. Más adelante volveremos a hablar sobre esta novedad bélica.
Lo cierto, en cualquier caso, es que el general Pedro Manrique Monteagudo Soria estaba forzado a desenvolverse con los elementos con los cuales contaba, sin esperar ayuda adicional de retaguardia. No obstante tenía trescientos cincuenta mil hombres detrás del río, todos equipados con fusiles láser, dos mil robots y doscientos blindados. Los puentes sobre el río fueron volados, como es natural. Esto último era más que nada una concesión al clasicismo, puesto que los tanques —ya por esa época— no los necesitaban en absoluto para cruzar un río: lo atravesaban sumergidos y por su mismo fondo.
Recóndito Patibulario Iseka, tomándose la cosa con calma, dio orden a las astronaves de combate de atacar los emplazamientos de proyectiles enemigos, mientras él trataba de silenciar con su artillería las baterías sorias.
El río Ucero como obstáculo en sí resultaba insignificante. Lo que hacía complicado su paso era que debían efectuarlo en presencia de un enemigo fortificado. Esto lo llevó a la obligación de planear con mucho cuidado el dispositivo de cruce para no exponerse a sufrir una derrota.
Por delante del Burgo de Osma, los sorias tenían un circuito subterráneo de tubos lanzacohetes protegidos por casamatas de material plástico antibomba, que les permitía lanzar sus vectores en un segundo y luego introducirse otra vez en la profundidad de la defensa.
Estos misiles de trinchera estaban destinados principalmente a cumplir funciones antitanque. Disparaban cabezas de congelación, las cuales descendían la temperatura hasta 140 grados bajo cero en el entorno del impacto. Los cazadores blindados poseían pantallas protectoras de energía, insuficientes sin embargo para precaver a los tripulantes en el caso de un estallido muy cercano. Los vehículos quedaban inmóviles, detenidos con brusquedad en plena marcha, cubiertos de escarcha y con todas sus piezas «soldadas» entre sí por largo tiempo.
Por detrás del Burgo de Osma, los sorias habían montado un segundo dispositivo en defensa concéntrica. Precisamente para evitarla, Patibulario Iseka imaginó una diversión. Ordenó al coronel Diomedón Iseka que, con una parte de los blindados, simulara intentar irrumpir siete kilómetros aguas abajo del Ucero. El ataque, en lo que al coronel respecta, distaba de ser cosa de broma. Debería tener potencia suficiente como para convencer al enemigo de la sinceridad del esfuerzo. Aquel chasco tuvo la apariencia de un ataque en toda la regla. Como contribución al espejismo se movilizaron tropas y parte de la infraestructura al sector, aprovechando como acceso la carretera S. Esteban de Gormaz-Quintanas de Gormaz, constantemente destruida por los cohetes sorias y permanentemente reconstruida por los tecnócratas.
Es de hacer notar que luego del bombardeo brutal de los atacantes, los sorias vieron muy disminuida su capacidad de responder el fuego.
A las 0215 horas se inició desde la parte tecnócrata un rodillo de fuego sobre el dispositivo soria objeto de la diversión, que duró veinte minutos. Según el general Julio Pérez Iseka, quien jamás había estado en el frente por considerarlo indigno de su ciencia —este oficial pertenecía a la secta de los enciclopedistas, de la cual más adelante hablaremos in extenso—, un rodillo de diez minutos hubiese sido más que suficiente dada la capacidad de fuego de la nueva artillería, el constante batir de los proyectiles tierra-tierra y el total dominio aéreo, por parte de las astronaves de combate, las cuales iban saturando por sectores.
Ahora bien, durante el combate se dieron una porción de hechos curiosos. Los sorias, en primer lugar, no se llamaron a engaño acerca de las verdaderas intenciones tecnócratas. Éstos no lograron engañarlos ni por un minuto. No obstante, el coronel Diomedón Iseka a poco pudo comprobar que los sorias eran débiles en la zona fuera de todo disimulo. Así se lo hizo saber al superior, recomendando una mayor franqueza en el ataque. El general Recóndito Patibulario Iseka se decidió con rapidez. No sería la primera oportunidad en que una diversión o un ataque de tanteo se transformase en ataque general, cuando quien lo hace puede constatar la desorganización del adversario. El plan original consistía en efectuar presión sobre un amplio frente de ciento cincuenta kilómetros, tratando de sorprender a los Sorias en uno o varios puntos. Una idea clásica. Pero, dada la falta de respuesta enemiga, Recóndito Patibulario comprendió que debía verdaderamente arrojar el peso de sus fuerzas blindadas a través del punto de irrupción. Y así lo hizo sin pensarlo más.
