CAPÍTULO 89

De la fabricación del gólem

El signo de un gólem —benéfico o maléfico— sólo depende de quién lo creó. Presta innúmeras utilidades a su fabricante y lo preserva, entre otras cosas, de ataques tipo vurro.

A De Gaula le contaron la historia de un hombre que construyó el gólem algunos años antes de la aparición de la Tecnocracia. Su aventura fue bastante terrible y sirvió como advertencia a muchos ocultistas, a punto tal que se transformó en tema de estudio en la Sociedad del Escudo. El mencionado esoterista vivía en un lugar apartado. Allí, en su casita del río, él creó esa criatura por razones de amor. Aparte lo necesitaba para sus trabajos mágicos y a fin de que le protegiera la casa.

El gólem se fabrica tomando partes de distintos cadáveres de personas que en vida bien pudieron haber sido chichis —o buenos tipos, es indiferente; el único criterio para elegirlos debe ser la perfección anatómica y la belleza—, y con esos pedazos elaborar una especie de muñeco de Frankenstein. Preciso es que el costurón principal lo tenga en un lugar poco visible, pues si lo tiene sobre la cara, por ejemplo, su rostro se torna tan espantoso como el de las películas.

Por alguna extraña razón, al armar uno de estos bichos, siempre se necesita más espacio del que precisa la naturaleza; no obstante haberse usado exactamente los mismos elementos. Sin embargo no resulta cosa fácil sacar seis metros de intestinos de una panza y ponerlos en otra. Así, el gólem siempre te sale de por lo menos dos metros quince.

Es indispensable —una vez que está armado— ponerle un corazón, el cual siempre debe proceder de algún tipo Mozart que haya muerto. Porque para conseguir esa viscera del gólem no podemos recurrir a la de un chichi, como hicimos con otras partes de su cuerpo. Después de que la tiene, con la espina de una rosa el esoterista debe sacar todo un cuadradito de piel de su propia lengua y ponerlo sobre el corazón del gólem. Luego de que el órgano fue colocado en su lugar, sobre la mencionada parte anatómica se vierte un líquido cuya proporción es divina, terrenal y exacta.

La criatura tiene introducida en cada sien un borne de metal, que se puede sacar y volver a poner. En una noche de tormenta eléctrica, los bornes estarán vinculados a unos hilos de cobre que, a su vez, se conectan a un pararrayos.

Es absolutamente impostergable que el ocultista tenga una relación sexual con el gólem en el momento de darle vida, pues parte de lo que ha de ponerlo en marcha es un profundo acto de amor. En el momento de la eyaculación, Thor descarga un rayo y el esoterista —que nunca muere por ello aunque parezca increíble— es arrojado con violencia. Pero el gólem está de pie. Habla, camina. Tiene tantos conocimientos como el esoterista. Es su hijo. No ingiere alimentos y es inmortal. Nadie puede darle muerte. Sólo quien lo creó. El mago que logra fabricarlo tiene, a partir de ese momento, una supermáquina mágica. Ya nadie podrá atacarlo y triunfar, ni con una descarga de grado superior. Cuando necesite averiguar cosas, mandará a su gólem al astral en lugar suyo. El esoterista puede morir de viejo y su casa derruirse, pueden pasar miles de años. No obstante, si no ha recibido orden en contrario, el gólem continuará defendiendo las ruinas impertérrito. ¡Pobre del infeliz que, sin saber, penetre el «santuario» donde están las cenizas del muerto!

Tiene un sólo inconveniente, pero éste es lo suficientemente grave como para hacer desistir a más de uno si tiene la idea de construirlo. A menos que el mago sea lo bastante rico como para tener una mansión con muchos cuartos, y así poder dedicar un sector de la casa para que en él viva el gólem sin ser visto ni oído por nadie, deberá resignarse a transcurrir solo su existencia. ¿Qué mujer accedería a estar bajo el mismo techo que un ser tan extraño, aun si nunca llegara a enterarse del origen del amigo de su marido? A poco, el ocultista a quien se hizo referencia, pudo comprobar la verdad de lo anterior.

