CAPÍTULO 85

Decamerón de Gaula

Decamerón de Gaula Iseka encontró dentro de su cigarrillo, envuelto por el tabaco, la tercera parte de un fósforo usado, de papel. Miró y no descubrió en todo ello aura maléfica alguna; por lo tanto no se trataba de una hechicería de los sorias, sino de una simple casualidad. Sonriendo meditó lo que sigue: «Una única explicación se me ocurre: un obrero, contraviniendo todas las órdenes —ya que seguramente no les permiten fumar mientras trabajan—, encendió un cigarrillo y luego arrojó el fósforo apagado entre las pilas de tabaco, esperanzado en comprar algún día un atado que contuviese un cigarrillo con su trozo de fósforo, y poder decir: “Esto, lo hice, yo”. Pero no lo encontró en absoluto, tal como se puede ver».

Como muchas veces le había ocurrido a lo largo de su vida ante objetos instantáneos de su meditación —tal ese tercio de fósforo quemado—, le ocurrió rememorar trozos de su vida pasada cuando era mucho más joven y la Tecnocracia no existía. Tuvo que atravesar basurales e infiernos ajardinados para estar a la altura de las palabras de Okakura Kakuzo: «La utilidad de una idea se mide tanto por su poder de abrirse camino en el pensamiento contemporáneo, como por su capacidad de penetrar el futuro y dilatarse en él»[114]. Como una variante del pensamiento anterior, y de paso, De Gaula pensó que una anti-idea se mide más que por su poder para abrirse paso e imponerse entre los pensamientos de los hombres, por su poder de colisión con el pasado: por su influencia retrospectiva. Es más: sí le interesa cambiar el futuro es, sobre todo, para borrar el pasado. Como quien realiza un gigantesco vudú. Las ideas sorias son verdaderas máquinas del tiempo diabólicas que viajan hacia el pasado, a distancias cada vez más remotas, hasta más allá de la Era Azoica, lanzando sus rayos maléficos y desvirtuándolo todo. «Mírese si no —decíase De Gaula— el culto al sufrimiento que propagan las sectas de hoy día. El puritanismo y el salvaje daño por él realizado contra la alegría del hombre y su sexo (identificando a éste con lo pecaminoso)». El principal intento de tales doctrinas absurdas no va tanto contra las generaciones venideras como contra las pasadas. Porque después de todo y como bien sabe el Antiser, una vez que Babilonia, Egipto, Súmer, los vikingos, la Atlántida se esfumen, el futuro quedará borrado por añadidura. ¿Acaso el conjunto futuro-presente-pasado no constituye una enorme esfera material, análoga a un ser único, capaz de ser borrada mediante una sistemática acción diabólica? Tan factible como un incendio forestal, o como la reducción a martillazos de una bola de barro.

Pero aunque para la mayoría de la humanidad la cosa no estuviese clara —ni siquiera para los tecnócratas—, sí lo estaba para él. Comprendía el intento diabólico general, por lo menos, aunque perpetuamente se lo hicieran olvidar. Hacía mucho tiempo que De Gaula había entendido eso que los negadores del cuerpo siempre trataron que los hombres ignorasen: la piel es el más sagrado de todos los kimonos; la piel humana es la piedra filosofal. Con ella —y sólo por su intermedio— la criatura terrenal se integra al Universo.

Entre las infinitas tareas que Decamerón de Gaula realizó para sobrevivir antes del advenimiento de la Tecnocracia, se contaba la de pintor de brocha gorda. Andando en la mala consiguió que un ermitaño excéntrico —un verdadero salteador metafísico de caminos— le encargara el trabajo de pintarle dos cuartos de su casa.

Trinante, el dueño de aquella posesión derruida le mostró una de las habitaciones, cuidando que De Gaula se percatase en forma muy especial de un afiche de guerra de 1870, que mostraba a Bismarck Monofronte, en actitud lacedemonia y entre órdenes dóricas, dirigiendo una arenga a sus soldados. El Josif Viserionowicz Dzingaszwili Stalin de los alemanes, nada menos. Colgada a lo largo del póster y en un ángulo imposible con respecto a éste, había una svástika de plomo de primera clase —tan mal hecha que sin duda la había fabricado él mismo— pendiendo de un hilo. Es decir: el emblema seguía las leyes de la gravedad, puesto que no tenía otro remedio; pero la mencionada lámina, pegada con chinches, estaba torcida. Ello propagaba un desorden imposible de solucionar.

El dueño de casa advirtió, al tiempo que abría sus ojos y aleteaba:

