CAPÍTULO 96

Los asesinos

Al rey Luis XVI, que era muy aficionado a los relojes, la Revolución le regaló uno de movimiento continuo. En efecto: funcionaba mediante un mecanismo ingeniosísimo, en extremo elemental, y bastaba darle cuerda una vez.

El artefacto, entonces, consistía en una máquina simple basada en pocas leyes: la de la gravedad, por ejemplo, y en el principio de que toda acción tiene su correspondiente reacción por parte del verdugo, el cual, en épocas felizmente superadas se veía obligado a empuñar un hacha.

La mencionada máquina simple contaba con un dispositivo interno mediante el cual, tirando de la soga, se daba cuerda al reloj. Luego, soltándola, esa energía acumulada se transformaba en trabajo, suficiente como para que el reloj marchase día y noche sin cesar un solo instante, por los siglos de los siglos (dentro de la eternidad otorgada al soberano). Luis XVI, en sus épocas de gloria, de ninguna forma habría podido sospechar que, alguna vez, debería agregar a su colección de relojes, uno de este tipo. Hay que ver la clase de mentiras que la Muerte (cuando todavía está lejos) hace decir a los hombres o, mejor dicho, que ella misma les sugiere para que incurran en falsas protecciones. En una manifestación, en un tiroteo, lo que se piensa ante lo irreversible (cuando todavía tenés tiempo de pensarlo) es «Jamás imaginé que iba a morir, de manera tan boluda y en el momento mismo de pensar tales idioteces». Nada de trascendencia, o muy poca. Lo conmovedor de la guillotina (o de cualquier otra forma de muerte natural) es la atroz añoranza, de cotidianeidades que despierta. Es todo real, nada se desprecia, todo gusta (salvo morirse, por supuesto).

En esta tierra, el ser humano de aspecto más inofensivo puede transformarse de buenas a primeras en el reloj que le otorgue eternidad a otro hombre. La fulguración de la hoja, para demostrar que lo único indestructible es la tragedia (y no el movimiento, como decía Descartes). A menos que alguien, en un acto de coraje, cambie el destino. Por lo menos el propio.

Pero volviendo a lo anterior: hay personas de apariencia insignificante, que ocultan en sí a verdaderas máquinas de aniquilación. Y si no examínese el caso del señor Juan Valdez, quien afectaba ser el fenotipo de esos seres absolutamente desheredados, locos e inofensivos. Era desheredado y también loco, pero de ninguna manera inofensivo. Juan Valdez, para realizar mejor sus trabajos letales, se hacía pasar por estúpido y demente. En verdad sí que desvariaba y, como todos los orates, además poseía una profunda estupidez básica en su fondo; pero la gente engañábase al pensar que su desvarío e idiotez estaban aplicadas en otro lado.

En cierta ocasión, nada más que de puro jaranoso —y para no desmentir su fama—, le dijo a un conocido:

—Quiero modificar mi nombre.

—¿Por?

—Porque, ¡tc! Me llamo Juan Valdez; entonces todos me joden preguntándome dónde tengo el burrito del café.

—Bueno, vos siempre fuiste bastante imbécil.

Valdez no demostró haber sido afectado por el insulto. Antes al contrario largó una onda de tarado mayor de lo que acostumbraba:

—Sí, es cierto. Mi cara se presta a que me digan de todo. Entonces yo ahora me voy a poner una «i» entre nombre y apellido, para que pese a escribirse «Juan I» Valdez, con «i» latina, suene al desprevenido oyente como «Juan y Valdez», con «y» griega. Así va a parecer un título nobiliario, como von Ludendorff. Pero estoy desconsolado a causa de no encontrar un nombre para la «i». En efecto: ¿Irigorigoro? ¿Iñico? ¿Ilícrates?… También podría poner Ilurio, Ilario —sin hache— Ilargorio, Iluso…

—Pero escucháme.

—Cucho.

—¿Por qué no elegís otra inicial que haga más fácil buscar un nombre?

