CAPÍTULO 76

Nuevos intentos para asesinar al vicepresidente Humphrey

Nuestro amigo el Fortachón, quien había pasado los últimos años de su anterior vida intentando liquidar al ex vicepresidente, pudo por fin conocerlo en forma personal. Se hicieron de lo más amigos. Incluso se pasaban las tardes en la Mansión Humphrey, discutiendo los mejores métodos para asesinarlo a Humphrey. La excusa básica de la invitación era el compartido bienestar de tomar unos whiskys, ya que el dueño de casa jamás había podido acostumbrarse a las bebidas tecnócratas, ni siquiera a las más reivindicatorías, tales como Al homo con la momia del horroroso Lenin, Stalin en Octubre matando a su hijo con un atizador, y ni aun el sutil y burlón Trotzky de Arco en la hoguera. El político —ahora retirado— había emigrado a la Tecnocracia cuando los Estados Unidos se volvieron bolcheviques. En un principio, con toda gentileza, intentó disuadir a su nuevo amigo diciéndole que no valía la pena matarlo puesto que ya no era vicepresidente. Como no encontró la manera de convencerlo, Humphrey se decidió a seguirle la corriente.

Una deliciosa tarde, mientras bebían sus consabidos whiskys, rodeados por el espeso verdor de los árboles, Hubert Humphrey miró al Forta con simpatía y comprensión. Estaban escuchando El Rey de la Jaula de Oro, del compositor medieval pretecnócrata Alberto Sagen Iseka:

«Levantóse presto mi Rey

para gobernar sobre un tiempo mejor.

Oh Rey, mi Rey, el Rey;

Oh Rey, mi Rey, el Rey.

Ahí viene ya su Grandeza,

Grandeza sin par.

Ahí viene ya su Grandeza,

Grandeza sin par.

Al frente de sus caballeros

para el torneo empezar,

al frente de sus caballeros

para el torneo empezar.

Oh Rey, mi Rey, el Rey;

Oh Rey, mi Rey, el Rey».

El dueño de casa había hecho instalar un tocadiscos en medio de la floresta, a unos veinticinco metros de la casa. Humphrey miró un momento el aparato y luego dijo como a propósito de nada:

—En el futuro yo seré perdonado por razones de delirio; por el solo y exclusivo hecho de llamarme «vicepresidente Humphrey». El delirio es la cosa en sí. Elevarán mis potenciales y me harán decir cosas que yo jamás hubiese dicho y ni siquiera soñado en compartir. No me humanicé lo bastante como para ser algo más que una imagen pública. ¿Qué derecho tengo de quejarme si de mí solamente queda la alegoría? Quién hubiera tenido los huevos de ser un Julio César. Escribir un libro, conducir un ejército, fundar un imperio. Y tener un Bruto, claro. Todo este comentario es parte de la alegoría, por supuesto. —Volviéndose al Fortachón—: Usted y yo somos los condenados de Altona, mi querido amigo; por segunda ley de Kepler y tercera de Sartre.

La reacción del Forta no se hizo esperar:

—Momentito: a mí no me incluya. Yo soy un revolucionario.

—Sí, pero un revolucionario delirante. Ya es un mérito. Estoy harto de los falsos teólogos, que juegan a la ruleta rusa con sus infiernos. Algún día el percutor caerá sobre un paraíso chasco y la carga estallará. Teólogos apócrifos, repito, que aprietan gatillos mágicos mientras el percutor golpea sucesivos vacíos.

—Todo eso es un hermetismo —gruñó el Forta.

—Seguro y ahí va otro: el séptimo sello no abre el pergamino sino que lo cierra para siempre. Ya enrollado, éste y el Universo desaparecen. Es el resultado de la larga molestia que se tomó el Antiser por nosotros: conseguir por proyección simbólica que cuando la serpiente se muerda la cola, lejos de conseguir la purificación o la integración cósmica, aquélla desaparezca. El gran atentado contra la Kundalini del hombre y la del mundo material.

Pero el Fortachón ya no lo escuchaba. Él, que era un hombre de acción, no estaba para perder el tiempo desentrañando el sentido de frases complicadas. Mirando el pasto pensó en voz alta:

—Otra forma que se me ocurrió para asesinar al vicepresidente Humphrey es secuestrarlo, y luego hacer desaparecer el cadáver metiéndolo en un caño galvanizado de siete centímetros de ancho por cien metros de largo. A ambos extremos los tapamos posteriormente con cemento. Al caño, una vez relleno, lo tiramos al patio donde puede quedar. ¿A quién va a ocurrírsele buscar a Humphrey allí adentro?