Un día, el dueño de la casita que alquilaba —compuesta sólo por dos cuartos— entró sin pedir permiso, aprovechando que la puerta estaba entreabierta. Vio al gólem, el cual se movía en la habitación de la entrada, ocupado en diversas tareas. Preguntó lleno de horror, al mago y en un aparte: «¿¡Quién es ese hombre tan raro!?». «No se preocupe. Es un débil mental. Absolutamente inofensivo. Yo le doy algunos pesos a cambio de que haga la limpieza todos los días». «¡Ah! Bueno. Pero… ¡qué raro es!».

El propietario no quedó del todo conforme con la explicación. Habló hasta por los codos una vez que se fue. Así, un buen día, vino la policía para realizar una investigación. El interés policial creció enormemente al saber que el individuo no tenía documentos. Y de nada valieron las explicaciones. Los llevaron presos a los dos.

La verificación dactiloscópica reveló que las impresiones digitales pertenecían a un hombre muerto hacía tres años. Al exhumar el cadáver, encontraron que le faltaban las manos.

La policía no podía contar la verdad de lo ocurrido por varias razones. Primero iban a pensar que estaban absolutamente locos. Segundo, si trataban de hacer creer en una coincidencia de impresiones dactilares, entonces quedaba desvirtuado en forma automática el método de identificación que usan las policías de todo el mundo; si se llegaran a encontrar dos personas con las mismas huellas digitales, el sistema dejaría de servir en su aportación de pruebas para un juicio.

Así, pues, se decidieron a liquidarlos a ambos. Pero no fue tan fácil. Cuando trataron de matar al ocultista el gólem se dio cuenta en el acto. Agarró los barrotes de su celda y los arrancó como si fuesen fideos. Luego agrandó el hueco rompiendo trozos de pared y salió. Todos los guardias de la prisión se pusieron alertas a causa del ruido infernal. Vinieron de a cardúmenes, dispuestos a matar. Lo ametrallaron, le arrojaron gases, hasta granadas. Fue inútil. El gólem empezó a voltear paredes a fin de abrirse paso hasta donde estaba su dueño (con la confusión se habían olvidado de matarlo). La criatura, entonces, continuó la demolición, con objeto tanto de abrir una salida para su amo, como para atraer sobre sí la atención y que el otro pudiera escapar.

Pero afuera ya estaba todo acordonado con tropas. Habían traído cañones, bazookas, tanques.

El esoterista decidió aplicar la fuerza de su criatura para destruir diversos objetivos. Así lo hizo éste y, gracias a la conducción de aquél, aniquiló dos tanques y varios cañones de la primera embestida. Aun así no resultaba tarea sencilla romper el cerco. El ocultista todavía no había contado con una ocasión de salir de las ruinas de la cárcel, llenas de cadáveres de presos y guardias.

El gólem ya había matado doscientos soldados; en ese momento las tropas comenzaron a retroceder en desorden. Muy cerca de la victoria, la vibración de un cañonazo destruyó el equilibrio inestable que sostenía un pesado fragmento de manipostería. Aquella insignificancia consiguió lo que no habían podido lograr las ondas expansivas de las explosiones de todo el combate. El objeto se desprendió cayendo sobre la cabeza del mago, matándolo en el acto. El gólem quedó sin dirección. Viendo muerto a su dueño tomó el cadáver y, con él en los brazos, atravesó las fragmentadas líneas del enemigo a una velocidad sobrehumana. No volvieron a verlo ni a tener noticias suyas.

El Gobierno de aquel entonces tapó todo. Explicaron que un grupo de pistoleros, equipado con armas de guerra, había intentado —infructuosamente— liberar a unos presos.

Para finalizar debe agregarse que si un mago desea desconectar a su gólem debe sacarle uno de los bornes de las sienes. Con eso deja de pensar.

Si además le quita el segundo borne, deja de sentir, y cada una de las partes vuelve al respectivo cuerpo del cual provino. El gólem muere. Sacar uno de los bornes es un acto reversible. Quitar los dos, no.