La Lujuriosa
Como se ve, dentro de la Tecnocracia, al lado de gente dedicada a tomar las providencias necesarias para enfrentar el hecho trascendente que se avecinaba —la guerra—, existía una cantidad de individuos sumergidos en su cosmovisión privada. Parecían no comprender la inmediatez de la gran prueba. Quizá y después de todo alguno lo comprendiera demasiado, y esta esencia existente fuera su manera de contribuir a potenciar el significante y a plasmar la entidad de los tecnócratas. Así pues, La guerra total, como un animal enorme, como una gigantesca esfinge con cara de von Ludendorff y cuerpo de león, aprestábase a salir del abismo con fragor de terremoto e interrogar a cada hombre y matarlo si no sabía responder; y sin embargo, esta Guerra Absoluta en apariencia no preocupaba para nada a ciertas personas, quienes seguían desplegando sus vibraciones en espiral, sus hélices coloreadas y fugaces.
Dos chicas conversaban en el departamento de una de ellas.
—Y si con todos sí, ¿por qué con él no?
Lujuriosa, la dueña de casa, contestó riéndose:
—Lo atormento para que mejore su poesía. Yo soy la Calígula de los poetas.
Ambas largaron la carcajada. Tomaban tazas de rico té y devoraban masitas.
Tulipán Lujuriosa. Era terrible este bello animal. Según un conocido eufemismo «hacía el amor» con todos. Todos absolutamente, menos con uno. Se negaba de la manera más firme y terminante a dormir con kqk («kakuka») Iseka 33. Él andaba loco detrás de ella. Y nada: ni bolilla. Ella, a lo sumo, decía en alguna reunión: «Todos buscaban el boludo cuadrado perfecto o bola patrón. Y vienen contentos porque por fin lo han hallado. Es aquel idiota que está ahí parado». Y señalaba a kqk Iseka 33, quien la miraba desde lejos con ojos lánguidos y sufriendo erecciones. Pero ella se mantenía implacable. «¿¡Y por qué si con todos sí, conmigo no!?». «Porque no». «¿Pero por qué no?». «Y… porque no». «Pero… ¿¡por qué!? ¿Cuál es la razón?». «¿Querés que te diga la razón? Bueno, es ésta: porque no» «Porque no no es una razón». «Al contrario. Eso me decían a mí cuando era chica. Se trata de una falacia, tan extendida como infecunda. Porque no y porque sí, son el mejor sistema de razones del mundo». «¿Y entonces por qué conmigo no?». «Porque no».
Y no era que kqk Iseka 33 le desagradara tanto. Simplemente que con él no. Kala Iseka —la mejor amiga de la Lujuriosa, quien solía visitarla para charlar y tomar té—, compadecida de que a Iseka lo tomasen de punto y viéndolo desesperado, trató de insinuársele para ver si durmiendo con ella se le pasaba. Pero el otro era tan tonto que ni cuenta se dio. Además a él le gustaba Tulipán Lujuriosa. Ella. Porque sí.
Viendo que la cosa no marchaba y que la terapia no podía ponerse en marcha por falta de quorum, Kala trató una vez más de convencer a su amiga. «Escucháme» «Cucho». «No lo hagás sufrir más a ese tipo». «¿Por cuál motivo o razón?». «Me da lástima». «A mí no». «¿Por qué?». «Porque no». Viendo que así no iba a pasar nada de bueno, intentó —ella que la conocía muchísimo— medios más seguros. Poniendo una patita arriba de la otra y como quien no quiere la cosa: «Dicen las que han andando con él que tiene una buena artillería rusa» La Lujuriosa, que estaba distraída: «¿Ruso? ¿Él es ruso?». «Él no. Su artillería». La Lujuriosa se empezó a reír: «¡Qué guaranga!». «Pero no, dulce. En serio: dicen que…». Ya decidida y sin sonreír: «Bueno. Pero como sea. No tengo interés». «Pero… ¡cómo puede ser que no te interese! Vos que siempre fuiste fanática. Comprendé al menos que su Iseka 33 del Sur es muy hermoso». Era mentira, como se sabe. Kala, en realidad, ignoraba si el Iseka 33 del Sur (de Iseka 33) era lindo o feo, pero de alguna manera tenía que tratar de convencerla. Tulipán Lujuriosa esbozó una leve sonrisa, muy rara y especial. Después contestó seria y suavemente: «Puede ser que él esté lleno de atractivos ocultos, como vos decís. Sé que serías incapaz de contarme una mentira. Sí. Pero, no». Desesperada al ver que fracasaban sus buenos oficios: «¿¡Pero por qué!?». «Porque no». «Porque no no es ninguna razón». «Al contrario. Cuando yo era chica mi papá siempre me decía lo mismo. Pero luego descubrí que porque sí y porque no son las mejores razones del mundo. Yo también sufrí en la vida. Cuando tenía diez años gozaba de un soberbio complejo de Electra. No sólo no correspondido sino ni siquiera imaginado por mi progenitor. Más o menos por esa fecha, él murió. Lloré como una marrana. Cuánto lloré, por favor. ¿Vos te creés que la salvajada que me hizo mi papá de morirse demasiado pronto —bien hubiese podido vivir otros cuarenta años— va a quedar así nomás? Pues no señor; éste las va a pagar por todos. Orgasmo y venganza dice mi escudo de armas. Lanzas, picas, espadas y otros símbolos fálicos sobre campo de azur».