Obcecado, Juan Valdez insistió:

—Ah, lo siento. Juan, i, Valdez. ¿Si no engaño al oyente con esa falsa «y» griega, cómo hago para invocar mi ascenso desde los ivanes y nikitas hasta los zaristas nicolases? —Prosiguió buscando nombres—: Ilusión, Ilurnopogar, Ilerete, Iletete, Ilatoto, Irnig, Ibrerniorpasúc, Imersnác, Inoiern, Igornio, Ifffbrésmio, Italio, ítalo (aunque este último no, porque ya lo tenemos a Calvino), Ilesbríc, Inpetraco, Irrinirr-tc!,… Etc.

Cuando Juan Valdez comenzaba con sus extravagancias, por lo general era abandonado sin más por el oyente. Tenía un humor insípido, hermético, esquizofrénico, en bajo continuo. En ocasiones solía cimentar su fama de loco mediante rarezas como las siguientes, en momentos que venía de realizar sus necesidades fisiológicas:

—Ni os imaginais qué actividad tan febril para desovar como las langostas —e inmediatamente, sin que viniera a cuento de nada—: A propósito, ¿cómo puede ser que Mozart se haya muerto, si sabía hablar alemán?

El escucha de turno:

—¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra?

—¿Cómo qué tiene que ver? Si sabía alemán, el plano del idioma, pegado a su cuerpo, debió haberlo sostenido impidiéndole caerse. Sólo comenzaría a desprenderse aquí y allá, muy lentamente con los siglos; a medida que el idioma fuese cambiando y haciéndose distinto al que Mozart conoció.

Siguiéndole la corriente:

—Podría ir aprendiendo el nuevo.

Juan Valdez se apresuró a sacarlo de tan basto error:

—Nooo… y, ¡eso sería la vida eterna! No existe, momentáneamente. Pero en cambio, Mozart, sabiendo alemán, tendría una matriz con la cual sostenerse en la realidad y así no perder por muerte su cuerpo, pues éste quedaría erguido y majestuoso gracias al lenguaje[121].

—Bueno, bueno. Ahora andáte a dormir y que te repongas.

Todos lo tomaban para el churrete. Nadie sabía que era un asesino. Con otro compinche se dedicaban a matar a cuatro o cinco tipos al año, luego de elegirlos cuidadosamente. No liquidaban al azar, sino a gente que odiaban por una razón u otra.

Esa noche, Juan Valdez se encaminó a un lugar donde había quedado en encontrarse con su compañero para planear un nuevo crimen. Marchaba sintiendo profundamente la existencia del suelo, con total clarividencia en esa noche helada. Como un ciego cuya vista fuesen sus pies: primero miraba con un ojo, luego con otro, después con el primero y así sucesivamente. Hacía un frío horrible. En rápidas zancadas llegó al lugar donde debía esperar al otro. Pese a que en ese momento no llovía se puso debajo de un alerito. «¿Por qué será que cuando hace mucho frío tratamos de ponernos debajo de un techo aunque no tenga paredes? —pensó—. ¿Será que dentro de uno algo intuye que la baja temperatura es como una lluvia: implacable, vertical, desde arriba?».

Para reconfortarse, una vez más odió a su padre —muerto años atrás— con una Elegía a la muerte del padre de su propia cosecha:

«Se murió finalmente

la bestia asquerosa

el hijo de puta

tirilín tirilón».

Él se había dicho: «Después de que mi viejo se muera, la humanidad va a ser más joven». Pero, cuando esto finalmente ocurrió, no supo perdonar ni enterrar el cadáver y dejar de sabotearse a sí mismo. Continuó con la historia de su odio inacabable, haciendo vivir al muerto sin darse cuenta, permitiendo que su padre continuara formándolo y controlando su vida desde el sepulcro. No comprendió que a los padres hay que perdonarlos porque sí. Sin razones, excusas ni motivos. No hay nada que analizar, nada que descubrir, ni entendimiento que lograr. El nudo Gordiano tiene las inencontrables puntas hacia dentro; por eso, la única forma de cortarlo es mediante la espada del perdón. Perdono ahora, a partir de este momento, más allá del bien, del mal y del derecho, y porque sí. Un perdón nietzscheano.