En el momento en que los blindados tecnócratas comenzaron a cruzar el río por su fondo, en apretadas masas, la artillería soria cañoneó las aguas con cabezas de congelación. Al instante y en forma brutal, el Ucero se petrificó en un tramo de varios kilómetros. Los blindados sumergidos quedaron atrapados en ese hielo imposible, de más de ciento treinta grados bajo cero. Algunos vehículos, sorprendidos por la congelación cuando se introducían en las aguas, quedaron instantáneamente clavados en el sólido, cubiertos de escarcha sus partes al aire libre. Cuando algunas horas más tarde la batalla hubo terminado y el tramo del río glacial se fundió, como una película detenida en un cuadro que otra vez se pone en movimiento, los tanques, con su tripulación muerta, rodaron en silencio hasta el fondo, como si quisieran dar cumplimiento a la antigua orden de ataque.
Con este cañoneo los sorias lograron eliminar muchas unidades blindadas. La sorpresa tenía sus límites, sin embargo. Luego de que el río estuvo endurecido, los cazadores que venían detrás cruzaron sobre la superficie congelada. Era todavía más rápido y fácil que antes. «Qué estúpido fui —se dijo el general Recóndito Patibulario Iseka—, yo mismo debí dar la orden de bombardear el río con bombas congeladoras».
Diremos de paso y aunque no interese a los fines del combate, que el taponamiento del Ucero produjo impresionantes desbordes aguas arriba.
Luego de la rápida penetración siete kilómetros aguas abajo del Burgo de Osma, de acuerdo al nuevo plan, la posición fue envuelta y hecha caer de revés. Los blindados atravesaron el Ucero en un santiamén antes de que los sorias —por completo pasmados— tuviesen tiempo siquiera de respirar.
En todo momento se consiguió mantener al enemigo desmoralizado y disperso. Fue tan fulminante la maniobra luego de la irrupción, que algunas unidades sorias continuaron defendiendo puntos que ya era inútil sostener puesto que la situación militar había variado. Al igual que máquinas seguían cumpliendo consignas anteriores por no haber cambiado su programación.
Ni siquiera el escalonamiento en profundidad de las fuerzas sorias pudo salvarlas del desastre. Si al menos hubiesen sabido usar mejor sus robots —que eran bastante buenos ya por esa época—, la progresión tecnócrata se habría hecho más difícil. Las unidades robóticas se mantuvieron dispersas, casi como en un dispositivo en cordón. No fueron capaces de concentrarlas en los puntos necesarios.
La victoria tecnócrata se debió antes que nada a su casi absoluta superioridad aérea, a la abundancia y calidad de los materiales, a la ineficacia de los sorias para establecer una economía de fuerzas —era como si Pedro Manrique Monteagudo Soria no hubiese sabido utilizar eficazmente sus excelentes unidades robóticas—, y a la rapidez del ataque, el cual impidió a los sorias todo intento de reorganizarse y contraatacar. De lograrlo hubieran sido igualmente derrotados, pero al menos en su repliegue habrían salvado una parte mayor de sus efectivos.
A partir de esta victoria, la progresión de la gran unidad de combate «B» fue aumentando. En apariencia nada podía impedir ya que continuasen arrollando toda resistencia, sin parar hasta la misma capital de Soria.
