La guerrilla mágica
Hubo un período de guerrilla en la Tecnocracia. Ya se habló del atentado contra el Monitor mientras realizaba una placentera pesca en su acuario gigante. Como se recordará, el mandatario fue atacado con una súper bazooka que los insurgentes habían transportado desmontada a través de un largo desierto.
Claro está, por fin los derrotaron; pero les costó bastante.
La existencia de subversivos en un país como el tecnócrata da un mentís rotundo a los que afirman que la gente se mueve principalmente por razones económicas. Porque si había algo que en realidad sobraba en ese país, era la plata y el bienestar general Sin embargo, igual había quien se rebelaba.
Para combatir a los guerrilleros urbanos, Enrique Katel, Kratos de las Lenguas —que era esoterista aficionado—, inventó un método. Partió del hecho de que las viejitas cuando quieren hacer una diablura, fabrican una vela fundiendo cera negra mezclada con tierra de tumba —esta última en poca cantidad, pues si no la vela no arde— y, luego de realizada, le clavan una pequeña calavera de madera o de cualquier otro material, a unos centímetros de la base; encienden el artilugio a las doce de la noche, pronunciando contra sus enemigos los anatemas pertinentes. Entonces él quiso hacer lo mismo. Mandó a los muchachos de la Monitoria para que robasen un metro cúbico de tierra del cementerio de la Carabela, y construyó una gigantesca vela negra grande como un famoso obelisco que hay en Buenos Aires, capital de la Argentina[109]. El cirio tenía siete metros y medio de diámetro en la base, y cuarenta y nueve metros de alto. Se emplearon novecientos ochenta metros cúbicos de cera negra. Hubo que levantarla con grúas y guinches especiales.
Como él —de acuerdo a sus informaciones— calculaba que los guerrilleros eran unos cuarenta mil quinientos, clavó cuarenta mil quinientas calaveritas de material plástico —y algunas más por las dudas— a distintas alturas de la vela.
El día de la puesta en marcha, con gran secreto y en un campo dedicado exclusivamente a ese fin, el Kratos apareció con sus vestiduras de sacerdote y mago[110]. Llevaba ropajes negros, por tratarse de un maleficio de muerte. Lo realizó en presencia de sus soldados —vestidos éstos con túnicas oscuras, al tiempo que empuñaban calaveras clavadas en astas como reemplazo de los habituales fusiles— y de muchos acólitos que lo presidían con atavíos análogos a los suyos y emblemas apropiados al ceremonial.
El Kratos, solemnemente, subió a la plataforma (altar de forma octogonal), situada en el borde de una enorme terraza.
La vela ciclópea se levantaba a veinte metros delante suyo. Filas y filas de soldados con antorchas y calaveras, a ambos lados.
Enrique Katel tomó un hachón impregnado de resina y lo encendió. Después lo pasó a uno de sus acólitos quien, luego de saludar, subió a un helicóptero. Pocos minutos después, desde la máquina en vuelo, el discípulo acercó el fuego al enorme pabilo del cirio.
En medio del más completo silencio, el Kratos dijo lleno de carisma:
—Por decisión de las potestades, de acuerdo al equilibrio y a la justicia que gobierna el cosmos, yo ordeno que los guerrilleros sean destruidos. Que nunca tengan descanso. Que sean eternamente malditos. Malditos sean de día y malditos sean de noche. Malditos sean al levantarse y malditos sean al acostarse. Que jamás tengan perdón. Que la ira de los Dioses se encienda contra éstos hombres. Que tengan la sepultura del asno.
Y que así como esta vela va a consumirse, así se consuman sus vidas. Barón Samedi, destrúyelos así como nosotros destruimos a nuestros traidores. Barón Samedi, Señor de los Cementerios, Príncipe de la Muerte, destrúyelos.
Después del ritual, apagaron la vela. Todas las noches, a partir de ese momento, la encendían durante diez minutos.
Ya fuera la casualidad, porque el hechizo realmente funcionaba, o por qué el fanatismo hacía al ejército más eficiente, el hecho es que los insurgentes empezaron a caer como moscas. Mataban según un promedio de 192,8 por día. En doscientas diez jornadas, contaban con llegar al fin de la subversión. Pero al Kratos le pasó lo que a todos los vanidosos, quienes creen ser los únicos detentadores de poder o conocimientos. No cuidó el instrumental. Y como los guerrilleros también tenían hechiceros, invocaron a un tornado que apagó la vela y la tiró a la mierda. Y por si no se otorga crédito a mis palabras, o se supone que fue una casualidad, diré que apareció un tornado allí donde nunca antes lo hubo. Por lo demás, el meteoro destruyó la vela y sólo a ella.
No obstante su fracaso estrepitoso, el Kratos realizó nuevas brujerías de allí en adelante; pero aprendió la lección de las potestades: a ser menos vanidoso y sí más cauto. Por otra parte, ya nunca dejó de consultar a Decamerón de Gaula, previo a sus operativos.