CAPÍTULO 91

El gigante de trece metros de alto

Más o menos por la época en que De Gaula creó el gólem, apareció en la Tecnocracia un gigante de trece metros de altura. Nadie conocía su origen.

Muchas perversas polimorfas engolosináronse con él. Quizá, parte del estímulo, consistía en la imposibilidad absoluta de toda unión sexual. Carentes de freno y templanza, aquellas contumaces decidieron endiosar el saliente de su moldura. Nada podía inducirles a la reflexión. Crearon un nuevo culto, con iconografía basada en el fetiche enano de ese coloso del Mch Kong. La titánica criatura, condenada al confinamiento de sus forzosas teodiceas, no tenía otro remedio que subordinar a ellas su deiforme relieve. En otras palabras, sentíase promovido por la irresistible sugestión de sus discípulas.

Terminaron por constituir una secta, hasta el punto de reunirse por las noches en un circo natural de piedra, a la luz de las antorchas, completamente desnudas. Allí, en esa nueva Stonehenge, tenían lugar cultos fálicos.

En medio de un silencio impresionante, la sacerdotisa, con la piel brillante a causa del aceite con que se había frotado, lanzando relámpagos por los reflejos de los hachones encendidos que sostenían sus compañeras, levantaba los brazos y pronunciaba esta oración:

«¡Oh, Resalto Réctor!:

Tus adoradoras te invocamos esta noche. Nosotras te juramos solemnemente fidelidad y vasallaje. Te prometemos lealtad inquebrantable, hasta la muerte».

Y las acólitas repetían:

«¡Hasta la muerte!».

Entonces aparecía el gigante, ataviado como un Dios, y se quitaba el taparrabos o moocha.

Un «Ooh…». de admiración extasiada escapábase de las novicias; mientras a las veteranas, ante tal aliciente, se les encendían los ojos.

La sacerdotisa se acostaba de espaldas sobre el altar. El enorme ser —quien pese a su endiosamiento estaba esclavizado por la clavícula de la hechicera—, obligado mediante una orden mágica, se autosatisfacía sobre ella a fin de cubrirla con sedimentos sacros.

Luego, entre las acólitas, tenían lugar escenas desaforadas de amor espejo. El pudor me impide, entrar en detalladas descripciones.

No conocían freno, muro, valladar o dique.

Algunas iniciadas, colgando de aparejos y sostenidas mediante correas, pendulando y emitiendo animosos chillidos sobre aquella prominencia meritísima como quien sobrevuela un zeppelin, desafiaban ese temible principio masculino. Tampoco faltaba quien, durante una arrebatada excitación, exigía ser poseída físicamente aunque el precio fuera la muerte. No le importaba su destrucción con tal de recibir aquel Parnaso de magnificente cumbre, más propio del siglo de Pericles que de un mundo en decadencia.

Alegoría de la Tierra cóncava. Laberinto de sucesivos tornillos de Arquímedes. Nervios de Siracusa. Gran nébula espiral de sáfico Andrómeda, rotando alrededor de su eje, en silencio, y sin rozamiento con agresivas galaxias convexas.

Aún mejor que repudiar es entender. Abarcar ese día inmemorial en que la mujer se sintió sola ante amplificados egoísmos. Cuando alguien, en un terrible e inolvidable momento, rompió su confianza para siempre. Mejor que rechazar asqueado tras los biombos corredizos de virtuosas nauseas es inclinarse al borde del enorme cenicero, grande como el cráter dejado por el cobarde megatón de un mediocre. Porque allí, atisbando, la veremos inclinada, con los dedos entre escorias, heces y detritus, buscando inhallables gentilezas y ternuras. Cuán fácil es castigar con nuevos extrañamientos al proscripto. Pero un fuerte viento sopla en la Sala de las Audiencias, como un kamikaze o Viento Divino, barriendo a sus magistrados hieráticos y sentenciadores de golilla. Porque nadie imaginará, tanto como imagino yo, cuánto deseó ella tener hijos de su amor.

Una vez al año, las juramentadas elegían a un joven, el más hermoso que podían encontrar y, previo secuestro, lo nombraban emperador de la secta.