—¡Con cuidado! ¡Con cuidado al pintar este sector! No toque la condecoración ni para desviarla un milímetro. El mismo Kaiser con sus santas manos la puso allí. ¡El Monitor Bifronte! Con una cara mira a Rusia, con la otra a Francia. Su templo sólo se abre en tiempos de guerra total en dos frentes. Atención, ingleses. The good order and arrangement of things. Malditos británicos. Ojalá en el Tártaro una serpiente les pique las bolas. Perdimos por culpa de los chanchos ingleses putos. Qué más quisiera yo que tener un ejército para invadir esa isla caduca y persistente, llena de gente recalcitrante. —Contentísimo, como si ya estuviera hecho—: Primer decreto ley luego de la invasión exitosa: me violan ya mismo sin falta a todas esas piggy english girls. A todas esas chanchitas inglesas que todavía usan zoquetes, y me las dejan embarazadas. A ver si tenemos por fin una generación de hombres, aunque sea por casualidad. —Excitado y lujurioso—: Eso, eso es: violar a esas pecosas y porfiadas soxers, al tiempo que se las obliga a cantar el Dios salve a su Majestad la Reina. Pero en polaco que lo canten. Así nosotros, en de mientras que las vamos dejando embarazadas, les dulcificamos las dos tetitas. ¡Aájajajajá! —Y se frotó las manos, contento como si acabara de refutar a Kipling. Pero luego recuperó el dominio de sí mismo—: Como le decía: es absolutamente indispensable que no toque esa condecoración. Es una reliquia. Este afiche estaba en Alemania, por aquellas épocas, y no me acuerdo por qué asunto el mismo Emperador Guillermo con sus santas manos lo puso allí. Entonces yo me la hice traer con póster y todo a través del océano y la clavé en mi casa con el mismo ángulo que tenía. Tuvimos que sacar miles de fotos con cámaras de precisión antes de atrevernos a mover la reliquia. ¡Y aun así! Fue movida luego de realizar cálculos con goniómetro a fin de determinar con precisión la topografía incierta del terreno. A fin dé-de, no sé si vocé m’entende. No fuera cosa que los que la transportarían lo hiciesen en una cuesta poco a poco más empinada y entonces la svástika de plomo de primera clase se corriera un milímetro. Tenía que quedar tal como el Kaiser, con sus preciosas manos nibelungen, la puso allí. Tenía qué-que. En el barco la hacía vigilar día y noche por tipos que se iban turnando y cuya misión y único contrato —unícó-con— era tenerla apretada con un dedo. Con un dedito. Y al llegar a mi casa, ¡qué precauciones!, que cálculos antes —de acuerdo a mis ecuaciones diferenciales penúltimas— de decidir que, «ahora sí», ya se había hecho el ajuste dimensional conveniente para el sistema condecoración-afiche, adaptado a su nueva situación geográfica. Qué cálculos antes dé-de. Sería perfectamente feliz si antes de morirme pudiera dejar embarazada a una inglesa. O a una australiana, por lo menos —finalizó inconsecuente y sin unidad temática.

Se produjo un largo silencio en el recinto. Viendo que De Gaula no le decía cosa alguna y se limitaba a mirarlo con cara de poker, el otro reiteró:

—De manera que cuando deba pintar ese sector, no la mueva ni la toque. Consígase un pincel muy pequeño, como para cejas, y pinte cuidadosamente alrededor. Consígase un pincelito.

De Gaula suspiró:

—Vaya, vaya tranquilo que no la moveré.

—¿Pero va a conseguir el pincelito?

—Sí sí: voy a conseguir un pincelito.

Tranquilizado, el otro se fue. Cuando De Gaula quedó solo levantó el emblema con una mano, pegó uno o dos brochazos en el lugar difícil y, cuando todo quedó terminado en cuatro segundos, depositó encima la svástika de plomo de primera clase. Más o menos en el lugar de antes.

El futuro mago de los tecnócratas era muy pobre. Como pintor de brocha gorda apenas ganaba lo suficiente para vivir en una pensión. En ella los patrones tenían amaestrada a una vieja, nacida en épocas inmemoriales, que charlaba el día entero consigo misma. De lástima le permitían hacer la limpieza —ensuciaba, más que limpiar—, a cambio de la comida y algún dinerillo.

En cierta ocasión, en que De Gaula conversaba con el dueño, aquél preguntó a éste acerca de la vieja quien, en ese momento, luchaba con un enorme secador. El otro le comentó:

—Vieja locaza, ésta. Es una asesina. Mató al marido con un cuchillo de carnicero grande así —abrió las manos para describir una hoja de enormes dimensiones—. Parece que el tipo le pegaba todos los fines de semana con el cinto, el cual tenía una hebilla cuadrada que pesaría como medio kilo y decía VICENTE. Ya de última, cansada, un buen día en que él le pidió que por favor le trajese el diario, se puso a perseguirlo por toda la casa con el cuchillo hasta que lo arrinconó en la habitación matrimonial. Se metió debajo del lecho, pero ni así pudo salvarse: ella le empezó a pegar cuchilladas a la cama con tanta fuerza y desesperación que finalmente la partió en dos. De arriba a abajo a cuchilladas: punto por punto hasta cortarla. Cuando el tipo vio que no le quedaba más cama quiso salir y allí lo agarró ella. Cerca de doscientas puñaladas contó el médico forense. Horripilante. A doña Rosa —antes le decían Rosa nomás, porque era joven y no tenía edad como para que le dijeran doña—, a doña Rosa, como le digo, tuvieron que llevarla en camilla pues quedó agotada: fue más allá de su fuerza. Siete años le habían vencido los nervios. Se ve que ya no aguantó más. Pero el juez fue implacable: dijo que nadie tiene derecho a tomarse la justicia por su mano. Perpetua le dieron. Salió a los veinticinco años por buena conducta. Se volvió loca en la cárcel, pobre mujer. Pobre asesina. Locaza, la vieja.

Los dos callaron, observando a la bruja amortiguada. Ella, como siempre, cumplía sus tareas con los pelos blancos al viento y hablando sola. Usaba zoquetes rayados, como en la Edad Media.

Cuando el dueño se fue, De Gaula acercóse a la vieja y le preguntó:

—Dígame, señora, ¿usted estuvo casada?

Ella interrumpió la obligación un momento y contestó, previo apoyarse en el secador:

—Sí querido, sí. Estuve casada. ¡Pero lo maté a mi marido! ¡Lo maté! Maté a mi marido. ¡Lo maté! —Y siguió trabajando. Cada tanto monologaba—: Hay que tomar tecito. Ir a casa y tomar tecito para no morirse de tristeza.