El ex vicepresidente, fumando aburrido, absorbió una gran bocanada:

—Nunca he podido acostumbrarme del todo a estos horrorosos cigarrillos tecnócratas. Rude. Indelicate. It shocks me all time. ¿Cómo dicen ustedes? Gros-ser’ou. —Tomó de una lujosa caja un cigarro de hoja. Pareció arrepentirse de su egoísmo—: ¿Gusta?

—¿Eh? —Con un movimiento de la mano derecha—: Ah, no. Gracias. Pienso que habría que trozar el cadáver en pedazos muy pequeños e irlos metiendo con una baqueta; en esa forma…

—¿Y la sangre? —interrumpió Humphrey—. ¿La metería también en el caño?

—Pero noo… ¿qué necesidad hay? Se lo degüella vivo en la bañadera y que el agua se la lleve.

El ex vicepresidente, quien sabía que el otro ya era perfectamente incapaz de hacerle el menor daño, se sirvió otro whisky sin por ello dejar de fumar. De pronto volvió a sentir asco por su avaricia:

—¿Desea?

—Sí, cómo no.

—Bueno. ¿Y?

—La carne trozada cabría maravillosamente en el caño.

—No lo dudo —respondió Humphrey—. Pero… ¡qué difícil todo!

—Vale la pena.

—Hay formas mucho más sencillas de asesinarme. ¿Por qué busca maneras tan complicadas?

—Porque ya están en mi naturaleza; sólo me satisface lo exótico. ¿Qué gracia tendría, por ejemplo, cometer un crimen con una si vis pacem para bellum o una pistola de congelación? Es evidente que uno, si todavía se respeta, debe usar un kriss malayo, una Luger de caño recortado, cerbatanas con flechitas envenenadas o una ballesta de mármol que arroje…

—Ya te fuiste a la mierda.

El Fortachón lo miró indignado:

—¿¡Cómo se atreve a tutearme!?

—Perdón. No volverá a ocurrir, se lo aseguro. Pero como le decía: el hombre debe tender a lo sencillo, tanto en la política como en la vida. Si usted…

El otro cerró su mente y dejó de escuchar. Mientras Humphrey exponía su cosmovisión, el Forta pensaba que tal vez el mejor método fuese ir con una valija llena de abejas africanas asesinas y soltarlas en el Capitolio mientras el otro estuviese pronunciando un discurso, etc.