A lo lejos se escucharon los pasos de su amigo, otro manijeado. Valdez Iseka sintió que el ruido del compañero le daba un poco de calor a distancia. Temblaba de frío, absolutamente harto de esperar.

El recién llegado, lanzando humaredas con su aliento agitado, preguntó:

—¿Tuviste que esperarme mucho?

—No —mintió Juan Valdez.

—Perdóname. Vamos a un café.

Y empezaron a caminar. Juan se sentía un estúpido. Gruñó:

—Sólo a unos delirantes como nosotros se nos ocurre citarnos en una esquina. Me pregunto por qué carajo no nos encontramos directamente en un café.

—Buenoo… Muchas veces la policía hace razzias en los locales. Si uno tiene documentos puede que no pase nada, pero por ahí te enganchan.

—¿Ah sí? ¿Y en una esquina no? Ahí sí que uno llama la atención. Qué manija, viejo.

El otro no supo qué contestar.

Después de un rato arribaron a donde se habían propuesto. Ya sentados confortablemente y luego de ingerir casi en silencio varios Déspota fanático quíntuples, el amigo dijo con tono algo melancólico:

—Una estructura diseñada por los demonios felices para joderte. Hay veces en que tengo ganas de pegarme un tiro en el tercer ojo y casarme con Estela. Es buena chica, ¿sabés? Lástima que algo boluda.

Juan Valdez, torvamente:

—Démosle a beber espumeante tósigo.

—¿Otro Déspota quíntuple, quizá? ¿Un Perverso polimorfa, tal vez? Valdez rechazó con un gesto:

—Ya estoy hasta la línea de flotación, governor.

Su amigo, escanciando otra poca, agregó:

—Ah, pero qué lástima. —Desbarrancándose—: Soy un lírico en el fondo, un Gustavo Adolfo Bécquer pornográfico. Por lo demás me deleita cargar con enormes pesos: soy como el camello del Zarathustra de Nietzsche, «que se inclina ansioso de llevar pesada carga». Por eso, justamente, por razones de cansancio, es que me dan ganas de casarme con Estela. —Lírico—: Estela: amo tu culo lleno de moños. Cuando te lo miro, apreciando su forma de acutángulo, siento que soy Federico el Grande de Prusia y me entran deseos de invadir la Sajonia. Eres hermosa como una camella joven. Vales muchas vacas. Muchas cabras. Resultas tan necesaria como el mehari en el desierto. Tu culo ondulante como las arenas del Sahara. Los dátiles de tus senos calman el hambre, la sombra de tu palmera refresca la sed. Eres como muchos rebaños propios pastando. Cuando aparecés con tus manijas, sos como los animales ajenos que dan vueltas en círculos para comer viciosamente mi campo. Tu cuerpo arrimado al mío es la mitad de la tienda que nos protege del frío de la noche. Sultana de mis ejércitos. Camella joven, extraordinaria, pelotudísima qué me importa, que me pares siete crías de tanques al año. Cuando te desabrochas, siento que el muecín llama desde el alminar a la oración de la carne. Mujer tuareg, de origen beréber. Y dijo la sultana Dassine: «Los árabes usan letras que se acuestan, se arrodillan y se yerguen rectas, semejantes a lanzas; es una escritura que se enrosca y se despliega como un espejismo, sabia como el tiempo y arrogante como la batalla».

Quien había lanzado este monólogo interminable —un alemán— había sido un buen tipo. En realidad lo seguía siendo, pero, a causa de algo que le ocurrió a su hija, se volvió loco de dolor. Perdió toda fe en la humanidad y, defendiéndose de la caída en el nihilismo total, transformóse en una máquina de venganza, destruyéndose a sí mismo. Así de altos los precios. La supuesta solución —falsedad diabólica— se alza entonces con su terrible magisterio: didáctica, vacía, con birrete de mandarín.

