Fueron felices y comieron perdices
Como ya se dijo en otra ocasión, De Gaula conocía muy bien a Personaje Iseka desde el día que lo ayudó a rescatar a Liliana. Personaje nunca tuvo idea de lo que le debía al otro, y jamás llegó a conversar con él personalmente. En realidad, De Gaula Iseka era un solitario, pese a pertenecer a la Sociedad del Escudo, y no tenía el menor interés en adoptar al otro como discípulo. Ni a nadie, dígase de paso. Ya tenía bastante con Coquito. Decamerón consideraba a Personaje como un tipo demasiado impulsivo —cosa cierta sin duda—; según estimaba, el otro nunca sobrepasaría un cierto punto en la magia. Su falta de ecuanimidad podía conducirlo a la destrucción, si de pronto tenía en las manos demasiado poder.
Lo cierto es que Personaje Iseka, desde que le quisieron quitar a su Liliana, se volvió más vengativo y sediento de sangre. ¡Cómo hubiera sido si, en vez de triunfar, hubiese fracasado en la empresa! Así, en general, no estaba equivocado en sus apreciaciones; pero él tenía ya grado suficiente como para comprender que no podía castigar cuanta maldad veía por la calle, como si fuese una especie de Batman del esotérismo. No poseía ni la fuerza, ni la capacidad, ni el dominio comprensivo, ni la justicia. Él, por ejemplo y dando la razón a De Gaula en su apreciación, monologaba granante y lleno de odio: «Es preciso iniciar en Monitoria una nueva disciplina marcial: la filantropía del suplicio. Al tipo que en una esquina comienza a seguir a una mujer embarazada haciéndole un mudra para que el chico nazca mal, ahí mismo sin falta largarle un ve corta. Hay miserables que cuando ven a un pobre infeliz cabecear de sueño en el subte, yendo a su trabajo, aprovechan el sopor de la víctima —quien por ello se encuentra inerme— para castrarlo. Con ésos el procedimiento a seguir es muy sencillo: enganchar el mudra y darlo vuelta para que lo deje impotente a él».
Ya por esa fecha había liquidado al marido de Liliana. En sus últimos meses de vida, el tipo soñaba constantemente lo mismo: que las paredes de su casa estaban llenas de sangre y que él procuraba limpiarlas sin éxito. Siempre dentro de la misma pesadilla, una entidad que hacía un ruido tremendo —la impresión era que se trataba de alguien inmenso— intentaba entrar en la casa. Por fin lo hacía. De tal manera, mientras él trataba desesperadamente de borrar la sangre de las paredes, la materialización se le acercaba, cada noche un poco más. Al llegar a este punto siempre despertaba dando gritos. Liliana, a su lado, llena de terror, sin atreverse a decir una palabra por miedo a que él la matase.
Y así, una buena y feliz noche, mientras dormía, continuó descansando pa’ siempre. Personaje Iseka, quien lo vigilaba a distancia haciendo un astral tras otro, apareció en la casa de Liliana antes de que ella tuviera tiempo de llamar a la policía para denunciar el cadáver. Hizo lo imposible para convencerla de que no revelase la muerte, y así poder transformar al difunto en un zombie: «¿No Ves Liliana? Si lo convertimos en zombie, podremos tener un jardinero, un chichi que labure por mí en los trabajos del cementerio, y así yo cobraré el sueldo sin hacer nada. Tendremos todo el tiempo para nosotros. Si vos querés, ahora mismo hago una llamada y mis compañeros me ayudan a sacarlo. Dentro de un mes vamos a estar los tres viviendo allá lo más tranquilos. Si la policía le pide documentos, va a verificar que el tipo tiene y es tu marido. Yo, por mi parte, diré que acabo de emplearlo como jardinero». Pero ella, horrorizada, no quería saber nada del asunto: «Quiero que lo entierren y no verlo nunca más. Si lo veo caminar sabiéndolo muerto, me vuelvo loca». «¡Pero mi amor! ¡Si es como tener un perrito guardián, de esos ladradores…!». «Ni hablar», interrumpió ella con firmeza. Personaje no tuvo más remedio que aflojar. Absolutamente desilusionado, accedió por fin a que las cosas siguiesen su curso natural. El tipo fue a tierra, donde los gusanos se lo empezaron a comer despacio.
