Orgiastas en el Palacio Monitorial
Los dos tecnócratas, nuevamente en el tubo de transporte, arribaron en pocos minutos al Palacio Monitorial de Monitoria, Tecnocracia Central.
Se encontraban en una enorme sala, sobre cuyas paredes había varios grabados chinos. Al Kratos de las Lenguas no le gustaba este tipo de arte y al efecto realizó un comentario.
Monitor replicó:
—Sí. Pero con respecto a los grabados chinos, como con referencia al problema de si era o no útil la construcción de la Gran Muralla, debo decirle que hay varias versiones.
—Entonces le agradan.
—Algunos. No siempre. Pero nada más lejos de mi intención que hablar de arte o política. Lo que yo deseo en este momento es que me traigan una odalisca. Ya que debo servir al Estado mil horas diarias, por lo menos quiero tener ciertas compensaciones. Si no, no quiero ser más Monitor. Me niego. ¿A ver? ¿Dónde esta mi nuevo Chambelán de Audiencias, que no sé cómo se llama? Al anterior lo hice ejecutar, de modo que aún no me he acostumbrado a su nombre.
Y el Jefe de la Tecnocracia hizo sonar un gong que por allí encontrábase. El Chambelán apareció de inmediato, haciendo zalemas:
—¿Llamabais, Excelentísimo Señor?
Monitor, ya francamente entrado en jolgorio:
—Tráeme la más experimentada cortesana. Bien sabes, cerdo, desaplicado bigardo, inactivo zángano chupóptero, que de dos a seis necesito una mujer de vida airada, que ofrezca, ante mis severos ojos de inspector, sus troneras mamíferas y otras defensas arquitectónicas de castillo. —Luego vociferó, aquel enajenado—: ¡Tráeme! ¡Tráeme una de esas escuderas!
Chambelán de Audiencias, sin sentirse para nada ofendido por la insignificancia de que lo llamaran cerdo, se inclinó una vez más:
—Si estuviéramos en el imperio bizantino os diría: prestamente, megaduque —con otra reverencia—: Prestamente, mi Monitor. —De pronto, una duda—: ¿Escuderas de qué escudo, Dignísimo?
—Lo iremos descubriendo sobre la marcha, y no te olvides del Kratos. Tráemelas de guisa tal que, acostadas de espaldas, denuncien a grito pelado su origen primaveral. Si por el contrario, boca abajo, que el monte Fujiyama empalidezca de vergüenza.
Al rato apareció la cortesana, impresionantemente artillada (aquéllas eran dos bases para el despegue de helicópteros) y con un corpiño negro, de encajes, que circuitaba sus rocas mágicas. Su calzón, hecho del mismo material y rebosante de viandas culáceas, tenía sin embargo filigranas de oro y poemas de Hafiz escritos con pequeñísimas perlas. Otra orgiasta la acompañaba y aquélla, junto a su Kratos, se eclipsó discretamente detrás de una puerta.
Quedaron solos.
El Monitor, que en ese momento efectuaba el loto del tigre, levantó su cabeza.
La cortesana:
—¿Me llamabas, toro Apis? Mi acorazado Potemkin, mi balada del soldado, mi Bismarck. Yo cobijaré a tu judío errante. Eres el terrateniente de mi trasero lleno de sonrisas. Yo desataré tu nudo gordiano. Aquiles por fin alcanzará a la veloz tortuga —y con un poderoso golpe de su cadera derecha, impulsó hacia él las pesadas masas de imaginarias aguas.
Acusando recibo en su osciloscopio de la violenta onda expansiva, él dijo:
—De saber habrás que harto estoy de las últimas ineptas que me han enviado: buenas para nada que de entrada me desmoralizan con sus manejos traspapelados e insulsos, falsas pericias y maestrías chasco; todo ello por no mencionar insípidas industrias. Ni ganas que me dan de militarizar esas Renanias de cartón; sí cometiese la locura de invadir tales Sajonias, presto cundiría el desánimo y la desilusión entre mis tropas por más entusiastas que hubieran partido. Soy el cansado general de un espejismo de las guerras de Silecia, estafado mil veces por un enemigo inexperto y sin gentileza. Derrotarlos no constituye ninguna hazaña. Al final me ganarán por aburrimiento. No son más que guerrilleras y francotiradoras sexuales. Unicamente conocen forcejeos y desgastes. Sólo ofrecen escaramuzas tristísimas, indignas de un rival como yo. Inútil es ante ellas izar oriflamas y bélicos pendones. Hasta un campeón se transformaría en inofensivo enanito, entrado en decadencia todo instinto marcial. Son el derrumbamiento de la casa Usher y otras bélicas mansiones. Por eso, como temí caer en la atonía y en el debilitamiento, es que te hice llamar, hechicera zahori, a fin de cantar tu panegírico. Fasta ocurrencia, a fe mía, por lo que observo. Mi sortílega, alma mía: con nosotros se iniciará toda una epopeya, ufanas eddas y sagas. Me han dicho que sabes de encantos y taumaturgias y que, sentada en tu trípode, eres una verdadera pitonisa.
Ella, muy ufana:
—Practica si quieres la abominación de la gula, voraz epicúreo, pero con austeridad y moderación. Quiero ser el polígono de tiro de tus armas secretas. Asómbrame con tu polifagia, oh ganoso de aperturas.
—Te diré: podría quizá hablarte de tantas cosas, pero no tengo ni la paciencia ni la gana. Es mi propósito en esta bella tarde, que nos ahorremos ambos ociosas discusiones. De manera que hacia ti propagaré mi ansia en forma breve, austera: pour la galerie.