Algunos años atrás le había contado a Juan Valdez su gran secreto. De no estar más borracho que el viento de Escocia, con seguridad no hubiese hablado: «Me dijo: “Quiero a su hija, mein herr”. Me la pidió como un alemán, ¿no? Cómo no se la iba a dar. Se la hubiera llevado de cualquier modo, desde luego, pero… Y no porque el tipo se dirigiese a mí en alemán, es que yo te digo que me la pidió como un alemán. Era otra cosa. Pero yo no sabía por esa época que el tipo no sentía nada de lo que decía. Vaya uno a saber dónde lo leyó. Era un imitador. Qué mierda iba a ser un alemán ese hijo de puta. La verdugueó de todas las maneras posibles, pobre hijita, hasta destruirla, Quedó totalmente hecha mierda. De manera que, compañero, te propongo ya que vos estás tan cocinado como yo, que nos dediquemos a reventar a todos los malvados que podamos».

El alemán solía decir de sí mismo: «Yo soy como el rey Ibn Sahúd, de Arabia Saudita. Sólo que de mis pozos petrolíferos, en vez de petróleo extraigo sangre». Y proseguía, trazando en el aire parábolas amenazantes con la punta de una lezna: «Para lo cual, tan sólo debo efectuar una única perforación grande o varias chiquititas. A opción. Total, debajo siempre encontramos un lago».

Cuando no asesinaban, dedicábanse a la extorsión. En estos casos, si sus conocidos hubiesen podido verlos se habrían quedado helados. Descubrirían, por ejemplo, a un Juan Valdez absolutamente diferente del que conocían: «Págueme entonces quinientas libras moneda británica del Reino, governor, si no quiere que publiquemos las fotografías». «Está bien», decía el otro, y pagaba sin protestar.

En el bar, muchas horas después, aún atrincherados. Felizmente para los dos amigos era de los que permanecían abiertos toda la noche. Resultaba imposible llevar la cuenta del número de Déspotas fanáticos que se zamparon aquellos Tragaldabas. El mozo, no obstante, lo intentaba. A fin de no olvidar cuántos iban, dibujaba sobre la mesa de los asesinos una pequeña copita por cada megatón en bolsa; de la misma forma que los ases de la aviación llevan en épocas de guerra, pintados sobre el fuselaje, tantos avioncitos como aparatos enemigos han derribado.

Luego de un largo silencio, Juan Valdez Iseka argumentó desenganchadamente:

—Tenemos, sin embargo, una forma de pasar a la historia como los únicos artistas que han introducido en los últimos treinta años, alguna novedad en el crimen.

El alemán, muy abstraído:

—¿Y sería?

—¿Viste esos pájaros maravillosos que valen como ochocientos monitores y que hablan hasta dos mil palabras si uno les enseña?

—Mirlos maina. Sí. ¿Y?

—Y bueno. Pensá en esto: nuestro idioma tiene un número determinado de sílabas. Ejemplo: la palabra «pluscuamperfecto» consta de cinco: plus, cuam, per, fec y to. «Pérfido» tiene tres: per, fi y do. De común con la anterior, la sílaba «per». Podemos ir confeccionando un archivo de sílabas. Si continuamos desmenuzando expresiones idiomáticas, cada vez encontraremos menos sílabas diferentes por ya tenerlas en nuestro archivo. Cuando las tengamos todas, se las damos a nuestro mirlo para que las aprenda. El asunto es tenerlas grabadas en una cinta magnética con su voz. Ahora bien, vos sabés que la declaración de cualquier persona, registrada en cinta, puede desmenuzarse sílaba por sílaba y hacer que, por ejemplo, José Stalin —quien originalmente estaba declarando en el Presidium la cantidad total de barras de acero producidas el año pasado—, diga algo como: «Siempre he pensado que el comunismo es una mierda» y que, acto seguido, el Presidium puesto de pie, lo aplauda. Sabrás también que cada voz es como una impresión digital: tiene un registro irrepetible que sólo ella posee y ninguna otra. Así, con el análisis electrónico, se puede verificar si un parlamento cualquiera fue pronunciado realmente por una persona o si se trata de un imitador. No importa cuánto se imposte la voz o cuán perfecta sea la imitación; es imposible engañar a las máquinas. Eso sí: la técnica no puede ir más allá de determinar si es la voz de fulano; no está en cambio lo bastante perfeccionada como para averiguar si realmente pronunció el parlamento tal como sale, o si se trata de sílabas juntadas en forma conveniente luego de haberlas recortado.

