CAPÍTULO 82

Las venganzas del sabio de la cripta

Hacía ya varios días que el experimento con el cyborg, realizado por Personaje Iseka y su amigo el sabio loco Dionisios, había terminado con el resultado que conocemos. Con el típico ademán voluntarioso que precede al derrumbe nihilista, dijo el científico a su compañero de aventuras:

—No importa. Nada se ha perdido. Volveremos a empezar.

Él y Personaje, sentados en el comedor de la casita del cementerio, trataban de reconfortarse mediante copiosas libaciones de ponche Terraza de las Águilas. Esa noche caía una helada terrible. Las estatuas y monumentos funerarios, a causa del hielo, tenían un brillo espectral sobremanera estético.

Personaje Iseka miró al profesor con atención. Al otro le había llevado más de una semana hacer ese comentario. Desde aquella noche terrible, cuando fracasó con estrépito, su naturaleza lo impulsó a un silencio melancólico que no auguraba nada bueno.

—De momento he vuelto a mi antigua tarea vengadora, cosa de ir recuperando la moral —aclaró el sabio con tono siniestro, al tiempo que se zampaba su octavo ponche.

Personaje estaba dispuesto a estimularlo en ese tópico pues pensaba, erróneamente, que ello lo haría salir al otro de su negro desánimo[112]. Así pues le preguntó con tono jocoso:

—¿Volvió a conectar a sus Anitas de tetas prodigiosas, quizá? ¿Piensa largar a otra poca de enemigos al compactador para transformarlos en ladrillos, tal vez?

Pero el científico rechazó todo aquello con un gesto. Contestó lúgubre y al borde del desplome moral:

—No sé cómo puede pensar tal cosa de mí. Yo soy bueno. Justamente ayer detecté con mis aparatos a dos chichis. Una pareja de sorias jóvenes. Tienen en su casa un retrato del Soriator, le encienden velas enormes y todos los días le rezan a Monocateca y a Exatlaltelico para que lo lleven a la victoria y con sus ejércitos destruya a nuestro Monitor. Mirá qué traidores. Me asombra porque es imposible que las I doble E no los hayan detectado.

»Deben considerarlos insignificantes. Pero qué error, digo yo. Como no comparto tal criterio, me decidí a probar en ellos una nueva droga: el “achicol”, que les inyecto por control remoto mientras duermen. Fabriqué una serpiente mecánica que los pica todas las noches sin que se den cuenta y les encaja el producto.

Personaje, que sabía un poco de estas cosas, dijo asombrado:

—Ha de saber usted, querido profesor, que los esoteristas trabajan con tales aparatejos desde hace siglos. A la serpiente mecánica, por ejemplo, la llaman «zerpiente», con «zeta», para diferenciarla del animalito natural. En cuanto al achicol le diré que es una droga muy conocida en ocultismo y hasta tiene el mismo nombre que usted le puso. Usted es un mago silvestre, por lo que veo. Debe haber hecho astrales sin darse cuenta, mientras dormía, porque no puede ser tanta casualidad. Es doblemente meritorio, pues ha logrado todo eso con instrumental exclusivamente científico, sin el auxilio de la magia.

El sabio no dio muestras de conmoverse ante el elogio. Dijo para sí mismo, tal como si no lo hubiese oído:

—Yo soy bueno, insisto. Podría… qué se yo, tantas cosas: haberles planchado las circunvoluciones cerebrales y dejarlos más idiotas de lo que son, meterles en el culo, una de mis víboras de veintiséis mil voltios, o cualquier otra maravilla. En cambio, llevado de mi buen corazón, me limité a reducirle a ella su vulva hasta un tamaño pequeñísimo. Ello no es muy terrible porque a él también le tocó algo: un miembro viril tan finito que da gusto. Han quedado el uno para el otro en forma irreversible. Una nueva versión de La hija de Rapachini[113] Tienen el mismo número de orgasmos que antes.

Eso sí: para encontrar el lugar de acople, él necesita entre tres cuartos de hora y hora y media.

A Personaje esto no le hizo ninguna gracia. Tenía una objeción filosófica:

—Los castigos sexuales son, por lo general, sellos mágicos que impone el Antiser. Está bien que sean un par de chichis merecedores de castigo, pero ¿por qué no aplicarles otra pena? Qué sé yo: obligarlos a leer el diario Cantarín de los domingos, que tiene setenta páginas con letra chiquitita. Y hasta que no hayan leído todo, palabra por palabra, incluyendo los avisos, no se pueden ir a dormir. Algo por el estilo.

El sabio no respondió. Pero sé quedó pensando.