En este punto de la narración tomamos el trineo del tiempo, el del «fuerte timón», y viajamos a los hielos de la triste Pohjola del futuro. Dos meses después de estos sucesos, cuando el Fortachón perdió por completo el interés en asesinar al vicepresidente Huber Humphrey y cayó en otra industria también imposible: cómo ganar las elecciones en Norteamérica, país en el cual ya no había comicios desde hacía rato, a no ser la lista única del Partido, mediante la cual esta República Federativa enviaba delegados al Soviet Supremo de la URSS Es más, al poco tiempo su propósito fue doblemente perimido y absurdo a raíz de un cataclismo que, pese a ser el más terrible que hubiese vivido la Tierra en toda su existencia, pocos seres humanos advirtieron. Los continentes comenzaron a desdibujarse hasta adquirir nuevas formas y los territorios, cuando eran eliminados metafísicamente, también lo eran en lo físico. Aquello resultó mucho peor que el espectáculo de una enorme masa continental hundiéndose en las cuencas oceánicas, mediante terremotos y volcanes en erupción. Un cataclismo como el de la isla Krakatoa por lo menos deja algo: energía liberada y cenizas en la estratosfera que caen lentamente. La Atlántida se hundió pero algún día alguien descubrirá las ruinas de sus ciudades, que ahora reposan en el fondo del mar. Pero aquí, en cambio, los países desaparecieron en pasado: llegaron a no haber existido jamás. Todo empezó con un olvido progresivo e imperceptible en la memoria de los hombres, el cual se fue correspondiendo con un paulatino encogimiento de hombros por parte del Cosmos, cuando se vio obligado a replegar sus posiciones. La historia, en lo referido al país metafísicamente eliminado, se volvió una ciencia infusa. Los datos comenzaron a volverse contradictorios, y a formar síntesis que a su vez desaparecían. Y todo así hasta que no quedaba absolutamente nada. Tal el precio que se paga por la falta de trascendencia. Murió Humphrey cuando le llegó el turno y los pocos norteamericanos que lo acompañaron en el exilio olvidaron su pasado como antiguos ciudadanos de una nación; hasta se les cambió el cuerpo y los rasgos raciales. Incluso sucedió algo todavía más terrible: terminaron por haber nacido de verdad en cualquier otro lado —Soria, Tecnocracia, Rusia o donde fuese—, y no en los Estados Unidos. Cada uno «nació» con un nuevo pasado. Personaje Iseka, el Monitor, el Fortachón, el Influible, el Obsecuente, el Kratos de las Lenguas, los verdugos, los policías secretos, los telefónicos, el Soriator, el Gorión de Goria, Liliana, los esoteristas, los rusos, los sindicalistas y todo el mundo, habían tenido el privilegio de asistir a una de las innumerables hecatombes que se han dado desde el despertar del mundo: la aniquilación de todo un continente —el americano, en este caso— mediante una desintegración espacio-temporal. Resulta un poco difícil de explicar. En un sentido era la primera de tales destrucciones, pero, como a partir de allí se propagarían otros incendios retrospectivos, cada vez más remotos, hasta que el hombre no tuviese ningún pasado Mozart en el cual apoyarse —tal el objetivo del Antiser—, bien podía sostenerse que se trataba de uno de los tantos desplomes ocurridos. Una muerte a la vez ética y estética, mística y práctica. Además, como es natural, ninguno de los protagonistas estaba en condiciones de percatarse, ya que ello fue borrado de sus mentes en el mismo momento de ocurrir. Sólo los mendigos recordaban. Los linyeras. Y aun ellos, únicamente por fragmentos. ¡Quién hubiese podido reunirlos a todos, por lo menos!

Así los países e incluso los continentes, ofrecían el espectáculo de una destrucción sobrenatural y sucesiva de atlántidas, una tras otra. Por la época en que Personaje Iseka vivía con los Soria en la pensión, se estaba gestando la ruptura de otro de esos equilibrios inestables en que vivían los hombres. El espacio-tiempo se ajustaba una vez más a través de horribles convulsiones. La Tierra entera reacomodaba su pasado temporal y geológico. Bien dijo Anaxágoras que «La inteligencia es una especie de éter sutilísimo, encargado de formar y mantener el orden en el Universo»[107]. Yo a la inteligencia le agregaría la lealtad, la voluntad, el coraje de los valientes (como Almanzor), y una completa humanización sin caer en la debilidad. Aquello que estaba ocurriendo era una nueva variación del eje ontológico del planeta, con su consiguiente Diluvio mágico, y el origen de tal tragedia nibelunga se encontraba en el olvido de los viejos Dioses benéficos y su reemplazo por Exatlaltelico, el Antiser.

Aún quedaban algunos vestigios del pasado de Norteamérica, si bien por esa altura ya se estaba transformando en un país de leyenda, de modo que el Fortachón, tan fortachón y tan de estatura mediana como siempre que, cuando no lo visitaba a Humphrey iba a proponerle sus genialidades al Kratos de las Lenguas, le dijo a este último:

—Tenemos que poner en marcha mi plan para ganar las elecciones. Con ese objeto solicitaremos el apoyo de los grandes e incomprendidos patriotas del Norte: La John Birch Society, el Ku-Klux-Klan, los Conductores Libres de Jeep y la Gran Asociación de Lesbianas Desamparadas, Despavoridas y Triunfantes. Además, si me votan yo haré que Puerto Rico sea un país independiente y presionaré a las Naciones Unidas para que liquidemos a la República de Malgache y formemos allí un Massachusetts en lugar de un Madagascar; o sea: una nación de negros norteamericanos.

Así solucionaremos dos grandes problemas, sacándonos a los portorriqueños y a los negros de encima. —Como pidiéndole su opinión—: ¿Y?