Por todo esto, se me ocurrió algo para volver loca a la policía. Matar al chichi Fulano, y dejar al lado del cadáver una cinta magnética con esta declaración: «Fulano Iseka era un soria. El operativo venganza ha comenzado. Igual que a él les ocurrirá a todos los gaznápiros. La Supermano Negra». La policía notará algo extraño en la voz —parecida a la de un ventrílocuo— y la hará analizar electrónicamente. Ante su sorpresa descubrirán que quien habla no es un ser humano. Pasarán meses antes de que logren averiguar que se trata de nuestro pájaro.

—¿Y cuál sería el beneficio? Suponiendo que la policía ande desorientada durante dos meses o tres, cuando descubran la artimaña —porque la van a decubrir—, tendrán una pista muy buena contra nosotros. No tendrán más que recorrer todas las pajarerías. No creo que haya muchas personas en Monitoria que tengan un pájaro que vale ochocientos monitores.

—Te equivocás. Sí las hay. Pero acertás en eso de que finalmente nos engancharían. ¿Y qué importa? Hay razones de delirio para hacerlo.

El alemán, asesino positivista, que idealizaba pero con un cable a tierra, se encogió de hombros:

—Pues no veo la gracia de ir preso por un delirio. Alucinare solo.

Juan Valdez Iseka lo miró como diciendo: «¡Qué falta de instinto para la poesía!». A fin de vengarse, decidió atacarlo con sustancias viscosas:

—No hay nada más hermoso, fino y bello, creo, que cargosear al oyente con una frase larga e inútil.

El alemán Iseka, con los ojos muy raros y vidriosos:

—Bueno, dale. Cargoseáme.

Juan Valdez, dispersando fuliginosas manchas:

—¿Qué prefiere? ¿La sartén o las brasas? Respuesta: las brasas. Porque después de la sartén vienen las brasas, pero, si ya estamos en las brasas, adquirimos automáticamente nuestra posibilidad de salvación. Terrible duda: supongamos que, en las brasas, uno equivoque el rumbo y, tomando para el lado disparatado, caiga en la sartén.

Pero, Alemán Iseka ya no lo oía. Estaba muchísimo más borracho de lo que Valdez suponía. En tono alcohólico:

—Con una fulguración, el dragón del templo se envolvió a sí mismo y quedó transformado en un alfójar de filigrana.

Juan Valdez Iseka, fastidiadfsimo de que lo interrumpieran:

—¿Pero de qué estás hablando?

El otro, con los ojos súbitamente empañados, labios estirados en trompa y cara casi descompuesta —era de los que resisten el alcohol hasta el último minuto y de golpe se derrumban—, comentó didáctico:

—Te lo digo como borracho viejo. Una sola copa, y únicamente ella, es la que produce el desequilibrio. Si no tomás esa copa —que vos con gran psicología y percepción tenés que adivinar—, no te agarrás la cogorza, tajada, merluza o tranca.

Valdez, quien por fin se había dado cuenta del estado del otro, supo que —esa noche, por lo menos— no podrían planear ningún operativo. Se limitó a comentar resignado:

—Oh.