Durante un período él hombre era tratado con veneración y respeto; hasta se le daba más importancia que al gigante. Comía manjares exquisitos, bebía delicadezas, elegía las mujeres que más le gustaban. Todas eran sus siervas y podía disponer de ellas a su antojo: pegarles, poseerlas de manera exótica, limpiarse las manos en sus largos cabellos luego de los festines, como hacían los romanos con las esclavas.

Un mes duraba esta dicha. Pero, pasado ese lapso, el gigante lo violaba. Las chicas, todas reunidas ante el tipo horrorizado quien finalmente comenzaba a comprender su espantoso destino, gritaban como parte del rito: «¡Que lo violen! ¡Que lo violen a ese cerdo que se refociló con todas!». «Sentencia inapelable: a guardar el tótem en la cripta, se ha dicho». «Traigan el órgano Hammond que vamos a tocar una cantata». «Desde ahora ya no se llamará más Esteban: ahora se llama Susana. “Susana tenía un corderito, y doquier ella iba el corderito la seguía”». «¡Gustará la potencia de nuestra arma secreta!». «¿Por qué él tiene adminículo viril y nosotras no?». «¡Sí! ¡Eso!: el adminículo». «¡Dilatar al dilettante! ¡Someter, humillar contra natura!». «Dentro de un minuto conocerá nuestro Proyecto Apolo. ¡Viva Cabo Cañaveral!».

El gigante, que era bueno en el fondo aunque un cautivo de la secta, intentaba convencerlas: «Él no tiene la culpa: ustedes lo eligieron. Dejen que se vaya». Entonces, la sacerdotisa se volvía furiosa hacia las otras y rugía: «¿¡Escucharon!? Tomaron debida nota de cómo lo defiende, ¿no? Este Dios nuestro, en realidad sigue siendo un hombre. Los perros chauvinistas masculinos se apoyan entre sí. ¡En el fondo no cambian!». (Ellas:) «¡Son todos iguales! ¡Maricones y machistas!».

La sacerdotisa imponía silencio y luego decía con voz imperiosa:

«La bomba orbital bajará sin tardanza. Que este acto mágico se propague alcanzando con su proyección a los hombres del planeta, a fin de que todos ellos se vuelvan homosexuales».

La feliz algarabía de las chicas era indescriptible. Algunas, incluso, gritaban: «Heil Braun! Heil!».

Después, con mudras, obligaban al gigante a beber una pócima afrodisíaca. El titán caía instantáneamente en trance, al tiempo que Resalto Rector sentíase invocado.

Bajo el atenazamiento de muchas acolitas, el tipo quedaba en el altar, sobre almohadones y colchitas, a fin de que las frías piedras no lo incomodasen. Ningún caso se hacía de sus súplicas y protestas: «Te gustó hacer todo lo que querías, ¿cierto? Ya vas a ver la buena. Ahora viene la fresca».

A una señal de la sacerdotisa el gigante se aproximaba. Un solo aullido horrísono. Todo había terminado. A baldazos lavaban las piedras manchadas de sangre, y procedían a asar el cadáver en una parrilla. Luego, todas comían de esta vianda mágica.

Terminado de ingerir el alimento totémico, volvían a su anterior respeto para con el gigante.

De Gaula intervino: «Aunque el odio por los hombres se justifique bastante, esa muerte por violación es propia de los chichis. La hace el vurro, enviado por los esoteristas sorias. La renuncia definitiva a un entendimiento es altamente reprochable, porque cierra el ciclo e impide la posibilidad de crecer».

Otras organizaciones sáficas también hicieron oír su repudio: «Nosotras somos lesbianas pero no odiamos a los hombres como ellas ni queremos matarlos».

Con todo, la secta se negaba a ser disuelta. Pero, había algo que estas mujeres ignoraban: el titán era creación de Decamerón de Gaula. En su momento él se propuso reproducir algunos ejemplares de especies ya extinguidas: atlantes, lémures, gigantes, etc. Cuando vio que habían esclavizado a su criatura y que ésta sentíase infeliz con su yugo, realizó un exorcismo para desengancharla. Luego dio vida a una giganta y trasladó a ambos hasta el sur de la Tecnocracia —situado en la región donde no hacía frío—, lleno de palmeras, araucarias, enredaderas y otras plantas.

Las sectarias, desesperadas por haberse quedado sin Dios, cayeron en el nihilismo más abyecto.