El Kratos, que como bien se sabe y detalladamente se ha explicado lo conocía desde muchos años atrás, naturalmente no iba a discutir con el otro todos los puntos de su disparate. Se limitó a tratar algunos, dejando de lado otros a propósito:

—Y, me parece muy bien. Pero el problema es que nuestro país no es Norteamérica. Además aquí no hay elecciones, éste es un Gobierno teológico. Así que tu propaganda política no tiene ningún valor. Por lo demás, apoyarse en toda esa gente reaccionaria no puede conducir a nada bueno. Yo más bien te propondría…

—No. Pero lo que ocurre es que ya estoy preparándome por el caso de que la Tecnocracia perdiese la guerra y fuésemos absorbidos por los norteamericanos. Cómo camuflarnos y acceder al poder en el mismo castillo del ogro.

El Kratos, quien estaba medio distraído y oyó mal, preguntó con algo de interés:

—¿Guerra? ¿Crees que va a haber guerra con los sorias?

El Fortachón, como es natural, prosiguió sin escucharlo:

—Mi campaña política se divide en dos partes: una visible y otra secreta.

1) Prometerles a las lesbianas norteamericanas —que son muchísimas— el oro y el moro. O sea: la pepa, la chancha y los veinte. Por supuesto, luego que ganemos las elecciones las traicionamos violonchelándolas con sevicias. 2) Dar a los hippies nuestra santa palabra de que, si ganamos, la legalización de la marihuana y otras drogas estará a la firma. Ya en el poder hacer cagar a todos los traficantes como venganza por lo que le hicieron a la Noche[108].

—¿Quién es? ¿Una amiga tuya?

Imperturbable:

—Posteriormente agarrar a los hippies y desintoxicarlos a patadas. Si quieren yerba que tomen mate, qué mierda. 3) Prometerles a los homosexuales masculinos que les vamos a dar esto y aquello y cuanta cosa que pudiera ser de su particular interés como premio. Una vez en el Sillón de Washington aplicarles el tratamiento del profesor Escandrolio, que consiste en hacerles aspirar, mediante el uso de la prepotencia santa, correctora y despótica, vahos de rodoño enriquecido. El profesor Escandrolio asegura que de cada veinticinco casos en que se ha aplicado el tratamiento, treinta y siete se curan. No es para menos. Esta substancia casi mágica es una combineta que sintetiza varias cosas que ya existían: el sueño eléctrico, el shock electrónico sobre pequeñas zonas del cerebro, etc. Todo en uno y con esta sola y simple droga.

—Vos y el profesor Escandrolio se pueden dar la mano con los rusos —dijo el Kratos fastidiado.

—¿Por qué?

—Tu intolerancia es bastante sospechosa. ¿Se puede saber qué te hicieron a vos los homosexuales y las lesbianas? Mirá que sos metido, ¿eh? Metido y jodido en lo que no te importa.

—¿Cómo que no me importa, che?

—¿¡Qué es eso de «che»!? A mi habláme con más respeto o te encierro en un campo de concentración —dijo el Kratos furioso, olvidando que hablaba con su bufón. Se arrepintió en el acto. Seguía furioso, pero consigo mismo, por haber perdido el control. Disimulando su falta lo invitó a seguir—: Bueno, ¿y entonces? Me estabas explicando tu plan.

El Fortachón, quien hasta el momento no había visto a un Kratos tecnócrata en sus días de ira, ni tenía idea de cuán peligroso podía llegar a ser, quedó helado. Se le pasó la locura en un segundo. Balbuceó:

—Pe, pe, yo no qu…

—Bueeno, está bien. Fue una broma, no te voy a encerrar en un campo a vos. ¿Y cómo era tu plan para ganar las elecciones?

La locura del otro era demasiado grande como para que su lucidez le durase mucho. Así, pues, con la misma instantaneidad con que se asustó, tranquilizóse perdiendo conciencia. Retomó su tema favorito:

—El punto número cuatro del plan es hacernos una transfusión de sangre de negrito e ir a la calle 100 Oeste a hacer proselitismo. Los tipos de Harlem ya no tendrán derecho a matarnos, porque llevaremos sangre negra en las venas. Eso sí: rajar de Harlem antes de las 48 horas; la sangre de la transfusión no dura más; después el cuerpo la elimina. Así me dijeron, por lo menos. Decirles a los negritos que les vamos a dar lo uno y lo otro porque somos buenísimos y blancos tontos. Y después de las elecciones, una vez que los tengamos a todos juntos en un mismo lugar, hora y día, hacer bajar la 116a división de las Montañas Rocallosas, ordenarles subir a los tanques de Magdalena y matarlos a todos.

—¿Cómo? ¿No ibas a formar un Massachusetts en Madagascar?

—Para liquidar a los que no se hayan querido ir.