Lo impidieron dos circunstancias. La primera fue el encontronazo de las fuerzas tecnócratas con el cuadrilátero fortificado de Cabrejas del Pinar - Muriel de la Fuente - Río Seco - Calatañazor. A la segunda ya hicimos algunas referencias: fue la aparición en el escenario de guerra de un nuevo cohete, pequeño y muy eficiente, que los sorias recién se disponían a fabricar en cantidades masivas. El grueso de la existencia de tales cohetes, de momento artillaba tanto el cuadrilátero como la capital. Durante un gran ataque aéreo sobre la ciudad de Soria, los tecnócratas perdieron la mitad de los aparatos. El 85% de los impactos fueron conseguidos con este nuevo cohete, equipado con un dispositivo interruptor de campo que le permitía burlar las pantallas de energía de las astronaves de combate. No anulaba la pantalla en todas sus partes: sólo en un punto y durante un corto lapso; pero resultaba suficiente para que por él pasara la aguja del disparo de un láser colocado en la cabeza del cohete. Esa interferencia de campo, concentrada en un punto y que duraba tan corto tiempo, no estaba prevista por las defensas de las naves, cuyas pantallas fortificaban progresivamente amplias zonas.
En la bolsa de aniquilamiento del Burgo de Osma, los sorias tuvieron cincuenta mil muertos y fueron tomados doscientos setenta mil prisioneros. Sólo treinta mil efectivos consiguieron romper los cordones de la bolsa en dirección al cuadrilátero de Calatañazor.
El botín de los tecnócratas consistió en setenta blindados, cohetes, robots, cañones láser, de congelación, y miles de fusiles láser en condiciones de ser reutilizados.
El general Pedro Manrique Monteagudo Soria, sabiendo lo que le esperaba en caso de presentarse derrotado ante el Soriator, decidió salvar al menos su honor militar y se pegó un shock en la boca con su pistola eléctrica.
Por un convenio tácito, los beligerantes de la contienda tecnocratasoria no utilizaron armas temponucleares; sabían perfectamente que si alguien lanzaba la Súper no habría forma de impedir que la raza humana desapareciese. La primera bomba haría psicológicamente irreversible el fenómeno.
Y así, cuando todos los combatientes hubiesen desaparecido, cuando los campos quedasen transformados en selvas, y las ciudades adquiriesen aspecto de cajas chinas desarmadas, ininteligibles e inútiles, como si cada casa hubiera sido sacada de otra; cuando sobre todo ello, repito, no quedase otro recuerdo que los esqueletos de los soldados muertos, el visitante interplanetario vería extrañado cómo las máquinas mágicas y robots de ambos bandos, aún fieles pese a la destrucción de sus dueños, seguirían combatiendo entre sí. Máquinas enormes, poderosas y complicadísimas, creadas para la defensa de una ciudad, continuarían haciéndolo aunque ya sólo quedasen ruinas; y las máquinas del otro bando, para cumplir la orden de atacar, que nunca fue anulada, seguirían haciéndolo pese al desmantelamiento de la posición adversaria. La programación del atacante no varió, en efecto, y el otro lado permanece imperturbable en su resistencia. Los descabezados defienden como siempre las entradas blindadas de las máquinas gigantes y los gólems, con obcecación, intentan una y otra vez penetrar por dichas entradas para destruir los mecanismos internos y así poder atacar luego con tranquilidad lugares que ya no existen.
Todo ello ad infinitum y ad absurdum, o hasta que las máquinas de uno de los bandos resulten totalmente aniquiladas. Pese a ello, en tal caso, las máquinas victoriosas permanecerán día y noche en su vigilia de armas, por si otro enemigo tratase de penetrar sus defensas.
Y todo seguiría en la misma forma hasta que, una vez envejecidas y desgastadas por la falta de sacralízación, descargadas sus pilas, ya cortados sus vínculos con el cosmos, muriesen. Pero no sucedería todo con tanta rapidez: primero las «harañas» mágicas se reproducirían hasta llenar de «harañas» las casas rotas de los esoteristas muertos, y los dispositivos de defensas de las ex casas continuarían luchando para destruir a las invasoras y evitar su propagación, etc., etc.
Así, pues, no tenían intención de largar la Súper. Al menos al principio. Pero bien sabía el Monitor que si el dictador de Soria se veía perdido no vacilaría en usarla, crispado de odio, como una afirmación de su negación de la vida y de su rechazo del cosmos: «Que todo desaparezca conmigo». Era por todas estas causas que, si bien los beligerantes usaban armamento casi convencional en la contienda, mantenían prudentemente el dedo puesto en el gatillo de la destrucción del tiempo. Un desarme unilateral habría sido una manija y un suicidio.