El Alemán:

—Los hermosos bosques de la Selva Negra. Los edificios de mármol de Carrara y el deslumbrante pórfido de mis Alhambras secretas. Acres, pértigas y varas donde los hijos de Peribolón y Pelicán sedujeron a mis hijas. Y no por haberlas seducido es que protesto. Caléndulas, prímulas, begonias, peonías y narcisos. Campanillas, rosas gigantes grandes como jaulas, helechos arborescentes y lepidodendros. Los dinosaurios del Jurásico trotan por entre florestas carbonizadas. Mi hija de trenzas rubias atrapada en ámbar, para extrañeza de los geólogos que no podrán entender que en esa remota era hubiese un animal tan extraño y hermoso. Los pájaros mecánicos del Emperador están rotos en el jardín. El Emperador Amarillo, mirando con tristeza a la grulla de alas blancas posada sobre la terraza llena de sol —ella sola un jardín colgante babilónico—, no comprende por qué la vida se le ha vuelto una Muralla China y por qué tiene que vivir para matar. Los ligustros de hierro del laberinto chino de donde no puede salir. Pero he aquí al hombre que había venido a redimir a la humanidad de los falsos redentores. Y una mujer se acercó al Muy Perfecto y vertió sobre él un jade milenario. Y he aquí que el Muy Perfecto dijo: «Me llena de honores. Es muy natural. Ahora que ya no hay nada, viene de todo». Hay que haber nacido soldado para saber resistir. El señor feudal, que gran enojo hubo, le dijo a la Muerte que procuraba llevarlo antes de que hubiese podido vivir: «Señora: no hagais que mi ira monte en brioso corcel». Y el Muy Perfecto, precisamente porque no era perfecto y sí muy humano y estaba absolutamente asqueado de quienes hablaban en contra de la carne, del planeta, del agua, de tu ventana y de la puerta de tu casa, amada, a la que ya no puedo llamar, el Muy Perfecto, digo, cansado del Antiser devorador de Dioses y estrellas, iba caminando por un sendero completamente cubierto de ostras trigonias muertas, sin una lámpara pese al sol, sin hallar fruta fresca a ninguno de los tres costados del caminó. Y he aquí que la petrificación de los muertos había formado verdaderas montañas, como los arrecifes o bancos pétreos que pueden verse en el Océano índico. Enormes pizarras esquistosas que parecían haber caído del cielo como meteoritos, clavados aquí y allá cómo grandes lápidas grises, verdosas, azuladas, amarillo rojizas y negras. «Estructura porfírica. Se destacan los gruesos cristales en la masa microcristalina». «Estructura microcristalina de la masa envolvente de los gruesos cristales». «Estructura esferolítica. Nótanse los centros de cristalización en medio de una masa amorfa»[122]. Y era así porque en esa tierra humana que debió haber sido un vergel sólo existía la poesía infinita pero inhumana de las piedras. Así, cuando la humanidad desaparezca, la de los minerales será la última poesía entonada inútil y automáticamente por el planeta; como una máquina con infinitas cintas grabadas que ya nadie podrá oír. El cuarzo blanco, las ebonitas y las rocas rojizas por el cemento ferruginoso. La sal gema, que ahora es la única joya de mi hija muerta por ese malvado. La antracita, la hulla, el lignito y la turba. Y he aquí que el Muy Perfecto iba por entre recintos abovedados de carbón; aleopardadas por charcos de petróleo las bases de las grutas. Círculos negros, concéntricos, formaba el carbón, como los anillos de Saturno, como una enorme «masa anular fracturada en partes esféricas».[123]

»Y he aquí que el Muy Perfecto pisaba arenas, gravas, cantos rodados, materias aluvionales y rocas volcánicas desmenuzadas. A través de los períodos Cámbrico, Silúrico, Devónico, Carbónico y Pérmico. Y he aquí que llegó a una arena rojiza del Devónico cubierta de trilobites, moluscos braquípodos y conchas muertas, dejando ver por entre las roturas las espiras de sus aparatos braquiales. Y en el Carbonífero encontró fragmentos de sigilarías, lepidodendros de treinta metros de altura como gigantes sólitarios derrotados por nibelungos. Y más adelante, como diademas funerarias, ostras trigonias rodean el cuello de mi hija sepultada en las capas terciarias de Königsberg, entre depósitos de ámbar con arena carbonífera, y enormes paquidermos destruidos entre palmeras fósiles.

Y el alemán Alemán Iseka, al llegar aquí, en un Stalingrado alcohólico, cayó dormido sobre la mesa del bar.