—Si a vos una negra linda te diese bola, cambiarías de ruta en un segundo.

—No es cierto. El Führer antes de morir nos dio un legado: ya que las Leyes Raciales de Nüremberg no podrían seguirse cumpliendo, era nuestro deber obedecerlas voluntariamente. Yo no me acuesto con negras ni con judías porque se trata de razas inferiores.

Lo dijo con un tono tan sincero que era como para creerle; pero, el Kratos observó que el otro tenía en ese momento un bultito sospechoso en los pantalones:

—Sin embargo, ahí tenemos a alguien que se está poniendo en posición de firme —dijó el Kratos señalando el lugar adecuado.

—¡No es cierto! ¡No me está pasando eso! ¡Judías y negras no me excitan en absoluto! —gritó enfurecido el Fortachón, mientras intentaba taparse con una mano.

Enrique Katel se reía sin disimulo:

—Bueno, está bien. Pongámosle que no. ¿Cómo seguía tu plan?

El otro, con una mano todavía tapando sus partes pudendas, continuó:

—Punto número cinco: iniciar una campaña secreta: «La Mafia al poder». Todos los italianos nos votan; aparte nos ganamos el apoyo de importantes sindicatos.

Esto a Kratos ya no le hizo gracia. Tocado en su delirio, dijo muy serio:

—Con los sindicalistas no hay que hacer componendas.

El Forta adoptó un aire superior:

—¡Qué puritano! Es sólo hasta que ganemos. Una vez que tengamos los resortes del Estado en nuestras manos, agarramos a todos los mañosos y a los sindicalistas, los subimos a un acorazado, le borramos el nombre al barco y le ponemos Potemkin, les damos cañones de verdad para que puedan defenderse y la cosa sea más interesante, y después los rodeamos con la flota y los hacemos mierda. Cañonearlos hasta que se hundan.

—Ah, eso me gustó un poco más. Lo único objetable es que no creo que alcance el Potemkin para meter a todos los sindicalistas y mañosos de los EE. UU. No bastarían las flotas del Mar Negro y la del Báltico juntas para cobijarlos.

El Forta descartó el inconveniente con un movimiento de su mano:

—Se puede construir una súper jangada; o una playa flotante con troncos y arena encima, como la que se hizo fabricar un zar para pasar sus vacaciones, pero que mida un kilómetro cuadrado. Después torpedeamos el todo con nuestros submarinos de la Primera Guerra Mundial, porque eran menos eficientes que los de ahora y así los chichis demoran más en morirse y sufren. Punto sexto: para que las viejas nos voten, decirles que vamos a crear una especie de Cementerio Nacional como el de Arlington, pero para perros notables. Que los collares y calcetines para gatos, caninos y molares estarán libres de impuestos. Y que de nuestro triunfo en adelante, los bizcochos y carne enlatada marca ¡Gruff!, para animalitos, serán baratísimos pues el Estado librará de imposiciones fiscales a los fabricantes. Ya electos y atrincherados en la Casa de la Risa Blanca, quitarles los perros y los gatos a esas viejas histéricas para librar a los pobres bichos de las malas ondas que les largan, y llevarlos todos a un Parque Nacional creado al efecto, donde puedan ser felices. Como el de Yellowstone, ¿comprendés?, pero para animales domésticos. Allí también podrían encontrar refugio otras víctimas de las ancianas manijeras echadoras de pálidas y transmisoras de malas ondas: tortugas, ardillitas, peces de colores, pajaritos, etc. Que vivan felices sin tener que descargar de manija a los putos hombres. Que gocen de los arroyuelos, paseándose entre cedros, laureles y nogales y flores altas como lanzas amarillas. Allí, junto —cada vez más lírico— a sus hermanos salvajes: garzas, cigüeñas y águilas; arena con patos y cerros rojizos cubiertos de escarcha. Monos, coa…

—Ya te fuiste a la mierda.

—… tíes, pavas del monte y osos comedores de miel. Séptimo: con los Conductores Libres de Jeep, la cosa sería como sigue: prometerles para después del Día de la Victoria, la creación de un gigantesco coto de caza anexo a un campo de concentración modelo, donde estarán alojados todos los fitzgerald —quienes son los sorias de allá— y que allí se reproducirán. Luego de las épocas de veda, una parte de los fitzgerald serán obligados a correr de noche por los campos, y los conductores detrás cazándolos con reflectores, perros y armas largas. ¿Vamos a EE. UU. a cazar, sorias? Ya victoriosos, cumplir escrupulosamente con la promesa.