Ella, maravillada, aterrorizóse:
—¡Pero Excelencia…!
—Nada de peros.
—Mi cancillería aún no ha sido preparada. Esto requiere alguna negociación, un mínimo de cortesía diplomática.
—Mi embajador ya está en camino.
—Considero esto como algo atrozmente irregular. Las plazas fuertes no se entregan así como así. ¿Acaso pretendeis la rendición incondicional sin que yo intente al menos, en cierto punto del mapa, una defensa a ultranza? Cesiones territoriales importantísimas como las que exigís, sólo podrían satisfacerse mediante la excusa de un matrimonio de Estado. Mi pueblo jamás aceptará sin lucha algo tan improcedente.
Monitor la escuchó atento y comprensivo, sin que por ello cesara ni por un minuto la construcción de su torre de Babel. Es más: a partir de las palabras de su dulce enemiga, el armamentismo edilicio continuó aún más deprisa.
Aquella medrosa intentó despavorida posponer, demorar en un algo al arriscado intrépido quien, lejos de darse por aludido, la interceptó en su madrugada a través de un inculto atajo que apuntaba al oriente legendario de su joya, seda y porcelana. Era casi un parricidio.
Tirando fósforos encendidos a diestra y siniestra, aquel desaprensivo produjo un incendio de trastienda. Altas llamas elevaron las grandes cenizas de los picassos, salvadores dalíes y girasoles expresionistas.
Inútiles fueron los teléfonos rojos. La Presidenta había tocado el resorte secreto, iniciando la guerra atómica. De nada valía entonces, entrar ahora en explicaciones o quejas eruditas tales como: «Yo no quise hacerlo» o «me equivoqué de botón». La orden del día era resistir cual austero soldado.
—No dilapides tu tiempo en escarabajeos ni arrepentimientos —acotó él.
Entre Mozart y su antítesis habíase hallado la síntesis bienhechora. Según las mejores reglas del arte, esos dos tecnólogos afinaron sus musicales instrumentos hasta los cénit y nadir de sus límites, y lo profundo encajó exactamente con su montaña, sin desarrendadas granjerias ni que sobrase o faltara raíz o terrón. Pues si bella es la máquina de Aladino y el punto de apoyo, todavía más soberbio es el genio de Siracusa o la palanca de Arquímedes. El nadador onduló el trampolín de madera y dejó una traza luminosa en el agua.
Ya en medio del incendio, no era cuestión de transformarse en bombero de puro insociable o por un exceso de prudencia. Así pues, en el centro del camino, Monitor y Cortesana iniciaron una atrevida puja pletórica de agrandados desafíos. Según ella, tal como estaban, forzoso era no detenerse en calderilla y minucias, y sí multiplicar las iniciadas hipérboles.
Grave error (de impaciencia) fue el suyo, que a punto estuvo de costarle caro.
Ella muy enojada, lo acusó, a partir de un momento, de miserable mezquindad. En verdad no le faltaba razón: lo que había comenzado como la liberal gracia dispensada por un Rothschild, había terminado por ser la vulgar ruindad de un prestamista mano corta. Allí faltaba autoridad. La Tecnocracia estaba casi acéfala. Vergonzoso espectáculo el de un ser antaño poderoso, ogaño desprovisto de magisterio. Un triste siervo o feudatario no lo habría hecho peor. De la noche a la mañana se había derrumbado el gobierno teológico de los Faraones: «Bah: era todo una andaluzada —dijo ella con desilusión. Luego se quejó llorosa—: ¿No habrá siquiera uno en este mundo que me aplique la jerarquía? ¿Cuándo viene el capitoste o jerifalte?».
Él, por su parte, no sólo no arreció mediante pedales los tonos de su armonio, sino que incluso intensificó el dramatismo desandando parte de lo andado. ¿Estaría el Monitor, acaso, sufriendo una brujería por parte de los chichis? ¿Habría fallado la cobertura protectora emitida por Decamerón de Gaula y otros legionarios de la magia?
Pero no: el repliegue fue tan sólo a los fines de un reagrupamiento. El Cuartel General emitió una directriz absoluta que impuso en el acto el verticalismo entre aquellas semiinsubordinadas tropas. Imposible soñar con desobedecer. Los oficiales fusilaban a los desertores en el mismo campo de batalla, sin miramientos ni clemencia. Sólo así impusieron el orden.
Luego, pues, las fuerzas blindadas arrojáronse sobre el desconcertado enemigo, acorralándolo en la península Cirenaica, terminando por echarlo al mar.
Aquella incontenible progresión tuvo en el adversario un efecto catastrófico: tomados en falta, se rendían por miles y miles. Gozosamente, esto es lo curioso. Hasta cooperaban en la reconstrucción. Parecían italianos.
Con seguridad, lo que terminó por subordinarlos del todo fue la inesperada munificencia —casi diríamos despilfarro— en tropas y fuerzas corazadas utilizadas en el copamiento de la mencionada Cirenaica, que contrastaba frente a la sórdida tacañería de un principio. Con bastante menos ya se habrían rendido.
Importante factor del desconcierto fue la táctica empleada, más propia de militares rusos, quienes nunca se caracterizaron por ser ahorristas.
Luego de capitular incondicionalmente ante la voluntad omnímoda del autócrata —el cual señoreó a gusto sobre las anexadas regiones—, los combates cesaron en todos los frentes.