Iseka se casó con Liliana. En la casita del cementerio y al principio, ella —que poco a poco recuperaba su lucidez y el dominio de sí misma, hasta el momento bloqueados por los resabios de la droga— sufría terrores diurnos y nocturnos. Asustábase de cada cosa.
En cierta ocasión, mientras tomaban mate, luego de servirse uno y dejar la pava sobre la mesa, aquélla empezó a moverse sola, oscilando de un lado a otro con ruido siniestro. Liliana, asustadísima, dijo señalándola:
—¡Una manija!
Personaje Iseka, afectando no dar ninguna importancia al hecho:
—No. A veces la pava queda cargada con energía cinética, y si la ponés justo sobre un desnivel de la mesa la pava se mueve. Es como un reloj cuya cuerda durase unos segundos. Pasa. Es algo natural.
Él mismo no creía una palabra de todo lo que había dicho.
Liliana, sin convencerse del todo:
—¿Seguro? ¿Que se mueva sola?
—Sí.
Él también pensaba que había un chichi. Si dijo lo anterior fue para tranquilizarla. Y sin embargo, aquella era la explicación real: al ser depositada sobre una irregularidad de la mesa, el líquido del interior del recipiente, agitado por la inercia del movimiento con que fue apoyado, se sacudía; ello, a su vez, inducía un balanceo a la pava. Lo mismo que ocurriría con un fuentón si lo pusiésemos sobre la cúspide de un montañita. Pero esta explicación sencilla y natural, de ninguna manera podía ser creída por Personaje, quien era esote (rista) y, como buen mago a la violeta, para él todo era manija, chichis, advertencias celestiales, malas ondas —o buenas—, horóscopos instantáneos, etc. Si alguien tosía no era que le picase la garganta; se trataba de un mago rival con falsa tos para manijear. Si un chico tocaba la corneta porque estaba jugando, se trataba en realidad del rebuzno de un ve corta. Si un tipo se frotaba un dedo porque le dolía, le estaba haciendo un mudra para castrarlo o reducirle el pene al tamaño de un maní o cualquier otra cosa. La historieta se complicaba porque a veces hasta tenía razón.
Consciente de su locura, luego de haber vivido con la chica varios meses, Personaje Iseka terminó por comprender que de ninguna forma podría ser feliz con ella, a menos que se dejara de joder con sus magias. Y así, poco a poco, se fue humanizando. Comenzó la aventura de ser un mago que, al mismo tiempo, reconoce y valora el mundo material y natural. El humor lo ayudó muchísimo en su tarea. Al principio hubo días —por fortuna fueron pocos— en que, automanijeado, no podía tener relaciones. ¡Y qué iba a poder, el infeliz, si cuando ella estaba desnuda él todavía seguía pensando en por qué, sobre la superficie de su chichi número cuarenta y ocho, había aparecido una manchita! Con la excusa de la magia, su inconsciente masoquista y negador le jugaba una mala pasada. Pero, gracias a los Dioses, se daba cuenta. Cómo iba a lograr sobrevivir sin humor en un mundo terriblemente duro. Severísima la vida, porque los hombres la han querido así.
Y por eso, para destruir los bloqueos generados por su interior —que no deseaba gozar ni ser dichoso— se imponía humoradas a fin de obligarse a la sonrisa. Como castigo cada vez que no tenía una buena relación sexual —con el cuento de que «no podía» porque lo habían tocado en un colectivo con un falso paraguas—, ahorcaba a su vicepresidente. Éste era suspendido del cuello —no hasta morir porque se le daba otra oportunidad— desde una horca chiquitita que instalaba sobre su panza. El patíbulo quedaba montado así: se acostaba boca arriba; sobre su estómago y nacimiento de piernas ponía un tetrápodo, cuyas patas se unían en un vértice; de éste pendía un trozo de cáñamo cuya extremidad acogotaba la cabeza del vice. Y así lo tenía castigado veinte minutos. Luego la víctima era sometida a reanimación por Liliana, entre las risas de ambos.
Así se libró de sus cinturones de castidad —que él mismo fabricaba— para siempre.