La Lujuriosa y el discurso
Debajo del hombre —que estaba en el palco—, los rayos de las plumas de las águilas de alas extendidas parecían señalar los caminos por donde se vertería la potencia de su voz. Análogo a esas piedras egipcias, donde las fuerzas que salen de Amón terminan en pequeñas manos, cada una portando el símbolo de la vida. De idéntica forma, las plumas verticales de las águilas de alas plegadas bajaban en férreos manojos de lanzas, semejantes a delgadas columnas que se introducían en los que aguardaban, potenciándolos y potenciándose a su vez. Toda la luz, todos los planos de energía que rodeaban al Monitor desde el mismo momento en que comenzaba su parlamento, eran como diamantes soldados que formasen un anfiteatro invertido en cuyo centro y fondo, de mosaicos vidriados, estuviera él de pie:
«¡Camaradas tecnócratas!
Cuando hace catorce años me hice cargo del poder, prometí transformar a este país en una súper potencia. ¿Acaso no he cumplido? ¿No valía la pena el tremendo sacrificio de estos años de lucha?».
La Lujuriosa, perdida entre la multitud, escuchaba extasiada, pletórica de excitación sexual. Le entraron ganas de subir hasta donde estaba el hombre de la tarima y violarlo. Se decía a sí misma, mientras sentía que los pezones se le iban militarizando: «Lo voy a conocer algún día. Yo sé que sí». Pero no lo conoció jamás. Él, por su parte, nunca llegó a enterarse de su existencia. Si no se la habría llevado. No por ser Monitor estaba libre de las barreras de los desgastes y desencuentros que rodean a todo ser humano. Monitor, toda su vida —aun antes de ser Jefe de Estado—, había soportado el bombardeo temporal de los anti-Mozart.
Es la indestructibilidad de tu tragedia, señor.