El Fortachón y el ex vicepresidente Humphrey continuaban tomando whisky en la residencia. En ese momento, sumidos en profundas reflexiones, escuchaban el final de El Rey de la Jaula de Oro, del compositor medieval pretecnócrata Alberto Sagen Iseka:

«En jaula de oro, su cabeza de gloria encerrada está.

Nostradamus, ya se lo ha dicho,

en el torneo morirá.

Oh Rey, mi Rey, el Rey;

Oh Rey, mi Rey, el Rey;

Fuego de sangre, punta de hierro, caballo de Dios.

El pájaro ha muerto en su jaula, desdicha sin par.

Oh Rey, el más valeroso, ya no cabalgarás.

Oh Rey, mi Rey, el Rey;

Oh Rey, mi Rey, el Rey».

El aparato se detuvo. Humphrey lanzó un horrendo suspiro y luego dijo:

—Todos tenemos nuestros puntos vulnerables, como ese pobre Rey. Ello me recuerda una vieja y hermosa poesía china de la dinastía Wei, llamada. Debilidad oculta:

«Las paredes de mi casa son de papel;

por eso las he pintado, para que nadie pueda rasgarlas.

Diseñé motivos acuáticos, fuentes y pájaros.

Es mi esperanza que los enemigos no adviertan

la presencia de las aves,

porque sólo un lago puede cerrar en el acto

el tajo de una espada.

Mientras tanto, en un cuarto interior,

con mis amigos, sin más precaución ni cautela,

ruidosos como cien gansos gigantescos,

bebemos el dorado licor del árbol de la sidra».

—¿Quién es el poeta? —preguntó el Forta, reprimiendo un bostezo.

—Shen Chin. Un tecnócrata. Es poco lo que se sabe de la vida de este hombre. Su reino fue invadido y arrasado por un pueblo de chinos blancos, instalados en una comarca de China septentrional. El país de los invasores se llamaba Celeste Imperio del Níveo Na Be Minj. No obstante, el Reino del poeta estaba situado tan al norte, que llamaban a sus enemigos «los Hombres del Meridión», pues los ejércitos de Na Be Minj los atacaban desde el sur.

—¿Chinos blancos? Jamás en mi vida oí hablar de tal cosa.

—Muy poca gente sabe que existieron. Y eran chinos, por cierto, con todas las características raciales de los otros chinos, sólo que éstos eran blancos. El Reino de Shen Chin fue un precursor, un antecedente de la Tecnocracia de hoy día. Los guerreros del Celeste Imperio del Níveo lo atacaron con saña tenaz e implacable, hasta no dejar ni el recuerdo.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Porque los ex vicepresidentes nos acordamos de todo: somos como los linyeras. Esta lucha teológica entre los hombres del septentrión contra los del meridión —y sobre todo el asesinato del Emperador de aquéllos por parte de éstos— fue muy bien descripta por uno de los últimos poemas de Shen Chin.

El Fortachón dijo con alarma:

—Sepa que detesto la poesía china. Me apresuro a salirle al cruce para decirle que la aborrezco. Se lo digo por las dudas, por si pensaba recitármela. Estoy absolutamente decidido a asesinarlo, mi querido vicepresidente.

Ex vicepresidente.

«Seres con el alma descompuesta,

falsifican y vician adulterando la visión.

Levantan cien murallas

para tornar difícil el acceso

al Gran Irrebatible,

el camino al defensor de lo biológico.

A paso vivo caminan muchas veces sobre los sueños del Viejo Emperador.

Cuán grande la necesidad de borrar el camino;

cuán tremenda la importancia dada

a revivir sus muertos ejércitos,

para matarlos una vez y otra.

Él es dueño del pasado

y su Sombra Venerable

jamás podrá ser refutada.

Está entre los hielos y las Montañas del Norte.

Representa los Cuatro caminos

y las Ocho Partes del ciclo persistente.

Su palpitación no cesa,

y algún día bajará para encontrarse

con el respeto y el afecto de sus fieles.

Él nos conducirá de nuevo a la victoria.

El emperador se ha hundido,

entre ramas secas y flores amarillas…»

Un espantoso ronquido interrumpió al ex vicepresidente. El Fortachón se había quedado dormido.