Algunas horas después, mientras las dos escuchaban Los gritos de papá, de Mamá atómica de Pink Floyd, Kala volvió al viejo tema: «¿Y si él fuese el último hombre del mundo? ¿Y si estuvieses con él en una isla desierta y sin posibilidad de salida?». «Lo haría con todos los negros de la isla». «¿Y si no hay negros?». «No lo haría nunca más. Me transformaría en monja tibetana». La otra se rió: «¡Baah…! Eso sí que no te lo creo». Ingenuamente, sorprendida y en un tono que no dejaba ni la más mínima duda: «Yo nunca miento». Asombrada: «¿¡Pero por qué!? ¿Qué te hizo él? ¿Tanto lo odiás?». «No lo odio». «¿Tanto lo despreciás?». «Me he acostado con otros bastante más despreciables que él». «¿Y entonces?». «Es, simplemente, que con él no». «¡Pero se va a enfermar!». «Que se joda».
Ella vivía en un primer piso con balcón a la calle. Cuando Iseka 33 pasaba sin advertirlo por debajo del departamento —su subconsciente masoquista se encargaba de sabotear el buen propósito de olvidarla y hacía que, manijeado, caminase por donde no le convenía—, Tulipán Lujuriosa, que se mantenía en acecho, carraspeaba con fuerza para llamar su atención. Entonces él, atragantándose, advertía que sin querer se había metido en la Ciudad Prohibida de Pekín y levantaba la cabeza. La chica, quien afectaba no verlo, se desabrochaba la blusa mostrándole los senos. Y se inclinaba bien fuera del balcón; no sólo para que la viese mejor sino para que, pendulando, sus pechos creciesen más. Después, con un bostezo, se retiraba de la baranda volviendo a entrar. Él, excitado, tocaba con desesperación el portero eléctrico y la otra, quien lo escuchaba perfectamente, se hacía la sorda.
Los amigos de Iseka 33, enterados del asunto e indignadísimos, tramaron cierto plan. Uno de ellos, buen mozo y de gran éxito entre las mujeres, la sedujo por vigésima vez. Quedaron en que ella iría a su departamento a las veintiuna horas. La combinación de los conjurados consistía en que allí, por supuesto, la esperaría Iseka 33, decidido a pegarle y a violarla con sevicias. Entre otras venganzas que había imaginado figuraba atarla desnuda a la cama y acariciarla con plumitas. Pondría en práctica el santo cunnilingus para suspender la operación un segundo antes del clímax. La poseería contra natura durante largo rato, con frialdad, lentamente, con una mezcla de ternura y sadismo. Sobre todo se proponía conseguir que ella, enloquecida por el deseo y ya sin importarle la humillación, le suplicase que la hiciera gozar plenamente, cosa a la cual él finalmente accedería como concesión graciosa.
Pero algo, una suerte de instinto que proteje a las lujuriosas, le avisaba que no debía ir. «Grandísima tonta, ¿por qué no vas a ir?», se decía a sí misma. Y fue igual.
Se paró largo rato en la puerta, sin llamar. Extendió el índice de la mano derecha para tocar el portero eléctrico y se detuvo con el dedo a un milímetro. Dudó. «No», le decía algo interior, desde lo más profundo. «No. Pero… ¿¡por qué no!? ¿Me habré vuelto loca? ¿Qué mierda me pasa?». Y alargó otra vez su mano. Pero tal acción le resultaba imposible y retrocedió un paso asustada. «Pero qué te pasa a vos, boluda maricona». Y entonces tocó el portero. Iseka 33, que estaba sudando y en ascuas, se apresuró a pulsar el mecanismo que permitía que abajo se abriese la entrada.
Un rato antes de que llegara esa mujer imposible, Iseka 33 había tenido una fantasía erótica:
«Durante el juicio que la Revolución le hizo a María Antonieta, se oyeron voces desde la chusma: “¡Los limones! ¡Que muestre los limones esta puta! ¡Le tete!”. Así pues, la obligaron a declarar con el pecho desnudo.
La ejecución fue como sigue: para la reina montaron un aparato especial que, aparte de la cabeza, le sujetaba los senos.
Por lo tanto no sólo cayó dentro del cóncavo mimbre la testa coronada, sino que la cuchilla le guillotinó las dos tetas».
En su ensoñación, por supuesto, María Antonieta tenía una cara muy parecida a la de la Lujuriosa.
Naturalmente, él no iba a causarle daño físico alguno. Se proponía tan sólo violarla un par de veces, previo desnudarla con media docena de cachetadas. No obstante la inocencia de sus propósitos, aquella venganza mental con variante de reina francesa, lo excitaba muchísimo.
Pero… ella no empujó la puerta. Se le había helado el corazón. Llevó una mano a su pecho. Ni en ese momento ni más adelante, tuvo la más lejana sospecha consciente de que él la esperase arriba. Pese a ello, desde sí misma, no por su voluntad sino como una voz autónoma de lo más íntimo de su ser, escuchó que ella se decía: «No. Porque con él no». Ni aun así se dio cuenta. «No. Porque con él no». Y a medida que lo repetía, más contenta estaba y más se iba exaltando. «No. ¿Por qué? Porque con él no». Y dando media vuelta se marchó, mientras la chicharra de la puerta continuaba sonando desesperadamente. Y en el camino a su casa, cada vez más dichosa, seguía oyendo su propia voz: «No. ¿Por qué? Porque con él no». «No. ¿Por qué? Porque con él no». «No. ¿Por qué? Porque con él no». «No. ¿Por qué? Porque con él no». «No, ¿por qué? Porque con él no». «No. ¿Por qué? Porque…»
Abrió la puerta de su departamento —cansada pero arrobada y feliz—, se bañó, acostóse desnuda y, apretando entre sus senos el osito de juguete que conservaba desde niña, se acurrucó bajo las frazadas haciéndose un nidito entre ellas y el colchón, y se adormeció repitiendo: «No. ¿Por qué? Porque con él no». Y esa noche durmió así, sin sobresaltos, deliciosamente.