CAPÍTULO 105

El Califato de Córdoba declara la guerra

Protelia, luego de la caída de Chanchín del Norte, quedó completamente rodeada. Hacía largos años que el Califato de Córdoba venía soportando el jaque de las guerrillas, apoyadas y pertrechadas por los protelios. El desgaste militar había producido una inflación galopante en el Califato, ya de por sí un país pobre y primitivo. De ninguna manera puede alguien figurarse el odio de los cordobeses omeyas contra Protelia, ese país maldito que desde años atrás los torturaba con sus continuos manijazos. Así, no bien cesó toda resistencia en Chanchín del Norte, las tropas califales entraron en Protelia ebrias de venganza. Los muecines, desde los minaretes de las mezquitas, llamaban triunfalmente a la Guerra Santa a los fieles reunidos abajo junto a sus camellos, sobre los mosaicos ajedrezados. «¡Alah es Enorme!», deliraba de gozo la multitud. En esos momentos, hasta el que tenía una mujer más fea que un mehari, era feliz. Nunca como en esa oportunidad habían querido tanto a su país lleno de arena. Y el run run de sus camellos masticando, el fresco de las mañanas en el desierto y hasta sus mujeres gruñonas adquirieron un nuevo significado lleno de expectación.

Pero el fanatismo no basta. Para las victorias militares es preciso contar además con un ejército. No era posible ganar cuando los ignorantes campesinos llamados a filas se bebían el agua de los refrigerantes de las ametralladoras (ya de por sí primitivas), o bien, intrigadísimos ante esas extrañas frutas de hierro que los oficiales llamaban granadas, se ponían a desarmarlas para ver qué había dentro.

Hubiesen sido indudablemente derrotados de no ser porque los tecnócratas sostuvieron el peso de todas las batallas.

Protelia fue conquistada en veinte días. Las atrocidades cometidas por los soldados califales sobre la población protelia fueron infinitamente más salvajes que las de los tecnócratas en Chanchín del Norte. La dureza punitiva de la Tecnocracia parecía cosa de nada al lado de algunos de los chichis que se mandaron sus aliados en Protelia. Si capturaban a una mujer, por ejemplo, luego de las violaciones de rigor y hasta casi podría decirse de oficio —en las cuales participaba todo el regimiento—, la ponían piernas arriba y le echaban plomo fundido donde ya sabemos, previo insertar dos embudos. Si era un hombre el que tenía la desgracia, lo obligaban a comer cantidades increíbles de barro y, cuando el otro estaba bien panzón, le abrían el vientre con garfios para ver de qué color era dicho barro al salir del estómago. Trabajo les costó a los tecnócratas poner el orden en Protelia luego de las saturnales al dente que celebraron con gran jolgorio los cordobeses omeyas. Monitor llegó a la conclusión de que a tales aliados era mejor perderlos que encontrarlos. Afortunadamente, luego de que los califales ganaron su guerra, perdieron todo interés en nuevas campañas bélicas y se volvieron a sus desiertos desistiendo de atacar a Soria, pese a que les habían declarado la guerra. El Monitor suspiró aliviado y, ya seguro en sus espaldas, se dispuso a continuar la guerra solo, sin peligrosos aliados que causaran molestias.